Aves de paso - Uwe Timm (Adelanto)

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Al servicio de las nubes Delia Falconer Un río llamado tiempo, una casa llamada tierra Mia Couto País de mi calavera. La culpa, el dolor y los límites del perdón en la nueva Sudáfrica Antjie Krog Tras la sombra de mi hermano Uwe Timm

Aves de paso Un hombre de cincuenta y pico (Eschenbach) lo ha perdido todo –su pareja (Selma), su amante (Anna), su amigo (Ewald, exmarido de Anna), su trabajo, su casa– y ha abandonado la ciudad dejando tras de sí una empresa en bancarrota y muchas deudas. Vive aislado en una isla del Mar de Frisia donde ocupa el puesto de guardia de aves, hasta que recibe el llamado sorpresivo de Anna, quien le avisa que irá a verlo. Mientras este se prepara para el reencuentro, sigue sus rituales cotidianos y lo visitan los fantasmas del pasado que permiten el desarrollo de la historia de dos parejas que eran felices, pero que dejaron de serlo cuando se desató la gran pasión prohibida de Eschenbach por Anna. Combinando la intensidad con una calma casi meditativa, el autor delinea una coreografía llena de matices sobre el poder del deseo, las misteriosas reglas de juego de la vida, el arte de la despedida y el viejo conflicto entre deseo y moral.

Aves de paso

C O L E C C I Ó N L E T R A S

C O L E C C I Ó N L A D E T Í T U L O S O T R O S

Miradas. Cuentos sudafricanos Zoë Wicomb Ivan Vladislavić

Uwe Timm

AV E S D E PA S O

Del principio y el fin. Sobre la legibilidad del mundo Uwe Timm

Rostro Original Nicholas Jose

Uwe Timm

Uwe Timm

Cinco campanas Gail Jones

UWE TIMM nació en 1940 en Hamburgo. Estudió germanística y filosofía en Múnich y París. En 1969 se casó con Dagmar Ploetz, de familia argentino-alemana, traductora de textos literarios. En 1971 se doctoró con la tesis “El problema del absurdo en el obra de Camus”. Por entonces inició su carrera como escritor independiente, influido por el movimiento estudiantil de 1968, época que reflejan entre otras las novelas Heißer Sommer [Verano caliente], Kerbels Flucht [La huida de Kerbel] y Rot [Rojo]. UNSAM EDITA, además de haber publicado Del principio y el fin. Acerca de la legibilidad del mundo, reedita en español para América Latina Tras la sombra de mi hermano, obra que ha sido elogiada tanto por los lectores como por la crítica más rigurosa. Asimismo, edita su última novela Vogelweide, bajo el título Aves de paso. Algunos de sus numerosos premios son el Premio de Literatura de la Academia de Bellas Artes de Baviera (2001), el Premio Napoli (2006), el Premio Heinrich Böll (2009) y el Premio de Honor a la Cultura de la Capital Múnich (2013). Actualmente vive en Múnich y Berlín.





Colección: Letras Director: Carlos Ruta Timm, Uwe Aves de paso –1a edición– San Martín: Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM EDITA, 2016. 266 pp.; 15 x 21 cm. - (Letras / Carlos Rafael Ruta) Traducción de: Macarena Mohamad. ISBN 978-987-4027-42-9

1. Literatura. I. Mohamad, Macarena, trad. II. Título.

CDD 833

The translation of this work was supported by a grant from the Goethe Institut wich is funded by the German Ministry of Foreign Affairs La traducción de este trabajo fue apoyada por una beca del Goethe Institut, financiada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania

