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2007-2813 año

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número

13 •

diciembre

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UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP

UNIDIVERSIDAD • AÑO 4 • NÚMERO 13 • DICIEMBRE 2013-ENERO 2014 • $40

2013-enero 2014 • $40

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de Lujo

Rubén Bonifaz FUEGO DE POBRES

NUNO

i

CONT. DOS CERILLOS


38 Como una antorcha que pusieras entre tú y yo, para salvarnos de las sombras el rostro, sólo para vernos los dos, levantas –flama sin humo, ala encendida–, temblando tu amor entre nosotros. Giran en torno los caminos de lo que va y regresa; en torno aprieta la noche, y gira y ciñe, venida de lejos, la perfecta luz en tu rostro, y el espejo en mi rostro inmóvil frente al tuyo. Flama sin humo, puente abierto Para viajar de noche, alumbras tu amor entre nosotros. Brilla, engarzada entre los dos, el ala segura del fuego. Y frente a frente, sin comprenderlo, nos miramos


UNIDIVERSIDAD 13 Diciembre 2013-enero 2014

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La revolución silenciosa de Rubén Bonifaz Nuño

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Evodio Escalante

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Con la oreja en las cintilaciones de su corazón Pável Granados

Rubén Bonifaz Nuño y yo: El poema de la mosca

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As de oros es triunfo: la alquimia en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño Alfredo Rosas Martínez

62

Lotería de amor

66

El (a)brazo de la fraternidad

Rafael Toriz

Miguel Ángel Andrade

Sandro Cohen

Poemas

33

Rubén Bonifaz Nuño

Fotografías

76

Los cimientos de la poesía bonifaciana. Una revisión de Imágenes Jocelyn Martínez Elizalde

Nacho López y Héctor García

Cerillo I

Los buenos oficios Miguel Maldonado

Fin Diana Isabel Jaramillo

Cerillo II

Guía gourmet del perfecto caníbal Ignacio Padilla

El momento físico de la lectura Javier Vargas de Luna


DIRECTORIO Mtro. José Alfonso Esparza Ortiz Rector Dr. René Valdiviezo Sandoval Secretario General Dr. Jorge David Cortés Moreno Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura Pedro Ángel Palou Director Miguel Maldonado Subdirector

CONS E JO EDI TOR I A L

Benjamín Hernández Rojas Rafael Argullol, Jorge David Cortés Moreno, Luis

César Susano

García Montero, Fritz Glockner Corte, Michel

Edición y diseño

Maffesoli, John Mraz, José Mejía Lira, Francis-

Miguel Ángel Andrade Torres

co Martín Moreno, Edgar Morin, Ignacio Padilla,

Coordinador del dossier

Alejandro Palma Castro, Eduardo Antonio Parra,

Diana Isabel Jaramillo

Herón Pérez Martínez, Francisco Ramírez Santa-

Cinthya Olguín Díaz

cruz, Miguel Ángel Rodríguez, Vincenzo Susca,

Corrección

Jorge Valdés Díaz-Vélez, René Valdiviezo Sandoval, Javier Vargas de Luna y David Villanueva

Ana María Leal Digitalización

Agradecemos la generosidad de Paloma Guardia

Javier Velasco

por compartir el archivo personal del maestro

Distribución y comercialización

Rubén Bonifaz Nuño.

UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, año 4, No. 13, Noviembre 2013-enero 2014, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 sur 104 Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, y distribuida a través de la Vicerrectoría de Extensión y Difusión de la Cultura, con domicilio en Casa de la Bóveda, Av. Juan de Palafox y Mendoza 406, Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, tel. (01222) 22295500 ext. 5750, unirevista@gmail.com. Editor responsable: Dr. Pedro Ángel Palou García, pedropalou@me.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011430200-102. ISSN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. Impresos im21-006. Impresa en PROMOPAL PUBLICIDAD GRÁFICA S.A. DE C.V.,

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La revolución silenciosa de Rubén Bonifaz Nuño

Evodio Escalante

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Larvatus prodeo. “Avanzo enmascarado”. Así escribió en algún lugar René Descartes, el autor de El discurso del método. Estimo que en el contexto de la poesía mexicana del siglo xx a nadie conviene mejor esta expresión que a Rubén Bonifaz Nuño. Aunque se le reconoce de manera unánime como uno de los grandes poetas mexicanos, de lo cual dan testimonio las diversas antologías en las que de forma invariable se recogen sus textos, me temo que el meollo de su contribución a la tradición literaria mexicana sigue pasando inadvertido. Encajonado dentro de la generación de los años cincuenta, en la que figura al lado de autores tan notables como Rosario Castellanos y Jaime Sabines, a lo mucho se reconocen en él un métier admirable así como una astucia peculiar para fundir en sus textos la tradición clásica con la prehispánica, con lo que habría logrado aproximarse a los registros del habla común. Víctor Manuel Mendiola ha indicado al respecto: “En posesión de las formas clásicas, tanto latinas como españolas, escribe una poesía experimental, donde un coloquio acotado por el lenguaje metafísico produce dolorosas estructuras complejas.”1 El poeta y crítico español Luis García Montero, en su libro La poesía como destino, ha expresado una idea muy semejante: “Bonifaz apura la especulación del verso, busca ritmos, acentuaciones, acarreando músicas de la tradición latina y componiendo engranajes en su laboratorio personal.” Más allá de esto, Montero 1

Víctor Manuel Mendiola, “Una poesía con monstruo”, prefacio a Tigre la sed. Antología de la poesía mexicana contemporánea 1950-2005. Recopilación de Víctor Manuel Mendiola, Miguel Ángel Zapata y Miguel Gomes. Madrid, Ediciones Hiperión, 2006, p. 14.

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Fotogafía: Barry Domínguez.

avanza una observación que me parece del mayor interés: "[Bonifaz] se aventura en un verso tan difícil como el eneasílabo o programa estrofas con endecasílabos de música incómoda y concentrada por su acentuación en la quinta [sílaba].”2 El también poeta y crítico Marco Antonio Campos, amigo cercano de Bonifaz Nuño, es para mi gusto quien ha articulado una observación todavía más fina. En su libro de ensayos, Los resplandores del relámpago, ha establecido con agudeza: “Nadie entre nosotros como Bonifaz ha experimentado tanto las variaciones de metros y acentos creando nuevas músicas en la lengua española. En un siglo de desorden y de aventureros del versolibrismo, Bonifaz representa el modelo del que ha estudiado la gran tradición occidental, que la ha tematizado y ritmado, pero sin hincarse ante ella.”3

Compenetrarse en la tradición occidental sin doblar la cerviz ante ella, antes bien, haciendo una propuesta de enorme originalidad. Me parece que no se calibran los alcances de estas afirmaciones si no se delimita antes con qué corrientes o movimientos está rompiendo Bonifaz Nuño. Rompe, por supuesto, como lo precisa Campos, con los “aventureros del versolibrismo”; pero parece más esencial sugerir que rompe con una tradición dominante en los movimientos de vanguardia que basan su eficacia, como lo vieron bien los formalistas rusos, en los recursos del extrañamiento que consistían en poner el acento sobre todo en los efectos causados por el manejo de la imagen o por el empleo de metáforas sorprendentes. La idea de Roman Jakobson, en el sentido de que la poesía se caracterizaría por proyectar el principio de las equivalencias sobre el plano de las contigüedades, en otras palabras, de privilegiar la metáfora a costa de la metonimia, le resulta ajena o carente de todo interés. En Bonifaz Nuño podemos observar un significativo cambio de énfasis. No le preocupa mayormente trabajar con la imagen ni proponer nuevas metáforas. No digo que su poesía esté desprovista de ellas, lo cual sería una extravagancia y un imposible gramatical, pues cualquier enunciado de la lengua corriente puede resultar pródigo a la vez en imágenes y en metáforas,

2

Luis García Montero, La poesía como destino. Prólogo a la obra de Rubén Bonifaz Nuño. México, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 21. 3 Marco Antonio Campos, Los resplandores del relámpago. México, Dirección de Literatura de la unam, 2000, p. 365. Muy seguramente, Bonifaz Nuño haría suya esta observación que Campos dirige contra “un siglo de desorden” y los “aventureros del versolibrismo”. La poesía no puede ser nunca una pura explosión desarticulada, menos todavía un espasmo libidinal, sino el resultado de un juego consciente con las reglas de la composición.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

sean éstas “vivas” o “muertas”; digo que ellas no son su foco de atención. Lo distintivo de Bonifaz Nuño es su interés por el fenómeno específico del ritmo. “Encontrad el ritmo adecuado, y todo lo demás vendrá por añadidura”, este podría muy bien ser su lema y su norma de trabajo. El ritmo, empero, no se justifica por el ritmo mismo, como podría entenderse dentro del paradigma esteticista del arte por el arte, sino sólo en la medida en que es una herramienta para encontrar la verdad. He aquí cómo autodescribe el autor su métier de poeta:

que emerge con toda fuerza su posición: “Es cierto hasta cierto punto. Yo digo que los poemas no se hacen con palabras, se hacen con ritmos. Hay ritmos como formas vacías, que por su atracción gravitacional llaman a las palabras y las van colocando en aquella música hecha para que se vaya haciendo.”5 Ahora empieza uno a entender por qué en las innumerables translaciones que hizo a lo largo de su vida de los clásicos griegos y latinos en lugar de la palabra “traducción” anotó siempre la frase “versión rítmica”. Es que el ritmo lo era todo para Bonifaz. Destacar la importancia del ritmo, sin embargo, no necesariamente implica apegarse a los moldes heredados por la tradición. De manera sorprendente, Bonifaz Nuño sostiene que quien quiera decir algo nuevo tiene que romper estos metros. Se lo explica a Leyva en la entrevista que mencioné. Ahí afirma: “si usted escribe con métrica clásica, digamos endecasílabos clásicos, va a ser muy difícil que diga algo, ya no digamos mejor, algo distinto a lo que dijeron los grandes poetas del Siglo de Oro español.”6 Un taciturno Mallarmé observó alguna vez con cierta resignación que “Los gobiernos cambian, pero la prosodia

Yo también conozco un oficio: aprendo a cantar. Yo junto palabras justas en ritmos distintos. Con ellas lucho, hallo la verdad a veces, y busco la gracia para imponerla.4

En una entrevista con José Ángel Leyva, preciosa por sus revelaciones, Bonifaz Nuño le corrige la plana nada menos que a Mallarmé. Es cierto que no menciona por su nombre al gran simbolista francés, pero la anécdota que refiere se ha atribuido siempre (aunque con alguna modificación) al prestigioso

Lo que hace Rubén Bonifaz Nuño es imitar la relación que los poetas clásicos tenían con su lengua materna. La lengua materna de Bonifaz, como resulta evidente, es el español de México, cuyas tonalidades él exploró como muy pocos.

autor de Un golpe de dados. Reproduzco las palabras de la entrevista con Leyva. Ahí Bonifaz apunta: “Decía un pintor, cuando hablaba con un poeta francés, que él no podía escribir poemas porque no tenía ideas. El poeta le respondió que los poemas no se hacen con ideas, se hacen con palabras.” Aquí cierra la anécdota. Lo que sigue es la réplica de Bonifaz en la

permanece intacta.” Bonifaz Nuño piensa, por el contrario, que es posible alterar la prosodia. De ahí justamente su intento por renovar el endecasílabo, de ahí su interés por el eneasílabo, de ahí sus combinatorias métricas inesperadas dentro de la estrofa, de ahí, en fin, su propuesta de acentuar los versos en la quinta sílaba. 5

José Ángel Leyva, “Rubén Bonifaz Nuño, el azar y la libertad”, en José Ángel Leyva (comp.), Versos comunicantes III. Poetas entrevistan a poetas iberoamericanos. México, Alforja-Universidad Autónoma de Nuevo León, 2008, p. 76. No deja de ser interesante la idea de que el ritmo es una suerte de “atracción gravitacional” que tendría efectos precisos sobre la cadena enunciativa. 6 Idem.

4

Rubén Bonifaz Nuño, De otro modo lo mismo. México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 116. Esta estrofa forma parte de lo que podría ser el gran libro de Bonifaz Nuño y su auténtico tour de force literario, Los demonios y los días, escrito todo él con versos que llevan acentuada de manera invariable la quinta sílaba.

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Bajo la máscara conservadora, se desliza un revolucionario que avanza silencioso, y que por lo mismo no parece haber dejado herederos directos. Esta posición disidente, articulada en la entrevista con Leyva, no hace sino volver explícita una convicción que recorre su obra poética desde principios de los años cincuenta. A este respecto, me gustaría llamar la atención sobre uno de sus poemas titulado precisamente “Poética”, incluido en su recopilación De otro modo lo mismo. En este texto, fechado en 1951 y dividido en cinco secciones, Bonifaz Nuño articula de manera explícita lo que podríamos llamar su política del poema. No quiero pecar de presuntuoso, pero a lo mejor es la primera vez que se comenta este texto que equivale, para mi gusto, a un verdadero manifiesto poético centrado, por lo demás, en los problemas específicos del verso. La primera sección tiene que ver con el tema del ajuste entre forma y contenido: “Próximos brillan el sonoro vaso y el agua,/ mas no se funden uno y otra…” Por su dicción, las dos estrofas de esta sección me evocan los famosos hexámetros griegos, aunque no habría que tomar demasiado a la letra esta observación.7 La segunda sección, la más importante en mi criterio, invita a desprenderse del molde tradicional del endecasílabo. Dice así: “No siempre en las alas del italiano/ verso cristalino vuele sonoro/ el endecasílabo. Otras veces/ un compás lo lleve tenue y sombrío.” Si apreciamos bien, veremos que Bonifaz Nuño no excluye en absoluto el uso del endecasílabo italiano, sino que se limita a decir que no siempre es el caso utilizarlo. Por eso indica: “Otras veces/ un compás lo lleve tenue y sombrío.” Las búsquedas métricas del poeta tienen que ver con esto. Además, me parece que en este breve ejemplo puede apreciarse el temple más logrado de Bonifaz Nuño: una poesía que no quiere vertirse de seda para distinguirse del habla, sino que, todo lo contrario, aspira a confundirse con el percal y el abalorio mexicano de todos los días, como podría decir López Velarde. Los encabalgamientos, que rompen con la monotonía y la previsibilidad del verso, contribuyen a esta indistinción; pero juegan un papel tanto o más importante la selección del vocabulario y, sobre todo, la disposición rítmica. En este punto, creo que más que imitar el fraseo de tal o cual poeta de la tradición greco-latina, como podría pensar un despistado, lo que hace Bonifaz Nuño es imitar la relación que los poetas clásicos tenían con su lengua materna. La lengua materna de Bonifaz Nuño, como resulta evidente, es el español de México, cuyas tonalidades él exploró como muy pocos. 7

Véase Rubén Bonifaz Nuño, op. cit., pp. 70-73.

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Empero, la característica más notable de la estrofa de cuatro versos que acabo de citar es que está compuesta por endecasílabos y decasílabos que tienen una característica común: están acentuados en la quinta sílaba. El gran descubrimiento métrico del autor se despliega aquí de modo sistemático y sin hacer aspavientos. Los endecasílabos de esta estrofa definitivamente no son los italianos de Petrarca, ni su adaptación española por parte de Garcilaso, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Sor Juana o Manuel José Othón. Estos endecasílabos de factura bonifaciana no se distinguen del habla sino que intentan confundirse con ella. Esta sutil valoración del español que hablamos nosotros, acá, en México, constituye quizás su más alta hazaña poética. Prosigue Bonifaz Nuño: Así cante a veces el verso: blando como la pequeña voz apacible que forma su cauce transcurriendo por la muchedumbre sorda del ruido. Se mezcle la música con el tema formando una misma sola hermosura; que en trance de ritmo la palabra adquiera la voz de la poesía.

Se encuentra al final de esta estrofa, y expresada de otra manera, la apuesta central de Bonifaz Nuño: que en trance de ritmo la poesía adquiera la voz que le corresponde. La cuarta sección de esta “Poética” se refiere al tema. “Nunca el tema es de por sí poesía/ sino sólo desolada materia.” Abunda Bonifaz Nuño: “El asunto/ no es la fuente de la dulce hermosura.” Contra quienes puedan pensar que Bonifaz Nuño es un poeta materialista y desencantado, que concentra su interés en las cosas más simples e inmediatas de la vida, hay que decir que el poeta nunca renuncia a su verdadera vocación metafísica, aquella que lo convierte no sólo en un Gutiérrez Nájera o Villaurrutia sino también en un idealista perseverante e insobornable, que se asume como un heredero mexicano de, entre otros, Platón, Plotino y Nicolás de Cusa. Por eso escribe: “Y una extraña aspiración a lo eterno/ se levante de las cosas nombradas.” Lo ha escrito Plotino: “Todo nos invita a remontar a la unidad. Para cada caso hemos de contar con una unidad, a la que conviene ascender.” De modo análogo lo expresó Nicolás de Cusa: “Por un don divino observamos que en todas las cosas naturales hay cierta tendencia a existir de un modo superior

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al que manifiesta la naturaleza de cada cosa.”8 De las cosas efímeras y transitorias que nombran las palabras, debe elevarse una extraña aspiración a lo eterno. En esto consiste la poesía. De hecho, en un golpe de gloriosa ironía, esto es corroborado por el propio Bonifaz Nuño cuando declara categórico en uno de los poemas de Fuego de pobres: “Y conste que no hablo/ en símbolos; hablo llanamente/ de meras cosas del espíritu.” En el lenguaje de Empson, esto equivaldría a sostener que para Bonifaz Nuño la poesía es más nouménica que fenoménica.9

supuesto, por Fuego de pobres (1961), Siete de espadas (1966), El ala del tigre (1969), La flama en el espejo (1971), Del templo de su cuerpo (1992) y, uno de mis libros favoritos de la última época, Albur de amor (1987). A propósito de esto, Marco Antonio Campos ha establecido que “ninguno de nuestros poetas mayores vivos ha tenido la capacidad de renovación técnica y actitud desafiante ante la poesía que ha tenido Bonifaz Nuño”. A lo que agrega una nota más: “los últimos libros del poeta son más juveniles que los que escribió en su juventud”.10

Yo digo que los poemas no se hacen con palabras, se hacen con ritmos. Hay ritmos como formas vacías, que por su atracción gravitacional llaman a las palabras y las van colocando en aquella música hecha para que se vaya haciendo.

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Refiriéndose en específico a Del templo de su cuerpo y a Albur de amor, Campos añade esta observación de la que me apropio sin pensarlo dos veces: “Bonifaz ha escrito dos libros donde ha combinado magistralmente la lección de los líricos romanos con letras de la canción mexicana (rancheras y boleros) y con expresiones y giros populares.”11 Explorar estos registros del español de México cercanos a la canción popular, tan notables en los títulos mencionados, e, incluso, puedo agregar de mi parte, en el último de sus libros publicados, Calacas, es algo que dejo pendiente para otra ocasión. Creo que ya es tiempo de que reconozcamos que con el conjunto de su obra poética Rubén Bonifaz Nuño nos ha trazado un camino que, sin perder de vista los intereses del espíritu, siempre supremos desde su punto de vista, nos invita a asumir el riesgo y la experimentación en el descubrimiento de lo que tendría que ser nuestra propia lengua. La lengua que mejor nos exprese como seres humanos. rbn

Obsérvese, por lo demás, que los endecasílabos con que está construida esta cuarta sección son todos ellos endecasílabos “anómalos”, es decir, endecasílabos bonifacianos. En contraste, la quinta y última sección de esta “Poética” restituye el valor del endecasílabo clásico que Bonifaz Nuño mezcla, empero, de modo deliberado, haciéndolos casar entre sí con los eneasílabos. Tomo la primera estrofa para ilustrarlo: “Largo es el tiempo de la muerte. Corto/ el que vivimos. Nada nos resguarda,/ del todo somos indigentes./ Sólo nos ampara la belleza.” La consecución del programa que se contiene en esta “Poética” es posible rastrearla en las diversas estaciones del itinerario poético del autor, desde Los demonios y los días (1956) hasta Calacas (versión definitiva, 2012), pasando, por 8

Véase Plotino, Eneada tercera. Buenos Aires, Editorial Aguilar, 1965, p. 218 y Nicolás de Cusa, La docta ignorancia. Buenos Aires, Hyspamérica Ediciones, 1984, p. 23. 9 En realidad la frase es de uno de los críticos de Empson, James Smith. Véase William Empson, Siete clases de ambigüedad. México, Fondo de Cultura Económica, 2006 (Breviarios, 548), p. 18.

10 11

12

Marco Antonio Campos, op. cit., pp. 372-73. Ibid., p. 370.


Todos somos grandes señores

S

egún la teoría oficial, los mexicanos tenemos que reconocernos deudos de Cortés, estar agradecidos con Cortés porque él fue el creador del país, porque él vino a darnos la cultura y la religión y la lengua. Es decir, la cultura verdadera a cambio de las supersticiones y las simplezas y las torpezas con que nosotros vivíamos. Él vino a cambiar el bien por el mal en que estábamos, y en el cual ya no queremos estar, calificando como mal lo que, en realidad, no lo es. La cultura oficial ha sembrado conceptos tan maniqueos como el pasaje de La Noche Triste, la derrota de Cortés, y todo eso porque es la única noche alegre que tuvimos. En cambio, los niños se compadecen del pobrecito de Cortés, los indios le ganaron. Y, además, todo lo que hicieron los españoles fue con mentiras y con engaños. La matanza del Templo Mayor fue una cosa infame; estaban desarmados los indios haciendo un ceremonial religioso en su plaza y Pedro de Alvarado los mandó matar a todos. Decían, en su texto indio, que los mataron como a ciegos porque no tuvieron defensa. Posiblemente, después de eso organizaron la excursión que se llama Noche Triste. Por eso, cuando me dijeron que el padre del país era Hernán Cortés, yo les dije: “En último término, Cortés, como creador del país, engendró un país muy mal hecho que tenemos obligación de corregir.” La cuestión está en esto, desgraciadamente: todos los mexicanos estamos colonizados y a lo menos en apariencia nos avergonzamos de ser lo que somos.

