Lectura comentada del capítulo LVIII del Quijote Por Margherita Morreale Este capítulo presenta los dos temas principales de la novela: el ideal caballeresco y la vida pastoril; aquel en su idealización trascendente y en su más crudo choque con la realidad; esta, hecha espectáculo entre «gente principal» de una aldea. El epígrafe anuncia las «aventuras tantas» que se subsiguen sin dejar espacio entre una y otra; no obstante, en su engarce, C. entrevera hábilmente señaladas muestras del magisterio de DQ sobre la libertad, los agüeros, el amor, las dos «maneras de hermosura» (a lo platónico), el agradecimiento. Nos informa, además, ulteriormente sobre el aspecto físico del protagonista, su consabida cortesía y denuedo, y (lo que importa más para el movimiento de la novela) su alternante locura y cordura y su conciencia de andar en libro impreso. En el sabroso diálogo con Sancho, nos da ulteriores pruebas del talante crematístico y saber paremiológico de este, y de sus reacciones, ora de incredulidad, ora de admiración por el amo; de los representantes de los distintos «públicos» se quedan los labradores in albis; los hidalgos y doncellas, que ya conocen la Primera parte, pensativos; los lanceros, que se lo encuentran en el camino, irritados e indiferentes. El nombre de aventura le cuadra propiamente sólo al tercer episodio, como una de las aventuras farsescas «de palos» de las que los lectores de siempre han disfrutado como «cómicas», y que al autor le han merecido la acusación de maltratar a su héroe. Pero también las otras empiezan en esa zona de inseguridad entre el ser y el parecer que reconocemos como la característica fundamental del Q., cualquiera que sea la interpretación que se le dé: en el primero se presentan unos individuos «vestidos de labradores» (siéndolo de verdad), con unas cosas tapadas a su lado, bajo unas como sábanas, que para DQ hubieran podido representar una visión engañosa y el reto a próximas hazañas (piénsese en los disciplinantes ensabanados, y en la imagen de la Virgen cubierta de un velo negro, en I, 52, o en doña Rodríguez envuelta en largas tocas como una fantasma, en II, 54); destapados los bultos uno a uno, la aventura, que Sancho llamará «de las más suaves y dulces» se convierte en un pausado escrutinio de objetos reales, que resultan ser unas imágenes de santos. El segundo inicia al tropezar el protagonista con unas redes tendidas entre árboles silvestres, que cree obra de encantadores para cortarle el camino; las redes se revelan luego como un artilugio para la captura de pajarillos (con lo que cobrará realce el pisoteo por toros bravos en la tercera), y la «aventura» se convierte pronto en una ficción declarada, y gustosamente aceptada como tal por DQ, al revelarse las dos «pastoras» que salen a su encuentro, como
representantes de aquella «gente principal» aldeana, a la que nos refería al principio. La relación con la realidad la evidencia el primer episodio en los preparativos para levantar un retablo, pero no es verosímil que cuatro figuras ecuestres cupieran encima del mismo altar; además no nos consta que se distribuyeran los cuatro santos de ese modo en trípticos y retablos; por otra parte, la dignidad de caballeros de a caballo les cuadra a San Jorge (y a San Mauricio), a Santiago y a San Martín, mientras que con San Pablo el caballo queda involucrado en la caída. El segundo episodio aplica extensivamente a los hidalgos de una «aldea» la representación más bien cortesana de textos bucólicos, pero acorde con la afición de la época, tan dada a la literatura de pastores (y en chocante contraste intrínseco con las crudas realidades del ejercicio pastoril que en II, 73 el ama recordará al futuro pastor Quijotiz). El tercero es realista de todas todas, por la consabida costumbre de encerrar toros para correrlos después entonces como ahora. Diversas son las fuentes de inspiración (y la experiencia y lecturas del protagonista): el primer episodio refleja puntualmente las consabidas representaciones iconográficas de los santos en las escenas de sus vidas en que se cifraba la devoción de los fieles. El segundo trata explícitamente de la puesta en escena de una égloga de Garcilaso (al parecer, la segunda) y otra, portuguesa, entre las dieciocho de Camõens. El modelo implícito del tercero podría ser el Libro del passo honroso del escribano real Pero Rodríguez de Lena (sobre un episodio caballeresco de 1439), que C. pudo leer en el compendio de Juan de Pineda (Salamanca, 1588), aunque no es el único de este tipo. En relación con la razón y/o locura, el primer episodio podría ponerse bajo la rúbrica de la razón de la sinrazón («¡abismático pasaje!», exclamaba Unamuno), por cuanto los santos y caballeros que «pelearon a lo divino» consagran la profesión caballeresca en el orden trascendente (en II, 8, 694, contestando a Sancho, «más vale ser humilde frailecito... que valiente y andante caballero», DQ se había quedado en el más acá, concluyendo: «no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo»); bajo la rúbrica de la razón como lucidez mental, cuando la comparación con el ejemplo de los caballeros santos induce a DQ a meditar sobre el fracaso de su propia pelea «a lo humano». El segundo ocupa una zona neutra, en una manifestación que debía de ser del agrado de C., ante la Arcadia como escape, y objeto de su ironía complacida, como propia de la comedia humana. Como atañe al tema religioso, tan controvertido siempre y en especial con respecto al Q., el primer episodio es el que más ha atraído la atención de los críticos. Como modelo se ha aducido la parodia erasmista, apartando a San Pablo de los otros tres, como objetos aquel de piedad interior, estos de devoción popular y milagrera (A. Castro); lo que, sin embargo, no cuadra con la economía interna del