Original publicado en idioma alemán como Vogelweide de Uwe Timm, ©2013, Verlag Kiepenheuer & Witsch GmbH & Co., Köhn 1ª edición en español, octubre de 2016 Esta traducción fue patrocinada por la Fundación Robert Bosch. El subsidio incluyó una residencia de trabajo en el Colegio Europeo de Traductores de Straelen, organizada por el Coloquio Literario de Berlín. © 2016 Uwe Timm © 2016 de la traducción Macarena Mohamad © 2016 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete. Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Diseño de tapa, interior y fotografía de tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: María Laura Petz Fotografía de solapa: Pablo Carrera Oser Para la realización de esta obra se utilizó la tipografía Alegreya ht Pro (cuerpos 11 y 8) y papel Bookcel de 80 g Se imprimieron 1000 ejemplares de esta obra durante el mes de octubre de 2016 en Latingráfica SRL, Rocamora 4161, CABA. Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Editado e impreso en la Argentina Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


Traducciรณn de Macarena Mohamad



La isla se desplaza lentamente hacia el este. De tres a cuatro metros por año, según la intensidad de las tormentas invernales y las marejadas. Ahí donde él estaba ahora, hacía cuarenta años había agua nada más. Y marismas. En las últimas horas el viento había empezado a soplar más fuerte. Un banco de nubes oscuras, azuladas, se extendía sobre el horizonte por el oeste. Las ráfagas levantaban penachos de arena de las dunas. La espuma que dejaban las olas al retirarse formaba anchas franjas blancuzcas sobre la playa. Las gaviotas planeaban sobre las olas, de repente una se zambulló en el agua. En el pico, un fugaz destello plateado. A la mañana había caminado por la playa, los cien metros que rastreaba cada tres días en busca de despojos del mar. Hoy había una lata de aerosol, un frasquito de pastillas, una zapatilla Adidas azul, una lata de pintura azul para barcos –calculó que le quedaba medio litro– y un envase de mousse de chocolate. Recogía la basura en una bolsa de plástico, la llevaba al refugio y una vez al mes, cuando había marea baja, la transportaban a tierra firme en el carro de caballos. De vuelta en el refugio anotó en un registro los objetos arrojados por el mar, calentó agua, cortó pan, puso la manteca y

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la mermelada sobre la mesa y preparó té. Mientras el té reposaba, observó con los prismáticos la bandada de pájaros que volaba sobre Nigehörn, la isla vecina, aves limícolas, ostreros, unos dos mil o tres mil, calculó, y apuntó el número. Acababa de servirse el té cuando recibió la llamada. No reconoció la voz enseguida, distorsionada e interrumpida por pulsos electrónicos. Ella le dijo que estaba en Hamburgo, que ya era hora de que volvieran a verse, y luego, en un tono un poco formal, le preguntó si tenía ganas y tiempo para que se encontraran. Tiempo tengo, dijo él, y ganas por supuesto. Pero será un poco engorroso llegar hasta acá. Selma ya le había contado que él vivía en una isla desde hacía unos meses. Como Robinson Crusoe pero con celular. A ella le parecía emocionante, aunque también un poco raro, y dijo: Estoy intrigada. Él le dio el número del campesino que traía a los visitantes de tierra firme en su carro de caballos cuando había marea baja. Tengo que consultar los horarios de la marea. Y te tienen que autorizar la visita. Suena a cárcel. Sí. Reserva natural, dijo él. La isla es un parque natural. Toda esta burocracia garantiza la soledad. Ella se rio y contestó: Eso es bueno. Ahora estoy en Hamburgo, en lo de una amiga. En dos días estoy por ahí, si es que te dan la autorización. Hacía seis años que él había oído por última vez su voz: Te lo pido por favor. No me llames más. No quiero más y no puedo más. ¿Entiendes? Se acabó. Ese era el mensaje que ella le había dejado en el contestador. Él había escuchado aquellas frases con ese final: Se acabó. Y se había dado cuenta de que no había ninguna esperanza de hacerla cambiar de idea. Por el tono de su voz, pero sobre