Cuando el sitio de la ciudad de Tenochtitlán, Hernán Cortés quiso hablar con un Jefe de los indios. Y se juntaron, de un lado de un canal, los españoles, y del otro lado los indios. Cortés gritó: “Quiero hablar con uno de sus grandes señores.” Y entonces uno de los indios le contestó: “Puedes hablar con quien quieras: aquí todos somos grandes señores.” Ése es el sentimiento que pienso que deben recuperar los mexicanos: todos los mexicanos somos grandes señores. La colonización ha sido tan firme que ha suprimido por completo el orgullo del origen indígena, que es lo que yo trato de restituir y espero hacerlo en algún tiempo; no sé cuándo. Será lo que yo escribí, lo que puedo pensar, lo que sirva para originar una verdadera revolución en México. Que vuelvan las cosas a su estado natural; es decir, que México vuelva a ser conscientemente un país de indios. Porque los indios habían desarrollado tanto la ciencia que podían hacer cosas que los españoles eran incapaces de hacer. De tal manera que hay una ciencia indígena que los españoles han destruido a conciencia…1

1

Entrevista a Rubén Bonifaz Nuño. En Estrada, Josefina. De otro modo

el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño. México: El Colegio Nacional. Primera edición, 2008, pp. 88-89.

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Con la oreja

en las cintilaciones de su corazón Reflexiones sobre la obra de Rubén Bonifaz Nuño

PÁ V E L GR ANADOS

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Desde que leí casualmente un poema de Rubén Bonifaz Nuño, no me ha abandonado su voz. Y eso que no recuerdo su voz. Platiqué con él brevemente acerca de cómo organizar una antología de su obra. Y él casi no habló, no lo dejé, yo quería exponerle todo. ¡Eso no importa ahora! Lo que importa es que escucho su voz. Escuchamos las voces de los poetas. Y eso cómo es posible si nunca los hemos escuchado. A veces, recordamos un verso y nos preguntamos de quién es esa voz. Y muchas veces damos con ella. Es como una voz sin aire que vuela, pero no vuela desde ningún sitio, más bien se esculpe, pero cómo se esculpe si ni siquiera hay un muro en donde ponerla. Tratamos de colgarla en un sitio y se cae. No termina de ponerse cómoda. Hasta que, en cierto momento, queremos recurrir a esa voz en la que hemos depositado tantas esperanzas y ha desaparecido, dejando en su lugar una voz que es la nuestra. Y que nos llama. La tomamos. Siendo algo sonoro, pero que no suena, es difícil saber si es un teléfono o un caracol. Nada más extraño que nuestra propia voz. Es ajena y no tiene nada que decirnos. Que la escuchen otros. Está hecha de fragmentos que sólo nosotros reconocemos. Atesoramos nuestros fragmentos. Yo, por lo menos, los guardo celosamente. Nuestra voz no sirve para escucharnos, sino para oír a otros. Estamos hechos de otros. Y no quiero llevar esta afirmación hasta sus últimas consecuencias porque me derrumbaría frente a ustedes como una estatua antigua, y lo que quiero es afirmarme, y decir: “Yo”. Ha sido un camino difícil porque, desde que ese “Yo” ha descubierto que puede hablar, generalmente me hace a un lado y habla por mí.

Nacho López, Cilindrero en la Avenida Juárez, Ciudad de México, 1953. © (383039) conaculta. inah.sinafo.fn.méxico.

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Pero no me llamo a engaño y, cuando leo a Rubén Bonifaz Nuño, me pregunto: de qué está hecho ese Yo que habla y que se afirma en sus versos. Muchas veces, cuando habla, se desgaja. Intenta decir “nosotros” y está solo. Intenta construir la amistad y el amor, pero no se dejan construir esas palabras. Es una lucha constante que se da en muchos frentes. El poeta lucha contra las palabras pero las usa como arma, frotándolas, las pule. Cada poema es una pequeña victoria, pero es también el trazo de un plano: el plano de sus obsesiones. Las palabras, las imágenes, los recursos, todo eso, vuelve como una marea, obsesivamente, a inundar los mismos temas. Y se convierte, en el caso de Bonifaz, en un ejercicio tan complejo que es necesario, casi urgente, trazar el plano de su poesía. Una geografía que hable de los temas, de los recursos, de los distintos planos que se sobreponen en su construcción, de las voces que hablan en su obra, de las mujeres que esconden, de los niveles de su lenguaje, de los simbolismos. Naturalmente, no lo haré yo. Hay en la obra de Bonifaz un aspecto que pertenece a sus iniciados, a los amigos que saben las claves. Es un laberinto, y yo ni siquiera pretendo pasar del umbral. Aunque bien visto, estar en el inicio del laberinto es estar en la lógica del mito. Es tener entre las manos el hilo de Ariadna y la promesa de volver a salvo. Ciertamente, es difícil resistir el impulso, pues se comienza persiguiendo algunos versos seductores. Se les sigue sin pensar. Son esas estrofas que están en la mente de todos, encerradas e intactas a pesar de haber sido tan acariciadas. Son versos memorables que nos han llevado hasta lo más profundo del laberinto de esta obra compleja. Son versos memorables, nos decimos. Hay otros que no lo son tanto. De hecho, son versos que agresivamente se rebelan contra la memoria. Con sus violentos encabalgamientos, con su compleja construcción y la ambigüedad de sus palabras. Cuando se quiere continuar, moverse de la seguridad de unos cuantos poemas, ya está desplegada la complejidad de esta obra. Ya no hay salida. A las imágenes les han salido escamas, garras en las manos. ¿Recuerdan que hablaba de una voz seductora? Yo no sé muy bien de mitos, y por eso fui a dar donde las sirenas. Esa voz maravillosa que, si uno atiende, desgarra al que la sigue. Esa voz inmaterial de la que hablaba al principio y que nos ha traído hasta aquí. Así como la voz no se escucha y atrae, el oído no oye sonido sino luces. Ya el poeta ha dicho claramente, de adelante para atrás y de atrás para adelante: “Odio la luz azul al oído”.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

Decía que no pienso trazar un mapa, ni siquiera puedo poner puntos sobre las íes porque se ruedan y se estrellan en el piso. Pero intentaré no generalizar ni tomar frases prestadas a otros para explicar una experiencia a la que prefiero exponerme por mi propio riesgo. Ante el poema 10 de As de oros (1980) me he detenido obsesivamente, le he dado vueltas, lo he asediado, como una escultura de la que quiero que brote sangre, aunque sea la mía. Dice el poeta: “Con la oreja en las cintilaciones/ de su corazón, escucho el nombre/ pleno con la gracia del silencio/ de la flama azul con que me exploran;/ el ardiente nombre que la llama.” Mi amigo César Arenas me reveló que es una glosa del palíndromo Odio la luz azul al oído. El poeta oye las cintilaciones del corazón de la amada. Pero eso es lo único sencillo. Nada hay más complejo que esta breve construcción: ni siquiera está claro si es el corazón de la amada el que cintila. Pero ese brillo transmite un nombre pleno que contiene la gracia del silencio que le es propio a la flama azul –la luz azul–. Y con ese nombre pleno es explorado (algunos lo exploran). ¿Ese nombre pleno llama a la amada o a la fama azul? Continúa el poema: “Y puebla de nuevo la espaciosa/ ciudad en la selva sepultada,/ y de nuevo surge bajo el nombre/ de una gracia ya desconocida;/ y retornan los desterrados/ que ella acogiera, y los devuelve/ a la luz de las celestes torres.” De pronto, aparece en el poema una “espaciosa ciudad sepultada en la selva”. ¿Es que esa flama hace que la ciudad se pueble de nuevo, después de estar abandonada y en ruinas? La ciudad recupera sus dones, retornan los desterrados a vivir de nuevo en ella y suben a las torres que vuelven a estar rodeadas de cielo. De pronto, recuerdo otro poema, escrito en El corazón de la espiral, tres años más tarde y que regresa al mismo tema con el mismo instrumental léxico: “Desde el alma de sus manos, brota/ muchedumbre de pueblos; lúcidas/ ciudades proféticas revela,/ y hace que la piedra se despliegue/ en racimos de alas; reconcilia las sucesiones de las olas,/ y en fondos aéreos asegura el engarce al cáliz de la flama.” Las amadas de Rubén Bonifaz Nuño parecen el Amado del Cántico de san Juan, capaces de revivir ciudades, como el Amado que con su mano planta bosques y espesuras. Y hay una completa fatalidad. Dice a continuación: “Antes aún de que naciera,/ era ya el instante de este día;/ libre por la muerte de un pasado/ que no llegó a existir, que nunca/ pudo consumar su oficio amargo.” Sin embargo, no aclara a

Nada más extraño que nuestra propia voz. Es ajena y no tiene nada que decirnos. Que la escuchen otros. Está hecha de fragmentos que sólo nosotros reconocemos. Atesoramos nuestros fragmentos.

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quién se refiere, ¿este día ya estaba anunciado antes de que naciera el poeta? Se dice libre porque un pasado, que ni siquiera existió, ha muerto. Un pasado que no pudo “consumar su amargo oficio”… ¿cuál era?, ¿impedir el nacimiento del poeta? Pero si el presente era fatal, ¿por qué canta el hubiera sido…? Quizá, para acentuar la única rama viva de las sucesiones, evoca las ramas secas de lo potencial. De pronto, la ciudad, lo único palpable del poema, queda atrás. Dice el poeta: “Y era como el canto del incienso/ junto a plantas divinas, y era/ como irse a solas, como el alba/ del amor en sus secretas cumbres/ desamparadas, torturadas/ de celos dulcísimos; ascenso/ de una eterna fe que canta en sueños.” Se aleja de la ciudad, queda solo en su amor. Se evade. Y dentro, florece un amor que duele. Todo esto, en una frase bellísima: “el alba del amor en sus secretas cumbres desamparadas”. Y luego, esas cumbres interiores que amanecen, se encuentran “torturadas de celos dulcísimos”. No es todo, el poeta se transforma, tiene un nuevo papel en el poema, pues regresa a la ciudad, como un desterrado. Es uno más de los desterrados que vuelve a la ciudad que renace, escucha de nuevo las cintilaciones de la flama en completo silencio. Escucha en silencio. Así lo dice en el poema: “Desterrado, retorno; escucho/ cintilar la flama en el silencio,/ y absuelto de duelo, levantándome,/ salgo a mirarla, consumada/ como la mañana de la hierba/ del sol que se enciende paso a paso,/ o la primavera del relámpago/ en el sol de la ventana súbita.” El amor o algo así de contundente ha despertado la ciudad-amada. Pero todo lo desconcertante del poema se acentúa al llegar al final: “Desenterrado, surjo, y queda/ abierta la fosa, y despojada/ por el nombre puro que prohíbe/ lo que no es el instante suyo.” Desenterrado, surge: como si él fuera también ciudad muerta, muerto enterrado y revivido por el amor. Es un poema en el que una posible amada es también una ciudad, el amor la revive, vuelve a haber vida entre la selva, el poeta llega a ella y la goza, se transforma en uno de sus habitantes, en uno de los habitantes resurrectos que la gozan. Pero ¿quiénes son los habitantes de esa ciudad?, ¿esa ciudad existe?, ¿se puede equiparar con la amada? Es tan evasivo todo el entramado del poema que ni siquiera estoy seguro de que diga lo que yo estoy diciendo. He caminado solo con un puñado de certezas tan improbables que no sé si se desharán entre mis manos. Porque ocurre algo extraño en el poema, de pronto el poeta es el desenterrado y el resurrecto. ¿Es él la ciudad? Es un resurrecto que niega todos los tiempos que no conducen a él. Yo pensé: Pablo Neruda. Y Bonifaz reconoce dos influencias determinantes: Vallejo y Neruda. En Alturas de Macchu Picchu, al principio, el poeta se presenta como una torre enterrada, como un muerto en vida, y, después, sube a Machu Picchu y

descubre las ruinas, y descubre que él es parte de esas ruinas, que el hombre de hoy es parte de las ruinas de ayer, que el hombre contemporáneo estará muerto mientras olvide que está hermanado con el hombre de ayer. ¿Palpita aquí el poema de Neruda? Bonifaz es muy cuidadoso de no mencionar a la amada, ni siquiera su pronombre. No dice “Tú” ni “Ella”. Dice espaciosa ciudad sepultada. Y el amor aparece con sus cumbres en el interior del poeta. El amor revive lo que está muerto. Quizá está muerto sólo en apariencia. Quiero insistir: eso que está muerto quizá no exista muerto fuera del poeta. Tal vez es parte consustancial. Me preguntaba yo antes: ¿de qué está hecha esta voz llena de complejidad? Y escucho en ella resonancias muy lejanas, más lejanas que los Siglos de Oro, más lejanas que la Edad Media. Y muchas veces más lejanas que el mundo grecolatino. En el centro de su poesía está el mundo prehispánico, y dentro de nosotros, tan oculto que muchas veces no sabemos que lo cargamos. Frecuentemente, se abren las entrañas de esta ciudad y salen dioses. En medio del sol de hoy y del tráfico que se detiene, surge un dios que no comprende bien lo que pasa a su alrededor. En 1978, el subsuelo arrojó a Coyolxauhqui, descuartizada. A esta diosa de piedra escalofriante y hermosa le dedicó Bonifaz unas palabras donde habla de la ciudad de los mexicas, “esa civilización que vio disiparse como alas de ceniza la solidez ilustre de su orden degollado”. Quiero citar cuatro párrafos de Bonifaz: Pero bajo el suelo de la grandeza desaparecida; aquel que dio, primero, fundamento a nuevas edificaciones y que después, al derrumbarse éstas, fue cultivado con estériles semillas de sal; bajo ese suelo, se mantuvo en secreto el recinto del templo celeste, oculto por el escándalo de los pasos de siglos de gentes que allí se movieron, ignorando que lo hacían sobre el silencio testimonial de su ser más profundo. Y allí, a unos cuantos centímetros por debajo de tales pasos, estaba tendida en su sitio consagrado la diosa muerta, la guerrera maltratada por el fuego, la despeñada, inmóvil en la imposible danza siniestra de su cuerpo violado por la destrucción, espejo y custodia de los restos últimos de la divina perfección que le dio eternidad y muerte. Allí el gran cadáver, protegido por el lujo terrible de joyas colmadas de fulgores vivientes; con los pies dirigidos hacia los rumbos de las tinieblas cotidianas; vueltos desesperadamente los ojos ya sin mirada al rumbo del horizonte que da cuna al naciente resplandor encendido por la sangre del hombre sagrado, parecía aguardar la hora donde habría de manifestarse de nuevo. En su lecho de roca levantado sobre antiguas escalas cuyo ascenso no desembocaba ya en el cielo, reposaba invisible la

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

diosa, guarnecida por el homenaje múltiple de ofrendas llegadas por los cuatro caminos del mundo.1

Como la diosa, los versos de Bonifaz Nuño brotan de este suelo. Destruyen la placidez cotidiana y hacen ver que debajo de las palabras de todos los días están esas palabras antiguas. Los poemas de Rubén Bonifaz son artefactos que reúnen las cualidades de la música, de la arquitectura y de la escultura. Quizá por eso Paz los llamó “neoclásicos”. Son de una arquitectura peculiar, ante ellos se siente el mismo vértigo que provoca la ciudad de los inmortales en el cuento de Borges. Son poemas hechos de tiempo, pero en ellos aparece como tiempo congelado. No es lo mismo la belleza que el placer. Por estos poemas se deambula admirando la belleza, pero el placer rehúye porque es necesario asumir esta voz cincelada. Porque en un verso de Bonifaz hay siglos. ¿Cómo es que un par de versos sea capaz de contener las voces de Horacio, Catulo, Nezahualcóyotl, Petrarca y José Alfredo Jiménez? Son voces que se unen en torno a unos temas fundamentales: la muerte, la amistad, la mujer, la ciudad. Los protagonistas son los pronombres; por más elusivos que se muestren, Bonifaz siempre podrá decir, como Pedro Salinas, “Qué alegría más alta, vivir en los pronombres.” Bonifaz es “extraño” en el sentido de que uno no espera nada de lo que dice. Hasta el lugar común en sus manos adquiere formas fascinantes. Su lenguaje, que puede llegar a ser enrarecido, se da el lujo de hablar el idioma de todos los días, como en los maravillosos Tres poemas de antes o en Álbur de amor. Y el idioma tan fácil de la televisión adquiere un brillo que no tiene de por sí en Pulsera para Lucía Méndez. Poeta para filólogos porque tiene momentos en que los pies de página pueden brotar como hierba, poeta para poetas, poeta del amor y no de los enamorados, porque esos mueren y son intercambiables. El significado y el significante no son palabras apacibles como en los cursos de Lingüística, son dos palabras que se odian, el significante quiere tapar el verdadero significado y ocultar el mensaje profundo. En el caso de

Bonifaz, es una lucha terrible. No da tregua. Apenas se examina el poema empieza a inquietar, a tomar formas no previstas. Ya es difícil el diálogo con la poesía mexicana porque Bonifaz es síntesis de neoclásico y barroco, de pasado grecolatino y nahua, de sentimiento del paso del tiempo y de intemporalidad. Seguro que hemos derramado lágrimas ante varios versos. Nos traspasa su dolor. Como no sea López Velarde, no encuentro otro poeta que logre sintetizar los opuestos que conforman nuestra cultura. Y quizá Bonifaz esté llamado a ser glosado tanto como Góngora o López Velarde. Arquitectura compleja e intensa. La naturaleza es nueva y antigua. Así, los poemas de Bonifaz. No quería entrar al laberinto de su voz poética y ahora no intentaré siquiera buscar la salida. No soy experto en su obra, ni siquiera soy un estudioso: soy un discípulo de su arte que tiene el privilegio de decirles que se ha perdido en estos versos. Luis García Montero, que ha escrito un prólogo a su obra, se ha ido con pies de plomo con la poesía de Bonifaz. Está bien, es lo más ligero para estos casos. Se ve en el texto la dificultad de dialogar con Bonifaz desde otra tradición. Siendo mexicano se parece tan poco a todos, es tan único que no me imagino qué significa dialogar con él desde España. No sé qué le depara a Bonifaz el futuro en el terreno de la lengua. López Velarde con ser el más grande, muchas veces sólo es comprendido en nuestro país. Pero sobre eso no puedo decir nada. Lo ha dicho todo García Montero, que dedica sus palabras a buscar los temas fundamentales de esta obra y hurga en el proceso de creación. Ya no está Bonifaz entre nosotros. Pero eso, en el caso de un poeta indispensable es un decir. No está su voz y al mismo tiempo está para siempre. Leyendo las obras fundacionales de nuestra cultura descubrió que la poesía sirve para cultivar la amistad, para crear lazos, que no hay otra vida que ésta para hacerlo. Es cierto. Pero con su obra como poeta, como crítico de arte y como traductor también nos ha hecho frecuentar la amistad de los muertos, de los que no conoceremos. Le digo gracias con sus palabras: Todo, con morir, nos sobrevive;

1

Bonifaz Nuño, Rubén, Ensayos, Selección de Pavel Granados y César Arenas, México, unam, Gato negro ediciones, 2009.

en nosotros nos sobrevivimos, de gratitud nos alumbramos.

rbn



Rubén Bonifaz Nuño

y yo:

El poema de la mosca

SAND R O CO H E N

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Uno de los poemas más emblemáticos de Rubén Bonifaz Nuño es el número 17 de Los demonios y los días (1956). Se trata del que empieza: Qué fácil sería para esta mosca, con cinco centímetros de vuelo razonable, hallar la salida.

Desde que lo leí por primera vez, en noviembre de 1979 —aún no conocía personalmente al poeta—, me conmovió, me marcó, me dejó una serie de sensaciones indelebles que, con el tiempo, sólo se han intensificado. El poema encierra una especie de verdad ineludible, pero no se entiende de la misma manera a los 60 años —la edad que tengo ahora— que a mis 26 cuando abrí De otro modo lo mismo y empecé a explorar el universo de Bonifaz Nuño. Versos, sílabas, acentos: en pos de una música nueva El poema 17 de Los demonios…, cuyo título para mí siempre ha sido su primer verso, “Qué fácil sería para esta mosca” (aunque en ocasiones me he referido a él, entre amigos y jocosamente, como “El poema de la mosca”), tiene 22 versos distribuidos en cuatro estrofas. La primera es de tres versos. La más extensa es la segunda, con 11. Las últimas dos son de cuatro versos cada una. A pesar de que el número 22 es dos veces 11, y de que el número 11 es importante, no creo que la extensión del poema encierre un significado especial más allá de lo que aquí apuntaré. Los lectores podrán determinar su importancia.


RUBÉN BONIFAZ NUÑO

La segunda estrofa, donde el poeta desarrolla la acción del poema, lo que realmente sucede en su plano narrativo, posee 11 versos: exactamente la mitad del poema. La primera, la tercera y la cuarta estrofas completan los otros 11 versos y así llegamos a los 22. La parte medular, pues, tras la introducción de tres versos, lleva el peso mayor. Las últimas dos estrofas, que en ocho versos cambian radicalmente la perspectiva del poema —y la nuestra como lectores—, son breves y llegan como dos golpes certeros que, bien leídos, siempre nos quitan el aliento. Así, en términos de estructura estrófica, tenemos una breve introducción de tres versos, un desarrollo que ocupa la mitad del poema, y luego un final que se nos entrega en dos tandas de cuatro versos cada una, pero de contenidos contrastantes. El número 11 es importante por varias razones. Rubén huía sistemática y recurrentemente del endecasílabo tradicional, sólo para volver a él una y otra vez por razones diversas. En este libro, y por supuesto en este poema, el endecasílabo tradicional brilla por su ausencia, aunque sí hay nueve versos de 11 sílabas.1 Todos ellos —al igual que los demás de seis, nueve y diez sílabas— tienen su acento principal en quinta: anatema para el endecasílabo tradicional que suele tener su acento principal en sexta y décima (tipo italiano) o en cuarta, octava y décima (tipo sáfico). Para decirlo pronto, cada verso del poema —y me atrevo a decir del libro todo— trae su acento primario en quinta sílaba. Es como si el poeta, burlándose de por lo menos cinco siglos de costumbre literaria, dijera en cada verso: este no es un endecasílabo tradicional, ¡pero qué música! ¡Escuchen!

