Vagón de Ostras (#3)

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Vagón de

OSTRAS

REVISTA DE CUENTO Y POESÍA OCTUBRE DE 2014

- NÚMERO III -


tapa. Sin título (collage / témpera sobre cartón). Natalia Contreras es porteña, ceramista, poeta, artista y profesora de artes plásticas.


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ÍNDICE p1. Nota preliminar / Periplo. p2. Resaca / Daiana Henderson. p4. Hasta el puente. / Mariano Quirós. p8. Dulce amanecer / Palo Pandolfo. p10. Tratando de escapar / Manuu Kápilan. p13. El que nació / Álvaro Colazo. p15. Vaivén / Martín Arocena. p18. Por la ciudad, por la noche / Natalia Contreras. p19. Catamarán / Marcelo Díaz. p21. Bellezas naturales / Carlos Chernov. p26. Avispa / Luciano Lamberti.

Número III, octubre de 2014.


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NOTA PRELIMINAR

Comenzar esta nota con una anécdota personal tal vez no sea lo más adecuado, pero me voy tomar esa licencia. El otro día caminaba por la calle y en sentido contrario se acercaba una mujer. Venía hablando por teléfono y tenía los ojos vidriosos, enrojecidos. Cuando pasó a mi lado pude escuchar este fragmento de conversación: “...él dice que ya no me quiere, pero...”. Eso bastó. Sentí una empatía ridícula, ganas de detenerla y ponerle una mano en el hombro, decirle que todo iba a estar bien. Pero no lo hice. El resto del camino fui pensando en quién sería él, en cuán profundo era el dolor de ella. Y sin embargo lo que más me conmovió fue el “pero” final, esa esperanza ilusa que solo otorga la desesperación. Y entonces surge la inevitable pregunta; adónde quiero llegar con ésto. Y en realidad no es cuestión de llegar sino

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de partir. Porque sospecho que ahí, en esos momentos efímeros y casuales, está el germen de toda literatura. Detrás de esas situaciones triviales esperan un poema, un cuento o una novela. Una vez hable al respecto con Matías Aldaz. Ambos coincidimos en que los narradores son en primer lugar observadores. Cualquiera podría dejar pasar las palabras de la mujer, pero un narrador olfatea una historia que contar. O no, pero la olfatea lo mismo. Después llegan el oficio, la apropiación, el trabajo, pero pienso que lo que suele llamarse inspiración no es más que atención. Cada página de Vagón de Ostras está impregnada de esas vivencias, externas o internas, que las originaron. Pero lo que leemos, lo que seduce, es el resultado del proceso creativo que cada autor transitó. Y con suerte nunca conoceremos el revés de estas tramas. Periplo


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Resaca _ Daiana Henderson

Salgo al patio. Ya han pasado casi 24 horas de la primera cerveza y todavía me dura la resaca. El pasto crece entre los dedos. Me enfrento –como un condenado rogando por una vaso de agua después de haber sido arrastrado por el desiertotoda despojada, a la luna, que está postrada con una redondez tan firme que intimidaría a cualquier miembro de la realeza. Alrededor se forman tres círculos de luz, de diferentes colores, pero si la mirás fijo, empiezan a desaparecer y queda sola, ella. Y vos. Y ella sobre tu cara. Será que me duran todavía los efectos de la borrachera pero me parece verle la caraluna de Méliès. En un ojo, enterrado un barril de cerveza,

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en el otro un clavo, y la boca a punto de moverse como un muerto en el cajón. Puedo sentir cómo me desprecia, ya ha visto a muchos, a través de la eras, mirarla del mismo modo: rendidos de rodilla al pasto, pidiendo una tregua, bajo los efectos de una borrachera sin fin.

