1er capítulo las noches de la vigilia

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Introducción

En lo más alto de la cordillera que corresponde a Balandú hay un páramo de vegetación escasa y extraña. Enormes piedras soltadas por una explosión –que destruyó el mismo volcán que la produjo– ayudan a esta imagen de abrupta soledad y apretado abandono. Las plantas crecen hechas al viento frío y a la sequedad: su aire conciso, su viento de cristal, su hielo seco, han propiciado aquella persistencia heroica de la vida en un medio negado al crecimiento. Según recordaba, en aquellos sitios se había detenido el tiempo: un tiempo lleno de paciencia, dislocado en remolinos que fatigaban la niebla. El páramo era el eco de un estado de alma, todo se concentraba para la necesidad del regreso, para otra fuga de la fuga, cuando también es regreso la recuperación del sueño o de la pesadilla. La so­ ledad era una protesta desgarrada por inútil, latente en la búsque­da de más fuertes raíces, donde la sangre circula en la vanidad del mito. El pueblo también dejaba la impresión de un cansancio en madera y piedra, un arrepentimiento del esfuerzo in­ concluso; o de tocar el límite como si a sus fundadores les hubiera agarrado temor de llegar al páramo y a su leyenda,

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como si hubieran descendido tras una aventura sin relato posible. Aires de encierro, complicidad en la angustia, his­to­ rias sombrías, uniones sobresaltadas en el remordi­mien­to. Las frases mostraban esa reserva que el frío y el temor gra­ban en rostros y maneras. Todo era insinuación forza­da, con la bruma cubridora del páramo: hasta las imágenes con­­servaban algo de aparecido en la noche lenta: un puma que no podía morir, plantas ambulantes, aves de un pico en cada punta de su ala colectiva, nubáceos descendidos de las nubes más espesas, Núa-núas y bisabisanes. Aunque todavía no apuntaban otras posibilidades, se comprendía demasiado tarde que animales y plantas ha­ blan como en los cuentos. Sin embargo, jamás extrañó la existencia de voces sin boca, de almas sin cuerpo, de ges­tos detenidos en una antesala de muerte. Eran amigos el aullar de otros vientos y la queja de otras angustias detrás de las neblinas fieles. Se sabía de animales desdoblados entre cielo y tierra; se sabía de un río fantasma, donde cha­ po­teaban peces de otros siglos y golpeaban aguas huidas de­fi­ni­tivamente. Y de resumideros que se opacaban en una borrosa conciencia de acercarse al dolor. Nadie anduvo sus breñas sin verse poseído, nadie acá del páramo conoció regresos. Y nadie habitó el caserón de las dos palmas sin meterse en la noche más honda de la vigilia. Estas son las primeras historias de Balandú, pueblo en vía de sueño. El vuelo solitario de una hoja, el canto olvida­ do de un pájaro que olvidó cantar, un hilo de agua blanca entre los musgos... Y otros fantasmas vigilantes cuando la mirada, sola, mira sus propias desolaciones en el viento que llega de la infancia.

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Los cazadores

Fue en las altas colinas. El hombre tendía los brazos y dis­ paraba el grito cuando cruzaban las grandes aves del llano. Así cazaba pájaros migratorios. Después vi otros como él, silenciosos porque toda su fuerza se concentraba en la caza de las alas de paso. Muchas aves caían atravesadas por el grito de los hombres. Fue en las altas colinas de Balandú. Encaramarse a las rocas y a los muñones de árbol para avizorar alturas fue dán­ doles conformación de grandes animales de rapiña, certero el ojo redondo, dura la boca tensa, afilado el grito cazador. Hasta el movimiento de brazos tenía algo de aletazo para la agresión o la defensa. Fue en aquellas colinas, donde el viento hacía que las aves volaran como remando contra la torrentera. Las mu­ jeres se agachaban contenidas para hacer más certero el grito cazador de sus varones: voces con agudeza de flecha, de vientos arremolinados que zumbaban en los nubarro­ nes como si se hirieran contra la desolación de invisibles peñascos. Fue en las altas colinas, donde suelen enloquecer los vientos, y en el viento los pájaros, y bajo viento y pájaros, los hombres. Ya nadie recuerda la tribu de cazadores alucinados.

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Otra manera de morir

1 O si uno pudiera irse de la vida como de un pueblo... Recorrer la calle de salida sin volver la cara, encoger los ojos, respirar, tapar un recuerdo, acostumbrarse a la huida. Porque debe haber otra manera de morir. O abandonar la vida como quien abandona una ca­sa; dejar que avancen los pasos, echar una ojeada a los objetos que en algo nos modificaron, recibir por última vez el aire de las habitaciones, y salir para entrar en ese afuera, donde llega la última fuga.