Para los no familiarizados con los haikús, se trata de poemas que suelen partir de motivos de la naturaleza para hacer una reflexión sobre el ser humano. Para hacerlo emplean tres versos. El primero es de cinco sílabas; el segundo, de siete; y el tercero, de cinco: 17 en total. En estos tres versos hay una narración. Alguien, suponemos que se trata del poeta por el uso del pronombre posesivo mi en el tercer verso, está a la intemperie cuando se levanta el viento, el cual se le va infiltrando, y le llega hasta el alma. Es un relato brevísimo, pero cala porque cada verso es como si fuera un golpe de cincel. Primera cincelada: nos introduce en el lugar: la intemperie. Segunda cincelada: nos revela la acción: se va infiltrando el viento. Tercera cincelada: nos revela hasta dónde llega esa infiltración: hasta mi alma. Antes de este tercer y último verso, no sabemos nada de ningún yo. Podría ser una mera descripción de un evento climático. Pero no es así, pues hay viento y no es cualquiera, sino un viento insidioso porque infiltra. Las infiltraciones suelen entenderse como nocivas porque muchas veces ni se notan. Se trata de una introducción suave de una sustancia en otra, o de ideas nuevas en un grupo social. El poeta se da cuenta de la infiltración cuando llega hasta su alma. O por lo menos no la articula hasta el momento, ¿cuando es demasiado tarde? De ahí la potencia del cuento mediante el canto. Por supuesto es imposible justipreciar la traducción sin dominar el japonés, y —por desgracia— no sé casi nada de este idioma. Pero reconozco la maestría en la versión que se nos entrega porque funciona de manera integral. El original habrá de calar aún más profundamente. “Qué fácil sería para esta mosca” también es un poema breve, aunque no tanto como el haikú de Basho. Y narra una historia. En los primeros tres versos, ya citados, el poeta nos entrega una sentencia, un juicio que reconocemos como válido: esta mosca podría hallar la salida fácilmente con solo volar cinco centímetros, pero este vuelo tendría que ser razonable. En otras palabras, para salir por la ventana, la mosca debería usar la cabeza, pensar, ser un ente racional. Esta es la introducción del cuento en tres versos, de 11, 11 y 9 sílabas: 31 en total. Como ya se había apuntado, la segunda sección es la que lleva mayor peso y es la que narra la acción del cuento. El poeta nos dice que había podido percibir la mosca hacía tiempo cuando lo distrajo el zumbido del vuelo torpe del insecto. Desde ese momento la mira, pero la mosca no hace otra cosa que apretarse contra el vidrio duro que no comprende. Es curiosa la elección del adjetivo duro para modificar al sustantivo vidrio, pues una de las características de este material es, precisamente, su dureza: “Sólido duro, frágil y

El cuento detrás del canto Todo poema, por breve que sea, plantea un hilo narrativo. Como ejemplo pongamos un haikú de Basho:2 A la intemperie, se va infiltrando el viento hasta mi alma.

1

El hecho de que un verso tenga 11 sílabas no significa que sea un endecasílabo tradicional. Otra observación: el último verso de la tercera estrofa, “y que al y al cabo han de olvidarse”, puede medirse de dos modos, según se forme hiato entre cabo y han, o no. Si se forma sinalefa allí, son 10 sílabas. Si se busca el hiato, son 11. En ambos casos, sin embargo, el acento principal cae en la primera sílaba de cabo: la quinta. 2 Desconozco el nombre del traductor. Puede consultarse la traducción con trasliteración del japonés en este sitio: <http://www.oshogulaab.com/ZEN/ TEXTOS/haikus-BASHO.html> [consultado el 20 de septiembre de 2013]. P. 24. Fotografía: Barry Domínguez.

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transparente o translúcido, sin estructura cristalina, obtenido por la fusión de arena silícea con potasa, que es moldeable a altas temperaturas”.3 Aquí se podría llegar a una de dos conclusiones. La primera: que el poeta quiso plantear una obviedad, que el vidrio de su poema era duro. Así, no sería descabellado calificar esta adjetivación como un error por tratarse de un simple pleonasmo. La segunda: la dureza de la cual habla el poeta no es de índole física sino moral. El adjetivo duro, pues, también puede significar “excesivamente severo”, “sin concesiones”, “difícil de tolerar”, “violento”, “cruel” e “insensible”.4 Entendido así, el adjetivo duro se justifica con creces. Enseguida, el poeta cuenta que a la mosca le abrió la ventana y que intentó guiarla con la mano, pero el insecto no se daba cuenta porque siguió combatiendo “contra el aire inmóvil, intraspasable”. Uno casi desea reírse de la pobre, por tonta, obcecada, falta de visión, inteligencia, sensibilidad… Aquí puede uno agregar todas las cualidades que solemos asignar a un ser humano perspicaz, cualidades de las cuales —es obvio— carece la mosca. Esta es la segunda estrofa:

3 4

Pude percibirla hace tiempo, cuando me distrajo el zumbido de su vuelo torpe. Desde aquel momento la miro, y no hace otra cosa que achatarse los ojos, con todo su peso, contra el vidrio duro que no comprende. En vano le abrí la ventana y traté de guiarla con la mano: no lo sabe, sigue combatiendo contra el aire inmóvil, intraspasable.

Aquí concluye la acción del poema. Bonifaz Nuño utiliza el primero de los dos cuartetos finales para hacer una reflexión sobre su vida. Podemos afirmar que se trata de una apreciación pesimista. Reconoce que se va “muriendo”, que sus asuntos no marchan muy bien (aunque marchan). Su consuelo radica en que, después de todo “han de olvidarse”. La primera vez que se lee el poema, al llegar a esta estrofa es muy posible que al lector se le haya olvidado momentáneamente la anterior narración acerca de la pobre mosca infradotada. En este momento se concentra en el poeta y lo compadece. Tal vez piense, incluso, que al igual que los asuntos de Rubén Bonifaz Nuño, los propios tampoco marchan de maravilla. Si uno está muriéndose o no, ¡quién sabe! Pero es un pensamiento que a todos se nos ocurre en un momento dado, sobre todo en arranques de tristeza como el que se evoca en esta penúltima estrofa. Lo que mete una nota discordante son las primeras tres palabras: “Casi con placer”. Es casi con placer como el poeta ha padecido las sensaciones que evoca. ¿Será el placer del que, resignado, se dirige hacia un patíbulo distante porque piensa que es cuestión del destino?

Diccionario de la Real Academia Española. Ídem.

Casi con placer, he sentido que me voy muriendo; que mis asuntos no marchan muy bien, pero marchan; y que al fin y al cabo han de olvidarse.

Esto nos trae a la última estrofa donde el poeta vuelve a cambiar la jugada. Repentinamente confiesa: “Pero luego quise salir de todo,/ salirme de todo, ver, conocerme.” Uno, como lector, se desorienta. ¿De qué estará hablando? Pero el verbo salir, empleado dos veces seguidas, no le permite evadir lo que muy pronto le cae como una lápida al recordar la primera estrofa: “Qué fácil sería para esta mosca,/ con cinco centímetros de vuelo/ razonable, hallar la salida.” (Las cursivas son mías).

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño,Eduardo Lizalde y Hugo Gutiérrez Vega, en el Palacio de Bellas Artes durante las Jornadas Lópezvelardeanas. México, 2005. Fotografía: Miguel Ángel Andrade.

González Casanova, Rubén Bonifaz Nuño y Fausto Vega.

maduro, por no decir viejo. Tenía el cabello casi completamente cano. Su retinitis pigmentosa ya podía considerarse grave, pero él la combatía con buen talante. Usaba lentes especiales (que, cosa extraña, lo hacían verse como si hubiera tenido ojos de mosca), viajaba para tratarse en el extranjero, consultaba con los mejores especialistas. No era nada resignado, aunque sabía que lo más probable sería un desenlace negativo. En efecto: perdió la vista por completo varios años antes de morir. Además, era un hombre poco físico. No caminaba mucho ni hacía ejercicio que yo supiera. Su mundo era la Universidad Nacional Autónoma de México, la literatura, el mundo indígena, la música… Hay que recordar, pues, que Rubén tenía un oído extraordinario y tocaba muy bien el piano. Ahora, cuando leo “El poema de la mosca”, lo entiendo de otra manera: uno sí puede irse muriendo. Por más que hagamos ejercicio y nos mantengamos con buena condición física, no somos lo mismo que a los 26 años. No nos tropezamos tanto como en aquel entonces, un poco porque somos más sabios, y otro poco porque sabemos que un hueso roto a los 60 años no sana fácilmente: tenemos que ser mucho más cuidadosos. Uno que ha cumplido seis décadas no se compadece del autor del este poema: lo comprende y se identifica. También asimila sin problema alguno el sentido de la frase casi con placer. Se trata del placer del deber cumplido. A la mitad de la tercera década, puede que uno haya hecho algunas cosas, pero ni siquiera puede aquilatar su valor: ¡no sabe realmente qué ha logrado, más allá de la lista de cosillas que tal vez aparezcan en su breve currículo! Aún no comprende su sentido. Tras cumplir seis décadas, sin embargo, uno ya sabe, para bien o para mal. Ya no ve la muerte como fenómeno

Pero luego quise salir de todo, salirme de todo, ver, conocerme, y nada he podido; y he puesto la frente en el vidrio de mi ventana.

El poeta quiso salir, lo que habría equivalido a ver y conocerse, pero nada pudo. En ese momento revela la imagen final del poema: “[…] y he puesto/ la frente en el vidrio de mi ventana”. Sabemos que es el mismo vidrio duro de la segunda estrofa: severo, cruel e insensible. Y entonces uno comprende: el poeta es la mosca. No es lo mismo que 30 años después Cuando leí este poema a los 26 años, lo entendí como una simple expresión metafórica, tal como lo he expresado al final del párrafo anterior. Cuando uno está a la mitad de su tercera década, empieza apenas a gozar de sus facultades, y la idea de morir es más hipotética —o literaria— que real. Además, uno se cree casi omnipotente. Va venciendo obstáculos, uno tras otro, en su marcha hacia las metas que se ha fijado. Claro que se tropieza y se cae, pero, como reza la canción,5 se levanta, se quita el polvo y vuelve a empezar. Nada lo detiene. Por eso compadece al viejo del poema, el que va muriéndose. ¡Pobrecito! Cuando conocí a Rubén Bonifaz Nuño, tenía 58 años, dos menos de los que ahora tengo. Y lo veía como un hombre muy 5

“Pick Yourself Up”. La música es de Jerome Kern, y la letra, de Dorothy Fields. Una de sus estrofas: "Nothing is impossible I have found/ For when my chin is on the ground/ I pick myself up, dust myself off,/ Start all over again.

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literario o románticamente, sino como una posibilidad tan real como que mañana saldrá el sol. Y, con placer, puede sentir que ha cumplido, que ha dado de sí. ¿Pero todo esto habrá de olvidarse, como plantea Bonifaz Nuño en la penúltima estrofa? Aquí es donde los seres humanos nos dividimos. Es cierto que la gran mayoría de nosotros pasa, más temprano que tarde, al olvido. Pero otros persisten porque han tocado a las siguientes generaciones, les han abierto los ojos, les han enseñado a pensar, a crear, a vivir, a ser mejores. Esto no se olvida tan fácilmente. Y sabemos dónde se ubica Rubén Bonifaz Nuño. Escribo estas palabras porque sus “asuntos”, por bien o mal que hubieran marchado a lo largo de su vida de casi 90 años, no se han olvidado ni se olvidarán a lo largo de muchos siglos. Y después formarán parte del inconsciente colectivo de la humanidad como aquellas canciones no aprendidas que vienen quién sabe desde qué lejanas épocas de la prehistoria, pero que nos conmueven cada vez que oímos la música inefable de las aves que al amanecer cantan con toda su fuerza. Nos recuerdan que todo esto sí tiene sentido, por muy duro que sea el vidrio de la ventana contra la cual, en ocasiones, ponemos la frente sin poder hallar la salida.

17 Qué fácil sería para esta mosca, con cinco centímetros de vuelo razonable, hallar la salida. Pude percibirla hace tiempo, cuando me distrajo el zumbido de su vuelo torpe. Desde aquel momento la miro, y no hace otra cosa que achatarse los ojos, con todo su peso, contra el vidrio duro que no comprende. En vano le abrí la ventana y traté de guiarla con la mano: no lo sabe, sigue combatiendo contra el aire inmóvil, intraspasable. Casi con placer, he sentido que me voy muriendo; que mis asuntos no marchan muy bien, pero marchan;

Una observación final Los demonios y los días apareció en 1956, cuando Rubén Bonifaz Nuño cumpliría apenas 33 años. Su volumen anterior, Imágenes, apareció en 1953. Esto quiere decir que el poema 17 fue escrito, probablemente, entre 1952 y 1955, considerando los tiempos de espera de un libro que entraba en imprenta en aquella época. El poeta, en este caso, tendría alrededor de 30 años cuando escribió el poema. Tomando en cuenta su edad, alguien podría afirmar que esta reflexión en la impotencia y la muerte es más literaria —o retórica— que real. No estoy tan seguro. En repetidas ocasiones Rubén me confió que a veces, cuando escribía poemas, sentía como si le dictaran, que había una presencia real, fuera de su cuerpo, que era el origen de la música de las palabras. Sabía, además, que la ceguera era un problema congénito en su familia, del lado masculino. La alusión a la acción de “[…] achatarse los ojos, con todo su peso,/ contra el vidrio duro que no comprende” pudo haber sido obra de un presentimiento, por un lado, o de conocimiento de causa probable, por otro, pero en definitiva, no creo que haya sido una mera figura literaria. Y si lo fue, el poeta la planteó en términos tan humanos que rebasaba meras cuestiones de edad. Por esto, quizás, el poema se lee en otro nivel por completo, como toda forma de arte que vivirá para siempre y para todos. rbn

y que al fin y al cabo han de olvidarse. Pero luego quise salir de todo, salirme de todo, ver, conocerme, y nada he podido; y he puesto la frente en el vidrio de mi ventana.

27 de septiembre de 2013, Río Tíber, Ciudad de México

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Despierta mis recuerdos

D

e la secundaria recuerdo haber tenido un solo amigo íntimo: Gilberto García Vázquez. Recuerdo haber conocido ahí a la muchacha, a la mujer de quien he estado más puramente enamorado en toda mi vida. Estaba en un año superior al mío. Ella fue la reina de la simpatía o de la belleza de la escuela. Se llamaba Victoria; ese nombre siempre lo recuerdo con mucho gusto. El apellido lo recuerdo también, pero no lo digo. Era húngara. Una belleza rubia. Los ojos verdes. Con un cuerpo –ahora sé de eso– maravillosamente formado. No tenía defecto físico esa mujer. Ella también iba a la biblioteca de San Ángel. Y yo estaba leyendo en una mesa cuando ella entró y me dijo esta maravillosa palabra: –¡Quiúbole! Desde ese momento me enamoré de ella. No ha pasado día de mi vida sin que yo piense en esa mujer. Pero a veces trato de recordar su rostro y no puedo. Tal vez si yo le hubiera hablado de amor me hubiera correspondido, pero yo era muy tímido. Tomaba el mismo tranvía que yo. Se sentaba junto a mí a platicar. Y recuerdo la experiencia –la única con quien he tenido esta experiencia– de verme reflejado en sus ojos. Ella pasó a la Normal de maestros. Y ya cuando era estudiante de Derecho, me permitía tomarla del brazo por las calles del Centro. Ay, todavía esta mano izquierda se conmueve cuando la evoca. Así la tomaba del brazo y platicaba conmigo muy a gusto. Le hice versos, que tampoco recuerdo. Es la mujer de la cual siento más claramente haber estado enamorado. Porque después he amado a muchas. Pero estar enamorado, el hecho, el sentimiento, lo recuerdo con Victoria. Ella fue más que musa. Ella no me inspiraba versos, sino que me inspiraba vida. Me inspiraba alegría. Verla, tomarla del brazo, era un gozo indecible. Era el puro deleite. Porque no la veía por sistema sino por casualidad, cuando me encontraba con ella. Siempre me consintió mucho. Fue muy, muy buena conmigo. Si no fuera presumir, diría que estuvo, inclusive, un poco enamorada de mí… Cuando uno se vuelve profesional, se aclara que las mujeres no son musas sino que uno está escribiendo con un pretexto. Si yo recuerdo un libro de amor, por ejemplo, El

manto y la corona, evoco perfectamente a la mujer que era mi amante en aquel tiempo. Y la sensación era estar completo. Íntegro. De hacer pareja con aquella mujer. De extrañarla a cada momento. De sufrir muchísimo cuando ella tenía amores con algún otro. Conocí los celos, que son una cosa atroz. Yo escribía los versos para enamorarla. La veía, como he visto siempre a las mujeres: inalcanzable. Para tratar de acercarme a ella le escribía versos. Eran, naturalmente, versos de amor, donde yo le decía lo que sufría y lo que gozaba con ella. Fui atrozmente tímido. Seguí sintiendo vergüenza de mí mismo hasta muy mayor. Fue una cosa que me hizo la vida triste; digamos, infeliz. Por mi incapacidad de acercarme a la gente, de platicar naturalmente con ella. Fui, repito, asquerosamente tímido; eso se me curó como a los cuarenta años. Cuando tú me conociste ya hablaba yo de todo, aunque no me preguntaran. La vergüenza se me quitó sola. Seguramente me di cuenta de que las gentes no eran tan tremendas como yo me imaginaba. Curiosamente, cuando los jóvenes poetas me preguntan si tengo una lección que darles, les digo: “No tengan vergüenza cuando vas a escribir; si tienes vergüenza ya no puedes escribir.” Si estoy escribiendo verso no tengo vergüenza absolutamente de nada. Bueno, sí, tengo vergüenza de escribir palabras chocantes, de defectos técnicos. En la secundaria conocí también a Fausto Vega, con quien he compartido la vida y que es, sin duda, el mejor de mis amigos. Pregúntame lo que quieras, despierta mis recuerdos.11

1

Entrevista a Rubén Bonifaz Nuño. En Estrada, Josefina. De otro modo el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño. México: El Colegio Nacional. Primera edición, 2008, pp. 40-42.

P. 32 Fotografía: Barry Domínguez.

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Rubén Nuño Selección poética

Los demonios y los días, 1956 El manto y la corona, 1958 Fuego de pobres, 1961


2 Yo miro esto que pesa inmensamente, que sube a fuerza contra el peso de la noche geográfica. Esta mole sonámbula y regida; materia convocada y dócil de banquetas y lámparas y muros. Densa expresión conmovedora de miedos primordiales; artificio que por decreto de los hombres establece las cosas, y las deja servibles ya, sumisas, protectoras. Sitio de piedras y madera, jerarquía de materiales ordenados que asila, como un barco entre la lluvia, su cargamento de dormidos. Esto que vive, esto que pesa, miro. Yo miro la ciudad a media noche como un taller en huelga. Siento pasar, soporto, mientras del sueño emergen los enfermos a rebuscar entre la fiebre los signos remotísimos del día. Mientras la misma fiebre los aparta del grito de los gallos, del repique a la vez desolador y alegre con que madrugan las iglesias, del testimonio de la dicha terrestre que da un rumor de pasos transitando al pie de la ventana. Es el instante inerte en el que aquellos que no sufren de enfermedad, se ponen por instinto la noche en el costado, y vuelven cómodos el pliegue de la pierna y el sudor de la espalda. La hora en que los hombres de vegetal manera giran: sólo varados leños aguardando la marea del alba. Y hay un temblor de viento; hay un latir de perros repetido encendiéndose lejos, y llenándome de un algo sin socorro. Yo miro en esta hora, y sé que alguien vigila este silencio. Alguien que no conozco.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

42 Desde la tristeza que se desploma, desde desde desde desde

mi dolor que me cansa, mi oficina, desde mi cuarto revuelto, mis cobijas de hombre solo, este papel, tiendo la mano.

Ya no puedo ser solamente el que dice adiós, el que vive de separaciones tan desnudas que ya ni siquiera la esperanza dejan de un regreso; el que en un libro desviste y aprende y enseña la misma pobreza, hoja por hoja. Estoy escribiendo para que todos puedan conocer mi domicilio, por si alguno quiere contestarme. Escribo mi carta para decirles que esto es lo que pasa: estamos enfermos del tiempo, del aire mismo, de la pesadumbre que respiramos, de la soledad que se nos impone. Yo sólo pretendo hablar con alguien, decir y escuchar. No es gran cosa. Con gentes distintas en apariencia camino, trabajo todos los días; y no me saludo con nadie: temo. Entiendo que no debe ser, que acaso hay quien, sin saberlo, me necesita. Yo lo necesito también. Ahora lo digo en voz alta, simplemente. Escribí al principio: tiendo la mano. Espero que alguno lo comprenda.

Viñeta de Ricardo Martínez para la primera edición de Los demonios y los días, 1956. Nacho López. Un día cualquiera en la vida de la ciudad, Ciudad de México, 1958. © (382802) conaculta.inah.sinafo. fn.méxico.

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15 No me ilusiono, admito, es de mi gusto, que soy un hombre igual a todos. Trabajo en algo, cobro mi sueldo insuficiente; me divierto cuando puedo, o me aburro hasta morirme; hablo, me callo a veces, pido mi comida, y a ratos quisiera ser feliz gloriosamente, y hago el amor, o voy y vengo sin nadie que me siga. Tengo un perro y algunas cosas mías. En general, no estoy conforma ni me resigno. Quiero mi derecho, de hombre común, a deshacerme la frente contra el muro, a golpearme, en plena lucidez, contra los ojos cerrados de las puertas; o de plano y porque sí, a treparme en una silla, en cualquier calle, a lo mariachi, y cantar las cosas que me placen. También, monumental, hago mi juego en serio con las gentes, según las reglas, y reclamo mis ganancias y pérdidas, y busco la revancha, o perdono por generoso o por flojera. Manos de hombre tengo; manos para tomar, de las cosas que existen, lo que por hombre se me debe, y, por lo que yo debo, hacer algunas de las cosas que faltan. Y reconozco que me importa ser pobre, y que me humilla, y que lo disimulo por orgullo. Tú, compañero, cómplice que llevo dentro de todos, junto a mí, lo sabes. Hermano de trabajos que caminas en hombres y mujeres, apretado como la carne contra el hueso, y vives, sudas y alborotas en mí y conmigo y para mí y contigo.

Nacho López. Niños peleando, Ciudad de México. © (405758) conaculta.inah.sinafo.fn.méxico.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

25 Querida mía: Nos estás aquí, mientras escribo. pero de tanto que te veo se me nublan los ojos. Las orejas de tanto que te escucho. Y te toco, y te huelo y te conozco. Y como cuando estás presente, ocupas el lugar de mis palabras y de mis pensamientos, y nada encuentro en mí para decirte sino las cosas tuyas, conocidas, las sabidas por ti cuando me quieres. También por tu ventana se asomará la primavera, y en ti pondrá la mano. Sorprendida tú de pronto, al sentirte tan viviente, pensarás que estás triste, de tan alta que tendrás la alegría; y en tu sangre un brillo encontrarás, un salto de agua despierta, un calofrío que sin saber te llevará a sentirte cerca de estar enferma. Entonces, con la lengua tibia te tocarás el paladar, los labios mojarás tiernamente, y te verás despacio con curioso ademán de doncella, que se halla por primera vez hermosa y sola. Será el amor como tus brazos, y con tus brazos buscarás a ciegas. Ya se acerca tu tiempo, ya la hora llega de amar, la de cerrar los ojos, mientras se manchan bajos los brazos los vestidos ligeros; la de encontrar amable y nueva tu materia sensual intransferible, tu material de todopoderosa. No es la tristeza que tienes, no la fiebre o la sed que te aflige. Del aire, desde el centro de tus huesos nace, de todas partes, otra cosa. Son el amor y mi esperanza. Nacho López. La Venus se fue de juerga por los barrios bajos, 1953. © (405647) conaculta. inah.sinafo.fn.méxico.