Daiana Henderson nació en Paraná, Entre Ríos, en 1988. Actualmente vive en Rosario, donde estudió Comunicación Social. Publicó la plaqueta Colectivo Maquinario (Diatriba, Santa Fe, 2011), el e-pub A través del liso (Determinado Rumor, 2013) y los libros de poesía El gran dorado (Ivan Rosado, Rosario, 2012), Verao (Neutrinos, La Paz, 2012), y Un foquito en medio del campo (Editorial Municipal de Rosario, 2013). Es co-autora de las antologías 30.30. Poesía argentina del siglo XXI (2013) y 1.000 millones. Poesía en lengua española del siglo XXI (2014), editadas por EMR, CCPE y Espacio Santafesino. Es co-editora en la editorial entrerriano-rosarina Ediciones Neutrinos.

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Hasta el puente _ Mariano Quirós

Olga me llama al celular y me dice que Nicanor, su papá, está en el puente Chaco-Corrientes y que amenaza con saltar. Me dice también que la policía y los bomberos ya llegaron y que están hablando con él. Ella está en medio de una clase, no puede salir y quiere que vaya yo. —Para que Nicanor no se sienta tan solo. No me gusta que mi mujer llame a su papá por el nombre, me suena desaprensiva. Tampoco me gusta cómo define sus prioridades, que minimice las crisis de su padre. —Vos tenés el auto —le digo, pero no alcanza a escucharme o bien le importa poco, porque corta y me deja con el semejante encargo. Tengo dos opciones: remís o colectivo. Hago un cálculo rápido —a cuánto tengo la parada de remises, a cuánto la del cole— y defino más conveniente tomar el cole. Es también más económico. Mientras camino apurado hacia la parada, pienso en mi suegro: es un buen hombre. Tiene sus problemas, como cualquiera, pero se toma todo muy a pecho. En la parada, un hombre me dice que lleva veinte minutos esperando. —Una vergüenza… —agrega, y como me doy cuenta que quiere seguir hablando me largo a correr hasta la parada anterior, que está a unas dos cuadras. Voy a mitad de camino cuando veo aparecer al colectivo. Me tomo medio segundo para pensar y decido correr de regreso a la otra parada. Pongo toda mi energía en la corrida. El cole se me pone a la par cuando apenas me falta media cuadra. Miro de refilón y veo que va repleto. El hombre en la parada me hace señas con la mano: que me apure. El colectivo frena y el hombre tarda en

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subirse. Lo hace por mí, entiendo, es un buen gesto. Le doy las gracias a duras penas, todavía sobre el primer escalón del colectivo. El hombre se pierde entre la maraña de pasajeros. Me arrimo al colectivero y pregunto cuánto es el pasaje. —No señor —me dice—, es con tarjeta. Como no entiendo, vuelvo a ofrecer plata, pero uno de los pasajeros me explica que el sistema cambió, que ahora tengo que comprarme una tarjeta y que esa tarjeta incluye una determinada cantidad de viajes. El chofer frena y me pregunta si tengo o no tengo tarjeta. Que no, le digo, pero le aclaro que puedo pagar el viaje. —Sin tarjeta no viaja —abre la puerta y me señala la vereda—. La compra en cualquier kiosco, los choferes ya no podemos recibir plata. Estoy a punto de bajar, de hacer caso, pero entonces pienso en mi suegro. —Nicanor se va suicidar —digo. El chofer, y unos cuantos pasajeros, ahora me miran de otro modo. Aprovecho el golpe de efecto para acomodarme bien adentro del cole, que al chofer se le complique hacerme bajar. —Nicanor, mi suegro… está en el puente para suicidarse. Pero el chofer insiste: —Sin tarjeta no te puedo llevar, amigo, se mate quien se mate. —Es una urgencia… —lo digo apuntando a los pasajeros, que alguno se ponga de mi lado. —Todos los días me viene alguien con urgencias —dice el chofer—: bájese. Y no me importa que llore. No es a propósito que lloro, es que me abruma la situación. —Baje y no mienta más, llevo gente apurada —el chofer acelera en punto muerto y hace que el motor brame. Una voz llega desde el fondo del colectivo: —No miente, en la radio dicen de un tipo que se quiere tirar del puente —el que habla es el hombre de la parada, el que me aguantó el cole. Tiene puestos auriculares y los señala como si fueran una evidencia. —Igual, sin tarjeta no viaja —sigue el chofer.

