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Mis Fuentes
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En Londres Carlos Fuentes
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se desdibujaba, se desasía del mundo para abastecerse de sí mismo. Era poco menos que imposible convencerlo de que apareciese en público precisamente ahí, en Londres, o para el caso, en cualquier parte del Reino Unido. Mis días debía pasarlos explicando a gestores, académicos, políticos o poetas bisoños que era más sencillo conseguir que el ilustre escritor fuese a Johannesburgo o a París antes que a alguna librería en Picadilly o en Oxford Street. ¡Pero si allí vive!, clamaban todos menos sorprendidos que indignados. Exacto: Fuentes, en Londres, vivía la vida que su ser de persona pública le impedía vivir el resto del año. Ni París ni Madrid ni Buenos Aires ni México parecen haberle dado nunca la paz que para escribir le concedía generosamente la capital británica. Allí, sólo allí, Fuentes podía perderse en la culta y variopinta multitud de esa maqueta del universo que es Londres. Allí, también, pasaba las horas infinitas de su escritura incontenible, o las de su ser caminante incansable y observante. Escribir y mirar Londres desde el relativo anonimato de aquel vértigo cosmopolita eran el regalo que Fuentes se daba a sí mismo y que se daba asimismo con Silvia. No que no añorasen Nueva York o París, pero volvían siempre a su cálido departamento londinense como quien se busca para reabastecerse. El teatro, la ópera, la danza, las nubladas tardes y noches en Covent Garden o en los escenarios del Strand, quizá en las oscuras salas de cine en el Soho, eran las cuevas dentro de las cuevas donde invernaban los Fuentes. Era ahí y a la par de ese mutuo descanso íntimo donde se gestaban las novelas, los ensayos, los elaborados sistemas de ideas que luego, en los meses restantes del año, Carlos Fuentes se encargaría de promover y disparar en la multitud de foros, lenguas y países por los que había decidido transitar en su expansiva evangelización intelectual. Excéntrico era también el hecho de que los Fuentes se instalaran en Londres siempre y solamente durante
Feria Internacional del Libro, Guadalajara, 2006. Foto: Daniel Molina. Página 21: Biblioteca Nacional, Madrid, España. Foto: Getty Images México.
el invierno. No se inclinaban por el breve pero generoso verano inglés: preferían el viento, las neviscas, la brevedad del día y la largura de la noche, las caprichosas precipitaciones pluviales inglesas, acaso porque todo aquello de algún modo los obligaba aún más a no salir, a no estarse a pie quedo sin abandonar el regalo de un letargo que sin embargo era prolijo, copioso, concentrado. Londres era para Carlos Fuentes la casa de la creación, la patria elegida de la privacidad creativa y escriturística. Ni en México pudo nunca sustraerse con tanto acierto y éxito a la voracidad de un mundo que reclamaba, más que sus libros, su presencia superabarcante, su peso escénico, su infatigable y lúcido decir, contar, traducir la realidad con el florete elegantísimo de la palabra y el arte. En Londres recibía, por qué no, a algunos amigos. Aceptaba de buen grado encontrarse con quienes pasaban por ahí, aunque lo hacía a cuentagotas, evitándolo casi. Podían los Fuentes escaparse en relativo secreto a pasear o a cenar con Harold Pinter y Antonia Fraser, o subir un rato a Cambridge invitados por Stephen Boldy o a Oxford por Allan Night. En algún oscuro club de caballeros podía intercambiar unas palabras con Lord Hugh Thomas. Notablemente les gustaba lo inglés por discreto y por privado, porque contrastaba con la bullanguería latinoamericana o con el estruendo español o con el altanero glamour francés. Lo británico, fuera celta o anglosajón u oriental, les acomodaba en su enclaustarse sin enajenarse del todo. Quizá por ese mismo temperamento otros latinoamericanos se habían instalado ahí sin que se supiera que lo habían hecho. En aquella Londres, no muy lejos de la casa de los Fuentes, vivían también Mario Vargas Llosa y Guillermo Cabrera Infante, otros gigantes que habían preferido Inglaterra para su madurez literaria con tanta convicción como antaño, en sus mocedades, habrían elegido París o Barcelona. Aquella Londres —aún no acabamos de reconocerlo— fue a su modo un Parnaso latinoamericano
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atemperado con la discreción que ni Francia ni España pudieron nunca ofrecerle a los titanes que en la segunda mitad del pasado siglo, encabezados por Fuentes, proclamaron con sus vidas la condición del escritor profesional. Allá lo vi algunas veces, porque él así decidió que fuera, y cuantas veces quiso él que así fuera. Hoy más que nunca, cuando ya no está y pude verlo en sus foros abigarrados y en sus escenarios inmensos, atesoro haber podido ver, así fuera por instantes, el apacible rostro londinense de Carlos Fuentes, el rostro de quien sólo allá podía distraerse porque había interrumpido por un par de horas su escritura, el rostro del hermético sabio
que al fin podía vulnerarse un poco porque había paseado por una librería en la que no debía firmar ejemplares ni dar autógrafos, el rostro del pensador niño que aún podía extasiarse con un buen estreno de una obra de Pinter actuada por algún actor shakespereano convertido al cine, y que podía disfrutar desde una butaca cualquiera, tomado de la mano de Silvia, un Rigoletto estupendo. O simplemente el rostro de quien en Londres se daba el lujo de abstraerse, de pronto, de interrumpir sus monólogos maravillosos porque una idea le había venido a la cabeza y se le cocían las habas por volver a casa a escribirla como sólo él sabía hacerlo. Santiago de Querétaro, 2012
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