Género y sexualidad en la policía bonaerense (adelanto)

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SABRINA CALANDRÓN

CIENCIAS SOCIALES S E R I E INVESTIGACIONES

Género y sexualidad en la Policía Bonaerense



CIENCIAS SOCIALES S E R I E INVESTIGACIONES

Género y sexualidad en la Policía Bonaerense


Colección: Ciencias Sociales Serie: Investigaciones Director: Máximo Badaró

Calandrón, Sabrina Género y sexualidad en la Policía Bonaerense. - 1a ed. - San Martín: Universidad Nacional de Gral. San Martín. UNSAM Edita, 2014. 208 pp.; 21x15 cm. - (Ciencias Sociales. Investigaciones / Máximo Badaró) ISBN 978-987-1435-81-4

1. Etnografía. 2. Seguridad. 3. Estudios de Género. I. Título CDD 305.8

1ª edición, diciembre de 2014 © 2014 Sabrina Calandrón © 2014 UNSAM EDITA de Universidad Nacional de General San Martín Campus Miguelete. Edificio Tornavía Martín de Irigoyen 3100, San Martín (B1650HMK), provincia de Buenos Aires unsamedita@unsam.edu.ar www.unsamedita.unsam.edu.ar Diseño de interior y tapa: Ángel Vega Edición digital: María Laura Alori Corrección: Javier Beramendi Se imprimieron 500 ejemplares de esta obra durante el mes de diciembre de 2014 en Imprenta Dorrego, Av. Dorrego 1102, CABA, Argentina Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopia, sin la autorización expresa de sus editores.


SABRINA CALANDRÓN

CIENCIAS SOCIALES S E R I E INVESTIGACIONES

Género y sexualidad en la Policía Bonaerense


SERIE INVESTIGACIONES: COMITÉ ACADÉMICO

Aguilera, Oscar Universidad Católica del Maule, Chile Barrancos, Dora Universidad de Buenos Aires, CONICET, Argentina Besserer, Federico Universidad Abierta Metropolitana-Unidad Iztapalapa, México Borges, Antonadia Universidade de Brasília, Brasil Burchardt, Hans-Jürgen Universität Kassel, Alemania Caetano, Gerardo Universidad de la República, Uruguay Calvo, Ernesto Maryland University, EE. UU. Carvalho Rosa, Marcelo Universidade de Brasília, Brasil Forment, Carlos The New School for Social Research, EE. UU. Goebel, Bárbara Ibero-Amerikanisches Institut, Alemania Grimson, Alejandro Universidad Nacional de San Martín, CONICET, Argentina Gutiérrez, Ricardo Universidad Nacional de San Martín, CONICET, Argentina Jelin, Elizabeth Instituto de Desarrollo Económico y Social, CONICET, Argentina Obarrio, Juan Johns Hopkins University, EE. UU. Pecheny, Mario Universidad de Buenos Aires, CONICET, Argentina Sábato, Hilda Universidad de Buenos Aires, CONICET, Argentina Theidon, Kimberly Harvard University, EE. UU.


AGRADECIMIENTOS

Este libro es una versión revisada de la tesis de doctorado que defendí en diciembre del año 2013 en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín. La tesis fue posible gracias a contribuciones de diferente estilo. La Agencia Nacional de Promoción Científica y Técnica, a través de un PICT dirigido por Marcelo Saín, me otorgó una beca de nivel inicial, y más tarde, el CONICET, me concedió la beca Doctoral Tipo II. Ambas experiencias se anclaron en la Universidad Nacional de Quilmes, donde conté con un lugar de trabajo óptimo y todas las herramientas necesarias para el trabajo diario. El proyecto de investigación llevado a cabo en esta universidad “Análisis comparado de procesos de formación y de configuración profesional en funcionarios públicos, civiles, policiales y militares en el Estado nacional y provincial en la Argentina desde 1990 al presente”, dirigido por Germán Soprano, me costeó viajes de trabajo de campo y asistencias a congresos donde presenté avances de investigación. La institución Erasmus Mundus, a través del programa Europlata, me ofreció una beca para una estancia de investigación en la Universidad de Estrasburgo. Agradezco a Terence Boyle por ocuparse de mi estadía y al profesor Philippe Hamman, que amablemente me recibió en su laboratorio. Mi gratitud para con el IDAES por posibilitar la publicación de este libro, especialmente a Alejandro Grimson y a Luis Ferreira Makl por su trabajo y dedicación en todo el proceso del doctorado. También a mis compañeras y compañeros del doctorado, quienes se sometieron a leer mis garabatos y orientaron con sus comentarios y con las reflexiones de sus propios campos de estudio este trabajo. Máximo Badaró, María Pita y Carolina Justo Von Lurzer evaluaron la tesis, hicieron críticas e interesantes lecturas que me transmitieron con muchísima cordialidad. Les agradezco la generosidad de los comentarios que me resultaron fundamentales para encarar la revisión del texto para esta publicación. El Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata, dirigido en estos años por Marcelo Prati, también colaboró en el tramo final de escritura de la tesis y me brindó además un valioso lugar de trabajo. En el


mundillo de La Plata también tengo varias deudas pendientes. Agradezco a mis compañeros de la cátedra Teoría Política: Germán Soprano, Emmanuel Kahan y Cecilia Erbetta, por el aprendizaje y el trabajo compartido. A Osvaldo Barreneche, Gabriel Kessler y Ángela Oyhandy. A mi adorado Diego Galeano, por compartir conmigo su lucidez, su enorme pasión por la escritura y los descansos que usualmente le siguen al trabajo. A mis amigas y colegas platenses: Mariana Sorgentini, Florencia Bravo Almonacid, Nadina Rodríguez, Eugenia Madera, Eliana Gubilei y Victoria Cafferata por las infinitas coincidencias. Santiago Galar y Mirian Martín Lorenzatti, amigos importantísimos en todo este tiempo. En las comisarías el trabajo fue posible por el ánimo y la cordialidad de personas que aunque hayan adquirido cierto anonimato en estas páginas, donde las llamo por nombres que no son los suyos, merecen mi agradecimiento. En el museo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires me encontré con Miriam Peña, le agradezco por la ayuda con los archivos y el puente que posibilitó al presentarme a Stella Taborda y Elena Barrie, dos mujeres que me hicieron sentir una gran satisfacción por el trabajo y a quienes también agradezco. Varios borradores, que luego integrarían esta tesis, fueron leídos, comentados, corregidos y discutidos por compañeros/as del Grupo de Estudios de Policías y Fuerzas de Seguridad (IDES-UNQ). Sus aportes han sido sinceramente valiosísimos. Tomás Bover, Mariano Melotto, Iván Galvani, Mariana Galvani, José Garriga, Andrea Daverio, Laura Glanc, Mariana Lorenz, Brígida Renoldi, Agustina Ugolini, Paul Hathazy, Laura Biancciotto, Nicolás Barrera, Karina Mouzo y Sabina Frederic. Sin responsabilizarlos/as por los errores cometidos en este trabajo, diré que a ellos/as se asocia gran parte de lo bueno que aprendí acerca de los estudios de las fuerzas de seguridad. Aldana Siri y Juan Pablo Canala revisaron con paciencia mis escritos. Max Soto y Laura Odasso me orientaron en las bibliotecas francesas y alegraron mi estadía strasbourgeoise con mucho cariño. A mis amigas queridas, por ingeniárselas para que pueda notar siempre su presencia: Guadalupe, Amalia, Helena, Guillermina y Marita. Hermanas con quienes compartimos la vida desde antes de lo que la memoria permite recordar. Helena, además, me ofreció de su propia profesión: leyó y corrigió algunos de los capítulos y, en consecuencia, logró entusiasmarme. A mi familia. Mis hermanos, Santi y Martín; mis hermanas, Muriel y Karina; y mis padres, Elita y Santos; ellos han hecho el mayor esfuerzo etnográfico conmigo, tratando de entender un tipo de trabajo y forma de vida que les es, por lejos, ajena. A mis sobrinos y sobrinas, quienes adoro profundamente. A Aisha Patolsky por su compañía cotidiana y cariño. Un trabajo de estas características sería imposible sin una dirección dispuesta y metódica. Hubiera sido fácil que perdiera el hilo y el sentido de


orientación mientras escribía. A la guía, las lecturas y la generosidad intelectual de Laura Masson y Sabina Frederic debo una parte importante de mi formación en el doctorado. Ambas dedicaron tiempo y agudas lecturas de este trabajo, así como también pasión, ideas propias y paciencia para concretar cada uno de los pasos. Una mención particular quisiera hacer para Sabina: directora, consejera y apoyo esencial en este trabajo al que no le faltó inestabilidad, dudas y angustias de mi parte. Agradezco a ella la serenidad, el buen humor y el enorme trabajo de estos años.



PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

1. El problema de investigación 2. La perspectiva teórica 3. Características generales de la Policía de la Provincia de Buenos Aires 4. Metodología

CAPÍTULO 1

“Tirar es como tejer”: Género, moralidad y usos de la fuerza física

CAPÍTULO 2

“¿No te visitaron anoche?”. La sexualidad en la regulación de la profesión

por Sabina Frederic

13 19 22 26 30

1. Introducción 2. Definiciones y perspectivas en torno a la fuerza física y la feminidad 3. Aprendizajes y símbolos en el uso del arma de fuego: “tirar es como tejer” 4. Administrar el rigor: justificaciones y responsabilidades 5. La puesta en acto. Feminidad y agenciamiento en el uso de la fuerza

37 38

1. Introducción 2. La sexualidad en las comisarías 3. Figuras sexuales nativas 4. La circulación de significados de la sexualidad 5. Los placeres y el arte de gerenciar la sexualidad

63 65 67 77

42 49 52

82

CAPÍTULO 3

1. Introducción 2. Género en la policía 3. Policía Femenina 4. Policías mujeres

93 94 103 110

CAPÍTULO 4

1. Introducción 2. Familias en común: definiciones de los lazos de parentesco en las comisarías de French y Guevara 3. Sangre azul: la profesión como herencia familiar 4. Role playing: jugar y teatralizar la familia 5. “Somos como una gran familia”

121 122

Configuración de feminidades

La sagrada familia policial

134 139 142


CAPÍTULO 5

Emociones y criterios de intervención

CAPÍTULO 6

Proyección laboral y organización de la vida doméstica

1. Introducción 2. Las emociones en las actividades profesionales de policías 3. Estrategias para procesar las emociones

149 150 161

1. Introducción 169 2. Empleo y policía 170 3. Madres y padres: prácticas de los roles 182 familiares CONCLUSIONES

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BIBLIOGRAFÍA

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Prólogo por Sabina Frederic

El lector de este libro encontrará precisas y animadas recreaciones sobre cómo los/as policías de la provincia de Buenos Aires apelan a determinadas acepciones de la sexualidad, las emociones y lo familiar para moralizar su profesión. Sus protagonistas son varones y mujeres integrantes de la fuerza provincial más numerosa de la Argentina. El período analizado es el que comienza con las primeras incorporaciones de mujeres y se extiende a la actualidad. ¿De qué se trata esa moralización de la profesión policial? El libro la muestra como una forma de regulación práctica de las relaciones e intervenciones que realizan mujeres y varones policías. Este es justamente uno de los grandes hallazgos de esta investigación, resultado de haber privilegiado la perspectiva del actor, sus concepciones y prácticas, sucedidas en contextos aprehendidos durante el trabajo de campo etnográfico. Así, el conocimiento producido por la investigación de Calandrón, volcado en las páginas de este libro, resulta de una contraposición que cabe destacar. Su hallazgo se distingue contundentemente de ciertos abordajes de la temática usuales al ámbito académico-político atraído por el incremento de integrantes mujeres a las policías, en un escenario de expansión de derechos relativos al género. Otros propósitos parecen dominar estos abordajes; legítimos, pero distintos al conocimiento de las lógicas que permiten explicar y comprender el comportamiento social. Por el contrario, el conocimiento alcanzado por la autora de este libro esquiva la sostenida inclinación de expertos y funcionarios a evaluar la equidad de género, determinando así los niveles en los que se comparten derechos y oportunidades. Pero también se aparta de esa afición a imputarle una condición purificadora a lo femenino o a las mujeres, como si su presencia augurara la renovación positiva de una institución contaminada por el abuso de la fuerza, la corrupción y la connivencia con el crimen. En fin, como si la inmoralidad policial estuviese asentada sobre la condición masculina de una institución forjada por una histórica mayoría de varones. 13


Género y sexualidad en la Policía Bonaerense

Es otro el sentido de la moralidad que encuentra Calandrón durante su investigación etnográfica. Es el trabajo de campo con policías varones y mujeres en ámbitos donde se juega el ejercicio de sus quehaceres en la comisaría, en momentos de distensión, durante el servicio de calle o de plena actividad, entre muchos otros, donde la investigadora captura ese significado. Esa moralización se nutre de diferencias de género expresadas en tramas entrelazadas donde la emoción, la sexualidad y la familia, cobran un relieve fundamental para comprender el ejercicio de la autoridad, la organización de los quehaceres, la disciplina y la competencia laboral. Allí se expresa el lugar de las feminidades y masculinidades en la regulación de la profesión de policía bajo una configuración con tensiones y contradicciones que asignan sentidos a los principios reglamentarios escritos. Como también el ambiguo y amplio significado de la categoría “familia” alimenta esas tramas en los espacios de sociabilidad de las comisarías. Calandrón capta con agudeza el valor sociocultural de esa categoría entre los nativos, quienes la proyectan sobre el ámbito laboral tanto como un conjunto de personas simbólica y afectivamente vinculadas, como un espacio donde se realizan intercambios pragmáticos ligados a la vida y la subsistencia. Así, la profesionalización policial se configura con rasgos que escapan a análisis racionalistas donde la relación causa-efecto o la pura instrumentalidad de las relaciones sociales es la lente para mirar el mundo. Por consiguiente, lejos de advertir en este fenómeno signos de la desprofesionalización, el libro subraya la manera en que las personas actúan y los acontecimientos se dirimen por la presencia de esos factores, configurando de hecho esta profesión. Al mismo tiempo, las evidencias reunidas y articuladas en este libro nos llevan a extrañarnos de nuestros ámbitos e ideales sobre la profesión. Es que al neutralizar esos juicios de valor y dejarnos apreciar cómo la sexualidad, los vínculos familiares y las emociones juegan aquí un rol clave, el libro nos convoca a pensar cómo estos factores operan en ámbitos profesionales socialmente más prestigiosos. De este modo, cuestiona tácitamente falsas oposiciones, sostenidas por narrativas institucionales y de sentido común, como aquella que existe entre sexualidad y profesión, ámbito civil y ámbito policial, vida pública y vida privada. La vida social de los/as policías integra dichas categorías y es así que puede comprenderse la rutina de los quehaceres, los clivajes, las alianzas, jerarquías y tensiones, de modo curiosamente semejante al encontrado por Federico Neiburg (2003) en empresas familiares vitivinícolas del noroeste argentino. En otro orden, el carácter que asume la moralización profesional en este ámbito le permite a Calandrón comprender la gravitación de las mujeres en el proceso de transformación de la policía contemporánea, y con ello la alteración del rol de las mujeres en ella. Sin el conocimiento de cómo operan 14


Prólogo

esos recursos aparentemente “poco profesionales” es imposible comprender el cambio histórico. Es el pasaje de la separación tajante de las tareas realizadas inicialmente por mujeres, división fundada en la sensibilidad de estas, a la realización de una multiplicidad de tareas dentro de las comisarías, lo que hace de la emocionalidad y la sexualidad un conjunto de saberes y prácticas netamente policiales. Los espacios de trabajo de la policía quedaron así sexualizados y erotizados por la presencia de mujeres y varones, imprimiendo a la profesionalización de la policía su carácter contemporáneo. Las evaluaciones morales sobre el uso de la fuerza no son ajenas a dicho proceso. Desde la perspectiva de los/as policías existen modos buenos y malos de aplicarla que también atraviesan las diferencias de género, sin excluir a las mujeres policías de su ejercicio, muy por el contrario. Fuerza y feminidad no parecen contradecirse en la policía como tampoco parece suceder en otras esferas de la vida social. De este modo, feminidad y violencia son pensables como fenómenos simultáneos, no excluyentes. En rigor Calandrón muestra en el análisis de las justificaciones en el uso de la fuerza que realizan las mujeres policías en la comisaría, como des-feminizar la violencia ejercida por mujeres es una forma de desresponsabilizarlas, como si todo gesto de violencia pudiera explicarse por el dominio de lo masculino sobre ellas, y así no contradecir la visión canónica de lo femenino como encarnación de la pureza. Ahora bien, no hubiera sido posible encontrarse con la perspectiva de los/as policías, si la autora de este libro no se hubiera dejado seducir, perturbar y arrastrar por situaciones embarazosas, simpáticas, afectuosas o ásperas. Durante las numerosas jornadas del trabajo de campo, la posibilidad de tomar distancia de la batería de evaluaciones, juicios y medidas orientadas por espíritus reformistas con las que, como señalamos, suele abordarse la cuestión de género en la policía, dependió de la decisión epistémica de Calandrón de entregarse a identificar los temas que los y las informantes le señalaban como relevantes. Es esta decisión metodológica, sostenida rigurosamente, la que mostró en ella agudos contrastes entre su moral sexual y su sentido de la intimidad, y los de sus informantes. Fueron ciertas circunstancias compartidas en la comisaría o en la calle con los/as policías, las que despertaron en ella sentimientos y valoraciones propias de los ámbitos de su sociabilidad, especialmente universitarios de clase media, los que posteriormente se convirtieron en recursos clave de su análisis. Ahí, en medio de su propia incomodidad descubrió el lugar que la sexualidad y las emociones tenían para mujeres y varones en el ejercicio de esa multiplicidad de tareas que identifican y defienden como “policiales”. Tal vez en esas sensaciones fue donde Calandrón se sintió más alejada de su propio ámbito de referencia. Mientras, las opiniones de sus allegados (amigos, familiares, colegas y compañeros) sobre su investigación no dejaban 15


