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Consejo editorial Rafael Argullol, Luis García Montero, Fritz Glockner Corte, Michel Maffesoli, John Mraz, José Mejía Lira, Francisco Martín Moreno, Edgar Morin, Ignacio Padilla, Alejandro Palma Castro, Eduardo Antonio Parra, Herón Pérez Martínez, Francisco Ramírez Santacruz, Miguel Ángel Rodríguez, Vincenzo Susca, Jorge Valdés Díaz-Vélez, René Valdiviezo Sandoval, Javier Vargas de Luna y David Villanueva.

UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, año 5, No. 18, junio-julio 2015, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 sur 104 Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, y distribuida a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con domicilio en Edificio La Palma, 4 sur No. 303, Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, tel. (01222) 229 55 00 ext. 5270, unirevista@gmail.com. Editor responsable: Dr. Pedro Ángel Palou García, pedropalou@ me.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011430200-102. ISSN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. Impresos im21-006. Impresa en Editorial Lapislázuli S.A. de C.V. Tecamachalco No.43, Interior A, Col. La Paz, Puebla, Pue. C.P. 72160 Tel. (222) 2 48 94 93. Distribuido por Comercializadora GBN S.A de C.V., Calzada de Tlalpan 572, Desp. C-302, Col. Moderna, Del. Benito Juárez. C.P. 03510, México D.F. Tels/fax: 01 55 56 18 8551. Este número se terminó de imprimir en mayo de 2015 con un tiraje de 3000 ejemplares. Costo del ejemplar $40.00 en México. Administración, comercialización y suscripciones: Francisco Javier Velasco Oliveros, Tel. (222) 5058400, javiervelasco68@hotmail.com. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Unidiversidad Revista de Pensamiento y Cultura de la BUAP está registrada en el sistema de información de la Universidad Nacional Autónoma de México sobre revistas de investigación científica, técnico-profesionales y de divulgación científica y cultural que se editan en América Latina, el Caribe, España y Portugal (http://www.latindex.unam.mx).

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Índice

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Ă“yeme con los ojos


Las campanas ꝺe San Jerónimo, Soꝛ Juana, siguen tocando poꝛ ti Sara Poot Herrera

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Quizá por eso nací donde los rayos solares me mirasen de hito en hito, no bizcos como a otras partes.

Se dice que naciste un 12 de noviembre. Me gusta pensar que fue en 1651 no obstante que el acta de Chimalhuacán registre a una niña Inés en 1648. ¿Quién puede asegurar que tu nombre de pila sea Juana Inés, aunque así haya aparecido en 1668? Dudas hay en tu nombre, Juana Ramírez, Juana de Asuaje, Juana Ramírez de Asuaje; pero ninguna hay en tu linaje, que comenzó contigo misma y siempre lo supiste, Fénix de México, ave sin par, nuestra única Décima Musa, máxima criatura:


Jorge Hernández Sánchez,

Érase una niña/ como digo a usté … dizque supo mucho aunque era mujer … Porque, como dizque dice no sé quién, ellas sólo saben hilar y coser.

La niña de Nepantla, Colección Familia Trauwitz, México.

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Traviesa, te veo ir a la de Amigas. Cerrando un ojo, das cuenta de que ya sabes leer. ¿Seguías en San Miguel Nepantla? O a lo mejor ya estabas en Panoayan, caminando con tus hermanas y con Isabel, tu madre, allá por las orillas de Amecameca. Decidida, dejas de comer queso. Sacrificada, te cortas el cabello. Sedienta, bebes las letras de los libros de tu abuelo. Y te ganas tu primer libro con una loa. ¿La firmaste como Juana Inés? ¿La firmaste? De Amecameca, y muy chiquita aún, te llevaron a la capital de la Nueva España. Se admiraban de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.

¿De casa de tus tíos a la corte palaciega? ¿Y por qué no? Entraste de carmelita. Tu (frágil) salud te devolvió al mundo. ¿En dónde estarías durante esos tres meses? ¿O fueron menos? San Jerónimo abrió sus puertas.


Era febrero de 1668 (¿o entraste antes?). El toque de campanas anunció el hábito de bendición. Juana Inés de novicia corista. Y un año después, luminarias, alegría: Sor Juana Inés, monja de velo negro: ¡24 de febrero de 1669! Se afinan las campanas, repican y cantan por ti. Portera, tornera, tesorera, archivista. En la cocina haciendo potajes de miel. Escribiendo a altas horas de la noche:

¡Qué años, Sor Juana! El broche de oro de Inundación Castálida [los cerró desde Madrid: 1689. Un año después –1690– El Divino Narciso. Y en 1692, tu Segundo volumen en Sevilla. Y entre verbos y mil versos, tu Primero Sueño con tu firma sorjuanina, de un despertar de aves: El mundo iluminado y yo despierta.

Nocturna mas no funesta de noche mi pluma escribe.

Ya eras famosa por villanciquera. Y escribiste una oración religiosa y un rosario de quince misterios. El cabildo (casi) en pleno votó por tu gran Neptuno Alegórico. Y también votaron para que se te pagaran 200 pesos en oro: Esta grandeza que usa conmigo vuestra grandeza le está bien a mi pobreza pero muy mal a mi musa.

Noviembre de 1680: tu fama en la puerta grande de la Catedral Metropolitana. Tu arco, gran arca triunfal. ¿Qué habrás sentido? Las puertas palaciegas de nuevo abiertas para ti. Y como la jerónima no podía ir a palacio, el palacio iba a San Jerónimo.

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Pero querían de ti más escritos sagrados Entonces, te reafirmaste como teóloga y te luciste con la Crisis sobre un sermón. Dentro y fuera de la Iglesia te admiraron y defendieron cuando con su fe de erratas aquel Soldado atacó. Sin embargo, ese mismo año –1691– y el próximo, seguiste destellando en imprentas de España y de la Nueva España. Todo siguió como antes, pero ya un cambio se acercaba en tu vida y en tu obra. Núñez te quería muerta al mundo y pronto diría de ti: no corre en la virtud sino es que vuela.

Y sí, volabas poéticamente en alas de papel. De Aguiar y Seixas no nos consta hasta el momento nada; sí y no. Fernández de Santa Cruz tomó la palabra para el convencimiento. Pudo hablar de tú a tú, contigo, Juana Inés, aunque sus primeras líneas las hizo pasar como de Filotea. Reconocía tu genio y la claridad de tu entendimiento,


mientras te pedía que mudaras la materia de tus escritos. Tú, quien tuvo el privilegio de la libertad y la razón, y que con tu pluma firmaste el cielo de la fama. ¿Qué pasó poco antes de enfermarte? ¿Donaste por tu propia voluntad tus libros? ¿Qué hiciste con el archivo de tu corazón? Ahora me parece que te fuiste convenciendo y la fragilidad de tu salud aprobó tu decisión. ¿De la farándula literaria a la plegaria religiosa? Habías profesado en febrero de 1669 y ratificaste el voto en febrero de 1694. Casi 25 años después. Rotunda lo firma tu sangre: La peor del mundo.

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Y un golpe seco se oye en tu celda: la mejor.

El aleteo de tus hojas deletrean la palabra que se esconde y aparece en el metro de tus versos y en la fidelidad de la prosa de tu respuesta. Y sin dejar atrás enigmas y romances, llegaste a 1695. Tu genio, Sor Juana, contigo hasta el último momento. Ese domingo 17 de abril el día amaneció de noche. La ciudad oraba por tu salud y las campanas doblaron para ti. Era domingo 17 de abril de 1695. Viernes 17 de abril de 2015 –a 320 años de tu muerte– esas mismas campanas ya no doblan, querida Juana Inés, sino tocan y seguirán tocando por ti.


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Finjamos que soy feliz


Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer fuera de serie María Dolores Bravo Arriaga

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claro honor de las mujeres, de los hombres docto ultraje, que probáis que no es el sexo de la inteligencia parte

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os versos citados pertenecen a un romance epistolar que Sor Juana envió a una dama de gran nobleza y origen portugués, la duquesa de Aveyro. Lo que queremos comentar de la excepcional poetisa es, antes que nada, cómo en pleno siglo xvii, cuando los varones ejercían un dominio social, familiar e intelectual sobre el sexo femenino, nuestra monja se atrevió a destacar que la inteligencia no tiene género y que podía ser atributo tanto de los hombres como de las mujeres. La propia duquesa de Aveyro era más avezada que muchos hombres, para vergüenza de éstos.


Vida de la décima musa

Jorge Hernández Sánchez, En la hacienda de Panoayan, Colección Familia Trauwitz, México.

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La monja nació en un hermoso poblado agrícola llamado San Miguel Nepantla –ahora Neplanta de Sor Juana Inés de la Cruz– y fue bautizada en Chimalhuacán. La fecha de su nacimiento todavía es cuestionada: 12 de noviembre de 1648 o el mismo día pero de 1651. La mayoría de sus críticos aceptan la segunda. La discusión acerca del año se puede deber a que hay dos actas de nacimiento en que aparecen como sus padrinos dos hermanos de su madre. Debemos recordar que en ese tiempo era muy alta la mortalidad infantil y anteriormente pudo haber otra niña llamada también Juana, nacida en 1648; la que sobrevivió sería la poetisa, a la que le pusieron el mismo nombre. Desde muy pequeña la futura monja tuvo un afán desmedido por conocer, en una época en que la mayoría de las mujeres no accedía a la lectura ni a la escritura. Ella misma narra, en el relato de su vida, Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, que: […] no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas [escuelas muy elementales donde las niñas aprendían a leer, escribir y nociones de aritmética] me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que le daban lección me encendí yo […] en el deseo de saber leer. Que engañando a mi parecer, a la maestra, le dije que mi madre ordenaba me diese lección. […] y supe leer en tan breve tiempo que ya sabía cuando lo supo mi madre. […] Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde) y puede testificarlo.

En esa misma obra, una de las grandes autobiografías escritas en español, Sor Juana refiere que no comía queso porque hacía tonta a


la gente. También refiere que tuvo la tentación, sin llevarla a cabo, de vestirse de hombre para asistir a la universidad en la Ciudad de México. Sus primeros protectores en palacio fueron los marqueses de Mancera. En ese sitio privilegiado se enfrentó a cuarenta sabios de todas las especialidades y comentó y respondió acertadamente a todo lo que le cuestionaban. Como asevera el padre Diego Calleja, su primer biógrafo, en Fama y Obras Póstumas:

personalidades religiosas, como su confesor, el célebre jesuita Antonio Núñez de Miranda, y el extravagante arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas. Sor Juana murió el 17 de abril de 1695. Parte de la historia personal de Sor Juana está muy relacionada con sus detractores, aquellos que, por su calidad de mujer y monja, pretendían sumisión de su parte; y con sus protectores, como los virreyes marqueses de Mancera, los virreyes marqueses de Paredes, condes de la Laguna y la condesa de Galve. Dentro de la jerarquía eclesiástica fue su protector y amigo también el arzobispo virrey fray Payo Enríquez de Rivera. Para comprender cabalmente el genio de Sor Juana y lo destacado de su producción literaria, vamos a asomarnos al mundo que la rodeó durante su vida en la capital novohispana.

Atestigua el señor Marqués [de Mancera] que no cabe en humano juicio creer lo que vio, pues dice: “Que a la manera que un Galeón Real (traslado las palabras de Su Excelencia) se defendería de pocas Chalupas, que le embistieran, así se desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas, que tantos, cada uno en su clase le propusieron.”

Finalmente, y a instancias de su confesor y de los virreyes, entró al convento de la orden de los carmelitas, pero la dureza de la disciplina hizo que se enfermara. En 1668 entra al que será su hogar definitivo hasta la muerte, el Convento de San Jerónimo de la Ciudad de México, hoy conocido como la Universidad del Claustro de Sor Juana. En su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, ella misma confiesa: “entreme religiosa, porque […] con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir”. En los casi veinticinco años que pasó en el mencionado convento, también llamado de Santa Paula, es donde creó la mayor parte de su excepcional obra. Desarrollaba varias labores allí, entre ellas la de contadora. Y ahí también la visitaron ilustres personajes, como los virreyes y algunos intelectuales de la época. Su existencia no estuvo exenta de duras controversias, que siempre tuvieron un tono de rebeldía, sostenidas con algunas

Contexto sociocultural

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El entorno que le tocó vivir a nuestra más grande poeta no está exento de conflictos y contrastes. La que le corresponde, la segunda parte del siglo xvii, estaba dominada por la monarquía española, en la que se unían el poder político-civil y el religioso. De ahí que los valores dominantes fueran la fidelidad al Estado y a la Iglesia. Los enviados del monarca, los virreyes, eran sus representantes en todos los aspectos del gobierno. Asimismo, el rey designaba a los arzobispos y obispos de todo el virreinato, quienes mandaban en sus respectivas diócesis. El muy temido Tribunal de la Inquisición también era parte de la potestad del soberano. La influencia eclesiástica se observaba, además, en la proliferación de arzobispos virreyes, es decir, el rey delegaba el poder en la máxima figura eclesiástica, esto es, el Arzobispo de la Ciudad de México. Desde el punto de vista social, había severos contrastes: en la clase privilegiada se contaba a los españoles y los criollos, blancos de raza, aunque con una diferencia esencial. Los españoles


generalmente ejercían los altos puestos de la política –virrey, presidente de la Audiencia o arzobispo– y tenían una comunicación muy estrecha con “su señor”, el monarca español. Los criollos –clase a la que pertenecía la escritora– eran también de raza blanca, hijos de españoles, pero nacidos en este territorio, y que, por lo tanto, se sentían novohispanos. De ahí que los primeros se llamaran españoles peninsulares y estos últimos españoles americanos. Muchos de ellos tenían grandes riquezas, eran propietarios de extensas tierras y minas, estaban en el comercio y en la alta burocracia, pero no podían aspirar a los grandes puestos políticos y religiosos. Esto causaba en ellos un subterráneo sentimiento de injusticia hacia la Corona, pues no dejaban de ser fieles súbditos del soberano hispano. Por debajo de ellos se encontraban las castas, individuos que eran producto de mezclas raciales, sobre todo de los tres grupos esenciales: españoles, indígenas y negros. Había una larga clasificación, pero los más comunes eran los mulatos, hijos de españoles y negros, y los mestizos, de españoles e indígenas. Otra de las características de esta sociedad conflictiva, pero sumamente vital e interesante, era el despliegue constante de fiestas, ceremonias que, por un lado, representaban los valores esenciales de la monarquía –religiosidad, hidalguía, nobleza, etc.– y, por el otro, entretenían a todos los grupos de la sociedad; más importante aún, representaban y simbolizaban los grandes valores del mundo español. Y era esencial que toda la población creyera en ellos. Las fiestas eran de índole muy variada y constante. Podemos aventurar que casi no había una semana en que no hubiera diversos festejos. Se celebraban las fiestas litúrgicas consagradas a Dios, en especial a su persona humana, Cristo, por lo que era muy importante la de Corpus Christi. No faltaban las dedicadas a la Virgen María en todas sus advocaciones. Resaltaban la de la Virgen de

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los Remedios, venerada por los peninsulares, y, naturalmente, la de la Virgen de Guadalupe, madre universal tanto de peninsulares como de criollos, pero venerada especial y profundamente por los nacidos en la Nueva España: castas e indígenas. Como bien señala Francisco de la Maza, en su libro El guadalupanismo mexicano, éste es uno de los grandes rasgos de nuestra cultura virreinal: “La Nueva España va dejando de ser ‘Nueva’ y de ser ‘España’ en esta mitad del siglo xvii, y pugna por una personalidad propia y diferente de la ‘vieja España’. Es este el balbuceo que necesita expresarse de alguna manera”. Así, el máximo signo de identidad de los criollos no es material sino espiritual, tanto para los nacidos aquí como para los provenientes de Europa que tuvieron como destino providencial lograr la santidad. Una ceremonia que impresionaba y aterraba a los habitantes del territorio novohispano, en especial a los de la Ciudad de México –de donde irradiaba todo poder y cultura–, correspondía a los llamados “autos de fe”, llevados a cabo por el Tribunal de la Inquisición. Era un desfile patético en donde los acusados por el Santo Oficio marchaban para purgar sus penas. En el centro de la plaza mayor se construía un tablado en donde se juzgaba a los acusados con sentencias que iban desde la confiscación de bienes y azotes hasta la de ser quemados vivos en la hoguera. Éste era un espectáculo que movía a los católicos al terror, al arrepentimiento y, con ello, a ser fieles a la ortodoxia y a la fe. Entre los grandes festejos se encontraban los recibimientos a los virreyes y a los arzobispos. Se erigían unas magníficas construcciones, llamadas arcos triunfales, en las que se representaba al poderoso enviado del monarca. Generalmente, para identificarlo se elegía un dios, semidiós o héroe de la antigüedad clásica grecolatina. Estas construcciones pertenecían a la cultura emblemática, es decir, en ellas se representaban lienzos con pasajes significativos del gobernante y del personaje mitológico elegido y, al mismo

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tiempo, iban unidos con un poema que explicaba la imagen. Así se juntaban el lenguaje plástico y el lenguaje verbal. Esta forma de representación era característica de la cultura del Renacimiento y, sobre todo, del Barroco. En 1680, al arribo de los condes de Paredes, marqueses de la Laguna, la Catedral de México le encargó a Sor Juana la edificación del arco triunfal que ella tituló con el muy barroco y rebuscado nombre de Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político que erigió la muy esclarecida, sacra y augusta Iglesia Metropolitana de México en las lucidas alegóricas ideas de un arco triunfal. Como vemos, al virrey se le identificaba con el dios Neptuno. Nos damos cuenta de que es una cultura eminentemente urbana en la que los artistas, intelectuales y poetas se reunían alrededor del ámbito palaciego de los grandes señores, en especial de los virreyes. Esta relación entre los poderosos y los creadores se conoce como cortesanía, un vínculo que otorga beneficios tanto al señor como al súbdito, ya que el primero protege al segundo –le ayuda a colocar sus obras, lo defiende de rivalidades y envidias– y, en recompensa, pintores, músicos, poetas y escritores le dedican algunas de sus obras más señaladas. En Sor Juana se observa muy bien este fenómeno cultural de la cortesanía, pues ella estuvo en la corte de los virreyes de Mancera, de los ya citados condes de Paredes y marqueses de la Laguna, y les dedicó también algunas obras a los condes de Galve. En esta relación ganaban ambos: el poderoso podía vanagloriarse de tener en su corte a los más ilustres ingenios de su tiempo – de lo cual mantenía enterado al monarca español–; los artistas plásticos, músicos y escritores gozaban del mecenazgo de los señores así como –es el caso de Sor Juana– de la publicación de sus obras. En realidad, los que ganaron más para la inmortalidad fueron sus protectores, pues gracias a los artistas han perpetuado sus nombres.