episodio, desbarata su significado en orden al ideal caballeresco, ignora la cita evangélica de Mateo, XI, 12, y el eco de I Timoteo, VI, 16, en haber visto DQ lo que había visto, que consagran como broches dicha unidad. Después de emplear el término consagrado de buen agüero, DQ habla significativamente de un felicísimo acontecimiento. Es patente, además, la diferencia entre el estilo grandilocuente que C. atribuye a su héroe (en este episodio y en II, 8, porque atañe a las reliquias), y la insistencia amarga de erasmistas confesos como Alfonso de Valdés. Por lo demás, el estudio de la religiosidad popular va hoy por otros caminos, y más en vista de la multitud de datos positivos que ofrece el censo ordenado por Felipe II en 1582. Con eso no queremos menospreciar la vena jocosa que corre también por esta parte cuando C., a propósito del célebre episodio de la capa de San Martín, insinúa que DQ sabía de santos más que su escudero, pero menos de lo que como caballero debía saber: DQ recuerda la estación invernal en la que ocurrió la partición, pero cuando tilda a San Martín de «más liberal que valiente» (tal vez con Pedro de Rivadeneira, Flos sanctorum, 1599: «más parecía monje que soldado»), parece ignorar que el santo no podía desprenderse del atuendo entero porque su estado de caballero (miles) le impedía quedarse en paños menores. La conciencia caballeresca que DQ le resta a San Martín, se la atribuye luego a San Jorge, también como amparador de doncellas (lo había sido por antonomasia Amadís; cf. II, 6), y, de lleno, al apóstol Santiago, santo universal y santo hispano, venerado como Matamoros. El tono grandilocuente se alinea aquí con las altisonantes octavas del contemporáneo Cristóbal de Mesa (ensalzado por él en el «Canto de Calíope» de La Galatea y recordado en el Viaje del Parnaso), que había dedicado a El Patrón de España (1607) un poema entero; tal consonancia no sorprendería en C., soldado y autor de Los baños de Argel. La advocación de Matamoros vuelve a aflorar a propósito de la frase ¡Santiago, y cierra España! (el escudero, que en II, 4, al acomodar la frase a su propia circunstancia, la había empleado rectamente en su sentido global, recapacita ahora sobre el supuesto sentido de «cerrar España»); lo que como dislate lingüístico sirve para su caracterización adicional, y como puntualización ilustra el interés de C. por la lengua. Pero en lugar de explicar el tenor verbal de la frase, DQ la ejemplifica con una glorificación adicional de Santiago como patrono de España, invocado y «visto visiblemente» por los españoles en todas las batallas acometidas por ellos. DQ termina su discurso asegurando a Sancho que «desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan». «Siendo de caballero andante», había escrito en II, 3, toda historia ha de ser «grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera». Con lo que no cabe duda en lo que toca a la sinceridad de DQ, pero la plantea en cuanto a la del autor. Aparte de la paronomasia habitual en el estilo de C., si nos
empeñamos en interpretar su opinión personal, valdrán las palabras que C. dedica a Santiago en sentido recto si el autor se suma a los defensores de la venida del apóstol a España; una venida que se defendía con ahínco incluso en las más altas esferas (representativa en este sentido es la carta con que en febrero de 1600 Felipe III exhortaba a su embajador en Roma a que instara ante el Papa que mandase «cerrar del todo esta plática [sobre Santiago], acordándose cuán largo era el curso de los años que había pasado con esta verdad recibida por los Sumos Pontífices... y por toda la cristiandad, y teniendo consideración al particular interese que en este negocio corría a él [Felipe III] y a todos sus reinos»; cf. García Villada). Las verdaderas historias habrán de interpretarse por antífrasis (en cuanto al autor), si C. se alineaba con los opositores de la venida del apóstol a España, aunque no necesariamente como converso, o como librepensador ante litteram, en vista de que la tendencia contrarreformista (a la que se oponía Felipe III) era la de expurgar noticias espurias del culto local de los santos; así Juan de Mariana, en España, y los cardenales Belarmino y Baronio en Italia, encargados de la reforma del Breviario Romano (cf. González Novalín). Las historias tampoco serían tan verdaderas en la mente de C., si han de medirse por el párrafo final de I, 52, que A. Castro explicó como alusión a los falsos cronicones hallados en Granada en lo que luego se llamaría el Sacromonte (entre ellos uno, descubierto en 1599, que relataba una visión apocalíptica de Santiago); a estos «documentos» C. pedía que se diera «el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías». Lector amigo, ¿qué quieres que infiera? Como simple lectora —no como cervantista—, no hilo tan delgado; me contentaría con un Q. bien interpretado a ras de la letra y de la semántica de las palabras, con sus maravillosos silencios como «silencios inusitados» o «sorprendentes», o siquiera con una edición bien puntuada, que no diera pie para consideraciones apodícticas, y la invención de «incisos» y «concesiones a las ideas de la época» (II, 58, 1094, n. 4), o para deducciones sobre la conciencia de estado social (II, 58, 1095, n. 9).