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todo por el hecho de que le hubiera dejado un mensaje en el contestador. Lo había escuchado varias veces y después lo había borrado. Llamó por teléfono a la administración y dijo que una amiga, una amiga muy íntima, subrayó, vendría dos días a visitarlo. Autorizado, contestó el director, y le preguntó si todo lo demás estaba en orden. Solo está permitido visitar la isla los meses de verano, en grupos, de vez en cuando, solo durante una hora y con aviso previo. Ahora, en otoño, aparte de Jessen, el campesino que pasaba una vez por semana a traer el correo y las provisiones, no venía nadie. Se sentó a la mesa puesta con esmero, había cubiertos y una servilleta junto al plato. Eran los pequeños rituales que le servían de apoyo en la soledad. Unos años antes, en el monte Athos, había conocido en el monasterio de san Dionisio a un ermitaño que iba a pedirles frutas y verduras a los monjes. Le había preguntado a aquel hombre santo cómo era un día de su vida, y él de buena gana le había contado lo que un novicio alemán le tradujo: levantarse con el sol, rezar cuando oía el tambor de las horas del monasterio lejano, barrer la gruta con una escoba de ramas, comer pan, queso y aceitunas, beber agua y volver a rezar. Era la agenda de un funcionario. Podría ponerse en estos términos: un hombre que gestionaba lo sagrado en el mundo terrenal. Él también se atenía estrictamente a su rutina diaria que, además de sus deberes de observador ornitológico, consistía en ordenar la habitación, tender la cama, barrer, respetar los horarios de las comidas y lavar los platos, sin permitirse concesiones. Ahora, sentado ante el plato con pan y el té que ya se había enfriado, pensando en la llamada, en la voz de ella y en el anuncio de su llegada, la sorpresa y la alegría iniciales

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dejaron paso a una duda. Por un momento intentó convencerse de que lo engorroso del viaje acabaría por disuadirla, pero luego se vio obligado a reconocer que, con lo decidida que era, la necesidad de hacer tres trasbordos no bastaría para hacerla desistir si se le había metido en la cabeza venir a visitarlo. La conocía, pensó, todavía la conocía. Aquella frase... Ya es hora de que volvamos a vernos. Por un instante pensó en llamarla para decirle que no viniera. Pero cuando revisó el celular vio que lo había llamado desde un número desconocido. Habría podido encontrar una excusa, que además no era mentira. Habría podido decirle que para los próximos días anunciaban mal tiempo, incluso temporales. En efecto el viento había arreciado al caer la tarde. Le entraron dudas. Le inquietaba la idea de tener que compartir una noche con ella el refugio, compuesto de una sala y tres cuartos diminutos. Una desacostumbrada cercanía física, con todos los movimientos imprevistos que implicaba, los olores, el hecho de hablar y de tener que hablar. Durante los últimos años había vivido solo, luego, los últimos meses, en ese refugio. Y como no podía ser de otra manera, había adquirido ciertas manías que no tenía ganas de compartir con nadie. Levantarse de noche, al menos una vez, para orinar al aire libre mirando hacia arriba cuando estaba despejado, hacia aquel cielo estrellado que parecía tan próximo. Bebió un sorbo del jugo de saúco que la mujer del campesino le mandaba acompañado siempre del siguiente comentario: Si está húmedo y frío, con saúco no hay resfrío. Cuando tardaba en volver a dormirse, solía ponerse a hablar en voz alta en la oscuridad, no solo consigo mismo sino también con sus fantasmas, como él los llamaba, amigos y enemigos,