Su obra

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A excepción de la novela, Sor Juana cultivó todos los géneros literarios imperantes en su época: poesía lírica, poesía de circunstancia escrita por encargo, teatro profano, teatro religioso y prosa, entre las que destacan sobre todo sus famosas cartas. La llamada Carta Atenagórica es una de sus obras más complejas (pues es de índole teológica). En ella, a propósito de una discusión sobre las tesis del famoso jesuita portugués, el padre Antonio de Vieyra, defiende los argumentos de la fineza de Cristo, o sea, los favores que Dios concede a los humanos en tres grandes padres de la Iglesia. Quizá su epístola más famosa es la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, la que don Alfonso Reyes considera la mejor muestra de prosa barroca en América. En este escrito, la monja, ante el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz –quien para no ostentar la jerarquía que tenía se disfrazó tras el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz, es decir, para aparentar que en igualdad de circunstancias una monja le escribía a otra–, defiende su postura como intelectual y su genio como escritora, del cual no puede evadirse puesto que Dios se lo concedió: “pensé yo que huía de mí misma, pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo […]”. De (hasta cierto punto) reciente descubrimiento, el sacerdote Aureliano Tapia Méndez encontró en Monterrey, en 1980, una singular y sorpresiva carta de 1682 que la escritora envía a su confesor, el sacerdote jesuita Antonio Núñez de Miranda. Es una virulenta y muy inteligente argumentación que Sor Juana sostiene con su padre espiritual. Pensemos que en realidad una carta es una conversación en la que físicamente falta el destinatario, pero que tiene una presencia intelectual. Este documento es asombroso y por varias razones cambia la percepción de algunos aspectos de la vida de la poeta: se creía que Núñez la había dejado como


La palabra seducción que tiene resonancias a un tiempo intelectuales y sensuales, da una idea muy clara del género de atracción que despierta la figura de Sor Juana Inés de la Cruz: Octavio Paz revés, de mujer que se disfrazaba de hombre. Como era común en este tipo de obras, su desenlace es una boda, por medio de la cual se restablece el orden violentado por los enredos, y los personajes alcanzan su felicidad. De gran importancia también dentro de su producción artística son sus autos sacramentales. Este género dramático alcanza su culminación en el Barroco. Pedro Calderón de la Barca y ella son sus grandes representantes. Es un teatro teológico,

hija de confesión cuando en realidad fue ella quien lo abandonó, aunque después, al final de su vida, vuelve a buscarlo. Por último, es un texto en donde la capacidad de argumentación y de convencimiento de Sor Juana alcanza niveles muy altos en su discurso. En el barroco hispánico, el teatro es quizá el arte dominante. Por un lado, sirve para divertir y evadir al gran público de los problemas que lo aquejan. Por otro, quizá más importante, plasma los grandes valores de la mentalidad española. Dentro de la comedia de enredo, también llamada de “capa y espada” (por la vestimenta que a veces ostentaban los galanes), se destaca Los empeños de una casa, pieza llena de equívocos, de lances entre galanes y damas, de manejos graciosos por parte de los criados. En ella, Sor Juana llega a la audacia de hacer que uno de los sirvientes se vista de mujer, situación muy poco presentada en el teatro de la época, en donde el travestismo era más bien al

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alegórico, en donde muy al gusto barroco aparecen los sentidos refiriéndose a entidades metafísicas, ya sean del bien o del mal. En los autos sacramentales, se conjugan el oído (música), la vista (vestimenta y lienzos coloridos), el olfato (las procesiones en las que se quema incienso), el tacto (los vistosos carros alegóricos), etc. Es una de las formas culturales que mejor representan tanto lo corpóreo como lo terrenal y, al mismo tiempo, el anhelo por aspirar a la eternidad. Queremos destacar que, en las loas que preceden a los tres autos sacramentales que escribió, Sor Juana trata el tema de América: en El mártir del sacramento habla sobre el Descubrimiento de América; en El divino Narciso el argumento se centra en la Conquista; y en El cetro de José arguye sobre la evangelización española en territorio americano. Este dato nos reafirma la preocupación histórica que la monja tenía acerca de su continente y de la compleja cultura que en él se desarrollaba. Debemos agregar que en Sor Juana destaca lo que llamamos criollismo: diferenciarse con los peninsulares por haber nacido en un territorio rico en minerales, pródigo en su agricultura, generoso con su clima. Asimismo, el criollo se ufana de sus ciudades amplias, hermosas, ricamente ornamentadas, que contrastan con las ciudades españolas, las cuales, aunque bellas, son de calles angostas, al contrario de las muy anchas vías que tienen las urbes novohispanas. Para muestra basten estos versos: “Que yo, Señora, nací/ en la América abundante,/ compatriota del oro,/ paisana de los metales,/ adonde el común sustento/ se da casi tan de balde,/ que en ninguna parte más/ se ostenta la tierra madre.” En el Romance a la duquesa de Aveyro surge con gran valentía el reclamo de la explotación que el viejo continente hace de las minas y de los hombres que las trabajan, tan vigente que parece una protesta actual: “Europa mejor lo diga,/ pues ha tanto que, insaciable,/ de sus abundantes venas/ desangra los minerales.”

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No podemos dejar de mencionar la poesía amorosa de Sor Juana, sobre todo sus extraordinarios sonetos, considerados entre los mejores de la lengua española. Clásico es el que inicia con “Esta tarde mi bien cuando te hablaba”. Uno de los signos del estilo barroco es la paradoja o contradicción que se encuentra en algunos de sus sonetos, como el célebre: “Al que ingrato me deja, busco amante;/ al que amante me sigue, dejo ingrata;/ constante adoro a quien mi amor maltrata;/ maltrato a quien mi amor busca constante”. Por último, incluimos aunque sea un muy breve comentario del poema que en un tiempo fue ferozmente incomprendido y que en la actualidad, gracias a sus inteligentes y estudiosos descubridores, está considerado una de sus obras maestras: Primero Sueño. Es una larga silva (composición poética que combina libremente versos de siete y once sílabas) que plantea la pasión de la monja: los límites del conocimiento. En ella combina, de manera magistral, todas las disciplinas imperantes de su tiempo y, valiéndose del artificio del sueño, uno de los grandes temas del Barroco, nos procura una aventura onírica extraordinaria en donde su alma se plantea las audacias y los límites de la inteligencia. Su estructura es perfecta, pues el poema se inicia con la caída de la noche y termina con el amanecer y la presencia simbólica del sol como conocimiento. Sus últimos versos son ya icónicos: “[…] quedando a luz más cierta/ el Mundo iluminado y yo despierta”. Para terminar, citamos las reveladoras palabras de su gran estudioso Octavio Paz: “La palabra seducción que tiene resonancias a un tiempo intelectuales y sensuales, da una idea muy clara del género de atracción que despierta la figura de Sor Juana Inés de la Cruz”, admiración del gran poeta contemporáneo mexicano a la extraordinaria poetisa barroca. Sirva este trabajo como homenaje y memoria al 320º aniversario de la muerte de Sor Juana Inés de la Cruz. México, 2015.

Obra citada De la Cruz, Juana Inés. Obras completas, vol. 1. Lírica personal. Ed. Alfonso Méndez Plancarte. México: fce, 1988.

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--- Obras completas, vol. 3. Autos y loas. Ed. Alfonso Méndez Plancarte. México: fce, 1994. --- Obras completas, vol. 4. Comedias, sainetes y prosa. Ed. Alberto G. Salceda. México: fce, 2004. De la Maza, Francisco. El guadalupanismo mexicano. México: fce, 1986. Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe. México: Seix Barral, 2002.


luego que te vi, te amĂŠ.


De Las Casas a Sor Juana: legitimando la protesta Antonio Cortijo Ocaña

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E e

n su prólogo a la Historia de Indias (1552) fray Bartolomé de las Casas se lanza a una aventura arriesgada: debe decir lo que él considera necesario para quien le quiera entender, pero debe andarse con cuidado para no incurrir en las iras de la censura. Lo que quiere contar es simplemente la historia de la América indígena y de la Conquista, en particular la injusticia de la crueldad y la realidad del dominio abusivo. Pero en su prólogo debe pisar con pies de plomo. Debe sobremanera presentarse como un historicus verus, historiador veraz, y debe convencer a sus lectores de que, como tal, es desapasionado y fidedigno. Como es costumbre en estas construcciones retóricas, sustenta sus afirmaciones con numerosas citas, de entre las cuales la primera en orden cronológico es una de Flavio Josefo en sus Antigüedades judaicas. Que sea Josefo y que sea ésta la obra utilizada no es baladí. Más importante aún –en vista de que como primera cita quizá


Jorge Hernández Sánchez, El examen, Colección Familia Trauwitz, México.

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pudiéramos pensar que tiene una relevancia especial– es la significación de Flavio Josefo. Las tres obras históricas de éste –Antigüedades judaicas, Las guerras de los judíos y Contra Apión– tuvieron gran fortuna editorial en los siglos xvi y xvii. En ellas, entre otras cosas, se narran las guerras pasadas y presentes de los judíos, entre las cuales la más relevante es la conocida como Gran Revuelta del año 66, que acabará con la destrucción del Templo a manos de Tito y Vespasiano en el año 70, y la subyugación de la cultura y del pueblo judíos por parte de los romanos. Josefo presta particular atención a la descripción de la prestancia cultural israelita, así como a explicar las diferentes sectas o grupos religioso-políticos en las fechas inmediatamente cercanas al conflicto final. De hecho, éstos se hallaban envueltos en una auténtica guerra civil entre los partidarios de Simón Bar Giora y los de Juan de Giscala, situación que fue aprovechada por Tito para destruirlos. Josefo es, para Las Casas, el historiador de la derrota, pero también el reivindicador de la antigüedad y prestancia del pueblo judío. Como Josefo, Las Casas llega a la conclusión de que la derrota era inevitable para los indígenas americanos, pero, al igual que Josefo, de que el mayor tributo que puede prestarles desde la subyugación es historiarlos, dándoles así existencia que supere al olvido y señalando las atrocidades romanas, es decir, las españolas. Un segundo elemento de relieve en el prólogo lascasiano es la figura de San Agustín, que adquiere gran relevancia en el mismo. En particular para referirse al concepto de historia finalis de Santo Tomás. También a San Agustín se debe una elaboración del tema de las diferentes posibilidades de lectura (exégesis). Así, un mismo texto (el bíblico) se puede someter a diferentes lecturas (o sentidos), que coadyuvan todas a la identificación de un sólo mensaje en sus varias posibilidades de significación. La totalidad del texto bíblico radica en su unidad, del mismo modo que la historia se puede someter a la interpretación igualmente unitaria de


su sentido final, conducente a la salvación Sor Juana aborda el problema de la esencia todo, del Barroco: los autos sacramentales. intelectual del ser humano (ahora sin marca del género humano. San Agustín se erige, Ahora, Las Casas parece sugerir, mediante genérica alguna) en su Primero Sueño, así, en figura personal (por su ejemplo) e su recuerdo del concepto de historia agusticulmen quizá de su proceso de pensamiento intelectual (por sus escritos) que funciona niano, que la historia indígena y la española y que da sentido a su producción íntegra en particular a partir del siglo XVI como deben relacionarse mediante la idea de la como referida a la definición de la capacidad emblema de la necesidad de una búsqueda o continuidad del pacto o alianza. A la antigua intelectual del ser humano. proceso personal de conversión del cristiaalianza con Israel sucedió la nueva alianza no a la verdad evangélica; y como emblema cristiana. Quizá estemos ahora, en relación de la necesidad de convertir (con más continuismo que ruptura) con la conquista americana, ante una nueva alianza, una nueva el mundo clásico-pagano al mundo cristiano. Este emblema, adeépoca histórica. Nótese que este esquema es el mismo seguido por más, sólo adquiere sentido en una concepción final del proceso Sor Juana en muchas de sus obras, tanto teatrales, El divino Narciso, histórico, que tiende a ver la conversión dentro del esquema de la como políticas, el Neptuno Alegórico. No es que Las Casas quiera historia humana como encaminada hacia un juicio final, la historia recalcar que Dios se ha manifestado al paganismo indígena como como certamen-lucha-palestra donde se dirimirá el premio de la un Divino Narciso simbolizado por el pan/maíz, sino más bien salvación, ya anticipado en el mundo por medio del emblema del que la realidad de la conquista y el “descubrimiento” indígenas pan salvífico (Cristo sacrificado). Como Cristo convirtió a Aguslleva aparejada la noción de la necesidad de la continuación del tín, por medio de la voz, en la higuera (símbolo del pecado oripacto, ahora en avance progresivo con un nuevo pueblo. 25 ginal), Cristo convierte a todos los cristianos mediante su regalo Estas dos referencias, a Josefo y San Agustín, no hacen sino (para el certamen de la vida): su cuerpo sacrificado presente en la ensalzar la prestancia cultural de los pueblos indígenas al hablar hostia de la salvación. El pan (Cristo) convierte al cristiano y San de su pasado esplendoroso y situarlos dentro del proceso histórico Agustín, símbolo de la conversión, se convierte en la figura idónea (cristiano) como sujetos de salvación, en este sentido equiparables para representar el mensaje de continuidad o finalidad histórica. a la población europea. San Agustín, de añadidura, es quizá la figura patrística de A muchos años de distancia, los que van de 1552 a 1680, mayor relevancia para la formulación de una de las grandes creaSor Juana insiste en desplegar algunas de las notas ya esbozadas ciones intelectuales del cristianismo. Del mundo pagano al crispor Fray Bartolomé, en particular en su concepto del Nuevo Pacto tiano, con el intermedio del mundo judío, se puede observar la que parece subyacer en su prólogo a toda la reconstrucción hismanifestación de Dios en la historia a través del concepto de retórica del pasado indígena y que, lejos de convertir la obra en un novación del pacto de Dios con la humanidad. Asimismo, en este recuerdo del pasado, lo proyecta hacia el futuro. En el Neptuno pacto cabe ver una línea de evolución progresiva o ascendente que Alegórico (1680), Sor Juana construye un discurso de bienvenida hace que el pacto quede mejorado en cada época histórica. Este al nuevo virrey a la Ciudad de México. Pero aprovecha la ocasión, esquema histórico de la salvación será de especial relevancia en como Las Casas en su Historia de las Indias, para lanzar un mensaje uno de los grandes géneros literarios del Renacimiento y, sobre subliminal y velado. El tema central de esta obra es la transferencia


cultural (o translatio studii), el traspaso de Atenea a Neptuno, de la oliva al agua, de las armas a la scientia, todo ello en un contexto de rivalidad cultural con la Península Ibérica y de legitimación letrada. El Neptuno Alegórico se construye sobre dos imágenes-símbolo: Isis y Eneas. El virrey es un nuevo Neptuno que llega, como el dios, desde el mar a la Ciudad de México, desde el Viejo al Nuevo mundo. Pero a Sor Juana le interesa sobre todo destacar que el papel del virrey consiste en la rección (el regimiento de la cosa pública) y que ésta debe hacerse con la ayuda del consejero. Para uno y otro es crucial la aplicación de la inteligencia al proceso de mando, de rección, de gobierno, y Sor Juana se explaya en todo ello analizando a lo largo de la obra el papel que la madre de Neptuno, Isis, tiene en el mundo mitológico en cuanto representa el proceso germinador y productivo del ser humano por excelencia, su capacidad para la inquisición, la reflexión, la pregunta. La esencia humana está en la inteligencia y su aplicación. De esto es representante Isis, como principio femenino de la sabiduría. De esta sabiduría procede el gobierno político, representado por su hijo Neptuno, enigma del poder como aplicación de la inteligencia a la rección. La legitimación de dicho gobierno (en cuanto incorpora al súbdito del poder) se produce mediante la labor del consejo, que sólo pueden corroborar –en la Nueva España– quienes están dotados de legitimidad intelectual para ejercerla. En este punto es cuando Sor Juana recuerda el mito de Eneas. Tal como lo construye Virgilio en su Eneida por mandato de Octavio, se trata de una historia mítica de fundación. Y también de una historia de legitimación cultural y nacional. Eneas, el último superviviente de Troya, con la ciudad incendiada y a punto de perecer, sale de la misma a escape. Lleva a hombros a su padre, Anquises, anciano inválido, y porta de la mano a su hijo, Ascanio o Iulo (del latín Iulus). También lleva en la otra mano los dioses

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penates de Troya: Neptuno y Apolo. Tras un largo periplo por mar acaba llegando a una nueva tierra. En ella, tras muchas aventuras, acaba fundando una nueva ciudad, Roma, la que a su vez se alzará con el monopolio político y cultural del Mediterráneo. Para Sor Juana, el paralelo con México es innegable. El virrey es un nuevo Neptuno venido de España, pero es también un nuevo Eneas, llegado para la fundación y para el traspaso cultural. Si Roma, siempre con un complejo de inferioridad cultural con respecto a Grecia, se elevaba a la categoría de sujeto legitimado de poder y pensamiento con la historia de Eneas, el paralelo americano eleva a México a la categoría de Nueva Roma, necesitada de un nuevo Virgilio en la figura de Sor Juana. El momento de la madurez intelectual, de la puesta de largo, de la reivindicación letrada, del aupamiento de México a la categoría de res publica litterarum, ha llegado. Y Sor Juana aprovecha el momento de investidura del nuevo virrey para hacerle saber que se ha producido una transferencia cultural, un traspaso de poder, y que el gobierno no es cuestión de mando o imperium sino de intelligentia. No es nobleza de cuna o de sangre, sino nobleza de acción. Esta misma metáfora, la de la intelligentia como proceso creador, también está presente en otra obra de Sor Juana, Primero Sueño, donde el vuelo de la razón equivale al vuelo político del Neptuno, aunque ahora aplicado al proceso cognoscitivo aislado de su contexto político-social. Encontramos en dicha obra pasajes que son herederos directos de la obra de Atanasio Kircher, como ya ocurría con el Neptuno Alegórico. En un ascenso que Sor Juana describe como piramidal inspirado en el autor alemán, la razón despierta durante el momento creativo de la noche para descubrir que no puede abarcar la realidad entera sino sólo avanzar por el método deductivo del conocimiento a través de las especies de las cosas. La mente es una Minerva, como la diosa dadora de la oliva a los atenienses. Es un principio generador y productivo,


pero también muy fértil y civilizador. En el ser humano engendra su dignidad mayor, que no es sino la capacidad de discernimiento moderada por la prudencia. Y es esta prudentia la misma que se erige en principio de consejo en el Neptuno Alegórico, representado por la comunidad de la res publica litterarum de los sabios novohispanos. Esta metáfora de la transmisión ya había surgido en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, donde Sor Juana elogiaba de manera expresa a un personaje oscuro, Falconia (Betitia) Proba, dentro de un catálogo de mujeres ilustres (“Proba Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro con centones de Virgilio, de los misterios de nuestra Santa Fe”). El catálogo tiene por objeto ofrecer dentro de un discurso autojustificatorio modelos de autoridad con los cuales refrendar su propia opinión y hasta su misma labor intelectual. Si otras mujeres ejercieron la actividad intelectual, ¿por qué no ella? Que no se la acuse de hacer algo inusitado, pues hay modelos anteriores –dentro de la tradición cristiana– que avalan el ministerio de su actividad. Proba pasaba en particular por ser un modelo evemerista de intelectual cristiano que se había ocupado en su obra de cristianizar, actualizar, a Virgilio y Homero haciendo que “hablaran en cristiano”, es decir, usando exclusivamente versos de estos autores y recogiéndolos a modo de centón. Los acoplaba de tal modo que pareciera que el contenido de su mensaje se acomodaba a la verdad cristiana. Proba venía a representar para la mexicana un modelo a seguir, el de una mujer dedicada de modo excepcional a labores no sólo intelectuales sino hasta escriturísticas, pues se había dedicado a escribir sobre asuntos religiosos, precisamente por lo que fue duramente criticada por diferentes miembros del status quo religioso (masculino por añadidura). Podemos preguntarnos por qué cita a Proba, tarea que la crítica nunca ha acometido de manera sistemática. Creemos que Sor