Género y sexualidad en la Policía Bonaerense

de recordarle el lugar oscuro y controvertido que la policía también ocupa en su mundo. Esos comentarios parecen presentarse bajo formas más descalificadoras cuanto mayores la proximidad del investigador con aquel mundo, sobre el cual nuestras anécdotas del trabajo de campo hablan por sí solas. Todo ello contribuye a comprender nuestros prejuicios y la dirección peligrosa que le imprimen a argumentaciones que finalmente poco dicen del mundo que deseamos conocer. De ida y vuelta, la investigadora experimenta la alteridad radical a minutos de donde transcurre su vida cotidiana. Esa otredad oculta en la certeza de que es en esa institución donde van a parar los malos o donde los buenos se pervierten y asumen formas corruptas, inmorales y socialmente desviadas. La etnografía de Calandrón desafía esa convicción de sentido común, tan familiar, mostrando facetas desconocidas y a la vez semejantes a otras profesiones donde un lenguaje emocional y una moral sexualizados y erotizados definen vínculos, saberes y medios de acceso o segregación a posiciones socialmente valoradas por los/as policías. Cabe señalar que este libro trata sobre el espacio del desempeño laboral y no el de la formación básica, ámbito que atrajo inicialmente la investigación empírica sobre la constitución ritual del “sujeto policial” como la realizada por Mariana Sirimarco (2009). Contrariamente, contiene un estudio de las emociones, la familia y la sexualidad, localizadas en dos comisarías, French y Guevara, del Gran Buenos Aires, cuyos nombres ficticios preservan el anonimato de quienes le confiaron su palabra a Calandrón. Por eso, la investigación permite ubicar el lugar de la trama ya mencionada en la comprensión cabal del funcionamiento de las comisarías, sin la cual no parece posible dar cuenta de cómo y por qué ocurren las rutinas y sus excepciones. Finalmente nos preguntamos cuáles son los campos de estudio a los que contribuirá este libro, y los estantes y anaqueles que habrá de ocupar. Serán seguramente los siguientes: género, profesión, emoción, sexualidad, moralidad y fuerzas policiales. ¿Pero es posible situarlo en una de estas áreas temáticas sin sacrificar la integridad o el holismo analítico que alcanza la etnografía? Precisamente, creemos que este es uno de esos libros difíciles de clasificar, y que es ahí donde reside la evidencia más contundente de su riqueza analítica y empírica. Porque es realmente meritorio que Calandrón haya evitado realizar un análisis autonomizado de la sexualidad, de las emociones y de la familia, para mostrar cómo se superponen, interactúan estos aspectos produciendo una moralidad con tensiones en la producción de los quehaceres. Una vez más la etnografía permite apreciar los alcances analíticos de interrogar, desde el trabajo de campo, presupuestos teóricos que suelen encapsular los conceptos como si estos pudiesen definirse independientemente del mundo donde los fenómenos ocurren. Este libro contiene una etnografía que 16


Prólogo

al descubrir conexiones nuevas e interrogar el debate conceptual, tanto como ciertos presupuestos de las políticas públicas, nos aproxima más acertadamente a la comprensión de una agencia del Estado que deja progresivamente de ser desconocida. Buenos Aires, julio de 2014

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INTRODUCCIÓN

1. El problema de investigación Este libro es una etnografía de la profesión policial en comisarías de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (PPBA). Una etnografía dedicada al estudio de prácticas y relaciones cotidianas con el fin de identificar las habilidades y cualidades que autorizan a las personas a ejercer la profesión policial y cuáles son, llegado el caso, aquellas que desaprueban y obstaculizan el desarrollo profesional. Lejos estamos de querer insinuar que esas definiciones, que posibilitan u obturan el acceso legítimo del uso de la fuerza pública, son estáticas o perpetuas. Al contrario, son producto de negociaciones, disputas y actualizaciones entre agentes policiales y no policiales. Entre estos últimos, se pueden destacar los agentes políticos, barriales y del poder judicial, con quienes los miembros de la policía dialogan diariamente. El trabajo de campo que dio lugar a este libro fue realizado durante varios meses de los años 2009 y 2010. El primer año, 2009, el trabajo de campo se desarrolló en una localidad del conurbano bonaerense que denominaremos Domingo French.1 La comisaría se encontraba a metros de la calle céntrica que concentra comercios de varios tipos y constituye uno de los paseos de compras de la zona. Es una comisaría de las que se denomina, en la jerga policial, de Seguridad Distrital, dedicada a la vigilancia con fines de prevención y conjuración del delito urbano. En el año 2010, en cambio, desplazamos el trabajo de campo a una Comisaría de la Mujer y la Familia (CMF), abocada a la temática específica de la violencia hacia las mujeres o entre miembros de una familia. Esta comisaría está ubicada en una ciudad de la provincia de Buenos Aires que llamaremos, en el desarrollo de este libro, Guevara. Utilizamos las técnicas clásicas de la antropología social: observación participante y entrevistas en contexto. Creemos que quien investiga debe, en 1 Los nombres de todos los lugares y personas que aparecen a lo largo del libro son ficticios. Esta decisión busca, en primer lugar, preservar la identidad de quienes nos confiaron su palabra. En segundo lugar, la identificación de cada persona se torna irrelevante y distractiva cuando el objetivo es, como en este caso, reconstruir la trama de relaciones y posiciones sociales con el objetivo de comprender el sentido que tienen las acciones en este campo específico.

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un buen número de oportunidades, dejarse llevar por lo que los/as nativos/as –mantendremos esta forma clásica de nominar a las personas que componen el espacio social en el que se realizan las investigaciones, casi como un pintoresquismo etnográfico, pero sobre todo porque no hallamos muchos otros términos tan eficaces como este– quieren mostrarle. Esto hicimos y podrá verse en el desarrollo de los capítulos del libro. Dejamos que los/as nativos/as guiaran, señalaran temas, sucesos y personas que ellos/as consideraban debían ser vistos, ya que resultarían interesantes en el marco de una investigación antropológica. Esto tuvo como consecuencia horas y visitas completas de derivas y de caminos que, finalmente, no fueron incorporados a la construcción del problema ni a la elaboración del texto final. Pero, sin duda alguna, también en ese ejercicio de no oponer resistencias a la intuición de los/as nativos/as hallamos que la feminidad, la sexualidad, las emociones, la familia y el uso generizado2 de la fuerza física tenían potencial analítico. Los temas que son tratados en estas páginas no son únicamente capricho personal, sino ocurrencia, arte o insistencia de los miembros de las comisarías. Seguir las pistas, como en una verdadera pesquisa policial, también significó incorporar otros materiales empíricos no tan clásicos en la antropología. Archivos personales que incluían fotografías, artículos de revistas de circulación institucional y de revistas de distribución abierta y documentos internos: como legajos laborales, órdenes del día,3 boletines oficiales y resoluciones ministeriales. Las entrevistas en el interior de las comisarías o en sectores y tiempos vinculados a las labores policiales se extendieron a entrevistas en momentos de descanso, con personas recientemente retiradas y con personas retiradas desde hacía décadas a las que llegamos a través del contacto y la disposición de los/as policías que conocimos en French y Guevara. Todo este material fue construido y abordado desde un enfoque etnográfico en cuanto “concepción y práctica del conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros” (Guber, 2004: 12). Este texto contiene un enorme esfuerzo por mostrar el punto de vista de los actores, sus perspectivas y las teorías que utilizan para explicar sus prácticas y orientarse en sus relaciones sociales cotidianas. Intención que implica, además, evitar críticas valorativas sobre el modo de actuar de los/as policías y el funcionamiento de las comisarías. En lugar de 2 La palabra generizado es una apropiación literal, utilizada en los estudios de género especialmente, de la palabra inglesa engendered o de la francesa genré. Hace referencia a la diferencia de género en la acción o sustantivo al que acompaña (es un participio al mismo tiempo que un adjetivo). 3 La Orden del Día era un documento diario que editaba la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y se hacía circular, vía fax generalmente, hacia todas las dependencias de la institución. Allí se anunciaban las novedades como pedidos de capturas, ascensos, cursos de formación, modificaciones legales y reglamentaciones. La Orden del Día se editó, con ese nombre, hasta el año 2003 inclusive. A partir de ese momento apareció el Boletín Informativo que cumple el mismo rol.

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Introducción

evaluarlo, y a esto invitamos al lector o lectora, perseguimos en primera instancia el objetivo de comprenderlo. Que la diferencia entre evaluar o auditar una agencia del Estado como es la Policía y comprender las acciones y relaciones en su propia lógica sea parte del proceso de investigación no fue una tarea fácil ni, mejor dicho, natural. Las fuerzas policiales han sido, en las últimas décadas, políticamente reformadas, socialmente denunciadas y judicialmente inculpadas. A la luz de un acercamiento reflexivo, fue necesario hacer una revisión de nuestra cercanía, sobre todo en el transcurso de la carrera universitaria de grado, con asociaciones y agrupaciones que se manifestaban contra el accionar abusivo de las fuerzas policiales. No necesariamente con el fin de abandonar las ideas políticas, sino con el de identificar cómo jugaban ellas en la interpretación y acercamiento a las comisarías en esta experiencia particular. Fue en este punto donde el esfuerzo científico de desprendernos del rol que tomamos en la sociedad como ciudadanas/os, o como militantes universitarios, implica –como diría Elías– vencer los temores, controlar las emociones y ver el proceso como si no estuviéramos en el centro de él, con el fin de observar las relaciones entre los elementos relevantes en el proceso (Elias, 1998). Algunas circunstancias que colaboraron en ese distanciamiento de las intenciones de inculpar a la policía y sus miembros fueron congresos, jornadas y seminarios académicos. Allí, de parte de colegas, recibíamos particulares comentarios al comunicar cuál era el objeto de estudio y las estrategias del trabajo de campo en nuestra investigación: “¿y te hablan si los entrevistás?”, “¿no te tratan mal?”, “¿no tenés miedo cuando vas?” o –en tono acusador– “no te irás a hacer policía vos, ¿no?”. La forma grosera en que se nos presentaban los prejuicios de que los/as policías eran adustos/as, intratables y peligrosos/ as o que el contacto con ellos/as convertiría a etnógrafos/as en malas personas (como si fuéramos moralmente superiores y esencialmente más buenas personas que cualquier policía), nos llevó a reflexionar con atención respecto de lo lejos que podían llevarnos los presupuestos del sentido común si no eran, de momento, suspendidos. Aunque no estemos en condiciones de asegurar, luego de estos años de investigación, no habernos convertido en peores o mejores personas –como insinuaban nuestros académicos interlocutores–, sí podemos confirmar que hacer un estudio etnográfico en comisarías no fue contundentemente más impenetrable, penoso o cansador que hacerlo en el poder judicial, en una salita de emergencias de un barrio, en una comunidad religiosa, entre economistas, en la bailanta o en un departamento de antropología de alguna universidad nacional. Al leer investigaciones antropológicas en diferentes espacios, no haremos más que confirmar que cada sitio, organización, agrupación o comunidad tiene sus propios puntos de clausura, sus tiempos, personas que ayudan a abrir el paso y pactos de confianza 21


Género y sexualidad en la Policía Bonaerense

entre nativos/as e investigadores/as. Las dificultades en la realización del trabajo de campo no estuvieron ausentes, como en tantos otros contextos de investigación. Tampoco estuvieron ausentes los momentos amenos, las instancias de aprendizaje, el buen humor y el afecto que normalmente se escurre entre las organizadas e interesadas jornadas de trabajo de campo etnográfico. 2. La perspectiva teórica La Policía, sus relaciones y sus procesos podrían estudiarse a partir de puntos de vista diversos. Para ello, gracias al desarrollo de las ciencias sociales, en la actualidad, contamos con numerosas herramientas conceptuales. En este estudio, construimos una perspectiva teórica que combina aportes de diferentes tradiciones de la antropología y las ciencias sociales. Son relevantes los desarrollos de la antropología de las moralidades, que se dedica a la reflexión acerca de las ideas del bien y del mal, de lo aceptable e intolerable, ideas que operan como sanciones afectando la conducta de los individuos (Firth, 1963; Massé, 2009). Si bien los estándares morales a partir de los cuales se realizan las evaluaciones son construidos socialmente, los individuos suelen aplicarlos de acuerdo con sus propios intereses; entonces, así como la moral no es individual, tampoco responde a una definición universal que trasciende a las sociedades orientándolas. La moral constituye un vehículo de códigos y reglas a los que se refieren los/as miembros de una sociedad para guiar sus acciones y responder por ellas. En este sentido, la capacidad de responder o responsabilidad de las personas es una categoría moral. Del mismo modo en que el cuidado y las justificaciones son fórmulas de expresión de juicios morales por los que se guían los individuos, quienes se comprometen con las acciones y sentimientos que creen buenos, correctos y esperables (Boltanski, 2002). Tanto como el concepto de cultura, la moralidad no constituye un sistema cerrado, quieto y coherente, sino que se compone por las divergencias y conflictos internos que atraviesan la cultura. Ginsberg (1957) hace más de medio siglo decía que la moralidad está conformada por elementos en conflicto, contestaciones internas y externas. Para Rasanayagam y Heintz (2005), la moral es un estado dinámico de negociación y de cambio en el que se vinculan la esfera de los individuos y la de las normas de la sociedad, en el contexto de las acciones prácticas cotidianas. La antropología asume la coexistencia, en el seno de la sociedad, de una multitud de moralidades potencialmente conflictuales, con las que los individuos cuentan para asentar su estatuto moral. Cabe destacar la dimensión temporal en la que se practican las evaluaciones morales. Los juicios o evaluaciones y los estándares o valores morales toman acciones del pasado y orientan las futuras (Howell, 1997). Tanto el 22


Introducción

sentido del tiempo como las condiciones históricamente determinadas juegan un papel relevante al abordar el análisis de las moralidades. En un estudio antropológico realizado en África, Marilyn Strathern (1997) propuso la idea de que existían distintas bases orientativas de la moral vinculadas al género, a lo que denominó “dobles estándares” (1997: 127). Ello implicaba la presencia de una diferencia sustantiva en cómo los actos y eventos eran evaluados según se trataba de un varón o una mujer. Con lo cual tendremos en cuenta que no siempre actos similares se evalúan exactamente de la misma forma, sino que esa evaluación se adapta a la persona ejecutora de la acción produciendo evaluaciones, a veces, diferentes en cada caso. En América Latina, algunos trabajos continuaron con esta idea de vincular las moralidades con los sentidos del género (Melhuus y Stolen, 2007) y particularmente el sitio ocupado por los deseos, la obligación y el carácter emotivo en las articulaciones de las moralidades de género (Archetti, 2003). En esta línea, la antropología de género también constituye una colaboración a la perspectiva teórica elaborada para comprender la configuración de la profesión policial. Como antropología de género, se conocen los estudios dedicados al análisis de la construcción cultural de lo que debe ser una “mujer” o un “varón” (Moore, 2004). La valoración moral de las cualidades de los individuos está asociada, en las comisarías, al sentido de las diferencias de género. Lejos de buscar modelos de género sistemáticamente organizados, nos preocupamos por tomar nota de la heterogeneidad y la multiplicidad de sentidos –a veces contradictorios– que adquiere la diferencia de género en los contextos de estudio. Este libro repone y analiza los significados de la feminidad y la masculinidad que resultan efectivos para los/as nativos/as a la hora de comprenderse, vincularse y realizar actividades policiales. La lectura de la publicación de Andrea Cornwall y Nancy Lindisfarne (1994) fue inspiradora para limitar y jerarquizar problemáticas. Las imágenes y conductas contenidas en la noción de masculinidad, decían ellas, no son siempre coherentes, sino que con frecuencia pueden estar en competencia y ser contradictorias. El desafío de mantener este postulado a la hora de escribir sobre la policía, sin caer en una mera enumeración de diferencias y diversidades, es imponente. El repaso de trabajos con una similar mirada analítica, aunque en muchas ocasiones concentrados en otros campos empíricos, fue vital para poder diseñar un escrito que encontrara las recurrencias de significados sin desdibujar la contextualidad. Los datos oficiales en la Policía de la Provincia de Buenos Aires concuerdan con la hipótesis de ingreso cada vez más numeroso de mujeres, pero hasta ahora poco y nada se sabe sobre el modo en que ingresaron o el impacto que ha implicado en la organización de las actividades y en la transformación de los valores o estereotipos de género. La feminidad, en su dimensión cuantitativa, 23


Género y sexualidad en la Policía Bonaerense

fue indagada por la sociología en la policía brasilera (Musumeci y Soares, 2006). Y aunque en Argentina la disponibilidad de datos acerca del personal policial es tremendamente escasa, contamos con indicios que nos hablan de un aumento progresivo en el ingreso de mujeres, lo cual para muchos actores institucionales y policiales provoca modificaciones en la concreción de las metodologías de trabajo y en la imagen que las fuerzas policiales dan a la sociedad. Los rasgos con que quienes se desempeñan en las policías identifican a las mujeres están en diálogo, tomando la perspectiva relacional del género (De Barbieri, 1993), con las nociones en torno a la masculinidad. En instituciones policiales argentinas, Mariana Sirimarco (2009) analizó esta temática. El “sujeto policial”, producido por mandatos sociales y políticos en el marco de los espacios de formación de ingreso a la PPBA y a la Policía Federal Argentina, era un sujeto acentuadamente masculino. En diálogo con el estudio de Sirimarco, este libro se concentra en un período posterior del tránsito de los sujetos por la institución: el desempeño profesional en comisarías. A las comisarías, los/as agentes llegan luego de haber atravesado el dispositivo de formación en la Escuela de Policía. Para algunos/as, la comisaría será el lugar donde comienzan y finalizan sus carreras, mientras que, para otros/as, es un tránsito intermedio hacia especializaciones o en la carrera política para la conducción de la policía. En las urgencias cotidianas de atención, las comisarías se vuelven propicias para revisar algunas prerrogativas de la etapa anterior, discutiendo, rechazando o reafirmándolas. Este libro contiene un estudio de las emociones, la familia y la sexualidad; siempre localizadas en el espacio laboral. Esto exige una reflexión acerca de la combinación de la profesión y el mundo laboral estatal con la intimidad, los deseos y sentimientos personales. La literatura académica, a causa de lecturas normativas del mundo social, descalificó o ignoró la imbricación de la intimidad con los sucesos de la esfera pública. Una excepción a esta perspectiva son los trabajos de Federico Neiburg (2003), quien, al estudiar las relaciones y prácticas políticas en Argentina, propuso una línea de análisis que combinaba los negocios, la política y los conflictos de familia. Los asuntos que expresaban con claridad ese encuentro entre lo íntimo y lo público fueron tratados por los estudios académicos del siguiente modo: como sobrevivencias de un pasado premoderno, describiéndolos como ideología o como espectáculo (síntomas de cuestiones supuestamente más profundas, como los intereses de individuos o grupos), o condenándolos como patologías individuales o colectivas, ajenas a la buena sociedad y a la buena política (imaginadas como el dominio de hombres y mujeres racionales y abstractos, libres de lazos personales) (Neiburg, 2003: 287).