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—No hay problema —dice el hombre—: yo le presto la mía. Pasa entre el montón de pasajeros hasta llegar a una maquinita junto al colectivero. Saca de su bolsillo una tarjeta blanca —como una tarjeta de crédito sin inscripciones— y la pasa fugazmente por encima de la maquinita. Un papel, entiendo que el boleto, surge de la maquinita y el hombre me lo pasa. —Acomódese —me invita—, viaje tranquilo. Al chofer el asunto no le gusta, pero no le queda más remedio y mueve, por fin, el colectivo. Viajo parado, prendido de una barra entre dos hombres de tamaño importante. No corre mucho aire adentro del cole y empiezo a sentirme descompuesto. Pero no quiero decir nada, siento que ya molesté demasiado. —Un tío mío también saltó del puente —comenta, a mis espaldas, el hombre que me ayudó en la parada y con la tarjeta. Me habla a mí, pero habla tan alto que cualquiera puede oírlo. Giro la cabeza y, como puedo, le respondo con una sonrisa. Él también sonríe, como dando a entender que sabe por lo que estoy pasando. —Tuvo mala suerte mi tío… —se mueve, el hombre, como una lombriz entre los pasajeros, hasta quedar pegado a mí—: por culpa del viento cayó sobre una defensa del puente y no en el agua. Su relato llama la atención del pasaje, que ahora está en buena cantidad pendiente de su historia. Alguno hasta se atreve a opinar: —El dolor igual es el mismo, caigas en el agua o en un hierro. —Pero debe ser más impresionante ver el cuerpo ahí, en la defensa —dice otro. El hombre lo confirma: —Y sí… —dice—, para colmo que mi tío no murió de inmediato. Cayó sobre un borde de la defensa y se quiso arrastrar hasta el agua. Pero de tan desorientado apuntó al otro borde. Fue dejando una mancha de sangre y al final no llegó: se murió antes. El celular vibra en mi bolsillo. Me muevo con dificultad hasta que consigo agarrarlo. Mensaje de Olga: ASUNTO OK. NICANOR EN RCIA. LO TRAEN LOS BOMBEROS. GRACIAS IGUAL.

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Me alivio por mi suegro, pero me preocupan el chofer, el hombre este que no se calla y el resto de los pasajeros. Qué voy a decirles cuando lleguemos al puente.

Mariano Quirós (Resistencia, provincia del Chaco, 1979). Escritor y comunicador social. Publicó las novelas Robles (Premio Bienal Federal 2008), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), Tanto correr (Premio Francisco Casavella) y No llores, hombre duro (Premio Azabache y Premio Memorial Silverio Cañada). Junto a los escritores Pablo Black y Germán Parmetler publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por el artista plástico Luciano Acosta. La novela Río Negro fue publicada en francés por la editorial La Dernière Goutte. Su cuento "Cazador de tapires" ganó la edición 2012 del concurso de cuentos Gabriel Aresti, convocado por el ayuntamiento de BIlbao (España).

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Dulce amanecer _ Palo Pandolfo

Dulce amanecer de mi alma bañada por tu luz. Oh María. No hay fuerza humana o extraterrestre que pueda oscurecer tu amor. Te veo en el fuego. Te escucho en las nubes bajas de la mañana. Te siento, también, adentro mío. Y sé que venís desde muy lejos. Madre de la estrella primera del silencio brillante anterior a la palabra y a la roca. Al mismo tiempo tu esencia habita en todo mi fe este sol el oxígeno. Le pido al amor dios luz

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que esparza tu gracia por el mundo iluminando y despejando almas y mentes para el Bien de todo.