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Juana se ve a sí misma como la Proba mexicana, la Proba novohispana que debe vérselas con una cultura que privilegia al estamento intelectual masculino y que cuestiona la capacidad de la mujer para poder leer o interpretar las Escrituras. Esto es precisamente lo que había hecho Faltonia (Falconia) Betitia Proba (ca. 306/315-353/366): resalta sobre las demás mujeres del catálogo de Sor Juana, por su condición de primera mujer intelectual cristiana, de entre los ejemplos clásicos de erudición femenina que la jerónima ofrece. Proba fue eminentemente transmisora, traductora e intérprete entre dos culturas: la pagana romana y la cristiana. Del mismo modo que su amado Eneas virgiliano, Proba se imagina a sí misma cargando a hombros el peso cultural del pasado y portándolo en viaje iniciático hacia un nuevo rumbo y un nuevo destino, nueva Roma, nueva ciudad de la Jerusalén cristiana. En este sentido, su figura tiene algo de paradigmático para Sor Juana, que se imagina a sí misma de manera similar como transmisora e intérprete, así como se imagina, en vena parecida a su cultura (novohispana), con un papel semejante. De la mención de Proba en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz a la gran construcción político-intelectual del Neptuno, pasando por el esquema sacramental de sus autos (Divino Narciso), Sor Juana insiste una y otra vez en el mismo mensaje de


traspaso que significa el Nuevo Pacto. Por decirlo con otras palabras: insiste en la reivindicación de la legitimidad (de culturas, lugares y personas) que empieza por una legitimación de sí misma como intelectual. Sor Juana encuentra dentro del convento el espacio idóneo para ejercer esta afirmación de sí misma. Éste es el punto de arran-

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que, el punto de partida si se quiere, del reclamo, con voz fuerte y rotunda, de la legitimación de la capacidad femenina (suya propia y del género que ella representa) para la reflexión. En ello se ve apoyada por las voces de cordura dentro de la misma religión que profesa, con el ejemplo máximo de su santo patrón, San Jerónimo (el intérprete o traspasador por antonomasia), al que ha leído a conciencia y que en numerosas cartas parece haber abogado por la

defensa de dicha capacidad intelectual de la mujer: la defensa de la consecución por parte de la misma de una fe desde el conocimiento, no una fe desde la ignorancia. Sor Juana se da a conocer, dentro del convento, por la escritura de villancicos para celebrar diversas fiestas litúrgicas. Ejerce su labor de escritura defendiendo de una manera académica el principio germinador femenino de la inteligencia. La visita del virrey y la elección de Sor Juana para recibirlo, le prestan a la jerónima una ocasión especial para el lucimiento. Éste tiene que ver con la profusión de citas eruditas: debe probarse ante sus contemporáneos como experta académica. Pero aprovecha el momento también para elaborar una metáfora o imagen que se asemeje a la de la Virgen como copartícipe de Cristo. Se trata de la relación especial de Isis con Neptuno, madre e hijo (Virgen y Jesús), co-iguales al modo como lo son las ideas o pensamientos, que son fruto del entendimiento que las genera. Sin embargo, Sor Juana ahonda aún más en la imagen e insiste en la relación especial de América –es decir, de México– con España, remedo de ese mismo parto de las ideas, de la relación especial de Neptuno y Minerva como copartícipes en el imperium y el dominium, copartícipes en la rección. La monja hace con ello una pirueta intelectual y defiende, nada menos, que la legitimidad como sujeto cognoscitivo y sujeto político del mundo colonial. El culmen de su propuesta es un pequeño poema latino en que se prorrumpe en el elogio de una Neptunia Mexicus bajo la protección de la salutífera oliva de las deidades, regida por la paz y la concordia con la metrópoli y bajo la rección sabia y justa de su semisoberano. En particular, elogia la figura del consejero, verdadera razón de ser del movimiento humanista desde el siglo xiv y que, a través de la teorización política del ars historiae o de los emblemas y los specula principis, se encarga de realzar la figura del homo politicus, verdadero garante de la racionalidad del sistema político de la res publica litterarum.


De la mención de Proba en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz a la gran construcción político-intelectual del Neptuno, pasando por el esquema sacramental de sus autos (Divino Narciso), Sor Juana insiste una y otra vez en el mismo mensaje de traspaso que significa el Nuevo Pacto. Por decirlo con otras palabras: insiste en la reivindicación de la legitimidad (de culturas, lugares y personas) que empieza por una legitimación de sí misma como intelectual.

Este aupamiento del sujeto América a una categoría de relieve se continúa en los autos y loas de la misma autora, en que, siguiendo muy de cerca el método tipológico y alegórico de los Calderón y compañía, Sor Juana no hace sino trasponer el método sincrético de los mitógrafos, o el alegórico-tipológico de la patrística, para poner de relieve la especial continuidad del mundo precolombino en el mundo colonial, al modo como defendía la transmisión cultural o transferencia en el Neptuno Alegórico entre la vieja Atenas/ Roma y el Nuevo México (Neptunia Mexicus).

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Por último, y ahora sin que la monja intente contextualizar la intelligentia dentro de un molde de género (mujer frente a hombre), o bien dentro de un molde político-cultural (España frente a la Nueva España), Sor Juana aborda el problema de la esencia intelectual del ser humano (ahora sin marca genérica alguna) en su Primero Sueño, culmen quizá de su proceso de pensamiento y que da sentido a su producción íntegra como referida a la definición de la capacidad intelectual del ser humano. Es decir, nos las habemos al hablar de esta Sor Juana-humanista con una reflexión continuada a lo largo de su obra sobre una temática si se quiere unitaria, aunque abordada desde prismas y ángulos diversos. No olvidemos que el humanismo, desde fines del siglo XIV en adelante, reflexionaba ya sobre el tema de la dignidad del hombre –insertándolo en el contexto de su vida política–, contemplando también, por ende, un tema unitario: la definición de la esencia intelectual del ser humano y de la esencia política del mismo. Sor Juana añade a estos dos grandes bloques temáticos el de la reivindicación o legitimación femenina como sujeto de pensamiento y el de la reivindicación o legitimación colonial como sujeto intelectual, producto del contexto vital particular de la monja jerónima.


Pero Sor Juana no se ha formado siguiendo los patrones rígidos marcados en las escuelas filosóficas universitarias: ella es eminentemente autodidacta. Pensamos que es esto lo que hace que la jerónima privilegie un método comparativo (es decir, sincrético, que espiga de varias fuentes) en su aproximación al estudio. Este método era el mismo del que participaba el gran erudito jesuita Atanasio Kircher, quien en su caso había llegado al mismo método desde su conocimiento y preparación en las letras y cultura semíticas (ya sea hebreas o árabes) y que había de compaginar necesariamente con el mundo cristiano. Era imposible, tanto para Sor Juana como para Kircher, que lo que predicaba un sistema de pensamiento fuera negado por el otro. Y por ello es que los dos pensadores se ven a sí mismos como bisagras, como intérpretes encargados de realizar la labor de puente entre sistemas diversos, defendiendo en definitiva la unidad esencial del pensamiento a través de las culturas. En ese sentido, el método alegórico defendido por los mitógrafos se avenía a las mil maravillas con la intención de ambos, pues no hacía sino bucear en lo oculto (ignoto) de lo aparentemente inexplicable (enigma) para encontrar asociaciones que lo asemejasen, de modo tipológico, a otros sistemas de pensamiento. Asimismo, se defendía la unidad esencial de la inteligencia, ramificada bajo formas o disfraces diversos en sistemas varios de pensamiento, pero siempre manteniendo un principio unitario en cuanto al objeto de las pesquisas intelectuales. Una carrera, en definitiva, que intenta extraer significado del desorden laberíntico aparente del universo, creación de Dios, regida por un principio dual o trino que vive en permanente dialéctica consigo mismo para producir o engendrarse a sí mismo, su propio pensamiento, y dar vida, desde la identidad, al principio intelectual activo en que confluyen lo masculino y lo femenino. Una carrera que intenta rescatar por igual la validez del sujeto amerindio, luego continuado o transformado en colonial

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en la época novohispana, la de los seres marginales que pueblan la Colonia con su variedad de registros lingüísticos tal como se reflejan en innumerables composiciones líricas, la de la mujer carente de voz (afásica) que se subsume en la macropoderosa figura primigenia de Isis/Virgen María, o la de la Colonia misma como equiparable con la Metrópoli en cuanto sujeto de existencia y objeto/sujeto de reflexión. Una carrera, en suma, que puede resumirse bajo la idea del deseo de legitimación de Sor Juana, que, igual que hemos visto que se producía en el proceso de construcción de naciones, intenta ahora construirse a sí misma, en escorzo piramidal y arquitectónico, como sujeto válido de pensamiento y a América como objeto válido de reflexión dotado de categoría intelectual propia. Tal como las naciones que hemos visto apuntalarse sobre los andamios de sus construcciones mitopoéticas de fundación en el siglo xvi, Sor Juana se construye a sí y a su realidad política, la Nueva España, sobre el soporte firme de una mitología del traspaso en el Neptuno Alegórico. De paso, Sor Juana da la bienvenida al marqués de la Laguna a la par que le expone esta intrincada red de pensamientos, en un día de invierno de 1680, a las puertas mismas de una catedral todavía inacabada. Sor Juana ha cumplido con su obligación para con el cabildo, consigo misma y con la élite cultural/intelectual de México al exponer su programa político con sutileza. Al virrey le quedaría sonreír y agradecer, probablemente ignorante de la compleja red de conceptualizaciones que se escondía detrás de un recibimiento en apariencia erudito y circunstancial. Así mismo procedió fray Bartolomé de las Casas, a muchos años de distancia, cuando redactó en 1552 un prólogo a la Historia que venía diseñando desde 1527. Si el contenido de la historia misma se presenta como aproblemático, en el sentido de que poco puede hacerse para variar o cambiar los hechos que se describen, que son los que son, el prólogo, sin embargo, como presentación programática de Las Casas sí ofrece mayores dificultades.


Así, el autor rinde tributo a los lugares comunes del ars historiae prescribiendo la utilitas, la veracitas y demás conceptos trillados que se habían hecho patrón de referencia desde las grandes teorizaciones retórico-estilísticas sobre la historia que parten de Sperone Speroni. Sin embargo, Las Casas aprovecha las citas de fuentes patrísticas, humanísticas o bíblicas para dar auctoritas a su escrito (como hará Sor Juana al mencionar a Proba) y dejar caer dos referencias a Josefo y San Agustín que parecen inanes a simple vista. Lejos de ello, como hemos mencionado, los dos autores significaban el soporte ideológico del mundo cristiano par excellence: el primero al historizar al pueblo judío para lograr su continuidad en el cristiano, es decir, evitar su desaparición; el segundo, al elaborar una doctrina teológica de la figuración o tipología que asegurase la continuidad de la línea histórica de manifestación de Dios en los aconteceres humanos mediante una interpretación salvífica o soteriológica de la humanidad. A este mismo esquema se acoge Sor Juana, quien en su obra busca legitimar no tanto el objeto de conocimiento (como hacía Las Casas) sino el sujeto cognoscitivo. En función del traspaso, metáfora cultural latina en el transvase de lo griego a lo romano, Sor Juana justifica la auctoritas del mundo letrado novohispano, que es un nuevo Neptuno, una nueva Jerusalén, heredero de un Nuevo Pacto. La tensión implícita entre lo viejo y lo nuevo es semejante a la que Las Casas tuviera que defender a más de cien años de distancia, y es la misma que en la historia judeocristiana se había producido en las grandes épocas-bisagra de renovación de los paradigmas culturales: del paganismo grecorromano al cristianismo, del judaísmo de la alianza veterotestamentaria a la alianza renovada del ámbito neotestamentario, y ahora del mundo de Atenea al de Neptuno que supone la inclusión de América en el imaginario occidental.

No parece haber pasado tanto tiempo entre estos dos autores que siguen exigiendo un reconocimiento a la realidad americana. Las Casas, sin embargo, se ve abocado a buscarlo buceando en el pasado, de modo semejante a como Josefo había hecho historiando la historia de su pueblo. Sor Juana, por el contrario, lo hace de manera proléptica proponiendo un nuevo esquema de futuro que, señalando el vínculo con el pasado, está dotado de la novedad que supone una época nueva.

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Oye mi altivez postrada


Yo, La Mejor… Sor Juana y sus cartas en la literatura de hoy Oswaldo Estrada

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T t

an sólo entre el año 2007 y el 2010, y con resultados muy variados, aparecieron en México cuatro novelas dedicadas a recrear la vida de Sor Juana. Me refiero a La venganza de Sor Juana (2007) de Héctor Zagal, publicada bajo el seudónimo de Mónica Zagal; El beso de la virreina (2008) de José Luis Gómez; Yo, la peor (2009) de Mónica Lavín; y Los indecibles pecados de Sor Juana (2010) de Kyra Galván. Hay novelas y novelas, claro, pero estas cuatro obras confirman que Sor Juana sigue siendo un pilar de la tradición mexicana y que a través de la ficción también es posible acercarnos a sus textos más combatientes y enigmáticos. Reflexiono aquí sobre Yo, la peor (Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2010) porque en ella Lavín compone cuatro cartas ficcionales que ubica en los últimos seis meses de vida de Sor Juana –precisamente cuando debe permanecer en silencio y alejada de sus estudios– como máxima evidencia de su


Jorge Hernández Sánchez, La novicia, Colección Familia Trauwitz, México.

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determinación a leer y escribir. La presencia novelística de estas cartas nos recuerda que Sor Juana compuso varias epístolas a lo largo de su vida, como la Carta atenagórica o Crisis de un sermón (1690), la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691) y la Carta al Padre Núñez (ca., 1682). Las cartas compuestas por Lavín también aluden al hecho de que Sor Juana intercambió un buen número de ellas con figuras importantes de Europa y América, como el poeta Juan del Valle y Caviedes, y con las monjas portuguesas de la Casa del Placer. Lavín sigue el modelo de otros documentos coloniales en los que una mujer religiosa reafirma su fe, recuenta su vida y dispone de sus pertenencias, desde un punto de vista femenino. En la novela, Sor Juana usa sus últimas cartas –dirigidas a la condesa de Paredes, María Luisa Manrique de Lara– para reflexionar sobre sus logros y tribulaciones como escritora perseguida por el poder eclesiástico. La asociación de Sor Juana con estas cartas ficcionales en un contexto contemporáneo puede ser arriesgada si consideramos que históricamente el género epistolar se ha relacionado con lo doméstico, la femineidad y varios modos de experiencia privada. Aparentemente, y de acuerdo con esta valoración, las cuatro epístolas de Lavín privilegian la naturaleza doméstica de la carta, y por ende sacrifican los argumentos escolásticos o la retórica forense que Sor Juana emplea en varias de sus composiciones. En consecuencia, aunque las cartas en Yo, la peor denotan la intelectualidad de Sor Juana, causan la impresión de ser meros ejercicios confesionales que poco tienen que ver con la destreza de la jerónima para explicar su razonamiento filosófico y teológico. Vistas, sin embargo, desde un punto de vista feminista, cada carta se escribe como una forma de combatir el silencio y la falta de representación femenina. Claro que las cartas de Yo, la peor nada tienen que ver con el talante literario de Sor Juana. Pero en su propio contexto contemporáneo, las cuatro ficcionalizan un doloroso ejercicio de escritura


que traspasa el cuerpo de una mujer y su Lavín compone cuatro cartas ficcionales contraataca con su elaborada Respuesta, arque ubica en los últimos seis meses de vida domesticidad asignada. Si las cartas ofregumentando con falsa modestia, “no quiero de Sor Juana –precisamente cuando debe cen un espacio óptimo para la expresión sin ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante permanecer en silencio y alejada de sus censura en la ausencia de un interlocutor en y tiemblo de decir alguna proposición malestudios– como máxima evidencia de su persona, la primera carta ficcional que Sor sonante o torcer la genuina inteligencia de determinación a leer y escribir. Juana le escribe a la virreina, fechada el 17 algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni de noviembre de 1694, de inmediato impomenos para enseñar (que fuera en mí desne la verdadera intención de la autora de romper el silencio que le medida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos” ha sido impuesto por las autoridades de la Nueva España. “Que(Obras completas 444). rida y admirada María Luisa”, leemos, “Te escribo con la certeza La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz se publica póstumade que no tenemos tiempo. Es preciso que procedas de prisa para mente en 1700, pero en 1691, año en que redacta esta carta, arque los lobos se den cuenta de que su plan ha fallado. Han seguido guyendo “el escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza acorralándome y yo he dado muestras de que me han convencido, ajena” (444), se publican en Puebla los villancicos de Sor Juana a pero tú bien sabes la verdad” (Lavín 13). Santa Catarina de Alejandría. Al año siguiente, en 1692, en Sevilla El tono defensivo de esta introducción epistolar prepara se imprime el Segundo volumen de sus obras, incluyendo la Cria los lectores de Yo, la peor para reconsiderar varios misterios sin sis de un sermón, como ya se conocía a la Carta atenagórica. Entre resolver en torno a los últimos años de Sor Juana. Aunque ahora 1692 –cuando vende su biblioteca– y 1694, cuando renueva sus 35 asumimos que ella continuó leyendo y escribiendo prácticamente votos religiosos y firma una nueva protesta de fe con su sangre, el hasta su muerte –gracias en parte al inventario de su celda que silencio rodea a Sor Juana y a su escritura pública. Debido a este delata la presencia de varios poemas inconclusos y de aproximadasilencio, y desde luego tomando en cuenta la Petición que en forma mente unos 180 volúmenes–, Lavín le brinda a la monja escritora causídica presenta al Tribunal Divino la Madre Juana Inés de la Cruz, la oportunidad de refutar su supuesta conversión piadosa. Para por impetrar perdón de sus culpas, en España su primer biógrafo, desarrollar este tema, el personaje de Sor Juana alude a “la publiDiego Calleja, pinta a la monja como una mujer con cualidades de cación de la Carta atenagórica, tres años atrás” (14), con lo cual nos santa: “tan deseable para esperar la muerte quien no la teme como invita a revisar la producción y recepción de ésta y otras cartas que fin de la vida, sino como principio de la eternidad […] despidiéndrásticamente afectan sus últimos días. dose de su esposo a más ver y presto” (Calleja 26). Dicha carta, como se ha dicho en diversas ocasiones, rePrecisamente, en respuesta a este retrato de Sor Juana presenta una verdadera amenaza para la iglesia, mucho mayor como monja ejemplar, como interpretación contemporánea de su que sus problemáticos poemas de amor, porque en ella Sor Juana deseo (“Dios me haga santa” [Obras completas 522] según lo exprese comporta como una teóloga capaz de discutir con admirable sa el 24 de febrero de 1669 cuando profesa en el convento de San razonamiento la mayor fineza de Cristo. Si el obispo publica su Jerónimo) y como reacción a su juicio secreto (“el pleito que se carta para regañar y silenciar a Sor Juana públicamente, la monja sigue en el Tribunal de vuestra justicia contra mis graves, enormes


y sin iguales pecados” [520]), la Sor Juana de Yo, la peor escribe en su primera carta: Ahora me piden que sea otra de la que soy, que me corte la lengua, que me nuble la vista, que me ampute los dedos, el corazón, que no piense, que no sienta más que lo que es menester y propio de una religiosa, de una esposa de Cristo. ¿Quién ha decidido que no pensar es propio de la mujer del Altísimo? La ira me vence, me abate el ánimo disfrazarme de otra cosa; te reitero que he aceptado a mi antiguo confesor para sosegarlos y por lo mismo he pretendido silencio. (Lavín 17-18)