Con atención a las reflexiones de Neiburg, este libro toma las emociones en las dependencias policiales como objeto de análisis o, mejor dicho, toma 24


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las vivencias, la corporalidad y las expresiones sociales de las emociones que desembocan en la tendencia o en la inhibición de la acción en el marco de actividades policiales. Tristeza, amor, rabia, odio y temor son algunas de las expresiones emocionales analizadas. Existen formas socialmente aceptables de expresar aquello que incide en la configuración de la profesión policial, extendiendo o constriñendo sus fronteras. La sexualidad es otro de los temas señalados en uno de los capítulos de este libro. La sexualidad en las comisarías está vinculada a las formas de habilitación al ejercicio de la profesión. El desarrollo progresivo del estudio de las corporalidades, las emociones, la aparición del sentido de una esfera íntima y de las relaciones interpersonales fuertes promovieron la autonomización de la sexualidad como campo de estudios, y fue cada vez más asociada a las trayectorias y experiencias sexuales heterogéneas (Bozon, 2009). Tomamos la sexualidad en sus prácticas que, por otra parte, fueron definidas como tales por los/as nativos/as, e incluimos tanto cuando se refieren a definiciones de prácticas de conocimiento personal como de prácticas de placer. Finalmente, la familia es la otra de las esferas que se conecta con el desarrollo de las relaciones laborales en las comisarías de la provincia de Buenos Aires. En las nociones de familia, vuelven a colocarse sentidos de la sexualidad, los afectos y la procreación, además de la organización de la convivencia. Los estudios antropológicos mostraron que el modelo homogéneo, coherente y hegemónico de la familia nuclear y conyugal era un mito que desconocía múltiples formas de familia (Segalen, 1995). La crítica posmoderna llegó a postular la imposibilidad de caracterizar a la familia contemporánea por un conjunto coherente de términos descriptivos (Stacey, 1992). Sin embargo, consideramos que, a pesar de la imposibilidad de una definición cerrada y estática, las relaciones familiares continúan ocupando un lugar destacado en la manera en que la mayoría de nosotros/as vemos el mundo (Fonseca, 2004). Martine Segalen (1995) ofrece una definición de familia adaptada al contexto moderno, como conjunto de personas ligadas por la sangre, por el casamiento y pseudocasamiento que se reconocen como parientes en función de derechos recíprocos, creados principalmente por la presencia de hijos/as nacidos/ as o criados/as por ellas. De este modo, tomamos la familia tanto cuando se considera en la dimensión de los lazos de afecto como cuando se la visualiza como una red de ayuda mutua frente a las difíciles condiciones de vida y la frecuente separación conyugal. Es decir, la familia es para los/as nativos un conjunto de personas simbólica y afectivamente vinculadas, al mismo tiempo que un espacio donde se realizan intercambios pragmáticos ligados a la vida y la subsistencia. 25


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3. Características generales de la Policía de la Provincia de Buenos Aires Al comenzar el trabajo de campo, ya era de amplia circulación la crítica social de la que era objeto la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Crítica que dejaba al descubierto la centralidad política a causa de ser la fuerza de seguridad más numerosa de la Argentina, con aproximadamente 55.893 miembros en actividad, y encargarse del territorio más “caliente” del país. Señalaremos en los siguientes párrafos algunas cuestiones generales de su funcionamiento, distintivo respecto de otras instituciones estatales, que ayudarán a contextualizar el sujeto que es el eje de este estudio. La Policía de la Provincia de Buenos Aires fue indagada, hacia fines de la década de 1990 y principios de 2000, por las redes de criminalidad en que estaba inserta (Dutil y Ragendorfer, 1997). En ese marco, la socióloga Alejandra Vallespir (2002) sostuvo que la comisión de delitos era la estructura sobre la que se sostenían tanto la Policía Federal Argentina como la Policía de la Provincia de Buenos Aires. “La misma estructura que se usa –decía Vallespir– para combatir el delito, se usa para cometerlo” (2002: 13). Estas producciones aparecieron en tiempos en que las fuerzas policiales, de la mano de las políticas de seguridad, adquirieron un lugar estratégico en el juego político a nivel nacional. La seguridad pública se volvió, hacia fines de la década de 1990, un asunto políticamente relevante cuando la “sensación de inseguridad” comenzó a tener peso en la opinión pública y a incidir en el desempeño electoral (Saín, 2002). La fuerza policial de la provincia de Buenos Aires tenía bajo su jurisdicción un espacio geográfico medular del país: el interior de la provincia y el conurbano bonaerense; zona donde se concentraba la mayor cantidad de población y donde se cometía la mayor cantidad de delitos denunciados. Según Marcelo Saín, la tasa de delincuencia había aumentado de 76 delitos denunciados cada diez mil habitantes en 1991 a 148,1 en 1997, con lo que había acumulado un crecimiento del 94,78% (Saín, 2002: 85). Ahora bien, entre el diagnóstico de la importancia política de la PPBA y la degradación en el cumplimiento de sus tareas, a partir de 1997 se impulsó un conjunto de reformas que más tarde, con ajustes y matices, se replicaron en otras policías argentinas (Sozzo, 2000). Las denominadas, por aquella época, “reformas” en la PPBA (Calandrón, 2008; Saín, 2008) fueron una respuesta al descontento social y político en torno a su funcionamiento, y buena parte de sus miembros las tomaron como un ataque a su autonomía y determinación. En el año 2009, fecha de comienzo del trabajo de campo en la Comisaría Séptima de la localidad de French, la PPBA estaba bajo la órbita del Ministerio Seguridad, dependiente del gobierno provincial. El ministerio se estructuraba orgánicamente en siete superintendencias que aglutinaban 26


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recursos materiales y humanos: Coordinación Operativa, Investigaciones en Función Judicial, Seguridad Vial, Seguridad Siniestral, Investigaciones del Tráfico de Drogas Ilícitas, Policía Científica, Comunicaciones y Servicios Sociales. La comisaría de French dependía de la Superintendencia de Coordinación Operativa. En cambio, la Comisaría de la Mujer y la Familia (CMF) de la localidad de Guevara estaba en manos de dos estructuras simultáneamente: la Superintendencia de Coordinación Operativa y la Dirección General de Coordinación de Política de Género (DGCPG), por la temática puntual a la que se dedicaba. La seguridad preventiva se organizaba en más de 420 comisarías de seguridad, ubicadas en distintas ciudades de la provincia de Buenos Aires, y distribuidas en tres niveles jerárquicos: 1) departamental, 2) distrital, 3) comandos o subcomandos. Ambas comisarías estudiadas pertenecían al nivel distrital, y ninguna de las dos contaba con comandos o subcomandos a su cargo. Ciertamente, la CMF tenía un funcionamiento particular, porque se dedicaba a una problemática específica que, sin embargo, no estaba del todo clara entre su personal. Diremos unas palabras en relación con esto y con la fundación de este tipo de espacios policiales. La identificación, por parte de las gestiones políticas del Ministerio de Seguridad, de la “perspectiva de género” como un asunto urgente en la seguridad de la población llevó a la creación o reposicionamiento de las CMF en toda la provincia. Según su definición orgánica, estas se encargaban de “operar el sistema de atención a las víctimas de Violencia Familiar y Abuso Sexual” (Ministerio de Seguridad, 2007: 308). La discusión entre su personal residía en una divergencia puntual: ¿la problemática que debía tratarse era la violencia hacia las mujeres o la violencia familiar? La diferencia estaba en que si una mujer era golpeada, por ejemplo, por su vecino varón, ¿debía intervenir la CMF? Por el contrario, si un hombre quería hacer una denuncia a su esposa por maltrato, ¿era posible? En 1988, gracias a un convenio celebrado entre el Ministerio de Gobierno y el Consejo Provincial de la Mujer, se dispuso la creación de Comisarías de la Mujer, cuyo objetivo era intervenir en los delitos de instancia privada y acción pública cuando las víctimas fueran mujeres, menores e integrantes del grupo familiar. En la categorización de los grupos de asistencia, las mujeres aparecieron, en ese diseño inicial, con cierta individualidad. De esta manera, las ocho Comisarías de la Mujer creadas entre 1988 y 1991 continuaron sus actividades durante toda la década. En el año 2000, se inauguraron cinco nuevas comisarías abocadas a un tema similar, pero esta vez fueron denominadas Comisarías de la Familia (Pereiro, 2010). Poca información se encuentra al respecto de esas dependencias policiales, y una razón de la ausencia informativa puede ser su corta trayectoria, ya que a partir de 2004 comenzaron las 27


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intenciones políticas por unificar estas estaciones policiales en un sistema que se denominaría Comisarías de la Mujer y la Familia.4 Jesica Pereiro (2010) hizo un análisis de las dinámicas de identificación y clasificación de los problemas en los que entendían estas comisarías y de los grupos afectados por esos problemas. El primer desplazamiento fue desde la perspectiva de las “cuestiones de género”, a fines de 1980, hacia el sistema clasificatorio que, en los primeros años de la década de 1990, colocaba a la “violencia contra las mujeres” en el lugar central de la problemática. Y en el transcurso de los años noventa adquirió peso el perfil volcado al problema de las “víctimas de violencia familiar”. Sin embargo, en el desarrollo de la práctica diaria, la discusión parece no estar saldada entre los/as operadores/as policiales, que aplicaban criterios personales en la delimitación del alcance de la CMF. Aunque la CMF de Guevara, como todas las demás CMF, se dedicaba exclusivamente a conflictos familiares y de maltrato hacia las mujeres, estas problemáticas no estaban ausentes en la órbita de responsabilidades de las comisarías de seguridad distrital que mantenían un universo general de atención. Este tema constituía un eje de disputas y quejas porque, para los/as agentes policiales de Guevara, en las comisarías no dedicadas particularmente a esta temática –al contrario de lo que disponían las normativas– no se tomaban las infracciones a la Ley de Violencia Familiar correspondientes, también denominadas coloquialmente denuncias civiles.5 En lugar de hacerlas, derivaban a los/as denunciantes a la CMF más cercana, “sacándose de encima” el problema. O peor que esto, lo que irritaba más a las/os oficiales de la comisaría de Guevara era que en otras dependencias se realizaba una “inútil” exposición civil.6 Finalmente, detrás de la ocupación o no de conflictos familiares, había además una disputa por el sentido del trabajo policial. Quienes se desempeñaban en la comisaría de French valorizaban su tarea de vigilancia y prevención por estar vinculada a la “represión del delito” en sentido clásico, refiriendo a los delitos penales. Se resistían a ocuparse de “puteríos”, como llamaban a la tarea de la CMF. En respuesta, las personas que integraban la CMF indicaban 4 En el año 2006, finalmente, se instituyó oficialmente el cambio de nombre y dependencia orgánica a través de la Resolución Ministerial Nº 667. 5 Se trata de la Ley Provincial Nº 12.569 de Violencia Familiar, del 28 de diciembre de 2000, publicada en el Boletín Oficial el 2 de enero de 2001, cuyo decreto reglamentario se aprobó en 2005. 6 Las Exposiciones Civiles son declaraciones unilaterales que no tienen peso jurídico para viabilizar un pedido a la justicia. No tienen ningún tipo de curso legal, no admiten una respuesta judicial y para las oficiales de la CMF de Guevara “no tiene ningún tipo de valor”. Antes de la sanción de la Ley de Violencia Familiar N° 12.569 se utilizaban las Exposiciones Civiles para evitar tomar las denuncias penales, devaluando así el conflicto de violencia en los vínculos familiares. La particularidad de esta ley es que pertenece al ámbito civil, por lo que las infracciones a ella son denominadas coloquialmente como “denuncias civiles”, puesto que, a diferencia de las penales, no se requieren pruebas para su realización (ya que considera que la situación de violencia ocurre en el ámbito privado, fuera del alcance de testigos, y no es solo física, sino psicológica, económica y/o sexual).

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la respetabilidad de sus funciones en la medida en que contaban con mayor caudal de trabajo en la relevante tarea de “escribir”, que para ellas requería de mayor responsabilidad y destreza. Además, respondían aquella acusación indicando que, en definitiva, las comisarías de seguridad distrital también dedicaban la mayor parte de su tiempo a tareas no vinculadas al delito penal, sino a conflictos vecinales, “separando borrachos [que pelean] y bajando gatitos [de los árboles]”, como lo definió Mariana en una entrevista. Otra característica útil para comprender el funcionamiento general de las comisarías tiene que ver con el personal. El plantel del personal que se desempeñaba en cada comisaría atravesaba cambios de tiempo en tiempo. Además de la incorporación de nuevos/as integrantes de la policía se sucedían traslados entre las estaciones policiales. Suceso que podía deberse al pedido de cada policía como a las demandas institucionales. En general, las personas no residían en la misma ciudad donde estaba la comisaría en la que trabajaban, y esto era tomado con naturalidad. Las comisarías tenían tres grandes tareas a las que se dedicaban diariamente. Por un lado, el despliegue de dispositivos de vigilancia sobre el territorio, que respondía a custodias fijas (en un punto permanente) o custodias móviles (desplazándose en varias calles o manzanas en vehículos o caminando), investigaciones e intervención para hacer cesar el delito (especialmente esto se anudaba al funcionamiento de la línea de emergencias telefónica 911, administrada por el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires). Por otra parte, las responsabilidades judiciales con el registro de las denuncias que tenía la comisaría como momento inicial de un proceso judicial y otras actividades derivadas de los pedidos expresos de agentes del poder judicial. Y, finalmente, aquellas necesidades de organización del personal en cuanto a su distribución, remuneración, vacaciones y ascensos, y de los recursos materiales, como el estado de los vehículos, armas, municiones, chalecos antibalas y equipos de comunicación. Es necesario informar al lector o lectora de algunas particularidades importantes que deben tenerse en cuenta antes de ingresar en el análisis de las problemáticas. La primera de ellas es que se trata de una institución ordenada por jerarquías que la atraviesan por completo y con aspiraciones, por parte de sus miembros, de “hacer carrera” ascendiendo y adquiriendo autoridad. Este objetivo de ascenso habilitaba una competencia donde buena parte de las reglas estaban escritas y otra buena parte no lo estaba. La institución no organizaba por completo esa competencia, lo que significa que los individuos desarrollaban estrategias que venían a complementar las regulaciones escritas. El grado jerárquico que ocupaba cada persona era visible y se ponía en juego constantemente. ¿De qué modo? Lo exhibían en su vestimenta reglamentaria, con jinetas que llevaban sobre los hombros 29


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y en una placa identificatoria colgada del bolsillo de la camisa. Cuando se trataba de personas no tan cercanas se llamaban, entre policías, por su grado jerárquico o por su grado y su apellido. El “sargento García” o la “oficial Gutiérrez”. Ese grado se ajustaba a ciertos cargos o funciones que un/a agente cumplía en la comisaría; se distinguían a grandes rasgos entre los cargos de “función” y los de “conducción”. Salvo excepciones, quien tenía grado más alto ordenaba e indicaba las directivas a los demás, en diferentes circunstancias: desde la reiterativa tarea de atender el teléfono hasta la planificada y riesgosa realización de un allanamiento.7 Otra característica relevante es que los/as policías tenían turnos de trabajo de alrededor de 24 horas, a veces más, en pocas ocasiones menos. Esto quiere decir que en las comisarías los/as policías dormían, descansaban, recibían visitas, comían, solucionaban temas del hogar o familiares. Era común escuchar quejas por parte de los/as agentes acerca de los extenuantes turnos de trabajo, aunque también podían percibirse favoritismos por esta forma de trabajo, que incluía francos de servicios también extensos (por ejemplo, 48 horas de trabajo seguidas de 48 horas de franco). La participación de mujeres es, en el marco de este trabajo, una particularidad que debe subrayarse. La incorporación de mujeres era lo suficientemente reciente como para que los/as policías entrevistados/as la asocien a un proceso de cambios más o menos próximo. Es decir, un pasado donde la norma era la presencia de policías varones en todas las tareas y en todos los espacios. Ellos/as contrastaban ese pasado reciente con una actualidad distinta en la que la presencia de mujeres posibilitó cambios normativos, cambios en las costumbres y en las metodologías de trabajo. No nos referimos, sin embargo, a formas de actuar de las mujeres, sino nuevas formas de actuar o dispositivos de atención que están disponibles para todos los miembros de las comisarías, mujeres y varones. 4. Metodología Este libro intenta ser una etnografía en el método y en el texto. Si lo es en tanto texto será una evaluación que queda en manos del lector o lectora. En cuanto al método, explicaremos en este apartado los pasos y decisiones tomadas en la instancia empírica de la investigación. No agotaremos en estas primeras páginas todos los detalles en cuanto al camino trazado en el trabajo de 7 Para conocer en detalle la nominación de grados jerárquicos y el cambio de la ley de personal policial que sobrevino en el año 2009, mientras se realizaba el trabajo de campo, puede consultarse el anexo de este libro.