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muertos o todavía vivos. Curiosamente ahí lo visitaban con mucha más frecuencia que en la ciudad, incluso los que hacía años que no veía y ya casi no recordaba. Ahí venían a verlo, tal vez fuera por ese viento que soplaba casi siempre, por el remoto rumor de las olas, el griterío de las aves –sí, gritos eran– y la ausencia de voces humanas. Los fantasmas se le aparecían en toda su corporalidad por lo general de noche, pero a veces también de día, tan cerca que podía verlos con absoluta claridad. No eran recuerdos fugaces, mantenía diálogos con ellos. Una experiencia similar a las de los exploradores polares que después de haber perdido a un compañero, de repente volvían a verlo sentado en la carpa, aunque hubiera muerto congelado y ya estuviera sepultado en el hielo. Con su amigo, el inglés, hablaba a menudo, no solo mentalmente, también en voz alta. Le contaba sus observaciones, el halcón que cuatro días antes había llegado a la isla arrastrado por la tormenta o las lechuzas campestres que arrojaban al vuelo trozos de comida a sus pichones. Y sobre todo los vuelvepiedras, una pareja había anidado en la isla la primavera pasada. Qué nombre tan elocuente tenían aquellos animales, había pensado años atrás cuando los estudiaba con su amigo. Con su amigo inglés, un etnólogo cuyo hobby era el avistaje de aves, había ido dos veces de vacaciones al mar del Norte, a Amrum. Él había sido su maestro en el estudio del vuelo de las aves. Conversaciones en la playa lo llamaban, dejarse llevar por el viento de marzo a lo largo de la costa de Amrum o, por el contrario, caminar viento en contra, a veces con las ráfagas arrancándoles las palabras de la boca, charlando sobre Shakespeare, las monedas de concha, la prostitución sagrada, los colonos, sobre los igbo y el intercambio de conchas de cauri y sobre las rutas del damasco en África. Qué lejano le parecía todo eso ahora, la indignación contra los poderosos, contra su modo de manejar el mundo. Su amigo, sobre todo, bramaba con increíble tenacidad y energía una

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asombrosa cantidad de improperios, la mayoría referidos a la zona anal, contra los neoliberales con los que trataba en la universidad y el gobierno. Cada vez que su amigo inglés se marchaba después de haber estado de visita en el refugio, a él le quedaba un sentimiento de pérdida: ya no podía llamarlo más, de noche –aunque nunca se quejara, su amigo sufría de insomnio–, para hablar de algo, alguna cosa intrascendente que charlando siempre resultaba trascendente. Eschenbach le contaba de su trabajo infinito sobre Jonás y la ballena, para el cual su amigo tantas remotas sugerencias de lecturas le había hecho. Su amigo no era alguien que escribía, era alguien que leía, con una memoria admirable. Y era alguien que buscaba. Yo sigo evaluando las entrevistas, se oyó decir a sí mismo. Todos los deseos, las nostalgias, las decepciones expresadas frente a un grabador: conocerse, buscar, encontrar, perder. Un proyecto absurdo, le había dicho el amigo cuando empezó. Y ahora se lo repitió. Pero bien pagado. Lo extraño era que el amigo tuviera una barba espesa. ¿Se la habría dejado crecer durante la enfermedad? Eschenbach no lo había visto en sus últimos meses, no había ido al sur de Francia cuando se estaba muriendo. Eso es un emporio de los sentimientos. Tu trabajo es interminable, dijo el amigo en voz baja. Sí, pero es una etapa de purificación. Había ido hasta la isla a pie una mañana temprano, en marzo, el día que ocupó su puesto, como llamaba él a su estancia allí. Su equipaje, una valija y un bolso, llegaría al día siguiente.