Este discurso ficcional es conmovedor y a la vez subversivo porque implícitamente confronta al obispo de Puebla, quien en vida la reprende: “Lástima es que un tan gran entendimiento, de tal manera se abata a las rateras noticias de la tierra, que no desee penetrar lo que pasa en el cielo” (Obras completas 696). Al mismo tiempo, las palabras que Lavín le atribuye a Sor Juana reflejan el espíritu combatiente con el que la monja despide a su confesor Núñez de Miranda entre 1681 y 1682, argumentando: “¿había de ser santa a pura fuerza? Ojalá y la santidad fuera cosa que se pudiera mandar, que con eso la tuviera yo segura […] pero santos, sólo la gracia, y auxilios de Dios saben hacerlos” (Poesía 1416). En consonancia con esta retórica de autodefensa empleada por Sor Juana, la monja escribe su primera carta en Yo, la peor para agradecer a su amiga María Luisa el haber arreglado la publicación de Los enigmas de la Casa del Placer, un juego de veinte redondillas sobre la naturaleza del amor, compuesto para un grupo selecto de monjas portuguesas. Aquello que aparece en la carta como una reflexión sincera sobre los poemas que consuelan a Sor Juana en medio de su persecución –“una manera de agradecerte mi salvación, la única posible” (Lavín 16)–, en realidad desentierra una caja de

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enigmas con respecto al fin de su carrera como escritora. Originalmente presentado “en su disfraz” (Enigmas 73), para entretener a las monjas portuguesas –“Divertiros sólo un rato/ es quanto aspirar podrá” (73)–, el libro de enigmas de la monja guarda mensajes ocultos que hablan de esperanza, celos, ausencia, pasión amorosa y distintos tipos de amor cortés. Estas composiciones son enigmáticas, como lo anuncia el título, sobre todo porque probablemente se escriben más o menos cuando Sor Juana firma su Protesta con su propia sangre el 5 de marzo de 1694, “al tiempo de abandonar los estudios humanos para proseguir, desembarazada de este afecto, en el camino de la perfección” (Obras completas 518). Al aludir a los enigmas de la monja histórica, en la novela Sor Juana se autodefine como una intelectual que puede dirigirle verdades al poder –por más incómodo que sea– incluso desde una posición marginal. Con ecos del tono defensivo de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (donde la monja arguye: “desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones –que he tenido muchas–, ni propias reflejas –que he hecho no pocas, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí” [Obras completas 444]), en Yo, la peor Sor Juana también define su intelectualidad. Esta vez, sin embargo, lo hace con un tono innovador: Soy un animal acorralado, un animal acusado de su naturaleza: tener colmillos y usarlos, tener garras y encontrar su sitio en el mundo. Si la bestia se alimenta de otros animales, lo mío es alimentarme del pensamiento de los demás, de sus maneras de mirar el mundo, lo mío es apresar el entendimiento en palabras. Encontrar las metáforas del intelecto que me hagan estirar el cuello a las alturas donde la gracia divina lo permita (Lavín 15).


Si en su Carta al Padre Núñez, la monja histórica se rebela contra el limitado acceso de las mujeres al conocimiento –“¿Qué revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué dictamen de la razón hizo para nosotras tan severa ley?” (Poesía 1415) –, en su primera carta a la otrora virreina Leonor, Sor Juana también discute: “¿Quién ha decidido que no pensar es propio de la mujer del Altísimo?” (Lavín 17). En ambos casos –el histórico y el ficcional–, la voz de Sor Juana es la de una intelectual capaz de representar y encarnar una actitud firme o un mensaje para y por un público.

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Siguiendo el ejemplo de la monja histórica que establece amistades íntimas primero con la virreina Leonor Carreto y después con María Luisa Manrique de Lara, la protagonista ficcional de Yo, la peor también atrae la atención de ambas mujeres a través de los poemas que le compone a cada una. Al agradecerle a María Luisa “el gran tejido que has logrado entre las monjas portuguesas y mi persona” (82) –particularmente un intercambio de poemas con Sor Feliciana de Milâo y Sor María de Céu–, Sor Juana comenta con genuino agrado uno de los poemas que sirven como prefacio a sus Enigmas. Al imitar el lenguaje espontáneo y no-literario que hallamos en numerosas cartas escritas por monjas del período colonial, en la ficción de Lavín Sor Juana escribe de la forma más sencilla: “Debo decirte, por cierto, que el poema que acompaña el libro y que me has hecho llegar para mis enmiendas es de una factura sorprendente y que tu modestia es infinita cuando sólo incluyes uno, en lugar de tener el mismo espacio que a mí me ha sido concedido” (81). Como detectives literarios de Sor Juana y su obra, de pronto los lectores hacemos un alto en la narración para seguir la pista de los Enigmas hasta encontrar en ellos la voz de una virreina que escribe en versos octosílabos: “Amiga, este libro tuyo/ es tan hijo de tu ingenio,/ que correspondió, leído,/ a la esperança el efecto” (83). El poema de María Luisa puede o no ser, como ella misma arguye, “destemplado,/ ronco, indigno, torpe” (85). Lo que más importa, sin embargo, es que a través de nuestro viaje deductivo la voz de la virreina en el libro de los Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer transforma a la novela de Lavín en aquello que Roland Barthes llamaría un texto reflexivo y meditativo, en tanto que parece conservar un significado implícito, pero a la vez mayor, gracias a la presencia casi invisible de un lenguaje no hablado ni escrito.


A través de este viaje intertextual, donde reconocemos a la virreina que le habla a Sor Juana con la familiaridad de una amiga íntima, nos acercamos mucho más a la mujer que propicia la publicación del primer volumen de la monja –Inundación castálida (1689)–, ese libro que la vuelve famosa y le permite defenderse de aquellos que la culpan por ser intelectual. Además, en medio de muchas referencias explícitas a algunas de las obras de Sor Juana en la novela –al Neptuno Alegórico, la loa al Divino Sacramento, la comedia Los empeños de una casa, Primero Sueño, Inundación Castálida, así como a varios villancicos y poemas– la certera alusión a los hombres de la iglesia como “lobos” (13, 79, 213, 365) revela la presencia de un documento escondido. Hablo de la Carta de Serafina de Cristo, un texto críptico que se refiere a uno de los opositores de la “Madre Cruz” como un lobo disfrazado (43) y que en la novela aparece entre líneas cada vez que Sor Juana habla de “los lobos” que la persiguen.

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Firmada en 1691, la Carta de Serafina de Cristo no es publicada sino hasta 1996 y, aunque su autoría sigue siendo debatible, es un claro ejemplo de varios tratados que circularon en forma manuscrita durante la vida de Sor Juana para desacreditar o defender los argumentos teológicos que la monja expone en su problemática Carta atenagórica. En muchos sentidos Lavín revive la tesis original de Elías Trabulse,1 para quien Serafina no es otra que Sor Juana y descarta, de paso, la de Antonio Alatorre y Martha Lilia Tenorio, quienes le atribuyeron la autoría de la carta a Juan Ignacio de Castorena y Ursúa.2 Lo digo porque la conexión secreta entre Serafina y Sor Juana se fortalece en las cartas donde la monja, sintiéndose fuerte por la próxima publicación de sus Enigmas…, se muestra como “loba sagaz” que trata a sus enemigos (¿lo serían?) –Fernández de Santa Cruz, Aguiar y Seixas, y Núñez de Miranda– como “ovejas engañadas” (213). En reacción al retrato de una monja que finalmente se somete a la autoridad, asumiendo “la cruz de la monja,” retrato de Sor Juana que Asunción Lavrin todavía promueve en el siglo XXI,3 en su tercera carta ficcional la escritora novohispana resucita los argumentos que presenta en su Carta al Padre Núñez y en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Lavín reconstruye las convenciones y posibilidades ideológicas de la epístola o vida confesional, como Sor Juana lo hizo en vida para reforzar sus argumentos. Combinando preocupaciones del presente y el ayer, Sor Juana aparece en la novela como un verdadero personaje feminista de la actualidad:

1 Ver Elías Trabulse, El enigma de Serafina de Cristo. Acerca de un manuscrito inédito de Sor Juana Inés de la Cruz. Toluca: Instituto Mexiquense de Cultura, 1995. 9. 2 Ver Antonio Alatorre y Martha Lilia, Tenorio, Serafina y Sor Juana (con tres apéndices). México: El Colegio de México, 1998. 140. 3 Ver Asunción Lavrin, Brides of Christ. Conventual Life in Colonial Mexico. Stanford: Stanford UP, 2008. 348.


¿O sea que hay temas que no son para nosotras las mujeres ni aun cuando religiosas y en clausura hemos renunciado al mundo y el bullicio? ¿O sea que nosotras en virtud de un cuerpo que se distingue del de varón, no debemos acariciar palabras, dudar, pensar, indagar? Si nos es dado experimentar en la cocina y ver que un huevo se fríe y une en la manteca y aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar, ¿por qué no es posible indagar los terrenos de lo sagrado, donde ellos por permiso de su anatomía sí lo pueden hacer? Quiera Dios y la inteligencia de las mujeres que su encierro sea por voluntad y la extensión de su mirada también derive de sus propias decisiones. ¿A quién ofende leer? ¿A quién el asombro y el debate de las ideas? (214).

Citando directamente de su propia Respuesta e invocando las mismas palabras con las que defiende su derecho a estudiar en la carta a su confesor –“¿Qué revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué dictamen de la razón hizo para nosotras tan severa ley?” (Poesía 1415)–, en la ficción de Lavín Sor Juana se defiende de una forma similar. Por eso declara: “Yo no pienso esconderme en calzas de hombre, bajo barbas y bigotes para que el mundo de las palabras sea mío” (215). Las palabras de Sor Juana en la novela son eficaces porque evocan el talento de la escritora novohispana para defenderse con sus letras, como cuando a rajatabla le dice a su confesor “yo tengo este genio, si es malo, yo me hice, nací con él y con él he de morir” (Poesía 1415). Para el momento en que leemos la cuarta carta, hacia el final de la novela, es claro no sólo que cada una es parte de una intencional narrativa femenina epistolar, sino que todas ellas articulan con efectividad una serie de silencios elocuentes. Si Sor Juana se retira de la mirada pública durante sus últimos dos años de vida, dando la impresión de haber tomado el camino ascético

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que Núñez de Miranda le había señalado previamente, en la novela su silencio produce algo dialéctico: “un vacío enriquecedor,” diría Susan Sontag, un silencio elocuente, lleno de resonancias, un silencio que sigue siendo una forma de habla, un elemento esencial en todo diálogo. Al ficcionalizar una estética del silencio, Yo, la peor nos invita a reconsiderar cualquier noción de vacío o reducción en torno al trabajo de un artista y pone a nuestro alcance nuevas formas conceptuales de ver, leer, escuchar e interpretar un producto de arte. Lavín logra esto cada vez que orienta la atención del lector hacia el libro de los enigmas, cuya razón de ser es redirigir dicha atención a la propia Sor Juana. La monja termina su cuarta carta para María Luisa, esperando “que el libro llegue pronto a término para que arribe a estas tierras y sea elocuente la gozosa complicidad de las mujeres para las que la palabra es extensión de nuestra persona, de nuestro aprecio del mundo, de nuestra alianza con lo divino desde lo terreno” (368). Y otra vez nos vemos en la necesidad de examinar este curioso libro de acertijos, en busca de una posible resolución sobre el silencio final de Sor Juana. El intertexto se vuelve mucho más sugerente si pensamos, como Georgina Sabat de Rivers, que Sor Juana “les sugería a las monjas que las respuestas a sus enigmas, pasatiempo y diversión, podían encontrarse en su propia obra ya publicada, la cual, por supuesto, las monjas conocían muy bien” (Sabat 222). Por eso en la presentación a su libro de Enigmas…, Sor Juana escribe: Reverente a vuestras plantas, solicita, en su disfraz, no daros qué discurrir, sino sólo qué explicar. […]


creían condenada y que Los enigmas de la Casa del Placer ya estaba listo para publicarse” (Lavín 369). La novela termina con un breve capítulo donde se registra la muerte de Sor Juana el 17 de abril de 1695, “en que murió por una epidemia en el convento” (369), pero el funeral metafórico al que asistimos ya no es el de la mujer que deja el mundo con el aura de santidad que imaginara su primer biógrafo, “despidiéndose de su esposo a más ver y presto”. La última imagen de la intelectual que engaña a los lobos con una serie de rituales que la reformulan como un “ejemplo de la renuncia y el sacrificio” (369) es enmarcada por su sonrisa, mientras la monja recuerda “el gozo primero de descifrar lo que los trazos en papel develaban a sus ojos” (370). Este retrato ficcional ciertamente tiene mucho en común con la vida de la monja histórica que

Todo quanto incluye en sí por descifrado lo da, porque no es yerro en la fe proponer, sino dudar. […] Y si, por naturaleza, quanto oculta penetráis, todo lo que es conocer ya no será adivinar.

Si, de acuerdo con Sóror Francisca Xavier (una de las monjas que escribe un romance de arte mayor para el libro de Enigmas), Sor Juana reduce con efectividad “al breve mapa de este corto libro/ el vasto imperio de tu metro acorde” (Enigmas 88); si el libro es, como lo considera Sóror Mariana de Santo Antonio, en otra composición laudatoria, tan representativo del trabajo de Sor Juana, “que están quantos lo leen/ viendo en sus hojas palpitar tu vena” (80); si cada enigma refleja, como escribe Doña Simoa de Castillo en sus endechas gratulatorias, cómo “el rayo de tu ingenio/ quiso cegar lo mismo que alumbró” (91); entonces debemos interpretar que Sor Juana quiere para su libro aquello que también desea con respecto a toda su obra: Hazerse inmortal procura, que favor tan celestial se mide en la estimación a precios de eternidad.

Lavín señala esta posibilidad cuando retrata a Sor Juana no como una monja destruida por las autoridades eclesiásticas sino triunfante “[d]e que su astucia había rebasado el silencio al que la

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termina su carrera como escritora con un conjunto de enigmas que aún hoy exigen explicación e innovadoras interpretaciones críticas para descifrar entre versos y líneas la pasión intelectual, el hambre de conocimiento y la agencia femenina del personaje histórico que en esta novela firma: Tuya por siempre, Juana Inés de la Cruz (368).

Veo en este fin un buen comienzo. Hoy Sor Juana sigue apasionando a nuevos lectores y académicos que se acercan a su obra como si fuera un laberinto de pasadizos secretos, enigmas y misterios suculentos. Y a través de distintos ejercicios literarios, como el de Lavín, por ejemplo, Sor Juana se acerca al siglo xxi para hablar de género y marginalidad, para darle voz al silencio, para dialogar con nosotros y corroborar, una vez más, su inigualable talante intelectual.

Obra citada Calleja, Diego S.J. Vida de Sor Juana. Ed. Ermilo Abreu Gómez. México: Instituto Mexiquense de Cultura, 1996. De la Cruz, Juana Inés. Obras completas, vol. iv. Ed. Alberto G. Salceda. México: fce, 1957. --- Poesía, teatro, pensamiento. Eds. Georgina Sabat de Rivers y Elias Rivers. Madrid: Espasa Calpe, 2004.

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--- Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer. Ed. Antonio Alatorre. México: El Colegio de México, 1995. Lavín, Mónica. Yo, la peor. México: Grijalbo, 2009. Sabat de Rivers, Georgina. En busca de Sor Juana. México: unam, 1998.


pues quien mejoꝛ llegare a ponderarte/ será el que no intentare ꝺefinirte

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En desacato Dana Gelinas

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L l

a humanidad ha tenido fe en muy distintos dioses: el dios carnero, el dios vaca, los dioses del Olimpo, Buda, Yahvé, Jesús, Mahoma. En unas cuantas culturas, han sido diosas: Isis y Kali, deidades de África y Asia de las cuales Europa no quiere oír. Nuestra idea de un dios compasivo, figurado en humano y llamado Jesús, vivió gracias a la figura señera de una adolescente: la Virgen María. Los otros dioses nuestros –nuestros porque pertenecemos al occidente del mundo–, los irascibles romanizados mitos de la Arcadia, reconocían ser hijos de una mujer. Aunque ella no era del todo indispensable, puesto que un malhumorado Zeus fue capaz de desposeer a una también malhumorada Hera de sus hijos, hasta el extremo de él mismo prestar uno de sus muslos como incubadora para Apolo y Diana, los gemelos intelectuales de la Grecia antigua: Apolo, el de la inteligencia pura, y Diana, la de la justa inteligencia. Los poemas de Sor Juana refulgen bajo la tensión de esta última, la Diana aguerrida.