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34 Llega fácilmente el dolor; atiende el primer llamado que le hacemos. Para qué el dolor nos toque, es bastante con dejar caer las manos, y pensar en algo y querer tenerlo. Y con qué dureza nos aprieta después el dolor, con su mano sorda; nos dobla los hombros, nos empuja siempre más adentro de donde estamos, y ya no es posible escapar, y nada nos queda sino aguantar en silencio. —Tal vez éste fuera el momento de nombrar a Dios en este poema. pero les confieso sinceramente que hasta el nombre sólo me atemoriza—. Y también sabemos hacer — a veces sin querer hacerlo— el sufrimiento de los otros. Siempre los que nos aman se dejan inermes en nuestras manos; nos dan el poder monstruoso de usar de sus cosas como nos plazca; de hacer su dolor, de formarlo con una palabra callada, con un gesto. Y lo hacemos, no porque nos falten caridad o ganas de ser buenos, sino por pereza o por miedo, acaso por remordimientos o vergüenza y olvido. Como cuando duerme un niño, y no quiere despertar, y grita lastimando la voz que lo viene a llevar al día; o como la mansa bestezuela que, por puro espanto, se revuelve y muerde y desgarra la mano que procura sacarla del agua en que se ahoga; o como el soberbio, que no recibe lo que se le da, porque piensa que no lo merece —no me ames, amada— y rechaza su propia vida, y al herirse hiere a quien lo busca. Porque no podemos todavía dar o recibir sin hacer daño; nos falta humildad y trabajo; fuerza para no negar que somos débiles.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

© Héctor García, Serie Novios, Ciudad de México, 1960-1962.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO


38 Esta noche de trenes,

Y todo esto sin falta, aconteciendo; todo pasando, todo viniendo y alcanzando y yéndose.

de poblaciones emigrando, de corporales sueños, de violadas respiraciones en la arena movediza del viaje, lo recuerdo.

Amiga, no me olvides; no me olvides, amigo; no te pierdas, espérame.

(Fue, tal vez, necesario el incipiente amor; callar a solas con extraños, y las cosas más tiernas, mientras la boca se endurece y una crecida barba, de cadáver reciente, me prolonga.)

Como a la máscara del baile, vengo de lejos a ocupar mi cara; por detrás y en silencio, a mis balcones lacrimales, al sabor de mi boca, al olor de las cosas que esperabas. Estoy sin tierra firme; estoy saliendo, a donde quiero, de estas últimas lentas horas de viaje que termina; sombra larguísima, pantano de silbatos, de ruedas que repiten su palabra distinta a cada uno; estaciones mendigas, como fechas alumbradas apenas, donde duele lo que se aprende dormitando.

Y sin embargo, cuántas veces te habrán reconocido; por los ojos, o por la ausencia que dejaste; por el cabello sobre el hombro, al irte, y el andar que descubre lo que eras. Pues sé que nos pusieron, al nacer, otro nombre, y un camino que recorrer, y un tren para el camino.

No me olvides, espérame.

Un tren sonámbulo que huye, en dirección opuesta, irreversible, de los que cruzan ya perdidos; por un saludo heridos ya de muerte, marcados para siempre, señalados; buscadores de un signo en la mazorca muchedumbre de rostros.

Yo, el de las cartas sin destino; el de palabras no creídas, el que siembra en lo oscuro, te lo pido.

PP. 42-43: Héctor García. Cargadores y diablitos. Ciudad de México. Nacho López. Ciudad de México. © (376821) conaculta.inah.sinafo.fn.méxico.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

24 Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas compañías, y encuentran parejas impenetrables y hermosas muchachas solas que dan miedo -pues no uno sabe bailar, y es triste-: los que se arrinconan con un vaso de aguardiente oscuro y melancólico, y odian hasta el fondo su miseria, la envidia que sienten, los deseos: para los que saben con amargura que de la mujer que quieran les queda nada más que un clavo fijo en la espalda y algo tenue y acre, como el aroma que guarda el revés de un guante olvidado; para los que fueron invitados una vez; aquellos que se pusieron el menos gastado de sus dos trajes y fueron puntuales; y en una puerta, ya mucho después de entrados todos, supieron que no se cumpliría la cita y volvieron despreciándose; para los que miran desde afuera, de noche, las casas iluminadas, y a veces quisieran estar adentro: compartir con alguien mesa y cobijas o vivir con hijos dichosos; y luego comprenden que es necesario hacer otras cosas, y que vale mucho más sufrir que ser vencido; para los que quieren mover el mundo con su corazón solitario, los que por las calles se fatigan caminando, claros de pensamientos; para los que pisan sus fracasos y siguen: para los que sufren a conciencia porque no serán consolados, los que no tendrán, los que pueden escucharme: para los que están armados, escribo.

© Héctor García, Tláloc, Ciudad de México, 1960. P. 48: © Héctor García. Niño en el vientre de concreto. Ciudad de México, 1953.

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As de oros es triunfo: la alquimia en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño

AL FRE DO R OSAS M A R T Í N EZ

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La poesía de Rubén Bonifaz Nuño está en íntima relación con los saberes heterodoxos que constituyen el ocultismo; la alquimia y la filosofía hermética son dos de ellos. La alquimia supone un proceso de evolución e iluminación espiritual a partir de tres fases principales. La primera es la Nigredo u Obra en Negro, la cual comprende todo aquello que implica destrucción, muerte, putrefacción y calcinación: su color es el negro; su metal, el plomo; y su astro, el sol negro de la melancolía. Comprende también la muerte simbólica del sujeto que desea ser “otro” a partir de su iluminación interior. La segunda fase es la Albedo u Obra en Blanco, que supone la resurrección del adepto: le corresponde el color blanco; su astro es la luna; y su metal, la plata. La Rubedo u Obra en Rojo es la tercera fase. En ella, el adepto alcanza su plenitud espiritual: le corresponde el color rojo; su astro es el sol; y su metal, el oro rojo.1 La filosofía hermética es atribuida a Hermes Trismegisto. A veces se lo identifica con Thot, el poseedor de la milenaria sabiduría egipcia; en ocasiones también se lo relaciona con el Hermes de la mitología griega. Sin embargo, el pensamiento atribuido a Hermes Trismegisto data de los primeros siglos de la era cristiana y se caracteriza por su sincretismo; en él hay elementos gnósticos, del pensamiento de Platón y del cristianismo. El conjunto de documentos que se conoce constituye el llamado Corpus Hermeticum. La visión del mundo que plantea este saber posee una doble perspectiva; 1

J. Van Lennep, Arte y alquimia. Estudio de la iconografía hermética y de sus influencias, Madrid, Editora Nacional, 1978, pp. 21 y ss.

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una es optimista: el mundo material está impregnado de divinidad porque la naturaleza forma parte de Dios; otra es pesimista: el mundo material es el mal en sí mismo.2 La Alquimia y la Tradición Hermética se complementan. La transmutación de los metales, del plomo al oro, es la parte práctica; el pensamiento de Hermes Trismegisto es la parte teórica. Ambos saberes constituyen la Tradición Hermética. El proceso alquímico y la filosofía hermética se prestan para describir un proceso vital o espiritual. El individuo puede experimentar una gnosis que va de lo negativo a lo positivo, de la oscuridad a la luz. Lograr tal iluminación interior es lograr la Gran Obra. Los símbolos para representar dicho proceso son abundantes (colores, animales, flores, metales…). No obstante, hay cuatro símbolos fundamentales que resumen la filosofía hermética: el Sello de Salomón, la Serpiente Uroboros, el Caduceo de Hermes Trismegisto y el Huevo Filosófico. En la poesía de Rubén Bonifaz Nuño se revela un proceso de evolución espiritual. La Obra en Negro o Nigredo se poetiza en Fuego de Pobres y en Siete de espadas; la Obra en Blanco o Albedo, en La flama en el espejo. En As de oros y en El corazón de la espiral se poetiza el último esfuerzo para alcanzar la Obra en Rojo o Rubedo. En este artículo sólo hablaré de la primera fase del proceso alquímico. Fuego de pobres es toda una promiscuidad. Inclinación a la alta magia, pensamiento prehispánico, vida cotidiana y deterioro. Fantasmas, pesadillas, borrachera. Destrucción, muerte y putrefacción. Caldero medieval donde hierven los más recónditos deseos. Afán por apoderarse del mundo para, al mismo tiempo, dirigirse a la interioridad. Brasero mexicano donde se cuece y calcina el terror nocturno y el nacimiento del Otro –el huésped, el enemigo–. Escándalo interior y hostilidad frente a lo exterior. Fuegos fatuos y grito del pobre en una fiesta mexicana. El amor y la cólera. El incesto (simbólico). El viaje nocturno. Y también la alquimia. “Todo se esconde en la piel de la madrastra”, en este caso, la poesía. Este libro es crucial en la obra poética de Bonifaz Nuño. En rigor, aquí se encuentra el germen de los saberes

heterodoxos que el poeta habrá de utilizar en sus libros posteriores; aparecen la conciencia y la convicción de que la alquimia y la filosofía hermética pueden enriquecer a la poesía, siempre y cuando se correspondan con la visión del mundo del escritor en cuestión. A partir de este libro, el poeta tiene que reconocer que sus palabras, sus ritmos, sus figuras retóricas preferidas y sus símbolos –sobre todo éstos– no son puro azar, sino puro destino. Así las cosas, más le vale ejercitarse en los arduos menesteres de la fidelidad a dichos elementos. La alquimia y el hermetismo serán el punto álgido de su poesía. La alquimia tiene un origen maldito, pues se supone que fue enseñada a los hombres por los ángeles expulsados del cielo, luego de quedar prendados de las mujeres de la tierra e iniciar comercio carnal con ellas. El proceso alquímico y la filosofía hermética se prestan para describir todo gran proceso vital o espiritual. Un destino, una vida, en cuanto que pueden evolucionar hacia un grado superior, son susceptibles de explicarse por medio de una terminología y una estructura ocultistas o herméticas. En un estudio sobre los libros I-IV de la Eneida, Bonifaz Nuño afirma que, simbólicamente, los viajes de Eneas no son otra cosa que la descripción del itinerario de un hombre hacia su propio interior, en pos del conocimiento de sí mismo. Una vez que Eneas se ha enterado, por la sombra de Héctor, que su destino no era conservar Troya sino fundar otra ciudad (Roma), Bonifaz Nuño concluye: Y entonces, tras haber despertado, tomó sobre sí la carga de la muerte, y murió, y bajó a los infiernos para conseguir ese aniquilamiento y esa sabiduría, y entre las sombras infernales descubrió la luz. El tiempo quedó abolido ante su conciencia, y sus ojos desvelados dejaron entrar la presencia simultánea, dentro de un ser único y omnipresente, de lo que fue y de lo que habría de ser. Y el hombre comprendió cuál era la grandeza a que estaba destinado, y quiso nacer para consumarla. Así pues, Eneas ha adquirido, mediante el agotamiento de las experiencias del sueño, del despertar y de la muerte, el conocimiento que le era necesario para nacer a la realización en el

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Frances A. Yates, Giordano Bruno y la tradición hermética, Barcelona Ariel, 1983, p. 39.

tiempo de aquello dispuesto por los hados en la eternidad.

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Incendiada el alma por el amor y la gloria de tan grandes cosas, de tan excelso futuro, se encuentra presto a tomar sobre sí la ejecución de la obra magna, y de transmutarse en libertad para sus descendientes, que lo son todos los hombres. Tan sólo espera ya el momento en que habrá de nacer para cumplirla.3

Es innegable la estructura del proceso alquímico que subyace en esta interpretación que Bonifaz Nuño hace de la misión de Eneas. Por ello, es lícito afirmar lo mismo en relación con su poesía. Desde una perspectiva general de su obra, y a partir de una cierta flexibilidad en la interpretación, su obra poética está signada por la alquimia y el hermetismo. La primera fase del proceso –la Nigredo– comprendería desde La muerte del ángel hasta El ala del tigre, pasando por Imágenes, Cuaderno de agosto, Los demonios y los días, El manto y la corona, Fuego de pobres y Siete de espadas. La Albedo se poetiza en La flama en el espejo y en este mismo libro se inicia la Rubedo, que continúa en As de oros y culmina en El corazón de la espiral. La intuición es, sobre todo, privilegio de los poetas: lo que todavía no saben, lo sospechan, lo huelen o lo inventan. En ellos es total el sentido de la inminencia. A partir de la pura intuición poética, también por influencia de Rilke, Bonifaz Nuño intuye desde un principio que su vida y su obra apuntan a la realización de un proceso de evolución a largo plazo. Sin ninguna referencia hermética concreta, desde La muerte del ángel el sujeto lírico sabe que tiene una misión que cumplir consigo mismo: “voy desnudo hacia mi propia fuerza [...] Hoy emprendo/ los viajes anunciados, hoy acudo. Sé que voy a sentir y lo comprendo”. En esta época de su obra, el compromiso de la escritura es también un compromiso de vida. Esta consideración cobra importancia si se toma en cuenta, sobre todo, el sentido de búsqueda, de experimentación, de sufrimiento, de actitudes pesimistas ante la vida; de la conciencia clara de estar pasando por una etapa destructiva, pero, al mismo tiempo, con la convicción –la esperanza al menos– de que la noche llegará a su fin y el alba arribará. La conciencia de la muerte, el amor intransitivo, la soledad, el sufrimiento, el amor a la mujer inasible por simbólica, el ejercicio de las armas secretas (a propósito de la hechicería en Los demonios y los días), el fuego de pobres –crisol que contiene el plomo que devendrá oro rojo–, la lucha –espada en mano– contra el caos en busca de un orden y el ansia por reconciliar los contrarios, a fin de lograr el equilibrio mágico 3 R. Bonifaz Nuño, Tiempo y eternidad en Virgilio. “La Eneida”. Libros I-IV, p. 145.

Unicornio en tapiz del siglo xiv.

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y la armonía. Todo esto avala dicha afirmación: la alquimia, aunque no se la mencionara en forma precisa y concreta, ya estaba presente, desde el principio, por pura intuición poética. En Fuego de pobres (1961), la intuición y la sospecha sobre el uso de la tradición hermética devienen certeza y confianza. En rigor, en este libro está el camino que habrá de transitarse y las señales –los símbolos– que evitarán el extravío. El sistema de señales aparece disperso; aquí y allá surgen claras alusiones a la alquimia y, de repente, elementos simbólicos que no permiten la menor duda. Afán, deseo y necesidad de transmutación interior a partir de metales corrientes y oxidados por la costumbre: 19 Noche mortal y combatiente, niebla de muro a muro adverso. Sed nocturna. El sueño de la espada: la medalla creciente sobre el pecho del guerrero; la púrpura florida, insignia de una muerte de lujo.

Nigredo, Obra Negra: sendero que conduce a lo oscuro y a lo desconocido. Necesidad de experimentar la separación: “Emancipar la forma sutil de vida (Mercurio), que une Alma y Cuerpo, de Saturno, que es el mismo cuerpo físico.”4 Lo sutil es el espíritu, el cual permite la volatilidad. Abre el cuerpo y saca el fuego interior de su prisión; ese fuego que nace se identifica con el alma. El cuerpo es el principio de la fijación y priva a los otros dos principios (Espíritu y Alma) de la volatilidad (la posibilidad libre propia de todos los estados corpóreos); el espíritu (o sea, el Mercurio) proporciona la entrada abriendo el cuerpo; y el agua, por medio del Espíritu (por Agua hay que entender aquello que “al liberar” al espíritu lo eleva al estado de libertad), saca al Fuego de su prisión, y es el Alma.5 Así, pues, en el poema 7 de Fuego de pobres, se habla de “El comienzo del alma, su crecida/ como la cólera enramada” y se anuncia ya... “el alba nueva, mancillada/ por enjuagar los dientes de las huellas/ de nocturnos encuentros.” El que muere y el que ha de renacer es un motivo constante en Fuego de pobres. La muerte simbólica, la calcinación, se realiza mediante el fuego y durante la noche. En esta etapa 4 Julius Évola, La tradición hermética. En sus símbolos, en su doctrina y en su arte regia, p. 137. 5 A. J. Pemety, Dictionnaire mytho-hermetíque, citado por J. Évola, op. cit., p. 138.

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del proceso, se tiene la confianza y la esperanza de renacer con un rostro nuevo: el verdadero. En dicha experiencia, el fuego reseca la tierra, el cuerpo; por tanto, la sed es intensa y también el hambre del corazón: “Tigre la sed, en llamas me despierta;/ hambre mi corazón. Y el rostro/ de las cosas me observa; el medio rostro/ de lo que va naciendo: mi morada./ El naciente en la noche,/ el rostro para el día de mi rostro” (poema 12). El agua para apagar esa sed milenaria de los belfos, es el agua ya purificada, el verdadero azufre de los alquimistas. Esta agua primordial es la fons perennis de los misterios clásicos.

alrededor del cual se enroscan dos serpientes idénticas en forma helicoidal. En Fuego de pobres, el sujeto lírico sabe que está muriendo una parte importante de él y, al mismo tiempo, otra está naciendo: “Buscando quién me soy [...] quién me nace/ –póstumo ya– si la serpiente/ de música enjoyada quiebra/ el cascarón, y adelgazándose/ –sensual, bicéfala y exacta–/ cruza la puerta doble del oído” (poema 9). La reconciliación de contrarios también tiene que ver con el fuego. A cada parte de la naturaleza le corresponde una parte de la naturaleza del fuego: el terreno y el divino. Muchos años después, la imagen simbólica de la serpiente bicéfala

El viaje nocturno por mar aparece sustituido en la poesía de Bonifaz Nuño por un viaje nocturno en tren.

El que ha de renacer es “el enemigo”, el Otro, que es el mismo sujeto lírico. Este adversario actúa como el mercurio en el proceso alquímico: es el arma, la espada que hiere y mata; es agua disolvente, veneno, vinagre, víbora, bestia acuática: “Y el adversario,/ la bestia acuática, la oscura/ con el dardo a la espalda [...] Tocado estoy de muerte, traspasado/ con mi propio veneno, con el filo/ de mi ponzoña en sesgo atravesándome/ del espinazo al corazón. Mi fuerza/ de amarte y darme muerte” (poema 17). El sujeto lírico experimenta una escisión. Intuye y descubre que posee una naturaleza doble: una parte es celestial y pertenece al cielo; otra es terrestre y pertenece a la tierra. La parte celestial es sutil y volátil. Para que no se diluya, el adepto debe fijarla. El principio de afirmación es el fuego. Tener conciencia de esa dualidad celeste y terrena, supone ya una primera formación del andrógino hermético compuesto de azufre y mercurio. Esto supone una reconciliación de contrarios. En alquimia, el símbolo más socorrido tiene que ver con el caduceo de Hermes Trismegisto,

volverá a aparecer en La flama en el espejo, cuando el proceso alquímico se encuentre en plenitud: “Y gobierna la corriente doble/ de la luz, las dos naturalezas/ del fuego, bicéfala serpiente/ que enfrenta gargantas antagónicas: la plenitud terrena y fija,/ la volante de invisibles alas” (poema k). Para armonizar tales situaciones contrarias, es necesario realizar un trayecto, un viaje nocturno, motivo que forma parte del mito personal de Bonifaz Nuño. El viaje marino nocturno es un elemento originario de la humanidad en general y del individuo en particular. Como el sol que día con día es devorado en el Oeste para, al día siguiente, renacer por el Oriente, el viaje nocturno por mar es el descenso a los infiernos, la muerte simbólica; un descenso a lo más oscuro y originario de la interioridad. Es la nekya de la que hablaban los griegos: el viaje que permite afrontar la experiencia del más allá. El viajero inicia su partida y se va por lo oscuro hacia lo más oscuro y a partir de lo desconocido hacia lo más desconocido. El viaje nocturno por mar aparece sustituido en la poesía de Bonifaz

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

Nuño por un viaje nocturno en tren. Cuestión de términos, dado que la idea es la misma: “Pues sé que nos pusieron/ al nacer, otro nombre, y un camino/ que recorrer, y un tren para el camino” (poema 38). Al final de dicho viaje habrá de llegar “el alba nueva, mancillada/ por enjuagar los dientes de las huellas/ de nocturnos encuentros”. Fuego de pobres es casi el final del viaje iniciado desde el principio de la vida y de la obra. En el último poema de este libro se lee: “Estoy sin tierra firme; estoy saliendo,/ a donde quiero, de estas últimas/ lentas horas de viaje que termina.” Tanta es la certeza del camino elegido, que en el

Si bien es cierto que en el poema 1 dice que es “el tiempo de ponerse,/ encenizado de colillas fúnebres,/ a velar con cerillos/ algún recuerdo ya cadáver”, no hay que olvidarse de que “la vida está” y “tan humanas/ son las cosas de afuera”. En el poema 2 habla, incluso, de “la dicha terrestre”. El enfrentamiento de contrarios deviene una doble perspectiva en este libro. Por una parte, el sujeto lírico se encierra en su Yo interno; por otra, añora y busca la fraternidad con los demás. Esta última actitud es un resabio de Los demonios y los días y En Fuego de pobres la misma aparece también en el poema 1, en el que expresa su deseo por descubrir “como

principio ya se vislumbra el fin al aludir a la meta de la obra alquímica. Entre los símbolos que remiten a la totalidad, están el cuaternario y el círculo: si se unen ambos elementos, se obtiene la famosa cuadratura del círculo. “De un hombre y una mujer haz un círculo, luego un cuadrado, luego un triángulo, por último un círculo, y tendrás la piedra/filosofal”.6 Como punto álgido de la Nigredo, Fuego de pobres es una lucha densa y sorda con el enfrentamiento de contrarios. La intención principal consiste en tratar de armonizar lo interior con lo exterior. El adentro es un caos, una destrucción; el afuera, algo soportable y llevadero. El sujeto lírico observa, a medianoche, a la ciudad y piensa en las personas que duermen mientras él vela. Ya dije que el viaje nocturno, aunque metafórico, es fundamental en esta etapa alquímica. El sujeto lírico viaja por su interioridad, aunque sin olvidar lo exterior.

un borracho auténtico,/ el secreto más íntimo y humilde/ de la fraternidad”. En el poema 15 dice que es “un hombre igual a todos”, y expone las razones por las que se identifica con el común de la gente: También, monumental, hago mi juego en serio con las gentes, según las reglas, y reclamo mis ganancias y pérdidas, y busco la revancha, o perdono por generoso o por flojera.