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campo, eso se encontrará al recorrer cada uno de los capítulos aquí reunidos. Sin embargo, no estarán de más algunos comentarios iniciales. Una de las pinceladas en las que podrán notarse las estrategias metodológicas es la forma de citado de los cuadernos de campo. Los extractos de los cuadernos se identifican fácilmente porque están presentados en párrafo aparte, con familia tipográfica de palo seco y tamaño de cuerpo menor. En algunas ocasiones, repusimos un fragmento de entrevista; en otras, una situación donde interactuaban varias personas, una conversación entre compañeros/as de trabajo donde el rol de entrevistador/a no es central. No quedaron afuera de este sistema de citado los documentos institucionales, artículos de revistas o convocatorias que llegaron a nuestras manos. Incorporamos algunos retoques en la redacción en el caso de las observaciones y entrevistas para facilitar su comprensión, ahora que ya no se trata de un cuaderno para la exclusiva lectura de quien lo confeccionó inicialmente, sino de un texto orientado a un público más amplio. Sin embargo, tratamos de no modificar su contenido sustantivo ni las expresiones originales (claro que de la oralidad a la escritura esas expresiones sufrieron cierta violencia de interpretación y cambio de registro). El cuaderno de campo fue el reservorio donde se materializaba aquello que oíamos y veíamos en el momento en que ocurría o inmediatamente después de dejar la comisaría. En jornadas largas, en las que existía el riesgo de olvidar asuntos importantes, el grabador era una buena opción para hacer un registro oral y rápido. El ejercicio de anotar, las libretas y la lapicera en mano todo el tiempo, alguna vez, llamaron la atención de policías, especialmente en las primeras etapas del trabajo de campo. Entonces, me justificaba afirmando que, de no escribir ni grabar, sería infiel –probablemente– con sus dichos. Nunca escondí la intención de hacer una investigación antropológica aunque en no pocas situaciones eso despertara defensas de parte de nativos/as que imaginaban un producto final cargado de críticas hacia la institución y sus integrantes. Como adelantamos antes, el trabajo de campo en la comisaría de la localidad de French se extendió entre los meses de febrero y diciembre de 2009. Durante esos meses, las visitas fueron dos o tres semanales, excepto en noviembre y diciembre, cuando se redujeron a una vez por semana. Los dos primeros meses mi presencia fue una novedad en la estación policial y, entonces, el apoyo de uno de los titulares del lugar se convirtió en decisivo para la estancia allí. Carlos era el comisario que ocupaba el lugar de segundo jefe, un escalón debajo del jefe en la línea jerárquica formal, y por su conocimiento de los trabajos de investigación que se realizaban en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) acerca de la policía, permitió mi ingreso y me guió. Si bien Carlos era un lector curioso, su acercamiento a la UNQ fue a partir de una circunstancia fortuita que nada tuvo que ver con nuestra intención de hacer trabajo de campo, aunque más tarde capitalizáramos ese encuentro en esta línea. 31


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Al principio, las observaciones y conversaciones fueron con el personal que se encontraba en la Sala de Guardia de la comisaría, la cual estaba al lado de las oficinas de los dos jefes de la dependencia policial y lindante al pasillo que llevaba a las demás oficinas: Judiciales, Causas y Expedientes, y algo más atrás las oficinas de Personal, Administración, Horas extra y el Gabinete de Investigaciones.8 Parte del pasillo, con ayuda de tres sillas dispuestas en una hilera, se había transformado en una sala de espera para el público. En los primeros meses, era necesaria la invitación o, por lo menos, la aceptación de cada policía para permanecer en “su” sala, observar el trabajo y hacer preguntas. Así era en todos los sectores a excepción de la Guardia, donde podía quedarme sin preámbulos ni avisos. Este era un lugar tácitamente habilitado para cualquiera. Algunas personas fueron importantes en el proceso de afianzar relaciones de campo y llegar a sitios más o menos restringidos para foráneos/as. Matilde, una mujer de unos 59 años de edad con grado de subayudante, fue particularmente relevante en los primeros días, ya que auspició mi tránsito desde la sala de Guardia hasta las oficinas intermedias, compuestas por las salas de Expedientes, Causas y Judiciales. Se encargaba de tareas administrativas y hacía dos años que estaba en la comisaría.9 Era, por su ocupación y su reciente llegada a French, una persona algo periférica en la construcción de autoridad, pero su oficina constituía un espacio nodal para el encuentro e intercambio entre los/as oficiales más jóvenes que trabajaban en esas otras oficinas cercanas. Matilde se encargó, en las primeras tres semanas, de presentarme a sus compañeros/as utilizando mi nombre de pila10 y mi profesión: socióloga. Este modo de presentación generaba la apariencia de que manteníamos, con Matilde, una relación cercana. Pero, al destacar mi profesión, le daba importancia al trabajo y a la formación que tenía. Matilde fue importante para situarme en el campo y establecer relaciones con otros/as policías, señalando que mi estancia allí no solo no era una amenaza, sino que además podía resultar interesante si los/as nativos/as colaboraban conmigo para mostrar los “verdaderos problemas de la policía” a posibles lectores/as de mi trabajo. Esto sería 8 Para poder diferenciar aquellas instancias en que nos referimos a las oficinas que componen la comisaría de aquellas en que se trata del uso corriente de esas mismas palabras (ya que casi todas denominan también otras cosas además de la oficina), utilizaremos mayúsculas cuando tengan el primer sentido. 9 Existía una diferencia sustantiva entre lo que los/as nativos/as denominaban “tareas administrativas” y “tareas de calle”. Las primeras se realizaban en los espacios institucionales de la PPBA y tenían que ver con la burocracia policial. Las segundas tenían como objetivo la prevención y represión del delito en el espacio público, simbolizado con la calle. Sin dudas, también se realizaban “tareas de calle” en comercios u hogares privados, es decir que se trataba de sitios no administrados por la policía. 10 La mayoría de los/as miembros de la comisaría de French se llamaban por sus apellidos, y en los casos en que tenían relaciones cercanas era bastante común que utilizaran diminutivos o apócopes de sus apellidos, por ejemplo: “Quinti” para Andrea Quintili, “Morita” para Lautaro Morán o “Ferna” para Daniel Fernández.

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un aporte, según Matilde, para disminuir la demonización social con la que a veces cargaba la policía. En French, los cambios de turnos eran a las 22 y a las 14; cada equipo trabajaba un turno de dieciséis horas (de 22 a 14) y luego tenía veinticuatro horas de franco, con lo que volvían a ingresar a la comisaría a las 14 del día siguiente para trabajar ocho horas (de 14 a 22) y, nuevamente, tener veinticuatro horas de descanso. Generalmente, el día que hacían el turno de ocho horas lo complementaban realizando horas CoReS (Compensación Recargo de Servicio); y el día “libre” era trabajado en forma de PolAd (Policía Adicional), prestando servicio de seguridad en un banco u hospital público.11 Los fines de semana este sistema cambiaba para que cada “tercio” tuviera un fin de semana libre de cada dos, lo cual recargaba con más horas de trabajo a los dos restantes. Sobre el sistema de “tercios”, algunos/as policías creían que implicaba horarios extenuantes de trabajo, principalmente por los complementos de horas extraordinarias. Pero, al mismo tiempo, defendían las veinticuatro horas libres, eventualmente utilizadas para realizar alguna actividad de recreación, un pequeño viaje o participar en las tareas domésticas. Pocos/as eran los/as que, efectivamente, dejaban las veinticuatro horas de descanso libres de trabajo extra. Se trataba de quienes ya tenían una posición económica consolidada, con varios años de antigüedad o un puesto de jerarquía. Casi siempre, los/as de menor antigüedad en la institución y los/as suboficiales combinaban diferentes tipos de servicios para obtener, mensualmente, un sueldo considerado –por ellos/as– conveniente. A dos meses de haber comenzado el trabajo de campo en la comisaría de French, el modo de organización de los tiempos de trabajo cambió a “cuartos”. Sistema que implicaba turnos de trabajo y de descanso más reducidos y equipos formados por menor cantidad de personas, pues tenían mayor rotación. Había quienes defendían y quienes se oponían a esta manera de distribuir el personal, porque, al mismo tiempo que el turno de trabajo era menos extenuante, el tiempo de descanso era más corto y rutinario. Matilde, aquella misma subteniente que estuvo atenta a mis movimientos e integrándome a la vida de la comisaría de French, había trabajado durante veinte años en la Comisaría de la Mujer y la Familia (CMF) de Guevara, una localidad de más de 600.000 habitantes de la provincia de Buenos Aires, con un rol protagónico en la administración bonaerense. Según su propia mirada, el ámbito de trabajo constituido por una –visible– mayoría de mujeres 11 CoReS significa Compensación por Recargo de Servicio, así se denominaba a las horas trabajadas extras al servicio ordinario que, por lo general, se cumplían en tareas similares a él. PolAd provenía de Policía Adicional y era un tipo de servicio también pagado sobre el sueldo común a través del cual se brindaba servicio de seguridad y vigilancia a instituciones públicas o privadas que pagaban por él. Mientras que la CoReS era una propuesta de quienes distribuían y organizaban el personal en la comisaría, la PolAd provenía de la relación de jefes o subalternos/as con la institución que solicitaba dicho servicio.

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provocaba diferente división de tareas profesionales, al mismo tiempo que dejaba ver a policías mujeres en roles diversos, incluyendo los más altos de la jerarquía formal. Esto último era, en efecto, inexistente en French. Allí no había experiencias anteriores ni contemporáneas de mujeres jefes. La decisión fue entonces seguir la teoría de Matilde, tratando de ver algo de la riqueza que ella encontraba en esa comparación. El trabajo de campo en la comisaría de Guevara fue durante el año 2010. La CMF de Guevara fue una de las primeras de su clase en crearse. Llegué hasta el edificio de esta dependencia policial el 19 de mayo del año 2010, sin contactos previos ni entrevista pautada. Me presenté en la sala de guardia y pedí hablar con la comisario,12 cuyo nombre había averiguado momentos antes llamando por teléfono a esa misma guardia. Asistí tres días, con igual metodología, sin tener éxito en la consulta. Un cuarto día, luego de una espera de hora y media, la comisario Rosario Almirón me hizo pasar a su oficina. Con ella conversé, luego de la incierta espera, por más de dos horas y aceptó dejarme hacer trabajo de campo allí porque, me dijo, “me caes bien”. Este arreglo tenía sus condiciones. El primer tiempo el acceso estuvo limitado a las entrevistas del “equipo interdisciplinario”, una oficina que no existía en la comisaría de French. Este equipo interdisciplinario asesoraba tanto a las personas que llegaban para hacer trámites como a los/as policías vinculados/as a la atención. Las mujeres que componían ese equipo eran llamadas, por sí mismas y por sus compañeros/as policías, “profesionales”. Contaban con formación en el ámbito universitario o terciario y proveían de información para evitar o terminar con lazos familiares violentos. Ellas eran también personal policial, pero perteneciente al agrupamiento de profesionales. Por eso, las referiremos como policías, excepto que se presente una distancia entre la opinión o experiencia de ellas con las/os policías sin otra titulación académica. Existía un término utilizado en esta comisaría para señalar a todo el personal, profesional o policial, que integraba la dependencia: “operadoras”. Con esta palabra se acentuaban las coincidencias en el tipo de trabajo entre policías y no policías más que la distinción en su formación y experiencias laborales. La existencia de esta palabra en el uso cotidiano de la dependencia policial mostraba que las profesionales policiales y las profesionales universitarias no se sentían del todo integradas con el término “policía”, frente a lo que crearon el de “operadoras”. 12 Ese cargo era denominado comisario, en masculino, tanto porque así lo indicaban las normativas como por el uso cotidiano. En el año 2010, el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires aprobó las denominaciones distinguidas femeninas y masculinas para los grados jerárquicos de la policía. Desde entonces, puede utilizarse el indicativo “comisaria” cuando se haga referencia a una mujer en ese grado. Esto fue resuelto luego de haber finalizado mi trabajo de campo, por eso utilizaré los grados del modo en que lo hacían los/as nativos/as, en masculino. Resolución Nº 2457, Boletín Informativo Nº 38 del 10/12/2010.

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Introducción

La Guardia y las oficinas de Judiciales, Causas y Personal, así como las tareas vinculadas a las celdas de detención, estaban a cargo de otra comisario: Ana. Poco a poco Rosario se las ingenió para acercarme a Ana y, finalmente, fue ella quien autorizó el acceso a las oficinas y al operativo “de calle” en los siguientes cinco meses que frecuenté la comisaría de Guevara. Cada espacio de las dos comisarías tenía sus propios modos de habilitar o dificultar el acceso. Cabe aclarar que un espacio de más fácil ingreso para quien investiga no es siempre de menor relevancia para el estudio. Ese era un prejuicio de algunos/as policías, quienes insinuaban que la información “importante” era secreta y, en cambio, la información que podían ofrecer abiertamente no era importante. No es parte de los objetivos de la antropología develar secretos o dar con información oculta sino hallar y describir procesos y vínculos que definan aquellos espacios y relaciones que investigamos. Erróneamente, los/as nativos creían que era el carácter oculto de la información lo que le daba sentido a la investigación. Al principio confundieron nuestro trabajo con el de quien busca develar los secretos ilegales del funcionamiento policial. En este sentido, el ejercicio de investigación antropológica cuenta con sobrada historia de acusaciones a la persona del/la investigador/a como espía, infiltrado/a o emisario/a de las metrópolis coloniales. Las clasificaciones del/la investigador/a se ajustan a cada contexto, y algunos/as miembros de la PPBA imaginaron que la presencia de una investigadora allí se asociaba al periodismo de investigación, la militancia por los derechos humanos o a las actividades de Asuntos Internos.13 Como en otros trabajos etnográficos, esas sospechas se diluyeron con el sostenimiento en el tiempo de las visitas y la demostración de nuestros intereses desvinculados a las faltas con respecto a la ley. Las preguntas, los tiempos y la permanencia no apuntaban a develar misterios criminales. Aunque no desconocemos que la ley allí ordenaba las formas de intervención y orientaba una forma de expresarse y de actuar de los/as policías frente a agentes políticos/as, vecinales o profesionales, que esperaban o exigían de la policía el ajuste a la ley. Sin dudas, el terreno de relaciones entre la policía y la ley es complejo y vasto, y ha sido objeto de recientes investigaciones antropológicas (Eilbaum, 2008). Una última mención al uso de archivos en esta investigación que se pretende, como dijimos antes, etnográfica. Particularmente en el capítulo 3, pero también con menor intensidad en los demás, proponemos una revisión al pasado a través de relatos, fuentes periodísticas y archivos hallados en el Museo de la PPBA. No intentamos hacer historia, sino reconstruir, con la pluma, un proceso de cierta profundidad histórica. No partimos del pasado, no partimos 13 Asuntos Internos es una dependencia del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires dedicada a investigar con fines judiciales a policías de la institución.

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de las fuentes ni de un evento ocurrido en el año 1947, sino que partimos del presente y, para comprenderlo, fuimos en busca de sus huellas en el pasado. Ir hacia atrás en el tiempo para entender los procesos que en la actualidad están activos, identificando su génesis: esa es la propuesta. Nuestra mirada a esos archivos y revistas es obstinadamente etnográfica. Tratamos de dilucidar en ellos qué sentido tenía, por ejemplo, la feminidad en la policía y en qué experiencias o sucesos del pasado se apoyaba esa producción de sentido. A veces el pasado nos llevó bastante hacia atrás. El grueso del material incluido en este libro es, entonces, etnográfico. Las curiosidades por las órdenes del día de 1976, 1945 o 1955 comenzaron revisando las notas escritas en el cuaderno de campo, sobre tardes, mañanas y noches de los años 2009 y 2010.

