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La muñeca reina
En «La muñeca reina», asistimos a múltiples viajes temporales. El narrador, ya un hombre maduro, encuentra en un libro de su infancia una tarjeta en la que se halla escrita una frase en caligrafía infantil: Amilania no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujo. Esa tarjeta es una magdalena proustiana que despierta en el narrador la memoria del tiempo perdido de su infancia. En ese tiempo, el narrador era un joven al que no le interesaba la educación tradicional y se pasaba las horas leyendo en el parque. Allí, una niña de siete años, Amilania, se hace amiga de él. Cuando la recuerda, Amilania carece de movimiento, y aparece fijada para siempre, como en un álbum de fotos: «detenida en su carrera loma abajo… sentada bajo los eucaliptos… boca abajo con una flor entre las manos… viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde». Que la memoria tenga la fijeza de las fotografías prefigura el desenlace del cuento: diversos críticos (Morin, Barthes, Sontag, Cadava) han escrito acerca del vínculo entre fotografía y muerte: la fotografía es una presencia que ya es ausencia, un instante detenido en el tiempo, destinado a sobrevivir en una placa de nitrato mientras el tiempo sigue
Alejandro Casona
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fluyendo y acumulando edades y llevándose consigo a los seres fantasmales que pueblan las imágenes fotográficas.
El narrador y Amilamia dejarán de verse y seguirán caminos distintos. Alrededor de quince años después, la tarjeta encontrada en el libro hará que el narrador regrese al parque. Allí, descubrirá eso que Proust sabía tan bien: la memoria es capaz de dotar a la realidad de una pátina de gloria de la que ésta carece. El recuerdo mitificado es superior a la realidad: impotente?» Los padres, desesperados, le preguntan tres veces cómo era su hija, y el narrador descubre que, en cierta forma, los seres humanos están hechos de tiempo, son las memorias que guardamos de ellos: «Cierro los ojos. Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate».
Cuando el narrador entra al cuarto de Amilamia, descubre
«detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso… Y la colina… Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle».
El narrador, intrigado, comienza a averiguar hasta dar con la casa de Amilamia cerca del parque. Allí descubrirá a dos seres -los padres de Amilaniapresos del tiempo, de los recuerdos: Amilamia está muerta. El narrador se pregunta: «¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria que los padres lo han convertido en un recinto mortuorio: «al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa… ese rostro