Palo Pandolfo nació en Buenos Aires, en 1964. Es músico y poeta. Lideró Don Cornelio y La Zona, grupo con el que grabó dos discos de estudio y uno en vivo. El primero, homónimo, arrasó con las encuestas del año 1987, como mejor grupo y mejor disco del año. El segundo, “Patria o muerte”, de 1988, los posicionó como un grupo oscuro y post punk. “Don Cornelio en vivo” apareció cuando el grupo se encontraba disuelto, en 1996. En los años noventa lideró el grupo Los visitantes, con el que grabó seis discos: “Salud universal”, 1993; “Espiritango”, 1994 (disco del año en todas las encuestas); “En caliente”, 1995; “Maderita”, 1996; “Desequilibrio”, 1998 y “Herido de distancia”, 1999. En 2000 comenzó su carrera solista, con las siguientes producciones discográficas: “A través de los sueños”, 2001; “Intuición”, 2002; “Antojo”, 2004; “Ritual criollo”, 2008 y “Esto es un abrazo”, 2013. La estrella primera es su primer libro.

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Tratando de escapar _ Manuu Kápilan

Tratando de escapar del alcoholismo, un poeta vendió su departamento céntrico, sus muebles de diseño, computadoras, ropa, libros y sombreros. Vendió prácticamente todo lo que tenía a cambio de una pequeña fortuna. Entre lo poco que conservó estaba su gato. El escritor lo puso en una canasta y se fueron los dos al interior, donde compró un rancho. Ahí, en medio de una pradera desprovista de electricidad y agua corriente, no podrían llegar los bares, los amigos, las prostitutas ni los críticos. "¿Y ahora qué? solo sé escribir sobre bares, amigos y putas" dijo el poeta mientras recorría los alrededores de su nuevo hogar. Miró al gato que caminaba a su lado y éste pareció decir: "¡y resacas! últimamente sólo escribís sobre resacas. Creo que es hora de que te conviertas en un poeta bucólico. Mirá que linda esa cascada. ¿No sentís llegar la inspiración?". "¡Es cierto!" dijo el poeta entusiasmado y se fue a sentar, cuaderno en mano, sobre una piedra junto al río. Cerró los ojos, inspiró hondo y tosió unas cuantas veces. Entonces el gato le tocó la espalda con la pata y maulló intentando decir: "¡Momento! ¿Y yo qué voy a hacer? Lo único que sé es tomar sol a través de los cristales de un departamento y clavar las uñas en la alfombra del living-comedor". El poeta, entendiendo a la perfección el problema que le planteaba, respondió: "Es hora de que hagas aquello para lo que has sido diseñado: cazar". El gato movió los bigotes hacia adelante y arqueó el lomo, excitado por la idea. Se pasó la lengua por los colmillos y se fue saltando entre la maleza. Pasó una hora y el poeta seguía observando la cascada. El agua cristalina caía musicalmente sobre las piedras tapizadas por un musgo color verde eléctrico. Alrededor crecían algunos helechos salvajes y las libélulas bailaban