2 Primero tener el motivo, es el comienzo justo para cual­ quier homicidio rutinario. Pensé que lo original hubiera sido matarlo primero y después hallar el motivo de esa muerte. Siempre se encuentran razones para matar a un hombre: el orden de los factores no altera el producto.

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3 Estaba pequeño el recuerdo. Era reciente, había vivido poco –si puede llamarse vivir a un instante, a un insinuarse– porque nació débil y murió. Me puse a llorar su muerte pero al rato olvidé por qué lloraba, levanté los ojos al viento y seguí camino.

1, 2, 3, 4 Corrió la voz de que había inventado otra manera de morir, pidieron una demostración. —En homenaje a la ciencia. No aceptaron que las muertes son iguales un segundo después de haber acaecido; que lo único diferente sería la víctima de turno. —Por eso. Hablaban así porque ya no interesaba la respuesta, lo que debía suceder estaba convenido. —¿Esa es la casa? —Es la casa. Al recorrer las primeras habitaciones trataba de recor­dar, trataba de ver en la atmósfera ese recuerdo. Un tic-tac de reloj, un tiempo reptante, un aire de lejano encierro. Allá se veía la luz como una fuga abierta. Cuando salimos recordé algo de la muerte, o de la vida. Aparecía como un recuerdo más o menos olvidado, de casas más o menos olvidadas, exceptuando esta del frente, que venía recta a mi memoria. Trataba de caminar despa­cio, así el mundo también se detendría; trataba de encontrar dentro de mí algo de la casa, del pueblo, de otras calles, un recuerdo con sol de cobre viejo en la tarde.

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—“Si uno pudiera irse de la vida como de un pueblo”. Porque a veces me iba de los malos ratos, así, rehuyendo el peligro; si me aburría por cualquier circunstancia salía para aquel recuerdo, esculcaba cosas, recorría sus ámbitos. Ahora ignoro cuál es ese recuerdo. Los pasos de la calle larga resonaban en otro tiempo, hacia atrás. Pasos míos de otra época, en sentidos diferentes, y aquel sol viejo detrás de la torre, unos gritos festivos, un toro suelto, unos caballos. El disparo seguía aún sin sonar. Después volteó la cabeza: allá, aunque más lejos, continua­ba existiendo la casa. Algo me hizo pensar que desaparece­ría por encantamiento, un instante creía que no venía de la casa sino de otro recuerdo. Al volver mi rostro a su dirección normal vi cerca unas palabras agresivas: —Responsabilizarse de lo que uno escribe y piensa... También los miré a ellos, ahí, serenamente amenazantes. Al caminar sobre la calle iba entendiendo que pensar es acto suicida; que hallar la verdad no pasa de acercarse al porqué de nuestra derrota. —¿Está primero el motivo, o el acto? –dijo alguien que debía ser juez o jefe armado y que parecía hombre torpe, tal vez porque era torpe. Caminé cuidadosamente concentrado, en mi rostro de­ bió verse el rastro de una inmensa preocupación. Miré al sol frente a frente. —Está bien, viejo, podés seguir alumbrando. Debieron ser descansados mis pasos al trastornar la es­quina. Cuando llegamos al fin de la calle de fuga me co­­locaron contra el barranco, me escondieron la mirada con una venda. —Vamos a matarlo.

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En ese momento no había razón para morir. Además, ¿qué era morir? Me parecía demasiado pueril entender que ca­da cual debe inventarse su pasado, o decidirse por el verdade­ramente suyo; me avergonzó desear poner el reloj a marcar hacia atrás las horas, en ingenuo y desesperado afán de recu­pe­rar un tiempo irreversible. Y porque esperaban la pregunta, pregunté por qué motivo me iban a matar, creo que dije algo de premeditación. —Ya el crimen está cometido, necesitamos un cadáver. Y a otra objeción, más oída por mí que pronunciada por otro: —¿Podría proporcionarlo? Torpe también la necesidad de un cadáver. Más temprano se nos iría el sol. —¿Quién lo necesita? —… Inventar otra manera de vivir trae sus consecuencias. —¿Es cosa juzgada? —Primero lo matamos, después hallaremos el motivo. El orden de los factores no altera… Ni siquiera tenía ganas de ser un cadáver popular. Un cadáver cortés renuncia a sus espectadores… Entonces me lo encontré, ese recuerdo; podría irme a él, a su sol de co­bre viejo, a su penumbra: mi cuerpo se sentiría bien en aque­llos sitios recordados, descansaría en aquellos sillones, se airearía junto a esas ventanas. Ya era tarde cuando quise retroceder; parecía que me hubiera estado espiando para jugarme su mal rato. Entre la bru­ma de visiones niñas y viejas entendí que eso que tra­ taba de recordar era mi vida. Pero la vida se me olvidó con la única descarga, en el último afuera de todas las cosas.

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