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Capítulo 1

“TIRAR ES COMO TEJER”: GÉNERO, MORALIDAD Y USOS DE LA FUERZA FÍSICA

1. Introducción Un frío mediodía del invierno del año 2009, junto a la entrada de una galería comercial de French, una oficial de policía entusiasmada por su última participación para hacer cesar la violencia urbana contaba: “yo estaba a punto de entrar en lucha, él [un hombre a quien se enfrentaba] porque me veía minita se pensaba que yo no iba a reaccionar, pero todo esto [se señala el uniforme] no es al pedo”. La capacidad, jurídicamente conferida, de utilizar todos los recursos para hacer cesar la violencia no era, para Julieta, “al pedo”. Y, entre todos los recursos disponibles, ella individualizaba a la fuerza física como el más adecuado. Estos dichos con que Julieta remataba la narración de una larga intervención la noche anterior en un boliche nocturno de la zona dan cuenta de la compleja relación entre el uso de la fuerza y los sentidos de la feminidad. Veremos en este capítulo dónde estriba tal complejidad. Para adelantarnos a lo que encontraremos en las páginas siguientes, diremos que la primera cuestión de relevancia es el carácter constitutivo que el uso de la fuerza física tiene en el debate por la profesionalización de la policía. Usar la fuerza era una posibilidad, un saber y una habilidad para los miembros de las policías. Un repertorio del ejercicio de la fuerza exitoso ganaba elogios por parte de compañeros/as, y uno fallido ganaba burlas y desprecios; aunque la definición de lo exitoso y lo fallido continúa siendo todo un terreno de discusión. De modo que quienes se desempeñaban en las comisarías distinguían buenos y malos usos de la fuerza, evaluación que se desprendía del conocimiento, la responsabilidad, la justificación y la destreza física implicada durante y después del acto. Estamos lejos de asegurar que la fuerza física sea la cualidad central que define a la policía. Al contrario, nos inclinamos más hacia la propuesta brodeuriana donde la coerción es considerada como una entre las diversas caras de la Policía (Brodeur, 2011). El ejercicio de la fuerza 37


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no es exclusivo de la Policía tanto como no es una actividad colonizadora de los quehaceres policiales. La segunda cuestión que debemos desarrollar en este primer capítulo parte de la evocación a la “minita” que hacía Julieta en el relato de su anécdota. Sin dudas, ella trataba de aventurar el pensamiento de su ocasional contrincante, de develar como era vista, de ponerse en el lugar del otro y mirarse a sí misma. Esa “minita” que veía (o veían ambos probablemente) envolvía un engaño. No exhibía la rudeza, firmeza y coraje del que Julieta se sentía orgullosa. La “minita” aparecía como depositaria de una feminidad no amenazante, dócil y sumisa. Un contrasentido que Julieta marcaba señalando su pinta de minita junto con su disposición para entrar en lucha. Lo interesante es que ni lo que tenía de minita ni lo que tenía de luchadora habían desaparecido, convivían en la creación de una figura desconcertante: una policía mujer. La fuerza física, brutalidad o violencia puesta en práctica por mujeres ha sido poco documentada por las ciencias sociales y frecuentemente invisibilizada o caricaturizada en la literatura periodística. En las comisarías estudiadas, la fuerza y la feminidad estaban presentes y se encontraban produciendo diferentes efectos. De analizarlos y describirlos nos encargamos en este capítulo. Tampoco es ajena a la vista de los miembros de las comisarías la profunda ignorancia a la que ha sido sometido el fenómeno de la violencia ejercida por las mujeres. Las prácticas registradas en este capítulo debaten el supuesto de que la feminidad, o bien niega, o bien sufre invariablemente la violencia. La profesionalización policial colocó a las mujeres, al sentido de la feminidad para dar mayores precisiones, en un lugar particular con respecto al uso, la justificación y la simbolización de la fuerza física. 2. Definiciones y perspectivas en torno a la fuerza física y la feminidad 2.1. La policía y el uso de la fuerza Demostrar habilidad en el ejercicio de la fuerza física y en la manipulación de armas (como complemento de la fuerza física y amenaza expresa de la irrupción de la fuerza letal), lejos de ser un estigma como podría serlo en otros ámbitos, en la policía era parte de las capacidades profesionales apreciadas. Podemos incluir en este tipo de habilidades las reacciones emocionales aceptadas o proscriptas en circunstancias de conflicto físico, como por ejemplo no amedrentarse frente al peligro, mostrarse desafiante o sereno/a. Esto compone una de las características del trabajo policial: en tanto funcionarios/as públicos/as tienen la autoridad legal y legítima, pero excepcional en relación con otras profesiones, para usar la fuerza coactiva contra otros individuos (Bittner, 2003). El sociólogo Egon Bittner indica que esta capacidad define a la Policía, 38


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aun cuando dicha fuerza no se vea concretada, sino raras veces, en el trabajo policial. La particularidad se expresa, más allá de su uso concreto, en el hecho de que a los miembros de la policía les está permitido ejecutar aquello que para los/as demás es una transgresión a las normas morales y penales. En este punto, es preciso recuperar la respuesta de Jean-Paul Brodeur a la posición teórica de Bittner. Si bien, desde la perspectiva de Brodeur, la policía está habilitada legalmente para disponer del recurso de la violencia, esto no agota a los actores estatales y no estatales con capacidad de hacerlo (agentes penitenciarios/as y agencias de seguridad privada por el lado del sistema judicial penal, y los/as médicos/as por el lado profesional). En la dirección contraria, pero en la misma línea argumentativa, el tiempo de trabajo policial consagrado al control de la criminalidad a través del ejercicio de la fuerza es un porcentaje menor (Brodeur, 2011). Utilizamos el concepto de fuerza física, y también el de violencia, para hacer referencia a todas aquellas acciones corporales, técnicas, verbales y simbólicas que tienen por objeto, desde la perspectiva de quien la lleva adelante o de quien la recibe, imponer la propia voluntad sobre otros/as que –ejerzan o no resistencia– están en desacuerdo. La imposición se busca por un medio explícito que incluye el despliegue de golpes, empujones, insultos, gritos, encierro, maniobras extorsivas, inmovilizaciones corporales y activación de armas letales o la amenaza verbal de hacerlo. Si bien el término fuerza física resulta más claro y directo, no renunciamos a la inclusión del término violencia porque cuenta con un desarrollo conceptual en la antropología donde no indica una acción o un comportamiento aislado, sino una dinámica que vincula a actores en posiciones materiales o simbólicas desiguales y a través de la cual se dirimen diversos conflictos. Esta estructura de la violencia se imbrica con las relaciones de género en la medida en que el sitio que cada persona toma u ocupa en los roles sociales de género define las formas de acceso al ejercicio de la violencia (Segato, 2003; Scott, 1990). La riqueza del término y el diálogo que incorporaremos en este trabajo es que la masculinidad y la feminidad ponen en juego la competencia por la violencia (Garriga, 2007). La potencialidad del concepto violencia, que tiene la capacidad de remitirnos a contextos más allá de las fuerzas de seguridad, reside en vehiculizar características, sentidos y actualizaciones de la feminidad y la masculinidad. 2.2. Violencia hors cadre En una ocasión, Soledad, oficial con quince años de antigüedad, explicaba la rudeza de la instrucción física en la etapa de formación sosteniendo que las instructoras eran sorprendentemente “peores” que sus pares masculinos. Afirmación que iba en la misma dirección de tantas otras conversaciones en las 39


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que destacaban la excepcional brutalidad de compañeras policías. Era común que una anécdota de este estilo se rematara con la, ya clásica, frase “eran peores que los hombres”. La expresión denotaba sorpresa y contradicción entre el repertorio de conductas realizadas y el repertorio de conductas esperables por parte de las mujeres. Cuando las prácticas violentas aparecían vinculadas a mujeres, desde la perspectiva de los/as policías, no se procesaban con la misma naturalidad como si fueran parte del espectro masculino. Al mismo tiempo, operaba una hipertrofia de la violencia en la que no se las igualaba a los varones sino que resultaba peor. La acción era considerada peor no por sus alcances, sino porque eran resultado del comportamiento de mujeres. En el contexto de las comisarías, la violencia de las mujeres era reconocida como una excepción que confirmaba una regla, las acciones agresivas realizadas por vigilantes mujeres eran presentadas como casos aislados o únicos. El acceso de las mujeres a la violencia se convertía, en esa perspectiva, en provisorio y excepcional. Esta hipótesis nativa tenía correspondencia con lo ocurrido en las producciones académicas y en una parte de la militancia política feminista. Repasemos esta idea. Algunas organizaciones feministas han puesto de manifiesto las infinitas formas en que las mujeres sufren, soportan y mueren por violencias llevadas a cabo por hombres. El cruce entre las mujeres y las instituciones de seguridad y el poder judicial, en este espacio de participación política, las llevó a ubicar a las mujeres generalmente del lado de las víctimas y no de las perpetradoras. Este acento tiene un fin político que fue definido por las desventajas en las que viven las mujeres y, según la evaluación de algunos colectivos y agrupaciones feministas, por la inequidad en el acceso a la justicia con respecto a los varones.1 Las ciencias sociales han adoptado o replicado algo de la identificación de este mismo “problema social”. Aun cuando se analizaron situaciones en las que mujeres llevaban adelante algún acto de violencia, lo que se destacaba no era su rol de ejecutoras, sino la sumisión a otras violencias institucionales o personales que padecieron simultánea o posteriormente al delito del que eran acusadas (Kalinsky, 2006; Suárez de Garay, 2006). Cardi y Pruvost (2012: 17) denominan esta ausencia de la violencia provocada por mujeres como violencia hors cadre. Se trata de una lectura francófona de la expresión en inglés out-of-Frame activity, desarrollada por Erving Goffman, quien sostenía que disponemos de marcos que nos permiten definir las situaciones y construirlas según principios de organización. Son formas de comprender las actividades que movilizamos espontáneamente sin, a veces, 1 Pueden consultarse los materiales del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA) y de la Articulación Regional Feminista por los Derechos Humanos y la Justicia de Género, entre los cuales se encuentran Natalia Gherardi (2012) y el Informe Anual de los Observatorios de Sentencias Judiciales y de Medios (2011).

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percibirlo.2 Goffman analiza tanto las instancias de actualización como de creación de tales marcos de comprensión, y propone entenderlos como inclusivos de dilemas, rupturas y cambios. Estas investigadoras, Cardi y Pruvost, indican que la violencia femenina resulta, en variados ámbitos sociales, impensable. La expresión hors cadre apunta a que la violencia de las mujeres permanece fuera del encuadre, ausente del marco a través del cual se realizan las investigaciones en ciencias sociales y se aprecia la vida social. Se trata de una descolocación que depende de la existencia de ciertos estándares morales o valores donde la supuesta esencia femenina está disociada del ejercicio de la violencia. Esa particular mirada se revela si asistimos a algunas comparaciones en el tratamiento de peleas y golpes según el sexo de quienes agreden. Por ejemplo, las peleas en las escuelas suelen ser mayoritariamente sancionadas cuando se trata de varones, pero llamadas al diálogo y la mediación cuando involucra a dos o más muchachas con quienes se despliegan medidas informales con intenciones de lograr entendimiento entre las partes (Debarbieux, 1996; Carra, 2009; Ayral, 2011). En el fútbol ocurre algo parecido, las agresiones físicas ocurridas en el terreno de juego son comprendidas como “menos graves” por los árbitros en los juegos de mujeres que en los de varones. Los réferis optan por la conversación e intentan estimular el buen juego cuando se trata de “fútbol femenino” (Pénin, Terfous e Hidri Neys, 2011). En las situaciones analizadas por los trabajos citados, además del mecanismo por el cual las mujeres son asociadas al rol de víctimas, los individuos toman a la violencia femenina como menos nociva que la masculina. En los contextos de significado en los que la violencia femenina es minimizada, desatendida o ignorada, los comportamientos agresivos, dañinos y peligrosos llevados adelante por mujeres se mencionan como casos excepcionales. “Eran peores que los hombres” indicaba entonces un parámetro de comparación con los varones como si se tratara de un colectivo uniforme guiado por los mismos valores de conducta violenta. En esas conversaciones con policías, “las mujeres” no aparecían como ejemplos normalizados del uso de la fuerza. La violencia y la agresividad no podían ser reconocidas en cuanto práctica de mujeres, sino como una excepción. La noción de heterogeneidad como vertebradora de las relaciones de género indica que no todas las mujeres son iguales ni ocupan los mismos roles en las relaciones sociales invariablemente, en esa dirección avanzaremos en este capítulo. No todas ocupan un lugar pasivo en el ejercicio de la violencia y no todas son víctimas. La crítica feminista, a partir de la década de 1990, impulsó el abandono de la identidad de género, ya que la consideraba una noción normativa y binaria, 2 La referencia a Goffman puede revisarse en Erving Goffman (1986).

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sugiriendo en su lugar un concepto de género unido a identidades que pueden ser cambiantes, múltiples y contradictorias (Buttler, 2007; Cornwall y Lindisfrarne, 1994). Esto viene a cuento de que la posibilidad de acceso a diferentes roles y disposiciones en las performances violentas no se obturan, necesariamente, por las identificaciones de género. Al contrario, son estas identificaciones las que se tornan complejas en la combinación de diferentes cualidades y conductas. En el relato que abre este capítulo, verse físicamente como “minita” que no reaccionaría usando la fuerza se contradecía con la obligación en cuanto funcionaria pública de interceder en situaciones de violencia. La “minita” actuaba como velo, distrayendo sobre la fuerza física que era capaz de desarrollar Julieta, la ocultaba despistando a sus desafiantes interlocutores. La persona que se le enfrentaba compartía con esta visión presente en las ciencias sociales la imposibilidad de considerar a la violencia como parte de un repertorio femenino. En la figura de la “minita” la violencia quedaba hors cadre. ¿Qué ocurría cuando Julieta, u otra policía mujer, con sus hechos revelaba una ruptura de ese encuadramiento? Sus actos eran recalificados o, directamente, no eran tenidos en cuenta o minimizados por observadores y participantes. Esas recalificaciones, estigmatizaciones, hipertrofias o ignorancias de la fuerza física realizada por mujeres son las que veremos a continuación. 3. Aprendizajes y símbolos en el uso del arma de fuego: “tirar es como tejer” Eludiendo la mirada hors cadre acerca de la fuerza coactiva de las mujeres, se sucedían numerosas experiencias en las comisarías, donde la violencia aparecía con un tinte menos ajeno a la vida de las policías mujeres. El aprendizaje era una de ellas. Las acciones que envolvían una enérgica fuerza corporal, insultos o acusaciones orales con el fin de doblegar la voluntad de la otra persona que, situacionalmente, se enfrentaba a los/as policías eran bastante más frecuentes que el uso del arma de fuego. Quienes se desempeñaban en las comisarías de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en tareas operativas contaban, por reglamento y para uso personal, con una pistola calibre 9 milímetros, que llevaban con ellos en todas las circunstancias.3 A pesar de ser apenas uno o dos los enfrentamientos armados que atraviesa la mayoría de los/as policías en toda su carrera, esos momentos de tiros y 3 Un rico debate se desarrolló en torno al deber de “portar” el arma más allá del horario de trabajo, una reglamentación que algunas policías argentinas modificaron en los últimos años. En la provincia de Buenos Aires la Ley Nº 13.201 restringió, en el artículo 12 inciso g, la responsabilidad de portar el arma solo al cumplimiento del servicio y define como “voluntaria” la actuación frente a la comisión de un delito cuando el personal se encuentre fuera de servicio. En la Policía Federal Argentina (Galvani, 2007) y la Policía de Seguridad Aeroportuaria (Gómez y Marrapodi, 2010) la flexibilización de las normas en cuanto a la portación constante del arma también constituyó un terreno de cambios y desacuerdos.

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enfrentamientos quedan en la memoria de sus protagonistas como una sensación límite, con el riesgo de muerte como epicentro. Muchos de los cursos de formación y capacitación tenían relatos de tiroteos y persecuciones como ejemplos didácticos. Las hipótesis recreadas teóricamente para la enseñanza formal o informal del uso de armas tenían que ver con ese riesgo de muerte al que, potencialmente, todos los miembros de la policía estaban expuestos. También el aprendizaje en el uso de armas era una experiencia recordada. “La primera vez que agarré un arma en mi vida fue en la Escuela, y te juro que me temblaba todo”, contó Silvana durante una distendida noche de conversaciones. Ella explicó que con las prácticas sucesivas alcanzó más tranquilidad, mayor naturalidad en la manipulación de armas, aunque tampoco eso la convirtió automáticamente en una “gran tiradora”. Las prácticas iniciales con el arma se realizaban en el marco del curso de formación básica, que comenzaba por el reconocimiento del arma y sus partes. Silvana: Un instructor que era un genio nos enseñaba a montar y desmontar la pistola para conocerla, para habituarnos. Nos hacía ponernos de rodillas y con las manos en la espalda y había que armarla y desarmarla atrás.

Luego de este primer paso, se dedicaban al conocimiento de la termodinámica del disparo con la práctica denominada “tiro en seco”. En esos ejercicios, utilizaban armas sin municiones para “hacer puntería” y realizar el movimiento del disparo. Recién después llegaba la instrucción con armas cargadas: pistolas y, ocasionalmente, escopetas, todas ya con la munición que utilizarían más tarde durante la carrera policial.4 Varias personas mantenían como nítido recuerdo aquellas primeras prácticas y, particularmente las mujeres, demostraban la novedad que significaba en sus vidas manipular un elemento de este estilo. Jimena: Yo al principio también tenía miedo, pero cuando la aprendés a usar, cuando sabés las normas de seguridad, le perdés el miedo. La [Escuela de Policía] Vucetich tiene un polígono adentro, cubierto, y otro afuera. Nosotros íbamos siempre al polígono de afuera. El primer día nos dieron las armas, primero por supuesto que practicás con armas inertes y tiro en seco, después nos dan el arma y a mí me dio una cosa... estaba muerta de miedo, ¡pero terrible!, yo nunca había tocado una pistola, nunca, la primera vez fue en la Vucetich. Tenía muchísimo miedo, pero empezás a tirar y te acostumbrás, ya sabés cómo es... yo después tenía [nota] 10 en tiro. Pero nos llevaban siempre, cada vez que teníamos tiro practicábamos, y el Ministerio nos mandaba las municiones, las armas, todo... no nos faltaba nada, porque está eso también, en otras Escuelas no había municiones, entonces tenían teórico nada más.

4 No encontramos referencia a la práctica, en el marco de la Escuela, con paintball (balas de pintura), con munición tipo dummy (balas sin pólvora) o en polígono virtual, presentes en otras instituciones policiales.