Los villancicos de Sor Juana constituyen, a mi parecer, el medio de retribución a una sociedad constituida por estamentos muy bien definidos, cada uno de ellos con una función social plena de absurdos.

Jorge Hernández Sánchez, La profesión, Colección Familia Trauwitz, México.

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Sin embargo, ese esfuerzo superior por alcanzar un ordenamiento justo en su propia vida y en la vida eclesiástica, no es el único rasgo de la diosa de Roma y de la Atenea griega. Lo es también la feroz dentellada de cada una de sus flechas. La ironía y la sátira que apunta Sor Juana con la tinta de su flecha tiene que ver con la enorme capacidad de indignación de una monja que, apenas adolescente, fue capaz de competir y ganar en los juegos olímpicos de su tiempo: la corte de la Nueva España. Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana fue hija principalmente de tres personas: una madre andaluza libre y dueña de sí misma, un padre vasco ausente y de honra por desentrañar, y un abuelo materno instruido y bonachón. Juana también tuvo nanas de risa jovial, y desde siempre, desde que era una niña pequeña, deseó ser dueña de sí misma; pero, a diferencia de su madre, no quiso llevar las cuentas de una hacienda, sino de un convento. Diosa madre, deseo insumiso, justa razón, Catarina de Alejandría ocupa uno de los lugares de más brillo en sus perfectos villancicos. ¿Quién es Catarina? La respuesta: no es de una manera exacta María, la reina del cielo. Catarina se parece mucho más a Diana, aquella diosa de la soledad del Olimpo. ¿Y quién es en realidad Catarina de Alejandría? Además de ser un refulgente retrato de una virgen mártir, es una gloriosa representación, en palabras del pincel de Juan Correa, de una beligerante actora de un destino personal que la clausura eclesiástica no permitía ni siquiera durante un sueño imposible. Así es que Sor Juana busca y rebusca incluso en la opacidad de los albores egipcios del sueño mitológico


grecorromano a una persona de la fe que también se asemejara a su madre. En palabras de Octavio Paz: “Juana Inés, a través de Isis, trasciende “la masculinidad” inherente a la cultura y ‘la neutralidad’ que le imponen los hábitos en una suerte de feminidad ideal y en una maternidad universal simbólica” (232). El villancico de Sor Juana que transcribo enseguida, aparentemente religioso, conlleva una carga de virtudes de bravura y poderío que se asemejan más a la guerrera Diana, que a María tal y como la tradición cristiana nos la permitió ver, dignamente imbuida de un dulce sentimiento de maternidad:

Villancico VI 1676(10-11) ¡Allá va, fuera, que sale la Valiente de aventuras, Deshacedora de tuertos, Destrozadora de injurias! Lleva de rayos del Sol resplandeciente armadura, de las Estrellas el yelmo, los botines de la Luna; y en un escudo luciente con que al Infierno deslumbra, un monte con letras de oro en que dice: Tota Pulchra. La celebrada de hermosa y temida por sañuda, Bradamante en valentía, Angélica en hermosura; La que si desprende al aire

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la siempre madeja rubia, tantos Roldanes la cercan cuantos cabellos la inundan; La que deshizo el encanto de aquella Serpiente astuta, que con un conjuro a todos nos puso servil coyunda; La que venga los agravios, y anula leyes injustas, asilo de los pupilos, y amparo de las vïudas: La que libertó los presos de la Cárcel donde nunca, a no intervenir su aliento, esperan la soltura; La de quien tiembla el Infierno si su nombre se pronuncia, y dicen que las vigilias los mismos Reyes le ayunan; La que nos parió un León con cuya rugiente furia al Dragón encantador puso en vergonzosa fuga; la más bizarra Guerrera que, entre la alentada turba, sirviendo al Imperio sacro mereció corona augusta; la Paladina famosa que con esfuerzo e industria conquistó la Tierra Santa, donde para siempre triunfa: Ésta, pues, que a puntapiés


Un villancico, sin embargo, que se puede leer como un epigrama latino edificado mediante la enumeración:

no hay demonio que la sufra, pues en mirando sus plantas, le vuelve las herraduras, coronada de blasones y de hazañas que la ilustran, por no caber ya en la tierra, del mundo se nos afufa, y Andante de las Esferas, en una nueva aventura, halla el Tesoro Escondido que tantos andantes buscan, donde, con cierta virtud que la favorece oculta, de vivir eternamente tiene manera segura. ¡Vaya muy en hora buena, que será cosa muy justa, que no muera como todas que vivió como ninguna!

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La aventurada, como el Quijote, en desfacer el entuerto de una injuria, la solar, como Diana, la de yelmo y botines, y escudo que vence al infierno, la guapa, si conquistar quisiere, la Eva que vence el veneno de una sierpe, La igual a Merlín, maga de un conjuro que vuelve siervos a todos, la que venga una ofensa y abroga la ley injusta, como una gran estadista, la que es maestra, la que da salud, como el seguro social, y pensión de viudez, la que libera al condenado a perpetuidad,


la que hace que el infierno tiemble, como Jesucristo, con la sola mención de su nombre sagrado, la que quiere que un rey pase hambre, la que parió a un león que, a su vez, derrota al dragón, la que conquista una Tierra Santa que no alcanzaron los mismos cruzados, la que echa a patadas al demonio, la que, además, es Lancelot del grial eternal. ¡Viva por siempre!

El constante uso de la hipérbole, que incluso hoy parecería osado a alguno que otro poeta, debió haber parecido herejía a más de uno de sus enemigos. Basta ver la mezquina transparencia del óleo desde donde nos alcanza el rostro que no miente de Aguiar y Seijas. He visto un considerable número de retratos novohispanos, y éste de Aguiar me parece uno de los más logrados. Las pinceladas firman un retrato como otra cápsula del tiempo enviada posteriormente, quisiera creer, por un profundo conocedor de las intrigas eclesiásticas, para que el juicio de la historia fuera posible. Es un cuadro en el que ¿el acusado emerge de la sombra de la sospecha de robo y malos manejos de la hacienda religiosa? También podemos adivinar en su boca una gran capacidad para manipular la información, así como de atentar contra la honra. De la misma manera, mediante otro retrato, podemos observar la actitud dócil y quisquillosa del que fuera antiguo confesor y amigo de Juana Inés, Antonio Núñez de Miranda, quien la dejó sola. Como señala Margit Frenk, la poesía de la Edad de Oro rara vez se leía en silencio; lo habitual era recitarla o cantarla ante un grupo variable de personas, previa memorización. La poesía constituía, pues, un medio sonoro de expresión (159). La poesía

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colectiva que es el villancico, a varias voces, y que recurría a los coros, era el cómo expresarlo, los atrios de las catedrales o parroquias el dónde, y el momento de la representación teatral el cuándo. Los villancicos de Sor Juana constituyen, a mi parecer, el medio de retribución a una sociedad constituida por estamentos muy bien definidos, cada uno de ellos con una función social plena de absurdos. En las juguetonas y plenas de simpatía ensaladillas, retomando los cánticos gallego-portugueses y vasco-andaluces, los habitantes de las villas expresan sus pesarosas alegrías. En sus audaces y soeces jácaras, la poeta Juana da voz a la cantilena del antiguo villano, mientras que en el villancico como tal, el pueblo es quien escucha, y también, en las bancas de enfrente, magistrados, letrados y prelados. ¿Qué desea Sor Juana que sea escuchado? Con la voz clara y distinta del siglo de las luces, la voz crítica. Si bajo el mismísimo techo de Dios la monja se atreve a decir que Dios es la madre de Dios, sea. Si ella pronuncia el náhuatl en el atrio, sea. Si ella deja que el habla de un vendedor de flores y frutas prospere en una jácara, sea. En los villancicos de Sor Juana esas voces son recreadas a partir de las diferentes hablas populares, donde el náhuatl cabe en la estricta forma de una brevísima copla, así como también las hablas de los negros y mulatos de América. En Sor Juana la sátira jamás recae en los rasgos físicos de sus personajes, como sucedió en la tradición de la baja Edad Media, sino que siempre se ve dirigida hacia el esclavizador. Es importante decir que la poesía a varias voces de los villancicos y letras sacras, que constituyen el segundo tomo de las obras completas de Sor Juana, en palabras del gran antologador que es Alfonso Méndez Plancarte: “es, en rigor, tan personal como aquélla [la poesía lírica del primer tomo de sus Obras Completas], y sin duda que a veces mucho más, desde que aquí, a pesar de invitaciones ocasionales, siempre hay la más absoluta sinceridad en todos los matices de emoción y de pensamiento” (VII).


Los villancicos de Sor Juana llegan hasta el siglo xxi con una lozanía brillante. Nos hablan con gran pormenor de la sensibilidad juguetona de una época que, debido a diferentes circunstancias, sería reducida a rollos de papel. Durante ya casi tres siglos la Misa de Gallo ha sustituido la celebración del villancico. ¿Y si los villancicos de Sor Juana reaparecieran en escena, en el púlpito mismo, con música, jácaras y estribillos, hoy en día, en la Catedral Metropolitana? Lo deseamos ahora tanto, si no más, que en aquellos tiempos. El tiempo nuestro no es una escalera que asciende. Hicieron falta casi dos siglos para que Concha Urquiza, militante del partido comunista y poeta de un erotismo místico, que, a decir de Gloria Vergara: “construye la imagen de la mujer apasionada que se mueve entre el deseo y la obsesión” (74), apareciera en el foro de la poesía en español con un brío grandioso. No será sino hasta el pleno siglo xx que emerge una voz, la de Rosario Castellanos, dueña de un gran sentido del humor y crítica. A decir de Rogelio Guedea: “La obra poética rosariana fue el puente, la vía, el canal en el que se sucedieron también los cambios de visión poética” (109). Sor Juana Inés fue una provocateur en toda la extensión del término. Su legado es una obra en la que, Primero sueño aparte (el poema menos erótico de la Décima Musa), sus poemas revelan un espíritu en completo desacuerdo con la disparidad de géneros. Mientras que la enorme mayoría de poemas en desacato con la desigualdad genérica fueron escritos prácticamente en la segunda mitad del siglo xx, cuando mis abuelas, alrededor de los sesenta años, pudieron votar por primera vez en “una democracia moderna”, Sor Juana, desde los atrios y desde un refractario religioso, dos de los foros más improbables, nos deja el legado de una gran cápsula del tiempo que leo y releo con admiración y humildad.

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Imaginemos la radicalidad de todo lo siguiente, pero hace tres siglos, y en la autoría de una monja: las palabras de una dedicatoria célebre como la de Denise Levertov: “This book is dedicated to all those men who betrayed me at one time or another, in hopes they will fall off their motorcycles and break their necks.” Aunemos la dicotomía en las últimas horas de una Silvia Plath que lleva un vaso de leche a sus hijos antes de intoxicarse en la cocina, mientras en el caso de la poeta de hace tres siglos, ésta les lleva una tisana a sus enfermas, a pesar de ser advertida de no acercarse a los casos con mayor posibilidad de contagio. Imaginemos también el sentido del humor cargado de una doliente ironía de una Rosario Castellanos, quien nos recuerda a los “Hombres necios…” de Sor Juana, el poema más recordado en el México de hoy, en el que la Diana Cazadora, con su arco tenso, se mantiene erguida.

Obra citada Frenk, Margit. “El cancionero oral en el Siglo de Oro”. En Poesía popular hispánica. 44 estudios. México: fce, 2006. Guedea, Rogelio. Poetas del medio siglo. México: unam, 2007. Méndez Plancarte, Alfonso, estudio liminar. Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, t. ii. Villancicos y letras sacras. México: fce, 1952. Paz, Octavio. Sor Juana o las trampas de la fe. México: fce, 1983. Vergara, Gloria. Identidad y memoria en las poetas del siglo xx. México: Universidad Iberoamericana, 2007

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Amoꝛ empieza poꝛ ꝺesasosiego

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Dramaturgia del poder en la loa para el festejo de Amor es más laberinto Judith Farré

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a fiesta en la corte de los Austrias adquiere una especial relevancia no sólo como divertimento palaciego, sino también como mecanismo propagandístico del poder político. Además de las celebraciones de calendario fijo, hubo en los Siglos de Oro otra serie de fiestas ocasionales surgidas a raíz de una determinada circunstancia civil asociada a la Corona: nacimientos, bodas, onomásticas, aniversarios, visitas ilustres, victorias militares. Cabe decir que idénticos parámetros se aplican a la fiesta en la corte novohispana, puesto que, además de los grandes acontecimientos en la órbita del poder de la metrópoli, destacan los relativos a la figura del virrey. Bajo dicho pretexto, se conciertan una serie de celebraciones puntuales que, como speculum principis, permiten que el ideal arquetípico del modelo de monarca se proyecte en el destinatario de la celebración. La fiesta permite así la equiparación efectiva entre el imaginario laudatorio sobre el poder y su representante en la corte,


La dramaturgia propia del espacio cortesano reivindica que ésta sea el panegírico a los destinatarios de la celebración, por lo que los principales rasgos que caracterizan a la loa cortesana remiten a una serie de estrategias y tópicos encomiásticos comunes a todas las manifestaciones artísticas emanadas del poder.

Jorge Hernández Sánchez, El Divino Narciso, Colección Familia Trauwitz, México.

desplegándose para ello un código ritual y ceremonioso que funda sus valores de sugerencia simbólica en la reiteración de una serie de estrategias panegíricas y en la exhibición concertada de toda la ostentación y el boato imaginables. De la eficacia de los valores de repetición sobre los que se codifica la etiqueta festiva, Antonio Bonet Correa, al plantear la fiesta como un discurso metafórico continuado, comenta:

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Con su ritual perfectamente puesto a punto, la fiesta estará perfectamente codificada, se repetirá incansablemente en cada una de sus diferentes e idénticas versiones. Únicamente cambiarán su motivo y fecha. Sus variantes eran escasísimas. Incluso en sus apariencias eran todas iguales. La repetición y la reiteración eran su signo. (43)

Fernando R. de la Flor se refiere a esta representación exhibitoria del poder mediante la expresión de “Efímero de Estado” para conceptualizar la unión sincrética de lo que es el poder y la capacidad de crear una representación espectacular. La expresión supone identificar “al poder de la sociedad cortesana con la praxis del espectáculo, con la decisión de organizar una representación que es ante todo pública, que se celebra ad oculos” (162). La consideración de la fiesta como espectáculo dióptrico (es decir, ofrecido a los ojos e


ideado desde la perspectiva de los espectadores) presupone que el poder es ante todo simbólico y que, inherente a la pompa, su aparato representacional encuentra en la fiesta el único lugar posible donde puede realizarse (cf. Bordieu). En el marco de la fiesta, la loa, según dicta su tipología genérica (cf. Farré 2002), carece de argumento dramático definido en términos de acción y, como pieza inaugural del festejo, sintetiza de forma espectacular la función vigente según marque su espacio de representación. La dramaturgia propia del espacio cortesano reivindica que ésta sea el panegírico a los destinatarios de la celebración, por lo que los principales rasgos que caracterizan a la loa cortesana remiten a una serie de estrategias y tópicos encomiásticos comunes a todas las manifestaciones artísticas emanadas del poder. A partir de esta expresa interdisciplinariedad áulica, puede decirse que la retórica laudatoria adquiere un valor dilógico cuyo poder evocativo reside en la repetición de una serie de tópicos sobre los que se proyecta la imagen simbólica del gobernante. El desarrollo de la discusión sigue las pautas de un desfile conmemorativo en el que pueden aparecer también, invocados por los protagonistas, series de coadyuvantes que personifican los atributos que acreditan a sus respectivos regentes como merecedores del patrocinio festivo. Los argumentos de discusión pueden trazarse entonces mediante el proceso de diseminación-recolección, aspecto que permite una repetición de estructuras paralelas en las réplicas del debate, variando según los atributos simbólicos de cada uno de los personajes, y que a nivel escénico propicia una disposición simétrica que redunda en el efecto coral a nivel auditivo. Éste es un recurso que suele presentarse cuando los coadyuvantes que aparecen en escena para asistir a sus respectivos personajes regentes en el debate son series cuaternarias y, además, los fragmentos de canto tienen una especial relevancia para la puesta en escena. Se produce así un orden en la intervención de cada uno

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de los personajes que pone de manifiesto la complementariedad de los atributos simbólicos que representan y que apunta hacia una solución armónica del debate. En todos los casos, el desenlace es siempre inclusivo, ya que consigue un consenso general que concierta los méritos de los protagonistas del debate bajo las razones iniciales de evocación del juez mediador, es decir, el elogio al destinatario de la celebración. La loa, como antesala festiva, desempeña así una expresa función dilógica, puesto que argumentalmente el debate de méritos que plantea versa sobre los principales atributos asociados a la idea de poder, al mismo tiempo que los proyecta sobre el personaje que inspira todo el festejo. En dicha proyección estriba la estrategia fundamental del panegírico, y de ella se deriva la ilusión de una realidad envolvente que trasciende el eje temporal y el espacial de la representación, situándose en una realidad atemporal que, como argumento de autoridad, sustenta el poder del homenajeado más allá de los límites del escenario, es decir, sobre las cuatro partes del mundo. Bajo estos parámetros nos acercaremos a la loa para la comedia Amor es más laberinto, como parte del festejo que se representó en el palacio virreinal el 11 de enero de 1688 para conmemorar el aniversario del conde de Galve, virrey durante el periodo comprendido entre el 20 de noviembre de 1688 y el 27 de febrero de 1696 (cf. Rubio; Gutiérrez; y Farré [2004]). La segunda jornada de la comedia, basada en la fábula del laberinto de Creta, fue escrita por el bachiller Juan de Guevara, mientras que la loa y las restantes jornadas se deben a Sor Juana. La loa de Sor Juana1 presenta inicialmente a la Edad, que invoca la presencia de las cuatro partes del año –Invierno, Estío, Verano y Otoño– para rendir aplauso a Jano. Tras la presentación 1 Las referencias textuales de la loa en este trabajo proceden de la edición de Alberto G. Salceda (ver Obra citada). En adelante citaremos entre paréntesis el número de versos y las páginas en que se localizan.