En el poema 22 ya empieza a relacionar su interior con lo exterior. El sujeto lírico trabaja en su oficio, pero no entiende su situación. Entonces piensa: “hay que vivir; dificultosa/ y todo, nuestra vida es nuestra./ Pero cuánta furia melancólica/ hay en algunos días. Qué cansancio”. Al mismo tiempo que considera su vida cotidiana, expresa: “Algo se me ha

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M. Maier, citado por Hervé Masson, Manual-diccionario de esoterismo, p. 156.

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quiere lograr el canto, el precio es doble, y también el dolor. Mientras se vive en el silencio, la noche y los fantasmas nocturnos, el sujeto lírico yace con el “águila espesa y subterránea” que lo “incuba en la noche”, mientras contempla el “canto perdido, verdadero”. El temor y el amor se enfrentan; y el sufrimiento y el ridículo callejero:

quebrado esta mañana/ de andar, de cara en cara, preguntando/ por el que vive dentro.” En el poema 38 y final, también hay una última alusión a la fraternidad: “Amiga, no me olvides,/ amigo; no te pierdas, espérame.” Otros poemas hablan del infierno interior y nocturno que se calcina y destruye. Pasar la noche en vela es cruel y destructivo; contemplar la ciudad a medianoche hace surgir la “densa expresión conmovedora/ de miedos primordiales”, mientras los demás duermen en espera de “los signos remotísimos del día”; aguardan “la marea del alba”: “Con fuerza, amigos, apretó la noche.” En la poesía de Bonifaz Nuño, la

4 Entonces, lo que temo sobre todas las cosas, lo que amo, desnuda a fondo la esmeralda

oscuridad y el silencio son equivalentes; sus contrarios, por tanto, serán la luz (el día) y el canto: “Yo, enfrentado a la música en silencio;/ enfrentado en silencio, como el manco/ frente al piano, contigo. Lo que eres” (4). Fuego de pobres es uno de los libros más rabiosos, rencorosos y amargos de la literatura mexicana. Como el sujeto lírico está escindido por lo que es ahora y el Otro que empieza a nacer, glorioso, su situación es conflictiva. La destrucción interior, el caos, dan lugar a hallazgos verbales, imágenes poéticas que se hacen memorables cuando la vida no marcha bien. En este libro, la Nigredo es como una borrachera con su correspondiente cruda al amanecer. Los demás gozan durmiendo; el sujeto lírico vela y sus “miedos primordiales” lo acosan: “Y hay un temblor de viento;/ hay un latir de perros repetido/ encendiéndose de lejos, y llenándome/ de un algo sin socorro.” Cuando un adepto busca su iluminación interior, tiene que pagar un precio; cuando ese adepto es, además, poeta y

de un rencor que me mira. Y un relincho de caballos hambrientos me remueve, y un harapo de espuma se encolmilla, y un coro de payasos callejeros.

Fuego de pobres es un “injerto de contrarios”. El más contundente de ellos es el que va de la muerte a la vida, del dormir al despertar. A partir del poema 17, se anuncian ya el despertar y el amanecer. No olvido que el sujeto lírico estaba en vela, pero aquí el despertar se refiere a la interioridad. En rigor, desde el poema 16 se habla ya de “la bandera del sol” y del canto como elementos de reconciliación con uno mismo. Pero en el 17 empiezan los símbolos alquímicos, arcaicos, plenos de la futura resurrección: “Círculo de las llamas”. “Águila de San Juan”, y el más significativo: Bajo las doce estrellas, emergida del sol, embarazada,

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señora de la luna sobre el vientre, señora mi enemiga: vence a salvo en mi cuello tu pie. Yo, tu vencido.

Este poema remite a El Apocalipsis o revelación de San Juan el Teólogo (12, 1-2 y ss.): “Y una grande señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando preñada, clamaba con dolores de parto, y sufría tormento para parir”. Esta mujer parirá un hijo varón; esta mujer es “Agua viviente, madre/ de arroyos primogénitos; inmóvil/ agua podrida, subyacente/ a su rostro de espejo; agua que baja/ restituida y múltiple y dispersa”. Domingo de ramos, viernes santo, San Juan, mujer embarazada que da a Luz a un hijo varón, ¿blasfemia, herejía? No. Bonifaz Nuño no es un poeta cristiano ni blasfemo. Más bien es un poeta que alude al pensamiento arcaico esotérico afín a la alquimia, y a un esoterismo cristiano bastante alejado de la ortodoxia. Dije que a partir del poema 17 la perspectiva de sentido cambia hacia lo positivo y esperanzador del despertar y de la resurrección; en esta parte del libro abundan los símbolos alquímicos que ya aluden a la Albedo y a la Rubedo (oro, sol, alas, águila, alba, orden... ); y, además, se dice en otro poema: “Estoy sin tierra firme; estoy saliendo,/ a donde quiero, de estas últimas/ lentas horas de viaje que termina.” Algunos autores consideran que el proceso de transformación alquímica comprende seis operaciones: “la calcinación, que corresponde al color negro, a la destrucción de las diferencias, a la extinción de los deseos, a la reducción al estado primero de la materia; la putrefacción, que separa hasta su total disolución los elementos calcinados”, solución, destilación y sublimación.7 Siete de espadas participa de la calcinación en cuanto a la extinción de los deseos y de la putrefacción en cuanto a la separación o disolución de los elementos calcinados. En El ala del tigre, el sujeto lírico presiente la inminencia de su despertar y de su resurrección; platica con su alma y con su corazón; él goza todavía con la muerte y habla de la vida cotidiana en la ciudad y sus miserias: la furia ante la injusticia, el dolor y el coraje, la tristeza y la alegría. Ella, que está por aparecer en plenitud, provoca amor y desprecio. Si en Siete de espadas los poemas breves individuales son como las partes dispersas de un solo poema (solve-disolución), en El ala del tigre dichas partes empiezan a juntarse nuevamente (coagula-unión, reunión). Una estrofa deviene su contraria, y 7

Coatlicue.

ambas dan lugar a una tercera que las reconcilia; el conjunto da lugar a la totalidad. Todo el libro es una lucha por tratar de reconciliar los contrarios. El muerto que yacía inmóvil quiere nacer, y para eso necesita moverse y actuar. El ala del tigre se inicia con un poema en el que el sujeto lírico quiere gozar el movimiento y la acción: erguimos, dejamos, partimos, vuelven, aova, colma, respiramos, partimos, nacemos. Ya familiarizados con la Nigredo y la calcinación (nadar en el crisol sobre el fuego ardiendo al rojo vivo, con el canto y la vocación solar del fuego, el día y la noche), los poemas de este libro resultan claros y plenos de sentido: “Trabaja, rojo, entre cenizas [...] su vocación solar el fuego[...] Fuego de anunciación, rescoldos/ entre palabras y ceniza;/ tizón del canto sepultado” (2).

J. Chevalier y A. Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, p. 86.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

En estos menesteres del coqueteo con lo invisible y sagrado, la paradoja es un recurso imprescindible para el poeta. Y si se trata de cuestiones relacionadas con lo femenino, la situación es aún más complicada. De la compañía y la ternura que Ella proporciona –”Recién despierta abres el alma/ y conoces y reconoces/ la casa, el riesgo, el otro día” (5)– , al abandono y al olvido, nada se va y nada se olvida, porque las cosas y las situaciones trasuntan lo invisible y eterno, aunque lo visible, por temporal, se desvanezca: “No puedes irte/ del todo amiga aunque me dejes” (26). Y lo contrario también suele suceder. A veces ella ve y hace fiesta porque él se va y lo mira irse, pero no lo reconoce; y se pone de luto porque él se queda y sin mirarlo, ahora sí, lo reconoce (29). Superar el caos, la muerte simbólica, es renacer, despertar; superar la Nigredo requiere luchar y vencer a los contrarios reconciliándolos. Separación es conjunción de lo fijo y lo volátil. En el ámbito de la alquimia, la misma situación se da por medio de las bodas químicas del rey y la reina, el sol y la luna. Conseguir la invitación para tales nupcias no es fácil. Díganlo si no Fuego de pobres, Siete de espadas y El ala del tigre. En este último se lee: “Como los hombres aguantamos,/ alma mía, mi hermana; fuerza/ de mi mano libre y desposada./ Bella mi alma para el día/ de las bodas, mi silencio libre,/ mi corazón en la pobreza”. Las “bodas” son una alusión al incesto filosofal de la tradición hermética. El sol (Apolo) –el rey– y su hermana la luna (Diana) –la reina– deben contraer nupcias. Él, adepto alquimista, y Ella, la “única terrible hermana” [Tomás Segovia] es la “Sóror Mística” de los alquimistas y el Ánima en la terminología de C.G. Jung. La cuaternidad ha pasado a la dualidad: es la coniunctio. Fuego de pobres es el núcleo de un viaje a los infiernos, Siete de espadas lo continúa y El ala del tigre lo concluye. El cuerpo del adepto es Venus y remite a lo femenino; el espíritu es mercurio y remite a lo masculino; el alma es el lazo de unión. El resultado habrá de ser el hermafrodita: el sol y la luna, el rey y la reina. La coniunctio oppositorum, la reconciliación de los contrarios, crea, concibe, da a luz al Uno unificado. Lo que brota de esta unión es la estructura transformada del alma que abandona al cuerpo y vuelve a su origen celestial; es la “Ascensión del alma”. Al emprender su viaje al cielo une las fuerzas de arriba con las de abajo, como reza la Tabla de la Esmeralda. Es el verdadero nacimiento del hombre interior. ¿Y no es el afán por la ascensión del alma lo que, a final de cuentas, se poetiza en El ala del tigre, en relación con lo volátil y sutil del alma que se impulsa hacia lo divino (el ala) y lo terrestre que fija lo volátil y que se hunde hacia abajo (el tigre)?: “Como los árboles, partimos en años de raíces.” rbn

En Siete de espadas, la muerte roja bailaba sobre el lagar pisoteando las uvas para obtener el mosto y, de aquí, el fermento para el vino. En El ala del tigre, el sujeto lírico ya puede ofrecer la bebida sagrada: “Henchida y roja está la copa,/ y deliciosamente armada/ de ansiosas entrañas y purísimos/ llamamientos obscenos. Bébela, ya sin mirar, hasta cansarte;/ hasta más no poder despierta” (11). Y ya se sospecha el tema de los siguientes libros: el secreto, la unión, las bodas y las “insomnes flamas milagrosas (17), dice el sujeto lírico. El muerto, el adepto, es también Cristo en los infiernos, el Otro que ha de renacer: “El camarada oscuro, el lento/ seguidor que alumbra a quien lo sigue, la triple negación, el gallo/ crestado de la furia en la mañana” (9). Mientras tanto, Ella, la futura “esposa de oro se recuesta/ en sábanas puras y sangrantes” (22).

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Lotería de amor Rafael Toriz

Mas cae mi lengua; entre mis huesos, tenue flama se escurre Catulo Casi todos los sabemos: entre la realidad y el deseo –entre la boca y la piel– suele irrumpir el azar y la necesidad, la separación, la imposibilidad. El tedio. Con el tiempo llega el desencanto y el hecho de enamorarse se va tornando una ficción, fruto proscrito, memoria difusa: acaso una mentada de madre, pero no todo el tiempo. Caer rendido ante el otro y ser, además, el objeto de sus delirios es semejante a ganarse la lotería: una casualidad que casi nunca se consuma y, mucho menos, permanece, pero sucede. En cuestiones del corazón siempre estamos expuestos a los designios del capricho y los albures: águila que vuela victoriosa o sol que nos devora, macilento. La poesía amorosa de Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, 1923) es una anatomía profunda de los complicados mecanismos del corazón. Dueño de una de las obras líricas más conspicuas de la lengua, su trabajo ha sido una exploración del hombre enamorado y rechazado; del ente sensible enfrentado al despotismo de la urbe, con las esperanzas deshechas y el horrible sabor a cenicero donde antes hubo besos. Bonifaz le ha cantado al roto, al pelado que por el hecho de ser consciente gana, sublimándose, la dignidad. En su poesía el amor no sólo atiende al otro como complemento erótico, sino también lo entiende a través de la empatía, ese semejante para el que tiende una mano amiga. A estas alturas, hacer una semblanza del poeta resultaría innecesario (el bardo, de humildad arrolladora, es un gigante). Sin embargo, no estará de más mencionar que egresó de derecho en la unam, se especializó en letras clásicas y devino profesor de latín y literatura. Dirigió la célebre Bibliotheca

Lucía Méndez y Rubén Bonifaz Nuño.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana y la colección “Nuestros clásicos”. Pero, sobre todo, destacó como traductor exquisito, vertiendo al español, en versiones inmaculadas, la Ilíada, de Homero; la Eneida y las Geórgicas, de Virgilio; las Metamorfosis y El arte de amar, del gran Ovidio; De la natura de las cosas, de Lucrecio; las Églogas de Dante; y un libro del que aún no consigo reponerme y que cambió mi vida para siempre: Cármenes, de Catulo.1 Bonifaz, cercano desde su juventud a la sensibilidad y cosmogonía del mundo prehispánico, ha escrito también obras que testimonian su pasión por los universos de los antiguos mexicanos, columna vertebral de este país. Destacan sus ensayos La puerta del templo, El cercado cósmico, Imagen de Tláloc, Escultura azteca y Hombres y serpientes. Bonifaz, el erudito, ha sido toda su vida un humanista comprometido, un profesor consecuente y un poeta extraordinario. Creo que el consenso es absoluto al considerar Los demonios y los días no sólo su mejor libro, sino como la obra que quintaesencia sus poderes; pero también títulos como El manto y la corona, Fuego de pobres, El ala del tigre, hasta la etapa de madurez, que incluye obras como Albur de amor, Pulsera para Lucía Méndez y su último libro, Calacas, obra de senectud por la que siento una especial fascinación. Poco más es lo que puedo añadir. Ante un poeta tan grandioso todo lo que resta, amén de conminar a su lectura, acaso sea compartir una alusión. Era yo muy joven cuando lo conocí. Me sorprendió muchísimo su cordialidad, su vestimenta impecable –él, qué duda cabe, es el catrín de la lotería– y una generosidad que

desbordaba cada uno de sus gestos y todas sus palabras. El poeta escuchaba a jóvenes escritores, ansiosos y maravillados. También imprudentes. Cuando pude hacerle una consulta (él ya estaba absolutamente ciego), le pregunté a boca jarro y sin dobles intenciones: “¿por qué Pulsera para Lucía Méndez?" El poeta, que hasta entonces había estado alegre y muy cordial, guardó un silencio de mármol. Tomó de un trago su vaso de Coca-Cola, hasta entonces indemne, y me dijo: —Mire joven, no quiero ser descortés… ¡Pinche vida!— Y enfiló, con seriedad y aferrado a su bastón, hacia su vocho. Años después volví a verlo, de nuevo en un encuentro con jóvenes autores (su generosidad, es bien sabida, no hace sino acrecentarse con los años). Luego de que todo mundo habló, me acerqué tímidamente y le pedí con un hilo de voz que me firmara uno de sus poemarios. El poeta, gustoso y como pudo, trazó las letras de su nombre. Ya me había dado vuelta cuando me tomó por el brazo, y con su mirada cubierta por la niebla, me dijo: —Hoy, 13 de diciembre, es el día de Santa Lucía.— Sentí, como nunca antes en la vida, un relámpago en el cuerpo. Confío en que sus versos posterguen en otros ojos ese mismo encantamiento.2 rbn

1 Posteriormente

2

Texto publicado como prólogo a la antología Para los que llegan a las fiestas de Rubén Bonifaz Nuño, conaculta/ivec, 2013.

escribiría un libro formidable titulado El amor y la cólera. Cayo Valerio Catulo.

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uni.diversidad 65


El (a) brazo

de la fraternidad

MIGUEL Ă NGEL ANDRADE

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Hay dos tipos de ciudades, las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella. Italo Calvino

La poesía es un hondo y sostenido sufrir contra la intemperie, música en el vacío; sin embargo, sus timbres calan hondo en quien la escucha y vibran con sentida gracia los cuerpos que la presencian, los ojos que la miran. La poesía es el canto de la tribu y es emblema de fraternidad; conocer mediante el lenguaje es descubrirse en el otro, reconocerse: entonces se puede comprender el legado de ser humano, de ser finito. La poesía es canto, ritmo revelador que encanta con las armas de la música verbal. El canto es fundador de la esencia del hombre, pero también de la ciudad. Así como para Heidegger la palabra es fundadora del ser, la literatura, y en especial la poesía, es fundadora de la ciudad. Fundar la ciudad es fundar la fraternidad —dice Rubén Bonifaz Nuño—, y en el reconocimiento de la fraternidad se funda el ser del hombre. Así, ciudad y persona se fundan por el mismo canto, por la misma palabra. Escuchar y escribir poesía es forma de sabiduría y conocimiento para el ser que habita la ciudad, entendiendo ésta como el lugar de reunión de los hombres y mujeres, el sitio en el que se han congregado los ciudadanos en favor de su bienestar, el lugar donde se rinde culto a la fuerza que da vida a todo cuanto existe. Antigua y extensa es la literatura sobre la ciudad, y más antiguos aún los cantos que la celebran. La ciudad es territorio de goce y disfrute, pero también de miseria y pobreza. De ambas dimensiones da cuenta la poesía y su testimonio es siempre una huella en el peregrinaje permanente de la humanidad. “Sitio de piedras y madera, jerarquía/ de materiales ordenados/ que asila, como un barco entre la lluvia,/ su cargamento de dormidos.”

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La Ciudad de México, como las grandes urbes, tiene una fundación mítica: luego de un largo peregrinaje a través del tiempo y el espacio, los mexicas recorrieron lo que ahora es llamado América. Aquí cabe una extensa cita:

antinomia y se promueve una dramática tensión contra el mundo; el enfrentamiento entre los frecuentes atentados voluntarios o involuntarios contra el prójimo, han provocado que a las megalópolis se les llame, con justicia, "junglas de asfalto". Entre los aedas que han cantado a la ciudad, México tiene uno especialísimo porque ligó dos ciudades de distinta geografía, tiempo y lenguaje en una sola: con las torres doradas de éstas, sobre las ruinas triunfantes de aquélla, fincó cimientos que, quizá, todavía no den frutos visibles, pero pronto se convertirán en senderos de civilidad donde poder caminar sin temor. Heredero de dos grandes tradiciones, Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, Veracruz, 1923-Ciudad de México,2013) es uno de los poetas mayores de México. Su obra implica un viaje formal y temático como pocos en la poesía en español. Transita desde el soneto tradicional y clásico, pasando por un endecasílabo atípico, los ritmos de la lengua náhuatl, las estrofas de la canción popular mexicana, hasta la acentuación en la quinta sílaba que ya lo caracteriza. La poesía de Bonifaz es como una lenta espiral de ritmos que asciende libro a libro por la obra del poeta hasta culminar en la sonrisa de una calaca. Su estudio profundo de la literatura grecolatina lo orientó a una exploración del verso que nos trae el pensamiento prehispánico en el ritmo latino y viceversa. Pero, además, de los ritmos y cadencias, Bonifaz carga en su voz las voces de dos ciudades ideales que gravitan en lo que alguna vez fue el cielo transparente de la Ciudad de México de los años cincuenta. Y digo carga porque la voz también carga sobre sí misma otras voces, la literatura es capaz de recoger en una sola voz una pluralidad de voces que terminan siendo un cauce ancho y enorme de nuestra historia. Así, por un lado aparece Roma, la esplendorosa, la regia, la única, “dominadora del mundo”; por otro, Tenochtitlan, el islote que extendió su poder y dominación más allá de sus horizontes y que legó una

Los mexicas fundan su capital –una aldea miserable formada por chozas de carrizo– alrededor del templo que han construido al dios indomable y celoso, Huitzilopochtli, que los ha guiado en su peregrinación durante siglo y medio… En estos humildes principios nadie habría podido imaginar el origen de un imperio; nadie, salvo los que “cargaban al dios”, los sacerdotes-guerreros que habían cuidado la imagen de Huitzilopochtli durante la migración, los que transmitían al pueblo sus oráculos y tenían fe en la promesa de que ellos serían los dominadores. Ellos integraron el primer núcleo de la clase dirigente que debía llevar a los mexica, menos de doscientos años más tarde, a la cumbre del poderío.1

Luego de la llegada de Hernán Cortés, sobre las ruinas humeantes, la capital azteca se convirtió entonces en la capital de la Nueva España. Trecientos años después se logra la Independencia: en el siglo xix, la ciudad sufre una serie de luchas internas e intervenciones que la van dibujando como un territorio siempre violentado. La poesía, antes y después, da parte de lo ocurrido, profetiza los hechos del devenir, describe y funda en la ciudad otro cielo donde es posible imaginarse y recordar. Las vanguardias marcan un intenso inicio del siglo XX donde la ciudad y la poesía tienen una relación antinómica de amor y odio. Contaminada por el movimiento vertiginoso, la concentración demográfica, la inseguridad y el progreso tecnológico, la ciudad es un espacio donde predomina la 1

Soustelle, Jacques, La vida cotidiana de los aztecas, Fondo de Cultura Económica, México, 1953, pp. 11-12. PP. 70-71: © Héctor García. Presagio funesto. Ciuda de México, 1954.