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Sabrina: Claro, sí... y también así le perdés el miedo... Jimena: Un día fue un vecino mío a casa que ahora es sargento, él recién había salido de la Escuela y le habían dado el arma, como dos años antes de que yo entre en la Escuela, yo ni me imaginaba todavía que iba a ser policía, ni se me ocurría. Bueno, el tema es que el pibe va recontento a mostrarle la pistola a mi papá, mi papá es mecánico. Le mostró todo, estaba chocho. Eso generalmente hacen los varones, como que salen y tienen una alegría terrible que están con el arma, la muestran, la llevan a todos lados. En eso mi papá se levanta y se va porque habían tocado el timbre, estaba el pibe y enfrente de él yo; tenía la pistola en la mano, la apoya en la mesa y se le dispara un tiro, para mí que con el dedo apoyado, la pistola no se gatilla sola. La apoyó y salió el tiro, te juro que me quedé sorda. Sabrina: No te puedo creer. Jimena: Sí, salió el tiro al lado mío, un poquito más cerca y me daba en el pecho, me mataba... Bueno, me quedé sorda, no escuchaba nada, el tiro pegó en las rejas de la ventana. ¡Mirá si pasaba alguien! El chico no sabía cómo pedir perdón, lloraba, estaba desesperado, pedía perdón... Pero esas cosas son por irresponsabilidad. Yo a mi pistola no se la presto a nadie, no me la toca nadie, y no se la muestro tampoco, mostrar la pistola es como mostrar el culo... yo no la ando mostrando por ahí. Está guardada, tengo la responsabilidad, y yo sé manejarla, la armo, desarmo, todo... pero está guardada... Sabrina: Claro, sí, es un peligro. Jimena: Después, en la Escuela me enseñaron a tirar con ametralladora y con escopeta. Yo fui la primera de todos mis compañeros que tiró con una ametralladora. No sé, lo estaba jodiendo al instructor y me dijo: “ah, sí, ¿te reís? Bueno, vení y tirá vos”. Y me la dio, tiré 14 tiros y le pegué 8 al blanco... rebien, es relinda, ¡tiene una mira! Después, la escopeta te tira para atrás, es la que más retorno tiene, por eso te tenés que apoyar la culata en el hombro, para que no te pegue, así acompañás el movimiento con el cuerpo y no te golpea. Los primeros días también te daba miedo que algún compañero te pegue un tiro, porque agarraban el arma y vos no sabías... pero porque no sabíamos, no porque te quisiera pegar un tiro; pero los instructores te preparan bien, y hasta que no están seguros que estás preparado para usar el arma no te la dan, son muy rigurosos con la seguridad de la pistola.

Jimena se mostraba, al mismo tiempo, conocedora y antiguamente temerosa de las armas. Parecía ser una de las particularidades que distinguían a varones y mujeres en el uso de pistolas y revólveres. Mientras que Silvana y Jimena subrayaban el anterior desconocimiento y falta de contacto con ese tipo de adminículos, los varones no indicaban la llegada a la policía como un cambio en ese sentido. Posiblemente porque en la sociabilidad adolescente se induce más a los varones a utilizar armas, o porque ese miedo inicial del que hablaba la mayoría de las policías no era un sentimiento expresable, de acuerdo con los estereotipos de masculinidad, para los varones. También resultaba relevante la distinción entre la racionalidad y responsabilidad que Jimena tomaba con su pistola, frente al entusiasmo y la alegría (trasladada a falta de precaución) de su vecino como un ejemplo de algo que, desde su mirada, “generalmente hacen los varones”. 44


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Las buenas notas obtenidas eran, para ella, el indicio de su óptimo desempeño en esta materia. No es tanto la corporalidad, la rapidez, la destreza al accionar, desenfundar o manipular el arma los gestos que indicaban el correcto uso de esta en el relato de Jimena. En contraste, atender a las normas de seguridad, conocer palmo a palmo la pistola, no prestarla y guardarla con celo eran las acciones fundamentales en esta destreza, aun cuando usarla no fuera únicamente dispararla sino también llevarla en la cintura a diario. No mostrarla, como lo haría con las partes más íntimas del propio cuerpo, era una clave del cuidado. Al contrario de lo que hacían, en su perspectiva, los varones: exhibirla, compartirla y llevarla a todos lados. Jimena: Mi pistola me la dieron nueva en el Ministerio. Es relinda y muy buena pistola. Es una Bersa para mujeres, es más chiquita. Por ejemplo, en las de hombres la culata es más grande y el caño es un poco más largo, estas son más chicas y livianas, pero cuando la probé en el curso de reentrenamiento no sabés lo bien que tira, y tiene una buena mirilla y todo. A estas no es necesario levantarles el martillo, hay que gatillar directamente, lo que pasa es que tienen otro sistema de seguridad diferente a las Brown.5 El tiro solamente sale cuando con el dedo hacés todo el recorrido del gatillo. Tiene como dos tramos, pero no se dispara en el primero, sino que tenés que terminar de hacer todo el recorrido para que salga la bala.

La pistola que Jimena llamó “Bersa para mujeres” constituía una clave en la manipulación de armas, ya que el desarrollo tecnológico sustituyó –en parte– una desventaja para las mujeres vinculada a la contextura física y la fuerza. En el año 1995 la empresa Bersa comenzó a vender en Argentina la línea de pistolas “Thunder”, con lo que marcó un avance en el mecanismo, el sistema de seguro, puntería, ergonomía; con cargadores más livianos y de mayor capacidad. Pocos años después de su lanzamiento, fue adquirida por la PPBA para su personal, comenzando así con una renovación progresiva del armamento que tenía activo. Pero recién entre el 2007 y el 2008 se incorporó la “Thunder ultra compact” que fue distribuida entre las nuevas cohortes de egresadas, por tener cerca de 30 milímetros menos de longitud, un peso 100 gramos menor que la anterior, pero sin perder demasiada capacidad de carga (17 contra 13 cartuchos). Sumado a esto, incluía una empuñadura de menor dimensión, lo que permitía que una persona con dedos pequeños pueda accionar el gatillo con una sola mano sin perder necesariamente firmeza. Esta pistola, que por sus características fue distribuida entre las mujeres, pasó a conocerse como “mini bersa” o “bersa de mujeres” entre los miembros de la policía. Además de las apreciaciones técnicas, en la explicación de Jimena, el uso del arma era considerado como un recurso derivado de la reflexión y la responsabilidad. El pasaje que iba desde la amenaza de uso hacia el acto de uso 5 Se refiere a la pistola modelo Browning calibre 9 milímetros.

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se justificaba por las dimensiones de la situación y las herramientas físicas y legales disponibles. En este marco, el aprendizaje rodeado de normas de seguridad y la alocución de la responsabilidad cobraban valor. Jimena recordó su intervención más riesgosa desde que pertenece a las filas policiales en una estricta comparación con el modelo ideal de aprendizaje: Jimena: Cuando apareció el auto que venía en persecución y clavó los frenos adelante nuestro, nosotros [ella y su compañero de patrulla] pegamos un salto, nos bajamos de la camioneta y nos resguardamos. Mi pistola tiene un seguro, así que levanté el seguro y busqué ángulo para apuntar. Él [su compañero] tiene una Brown, le tiene que levantar el martillo. Se bajó un tipo y empezó a decir que les habían robado, pero vos no sabés, así que, resguardados, empezamos a decirle que levante las manos, después recién nos acercamos. ¡Nosotros no sabíamos quién era él! Tenés que hacer todo el procedimiento igual, mirá si te acercás así nomás y te pone un tiro en la cabeza.

Algunas/os miembros de la policía indicaron que las diferencias de contextura física generaron ventajas, para quienes eran más grandes y fuertes, a la hora de manipular escopetas y fusiles. Los varones quedaban entre los más beneficiados y las mujeres eran las menos. Pero nada de esto provocaba, retomando la mirada de los/as nativos/as, una distinción insalvable. Además de que la tecnología aplicada a la fabricación de armas parecía disminuir cada vez más la importancia corporal del/a tirador/a. Así como las policías señalaban las habilidades, indicaban también las inutilidades y fracasos en el manejo de armas. Marta, suboficial retirada, comentaba entre carcajadas que nunca aprendió a usar correctamente ni su pistola ni el revólver que tuvo al principio de su carrera. “No sabía ni por dónde se metían las balas”, exageró para ilustrar la situación. Para policías, más que una distinción de género, esto parecía provenir de distancias generacionales y demandas de profesionalización de la institución, donde el uso del arma era un saber apreciado: “en el reentrenamiento te cruzás con vigis que no tienen ni idea, te preguntás cómo hace veinte años que la lleva en la cintura y no sabe ni limpiarla”, comentó Silvana. Esta es una opinión por demás difundida entre los/as agentes más jóvenes. Aun así era difícil no asociar el desconocimiento de Marta y su relato, en tono de humorada, a los comportamientos esperables de varones y mujeres. Así como no era expresado el miedo o la sensación de riesgo de los varones en situaciones donde el uso del arma era probable, no resultaba del todo alarmante la confesión de Marta. Una mujer recientemente retirada no tenía, al parecer, la necesidad de gambetear acusaciones por no saber utilizar el arma de fuego. El aprendizaje de una técnica nueva se asimila, generalmente, al vincularla a experiencias conocidas y familiares. Una mañana, Julieta improvisó una pequeña clase de introducción en el arte del tiro. La primera pregunta hacia ella, como antesala de la representación que haría sobre las armas, fue si su 46


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primer contacto con armas había sido en la Escuela de la PPBA, pregunta que la incomodó. Con evasivas respuestas estiró buenos minutos de la charla hasta que admitió haber tirado antes “pero a la arena, al piso”. Solo mis propias anécdotas de la utilización, en el pasado, de armas con aire comprimido la sacaron de lo que, se percibía, era algo vergonzante para ella. Es que las niñas, en los cánones sociales actuales, no deberían jugar con armas. Le confesé que yo había compartido algunas tardes de mi infancia con hermanos/as y primos/as (casi todos varones) que utilizaban ese tipo de entretenimientos para cazar animales. Recién luego de este comentario, Julieta se animó a relatar sus prácticas también de la infancia y la juventud: “hacíamos puntería con una latita, cuando no le sacudíamos a algún farol”. El acercamiento a las armas a través del entretenimiento junto a hermanos/as y amigos/as ayudaron a que la instrucción de la academia policial no fuera, para Julieta, algo ni tan novedoso ni tan ajeno. Sabrina: Entonces, ¿no tenías miedo a las armas? Julieta: No, nunca les tuve miedo, pero además está la puntería. Sabrina: ¿Hay gente a la que le iba mal? ¿Cadetes sin puntería? En general es la materia que más les gusta, ¿no? Julieta: ¡No! Hay gente que no le va bien, porque te puede gustar un montón, pero tenés que tener puntería, y eso… lo tenés o no lo tenés. Por más que te guste, tenés que tenerla. Y además de eso, ¿cómo te explico? Tirar es como tejer, yo te digo porque siempre quise tejer ¿Vos sabés tejer? Sabrina: Un poco, me enseñaban en la escuela. Julieta: Bueno, un punto te sale. Yo sé cómo se hace el punto, pero no coordino todos los puntos, uno atrás del otro ¿Viste que los hacen rapidito? No me sale… entonces, no sé tejer. Tirar es lo mismo, con poner un tiro en el blanco no es que sabés tirar. Tirar es poner uno detrás del otro, no perder la estabilidad, saber agrupar. Sabrina: ¿Qué es agrupar? Julieta: ¿Ves?, por ejemplo, este es el blanco [señala una hoja blanca tamaño A4 pegada en la vidriera], y vos te parás allá, en la estación [cruzando la avenida]. Entonces, las primeras veces te dicen que tires al blanco que es toda la hoja y donde la pongas está bien, porque son las primeras veces. La primera vez que me dieron municiones, metí las diez que me dieron en el blanco, rebien, yo pensaba que iba a poner seis o siete, con eso estaba bien ya, pero clavé los diez. Ya después te marcan el blanco en el medio de la hoja y vos no podés poner uno en una punta y otro en la otra [marca con el dedo las distancias en la hoja], vos tenés que ponerlos a todos en el medio. Pero, ¿qué pasa? Por ahí en lugar de darla en el medio la pusiste acá al costado, pero después agrupaste el resto alrededor de esa primera bala, entonces eso también se tiene en cuenta, el problema es cuando los desparramás todos, pero si los agrupaste se nota que mantenés la estabilidad, que no te desacomodás, que no perdés el equilibrio y la posición, la puntería la mantenés… y lo importante es que entren en el blanco que te marcan porque se supone que en un enfrentamiento tirás al pecho, que es la parte más grande, ¿no? Si después estás en un enfrentamiento y la pusiste en la cabeza sos un genio.

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Agrupar, tirar, poner en el blanco, tejer. La estabilidad, el equilibrio y la firmeza. En esta espontánea clase de tiro dictada en la vereda del barrio comercial de French, Julieta colocaba al lenguaje corporal como el nudo de la destreza con las armas junto a esa cualidad casi innata de la “puntería” que, sencillamente para ella, se tiene o no se tiene. Pero no se adquiere. No hay práctica que subsane eso, la que sí tenía lugar en el relato de Jimena y ayudaba a perder el miedo, familiarizarse y tomar conciencia. En primera instancia, resultaba curioso que una habilidad rodeada de peligro y muerte como usar armas de fuego, fuera asociada a la femenina ocupación de tejer, siendo esta una actividad pacífica, símbolo de la paciencia y el letargo a la que las mujeres ya adultas dedican varias horas del día. Julieta conocía las dificultades del tejido, pero no las sabía sortear en el terreno de la práctica porque le faltaba eso que se tiene o no se tiene, pero no se aprende. El relato cristalizaba un sentido particularmente femenino en comunicar el aprendizaje y buscar los ejemplos paralelos, pero no había distinciones fuertes con respecto a su proceso de aprendizaje. Ella se inició en el uso de armas de bajo calibre sin fuertes alejamientos entre las experiencias de mujeres y varones. No era la fuerza la que aparecía en primer término para alcanzar un buen manejo del arma, sino la estabilidad, el equilibrio, la persistencia y la premeditada posición del cuerpo. Lograr el entramado, “poner uno detrás del otro” para que el movimiento, grabado en la memoria corporal (como bajar unas escaleras), fuera fluido.6 La naturalidad de la explicación de las destrezas necesarias para el éxito en el área de las armas de fuego mostraba el diálogo de los/as miembros de la PPBA con los estereotipos de género divulgados socialmente. Ellos/as optaban, de manera estratégica, por relatar y expresar determinadas actitudes y explicaciones, teniendo en cuenta que resultaban más o menos esperables que otras. La dinámica con Julieta y el inicial intento de evasión demostraban esto. Los/as policías consideraban que la violencia no sería extremadamente disruptiva para nuestros oídos –en cuanto no éramos agentes policiales–, al ser ejecutada por un sujeto masculino. Al desplazarnos de la mirada de la violencia de las mujeres como hors cadre encontramos datos que expresaban la incorporación de la violencia en manos 6 La descripción de una buena práctica de tiro hecha por Julieta recuerda a la noción de habitus de Bourdieu, donde las disposiciones corporales como reglas pero también como posibilidades de la acción tienen un sitio preponderante. Aunque también es posible asociar esta descripción con la noción de flow de Marcel Mauss, retomada por Daniel Míguez en un estudio empírico en Argentina. Este concepto indica que ciertas prácticas o técnicas son incorporadas en tal grado que se realizan con espontaneidad y soltura. La incorporación se lleva a cabo luego de un período de práctica, cuando los individuos son plenamente conscientes de las exigencias de dicho desempeño, pero finalizada esa etapa se adquiere una gran naturalidad. Es allí donde el cuerpo toma el control sobre la mente (Míguez, 2002: 25).

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de las mujeres. Al mismo tiempo, ese traslado nos permitió que en las dinámicas de elaboración de datos etnográficos –en el terreno– la comunicación de las experiencias no se obturara a causa de la percepción, por parte de los/as nativos/as, de prejuicios de quien investigaba. Incluso nuestras preguntas iniciales que indagaban en el miedo a las armas, dirigidas hacia las mujeres pero no a los varones, exponían nuestros presupuestos acerca del poder, escenificación y planificación de la fuerza letal como un atributo masculino. Las policías recurrieron, echando por tierra esos disimulados presupuestos, a conocimientos y aprendizajes típicamente femeninos para graficar su incursión en las armas de fuego. El volumen corporal, con el que habitualmente están en ventaja los varones, se suplía con el desarrollo tecnológico –que logró armas más chicas, livianas y con retroceso corto–, los marcos de responsabilidad y la habilidad física. La elasticidad y el equilibrio, características asociadas a los cuerpos femeninos, parecían ser relevantes a la hora de definir un buen tiro. Sin embargo, resta remarcar un punto fundamental en los discursos de apropiación del uso del arma como una facultad también constitutiva de la profesión policial femenina: la capacidad para simbolizar las destrezas, habilidades y señas morales referidas, por ejemplo, al cuidado. En las conversaciones con Julieta y Jimena, el uso de pistolas era descrito en una trama de símbolos que asociaban el arma con su propio “culo”, tirar tiros con tejer y la posesión de la pistola con el cuidado. 4. Administrar el rigor Las evaluaciones morales del uso de la fuerza involucraban las justificaciones de aquellas acciones que los/as policías consideraban excesivas. De esta manera, determinados abusos se volvían tolerables a través de la justificación como dispositivo moral. Afortunadamente, existen trabajos antropológicos acerca de la policía en Argentina que ya analizan la producción de justificaciones morales para volver tolerable la extralimitación de la violencia. Los/as agentes policiales hablaban de la “falta de respeto a la autoridad” y definían su trabajo como una restitución de la deuda moral que sujetos “incorregibles” generaron hacia la sociedad, promoviendo con este argumento un proceso autojustificatorio (Garriga, 2010: 87). La justificación es la manera en que un actor responde o previene la crítica de otro (Boltanski, 2000). Tanto en el ejercicio de la crítica como en la justificación, las personas expresan valores morales de justicia que tienen importancia para ellas. De aquí surgen los modos aceptables y excusables de la imposición física al mismo tiempo que delimitaciones a las acciones consideradas como inaceptables. Veamos los primeros. 49


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Cintia, oficial de policía de unos 30 años de edad, realizaba algunas horas extras en la comisaría de French, pero se desempeñaba corrientemente en otra estación policial cercana. Las instancias de intercambio en otros lugares de trabajo resultaban entretenidas, entre otras cosas, porque promocionaba la sociabilidad con nuevos/as compañeros. A su vez, esto les permitía conversar sobre métodos de trabajo parecidos o diferentes que se usaban en comisarías a veces distanciadas por escasas veinte cuadras. En este marco, Cintia nos puso al tanto de las novedades en la dependencia de Azcuénaga, una localidad lindante con French: Cintia: Allá está todavía todo movidito por lo del incendio en los calabozos. Guillermina: ¿Se prendieron fuego? ¿Se murió alguno? Cintia: No, porque los colchones son ignífugos, lo único es que largan un humo negro horrible, retóxico. Pero después sabés cómo les dieron [cierra el puño y hace el movimiento de un golpe]. Guillermina: ¿Sí? Cintia: Uuuh, no sabés, los desnudaron a todos y los pusieron en el medio del patio, los taparon con unas frazadas y les empezaron a dar, pero a dar con todo, no sabés cómo les sacaron las ganas de hacer boludeces. Guillermina: Y si… porque si se muere alguno [de los detenidos] después sabés cómo caen todos [los policías]… acá con la fuga cayeron varios, incluso la piba que estaba en la Guardia. Cintia: Lo que pasa es que por la Guardia pasa todo, es una responsabilidad grande… con la otra chica también trabajé, con [Viviana] Calceta. Guillermina: Sí, claro, ella estuvo en la Guardia de Azcuénaga [donde trabaja Cintia]. Cintia: Es muy buena compañera, no tiene problema, pero si te tiene que mandar a la mierda, te manda, y si se tiene que ir a las manos con cualquiera, se va a la manos, no tiene drama Calceta.