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para la lectura unamuniana, Unamuno [1905/71:69-366, 291-303]. ¶ Un estudio global de II, 58 puede verse en Sarmiento [1947]. ¶ Sobre los problemas textuales, Flores [1975] y Morreale [1979]. ¶ Para el tema iconográfico y hagiográfico, con exposición sistemática de fuentes se puede partir de Kirschbaum et al. [1968-1976] (véase S. Martin: VII, cols. 572-579; S. Georg.: VI, cols. 365-390; Jakopus der Ältere: VII, cols. 23-39; Paulus: VI, cols. 128-147; Ritter: III, cols. 534-538). ¶ Para el testimonio litúrgico sobre la tercera lección de maitines en la fiesta de Santiago, cf. Breviarium romanum, f. 143, y Officium. Sobre San Jorge, Deléhaye [1909]. Y para la glorificación y defensa de Santiago, ocasionada también por la disputa sobre la venida a España, participación en batallas y patronazgo, consúltense:
Cristóbal de Mesa, El Patrón de España (Madrid, 1607); Juan de Velasco, Discurso en que se defiende la venida y predicación del Apóstol Santiago a España (Valladolid, 1605); Diego del Castillo, Defensa de la venida y predicación de Santiago a España (Zaragoza, 1608); Jesús Jódar, O.C., Cinco discursos (Madrid, 1612); Mauro Castellá Ferrer y Luzón, Historia del apóstol de Jesús Cristo Sanctiago Zebedeo, patrón y general de las Españas (Madrid, 1610); Hernando de Oxea, Historia del glorioso Apóstol Santiago (Madrid, 1615). Cf. Hendrick [1960:76 y passim]b. Otros estudios de la tradición jacobea en II, 58, 1096, n. 18. ¶ Para la interpretación del pensamiento religioso, A. Castro [1925/87] y, por lo que se refiere a sus posibles antecedentes, Morreale [1961]; para lo referente a los falsos cronicones, Moner [1991a; 1994]. Sobre el concepto y manifestaciones de religiosidad popular, aducido en son de crítica somera por A. Castro, pueden verse ahora los estudios ocasionados por el examen del censo mandado hacer en 1582 por Felipe II en Redondo [1986]. ¶ Para los realia, en cuanto a la confección de retablos, y el término controvertido entabladura, habría que investigar ulteriormente los tratados sobre las artes figurativas y los ensayos sobre realia como el de Sáenz de la Calzada Gorostiza [1956]; por ahora nos valemos de la Introducción de Martínez. ¶ Sobre el episodio pastoril, Tamayo [1948] y Poggioli [1975]. ¶ Para el encierro de los toros, Cossío [1931]. ¶ Otras referencias: BQ, II21{k}, II-23, II-24, II-25. ¶ Catalán [1966-1967], Descouzis [1973:150-152], F. Lopez [1988:240-241], Egido [1991b:37-38]. ¶ Sobre las imágenes también puede verse Allen [1969-1979:I, 63-66]. ¶ De la fingida Arcadia se ocupan Flecniakoska [1959-1960], Ayala [1971:601-602], Percas de Ponseti [1975:II, 385-386], T.R. Hart [1989:88-91], Close [1990c:86-87], Chevalier [1991b:105-106]. Cf. también Trueblood [1958-1959/86:50-51]. ¶ Riley [1986/90: 100] niega la entidad de episodio intercalado al de la falsa Arcadia. ¶ Del tropel de toros se ocupan Casalduero [1949/75:350-351], Predmore [1958:41-47], Murillo [1988:231-232].