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Las palabras saben hacer extra単os juegos: ellas solas dicen. Nosotros somos la guitarra que alguien toca. RBN


RUBÉN BONIFAZ NUÑO

paso a paso por los sufrimientos del hombre común y los vierte en un testimonio desolador por su llaneza y sinceridad. El poeta, el personaje, la voz, el que habla, deja de ser un yo unívoco y se multiplica en un yo plural, desova su experiencia y sus pesares y se quita, a la mitad de la noche, la máscara de hielo que cargaba. Una máscara para esconderse que muestra lo que no se es, lo sombrío, lo desechado por nuestra vanidad y conveniencia. Estas caminatas nocturnas dibujan la ciudad y trazan un perfil del mexicano cuyo saldo final es la decepción. Sin embargo, escuchamos, naciente y perseverante, la voz del poeta que llama a la unidad, que convoca la fuerza que nace de la fatiga y el dolor, una llama que guía a través de la oscuridad rumbo a la esperanza. Tomando el concepto de Ángel Rama, la ciudad letrada traza —mediante la poesía— a la ciudad ideal, la proyecta y la conserva contra las ambiciones del hombre. El poeta toma de cada ciudad los principios y valores comunes y los esparce en su poesía de tal manera que hace un solo canto a tres voces para una ciudad que nació, también, del canto. Son ciudades deslumbrantes no desde su idealización, sino porque se les mira siempre resplandecientes a la distancia. Bonifaz carga sobre sí esos cantos de esperanza –como los dioses penates griegos, como los ídolos (tequacuilli) que cargan los mexicas– y hace una peregrinación de dolor y expiación por lo que alguna vez fue un apacible lago sobrevolado por águilas y habitado por serpientes. El movimiento, la peregrinación, el transcurrir es para Bonifaz el hecho fundamental para llegar a la revelación, para tomar conciencia del destino. El destino del canto revelado en los pasos que emprende el hombre para descubrir su ciudad, para descubrirse a sí mismo en el sustrato del tiempo, para fincar los cimientos de su existencia –de su pasado y su futuro– en una piedra de toque que marque el pulso de su espíritu. Como él mismo explica respecto a la fundación de Roma, luego de un largo y penoso peregrinar de Eneas para que su prole, siglos después, fundara la que la sería una de las urbes más prodigiosa de la humanidad: “El hombre camina, guiado por la raíz de una visión, hacia algo que existe, y que se le ha dicho que gracias a él existirá.” La promesa de un lugar, la fe en un sitio nuevo, la utopía donde los hombres, por convicción y por fraternidad, se reúnen para escucharse unos a otros. Bonifaz Nuño, al darse cuenta de tal camino, al comprender cuál es su misión, al aceptar la revelación que en sueños se le aparece, emprende un peregrinar por su existencia y por su dolor, un recorrido por la ciudad que será también un viaje hacia la fundación de su ciudad ideal, es decir, aquella en la que su gente, sus

civilización todavía presente entre nosotros. El universo, aparentemente opuesto de estas dos realidades, confluye en varios aspectos: una acendrada religión, una estricta jerarquía social, un rígido sistema de valores, la afición por la guerra, el enaltecimiento de la fraternidad y la utilización del canto como principio celebratorio y fundacional. Estas dos ciudades no operan como satélites de un centro inamovible, sino que la traspasan y la aquilatan con sus piedras, sus aguas, sus maderas; esta trasminación es posible debido a los vasos comunicantes entre las tres. Separadas por el tiempo y por las épocas, son reunidas en las calles de una ciudad donde lo moderno emerge arrastrando deshumanización e injusticia. Esta arquitectura urbana podemos verla en dos libros fundamentales y esenciales en la obra de Rubén Bonifaz Nuño por su explícita vocación fraternal y citadina: Los demonios y los días (1956) y Fuego de pobres (1961). Fundamentales porque configuran una "cartografía social” despiadada y feroz así como por la expresividad en los versos que se fraguan en calibres estróficos que pocos poetas habían frecuentado; esenciales porque miran al otro, al desprotegido, a los que “no serán consolados”; vitales porque inauguran un espacio urbano que permanecerá en la cronología poética de Bonifaz siempre marcada por el timbre de su esperanza y su desolación “frente al silencio de los que pasan”. Fuego de pobres implica una visión exógena y a la vez íntima del mexicano de la capital. La creciente clase media y los inmigrantes rurales a la ciudad fueron el blanco donde la maquinaria estatal vertió su publicidad nacionalista, la que promovía un México de un solo rostro; en los libros de Bonifaz, la identidad citadina no presenta rasgos únicos, sino que se nutre de diversas y distintas identidades. Fuego de pobres es un retrato sufrido y quejoso de la ciudad de México: la miseria, el dolor, los bajos instintos y la soledad afligen al hombre que camina por las calles oscuras. En Los demonios y los días, el poeta es un peatón que no sólo recorre la ciudad: es un sujeto activo que interpela a sus personajes, a los muchachos tímidos, a los hombres que rondan la miseria, a los desesperanzados que buscan una ilusión en el caos urbano: “Ay, amigos míos;/ señoras, señores que no me escuchan:/ hay oficios buenos, necesarios a todos.” En este libro escuchamos la voz de un burócrata extraviado en un constante devenir de injusticias y arbitrariedades donde él –como los perros– es sombra y reflejo de la ciudad. Me refiero a estos dos libros en especial porque es en ellos donde Bonifaz decide estar del otro lado, en la orilla oscura de “los que quieren mover el mundo con su corazón solitario”, y desde ahí, desde esa herida profunda, camina

Rubén Bonifaz Nuño en el Palacio de Bellas Artes, 2002. Fotografía: Miguel Ángel Andrade.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

amigos, desnudos ya de cualquier rencor, ilesos ante la envidia y el odio, podrán, otras vez, reunirse y reconocerse con el rostro de grandes señores. El poeta interpreta este peregrinaje como la vía para hallar la revelación, pues el hombre, ciego ante los designios de la eternidad, busca incansablemente los signos que le revelen su misión en el mundo, y una vez que los acepte, podrá comprender, podrá ver su destino y aceptarlo a cabalidad: “La ciudad de lo eterno despierta cuando despierta el hombre, y conquista su validez definitiva a partir de la conciencia de éste.”2 Así, ese hombre, esa voz partida en dos por su doble mirada y por el dolor de sus semejantes, va tirando migas de pan y aliento por las calles sucias, por las noches solas. Oraciones que serán señales destinadas a “los que no tendrán”. La conjugación de estas realidades se trasmina en versos que llaman a la fraternidad, desde lo que pareciera también un islote: la humildad. Porque aquel que llama, aquel que consuela, ese que tiende la mano a los desposeídos no es otro que un Orfeo que ya regresa del infierno sin su Eurídice, un amante desolado en cuyo horizonte apenas aparecen rastros de lo que fue su felicidad y su dicha. Ese hombre, al salir de la senda oscura, ya liberado y purificado, tiene el rostro limpio y con la sonrisa abierta pronuncia: “Poder decirte hermano mío, porque tú eres mi hermano, yo te quiero.”

Bonifaz; dos miradas que, como el oído del poeta, esculpieron en la plata de sus negativos imágenes donde lo mismo hallaron a los dioses prehispánicos que figuras de la mitología griega. Siempre con una mirada irónica, pero también horizontal, las imágenes de Nacho López (1923-1986) y Héctor García (19232012) mostraron los remedos y rincones de una ciudad enterrada que la ciudad naciente se negaba a mirar, un rostro de México que el Estado se empeñaba a ocultar a toda costa por ser contrario a su discurso de progreso. El fotolibro de Nacho López Yo, el ciudadano,3 cuyo título pareciera no corresponder con el contenido –imágenes de los desheredados, de los abandonados por el sistema– da cuenta de esa ironía de la ciudad y de la precariedad del sistema. En el fotoensayo “La Venus se fue de juerga por los barrios bajos”, se muestra a un obrero paseando por la ciudad con un maniquí ante el asombro de los transeúntes. Ese obrero bien puede ser el poeta que, encontrando a la belleza purísima, la sentó en sus piernas y se la llevó de parranda. Un itinerario por la ciudad y sus rincones donde la inusual pareja aparece siempre como una llama iluminando la pobreza y la humildad de los otros. En un camión popular vemos a la gente mirar con asombro al hombre que impúdicamente carga a una mujer blanquísima y desnuda sin gestos ni expresiones. Héctor García, un fotógrafo de prensa originario de La Candelaria de los patos, muestra en sus imágenes la transición entre lo típico y lo moderno, entre lo mexicano y lo universal, haciendo acopio de la historia y la mitología, del espectáculo y el patriotismo. Cabe destacar la obra de Manuel Álvarez Bravo como artista tutelar y cuya figura aparece muy temprano en la fotografía del siglo xx en México.4 Según Alfredo Rosas Martínez, en el pensamiento ocultista de iluminación existen tres etapas: Nigredo, Albedo y Rubedo. Así, Fuego de pobres y Los demonios y los días corresponden a la Nigredo.5 Se nota que el poeta, proveniente de la oscuridad, emerge de una sociedad a la que es fácil señalarle las grietas y las contradicciones. Estas fotografías son un paseo por el infierno, testimonio de la vida cotidiana de los desposeídos en la Ciudad de México, cuanto más que no sólo calibran de modo certero las costumbres, los atuendos, los paisajes y la fisionomía de los citadinos, sino que se corresponden con las imágenes de esa canción devastadora que entonan ambos libros. Bonifaz veía con pesar cómo el mundo

Yo, el ciudadano Una ciudad sólo puede conocerse caminándola, persiguiéndola, gastando los pies y la mirada en la calles, los edificios, los parques y los rincones donde se reúne su fauna. Bonifaz Nuño hacía largos paseos por la ciudad recogiendo frases, hallando secretos, reconociendo las voces de sus semejantes. Si los ritmos del latín y el náhuatl llegaron a Bonifaz a través los libros, otra clase de sonidos, de lamentos y de desgarres llegaron hasta su sensibilidad recorriendo las noches, representando a “los que pisan sus fracasos y siguen”, el poeta se colma de las voces de la ciudad y se llena los oídos en las cantinas, sacia su sed en los tugurios, allí donde suena el bolero desgarrador, la ranchera inmisericorde, los cariños de la mujer falaz. Y en esas caminatas, en esos episodios del insomnio, en esas madrugadas donde la soledad se expande como un “ladrido de perros repetido”, el poeta se reconoce como cantor, y tiende la mano a ver si alguno le responde. Esa pulsión de humildad fue compartida por dos fotógrafos de la época que casualmente nacieron el mismo año que

3

López, Nacho, Yo, el ciudadano, México, FCE, 1984. Colección Río de luz. Esta influencia la señala de manera precisa Jhon Mraz en “Nacho López y la mexicanidad”, Luna Córnea 31, Centro de la Imagen, México, 2007. 5 Rosas Martínez, Alfredo, El éter en el corazón. La poesía de Rubén Bonifaz Nuño y el pensamiento ocultista, unam, México, 1999. 4

2

Bonifaz Nuño, Rubén, “La fundación de la ciudad” [1972] en Ensayos, Selección de Pavel Granados y César Arenas, México, unam, Gato negro ediciones, 2009, p.76. © Héctor García, Entrada de artistas, 1958.

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moderno nos apabulla con su inmediatez, cómo nos acerca a lo lejano; sin embargo, al mismo tiempo también nos aleja de nuestras costumbres, de nuestro orgullo, de nuestra herencia de “aquello que como exclusivamente nuestro nos pertenece”. Para la historia de México esta reivindicación forzosamente implica una búsqueda en los orígenes y Bonifaz la emprende desde los tiempos prehispánicos.

el buboso, viendo la negativa de los otros, decide sacrificarse y se inmola en el fuego. Tecucciztecatl, su oponente, ante la vergüenza, también se avienta y se crea la luna, los otros, no menos avergonzados por su egoísmo, concurren al sacrificio y así pueden girar las estrellas y la tierra donde habitará el hombre. El último párrafo recrea esa noche y equipara a dioses y hombres: unos, los entregados, pobres por entregarse; los otros, los favorecidos, pobres en su destino de amargura. Bonifaz resalta este destino del sufrimiento cuyo amargo camino es la vida y que se corona con la muerte. Para alcanzar el conocimiento, la iluminación, hay que ir de la soledad a la solidaridad, “la constitución de un mundo habitable por hombres, mediante la participación en la responsabilidad común de una hermandad de iguales”. Para finalizar, recurro a una extensa cita de Bonifaz en su discurso de ingreso a la “Academia Mexicana de la Lengua", en 1963, donde hace un llamado y confiesa a sus pares las fuentes de su pensamiento y de su sentimiento, los conmina y se exhorta a sí mismo a utilizar la palabra para hacer un mundo, una casa más habitable y más fraterna:

La mano polifónica ¿A quién habla, a quién se dirige el poeta? ¿Quién responde cuando lanza la mano en llamas de la fraternidad? ¿Para qué servirá la poesía? ¿Cuál es el destino del canto? Bonifaz responde: “El hombre, para serlo, está obligado a fundar la fraternidad. Porque únicamente la reunión hace que el tránsito por la tierra sea digno de ser recorrido, y porque solamente son valiosas las cosas compartidas.”6 Aquí se pacta en vano; es el lugar de las alianzas nulas, de las contiendas, de la efímera unión y la condena anticipada.

Hagamos pues, que nuestra palabra restaure los humildes Y sin embargo, el canto; fuegos

lazos del amor. Que una palabra trasminada de exi-

de zarza vibra su materia

gencias morales nos lleve a engendrar la ciudad de

ya de carne en común, de huesos

los seres humanos, responsables de todo y por

en común entregados. Pan de pobres.

todos; a cimentar un mundo donde la sola mi-

Fuego de pobres para ser comido.

rada de cada uno, puesta sin sentir vergüenza en los ojos del prójimo, aleja de golpe y defi-

En estos versos hay una clara referencia al mito de la creación del quinto sol, en que los dioses se reúnen en torno a una pira para decidir por el futuro del hombre. Cuando nadie quiere apostar por ellos, Nanahuatzin, el más desgraciado,

nitivamente la amenaza del fin desastroso, y permita aventurar un paso hacia adelante, y ponga en el corazón la necesidad de darlo colectivamente, como un acto en que se ejerza la más plena de las libertades. Porque así tendrán firmeza los corazones de los amigos, y será verdad que se vive en la tierra, puesto que la tierra es el único sitio en donde se puede establecer la amistad.

6

Bonifaz Nuño, Rubén, “Destino del canto” [1963] en Ensayos, p.35.

Burning man, Omar Árcega.

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rbn


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Los cimientos

de la poesía bonifaciana Una revisión de Imágenes a 60 años de su publicación Jocelyn Martínez Elizalde

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uando un poeta alcanza la madurez y la longevidad suficientes como para tener en su haber casi 20 grandes poemarios y alrededor de 40 poemas no coleccionados, es difícil tener una idea global de cuál es el eje que conecta todas estas obras. Tal es el caso de Rubén Bonifaz Nuño. Nos encontramos ante un autor cuyo primer libro, La muerte del ángel, fue publicado en 1945 y el último, Calacas, en 2003. La diferencia temporal entre el primero y el último es de 58 años. Sabemos además que, a lo largo de todo este tiempo, Bonifaz Nuño combinó la labor poética con la enseñanza, la traducción y el trabajo administrativo. Llama la atención que sus libros más conocidos, trabajados y multicitados se encuentran en la primera mitad de su producción poética: Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961), a saber el tercero, cuarto y quinto de sus poemarios. Tanto estos tres como el resto de sus libros mantienen hilos propios y temas específicos,―aunque bien podríamos enumerar los cuatro temas más comunes: el amor, la amistad, la muerte y la poesía misma. Independientemente del tema, destaca en cada uno de sus poemarios la homogeneidad en la forma, el uso de determinada versificación o estructura estrófica que brinda a cada uno una composición estricta y magistral que hace de éstos algo más que un conjunto de poemas. En palabras de su mismo autor, están “escritos con el mismo estómago y con las mismas entrañas.”1 Sin embargo, pensemos ahora no en Bonifaz Nuño, el viejo, el experto en los clásicos, el hacedor de versos perfectos,

el erudito; sino en Rubén Bonifaz como un joven, un estudiante de Derecho bastante tímido, con tan solo 22 años, pero, eso sí, amparado por sus lecturas de Bécquer, Rilke, Quevedo y Fray Luis de León, así como de diversos héroes, aventuras y tiras cómicas, y con un oído endulzado, en ese momento, más que por los hexámetros latinos, por los boleros de la época. En esas circunstancias fue que nuestro autor concursaba (sin ganar el primer lugar, sino el cuarto) en los Juegos Florales de Aguascalientes con su primer libro, constituido por diez sonetos y cuyo título ya mencioné: La muerte del ángel. Estos sonetos, aunque con errores, llamaron la atención del jurado: Xavier Villaurrutia, Agustín Yáñez y Gabriel Méndez Plancarte. Respecto a los inicios y fracasos de Bonifaz Nuño con el soneto, él mismo explica: “Méndez Plancarte me dio una fundamental lección de retórica al señalarme defectos que yo no había percibido y que tienen esos sonetos: asonancias de palabras en el mismo verso, asonancias en las rimas, versos de terminación aguda.”2 Estos errores métricos, efectivamente, se encuentran aún en La muerte del ángel; es fácil identificar algunos versos con terminación aguda, como “hasta tu misma voz adelantar” o “hasta los bordes claros de tu voz” o “triste de no ser nada entre los dos”. Ocho años más tarde, Bonifaz Nuño era ya un joven de casi 30; es decir, hace 60, el poeta veracruzano trabajaba en la primera edición de su libro Imágenes, cuya composición ha sido poco comentada por la crítica. A mi parecer, es una de sus obras más importantes y aunque, a diferencia de las

1 Josefina Estrada, De otro modo el hombre. Retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño, México, El Colegio Nacional, 2008, p. 92.

2 Marco Antonio Campos, “Resumen y balance”, Vuelta, núm. 104, México, julio, 1985, p. 31.

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demás, no está escrita “con el mismo estómago, ni con las mismas entrañas”, permite apreciar ya, a lo largo de los 30 poemas que la componen, los cimientos, las formas rítmicas, la versificación, los temas y las tradiciones literarias del poeta. Es decir, en Imágenes se encuentra la poética que ya comenzaba a constituir su obra. Imágenes, segundo poemario de Bonifaz Nuño, publicado en 1953, está dedicado a Agustín Yáñez ya que fue él quien contribuyó tanto a la selección de los poemas que lo componen como a su estructura. Para su publicación, además, se integraron otros poemas con el fin de que el libro formara parte de la serie “Letras Mexicanas” del Fondo de Cultura Económica, esto por consejo de Joaquín Díez Canedo. Bonifaz Nuño recuerda que Yáñez le dijo respecto a Imágenes: “Este no es un libro de poemas; es un amontonamiento de poemas.”3 Tal como el mismo Bonifaz Nuño lo explica, el libro no es tan homogéneo como los posteriores: Imágenes oscila entre poesía amorosa, poesía religiosa, una versión de una oda de Horacio, una poética y un poema sobre el día de muertos. Se compone de una serie de ejercicios poéticos en los que se alude al menos a cuatro tradiciones líricas que a lo largo de toda la poesía bonifaciana seguirán estando presentes: En primer lugar, la tradición clásica, en este caso, la latina, con la “Traducción de Horacio: Oda XIV del libro II”. Cabe mencionar que por estos años el poeta aún no ingresaba a la carrera de Letras Clásicas. En segundo lugar, el tema de la muerte como tópico de dos tradiciones que confluyen perfectamente en la poética de Bonifaz Nuño: el barroco y la poesía prehispánica, presentes en “Motivos del 2 de noviembre”. En tercer lugar, surge la presencia idealizada de la mujer, figura que según él mismo atribuye a la poesía de Rilke, de quien confiesa haber aprendido que “el hombre frente a la amante es como una mosca paseando junto a los cimientos de una torre.”4 Esta imagen estará presente no sólo en varios poemas de este libro, sino en toda la poesía bonifaciana. En cuarto lugar, y en este tema quiero hacer énfasis, se

El uso del soneto en la poesía de Bonifaz Nuño pasó por todo un proceso de aprendizaje, experimentación y posterior abandono, aunque sí persistió el uso del verso endecasílabo con diversas variantes en la acentuación. Ya para Imágenes, el autor se esmeró en pulir la técnica del endecasílabo y de otras medidas, como el heptasílabo; por ello, ensayó diversas formas del soneto, tal como le había aconsejado AgustínYáñez: “Si le gusta hacer sonetos hágalos como Lope de Vega, y después cuando haya aprendido, como Garcilaso, Quevedo o Góngora. Sólo así es posible llegar a versificar como es debido."6 De esta manera, los intereses formales del autor adquirieron solidez en sonetos que responden a estructuras

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hace alusión a la tradición bíblica, en particular al Cantar de los Cantares, en el conjunto de sonetos que se agrupan en el poema 23 y, en esta misma temática, en los “Sonetos a la Sulamita” y en el “Canto del afán amoroso”. Cabe destacar que estos tres poemas, aunque tienen claras referencias bíblicas y coincidencias temáticas, cuyo eje es el amor (visto desde una perspectiva religiosa) y a los que, incluso, se les puede leer como textos que se complementan, el autor no los recogió en el mismo apartado de Imágenes, sino que se encuentran en cada uno de ellos. Es decir, el poema “23” forma parte de “Imágenes”; los “Sonetos a la Sulamita” vienen incluidos en el apartado titulado “Estudios”; y el “Canto del afán amoroso” forma parte de los “Poemas de amor”. Respecto a la constitución de ejercicios y novedades formales como eje de este libro, el mismo Bonifaz Nuño comentaba, treinta años después de su publicación: En Imágenes considero que hay poemas que ya son míos. La poesía ha sido para mí un problema de forma. En Imágenes hice algunas innovaciones en la métrica tradicional española: acentué versos en quinta sílaba, con lo cual se admiten combinaciones silábicas de versos desde seis sílabas hasta las que uno quisiera y es posible, además, asimilar en ellos, por medio de encabalgamientos, varios otros ritmos.5

Josefina Estrada, De otro modo el hombre, p. 91. Marco Antonio Campos, “Resumen...”, p.31.