El “castigo” concretado en el patio de la comisaría sobre los cuerpos de los detenidos parecía impactante a los oídos de quienes escuchábamos a Cintia. El relato de Cintia dejaba al desnudo la relación desigual entre detenidos y policías. Ella no omitía los detalles que volvían más atroz la golpiza y que la empujaban a los márgenes de lo inaceptable. El peligro de la pérdida del trabajo y el incendio como una acción premeditada de “los detenidos” que había puesto en riesgo la vida se utilizaban, en el relato de Cintia, como razones que justificaban moralmente la violencia extrema. De modo que la golpiza era presentada como el vehículo para restablecer el control institucional en un ámbito que se había autonomizado. Las justificaciones morales apoyadas en el límite de lo aceptable marcaban al mismo tiempo el margen de las acciones consideradas como inaceptables 50


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por quienes se desempeñaban en la policía. En una conversación entre Viviana, que esperaba uno de los móviles para salir a la calle, y Celeste, ayudante de guardia, apareció algo de esos límites: Viviana: Una vez llevé a una mina que la estábamos corriendo y, cuando va a saltar un muro, la agarra un perro y le muerde la mano. Entonces la agarramos y la llevé a la primera [Comisaría Primera de la localidad]. Se la dejo al oficial de servicio y por ahí escucho: pum, pum, pum. Golpes contra la pared. Voy a fijarme y le estaban dando [le pegaban], los hijos de puta le estaban dando a la mina, ¡que era mía! Noooo, ¡a mis detenidos no los tocás! A mis detenidos no me los toca nadie, me les paré de manos, estaban locos. ¡Mirá si la matan! Yo estoy en todos los papeles… yo soy la responsable, yo la bajé [la llevé a la comisaría]. Si le pasa algo, voy yo en cana. Desde ahí aprendí a desconfiar de todo. Yo bajo a alguien y no lo dejo solo. Es mi detenido y yo controlo que nadie se haga el vivo.

Aquí se presenta una visión personalista en los usos desproporcionados de la fuerza física que en lugar de excusarlos o alentarlos, los inhibe. “Es mi detenido”, decía Viviana estableciendo los límites de la legitimidad de la fuerza policial, lo que provocaba que los/as demás compañeros/as no “lo toquen”. La responsabilidad, plasmada en la administración de los golpes, era un saber valorado y que debía adquirirse con las experiencias para poder sortear con éxito las dificultades del trabajo. No apareció, en ese relato, una acusación sobre la aplicación de golpes a la detenida, pero sí en la gestión de los mismos de cara a quién debía más tarde responsabilizarse de ello. Incluso cuando en la definición de la prohibición de que le “toquen a su detenida” era posible que medie un enfrentamiento con sus propios compañeros y jefes, la forma en que resolvió detener los golpes fue, también, con exhibición de la fuerza: “me les paré de manos”. La misma sargento, en otro encuentro, comentó su cansancio al tener que ir a cubrir un puesto de policía adicional al hospital: Viviana: Ayer fui al hospital, la paso bien, pero estoy cansada. Hay una enfermera que es una genia total, me río tanto… Ayer teníamos que agarrar a uno que está reloquito, 29 años el tipo, con sida y psiquiátrico mal, lo rechazaron varias veces del Hospital Romero. Le tuve que ayudar a la enfermera a pichicatearlo. Sabrina: ¿Vos? Viviana: Sí, porque el tipo se enloquece y le agarra un delirio que se quiere violar a todas las minas y hay que agarrarlo, tiene fuerza el loquito. Entonces, la enfermera le decía, “vení, papi”, y yo iba atrás, entonces, cuando se acercó, lo manotié. La enfermera le mandó una doble [un calmante doble], ahí nomás quedó frito, que no joda más… Y cuando lo estábamos pichicateando, todavía el loquito se quería hacer el vivo conmigo, me manoteaba el culo y yo le daba [hace gesto de piñas, cortitas y seguidas]. Sabrina: ¿Y se quedó tranqui? Viviana: Sí, con unos cortitos nomás se dejó de joder.

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La violencia era justificada por Viviana porque le permitía controlar la situación. Las preguntas acerca de quién estaba habilitado/a para golpear y cuánto podía hacerlo, se dirimían en el terreno moral. La responsabilidad incluía una relación personal entre el/la policía y su detenido/a, y una evaluación de la proporción de fuerza a aplicar (a saber: cuánto era necesario golpear para restituir un orden). En el relato de Viviana, la violencia estaba bien empleada en la medida en que era controlada por quien la imprimía y tenía como objetivo arribar a una situación de tranquilidad. Cuando los riesgos posteriores eran visiblemente más peligrosos que la situación precedente, en la que se notaba la necesidad de empleo de la fuerza, la violencia derivaba en ilegítima. La justificación y la responsabilidad son las dos categorías morales que agrupan los relatos de las acciones violentas donde las mujeres participaban sin poner en riesgo su feminidad. No se obturaban en sus identificaciones de género ni al ser testigos ni al llevar a cabo acciones de extrema fuerza física. En sus explicaciones se mezclaba personalismo y racionalidad, valor y ánimo individual con necesidades institucionales. Las mujeres no eran ajenas a la determinación de esos cánones morales y de las reflexiones acerca de los límites. Participaban de las discusiones sin perder su estatus de mujeres, por lo que el uso de la violencia no era únicamente la expresión de una masculinidad sino una competencia general de varones y mujeres que se desempeñaban como policías. Actuar en los marcos de la profesión requería conocimiento, información (acerca de los riesgos) y decisiones en cuanto al ejercicio de la fuerza coactiva, más allá de las identificaciones de género de las personas. No era posible negar que además de la meditación sobre los parámetros morales, las personas hicieran cálculos y proyecciones acerca de las posibilidades físicas y técnicas de cada individuo asociado a su contextura, habilidad, práctica y conocimiento. La idoneidad y la bravura en el uso de la fuerza no eran campos reservados solo para varones, el buen despliegue requería estrategias que no eran siempre e invariablemente desventajosas para las mujeres. 5. Feminidad y agenciamiento en el uso de la fuerza 5.1. Vestir y hablar para imponerse Imponerse frente a otros e inspirar respeto tenía como pieza inicial el aspecto físico. El uniforme policial marcaba una diferencia inmediata entre el personal de la institución dotado de la autoridad pública y otros/as ciudadanos/as. Una tarde, varias personas iban y venían en la Guardia de la Comisaría de Guevara cuando llegó Cecilia, oficial inspector que normalmente ocupaba el lugar de oficial de servicio. Pero era un día de franco para ella. Llegó sin uniforme para hacer un trámite rápido y jugó a camuflarse entre el público que asistía a hacer 52


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denuncias. Carla, su compañera, pasó varias veces por delante de ella sin detenerse a saludarla hasta que recibió un pequeño empujón de Cecilia, “¡Saludame, che! –le dijo entre risas y se dirigió a mí, que había sido cómplice en su juego de disimulo– ¿Viste que sin uniforme no nos reconocemos?”. El chiste se repitió con varias otras compañeras, y con ese experimento, Cecilia demostraba que efectivamente el uniforme era allí, en una comisaría, un elemento de inmediata distinción. Pero ¿qué clase de distinción? Para las policías, la ropa tenía un significado de autoridad y distancia tanto como de menosprecio por parte de otros/ as ciudadanos/as. Para demostrar esta hipótesis última, Esther, una policía de unos cincuenta años de edad que hacía lo que denominan Tareas No Operativas (razón por la que no vestía uniforme, sino tan solo una chaquetaguardapolvo celeste por encima de su ropa), le pidió a dos chicas que no se sentaran en el cantero de la entrada de la comisaría, sino en los bancos que “están para eso”. Luego entró a la Guardia y dijo, entre molesta y ofuscada: “ahora, en cinco minutos, se vuelven a sentar ahí. Como me ven sin uniforme, no me hacen caso”. Generalmente cuidaban de su uniforme, de cada una de las partes y símbolos que lo componían. Un vendedor de ropa policial iba todos los meses a las comisarías para ofrecer sus artículos, ocasión en que quienes portaban el uniforme comparaban distintas charreteras, botones, gorras y tricotas. A través del pago en cuotas el comerciante le devolvió a Mariana, por ejemplo, sus estrellas para el hombro: “ya no voy a ser más la chica sin jerarquía”, decía ella. En la calle, “vestir de azul” marcaba una diferenciación con “vestir de civil”. Varias veces, durante el trabajo de campo, caminar al lado de uniformados/as era suficiente para que algunos/as desconocidos/as se animaran a hacer algún comentario en tono chistoso: “vos sí que vas bien segura”. “La llevo presa”, bromeaba Sandra cuando la kiosquera, la empleada de una librería y la moza del bar se detuvieron viéndonos caminar por la vereda. Cuando el traje no era el apropiado, estaba desalineado o de talle desajustado, las policías veían tambaleando sobre la cuerda floja aquella distancia, respeto o –incluso– ira que inspiraban en el público. Todo eso devenía en burlas. Esto decía Julieta cuando observaba a su compañera, Guillermina, hundida en un chaleco antibalas bastante más grande que el correspondiente: “parecés Robocop así [imitando el tamaño de los hombros], se te van a cagar de risa los cacos, así no podés salir a combatir el delito”. Antes de vestir de esa forma, Julieta prefería no utilizar chaleco antibalas ni ningún otro elemento de seguridad que ridiculizara su figura. Siguiendo al modo de vestir venían la voz y las palabras empleadas para poner en escena la autoridad. En las definiciones nativas, la forma de presentarse corporalmente estaba vinculada al uso posterior de la fuerza física. Esto 53


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significa que, si bien vestir de tal o cual modo no era un uso efectivo de la fuerza, constituía la representación o potencialidad de esta. La teatralización inicial de la fuerza inspiraba respeto o estimulaba burlas. En ese circuito ingresaba la palabra hablada, la que podía hacer crecer o disminuir un enfrentamiento físico, además de transportar insultos o intentos de manipulación que devenían en otra forma de violencia. Miriam: Yo a vos te hablo así [refiriéndose a la conversación serena y cordial que mantenía conmigo], pero si tengo que detener a alguien o revisarlo, no puedo ir así. Tengo que ponerme firme, gritar si es necesario. No voy a andar gritando al pedo, porque así te respetan menos. Pero la voz firme, segura. No me puedo dejar pasar por arriba.

La palabra era un medio privilegiado para enfrentarse, así como para calentar los ánimos buscando la reacción de la otra parte. Los insultos entre detenidas y policías mujeres colocaba, normalmente, la moral sexual de cada una como el foco de agresión: Julieta: Me acuerdo de la loquita que llevamos con Richard [subteniente]. Fue todo el camino agitándome: “que sos revaga, puta, puta, te los pasás a todos los vigilantes sucios, puta de mierda”. Así fue todo el camino, una atrevida bárbara; y me escupía por los agujeritos que hay en el plástico que divide el asiento de atrás del de adelante. Por allá le dije a Richard: “pará que a esta atrevida la educo7 un poco”, y él me decía que no, que no me caliente, que eso quería ella. Me recalmó, porque me había hecho agarrar tal calentura esa sucia.

Entender la violencia de las mujeres implica trabajar sobre los procesos de clasificación del fenómeno de la violencia. La irrupción de palabras como “puta” o “vaga” tienen una carga moral negativa y confrontativa, en ese contexto de detención, cuando eran dirigidas de una detenida mujer hacia otra mujer en el rol de policía. Julieta calificaba esas palabras como actos provocativos y agresivos que justificaban el inicio de los golpes y maltratos policiales. Bastaba una palabra, un gesto para sentir el desacato e irrespeto. La autoridad se lucía, en ese patrullero conducido por Richard, con la palabra hablada. 5.2. Superpoderes Sabrina: ¿Para las mujeres es más difícil eso? Digo, ¿las respetan menos en la calle? Pablo: No, todo lo contrario. Porque con ellas es distinto, siempre depende cómo se maneje cada una. Pero se manejan bien. Los agarran [a los detenidos], los insultan, mejor todavía si les dan un empujoncito, o un apretoncito con las esposas para que 7 Educar significaba reorientar la dinámica de la relación a través de los golpes. Había allí algo de la personalización del conflicto, pero también una búsqueda de vuelta a la disciplina en un sentido institucional e instrumental. Imponer las reglas de la policía a las de la delincuencia.

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se queden piolas. Por ahí si soy yo, el caco me quiere pelear y todo, pero cuando son mujeres no saben. No saben si son flor de locas o no. No está esa cosa de quererlas pelear, porque ¿cómo se van a pelear con una mujer? Está esa cosa de machito que hay que bancársela. Lo mismo con las denuncias, no las van a denunciar, deben pensar: “no, cómo voy a salir denunciando a una mujer, es de maricón… me pegó una mujer”. No, yo creo que hasta tienen más libertad en eso.

Mujer policía y mujer detenida. Es para destacar que en esos casos los insultos utilizados tornaban la disputa en una cuestión femenina. No lo referimos en el sentido tradicional de la debilidad, la inhibición de la fuerza física o la agresividad con las que son definidas en otros contextos las mujeres, sino apuntando a que los códigos utilizados tenían valor en la medida en que las involucradas eran mujeres. La descalificación o impugnación de género se acentuaba en los insultos y griteríos. Si un detenido respondía a los golpes de una policía, se resistía o la insultaba era feminizado, tratado como “un maricón”. El “machito”, según el camino de interpretación que proponía Pablo, debería “bancársela”, no responder ni oponerse abiertamente. Esa distinción social de género con la que Pablo dialogaba les permitía a sus compañeras, desde su mirada, sobre-agenciarse. Aprovechar la diferenciación para hacer un empleo mayor, más a gusto o más libre de la fuerza física. La hipótesis de que no serán, finalmente, demandadas legalmente por otros hombres que han sufrido sus golpes les daba, en esta teoría nativa, mayor libertad de decisión. La posibilidad de dirimir y poner en acto un repertorio violento era mucho mayor para ellas, por los supuestos de género y la constitución del prestigio de género. “¿Cómo voy a decir que me pegó una mujer?”, se preguntaba de manera retórica Pablo. En otro contexto, pero con el mismo supuesto detrás, las policías hablaban acerca de las dificultades morales de los hombres para ir a denunciar a sus esposas, novias o cónyuges cuando eran maltratados por ellas. Incluso hasta el punto de que esos relatos no eran creíbles para los/as agentes que atendían en la comisaría. La negación de la violencia femenina estaba establecida en el sentido común, y frente a ella se ubicaban estratégicamente los/as agentes policiales. La misma asimetría entre mujeres y varones se daba en el terreno del pudor: Sabrina: ¿Siempre tiene que ir una mujer [policía]? Julieta: No, si estamos capacitados para hacer el mismo trabajo, es lo mismo. Sabrina: Sí, pero hay cosas que tienen que hacer mujeres… como [me interrumpe]… Julieta: Sí, a veces, la requisa, por ejemplo, pero si no hay personal femenino igual puede un hombre, revisar a una mujer, o al revés… siempre es más fácil que una [policía] femenina pueda requisar a un tipo, porque los tipos no se quejan, si a una mina las revisa un tipo [policía] enseguida hacen quilombo.

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Sabrina: Ah, ¿sí? Julieta: Sí, son unas escandalosas, en ese sentido llevamos las de ganar, los tipos nunca se quejan.