de los cuatro protagonistas, la discusión gira en torno a la pertinencia del argumento de llamada, puesto que se trata de una deidad mitológica. Como réplica, la Edad expone las razones que justifican la metáfora mitológica que elogia al conde de Galve como Jano. La coincidencia del natalicio del nuevo virrey en el mes de enero propicia toda una alegoría de los motivos laudatorios que lo comparan con el dios romano bifronte, principio y fin del año. Tras el consenso resolutivo que facilita el parlamento de la Edad, se inicia el segmento de desfile conmemorativo en el que los cuatro personajes invocados dan muestra de su implicación activa en el elogio y ofrecen sus principales razones simbólicas para participar en el festejo. La loa se cierra con las convencionales alusiones panegíricas al resto de personajes ilustres presentes entre el auditorio y el ultílogo,2 o fragmento que acompaña al baile de cierre y en el que se retoman las principales líneas argumentales del elogio, desarrolladas en la loa, y se felicita de forma expresa al homenajeado. Su logro espectacular radica en el efectismo de la repetición musicada de las principales razones laudatorias derivadas de la conclusión del debate de méritos. La estrategia panegírica que rige a la loa de Sor Juana y el marco en el que se inscribe la tradición simbólica de la invocación de la Edad a las cuatro partes del año es uno de los recursos frecuentes en la poética del poder. El motivo debe relacionarse con el sistema de orden instaurado por Giuseppe Arcimboldo (1563) a partir de las alegorías de las cuatro estaciones, de los elementos y de los temperamentos. Puede decirse que una monarquía espiritualista como la de los Austrias encuentra en esta alegoría cuaternaria del mundo no sólo una nueva explicación cosmológica frente a la aristotélica, sino que halla también una importante justificación 2 “El ultílogo es un texto dramático que cierra la pieza. Está puesto en boca de un personaje que apela al auditorio, formula el mensaje general de la pieza y pide el aplauso o perdón de las faltas” (En Mª José Martínez López, El entremés: radiografía de un género. Toulouse: Presses Universitaires du Mirail, 1993. 76).

a sus pretensiones político-imperiales. Una de las muestras iconográficas que nos permite apreciar la elaboración simbólica del motivo son las cámaras de arte y de maravillas, donde se albergaban todas las rarezas procedentes de América durante el siglo XVI, y que durante el Barroco pasarían a ser galerías y armarios de arte. Como explica muy acertadamente Friedrich Polleross: La sistematización de colecciones y bibliotecas según el esquema cuaternario, observable a partir de 1570, encuentra su paralelo en los programas de fiestas de la época y su formulación más consecuente en los “armarios de arte” que, como cámaras de arte en miniatura, simbolizaban —a través de las alegorías de los cuatro elementos, los continentes, las estaciones, las horas del día, las monarquías del mundo, etc.— la dimensión material, geográfica y temporal del cosmos. [...] La adopción de la sistematización geográfica en un museo completo se manifiesta

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en el concepto de una cámara de arte y de maravillas del erudito español Vicencio Juan de Lastanosa que, en 1639, la define como colección de “cosas curiosísimas naturales y artificiales, creadas y hechas en las cuatro partes del mundo”. Su dimensión política se deja ver en un monumento ecuestre de Carlos V, a tamaño natural y flanqueado por las alegorías de los cuatro continentes. (293)

Este testimonio iconográfico nos permite confirmar que la estructura cuaternaria que tantas veces se repite en el debate simbólico de las loas cortesanas no es simplemente parte de la gramática de su ornato, sino que se inscribe en una estrategia general que codifica las diferentes formulaciones artísticas que, bajo la dinastía de los Austrias, se destinan al sustento ideológico de su poder. La noción de dominio es una idea fundamental para la poética del poder, por lo que, una vez apuntada la tradición del tópico como


estrategia general, pasaremos a trazar su configuración en la loa de Sor Juana para Amor es más laberinto. El primer fragmento a considerar es, de entrada, la invocación inicial a las cuatro estaciones. Se trata del segmento inaugural que pronuncia la Música, previo a la subida de la cortina y que precede al descubrimiento del escenario, en el que aparecerá la Edad en un trono y, como precisa la acotación, “muy bizarra, con corona” (185): A la entrada dichosa de aqueste feliz año, que consagra la Edad a la deidad de Jano, vengan todos los Tiempos que, en círculos dorados, doctamente regulan

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cálculos de sus manos. Vengan todos, y todos, Unidos, y contrarios, celebren su deidad con reverente aplauso. Y pues la Edad componen, con movimientos varios, la Primavera, Estío, el Invierno, y Verano, ¡ya en ecos concertados Aplaudan, al bifronte, excelso Jano (vv. 1-18: 185-186)

El fragmento inaugural es significativo en tanto que marca las pautas generales sobre las que se desarrollará la loa. Lo primero que


Edad, que los valores proyectados en el destinatario son inalterables por su filiación con el poder establecido: [...] Ah, del invencible giro del Tiempo! ¡Ah, del continuado sucesivo imperio mío, adonde son los vasallos siempre errantes, fijos siempre, pues en su proceder hallo que, en reguladas mudanzas, son constantes en lo vario! (vv. 23-30: 186)

destaca es la actualización en el presente de la representación mediante el demostrativo “aqueste feliz año” (v.2). La invocación a los tiempos, asunto sobre el que versa el debate, marca, además, el aspecto incoativo del argumento general de la loa, enfatizando de este modo la sensación de inmediatez. La evocación pone de manifiesto el carácter armónico de los invocados –“en círculos dorados,/ doctamente regulan/ cálculos de sus manos” (vv. 5-8)–. Como reflejo de una harmonia mundi superior, los argumentos de llamada evocan un equilibrio que, simbólicamente, remite a las nociones de poder y dominio asociadas a la Corona, al mismo tiempo que escenográficamente propician su desarrollo espectacular a partir de la música y los lazos de baile. El motivo sobre el que versa la analogía es el “cálculo de sus manos”, es decir, el aniversario del conde de Galve, representante de la Corona en la corte virreinal. Lo remarcable de la circunstancia es, como sentenciará en el siguiente parlamento la

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Al igual que, a nivel del macrocosmos, en el transcurso del año se sucede de forma regular la variedad de las estaciones, se establece una correspondencia en términos de igualdad para el nivel del microcosmos del hombre, por lo que resultan “siempre fijos”, “a pesar de las reguladas mudanzas”, los valores inalterables que se proyectan en el conde de Galve como representante del poder. Puesto que el propósito de estas líneas se centra en apuntar las claves de análisis en la dramaturgia del encomio, dirigiremos nuestra atención hacia la tercera parte de desenlace de la loa para Amor es más laberinto (vv. 295-624). La estrategia del elogio exige, en primer lugar, que un atributo designe metonímicamente a cada estación, con lo que el Invierno se identifica con el hielo por analogía con el frío de la estación del año en la que se lleva a cabo la representación y aniversario del virrey; el Estío se enlaza a la sazón, para que sus “ardores templen [los] fríos” del Invierno (v. 46: 187); el Verano es representado por las flores, “porque en aqueste día todo es milagro” (v. 48: 187) y el Otoño se asimila a los frutos, para que “al deleite siga lo provechoso” (v. 50: 187). Tras esta inicial distribución de los méritos de cada uno de los personajes invocados, la Edad pasará a trazar una nueva correspondencia


que, a modo de amplificatio, permitirá, mediante la evocación de los Elementos, la incorporación del eje horizontal-espacial al vertical- temporal que representan las Estaciones: y viendo, después, que vario el cielo en sus movimientos, en cuatro iguales espacios hace cuatro diferencias, las cualidades mostrando que hay en los cuatro Elementos: pues en el Invierno helado demuestra la de la Tierra seca y fría; y en Verano la del Agua predomina, fría y húmeda; y pasando a Otoño húmedo y caliente, que es el Viento asemejado, cálido y seco al Estío hace, en él representando las cualidades del Fuego. (vv. 83-98: 189)

Una vez apuntadas todas las vías del elogio y descubiertas por parte de la Edad las razones que impulsan la metáfora del conde de Galve como Jano, los cuatro participantes en el debate ratifican su ofrecimiento simbólico al destinatario de la celebración mediante una serie de fragmentos de canto basados en las repeticiones según dictan los principios de diseminación recolección y que, en escena, producen un armónico efecto de eco. Se dramatiza de este modo la armonía que evocaba la Edad en el inicio de la loa como marco de llamada a sus interlocutores. Las convenciones que marcan el protocolo del elogio en el desenlace final o ultílogo exigen que, como cierre, el encomio

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también considere al resto de personajes ilustres que integran el auditorio. De este modo, la condesa de Galve es celebrada por el Verano pues la rosa, como reina de las flores, se postra ante su belleza. Además de su hermosura, la loa a “la soberana Elvira” incide en la filiación con el virrey, puesto que el elogio conjunto a ambos pone de manifiesto que la excelencia del virrey, concuerda con la de su consorte: [...] Pues supone la justa razón que no hay, en vuestra unión acorde, diferencia: pues viviendo en un vínculo conformes, más que unión identidad parece, porque se note que un cuerpo hospeda dos almas o un pecho dos corazones (vv. 502-510: 203).

Y del elogio como matrimonio surge la referencia laudatoria hacia los hijos, que son celebrados por el Otoño como “bellos pimpollos floridos/ que en tiernos renuevos broten,/ porque de sus altos, regios,/ ilustres progenitores,/ los claros timbres hereden,/ imitando los blasones” (vv. 520-525: 203). En conclusión, resulta claro que el análisis de las loas escritas por Sor Juana para celebrar a los virreyes debe abordarse desde una perspectiva que contemple, además de las circunstancias del contexto histórico y político del momento, la tradición de los tópicos sobre los que se codifica la loa y que Sor Juana conocía bien.

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Bibliografía Obra citada

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Bonet Correa, Antonio. “Arquitecturas efímeras, Ornatos y Máscaras. El lugar y

Dámaso Alonso y Carlos Bousoño, Seis calas en la expresión literaria espa-

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todos fingieron amoę?›,/ mas ninguno fingiĂł celos.

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Ingenio y poder en la Nueva España Beatriz Mariscal Hay

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Q q

ue Sor Juana haya sido considerada la mejor escritora de la Nueva España y que gozara de un notable prestigio como poeta y pensadora en el virreinato, no impidió que la monja jerónima aspirara a medirse, mediante su obra, no sólo con los ingenios novohispanos, sino con los más grandes de las letras españolas de su tiempo. Cuando compuso su pieza dramática más importante no fue casual que la intitulara Los empeños de una casa, que necesariamente nos refiere a Los empeños de un ocaso, comedia de Calderón de la Barca,1 uno de los más importantes dramaturgos españoles de los Siglos de Oro, y ni hablar de su Primero Sueño, con el que se hermanaba, si es que no competía, nada menos que con Góngora, modelo y antimodelo de la poesía española.

1 La pieza de Calderón está fechada en 1639-1640. En 1647 el dramaturgo francés Thomas Corneille, hermano de Pierre Corneille, hizo una adaptación de la comedia de Calderón con el título de Les engagements du hasard.


Ser mujer y pensar y escribir sobre cualquier tema difícilmente hubiera sido posible para Sor Juana de no haber contado con el apoyo y patrocinio de sus poderosos amigos y admiradores.

Jorge Hernández Sánchez, Sátira filosófica, Colección Familia Trauwitz, México.

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Para incursionar con éxito en el mundo de las letras dominado por los hombres era necesario traspasar los límites impuestos a la escritura femenina, y para ello se necesitaba poder, un poder superior al que ejercían quienes marcaban e imponían esos límites, el poder que, en el virreinato, ejercía su autoridad máxima: el virrey. Una pieza clave en el acercamiento de Sor Juana hacia las autoridades que habían de posibilitar esa transgresión intelectual es su Neptuno alegórico. Éste fue compuesto, a instancias del cabildo religioso, para adornar el arco triunfal que sería colocado frente a la catedral mexicana, en noviembre de 1680, como parte de las celebraciones a razón de la llegada del nuevo virrey de la Nueva España, don Tomás Antonio Lorenzo Manuel de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa, doña María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes. A pesar de que su compleja composición competía con la elaborada por el erudito hombre de iglesia y de ciencia don Carlos de Sigüenza y Góngora, el Neptuno Alegórico de Sor Juana logró impresionar de tal manera a los nuevos virreyes que no tardaron en establecer con ella una extraordinaria relación de amistad y admiración. El reconocimiento al ingenio de Sor Juana por parte de los intelectuales del virreinato fue inmediato. El propio Sigüenza y Góngora, que había tenido la ocurrencia y temeridad de utilizar en su arco (Theatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe: advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano imperio…) las figu-


ras de los reyes mexicanos como modelos de las virtudes políticas que se recomendaban al virrey, se lamentaba de no haber tenido el ingenio de Sor Juana para idear la analogía que daba pie a las imágenes, jeroglíficos y poesía del Neptuno Alegórico. En la explicación de su arco, Sigüenza y Góngora alababa el inusitado tino de Sor Juana al escoger a Neptuno como figura para ensalzar al virrey, ya que Neptuno no era, según él, un “quimérico rey o fabulosa deidad, sino sujeto que con realidad subsistió, con circunstancias tan primorosas, como son haver sido el primogenitor de los indios americanos”. Luego, procede a comprobar lo dicho por medio de malabarismos etimológicos muy de la época: engarzando citas que van desde el Génesis, que llama “nobiliario” de Neptuno (cap. 10, v. 13), pasando por Moisés, a quien llama ‘su historiador’, hasta llegar a los cronistas tan próximos a él como el padre José de Acosta (1539-1600) y fray Juan de Torquemada (¿-1624). Pero no todo fue alabo para la obra de Sor Juana ya que, como sabemos, provocó una fuerte reacción negativa en el jesuita Antonio Núñez de Miranda, su confesor; una reacción que, como ella bien comprendió, estaba directamente relacionada con la elaboración del arco. Esto la obligó a enviarle una carta, fechada en 1682, en la que reiteraba que, si bien como “muger ignorante” podría no corresponderle el honor de idear el arco en honor al virrey, su decisión de aceptar el encargo del arzobispo no había sido tomada a la ligera, sino que lo había hecho sólo después de “avérmel[o] pedido tres o quatro vezes, y tantas despedídome yo, hasta que vinieron los dos señores juezes hazedores, que antes de llamarme a mí llamaron a la madre priora y después a mí, y mandaron en nombre del Excelentísimo Sr. Arzobispo lo hiciese, porque assí lo avía votado el Cavildo pleno, y aprobado su Excelencia”. En la carta, Sor Juana le echa en

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cara a Núñez el inmerecido ataque del que la había hecho objeto: “este enojo... este desacreditarme... este ponerme en concepto de escandalosa con todos... a esto se siguió el Arco de la Iglesia. Ésta es la irremisible culpa mía” (Tapia 58-64).2 Fueron varias las consecuencias del enojo del padre Núñez por la transgresión que implicaba para él que Sor Juana hubiera compuesto el Neptuno Alegórico e incursionado de esa manera en la vida pública del virreinato, ya que consideraba que las funciones de una religiosa no debían incluir el escribir versos. En mi opinión, lo más significativo del conflicto entre Sor Juana y su confesor fue la consecuencia política que tuvo la representación de ese tan público documento.3 El ingenioso arco no sólo le abrió a Sor Juana las puertas de palacio, pues a raíz de las celebraciones la monja jerónima inició una importante relación de amistad intelectual con los nuevos gobernantes, sino que parece ser que dicha relación operó en detrimento de la posición de Núñez en la corte, quien hasta ese momento había sido asesor y confesor de los virreyes que antecedieron al nuevo virrey –el conde de Baños (1660-1663) y el marqués de Mancera (1664-1673)–, pero no llegó a serlo del marqués de la Laguna. El destinatario principal de los conceptos y mensajes del arco era el virrey quien, en tanto “entendido”, debía captar el sentido del homenaje que se le hacía, a la vez que debía tomar nota de las virtudes que se esperaba mostrara en su gobierno. Entre éstas Sor Juana destacaba la protección de los débiles –Eneas a quien Aquiles está a punto de matar y los centauros que huyen del ig2 El énfasis es mío. 3 Ver B. Mariscal Hay, “‹Una ‘mujer ignorante’: Sor Juana interlocutora de virreyes”. En Y diversa de mi misma entre vuestras plumas ando. Homenaje internacional a Sor Juana Inés de la Cruz, ed. Sara Poot Herrera. México: El Colegio de México, 1993. 91-99.


norante Alcides (lienzos 4º y 5º)– y la generosidad y el reconocimiento de la superioridad intelectual –premiando al delfín al convertirlo en constelación y proponiendo que Neptuno reconociera a Minerva, diosa de las armas y de las letras (lienzos 6º y 7º)–. Además, y ésta era una particularidad en el arco de Sor Juana, públicamente se le pedía al virrey que atendiera a dos substanciales obras civiles que necesitaba la ciudad: el drenaje, para evitar las constantes inundaciones del valle de México, y la conclusión de la catedral –“la tantos años esperada/ perfección deseada”–. Estas dos peticiones estaban ubicadas una a cada lado del lienzo central en el que aparecía el virrey/Neptuno –ese “monarca del agua coronado”–, imagen “que con torpeza/ los de vuestra grandeza/ blasones representa” (lienzo 1º). El texto monumental iba acompañado de una Explicación sucinta del arco, impresa en hojas volantes, que se distribuyó durante la festividad. Como su nombre lo indica, explicaba en un lenguaje poético, accesible a un público amplio, los ocho lienzos que adornaban el arco. La Explicación fue recitada durante la llegada del virrey a la catedral nada menos que por una cómica, según sabemos por la relación de la fiesta en verso que hizo el bachiller Juan Antonio Ramírez Santibáñez:

górico, una compleja disquisición con la que explicaba el sentido pleno de sus emblemas y justificaba, con base en autoridades clásicas, bíblicas y modernas, su selección de Neptuno como imagen del virrey. El Neptuno Alegórico fue publicado en México por la imprenta de Juan de Ribera, seguramente a principios de 1681, unos meses después de la celebración, y estuvo seguido de la Ex-

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Una cómica explicó la montea con elocuencia, a quien el víctor se dio, mas con todo su Excelencia fue quien la loa se llevó (citado en Bravo 41-58)

Pero no bastaba la expresión visual y dramática del texto con el que se homenajeaba al virrey, Sor Juana preparó además un texto destinado a publicarse luego de la celebración: el Neptuno Ale-

plicación, que, como señalamos, ya había sido publicada en 1680 al tiempo de la celebración de la llegada del virrey. Es evidente que para comprender el sentido pleno del Neptuno Alegórico, un texto de por sí denso y difícil de encajar en


Una pieza clave en el acercamiento de Sor Juana hacia las autoridades que habían de posibilitar esa transgresión intelectual es su Neptuno alegórico. alguna categoría literaria, hay que tomar en cuenta que constituyó una forma de preservar ideas originalmente destinadas a una representación efímera –aunque respaldadas por un imponente montaje arquitectónico que sería destruido muy poco tiempo después de la festividad– y cuya efectividad comunicativa se apoyaba en las imágenes, colores, poemas y epigramas que las acompañaban, así como en la manifestación oral de unos versos que explicaban sucintamente su sentido.4 En el caso de los textos dramáticos, y en cierta forma el arco lo era, el contexto de representación es importante. Sor Juana misma dice haber tomado en cuenta al heterogéneo público en su composición, pero el texto del Neptuno Alegórico que venimos comentando, la “Razón de la fábrica alegórica y aplicación de la fábula” en el que Sor Juana explica ampliamente el razonamiento en que se apoyaba su combinación de conceptos, imágenes y hechos, era algo más que un guión del arco espectacular: era un despliegue de conocimientos eruditos –los que Sor Juana habría de aplicar a su producción poética y dramática posterior– con el que se mostraba, ante el virrey y su corte, digna de participar en el concierto de voces que comprendían el sentido del mundo, de acuerdo con los dictados de los más “entendidos” varones del reino. Son numerosos los textos que dedicó Sor Juana a los pode4 No estoy de acuerdo con la propuesta de algunos críticos de que el Neptuno corresponde al género ‘relaciones de fiesta’, tan abundantes en el período barroco y debidas algunas a importantes escritores, ya que Sor Juana no hace mención de otros actos de las festividades; solamente se refiere al arco, además de que, como ya señalamos, el bachiller Juan Antonio Ramírez se encargó de hacer la relación de la festividad.