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Idem. Idem.


fundamentalmente renacentistas y barrocas; no obstante, no son sólo imitaciones burdas, sino combinaciones de diversos estilos, verdaderas “transformaciones” de acuerdo con Genette y, sobre todo, una muestra del afán por adquirir un sello propio. Bonifaz Nuño explica: “Cuando uno empieza a escribir no es tan importante el deseo de expresar un sentimiento, como el de hacer un poema al modo de los poemas de los antecesores.”7 Cabe mencionar que, en los sonetos de Imágenes, el poeta pasa de endecasílabos8 perfectamente medidos, con cesura en la 5ª o en la 7ª, a endecasílabos con doble cesura, en la 5ª y en la 7ª, medida no considerada como característica del endecasílabo hispánico. Por ejemplo, en el siguiente terceto bonifaciano:

Éste es un endecasílabo sáfico puesto que tiene tres sílabas en anacrusis10 y acento en 4ª, 6ª y 10ª (ooo óo óo oo óo). De acuerdo con Navarro Tomás, “el efecto de este verso se caracteriza por su blandura y lentitud” y menciona un ejemplo de Fray Luis de León: “La providencia tiene aprisionada”. En el caso del verso de Bonifaz Nuño, esa “blandura y lentitud” se incrementa con la aliteración en /s/ y con la carga semántica de cada una de las palabras. En el endecasílabo sáfico de Bonifaz Nuño, la doble cesura resalta la palabra “gracia”, que se relaciona con los dos adjetivos que se encuentran a los lados “paz” y “hermosura”: por un lado, “paz” puede leerse más en un código religioso y “hermosura” estaría en un código amoroso; pero “gracia”, por otro lado, queda en medio porque puede identificarse con ambos términos. En los poemas del veracruzano abundan diversas características del modus loquendi de la poesía mística y, a ésta, Bonifaz agrega la tradición petrarquista, por lo que podemos encontrar que en su poesía predomina el uso de un lenguaje poético que pretende representar un amor descomunal y que no puede ser explicado con un lenguaje mesurado, lógico ni

Cuan-do,en-la-cal-ma-/ del-huer-to-cer-ca-no E man-sa-mi-voz-/ tu-quie-tud-a-pa-ci-ble

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quie-bre,a-la-som-bra-/ fru-tal-del- man-za-no. E

En este terceto, perteneciente a uno de los “Sonetos a la Sulamita”, Bonifaz Nuño está estructurando un endecasílabo a minore, puesto que la cesura se encuentra después de la 5ª sílaba. En particular se trata de un endecasílabo dactílico (óoo óoo óoo óo) con acentos en 1ª, 4ª, 7ª y 10ª, también conocido como gallego-portugués. De acuerdo con Navarro Tomás, este tipo de verso fue frecuentemente utilizado por Garcilaso de la Vega, “¿Cómo pudiste tan pronto olvidarte?” (Égloga I, 128), y por Boscán, “No me contento pues tanto he tardado” (Soneto XII).9 Pero Bonifaz añade algo distinto, ya que en este terceto encontraremos el efecto de doble cesura después de 5ª y de 7ª. En este caso, Bonifaz Nuño está retomando varios elementos (métricos, rítmicos, temáticos, semánticos) en los que se estaba especializando, pero su estilo radica no sólo en la imitación, sino en agregar o combinar temas o tópicos con diversas estructuras. El procedimiento de doble cesura heredado de la tradición clásica, vuelve a aparecer en algunos otros endecasílabos de los sonetos de Imágenes, por ejemplo:

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Anacrusis: Sílaba(s) de un verso anterior(es) al primer acento de su esquema rítmico. (Helena Beristáin, Diccionario de Retórica y Poética, México, Porrúa, 2003, p. 39.)

To-da-de-paz-/ y-gra-cia-/ y her-mo-su-ra

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Idem. “En el endecasílabo español se distinguen en primer lugar dos grupos, que Pío Rajna dividió en endecasílabo a maiore y endecasílabo a minore. El fundamento de esta división es la cesura. Si tomamos por base la terminación llana en el primer hemistiquio, la cesura divide el endecasílabo en 7+4 (a maiore); o en 5+6 (a minore). Según la definición de Suchier, la cesura es la cúspide rítmica en el interior de un verso, que consiste en un final de palabra acentuada con fuerza seguida por una pausa sintácticamente justificada” (Rodolfo Baehr, Manual de versificación española, Madrid, Gredos, 1970, p. 136). 9 Tomás Navarro, Métrica Española. Reseña histórica y descriptiva, Syracuse, University Press, 1956, p. 183. 8

Rubén Bonifaz Nuño y Miguel León Portilla.

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RUBÉN BONIFAZ NUÑO

habitual. Esta forma de comunicar la experiencia místicaamorosa es utilizada por Bonifaz Nuño por medio de la abundancia de recursos literarios como la antítesis, la paradoja y la hipérbole. La segunda manifestación del lenguaje místicoamoroso en la poesía bonifaciana es opuesto a la inefabilidad: se trata del diálogo con Dios. Éste se presenta por medio de dos recursos imprescindibles para el discurso religioso: el apóstrofe, es decir, el llamado a Dios, y la plegaria. Existe una tercera correspondencia con la poesía mística que no se relaciona con el lenguaje utilizado sino con la configuración del espacio poético: se trata del tópico del locus amoenus. El amor y sus circunstancias serán el elemento fundamental de los sonetos de Bonifaz Nuño, razón por la que las voces profanas de los poetas petrarquistas se funden con las de los poetas místicos para constituirse como sonetos místico-amorosos. En el Cantar de los Cantares, constantemente se hace alusión a la pérdida, la búsqueda y el encuentro de los amantes, que representa, de acuerdo con algunas interpretaciones, el amor carnal o, de acuerdo con la mística, el proceso por el cual debe pasar el alma para encontrarse con Dios. En los sonetos de Imágenes se presentan referencias al poema salomónico desde las dos perspectivas: en los del poema “23” se hallarán alusiones al Cantar con un enfoque religioso; en los “Sonetos a la Sulamita”, alusiones al Cantar entendido como poema erótico y amoroso. En el tono del discurso místico, Bonifaz Nuño recurre al tópico de la “herida de amor” en los siguientes versos: “Oye gemir al corazón cautivo,/ que si espinas por mí lleva tu frente,/ tú dejaste, al dejarme, fuego ardiente/ de amor que incendia las entrañas vivo."11 y “Toda de paz y gracia y

hermosura/ sonó tu voz en la cerrada puerta/ y dulce herida nos dejaste abierta/ con la esperanza de tus bienes pura.12 En los dos cuartetos anteriores, Bonifaz Nuño describe la experiencia ya amorosa, ya religiosa, como una herida que arde al mismo tiempo que complace. Esta paradoja fue utilizada también en la poesía petrarquista y, posteriormente, en el romanticismo. Aún en el siglo xx, los boleros sonaban al ritmo de “Arráncame la vida, con el último beso de amor” o “Miénteme más que me hace tu maldad feliz”. En esta mezcla de discursos cultos y populares se iba gestando ya la poética bonifaciana. El amor aparece como eje temático en Imágenes y en diversos libros posteriores de Bonifaz Nuño, pero, en este caso, a partir de diversas perspectivas: la bíblica o la del Cantar de los Cantares, ya sea desde la interpretación de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz o desde la de los poetas del Renacimiento, como Petrarca, Garcilaso y Herrera. La poesía bonifaciana construye un concepto del amor no como un hecho, sino como un proceso o un recorrido que el amante debe llevar a cabo para conseguirlo. En ese recorrido estará la luz de la amada para guiarlo y la voluntad de un ente superior, a quien constantemente se le ruega por la trascendencia del amor. En este poemario, dicho ente será Dios; en los sucesivos aparecerán otras fuerzas sagradas, algunas menos misericordiosas como el tiempo o el destino, y ahí encontraremos uno de sus versos más famosos: “Amiga a la que amo: no envejezcas./ Que se detenga el tiempo sin tocarte…” rbn

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Bonifaz Nuño, Imágenes, Soneto II, “23”.

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Ibídem, Soneto III, “23”.



B i b l i o t e c a s

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la hora de hacer el balance de los autores que nos han mellado el espíritu, nuestras lecturas contienen un instante cuyas convulsiones, a pesar de todo, pocas veces traemos a colación. Diríase que se trata de un sello transparente, una especie de cuño ilegible y, al mismo tiempo, indeleble, muesca en apariencia imperceptible en la claridad de sus evidencias o cicatriz oculta entre las contundencias con que determina la definición de lo leído... Si acaso lo ha generado un libro vacío de agitaciones —esos que poco o nada nos dan de comer al levantar el mantel de la página—, dicho instante se transformará de inmediato en materia para el olvido; por el contrario, si lo leído está hecho de vértigo y de certezas, es algo que participa del ejercicio al que nos entregamos al evocar los regocijos de un título. En uno u otro sentido, frente a los golpes más certeros sobre el papel o imbuido de la mala puntería del autor, en silencio lo señalamos despreciable, y en silencio, también, lo podemos calificar de trascendental. Y porque la voz escrita vive o muere a la sombra de tal momento, lo presentimos siempre a punto de llegar y siempre a punto de diluirse, adherido a la piel más sensible de nuestra lectura o instalado en el reflexivo afán de concluir —de una buena vez— el viaje verbal para comenzar a negarle cualquier resonancia en nuestra mirada. Se trata de lo más concreto y puntual que acompaña la realidad de la lectura, esto es, del “momento físico” que envuelve la experiencia de un libro recién concluido. Es aquello que Alejo Carpentier nos permite nombrar, desde sus Tientos y diferencias, como el escenario material que se permea en la página y que nos hace recordar ambas cosas al unísono: el libro tanto como el contexto de su aprehensión, el imaginario asiento de lo leído así como la dura realidad de la silla en la que dimos cuenta de sus párrafos. También podría decirse, desde un José Revueltas entendido con mucha liberalidad, que es el “lado moridor” de nuestra lectura, el lugar preciso y el ámbito concreto en el que regresamos a la mirada y al parpadeo después de haber vivido entre los destinos prestados de una novela o entre los signos eternos del poema. Es, en pocas palabras, el instante mágico cuyas geografías materiales apuntalan los exabruptos del alma durante su tránsito por las palabras de un libro. Sí, en camino de ida y vuelta un buen texto se sale de sus cauces para integrarse a los paisajes en que lo hemos hecho nuestro; en la dirección contraria a los reflejos que tal perspectiva genera, bien puede decirse que dichas exterioridades a menudo se trasminan en la lectura para integrarse en un único golpe de recuerdos. A pesar de todo, en esta reciprocidad de préstamos hay un orden de acontecimientos más o menos definido: la transitoriedad del “momento físico” respirará literatura sólo cuando lo intenso del hecho escritural —sea cual sea su género— nos obligue a levantar la mirada para reconocer el sitio donde hemos realizado la lectura. Al hacerlo, nuestro presente se convierte en continuación del punto final con el que, ironías aparte, inicia siempre la memoria de un

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El momento físico de la lectura Javier Vargas de Luna

Marilyn Monroe leyendo Ulysses. Fotografía: Eve Arnold, Long Island, 1954.

poema histórico o de un cuento cargado de buen provecho. En sentido inverso, la ecuación parece ser sólo accidente menor por cuanto los finales sin ventura casi siempre hacen insostenible la memoria del marco que los envuelve, y ello sea dicho sin olvidar la deshonrosa excepción en la que viven aquellos títulos cuyos vacíos estéticos se potencian en el azar de una hora de mala lluvia, de un invierno de amores incumplidos o de un dolor de muelas que no cede —por mencionar sólo algunos de los infortunios que pueden concitarse en las lecturas sin premio—. Tal vez sea mejor decir que los libros del desencanto operan con cierta eficacia en el traspatio de nuestra memoria bajo una sola condición: si y sólo si cuentan con el azar de disolverse en escenarios cuyas penumbras confirman la mediocridad de sus párrafos. Aunque con algo de prudencia, vale la pena comenzar a defender la idea de que los mejores libros —y a veces también los peores— son siempre así, raíz y extensión de la memoria material en que concluyen. Si acaso es cierto aquello de que somos los libros que nos han mejorado —según lo explica Borges, a quien uno quisiera dejar de citar de vez en cuando—, es menester atreverse a señalar que los “momentos físicos” de dichos textos también nos convierten en otra cosa: somos el libro genial y el sillón de costumbre; el libro y el resfrío que no cancela las ansias de continuar existiendo entre los numerados dilemas de cada página; somos los libros que nos hicieron ignorar el fastidio en una terminal de autobuses, la urgencia de la última obligación semestral o los que alguna vez nos alejaron de la inminencia de una entrevista de trabajo mientras nos acercaban un poco más a lo que nunca quisimos dejar de ser. También hay libros que recuerdan la enfermedad del pariente delante de la voz alta de un relato que nunca supimos si llegó a sus oídos pero que, lo sospechamos, permanecerá largo tiempo en la doble memoria en la que con-fundimos la página con el moribundo —y otra vez, viceversa—. En este mismo orden de reflexiones, no hay malos “momentos físicos” si las páginas cuentan con la intensidad requerida para cambiarle de signo a las antesalas de la oficina pública, a las filas del último concierto, a la pereza del cambio de horario, al trayecto cotidiano en mañanas vividas a toda prisa o a la consabida exigencia del respeto ajeno y del silencio propio en una biblioteca municipal. De hecho, la fortaleza de un libro se pone a prueba en los atolladeros de una mala noche de insomnio, noche que desde entonces servirá de pieza de convicción para insistir en la evidencia de que no hay incomodidades posibles cuando le hacemos frente a una literatura que, aunque nos quite algunas horas de sueño, nos nutre de luz y de curiosidad. Los mejores libros son, por ello, expresiones que resuelven la contrariedad o la baratura del “momento físico” que les sirve de compañía. En este orden de ideas, atrevámonos a transitar por la espalda de lo antes dicho para elaborar con mayor solidez esta noción de “momento físico”. Ocurre que al utilizar ciertas categorías que se le parecen, como la definición de “lectura de playa”, por ejemplo, en sentido estricto se apela al “momento físico” de un libro, aunque


B i b l i o t e c a s

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A. Marilyn Monroe, New York, 1956.

B. Mujer joven leyendo en un jardín, Henri Lebasque.

C. Mujer leyendo, Pierre Auguste Renoir, óleo sobre lienzo, 1875.

D. Fotógrafo Elliott Erwitt, 1956.

tal categoría se revela innocua por cuanto es un sello aplicado avant la lettre —y aquí la expresión francesa viene como anillo al dedo—. Sin que la lectura en cuestión tenga que haberse realizado en el instante material de un verano frente al mar, la expresión funciona sólo en la imagen que se despliega con el afán de promover la existencia de libros propicios para el solaz y el descanso. Además, si en lo externo la expresión nunca remitirá a nada concreto, en lo interno tampoco nos hace pensar en las angustias hechas de mar del Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, o en los bandazos de un navío en el Tifón, de J. Konrad, o en los suspiros de lectores comprometidos que podemos heredarle a la soledad de los personajes de Hemingway; no, el calificativo tampoco nos permitiría pensar en Al faro, de Virginia Woolf, o en el Océano mar, de Baricco —ni siquiera en La playa, de Cesare Pavese—, pues todos ellos son libros cuyas agitaciones ahogan cualquier posibilidad de ligereza y, por lo tanto, se han convertido en textos poco aconsejables, aunque nunca del todo prohibidos, para pasar el verano en Benidorm, Viña del Mar o Acapulco. Dicho de esta manera, el término “lectura de playa” no es ni una categoría literaria —no puede serlo, nunca— como tampoco representa ese sello externo que coadyuva en la tarea de resucitar los libros que nos habitan; es tan sólo una forma de azar abstracto —un accidente premeditado— que mantiene vigente la encantadora posibilidad de que un libro, alguna vez, pueda tener como “momento físico” la brisa del mar, pero sin garantías de nada, ni de la fuerza de una marea transformadas en ficción ni del buen gusto de un libro concluido por accidente sobre la arena. Otro caso similar en que el “momento físico” puede tener ciertas dosis de artificio lo exhiben las realidades humanas construidas con la especificidad de ciertos fines. Esta especificidad apela, de nueva cuenta, a un ejercicio de abstracción por cuanto se instala en los inicios del fenómeno que aquí nos ocupa, y no en sus capítulos finales ni en sus corolarios. Permítaseme entrar en detalles: en la Casa-Museo de Rodin, en París, como en cualquier otro museo convertido en librería especializada, los títulos exhibidos en su tienda de regalos pretenden ser congruentes con la vida de novela sobre la que se construye la historia del escultor francés. Entre tantos libros que pueden descubrirse en la extrañeza del instante, están La obra maestra desconocida, de Balzac; El retrato de Dorian Grey, de Wilde; y El paraíso en la otra esquina, de Vargas Llosa. Sorprenden las varias traducciones de El túnel, de Ernesto Sábato, tanto como no encontrar El siglo de las luces, de Carpentier o el Diego y Frida, de J.M. Le Clézio —quién pudiera ponerse a salvo de los atavismos de su pasaporte—. Tal vez este “momento físico” es mínimo en comparación con el otro, pues bien es cierto que podemos recordar el sitio en que

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adquirimos un buen título, aunque, a pesar de todo, la aplicación del adjetivo aún tendrá que aguardar la llegada del punto final con el que, como se ha dicho, cobrará una vigencia única el espacio material que acompaña y contamina el libro en cuestión. Sí, todos estos fuegos de artificio se encienden siempre para conjugar el hecho literario con el “momento físico” de la lectura. Aquí, como en casi todo evento que despide aroma de catálogo, estos intentos de sistematizar la historia de nuestras lecturas fracasarán porque, lo sabemos, uno nunca —o casi nunca— escoge un libro en función de las coincidencias ambientales que se anuncian en el futuro incierto de su aprehensión. Hacerlo es aplicar recetas de cocina a una realidad que, como la literatura, no las recibe sin objetar, y, lo que es peor, hacerlo implica olvidar la fragilidad de los contenidos, esa misma fragilidad que nos exige vivirlos sin determinismos ni prejuicios so pena de haber leído para alguien más que nunca seremos nosotros —alguien que nunca responderá ni a nuestros nombres ni a nuestros automatismos—. Es necesario abrirse al accidente que conjuga la posible genialidad del libro con los ladrillos más inusitados de su entorno para, entonces sí, crear un nuevo inventario de significados a partir de lo descubierto por cuenta propia en cada página —y, entonces sí, repito, ser de veras nuestra propia experiencia del mundo y del empastado, nuestra propia recepción del título y del escritorio, de los avatares del estilo y de la pierna cruzada. Sólo así se justifica la necesidad de comenzar a hablar de las bibliotecas ajenas, es decir, de detallar los sitios del descubrimiento de un título y de las lógicas que la memoria imprime una vez consumada su lectura. Pero, valga la pena insistir, hablar del ámbito en que se descubre un libro exige una conditio sine qua non: la profundidad de la página, que ella sea el epicentro y el temblor, el molino y el viento que permanece entre nosotros. En fin, aunque tal vez siempre ha sido así, ello no nos impide señalar que las geografías de la literatura —calles adentro y calles afuera del libro— son las únicas que hacen memorable nuestro estar en el mundo. Tal vez, porque son las únicas que lo transforman todo en otra cosa, sin exabruptos ni golpes bajos ni medias tintas. O, quizás, porque la palabra escrita representa la labor de zapa más eficaz contra las intransigencias de quienes promueven destinos que no nos corresponden. Sí, mirar los entrepaños de una biblioteca que se visita por primera vez es, entre tantas otras cosas, saber que podemos entrar en una casa por la puerta más estrecha —diría André Gide— y, si acaso el “momento físico” nos es favorable, también es asistir a la perennidad de seguir habitándola.


Guía gourmet del perfecto caníbal

S e r i e: E l l e g a d o d e l o s m o n s t r u o s I

Ignacio Padilla

Se llamaba El alarido del mutilado y era una de las joyas de pésimo cine que alegraron mis tardes infantiles frente a la televisión. Resulta natural -y hasta loable- que haya olvidado el argumento. Recuerdo, sin embargo, la última secuencia tan claramente como sólo puede hacerlo quien de niño se dejaba impresionar por cualquier cosa: en una finca boscosa y oscura, una docena de comensales prueba las delicias de un platillo que les ha hecho servir su opulento anfitrión; a las preguntas de sus huéspedes, el caballero responde que el manjar es un estofado de carne de oso; los convidados sonríen y siguen comiendo mientras una mujer desnuda y malherida grita en vano desde el sótano insonorizado de la mansión. Poco o nada difiere esta secuencia con la que años después abriría Dragón rojo, última entrega de la trilogía gastronómica del doctor Lecter, caníbal diletante. Entre una y otra escena se extienden por lo menos tres decenios de cine y televisión que no ignoran los encantos de la alta cocina caníbal. En la obra más conocida de Peter Greenaway, un gángster sibarita le sirve a su esposa el cuerpo acaramelado de su amante; en Delicatessen, los belgas Jeunet y Caro proponen carne humana como ingrediente central de los más sabrosos embutidos. Incapaz de tales refinamientos, Hollywood aporta a esta legión una cuadrilla de antropoides siderales cuya única misión en la vida es devorar íntegro y preferiblemente crudo al género humano. Imposible agotar aquí la nómina de antropófagos que hemos visto desfilar en las pantallas desde los años setenta. No es ésa mi intención, como tampoco lo es juzgar de excepcional o privativa del cine la ubicuidad del tema caníbal. Desde Dante hasta Gericault, entre Aristóteles y Kiergegaard, la antropofagia en sus muchas variantes ha sido asunto de ficción y reflexión en el pensamiento y en las artes, bien como que es una obsesión, un terror y también, cómo negarlo, uno de los deseos velados de la humanidad. Creo, no obstante, que la popularidad del canibalismo en el cine y la televisión de los últimos años, aunada a su ostentosa emergencia en el anecdotario de nuestra vida cotidiana y massmediática, importan matices a los que vale la pena dedicar algunas líneas.

La antropofagia es caldo primigenio de la gran legión monstruosa con que la humanidad viene resolviendo sus más secretas ansias y fobias. Al lado del combate contra el monstruo, la devoración nutre la raíz de las muchas objetivaciones que la humanidad ha dado a su temible deseo a ser plenamente uno con el otro. Resulta difícil encontrar en nuestro imaginario un solo monstruo que no esté vinculado de un modo u otro con la devoración. Medusas, ogros, sirenas, vampiros, zombies, ballenas y brujas desfilan hambrientos en todos los niveles y en todas las edades de la ficción. Devoradores animales o antropoides, antropófagos legendarios o imaginarios se pavonean voraces y constantes ante nosotros para recordarnos las muchas formas con que hemos querido objetivar los miedos y los

deseos de la total compenetración: el vértigo de la cópula, la vuelta al vientre materno o el rito iniciático de engullimiento para la reconstitución, se citan en las abundantes resoluciones digestivas que hemos dado a la llamada angustia de separación que marca nuestro ingreso en la consciencia individual. El símbolo de la devoración, explica Cirlot, “tiene su expresión literal en el acto o el miedo de ser devorado”.1 Las variantes de esta invocación del acto digestivo van desde el envolvimiento hasta los hundimientos, y quizá también se expresen en numerosos encierros o prisiones del héroe, todos ellos sensibles alusiones al descenso a los infiernos o a la vuelta al vientre materno con que el héroe experimenta la muerte para el resurgimiento: devorados por la ballena, Jonás y Pinocho mueren para asumir su destino y hasta su martirio; enterrados, encerrados y amortajados, Jesucristo y Edmundo Dantés abandonan por fin sus cárceles corporales para alcanzar su redención, una apoteosis que no habrían conseguido de no haber sido antes engullidos, literalmente envueltos en la placenta de la cárcel, que es tumba y que es cuna. Jung opina que “el miedo al incesto se transforma en miedo a ser devorado por la madre, que luego disfrazaría en diversas formas imaginativas, como la bruja que come niños, el lobo, el ogro, el dragón”.2 Mientras la lectura incestuosa de la devoración parece por momentos excesiva, resulta en cambio verosímil cuando invoca la conflagración de sentimientos de amor y odio que genera en el individuo su distanciamiento de los padres, quienes nos van arrojando lejos de sí hacia un mundo no del todo tranquilizador. Una vez desmembrados o digeridos, los héroes saben que tarde o temprano serán extraídos del monstruo que los ha devorado, aunque en otros tiempos los protegiese. Sabemos que toda extinción es digestión y, por ende, transformación en alguien mejor dotado para la supervivencia propia y de la especie. De ahí que hasta el habla cotidiana acuda al lexicón caníbal para expresar deseo, ternura y afecto, un vocabulario que, sin embargo, no deja de tener una carga siniestra: somos comestibles porque somos amables o amables porque somos comestibles. En la medida en que es nuestro y es nosotros, el monstruo será caníbal sin remedio. Apresados o limitados en la frontera de la materialidad corporal, temeremos tanto como desearemos una ficción extrema que nos permita jugar el juego de la absoluta impregnación del otro y con el otro. Desde luego, a lo largo de la historia la ficción monstruosa –con su legión de sirenas, ogros y vampiros- ha satisfecho con creces esta pulsión, pero no lo han hecho menos los canibalismos reales o probables que nos han conmovido hasta adquirir una dimensión mítica, la necesaria para volverlos casi imaginarios y, por lo mismo, útiles para la catarsis de nuestro deseo de devorar y de ser devorados por otros. 1

Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 1969, p. 173.