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Por kilómetros y kilómetros él era lo único con relieve en aquella superficie húmeda. Un retumbar lejano le hizo darse cuenta de que si allí caía un rayo, no podría fulminar a nadie más que a él. Caminó por aquella superficie parda en la que a veces se hundía hasta los tobillos, agua que se escurría, chorreaba, fluía en canales que él tenía que vadear, agua que corría hacia el oeste. El suelo donde se formaban burbujas pardas, atravesado por venas de agua grandes y pequeñas, saturado de humedad, se convertía sin horizonte en un cielo encapotado, gris oscuro. Un profundo silencio. Así debe haber sido el mundo poco después de la separación de tierra y agua, de cielo y tierra. Vacío inconsciente. Recorrió el camino señalado por haces de hirsutas ramitas negras, en el que solo de tanto en tanto se distinguían huellas de ruedas, describiendo una curva alrededor de la isla de Neuwerk cerrada con diques y luego hacia el gris del horizonte. Vadeó los canales de agua fría y al cabo de una hora y media vio surgir de aquel gris, a lo lejos, la isla de Scharhörn, una superficie cubierta de matas, con ligeras ondulaciones, no muy extensa, una franja de gris amarillento, las dunas de pocos metros de altura. El silencio de los pasos, aquel adentrarse en la quietud, la indiferenciación, la ausencia del ajetreo de los últimos días. Había salido de la ciudad y se había dirigido a la estación. En el andén había sido testigo de un violento altercado entre dos jóvenes. No iban harapientos ni borrachos, iban bien vestidos, con portafolio, probablemente camino a la oficina o la universidad. Pensó que en cualquier momento iban a abalanzarse uno sobre otro, pero luego se dieron vuelta y se separaron, se quedaron ahí, a pocos metros de distancia, como si un momento antes no acabaran de gritarse “¡fanfarrón!”, “¡hijo de puta!”. Esa había sido su despedida de la ciudad. Tres horas después –se había tomado su tiempo– había

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llegado a la isla. Sobre el terreno más firme que iba emergiendo poco a poco de las marismas con matas de salicornia destellaban finas orlas de hielo. Con la arena seca bajo los pies, subió por el sendero que se extendía entre el barrón hasta la duna donde se encontraba el refugio. Una casa container blanca, con cinco ventanas en el lado largo, situada sobre una plataforma con macizos pilotes de tres metros de alto para protegerla de las mareas vivas. Desde la pasarela que la rodeaba, provista de una valla de madera, podía verse toda la isla y también Nigehörn, la isla vecina deshabitada, donde había un viejo refugio semihundido junto a unos arbustos y árboles. Las islas estaban separadas por un ancho canal pero crecían juntas, y juntas se desplazaban lentamente hacia el sudeste. El guardia de la isla, que era ante todo un guardia de aves, vivía allí solo, de marzo a octubre. Aquella primavera, la muchacha seleccionada para el puesto, una zoóloga, se había enfermado, aunque decir “se había enfermado” era una singular perífrasis para ocultar un embarazo riesgoso. Un conocido de Eschenbach, un profesor de ornitología a quien una vez él había ayudado a hacer el recuento de las aves, lo llamó y le preguntó si le interesaba ocupar el puesto, ya que los otros candidatos no podían o no querían trasladarse tan rápido a la isla, pues al fin de cuentas ello implicaba estar varios meses separados de sus parejas. Eschenbach había aceptado de inmediato. Estaba escuchando los crujidos y chisporroteos de los leños ardientes en la estufa y acababa de volver a calentar agua para el té cuando ella llamó por segunda vez. Había alquilado un coche y podía llegar al día siguiente. Quería saber los horarios de las mareas, a qué hora podía tomar el carro de caballos aprovechando la marea baja. Él no dijo nada del mal tiempo, tan solo: Trae abrigo. Aunque tendría que haberle dicho: Trae un impermeable.