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rosos que podían proteger sus “desviaciones” del quehacer propio de una religiosa. Menciono brevemente esa otra pieza, en cierta forma emparentada con el Neptuno Alegórico ya que, al igual que éste, corresponde a la creación artística e intelectual de emblemas, jeroglíficos y empresas tan en boga en el Barroco: me refiero a los Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer.5 La monja jerónima lo dedicó a las monjas portuguesas reunidas en esa “Academia” o sociedad de religiosas portuguesas de origen aristocrático que incluía como socia a la condesa de Paredes y a su prima, la duquesa de Aveiro. Si bien los Enigmas no tenían la carga política del Neptuno, sí tenían ese elemento amoroso mundano que debían evitar las religiosas, por lo que era importante que su autora contara con la protección de la condesa de Paredes y de las otras religiosas de familias poderosas. Consta en el prólogo de Sor Juana que se trataba de una ofrenda de su inteligencia a la “Casa del Placer”: Como deidades os cree; pero, al ver vuestra beldad, como halla más que creer, se excusa del ignorar. Tanto infiere que, creyendo más de lo posible ya, 5 Los Enigmas fueron descubiertos por Enrique Martínez López, quien los publicó en 1968. Posteriormente, Antonio Alatorre hizo una edición basada en la de Martínez López publicada por El Colegio de México en 1994.


aun presume que es su fe menos que su necedad. Y si, por naturaleza, quanto oculta penetráis, todo lo que es conocer ya no será adivinar.

Ser mujer y pensar y escribir sobre cualquier tema difícilmente hubiera sido posible para Sor Juana de no haber contado con el apoyo y patrocinio de sus poderosos amigos y admiradores. De ahí la importancia de dedicar una parte de su extraordinaria capacidad intelectual y creativa a componer obras de alcance político, aunque éste no fuera necesariamente su contenido, como fue el caso de los Enigmas, destinado a mujeres que, como ella, sabían que la monja jerónima era tan capaz como cualquier varón de producir obras de calidad universal.

Obra citada Bravo Arriaga, M. D. “Textos diversos de festejos novohispanos del siglo XVII”. En Fiesta y celebración. Discurso y espacio novohispanos, ed. M. A. Méndez. México: El Colegio de México, 2009. Tapia Méndez, A. Autodefensa espiritual de Sor Juana. Monterrey: Universidad de Nuevo León, 1981.

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Bibliografía Mariscal Hay, Beatriz. “Una ‘mujer ignorante’: Sor Juana interlocutora de virreyes”. En Y diversa de mí misma entre vuestras plumas ando. Homenaje internacional a Sor Juana Inés de la Cruz, ed. Sara Poot Herrera. México: El Colegio de México, 1993. 91-99.


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Émile Bayard, La evocación de los espíritus, 1870, París.


El legado de los monstruos V

La maleza ꝺe los fantasmas Ignacio Padilla

A

parecidos, revinientes, ectoplasmas, visiones. La taxonomía ultramundana es tan plural como esquivo su objeto. La ambigüedad del universo espectral promueve definiciones tan difusas como numerosas. Además, hace que su clasificación parezca siempre una empresa absurda. Pero es, asimismo, inevitable: imposible contener a los fantasmas y observarlos, así sea por un instante, si no es encerrándolos en la jaula de la clasificación, por arbitraria que ésta sea. La nómina de los no vivos puede ir desde la noción judeocristiana de alma desencarnada hasta el zombi, el cual no puede descarnarse del todo. Entre una y otro podemos situar multitud de apariciones y desapariciones que se vinculan poco, mucho o nada con la materia, sea un sonido, sea una fosforescencia o un cuerpo que no acaba nunca de corromperse. De los muchos censos posibles del muerto viviente, acaso el más útil sea el que distingue entre los espectros inmateriales y los espectros encarnados. Tales y tantos son los contrastes entre estas subespecies fantasmales, que han acabado por merecer la atención de sendas especialidades de la ciencia teratológica. Por una parte, los espectros desencarnados se acomodan mejor a nuestra idea clásica de fantasma y su estudio corresponde a la pneumatología, la cual se ocupa de espectros casi inmateriales aunque sensibles auditiva o visualmente. En contadas ocasiones,

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los fantasmas desencarnados que estudia la pneumatología pueden ocupar cuerpos ajenos o mostrar una cierta materialidad que les permite, no sin esfuerzo, mover objetos tales como la pluma del médium, un lío de cadenas o la mesa del espiritista. Si bien se trata de espíritus que han dejado atrás la prisión del cuerpo, los fantasmas clásicos todavía no consiguen o no quieren liberarse plenamente del mundo material. De ahí que una parte significativa del léxico pneumatológico abreve en términos alusivos a fenómenos físicos, especialmente los relativos a la óptica. La segunda tribu fantasmal suele agruparse en la aldea de los llamados revinientes, esto es, quienes abandonan en cuerpo y alma sus tumbas para entrar en contacto con los vivos. Los revinientes son asunto de la vampirología, ocupada de quienes siguen presos en su envoltorio material, ora intacto, ora parcialmente corrompido. A esta tribu pertenecen las momias, los zombis y, claro está, los vampiros.

d La literatura y sus sucedáneos en las ficciones clásicas y contemporáneas –todas ellas espontáneas escalas en el monstruoso carnaval humano– acuden a la ambigüedad definitoria del fantasma generando un lexicón poblado de no muertos, casi muertos y apenas muertos. Entre los espectros del Hades y la Santa Compaña, desde


los convidados de piedra donjuanescos hasta las mujeres volátiles del romancero viejo, del fantasma chusco de Wilde a los espectros peregrinos de Bécquer, las narrativas de todos los tiempos y todas las latitudes están sobrepobladas de visiones ultramundanas. Espectros de mil formas y diversos grados de materialidad denuncian la obsesión del hombre por crearse y por creer en un estado transitorio entre el Más Allá y el Más Acá. En su delicioso estudio sobre los fantasmas en la literatura del siglo XIX, Daniel Sangsue se confiesa abrumado por el alud que constituyen el léxico y la onomástica de los espectros. Lo justifica, sin embargo, con una pregunta: “¿Cómo definir aquello que carece de una realidad probada, lo que no cualquiera puede ver, lo que permanece envuelto en el misterio?” (17, la traducción es nuestra). En efecto, cuando aquello que deseamos nombrar es por naturaleza evanescente, ambiguo o sencillamente tan mudable como el miedo de los hombres, su definición será por fuerza imprecisa y múltiple. Los hombres, añadiría el ya clásico Arturo Graf, “no consiguen forjarse –si no es con suma dificultad, en el caso de que lo consigan– el concepto de una sustancia incorpórea, esencialmente distinta de la que perciben sus sentidos. Para ellos normalmente lo incorpóreo no es más que una acentuación, una rarefacción de lo corpóreo, un estado de mínima densidad comparable, aunque menor, a la que es propia del aire o de la llama” (35). Del sinfín de metáforas definitorias del fantasma, no conozco una mejor que la invocada por James Joyce en su Ulises: “¿Qué es un fantasma?”, se pregunta Stephan Dedalus. “Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable. Por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.” Cierto, la sentencia es ambigua, pero es justamente esa ambigüedad lo que la vuelve pertinente para nombrar el concepto que quiere describir en términos de una mera proyección

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de la fugitiva condición humana. El fantasma es una aparición que para serlo debió antes ser lo opuesto: una desaparición, una desintegración, un abracadabra de disolvencia o resta. El fantasma es, en suma, la presencia de una ausencia.1 Sin embargo, somos sólo los hombres, con nuestra fatídica conjunción de consciencia y sentidos, quienes podemos imponer orden a semejante paradoja. “La causa próxima de la aparición de un espectro ha de hallarse siempre en nosotros mismos”, afirmaba Schopenhauer (17). En este mismo sentido de interioridad reflectante o proyectiva, mucho tiene que decirnos la noción de sombra en términos sobre todo freudianos: más que el otro, la sombra (o el fantasma o el monstruo) es la parte oculta de uno mismo, el conjunto de pulsiones que ha sido remitido de lo evidente a lo oculto. Es lo que deseamos veladamente y a lo que sólo podemos enfrentar abiertamente cuando lo hemos traído a la luz pública bajo el escudo de la fantasía monstruosa del fantasma, la sombra o el doble, figuras todas ellas que la psicología relaciona con el desarrollo del ego y con la separación de un centro de consciencia que de pronto necesita dar salida a sus conflictos entre lo deseado y lo prohibido. Trátese, en fin, de sombra, de fantasma o de cualquiera de sus muñidores –los dobles, los reflejos, los monstruos enmascarados, los payasos, y demás–, todos en realidad son materializaciones necesarias de lo que habita en aquello que Freud y sus herederos llaman el inconsciente. En este sentido, el relente irracional de la creencia en los fantasmas no es razón para que los consideremos poco importantes, no digamos inexistentes. Es en ese sentido que Harpur, el creador de un concepto tan notable como la realidad daimónica, asevera que la supuesta trivialidad y lo aparentemente disparatado de muchas 1 En opinión de Graf, entre los hombres no civilizados “el alma es una exhalación, o un vapor ligero, y se puede ver bajo la apariencia de ‘espectro’.” (35).


El legado de los monstruos V

visiones forman parte esencial de ellas, pues proponen una reestructuración radical de lo que comúnmente contemplamos como realidad. “Y al hacerlo –concluye el autor– quiero sugerir que lo irracional no es necesariamente insensato, ni lo inconmensurable incomprensible” (75).

d

Para entender al fantasma no basta afirmar que éste es proyección de lo inconsciente individual o colectivo.2 Primero es necesario recordar que ideas tales como alma, fantasmagoría e inconsciente son también artificios, clasificaciones de equilibrio sumamente delicado. Hoy en día asumimos como un hecho la dicotomía de cuerpo y alma; olvidamos que es una ficción, una especulación en el mejor de los casos. Esta división entre un alma etérea y un cuerpo plenamente material ha derivado en dogmas de consecuencias perniciosas, aunque sumamente ricas cuando se trata de encauzar la fantasía y de entender cómo los hombres procuramos objetivar nuestros miedos. Toda fantasmagoría nace de la creencia casi mitológica y acentuadamente gnóstica de que el espíritu es un ser inmaterial cautivo en la penosa prisión del cuerpo. Esta idea ha sido asumida con tal naturalidad en el judeocristianismo, que negarla hoy parece casi una apostasía de la razón. No obstante, algo en nuestro interior se rehúsa a aceptar ese dogma como se ha rehusado siempre a asumir el carácter irrecusable de la muerte. De esa negación proviene acaso nuestra sempiterna invocación del fantasma, esa fe rebelde de los hombres en que de veras hay un grado del cosmos en el que la prisión de la materia puede existir sin ser total. 2 Esto nos conduce irremediablemente a preguntar, tanto a culturas como a individuos: “Dime cómo son tus fantasmas y te diré quién eres.”

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Hay en la ficción fantasmal un jugueteo dialéctico, fantasioso y un tanto pueril que confronta la tesis del espíritu con la antítesis de la materia para engendrar la improbable síntesis del fantasma mismo. Se diría que el código bipartita del gnosticismo negoció consigo mismo para triangularse de repente gracias a una tercera y negociada opción ontológica: la existencia del ser en lo transitorio como algo reconocible, al menos para los sentidos, particularmente para la vista y el oído. Con sus sábanas y mortajas, con sus arrastrar de cadenas o sus fosforescencias de fuego fatuo, el fantasma tópico encarna la dialéctica entre la levedad y el peso: es la sumatoria del choque de esas cifras, de otro modo contundentes, llamadas vida y muerte. Creo que nadie ha entendido mejor este proceso que Emanuel Swedenborg. Así como la Iglesia acuñó en su momento la idea del purgatorio con su correspondiente éxito recaudatorio, así también el gran teósofo sueco dio con sus visiones una narrativa a nuestro deseo de darnos una segunda oportunidad sobre la tierra o, al menos, una alternativa para la transición benevolente, la enmienda de cuentas, la purificación, el hábeas corpus existencial y el derecho a un juicio justo. Con sus visiones escatológicas y su modernización de un estado paralelo o liminal que, sin embargo, existe, Swedenborg concede una legitimidad ilustrada y moderna a nuestro atávico deseo de vivir para siempre y a nuestro proverbial miedo a no acabar de morir nunca. Los lectores más audaces del teósofo sueco supieron encontrar, cada uno a su modo y con propósitos muy diversos, cuán hondamente arraigada estaba en la cultura occidental la necesidad de negar lo fatalmente eterno, por un lado, y la de ralentizar el pulso espantable del tiempo, por otro. Tanto el sesudo Schopenhauer como la charlatana Blavatsky –y quizá


James McBride, ilustración para un cuento de M.R. James, 1904, Inglaterra.

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también varios lectores frívolos de ciertas escatologías orientales– revivieron al fantasma en un siglo compartido por románticos y realistas. Unos y otros aceptaron la resurrección del reviniente y la sazonaron con arquetipos no menos monstruosos: dobles neblinosos que nos roban el capote, hombres con cicatrices a modo de sonrisa, enmascarados fantasmas de la ópera o retratos que se envilecen cuando deberíamos envilecernos nosotros. En el siglo XIX, los fantasmas, los dobles y las sombras se convirtieron en los monstruos por excelencia en una civilización decadente, contradictoria, infantilizada,

confrontada por los sueños de la razón y asustada ante el vértigo del progreso maquinal.3 Así como el extraterrestre prolifera en la Guerra Fría, el fantasma pulula en la Paz Sombría de la Bella Época. Como cualquier monstruo, el fantasma decimonónico no hace más que infiltrarse en la puerta que en ese momento preciso había dejado abierto el inconsciente colectivo, un inconsciente indigesto de curiosidades y terrores que urgía objetivar en el punto de confort de las artes. Esas puertas tenían ciertamente que ver con el tiempo: sus goznes y cerraduras habían sido engrasados por la revolución industrial, la cual acudió a la física para hacer visible lo invisible y perenne lo fugitivo. El fantasma, después de todo, es también hijo de una inquietud de los hombres contra las prisiones del cuerpo y del tiempo. Mientras el autómata, el hombre artificial y el vampiro son francamente prometeicos, el espectro sólo encarna una protesta del hombre contra el hecho rotundo de la extinción, relativiza la 3 En Durmiendo con extraterrestres, su brillante estudio de los vínculos de las narrativas monstruosas con la religión y la superchería en la modernidad, Wendy Kaminer pregunta: “Si una de las ironías constantes del progreso científico es que fomenta postulados pseudocientíficos. La mayoría de quienes no somos licenciados en ciencias estamos, en última instancia, a merced de las autoridades científicas. Si creemos a pie juntillas las explicaciones detalladas de lo que son los viajes espaciales y la quimioterapia, ¿por qué dudar de las explicaciones igualmente ‘científicas’ de los viajes a través del tiempo o de la PES? A veces, cuanto más atraída se siente la gente por lo sobrenatural y mayor es su hostilidad al escepticismo de los científicos, más receptiva se muestra a la pseudociencia en la que se apoyan sus creencias. La apelación a sistemas energéticos, frecuencias vibracionales y referencias sin sentido a la física cuántica es una constante en la literatura New Age” (ver Durmiendo con extraterrestres. Barcelona: Alba Editorial, 2001. 201). En este mismo sentido, Ronald H. Fritze se resigna: “No podemos escapar de la pseudohistoria ni tampoco de la pseudociencia. La única diferencia es que ahora existen más ideas pseudohistóricoas y pseudocientíficas, y otros medios para difundirlas además de los libros. El sistema de propagación de los pseudohistoriadores y pseudocientíficos pone hoy en día al servicio de los charlatanes los recursos del cine, la televisión, la radio, las revistas e internet.” (ver Conocimiento inventado. Madrid: Turner Noema, 2010. 12).


El legado de los monstruos V

eternidad en un gesto más de resignación que de rebelión. En el universo fantasmal lo contundente, lo ya acaecido es reintegrado a lo que está sucediendo todavía. De ahí que el término germano de fantasma sea el verbalizado es pukt (que en inglés se sustantiviza como spook): lo que aparece, lo que está ahí. Esta transitoriedad léxica y psíquica se hermanará más tarde con los registros fonográficos y fotográficos, que llegan en el momento justo para hacer materializar en el presente lo audible y lo visible ya ocurridos. Que a nadie sorprenda entonces que justo en el momento de estas raras invenciones el espiritismo adquiriese una bonanza cuya onda expansiva alcanza a nuestros días alimentándose con la calidad hologramática de la virtualidad: tal como insinuaba Julio Verne en El castillo de los Cárpatos, el fantasma es lo muerto y lo pasado hechos visibles y presentes: todo holograma es un fantasma del deseo. Este espectro asistido por la tecnología virtualizante alcanza su mayoría de edad cuando Adolfo Bioy Casares retoma la idea verniana del holograma de la mujer amada en un mundo de hologramas, empujando a su protagonista a que se incorpore al mundo espectral, eternamente vivo y bello de la máquina del doctor Morel. Tanto Verne como Bioy Casares ilustraron en qué medida el progreso asiste siempre y fatalmente a deseos y miedos antiguos, en este caso, a la imaginación fantasmal como encarnación de lo deseado. Semejante y no del todo opuesto, Juan Rulfo completa esta lección sobre cómo lo fantasmal supera lo meramente real: fantasma inaccesible para el cacique, Susana San Juan habla desde el corazón de un pueblo poblado de fantasmas, un pueblo que demostrará al bastardo Juan Preciado que siempre estuvo muerto y que en realidad todos somos fantasmas en la medida en que todos somos hijos del desamorado y ya desvanecido Pedro Páramo.