La percepción generalizada apuntaba a que la violencia era más brutal en manos de los varones que en manos de las mujeres, especialmente si ellas poseían cuerpos culturalmente asociados con la feminidad. En este sentido, las mujeres contaban con mayor libertad para actuar, incluso invadiendo el sentido de privacidad física de los varones. En las comisarías, lejos de aferrarse a esa hipótesis de que la feminidad contrarrestaba la violencia, la tomaban desarrollando un juego estratégico. Una noche, olfateada como “movidita” por el oficial de servicio Daniel, recibieron la novedad de que uno de los automóviles policiales que circulaban en la calle había sido roto por dos “sospechosos” en un intento de detención. Eran las diez de la noche cuando llegó la primera noticia y, como en cuentagotas, fueron sumándose nuevos datos de pasillo, ni del todo fiables ni del todo ignorados por Daniel. Gabriela, joven ayudante en la Oficina de Judiciales, ensayaba presunciones acusatorias contra el agente a cargo del móvil dañado: “seguro que fue un 158 y este se fue de boca al pedo”. Otro de los rumores indicaba que uno de los policías había recibido una patada en la cara, dato que avivó la discusión acerca de la carátula del sumario de instrucción judicial. La importancia del lenguaje judicial en la comisaría era indisimulable, aun antes de conocer de primera mano los sucesos, Daniel y Gabriela intentaban ponerse de acuerdo: “¿resistencia a la autoridad?”, dijo la ayudante con los dedos sobre el teclado de la computadora, lista para empezar a escribir. “Daños calificados, nos rompieron un móvil, y lesiones. Hay que ver si leves o graves”. La intención de quienes trabajaban en asuntos judiciales era “defender” a sus compañeros/as, ver cómo “cuidarlos” del propio sistema de justicia del que ellos/as eran auxiliares. El reflejo de las balizas azules en la ventana de la sala señaló la llegada de las patrullas. El Pelado, como lo llamaban sus compañeros/as, fue el primero en contar que todo había comenzado cuando encontraron a dos jóvenes 8 “15” hace referencia al número del artículo de la Ley Nº 13.482 de la provincia de Buenos Aires: “Artículo 15º.- El personal policial está facultado para limitar la libertad de las personas únicamente en los siguientes casos: A) En cumplimiento de orden emanada de autoridad judicial competente. B) Cuando se trate de alguno de los supuestos prescriptos por el Código Procesal Penal o la ley contravencional de aplicación al caso. C) Cuando sea necesario conocer su identidad, en circunstancias que razonablemente lo justifiquen, y se niega a identificarse o no tiene la documentación que la acredita. Tales privaciones de libertad deberán ser notificadas inmediatamente a la autoridad judicial competente y no podrán durar más del tiempo estrictamente necesario, el que no podrá exceder el término de doce (12) horas. Finalizado este plazo, en todo caso la persona detenida deberá ser puesta en libertad y, cuando corresponda, a disposición de la autoridad judicial competente”. Ley Nº 3482 de Unificación de las Normas de Organización de las Policías de la Provincia de Buenos Aires, La Plata, 2006.

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desarmando una motocicleta, cosa que les llamó la atención, y se detuvieron para hacerles “algunas preguntas”. “Le pedí documentos y se me vino encima. Entonces medio que nos boxeamos [hace la actuación de un encuentro de boxeo, poniéndose en posición de lucha]. Lo reduje, le puse las esposas y Durán [su compañero de patrulla] redujo al segundo. Pero no tenía esposas, entonces llamamos a Daiana y al Chino”. Estos dos últimos estaban en otro automóvil detenido en la “consigna de Kutica”, un punto fijo de vigilancia en uno de los laterales de la zona de “villa”, según la descripción de los/as agentes. La narración del Pelado fue rápida, concisa y poco satisfactoria para Daniel y Gabriela, encargados de hacer un registro detallado para la causa. Pero Daiana llegó con más entusiasmo y detalles para aportar a las todavía escasas noticias. Daiana tenía el grado de sargento, con unos quince años de antigüedad y casi 35 de edad. Era rubia, delgada y enérgica. Gesticulaba con las manos cuando hablaba, tenía la voz fuerte y no disimulaba su actitud sensual y compinche alternativamente. Daiana: Yo estaba con el Chino en Kutica, pero al señor [el Chino] le dieron ganas de ir al baño. Salimos en la camioneta y escuchamos que por radio piden refuerzos aquellos dos [el Pelado y Durán], y estábamos ahí cerca. Fuimos, y Durán no tenía ganchos, entonces me acerco para darle los míos [Gabriela la interrumpe]. Gabriela: ¿Pero qué encontraste? Cuando vos llegaste ¿ya lo tenía en el suelo, reducido? Daiana: Sí, sí, lo tenía en el suelo. El Pelado tenía al otro [detenido] en el suelo, entonces, cuando yo llego, Durán le ayuda a meterlo en el móvil al otro, por eso me deja sola. Entonces, quiero ponerle los ganchos y como que se me quiere levantar, lo sostengo y de nuevo hace fuerza, levanta la cabeza y me da una escupida. Gabriela: ¿En la cara? Daiana: ¡En el ojo! Y ahí me recalenté, lo enganché y le metí una patada y se quiso mover de nuevo. Así que ahí le hice un par de tomas [en tono humorístico]. Daniel: Superdaiana, superpoderes. Daiana: Le di unas varias patadas para que se quede tranquilo y después lo metí en el móvil. Gabriela: ¿Y los otros dos [agentes]? Daiana: Forcejeaban para meterlo al otro [detenido] al móvil, y no podían. Ese fue el que cuando lo empujan adentro, patea la puerta de la camioneta y rompe el vidrio. Gabriela: ¿Entre los dos no podían con uno y vos lo metiste sola? Daiana: ¡Claro, querida! ¿Qué te creés?

La minuciosa descripción de Daiana fue bien recibida en la Oficina de Judiciales, en ella se centraron para redactar la instrucción sumarial que adquirió algunos “retoques” gracias a la imaginación de los oficiales escribientes. Ninguna sorpresa por la respuesta de Daiana al intento de resistencia del 57


Género y sexualidad en la Policía Bonaerense

“aprehendido” rondaba en la sala, aunque sí se notaba un mayor entusiasmo por el rol de la sargento que por el comportamiento de sus compañeros que, a poco de comenzar la transcripción de los sucesos, pasaron a un segundo plano. Demostrar la tenacidad, el control físico de la situación con un detenido, la ausencia de miedo frente a una posibilidad de respuesta violenta y, finalmente, salir airosa/o de la prueba de fuerza estructuraban una buena parte del trabajo policial y se reiteraban, de manera casi análoga, entre mujeres y varones. El catálogo de empujones, “pataditas” y escupidas no parecía ser algo completamente excepcional en el trabajo de Daiana ni en el de sus compañeros/as en general. La autoridad para actuar en situaciones de riesgo y violencia no fue desde siempre una opción de policías mujeres. Fue, más bien, parte de una puja por igualarse al interior de la PPBA, desde los primeros años de incorporación de mujeres. Una puja que no solo dieron las mujeres, sino en la que los varones también participaron con énfasis. Algunos de ellos reclamaban igualdad en el tipo y condiciones de trabajo del que consideraban recibir la carga mayor y las guardias más extensas. El uso de la fuerza física fue un campo en el que la disputa por la democratización y las equidades de género se desplegaron explícitamente. La situación que acabamos de revisar muestra la autonomía de las intervenciones de las policías mujeres. A diferencia de otras épocas en que sus actividades eran completamente subsidiarias a las de los hombres. El terreno más violento del trabajo policial democratizó su acceso haciendo que el ímpetu, la fortaleza física, la astucia con las esposas o la destreza para controlar certeramente el cuerpo de otra persona (oprimiendo en zonas precisas o utilizando “palancas”) habiliten “el trabajo de calle”. Y ya no opere linealmente, como en otros tiempos, la descalificación de género. Los estudios pioneros sobre las policías mujeres mostraban una distribución bastante estructurada de tareas con relación al género (Martin, 1980). Al mismo tiempo, y posiblemente inducida por esta realidad empírica, la conceptualización de la masculinidad en la policía aparecía como opuesta y excluyente con respecto a la feminidad. Las teorías del valor diferencial de los sexos como clave de la jerarquización masculina establecieron una caracterización general articulada en pares binarios, donde el dominante siempre se identificaba con lo masculino: calor/frío, seco/húmedo, activo/pasivo, alto/bajo, superior/inferior, claro/sombrío. Françoise Héritier es una referente en este asunto y, con la diferencia tajante de la valorización sexual, vislumbró la irrupción de la violencia en manos de las mujeres con la interesante figura de “mujeres con corazón de hombre” (Héritier, 2002: 226 y ss.). La premisa generalizada y concluyente de que la fuerza es una cualidad de la dominación y, por lo tanto, es parte del gobierno masculino llevó a la hipótesis de que cualquier expresión de violencia por parte de las mujeres las lleva a abandonar su estatus femenino para zambullirse en el altivo mundo opuesto. 58


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Héritier se preguntó por las condiciones que posibilitan el acceso de algunas mujeres a las armas y dio cuenta que ciertos criterios de la vida familiar, la reproducción, la economía o el estatus matrimonial otorgaban a las mujeres un rol de varones en la sociedad, siendo eso lo que les permitía utilizar la violencia. Pero tal abstracción teórica no explica el sentido de la violencia perpetrada por las mujeres en contextos específicos, históricamente situados (Cardi y Pruvost, 2012: 60). La exploración de las relaciones de género en las policías ha llevado el análisis por el camino de la diferencia categorial y la oposición masculinofemenino. Inicialmente, los/as investigadores/as delimitaron una cualidad activa entre policías –la fuerza, la exhibición de la sexualidad, la rudeza, el coraje–, identificaron su ubicación en las teorías estructuralistas de género y, posteriormente, concluyeron que la policía era una institución masculinizada. Difícil es examinar en detalle si el sentido de la agresividad, la valentía o el arrojo en el contexto policial era el mismo que el propuesto en las teorías estructuralistas y si, efectivamente, lo que las mujeres hacían en la policía era adscribir a ese rol o pensamiento considerado típico de los hombres. La consecuencia inicial de esta operación teórica fue suponer que determinados códigos, valores, deseos o formas de actuar considerados masculinos en un contexto particular son tomados del mismo modo universalmente. A pesar de que la fortaleza, la agresividad y la ausencia de cobardía ante el riesgo fueran parte del mundo de significados de la masculinidad de antropólogos/as o sociólogos/as, no era idéntico en las comisarías. Esas cualidades definían el buen desempeño de la profesión, y no únicamente el sentido masculino de esta. Las mujeres, para ser “buenas policías”, también debían mostrar estas habilidades, aunque con límites y técnicas particulares. Para comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros, es necesario que las metáforas y discursos de género sean analizados en el contexto de sentido en el que son producidos. La descripción de situaciones y relatos de las violencias no solo muestran las características personales de quienes la ejercen, sino también cómo se le otorga significado en la trama de interacciones nativas. La fuerza física, la agresividad verbal y la tenacidad en situaciones riesgosas no eran, para las policías mujeres, registros de pérdida de su feminidad. Ellas eran capaces de profesionalizarse, definiendo el tipo de intervenciones en las que eran expertas, manteniendo sus identificaciones de género (autorreferenciales y en el imaginario de la comisaría) intactas. Una consecuencia de estudiar la violencia en clave de desfeminización es que las manifestaciones físicas y verbales de extrema peligrosidad llevadas a cabo por las mujeres policías caen en la des-responsabilización. Aquellas mujeres que hacían uso o teatralización de la robustez, la potencia, la prepotencia ante el peligro, las que no vacilaban en imprimir un golpe, una patada 59


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o gritar un insulto eran consideradas, en esa perspectiva de des-responsabilización, como sometidas al régimen de la dominación masculina. Así, la violencia ejercida por ellas es tomada como una violencia subordinada a la de los hombres, vistos como los verdaderos brazos armados. Contraria a esa mirada que entiende la violencia de las mujeres como una violencia delegada, en las descripciones de la comisaría de French, las acciones violentas ingresaban en el arco de responsabilidad de las perpetradoras de acuerdo con una explicación institucional o personalizada. Ellas se mostraban reflexivas con sus decisiones y destacaban los mecanismos de aprendizaje y sus estrategias. No se trataba de accidentes o de actos no verbalizados, las operadoras policiales ofrecían, como vimos anteriormente, explicaciones acerca de sus decisiones. 5.3. Interacciones judiciales y la violencia no violenta La misma noche del altercado que puso a Daiana en el centro de la escena por su valor y agresividad con dos jóvenes aprehendidos, Emilio Soler hizo un recorrido por el patio de la comisaría donde estaban estos “muchachos”. Soler era uno de los referentes en el Gabinete de Investigaciones Criminales, comúnmente llamado “servicio de calle”. Construidos sobre un lateral del patio, con separaciones de rejas que dejaban ver su interior por completo, se encontraban los calabozos externos. Estos lugares desprovistos de todo adminículo o construcción interna se utilizaban para las detenciones de apenas algunas horas. Ningún detenido pasaba más de diez horas allí, quedaba en libertad antes o era trasladado para la declaración judicial. Allí estaban, en esa especie de jaulas, los dos jóvenes recientemente detenidos. Parecían angustiados, enojados y cansados. Sentados en el piso, con el torso desnudo y sin calzado fueron interpelados por Soler: Soler: ¿De dónde son ustedes? Oscar: De Claypole. Soler: ¿De Claypole? ¿Y qué hacían por acá? Oscar: Vinimos a la villa, a comprar pase [droga], estábamos tranquilos nosotros. Soler: ¿Cómo que tranquilo, viejo? Me rompiste un móvil, ¿por qué hiciste eso? Camilo: Nosotros no hicimos nada, nos agarraron y nos cagaron a palos… ¿por qué nos torturaron así? Soler: El quilombo lo hicieron ustedes, le quisieron pegar a la chica, la escupieron. Camilo: Usted no estaba ahí, así que no sabe lo que nos torturaron. Soler: No seas estúpido, escupiste a la chica, hicieron un lío bárbaro ¿A qué vienen a hacer quilombo acá?, ahora te vas a quedar ahí hasta mañana, por estúpido. Oscar: Está bien jefe [a Soler], ya está. Terminala [a su compañero], ya está, ya está, dejalo que va a ser peor.

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Daiana, en el forcejeo, recibió un escupitajo de uno de los jóvenes, y al teniente Durán le dieron una patada en el rostro. En el momento en que llegó a la estación policial, Durán tenía la cara exageradamente colorada, con algunos pequeños cortes, aunque ya la sección médica de la policía por la que había pasado se encargó de limpiarle las heridas que tenían restos de vidrios. Pero no fue necesario coser ni vendar su piel. Tampoco había fracturas. Cualquiera hubiera pensado que la patada en la cara era más grave que un escupitajo. ¿Por qué ya nadie traía a cuento la patada que recibió Durán, pero sí la escupida a Daiana? ¿Por qué se hablaba más, y así se plasmó en el sumario, del epítome de acciones de fuerza desplegadas por la sargento que de las intervenciones de Durán y el Pelado para resolver el conflicto? La violencia de Daiana, en las interlocuciones con los detenidos, con el poder judicial y con los/as funcionarios/as municipales, se ofrecía como irremediablemente menos violenta que la de cualquier otro hombre. Aunque en los hechos nada indicara que fuera de este modo. Al mismo tiempo que las agresiones recibidas por ella se tornaban en los discursos como más graves que las que sufrieron sus compañeros varones. Así fue como Soler les reprochó a los detenidos que habían “escupido a la chica”, pero no hizo ningún reclamo porque patearon en la cara al chico. Había un registro común en la forma en que Soler, Daniel y Gabriela presentaban los hechos para ser escuchados o leídos por otros. Una similitud que se desvanecía tan rápido como se acentuaba la interacción entre colegas. En el político discurso de Soler frente a los detenidos y en la estrategia narrativa de Daniel y Gabriela, en las actuaciones sumariales, se erigía el perfil de una débil agente policial, “una chica”, a la que ellos –sus compañeros– debían cuidar. “Una chica” que había sufrido agresiones y humillaciones materializadas en el indecoroso ejemplo del escupitajo en la cara. Sin embargo, cuando los/as agentes se desembarazaban de la necesidad de explicarse y defenderse, la Oficina de Judiciales adquiría el ánimo festivo en que se mezclaban risas, imitaciones y sarcasmos al revivir una y otra vez la maravillosa performance de la hábil vigilante. En el diálogo con otras personas, la violencia de una policía mujer trasmutaba para devenir clemente. Los/as miembros de la policía hacían un estratégico juego discursivo apelando a la idea de que la fuerza física era menos violenta en manos de sus integrantes mujeres. En esta misma dirección, algunas investigaciones sobre la policía brasileña sostienen que el ingreso de mujeres fue visto como positivo porque disminuía, a partir de la imagen femenina, la representación de corrupción –asociada en el imaginario social a los policías varones– que la ciudadanía tenía de la institución (Musumeci Soares y Musumeci, 2005). Un fenómeno similar se sitúa en la esfera de la política, como puede verse en la descripción que hace Laura Masson del marco de las campañas para las elecciones legislativas de 1997 en la provincia de Buenos Aires. Allí, Hilda 61


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González de Duhalde y Graciela Fernández Meijide se representaban a sí mismas y a través de la prensa como poseedoras de una forma distinta de hacer política social, cuya característica fundamental era la “apolítica” (Masson, 2004). Sin tratarse ni del mismo contexto ni de un contenido idéntico, en la comisaría operaba un proceso de inversión de significado similar. El efecto que buscaban, tanto Daniel en la elaboración del sumario como Soler en su conversación con los detenidos, era poner en el centro de la escena el uso de la fuerza realizada por una mujer, debido a que era posible ser presentada como menos ofensiva. Esta conversión de significados tenía como base ese argumento del sentido común y legitimado también en el ámbito científico como violencia de las mujeres hors cadre, y a esa misma idea apelaban los/as agentes de seguridad para sensibilizar a sus interlocutores/as.

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Sabrina Calandrón

Género y sexualidad en la Policía Bonaerense Al entrar a una comisaría, resulta difícil imaginar que ese ámbito público y burocrático, donde S E R I E predominan la jerga policial, las armas y los formuINVESTIGACIONES larios, sea un espacio propicio para las emociones y la intimidad. Sabrina Calandrón, adentrándose en la vida cotidiana de los policías, cuestionó falsas oposiciones: sexualidad y profesión, ámbito civil y ámbito policial, vida pública y vida privada. Como resultado de un riguroso trabajo de campo, la autora evidenció un mundo de seducciones y confidencias, donde sexualidad y camaradería se convierten en elementos necesarios para comprender el ejercicio de la autoridad, la organización de los quehaceres, la disciplina y la competencia laboral de los varones y mujeres que integran la fuerza policial más numerosa de la Argentina. CIENCIAS SOCIALES


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