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Añadió que había notificado su visita a las autoridades ambientales, que se podía quedar una noche. Ella, riendo, volvió a preguntar por qué esa huida del mundo, por qué precisamente una islita como esa. Ya lo verás. Y no esperes bahías de película ni acantilados, nada, solo es una pequeña isla de arena, llana, en el mar de Frisia. Después de esa segunda llamada bajó a la playa. El oleaje era fuerte. La marea empujaba el agua que escurría, y el viento era favorable. Caminó desnudo sin tener que preocuparse por nadie, caminó entre gaviotas espantadas, chillidos salvajes, de pesadilla, anduvo entre las olas que se derramaban y se tiró al agua, esa agua fría, a fines de septiembre ya muy fría, salada, que lo sostenía mientras nadaba de espaldas. Se quedó flotando unos instantes y siguió nadando crol. Como siempre, pensó que si en ese momento le diera un calambre o se desmayara nadie se enteraría. Una idea que, lejos de aterrarlo, tenía más bien algo de tranquilizador. Regresó, nadó hasta la playa y se tiró en la arena, se dejó secar por el viento, tiritando cuando una de las nubecitas blancas deshilachadas tapaba el sol. Nunca había hecho yoga, pero pensó: Debe ser así cuando uno se sumerge lentamente en sí mismo, y el ir y venir de los pensamientos, las imágenes, la voluntad y el deseo desaparecen en un claroscuro bajo los párpados. Lo que lo diferenciaba de todos aquellos a quienes había dejado en la ciudad era la falta de planes. No necesitaba planificar ni pensar en el mañana. No era como Ewald, el arquitecto, tan planificador, planificador de casas y de vidas, ni como Anna, la mujer que lo había llamado. Había oído decir que ella tenía una galería en Los Ángeles. Él también había sido un planificador que se dedicaba a minimizar lo superfluo. Condensado, racionalizado, rápido:

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los enemigos de la tranquilidad, como los llamaba Selma. Ella, que se sentaba en su mesa de trabajo y forjaba una pulsera de plata. Ahora él era un recolector de datos sobre el vuelo de las aves y las especies, sobre meteorología y mareas, agua y marismas, alguien que se limitaba a describir y nada más. Eres un romántico, le había dicho Ewald una vez. Qué palabra, pensó él, y contestó: Por mí puedes pensar lo que quieras. Una de las razones por las que había aceptado tan rápido fue que estaban refaccionando un edificio frente a su departamento. A los inquilinos, en su mayoría personas mayores con algunas de las cuales se saludaba, los habían inducido a abandonar sus viviendas mediante incentivos económicos. Refaccionar no era la palabra exacta, el edificio había sido literalmente destripado, derribaron paredes divisorias, apuntalaron los techos de los departamentos y los cubrieron con tiras de plástico para proteger el estuco que seguramente después limpiarían y pintarían. A la mañana lo despertaba el prolongado rechinar del montacargas colocado frente al edificio, luego un breve estruendo de los taladros neumáticos, el chirrido de una sierra circular. Después, silencio. Era solo para hacer ver que ya habían llegado al trabajo. Durante un tiempo había pensado en irse a vivir al campo y alojarse en una pensión barata. Pero al hacer un cálculo aproximado de los honorarios que le faltaba cobrar, se había visto obligado a admitir que no le quedaba más remedio que seguir soportando ese ruido tan molesto en el patio interno, antes tan silencioso como desolado. Le atraía la idea de vivir cerca del mar y lo primordial: podría estar mucho tiempo solo. Unas décadas atrás había estado una vez en aquella isla. Él y un compañero de colegio –poco antes de terminar la

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secundaria– fueron en bicicleta de Hamburgo a Cuxhaven y luego a Neuwerk con el carro de caballos. Durmieron en un granero y tres días después, con la marea baja, partieron para Scharhörn. En esa época ya estaba prohibido el acceso a la isla. Él y su amigo querían llamar la atención sobre la munición vertida en las marismas después de la guerra. Lo llamaban en tono heroico “La ocupación de la isla”. Al cabo de una noche, congelados y exhaustos, se los llevó la policía. Tampoco hubiesen podido quedarse más tiempo, porque no tenían suficiente agua potable. Ni siquiera la prensa local informó de su protesta. Su recuerdo: el viento, la arena y el chillido de las aves. Así que el ofrecimiento llegó como caído del cielo, y dado que no tenía ningún compromiso que no pudiese postergar o eludir, le había resultado fácil aceptar. Era libre de hacer lo que quisiera. El precio que debía pagar era llevar una vida humilde. Pero él no hablaba de eso. Después de la catástrofe, de la bancarrota de la que había sido responsable, tampoco tenía ningún motivo para quejarse. Había llegado a tocar fondo. Aunque llegar no era la palabra indicada. Se había hundido. Ahora se ganaba la vida con tareas y ocupaciones diversas. Un fenómeno bastante habitual entre sus conocidos. Estaban los que seguían trabajando después de jubilarse simplemente porque tenían ganas y los que lo hacían para no tener que pedir el subsidio de desocupación, el Hartz IV, un eufemismo de la indigencia social. Él también hubiera recurrido a aquella ayuda económica sin vergüenza, pero su trabajo era interesante, es más, le entretenía. Desde hacía más de tres años corregía guías turísticas para una editorial de libros de viajes. Se movía por ciudades y países que nunca había visto y jamás llegaría a ver, y lo más curioso era que después de corregir esos textos ni siquiera sentía deseos de visitar aquellos lugares. Katmandú y La Paz, Islandia y Bután. Su tarea principal consistía en