Obra citada Graf, Arturo. El diablo. Barcelona: Montesinos, 1991.

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Harpur, Patrick. Realidad daimónica. Gerona: Atalanta, 2007. Sangsue, Daniel. Fantômes, espirits et autres morts-vivants. Paris: Librairie José Corti, 2011. Schopenhauer, Arthur. Ensayo sobre las visiones de fantasmas. Madrid: Valdemar, 1998.


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Carlos Barberena, Lisiado de guerra, 2008, Nicaragua.


La otra Granada, la de Steinbeck Javier Vargas de Luna

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rimer sábado de mi regreso a Granada, frente al gran Lago de Nicaragua o Lago Cocilboca, como se llamó siempre y como aún se mira en los rótulos de calles y en algunos carteles de comida típica. En mi camino de vuelta, mientras dejaba atrás la isla de Ometepe y el archipiélago de Solentiname, me he prometido permanecer aquí el tiempo necesario para convencerme de que en Granada pasan mejor los presentes de Nicaragua, en especial aquellos que explican su relación con la lectura. Sede de un festival internacional de poesía, algo habrá por aquí que me conduzca a sus formas de sentir y de presentir la realidad en los dominios de la palabra escrita –ya casi estoy convencido: sólo allí, en las geografías de una imaginación asumida, es posible reconocer la cara más limpia de cualquier ciudad–. Tan española y tan caribeña al mismo tiempo, Granada tiene aroma colonial. Anclada en el espectáculo de su lago interminable y del volcán Mombacho, para el visitante con ojo avizor en Granada el tiempo corre muy despacio, pues casi cualquier anhelo de prosperidad respeta el sentido de lo presente. Costeña por vocación, no exuda las apretadas rutinas de Managua, tal vez porque aquella ciudad está dominada por los artificios urbanos de avenidas y centros comerciales construidos desde la modernidad que habita en la palabra “progreso”. Quizás Managua repita los vicios de cualquier otra capital nacional, donde todo termina

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convertido en cosmética urbana, en máscara de metrópolis o en sueños cívicos que no cuajan del todo en el entendimiento. Sea como sea, lo cierto es que Managua está convertida en el epicentro de un latinoamericanismo sin medida, más propio de los años setenta o de los ochenta que de nuestros días, cuando los discursos de la aldea global fragilizan tanto la exaltación de lo regional. En este sentido debe entenderse la constancia de muchos nombres históricos: Rubén Darío en escuelas, teatros y avenidas; después viene Sandino –por supuesto–, y así hasta que te asaltan las efigies de Salvador Allende, el rostro gigante de Hugo Chávez y a menudo la boina y la barba más eternas del Che Guevara en aquella foto icónica de Korda. Managua es así, nueva y desordenada, firme y derruida, antigua e insólita, repetitiva y perenne a causa de sus muchos temblores y de su revolución reciente. En contraparte, Granada no padece las fiebres ni de lo urbano ni de lo político, al menos no con la misma intensidad. Su vida transcurre entre la parsimonia de los calores y en sus paseos por el lado de la sombra; agradan los portales de otra época, los pasajes peatonales, la plaza central con edificios de color pastel y piedra descascarada, la catedral, una casa arzobispal, comercios ambulantes y bancas a veces vacías y a veces repletas en la media tarde de todos los días. Porque todo hay que decirlo, también son cosa común los gringos jubilados que aquí sacan provecho de la baratura de las cosas, de la mano de obra, de los alimentos, de


las rentas a precio de regalo en sus conversiones monetarias. El mediodía de Granada tiene una luz muy intensa, cargada de un bochorno que a veces agobia hasta el sofoco: qué duda cabe, uno siempre suda pronto en los códigos postales de cualquier puerto de nuestra lengua. Desde hace días escucho decir a la gente que este año el invierno viene tarde, o que de plano no llegará nunca, al menos no con la constancia de otros tiempos, cuando uno metía la mano a los diluvios de septiembre y era posible sacar peces vivos entre los chubascos de la estación. La palabra invierno, tan impropia de las geografías cercanas al ecuador, en Centroamérica significa aguaceros, trombas de muchos días, chaparrones inacabables; desde allí, su expresión se desliza hasta convertirse en miedo o en celebración, pues un mal año de lluvias provoca carestía, fragilidad social y, por consiguiente, nuevos remolinos políticos. Varias veces me han dicho ya que en Granada sólo hay dos estaciones: el verano del sol y el invierno de las lluvias, pero me lo dicen con melancolía, como si la naturaleza fuera un negocio perdido o una inversión de alto riesgo. Han pasado ya varios minutos de música en voz alta con los acordes de la “Tula Cuecho” o “María de los guardias”, mientras ahora mismo recuerdo las viejas canciones sandinistas, la guitarra armada y la misa campesina –no estoy seguro de los nombres, de esto hablo siempre de memoria–. En la urgencia de pedir otra cerveza “Toña”, sentado en un café-bar de paredes de yeso y estuco, tomo nota de tantas cosas: la llamada “Cruz del Siglo”, los colores del Ayuntamiento, los soldados de la república en las mesas de más allá y el sol de mediodía que ya pica en la piel. Entre portones abiertos y zaguanes de otra época, los vendedores de comida se preparan para instalarse en los adoquines, allí donde más tarde

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ofrecerán el singular acento de sus raciones: tajada con queso, siempre “gallo pinto”, “mondongo”, “vigorón”, “vaho” de carne, “nacatamales” y aguas de sabores; se trata de recetas de arroz con frijol negro, platillos a base de chicharrón de cerdo, guisos con yuca y repollo, frituras de guineo, todo servido en unas hojas de plátano que nos acercan a la idea de transitar por un mundo que conserva sus tradiciones mientras triunfa con naturalidad sobre la escasez de cualquier producto. En este mundo dominado por las cosas esenciales, también asombra la forma en que se construyen las referencias domiciliarias. Mi primer posibilidad de alojamiento en Granada fue, por ejemplo, un hostal cuya dirección se anunciaba con solemnidad mercadotécnica: “Catedral 200 metros al norte”; otros más, explicados con la sustancia verbal de los folletos turísticos, podían encontrarse en el “Costado oeste del cuerpo de los bomberos” o “De Casa Pellas dos y media cuadras al lago” o en la “Calle central frente al gimnasio” o “Tres calles abajo del antiguo arbolito”. Todo apela a la idea de encontrar antes que a la noción de búsqueda, pues en Granada –de hecho, en todo Nicaragua– rige la filosofía del saber encaminarse antes que la del saber localizar. Y es así como he llegado a la casa de Fernando, a veinticinco varas al sur de “La Flor Panameña”, una casa colonial de colores inolvidables que en otro tiempo funcionó como almacén o panadería; el nombre revive un amor atrabancado, al más puro estilo Caribe, cuando al final de sus días el dueño pudo contraer matrimonio con una mujer histórica, oriunda de aquel país –imposible no pensar en Álvaro Mutis mientras escucho a Fernando hablar de Panamá–. En los pocos paseos que hemos hecho juntos, resulta curiosa la forma en que la gente lo saluda; sin ironías, con la franqueza de los seres de puerto, estas calles de costumbres tan


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Carlos Barberena, Ofrenda (after Gauguin), 2009, Nicaragua.

fundamentales ofrecen el vocativo de “poeta” a todo aquel cuya vida esté dedicada a los libros: “Buenas tardes, poeta”; “Cómo anda, poeta”; “Saludos en casa, poeta”. Y aquí Fernando es poeta por tantas razones, como gestor de versos en festivales internacionales y como promotor cultural convencido, como él dice –aunque con otras palabras–, de que ojos que no leen corazón que no siente. Su vivienda exhibe un patio interior que busca solucionar el calor y la humedad. La hamaca es algo más que folclor, y los techos corrugados, de zinc, palma o fibra de vidrio, no son sinónimo de pobreza sino afán de frescura durante las siestas de cualquier tarde. Al cerrar la puerta de la calle miro el orden de las macetas, los tiestos, las terracotas y esas jardineras que muy a su modo reproducen la voraz fertilidad de los puertos de trópico. Arquitecto de profesión, la casa de Fernando podría parecer excepcional en la disposición del vestíbulo; sin embargo, mi hostal y los hogares de otros amigos me confirman ya en la cultura granadina de los techos boquiabiertos. Nomás entrar, he recorrido las máscaras africanas que cuelgan de los muros, los cuadros familiares, su título universitario y los libros por todas partes: portadas y más forros, a veces en entrepaños con puertas de cristal y otras sirviendo de pared divisoria en un estudio donde ahora descubro dos restiradores gigantes, planos y diseños sin terminar, reglas T, un escalímetro, juegos de escuadras y varias plantillas cuyos mohos revelan mucho tiempo sin uso. Cuando por fin me quedo solo, reconozco la saturación de la humedad en todos los lomos, y entonces compruebo que Fernando era un trotskista de la vieja guardia. Son tantos los títulos con sabor a izquierda progresista, a socialismo crítico, a felicidad reflexionada desde las sociologías de la igualdad. Para empezar,


Reforma o revolución de Rosa Luxemburgo y Pedagogía del oprimido de Paulo Freire. Más allá, El pensamiento vivo de Sandino de Sergio Ramírez y las Reflexiones sobre la historia de Nicaragua de José Coronel Urtecho. Después –claro está–, Historia de mis libros de Rubén Darío, El estrecho dudoso de Ernesto Cardenal, La revolución desfigurada del propio León Trotsky y Cristo con un fusil al hombro de Ryszard Kapu-ci-ski. Por su parte, Ignacio Ramonet y su Fidel Castro, biografía a dos voces es, a todas luces, una adquisición muy reciente. En el tuntún de los libreros –aquí están Los condenados de la tierra de Frantz Fanon y el Canto general de Neruda–, descubro que en las primeras páginas de cada ejemplar han sido escritos el lugar y la fecha de su compra. Sin embargo, lo mejor son las dedicatorias ocasionales, los mensajes manuscritos en ida y vuelta, de su esposa hacia él y viceversa, y de inmediato comprendo que Fernando y María Cecilia vivieron un amor que convivió con los años más álgidos del sandinismo, y que estos textos conjugan la intensidad de su historia con las lecturas proscritas por la dictadura somocista. Poco a poco entiendo dónde se debe mirar y dónde no, pues las frases de tan especial coloquio de intimidades aparecen sólo en los libros de ficción, en títulos poco científicos aunque no por ello de espíritu menos revolucionario. En Pobrecito poeta que era yo de Roque Dalton, María Cecilia le ha escrito “Para ti, comprado con mi primer sueldo; te quiero, junio de 1978”, a lo que él respondería con unos cuentos de Baldomero Lillo adquiridos “en este agosto dedicado por completo a nosotros dos”. En su voz se reconoce la caligrafía del arquitecto; en ella, la devoción de quien enfrenta el primer día del resto de sus sueños. Y tanta es la inmensidad de sus intercambios, que de repente me asalta un pudor muy desagradable, como de voyeur que sorprende a los

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amantes desde la primera ventana de Germinal, de Émile Zola, donde se lee lo siguiente: “esperando que alguna vez sepas perdonar mis cobardías, que a tu lado son otra forma de desnudez; enero de 1979”. Más notas, diálogos de tanta ternura y recados de buena memoria en Cristo se paró en Éboli de Carlo Levi, en el libro doble de Jorge Amado, Cacao – Sudor, y en Hambre de Knut Hamsun. Y así hasta que Las uvas de la ira de John Steinbeck me hace saber que ya tengo lo que busco: “todo está aquí, la familia que seremos más allá de nosotros”, fechado en la ciudad de Estelí durante el día más histórico de aquella guerra en Nicaragua: ¡19 de julio de 1979! Por esta y por muchas razones más, el libro de John Steinbeck pesa muchísimo en sus casi seiscientas páginas de dolor y desarraigo, aunque la lectura es muy rica en resonancias, tanto poéticas como históricas. El autor se muestra inflexible en los egoísmos humanos que nos construye e incomprensible –¡y tan real!– en la muerte que ellos provocan, aunque lo primero por señalar debiera ser ese estilo tan suyo, sus vaivenes narratológicos, su capacidad para dar alternancia a lo escénico e insertarlo en lo panorámico, su anhelo de airear la tragedia individual entre los ventarrones de una catástrofe mayor: el terror social que siguió a la debacle del sistema financiero durante los años treinta del siglo pasado. Como pocos, el autor californiano sabe dar una voz única a sus personajes, pues presiente la conveniencia de que cada una de sus figuras sufra y se defienda del mundo desde el baluarte de su individualidad. Sólo así, convencidos de la vigencia personal de sus angustias, cualquiera de los caracteres de Las uvas de la ira se integra a la fatalidad del leitmotiv, la deshumanización de la agricultura, que domina todas las páginas de este gran diccionario del infortunio.


Además de que la novela puede ser definida así, como una extensa enciclopedia del desheredado, a menudo el lector sentirá fundados temores ante la verdad que se decanta de sus párrafos: no hay ley que valga cuando alguien tiene hambre. En este mismo sentido, no son pocas las ocasiones en que el relato nos desafía a consentir –¡y aun a postular!– que tampoco hay alma fuera de todas las almas ni legitimidad en las abundancias articuladas sobre las penurias. Y si acaso las frases nos suenan evangélicas o místicas en demasía, lo cierto es que han sido expuestas así con el objeto de adelgazar la idea de Dios para que sus antiguas nociones también padezcan la desgracia social. Sólo así llega a comprenderse que los predicadores y los ministros del cielo se hayan jubilado en el libro, y, por si fuera poco, sólo así se justifica el matiz inevitable de sus sermones, ésos en los que una y otra vez se exige trabajar por un orden distinto y refundar las esperanzas desde el lado contrario del asilamiento y de la soledad. Instalados en la orilla más tranquila de nuestra lectura, en no pocas ocasiones hemos de cuestionar al libro por las suspicacias ideológicas de sus descripciones; a pesar todo, sí, a pesar de querer creer que sus páginas no siempre resultan válidas, lo cierto es que sus personajes se nutren de las contradicciones de nuestra propia actualidad, aquí donde el individuo moderno aún insiste en el derecho a un destino más allá de los demás. Por supuesto que este es un libro cuyo tema, la propiedad de la tierra, ha sido instalado en los escenarios de la industrialización agrícola, aunque su especificidad radica en observarlo todo desde los apocalipsis que el cambio de signo histórico provocó. A partir de allí, este también es un libro de huidas, relato de fugas hacia la nada colectiva, recuento de una jornada de evasión hacia las utopías sin contenido, hacia los paraísos

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laborales convertidos en máscaras de la explotación o en espejismos del bienestar. Sin embargo, aquí el gran asunto es el camino, el tránsito mismo de la familia Joad de Oklahoma hacia una nueva era primitiva. No es el “sálvese quien pueda” relatado desde sus peripecias carreteras, es algo mucho más esencial: asistir a la emergencia de la nueva cultura del destierro que, al paso de los kilómetros –y del hambre–, codificará en silencio sus trashumancias antes de transformarlas en civilización. Como dice el propio John Steinbeck, la carretera se hace hogar y el movimiento lenguaje, y es entonces que florecen leyes, normas, léxicos, vestimentas, sueños, conductas, rituales, convencionalismos, olores, prejuicios, cocinas, hábitos, canciones, rutinas, todo inspirado en la experiencia de un peregrinar sin límites. Qué duda cabe de que un libro así llamaría muchísimo la atención a los sociólogos de la literatura, a esa corriente socio-crítica que ha hecho de la imaginación el caldo de cultivo de muchos de sus conceptos y que, sin embargo, olvidaron pronto al personaje del nómada contemporáneo, al hijo pródigo de la edad industrial, como la máxima realización estética de John Steinbeck. Desvestidos de raíces, sus figuras son recorridos sin itinerario, trayectos sin escapatoria, rutas interminables y, asimismo, ajetreos de una injusticia que se repite y destinos de una indignidad sin freno. No hay nada fuera del viaje, en él se extinguirán uno a uno los Joad de Oklahoma, en él buscarán renacer y de él aprenderán su último secreto: la línea entre el hambre y la rabia es muy fina. Sí, la escasez de trabajo, de alimentos y de justicia maduran la rabia en el alma del inmigrante, pues es allí donde se “hinchan las uvas de la ira, preparándose para la cosecha”, nos explica el autor americano en esos intermezzos cuya brevedad algo tiene de reclamo sociológico y otro poco de


testimonio de primera mano –Steinbeck era oriundo de Salinas, California, y aquel sitio fue uno de los escenarios de la gran migración provocada por el crack del 29–.Y es, pues, con dicha frase que terminamos de entender que la gran tragedia en estas páginas es de otro cuño: reconocer que quien detenta el poder sabe leer la historia y que la ignora por egoísmo; comprender que aquellos a quienes tocaba organizar las armonías sociales no lo hicieron con la plena consciencia del error que cometían. Como dice Steinbeck en esos capítulos de gran turbulencia reflexiva, para darse legitimidad histórica y salir indemnes de las catástrofes sociales, los gobiernos suelen construir repertorios discursivos que, en nombre del libre mercado, impersonalizan las lógicas de lucro desmedido que tanto afectan a las mayorías. Según se vaya o se venga de Steinbeck a Granada, mi camino hacia Costa Rica ha iniciado en la casa de Fernando; la elocuencia de las páginas es intensa, casi tanto como la de los paisajes volcánicos. La luz de las siete de la mañana hechiza con mucha calma y el sol te recuerda la belleza del bosque tropical; además, la vida institucional vuelve a aparecer conforme uno atraviesa la frontera. Es de reconocer que en Costa Rica las cosas parecen mucho, muchísimo mejor organizadas, y lo mejor de todo es sentirse de regreso a un mundo urbano sin ideologías en cada esquina. Después de mis largas semanas nicaragüenses he pensado en escribir algo –que nunca saldrá de mí, supongo– acerca de la relación inversa entre el mayor progreso que posibilita la desideologización de la vida. Casi estoy convencido de que en América Latina debemos educarnos para desvestir la justicia social de cualquier contenido político. No, la felicidad común no puede contener una visión política: ella debe ser superior y más sólida que los esquemas discursivos de la derecha o de la

izquierda. Todo esto es tan sutil y al mismo tiempo tan complejo, que una vez dicho me parece cierto y absurdo al mismo tiempo. Y mientras tomo nota, recuerdo las muchas ocasiones en que no he sabido discutirlo, pues mis amigos de un bando me tildan de conservador al escucharme, y los del otro se decepcionan ante la fragilidad de mis convicciones.

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