RESUMEN DE SAN AGUSTÍN Agustín de Hipona, el más grande de los Padres de la Iglesia, elabora sus teorías en los siglos IV y V y constituye un referente para la filosofía cristiana medieval durante siglos. San Agustín considera que la razón y la fe tienen como misión el esclarecimiento de la verdad única; como creyente, piensa que tal verdad única es la verdad cristiana. De ahí la prioridad que en su obra tiene la fe sobre la razón y su propuesta de adecuación del poder político a la fe. San Agustín profundizará en el mensaje cristiano utilizando conceptos de la filosofía neoplatónica. Así, en la línea del dualismo antropológico de Platón, define al hombre como “un alma que se sirve de un cuerpo” y establece entre estas dos realidades una importante separación. De este modo, explicará cómo el hombre es capaz de obtener conocimientos universales, necesarios e inmutables recurriendo a la “iluminación divina”: Dios está presente en el interior del ser humano y le ilumina, convirtiéndose de esta manera en la fuente de todos los conocimientos universales, necesarios e inmutables. Consecuentemente, el camino del conocimiento auténtico lleva a San Agustín hasta el interior del propio ser humano: “no salgas hacia fuera, vuélvete hacia ti mismo, pues es en el interior donde reside la verdad”. De ahí la predilección que existe en la obra de San Agustín por la intimidad, y de ahí también que la demostración de la existencia de Dios sea para él casi innecesaria: Dios aparece “demostrado”, para San Agustín, en la misma estructura del alma que cree y ama. Para San Agustín Dios es un ser infinitamente perfecto que posee en sí mismo, al modo de “ideas divinas”, las “razones” o modelos ejemplares, según las cuales han sido creadas todas las cosas (es éste un razonamiento de claras influencias neoplatónicas). Además, todos los seres han sido producidos desde el principio como “razones seminales” que deben desarrollarse en el tiempo, según el orden y las leyes que Dios mismo ha previsto. En el ámbito del conocimiento, al autotrascenderse el hombre descubre en su propio interior a Dios iluminando su alma y posibilitándole llegar a la verdad. En el ámbito del querer, de la voluntad, al hacerlo llega también el hombre a Dios (puesto que el hombre busca la felicidad, pero la felicidad no la puede encontrar en sí mismo, como ilustra San Agustín de modo autobiográfico en sus Confesiones). En todo caso, el hombre es libre y puede alejarse de Dios y buscar bienes mutables. En estas actuaciones del hombre se encuentra, además, el origen del mal. El mal en San Agustín no viene definido
propiamente como un ser, sino una ausencia de ser; de este modo, concluye San Agustín, el mal no tiene su origen en Dios, pues Dios es la causa del ser. Es por ello (por la libertad humana que posibilita el mal), que se pueden distinguir dos clases de personas diferentes: los que “se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios”, y los que “aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos”; los primeros constituyen la ciudad terrena, los segundos la ciudad de Dios. En efecto, en su obra La Ciudad de Dios, San Agustín considera que en toda sociedad existen dos ciudades, y según los hombres se amen a sí mismos o a Dios pertenecerán a una u otra ciudad. El mundo es, desde el punto de vista agustiniano de la historia, el drama entre dos fuerzas en conflicto: entre una ciudad celeste (en la que reinaría la caridad, la justicia y la piedad) y una ciudad terrestre (en la que reinarían las pasiones egoístas, y la idea de un hombre sin dios). A partir de la obra de San Agustín, las relaciones Iglesia/Estado durante muchos siglos serán interpretadas situando a la Iglesia en un plano superior: para San Agustín el Estado es una situación provisional que desaparecerá tras el Juicio Final. La Iglesia, aún sin ser identificada con la ciudad de Dios, la representa. Además, para San Agustín sólo es justo el Estado cristiano: la paz, que es el bien supremo de la política, se fundamenta en el ejercicio real del orden y de la justicia. Tales ideales sólo se cumplen plenamente en la Ciudad de Dios. Hasta el Siglo XIII la escolástica cristiana entendió mayoritariamente las relaciones entre razón y fe en la línea de San Agustín. Se insistió en que la razón servía para esclarecer los contenidos de fe y, por tanto, se consideraba una herramienta al servicio de la teología, según la antigua expresión “anchilla theologae”: la filosofía es una esclava de la teología.