2

Citado en Íbidem.

No mucho antes de que los caníbales pululasen en nuestras pesadillas de celuloide, un desastre aéreo en los Andes y la supervivencia de algunos pasajeros, merced a la ingesta de carne humana, estremeció de raíz a la opinión pública y puso a debate el tema caníbal desde una perspectiva inédita o, por lo menos, largamente ignorada. Hasta entonces, la antropofagia había sido tratada sobre todo en el ámbito del mito, de la ficción ogresca y de las mutuas satanizaciones. Desde el cerco de Numancia hasta el sitio de Stalingrado, el dedo acusador de dos o más partes en contienda había señalado el presunto canibalismo del oponente en un claro afán de desacreditar a los otros situándolos en el grado último de la locura, la perversión o la franca animalidad. Pocos y discutibles fueron los casos en los que el caníbal reconoció serlo, aun cuando a ello le hubiesen orillado circunstancias adversas o atenuantes. Ni siquiera Ugolino, que en el Infierno ya no tiene nada que perder, confiesa a Dante haber devorado in extremis la carne de sus propios hijos. Poco podía entonces el así llamado canibalismo de penuria contra el terror que genera en los hombres la mera insinuación antropófaga. Junto al robo de niños, el canibalismo fue siempre situado a la cabeza de los crímenes infames; fue la tiza imprescindible para trazar fronteras entre la civilización y la barbarie, entre la divinidad y el mal. Cristianos, musulmanes, judíos y gitanos fueron sucesivamente acusados por sus perseguidores de haber cometido actos de canibalismo. En una tónica no menos propagandística, los conquistadores del Nuevo Mundo divulgaron historias sobre indios antropófagos, historias que tocan fondo en numerosas crónicas vinculadas con las desventuras de españoles en el Caribe. Durante años, la antropología ha buscado poner en su justo sitio las hipérboles caníbales de aquellos cronistas. Autores como Levi-Strauss y Cardín argumentan que la mayoría de los actos caníbales históricamente demostrables fueron realizados no por rústicos aborígenes sino por occidentales hambrientos, temerosos o delirantes. En algunos casos, añaden, la mitología caníbal habría sido promovida por los propios para generar temor en los ajenos. Con todo, los estudiosos concluyen que la ecuación antropofagia-salvajismo apenas se sostiene en el ámbito científico. Sólo en fechas recientes hemos comenzado a recordar, no sin escándalo, que el canibalismo existe de manera ritual, potencial o de facto en aspectos de la existencia que habitualmente consideramos civilizados. Como el abanico de las numerosas transgresiones sexuales y ceremonias religiosas a las que va ligado, el canibalismo ha dejado de ser visto como característica exclusiva de las sociedades primitivas y comienza ya a ser reconocido como una de las muchas posibilidades transgresoras de cualquier individuo en cualquier tipo de sociedad y en cualquier momento de la historia.

No cabe duda de que la tragedia andina de 1972 contribuyó de manera significativa a remover los términos del terror y el pudor caníbales de nuestro tiempo. El hecho arrinconó de tal manera a la sociedad vigesémica, que ésta se vio obligada no sólo a aceptar sino a celebrar la necrofagia como parte de una gesta heroica protagonizada por gente como uno. Bien es cierto que los sobrevivientes titubearon antes de reconocer que habían devorado los cuerpos de sus compañeros. Finalmente, sin embargo, lo aceptaron y no hubo quien se sintiese con derecho a censurarles. Por contraste con los sobrevivientes del Medusa, retratados un siglo atrás por Géricault, los muchachos de los Andes efectivamente habían ingerido carne


Con mayor o menor éxito, también la gesta de los supervivientes andinos ha sido llevada al cine un par de veces. La calidad de las producciones difiere, aunque en ninguna de ellas se condena a los protagonistas. Tanto en la vida cotidiana como en la pantalla, el debate caníbal fue reactivado por el desastre con su irrevocable dosis de morbo. Ahora, no obstante, la mera posibilidad de que un acto caníbal pudiese ser no menos aceptable que encomiable nos recuerda que nuestro rechazo a la antropofagia es un miedo-deseo real que, sin embargo, no acaba de explicarse, un miedo visiblemente más atávico y misterioso de lo que creíamos. De repente la necrofagia en sí misma dejó de asumirse como signo de pura animalidad o consecuencia obligada de un asesinato. En casos de penuria el canibalismo podía incluso aceptarse como se aceptaban los trasplantes de órganos, la eucaristía o la costumbre, vigente aún en numerosas sociedades, de devorar prepucios y tomar sopa de placenta. No quiero decir con esto que la inconsciente reflexión caníbal desatada en ese entonces haya fructificado al fin en una comprensión cabal, menos todavía en la anulación de nuestro rechazo al canibalismo. Al contrario, me parece que la necrofagia andina sirvió sobre todo para exaltar el carácter irresuelto de un tema que por largo tiempo se creyó saldado. La desazón que provoca el resurgimiento del tema caníbal explica que de pronto se le invoque o se le quiera comprender desde nuevas perspectivas que, sin negar el miedo, desconocen la costumbre de juzgarla como algo ajeno al hombre supuestamente civilizado. Queda claro que el potencial vínculo del canibalismo con el crimen prevalece, pero ya no se le muestra en términos de salvajismo sino de inquietante y deseante

potencia en cada individuo, en la mayoría de los casos, o de franca decadencia del hombre o la sociedad contemporáneos, en algunos. Así, en la película Soylent Green el canibalismo de penuria es planteado en apariencia como una decisión colectiva, vergonzosa y secreta que no obstante parece casi necesaria para la subsistencia del género humano. Más siniestro e inmediato, el doctor Hannibal Lecter logra un eco sin precedentes en la sociedad contemporánea porque conjuga en su persona las cualidades del ogro y las de una suerte de superhombre occidental. Lecter es un exquisito que carga, como parte de su ajuar en el camino hacia el punto omega de la evolución, las máscaras del caníbal y del asesino: parecidas, mas no idénticas. No se trata ya de un buen o mal salvaje emparentable con un tiburón hiperbólico o con un insecto extraterrestre, mucho menos con un hombre ordinario conducido al extremo. Se trata más bien de una nueva versión del Doctor Jekyll stevensoniano: gourmet, seductor, melómano, en extremo refinado, Lecter pela los dientes y nos recuerda con Hobsbawm que vivimos en la edad de los extremos, una edad donde el refinamiento de la razón, al hacernos más humanos, podría hacernos también monstruosos.

De penuria o gourmet, el canibalismo impenitente en las postrimerías del pasado siglo tenía por fuerza que mutar en formas singulares, en expresiones, al parecer nuevas, de un acto que en esencia sigue siendo tan aterrador y difuso como lo fue en la génesis del primer ogro troglodita. Por un lado, es indudable que la antropofagia nos aterra desde siempre, como individuos y como cultura. Pero es también cada vez más evidente que no ha habido hasta ahora un argumento que explique y condene definitivamente el canibalismo si se le concibe al margen del asesinato. Ni la ética ni la metafísica ni el derecho han podido defenestrar la antropofagia. Ni siquiera los sistemas religiosos más ampliamente difundidos han tomado por los cuernos al rabioso toro del acto caníbal. Ciertamente, no faltaron los hombres de ciencia que buscaron condenar la antropofagia como se hizo antes con el incesto; pero pronto quedó claro cuán inviable era juzgar ambos actos desde la misma perspectiva. Recurrir al mundo animal –abundante en ejemplos canibálicos– o a las posibles secuelas físicas de la antropofagia –lógicamente rebeldes a la experimentación– sólo ha servido para reavivar las preguntas que en ese dominio nos agobian: ¿Es lícito el canibalismo? ¿Por qué sabemos que no lo es? ¿Lo sabemos o simplemente los presentimos porque no podemos deslindarlo del asesinato? ¿Exactamente qué hace a la necrofagia peor o mejor que la donación de órganos? ¿Por qué insistimos algunos en la celebración ritual de la teofagia eucarística, que a fin de cuentas es también canibalismo?

El canibalismo, sugiere Sahlins, es siempre ‘simbólico’, incluso cuando es real.3 Devorar al otro es compenetrarse de él, ser penetrado por él, extraer vida de la muerte del otro. La antropofagia comparte con el sexo y el vampirismo la desesperación ritualizable de quien sabe que nunca podrá hacerse completamente uno con el otro. Incomprensible, atávica y, por ende, esquiva, la simbólica del canibalismo se convierte así en vértigo: atrae y repele como sólo puede hacerlo lo que estando a la vista no se comprende. De ahí, entre otras cosas, que a la inconsciente reflexión caníbal de la última década hayan seguido perturbadoras noticias de antropofagia impenitente que trascienden los ámbitos del celuloide. En Alemania, un grupo de adolescentes neogóticos se jacta impunemente de haber cometido numerosos actos de canibalismo ritual; en China, un artista devora fetos como parte de su último performance. Las noticias aterran, pero los mecanismos de justicia institucional son rebasados sin que nadie pueda asegurar que semejantes casos servirán de precedente para una nueva legislación que condene con sustento el acto caníbal. Tal fiebre y tal incertidumbre alcanzan su clímax con el caníbal de Rotemburgo. La historia es simple: Arwin Meiwes, un ordinario ingeniero en sistemas publica un día en internet su deseo de conocer a un hombre sano y joven que quiera ser devorado; acude a su convocatoria una cuarentena de candidatos; Meiwes los entrevista y elige al que le resulta más fiable y, quizá, más apetitoso: un tal Juergen. Tras firmar un contrato donde se establece que el banquete es producto de un acuerdo de voluntades entre adultos libres y pensantes, Juergen se deja matar por Meiwes, quien procede a cocinarlo y devorarlo, todo ello frente a una cámara de video. Meses más tarde, Meiwes será condenado a sólo ocho años de prisión por haber cometido algo que ni siquiera puede ser considerado eutanasia. Orgulloso de su triunfo, el caníbal impenitente aprovecha la cobertura de los medios para lanzar una nueva convocatoria. El caso es de entrada aterrador, pero más lo es en la medida en que pone a descubierto la impotencia de una sociedad que no puede condenar abiertamente lo que no consigue comprender. Además de un caníbal, Meiwes es el cínico denunciador de la precariedad de nuestras supuestas certezas. Nos parece un salvaje pero es también un hombre común, un cibernauta que sólo ha requerido una pequeña dosis de cerebro para colarse por los huecos del contrato social y saciar a su modo su personal prurito de ser uno con el otro. Lo más inquietante del asunto es que todos sabemos que la nueva convocatoria del caníbal será ahora respondida por centenares de entusiastas candidatos sin que ninguno podamos impedirlo y sin que sepamos con certeza por qué estaría en razón hacerlo. 3

Citado por Cardín, Alberto, Dialéctica y canibalismo, Anagrama, Barcelona, p.1994, p.74.

S e r i e: E l l e g a d o d e l o s m o n s t r u o s I

humana pero no habían asesinado para conseguirla. De acuerdo con los términos accidentados del humanismo contemporáneo –un humanismo forjado tras un siglo de inéditos actos de barbarie–, sobrevivir sin dañar al otro era un acto tanto o más ético que resistir al imperativo, más bien confuso, de no ingerir carne humana. La historia de aquellos admirables uruguayos rompía al fin con la tendencia a asociar espontáneamente el canibalismo con el asesinato. Disociados ambos actos, el primero quedaba así en un interregno de indefinición, y los caníbales de penuria se reinsertaban en la comunidad pertrechados en lo que Levi-Strauss llama impotentia judicandi, es decir, en la imposibilidad de ser juzgados, o para ser más precisos, condenados por un acto cuya inmoralidad no estaba del todo clara, menos aún legislada. Aun ahora, los sobrevivientes andinos recorren el mundo para dar testimonio de sus avatares. Con dignidad y buen juicio cuentan cómo salvaron sus vidas y las de otros. Así y todo, la sociedad sigue recordándoles por su canibalismo, lo cual, hay que decirlo, no hace menos heroicos a los sobrevivientes ni por completo censurable a la sociedad, que difícilmente podría pensar de otra manera.


q Los buenos oficios Miguel Maldonado Responso a Los demonios y los días de Rubén Bonifaz Nuño

La estéril dureza de no haber dado lo que era preciso que diéramos, y que era tan poco: acaso un silencio tímido que comprende, un trozo de pan compartido. (“Amargo es perder un amigo”, fragmento.)

A quienes se lo pasan mal

o al menos una espina no les da sosiego o les espera algo duro en altas horas les diría que poco ayudo que el insomnio de sus noches no me ha quitado el sueño Y yo sé que esto no es bueno Tan solo había que estar ahí tratar de ser útil ofrecerse hacer algo mover un mueble mojar un trapo ¡Ay! Lo tonto que he sido

Y entonces admito que no es justo; que tengo el poder pero no el derecho de hacerme feliz yo solo entre tantos. (“Desde lo profundo me nacen”, fragmento.)

P

or derecho de gentes no es dado ser felices es para nosotros la tenue alegría Qué podemos hacer por esos tantos expulsados a patadas y jalones ladrones de pan y burladores de oficina si ha tocado ser nosotros No estamos tan a gusto en esta fiesta pero no vamos a poner voz de enojados ni sacaremos a bailar a doña Amarga

“Lo he leído, pienso, lo imagino; existió el amor en otro tiempo.” Será sin valor mi testimonio. (“Si yo digo ‘amor’, quiero, al decirlo”, fragmento.)

El amor se ha dado en temporadas

como las frutas y los vientos A veces sobra y se desborda se lo comen las aves o los perros Pero a veces se vuelve escaso y uno se mantiene de ver besos que se dan los novios de la limosna que hay en unas piernas cruzadas

Hay días tan áridos, que yo mismo quisiera callarme, ponerme, sin pensar en nadie, a dormir. Quisiera quedarme dormido mucho tiempo. (“Hay días tan áridos, que yo mismo”, fragmento.)

Uno se aburre porque ya sabe lo que sigue

se romperá el vaso la dejará el novio Hace falta una buena sacudida que las mujeres cambien de cuello y de cintura que no se inicie hoy por el principio que las gentes hablen glíglico jitanjáfora y suajili.


Y no te basta la vida que tienes: si llega el caso descubres poemas antiguos para liberarte del tiempo tuyo, y para poder mirar a lo lejos inventas que estás enamorada de alguno que vive en otra parte… (“Y tú, profesora. Llegan contigo”, fragmento.)

Si las promesas se hubiesen cumplido

Y por otra parte, qué absurdo es querer que todo por sí mismo se resuelva y pase, sin que nadie tenga que meter las manos en contra. (“Hace muchas noches se preparaba”, fragmento.)

Yo no sé si valga más hacer poemas

no estarías imaginando con tu vestido que no te queda como antes esa otra vida que quizá ha de seguir siendo no tendrías dos vidas en activo la de aquí y aquella que para este entonces sería más justa Y seguramente tu vestido no te quedaría tan justo

que reparar algunos muebles descompuestos que tratar de dar arreglo a cosas justas yo sé que la necesidad nos ocupa pero afuera no se está tan bien Dan coraje tantas casas con sillas que no completan una mesa Y no se sabe si vale conformarse con que pongan en lugar de silla un bulto olvidarse y seguir escribiendo

A mí me ha tocado no estar contigo; no tengo mirada para encontrarte ni hay cosa en que pueda reconocerte. (“Me asomé otra vez a la ventana”, fragmento.)

Y entonces nos llega la certidumbre de que no vendrá. Y pensamos, mirando el reloj cada tres segundos, en otros lugares, en las palabras que en ese momento se están diciendo y que no sabremos nunca… (“Es como esperar en algún sitio”, fragmento.)

Hay cosas que no nos serán dadas

cosas que quizá siquiera existen no nos llegarán y esto nos duele Pero son una ocasión para el abrazo La presencia de esta falta nos coloca en una hermandad de circunstancias

Cuando no nos ha sido aquella dicha

Bueno fuera, acaso, no haber cambiado; seguir padeciendo por lo mismo; hallar un dolor tan bello que me permitiera olvidarme de que está deshecha mi camisa y de que me aprietan los zapatos. (“Bueno fuera, acaso, no haber cambiado”, fragmento.)

se nos descomponen las maneras sólo vemos el juego sucio de la vida nos concentramos en esa parte de difícil acceso que siempre se ha quedado sin limpieza Es una fregadera el viento Calles de porquería Al diablo los asuntos Dejemos todo para el 2028

Nos quedaba bien haber sido sencillos

dolernos por no tener un libro un saco negro haberse dedicado a un oficio carpintero pasársela en apuros que se arreglan por quincena

L

e tomo la palabra préstemela un rato Necesito aclarar algunas cosas Cosas como de músculos tensos como de gripes a tres días porque el mundo tan tonto el mundo nos solicita repuestos

q

Hemos olvidado las penas de cartón Eran mejores los suaves insomnios de los problemas sencillos

Desde la tristeza que se desploma, desde mi dolor que me cansa, desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto, desde mis cobijas de hombre solo, desde este papel, tiendo la mano. estoy escribiendo para que todos puedan conocer mi domicilio, por si alguno quiere contestarme. (“Desde la tristeza que se desploma”, fragmento.)


v

fin Diana Isabel Jaramillo

a La reina lo observa seductor

mera tirada, mientras él coloca su pri

caballo de seises.

Jaque mate al rey blanco, gana la última partida. La reina, estática en su casilla, mira cómo agoniza su contrario. Está sola de nuevo. Se alza y arregla el vestido luctuoso. Toma un trapo y lo pasa por el tablero. Se empeña en pulir las líneas que separan lo blanco de lo negro. Saca la lengua para crispar el puño limpiador. El damero brilla. Canta una tonada inaudible. Va y viene de la sala a la cocina, arreglando a su paso el campo de batalla en el que un hombre permanece inmóvil sobre su sangre; los rizos revueltos y los ojos a media asta. Los muebles del departamento despiden un penetrante olor a cigarro, pólvora y sudor. La decoración tan sobria combina con esa reina satisfecha, radiante, a pesar de su famélica sonrisa. Murmura y trapea con empeño alrededor del enorme cuerpo estorboso y sangriento; pero no lo roza, lo ignora, lo salta. Ahora todo huele a cloro. Deja el mechudo en un rincón de la sala y recoge las piezas del ajedrez del suelo. Las pone en su regazo y toma asiento. Observa a su contrincante tirado. Impávida, quiebra al rey blanco, astillándose la palma de la mano con los restos del marfil, apenas si expresa el dolor. Exhala al dejar caer de nuevo todas las piezas. Tras el último peón, se levanta y libra el cuerpo del derrotado. Hace unas horas él dictaba las reglas del juego. Ignora la sangre de su mano izquierda. Esconde el reguero de pedazería blanca bajo la mesa. Camina hacia el baño. Una lágrima se asoma y desaparece absorbida por la piel de su mejilla. Frente al espejo, de frente, se da cuenta de que un mechón se ha desatado, lo sostiene con un pasador herrumbroso. Es libre. Estática desvía la mirada hacia la ventana donde se miran las azoteas cuadriculadas, limitadas por tendederos escondidos bajo las telas volátiles en son de paz.

Está satisfecha con el final de la partida. Este hombre no le iba a ganar. Ella tampoco fingiría un empate. No permitió que alguien más fuerte le rompiera los sueños, la cara y el cuerpo a golpes de realidad. Porque ella, en cualquier encuentro, de cualquier manera, era la pieza más valiosa, la reina. Observa el juego destrozado, el tablero vacío, la victoria ensangrentada. Recuerda que cinco años atrás lo enganchó en un parque, lo retó a aniquilar al flanco oscuro y él se quedó como un alfil al servicio de su majestad. La tarde en que jugaron la primera batalla, ella había abandonado a otro contrincante: “uno que sirvió de tiro al blanco”, se leyó en La Alarma, “Hombre desnudo con siete tiros justo en el centro de su pecho. Se sospecha crimen pasional.” Se peina con los dedos otros mechones insolentes, toma sus zapatos negros de tacón. Espigadísima, guarda la pistola y una cajita de rapé en su bolso marfil. Suspira resignada. Vuelve al baño para mirarse por última vez en el espejo antes de salir. Se siente hermosa. Abre la puerta que da al pasillo del edifico y baja las escaleras con un encanto de pasarela. Su expresión es de triunfo. Camina hacia el bar de la esquina. Parada frente a la entrada, vuelve a tomar aire para ingresar majestuosa. En cuanto pasa el umbral de humo y olores hostigantes, el lugar se deshace en silbidos, improperios y canciones masculinas. Echa atrás los hombros. Pasea entre tantos posibles contrincantes. Todos quieren atraerla al centro de sus piernas, más abajo del abdomen, donde contentos se levantan sus penes, queriendo ser elegidos. Altiva, se sienta en una mesa del fondo. Sabe que es observada, moja sus labios. Cruza las piernas y su solemne vestido se entreabre. Todos los hombres imaginan más de lo que alcanzan a ver. Saca de su bolso la cajita oscura; la agita entornando una y otra vez sus enormes ojos. Le llegan varias bebidas, cortesías de sinceros admiradores. Esboza una sonrisa y riega con seguridad las piezas rectangulares, claras y negras. Toma dos tragos del primer vaso y mira de reojo. Está lista para apostar. Aquel admirador de buen talante, el que pagó el primer vaso, la reta con la mirada y se sienta frente a ella para revolver con determinación el dominó. La reina lo observa seductora mientras él coloca su primera tirada, caballo de seises.


Murmura y trapea con empe単o alrededor del enorme cuerpo estorboso y sangriento; pero no lo roza, lo ignora lo salta.

Ahora todo huele a cloro.


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