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verificar los datos y arreglar las frases extravagantes. Él para sus adentros lo llamaba “enderezar” las frases, porque de hecho experimentaba lo dúctiles que son, sobre todo cuando son falsas, equívocas y retorcidas. Qué sorprendente originalidad podía llegar a haber en la mala ortografía. De vez en cuando se ponía a ojear novelas recién publicadas en una librería grande que atraía a los clientes para que se quedaran leyendo en los rincones con asientos acolchados y después compraran. Anotaba frases, tanto logradas como erradas. El editor de las guías de viajes, a quien Eschenbach cada tanto le enviaba ejemplos de esa clase de faltas en textos de una autora o un autor muy elogiado, siempre le sugería que publicara una recopilación de deslices estilísticos contemporáneos. Pero para hacerlo habría tenido que conseguir y leer esos y otros libros, y no creía que valiera la pena. Así fue durante años, de vez en cuando el editor lo llamaba y le decía: Tengo un libro sobre México que es un desastre. ¿Tiene tiempo? Y si Eschenbach tenía ganas –en realidad la cuestión era esa, porque tiempo tenía–, decía que sí y se ponía a trabajar. En otros tiempos había escrito poemas e incluso había publicado un librito, un cuaderno más bien, en una pequeña editorial. Uno de esos poemas lo había escrito durante la ocupación de la isla, como la llamaban él y su compañero. El mensaje Ininterpretable la escritura cuneiforme De las huellas en la playa. En vano los ornitólogos torturaron Con liga A correlimos y ostreros. Tampoco el cálculo de probabilidades De los asiriólogos

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Logró descifrar la escritura. Una computadora escribió: Mal agüero. Migajas de la programación Para un índice analítico del Antiguo Testamento. El mensaje no nos llegará Y borrado por la marea No quedará nada Más que un rumor: Del sexto libro de Moisés De la piedra filosofal De la teoría del todo Esperanza. Sonaba demasiado dramático ese “torturaron”, pensó al releerlo. Y el “ininterpretable” es tan rebuscado como superfluo. Todavía tenía que aprender a suprimir, a reducir. El poema le parecía afectado y ya no lograba identificarse con el estado de ánimo del momento en que lo había escrito, cosa que hablaba mal del poema en su conjunto. Todo lo contrario de aquella imagen tan vívida: una mujer caminando entre las filas de sillas, su porte, su altura, esa forma de andar, erguida, sin mirar a su alrededor, sin buscar, sin detenerse. Ella vio las sillas vacías en la fila de él y se acercó sin vacilar. El pelo castaño dorado, mejor dicho, color bronce con un matiz verdoso que nunca antes había visto, recogido en una cola de caballo. Se sentó a su lado, dejando una silla libre de por medio. Durante la conferencia (¿Qué significa el urbanismo hoy?), él había dejado una mano apoyada en la silla libre. En un momento echó un vistazo y vio la mano de ella, una mano en la que se notaba el gesto de agarrar, muy próxima a la suya. No llevaba las uñas pintadas. Su suposición de que tenía hijos se confirmaría tiempo después.

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