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entre los brillos que el sol producía en el agua. "Ésto es una tortura" escribió finalmente en la primera hoja del cuaderno, agarrándose la espalda con una mano. Le dolía el cuerpo y la abstinencia lo tenía entre accesos nerviosos y repentinos ataques depresivos. Entonces, apareció el gato, todo despeinado. Traía un caracol en la boca. Lo presentó frente a su amo y, con una expresión de sus ojos, le preguntó: ¿Qué clase de animal he cazado?". "Es un caracol horrible, sacá ese bicho de mi vista que interrumpe mi búsqueda de la belleza!" exclamó el poeta de mal humor. El gato decepcionado, intento matar de un zarpazo al caracol, pero éste se había metido dentro de su caparazón. Así que lo pateó al agua. Después volvió a mirar hacia la maleza y maullando enfurecido se metió como un rayo en ella. El poeta, irritado por la ausencia de inspiración, decidió adentrarse un poco más en la vida campestre. Se sacó la ropa para sentir el sol y la textura de la piedra. Su piel pálida y blanda se estremeció al contacto con el agua cuando se enredó con su propio pantalón y cayó. El agua estaba helada, se sumergió y buceó hasta la caída. Cuando quiso emerger por debajo del chorro, éste le cayó pesado sobre la cabeza obligándolo a hundirse de nuevo. Salió unos metros más adelante, después de haber tragado bastante agua, y escuchó el maullido de su gato que parecía decir: "¡He cazado algo grande!". Sin tiempo para volver a vestirse se acercó a las malezas de donde provenía el disturbio. Un grito de espanto brotó del fondo de su garganta al encontrarse con que una lampalagua se estaba tragando vivo al gato que, muy imbécil, parecía seguir diciendo: "¡He cazado algo grande!". El felino, que saltaba de un lado a otro con sus patas traseras, tenía la cabeza y la dos patas delanteras ya metidas en la boca de la víbora. Ésta, alertada por la presencia humana, había parado de engullir por un momento. Entonces el poeta en un acto de heroísmo, inhabitual en él pero promovido por la crisis de abstinencia, saltó sobre la bestia y le dio un terrible puñetazo que impactó a su vez en la cabeza del gato que estaba dentro. El felino salió expulsado y ahora su maullido parecía decir: " ¡Dios de los gatos! ¡He muerto, creo que he muerto!". La lampalagua rápidamente se enroscó en la pierna del poeta. Los gritos de éste se volvieron tan agudos que un paisano que andaba por ahí cerca creyó que eran de una mujer y se acercó a toda carrera.

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De un machetazo hirió a la víbora que rápidamente se arrojó al agua y desapareció. El gato sacudía su cabeza intentando recobrar la respiración, aunque se había salvado de morir devorado, había quedado ciego por el terrible golpe. Pasaron seis días tan duros como el primero y el hombre al ver que su cuaderno seguía en blanco, decidió aceptar la derrota. Malvendió el rancho y con una miseria en el bolsillo y un gato ciego en una canasta regresó a la ciudad. Tiempo después, detrás de la última puerta de un pasillo sombrío, el poeta estaba acostado sobre un colchón en el piso. A su lado había restos de comida, botellas de agua mineral y cientos de hojas sueltas llenas de poemas en los que iba perdiendo el interés a medida que escribía más y más. El gato ciego daba vueltas por la habitación tropezando con las cosas, hasta que finalmente se paró sobre una bufanda que empezó a recorrer con sus patas. Gruñó, los pelos del lomo se le erizaron levemente y el hombre interpretó que él decía: " ¡¿Este es el cuero de aquel monstruo que cacé?!”. El poeta fue hasta la ventana y levantó un poco la persiana para que entre, de manera estrellada, la luz de la mañana. “Si, ese es el cuero de la víbora y cuidado con él que me costó mucho desollarla" le dijo al gato que empezó a dar vueltas sobre sí mismo hasta acostarse ronroneando bajo los rayos de sol.

Manuu Kápilan según él mismo: ”nací en la primavera del año 1984. Me dedico principalmente a la literatura, la fotografía y el dibujo. Los límites entre estas actividades se funden todo el tiempo, el orden también. Pienso mucho en lo que hago, pero sobre todo me concentró en la energía que tiene una obra”.

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El que nació _ Álvaro Colazo

El que nació espera en la caja transparente, junto a otros que también esperan bajo la mirada de Clelia. Alguien se lo llevará, le pondrá nombre, festejará su primera navidad pasando de brazo en brazo por tía, primo, abuela, pero estas personas no le importarán, porque estará atento a las luces que explotan en la noche. Sus primeros recuerdos se mantendrán atados a objetos, que deseará tanto como a la leche de su madre como al cosquilleo que sentirá entre sus piernas mientras la mira hacer, en la cocina, y le quedarán grabadas esas canciones hasta los cinco que tropezará en la vereda, traumatismo leve, anestesia imágenes sin forma que se parecen a esas luces que explotan en la noche. Abrirá los ojos, y será Clelia quien limpie sus piernas no se recordarán. A los tres días, regreso a los objetos que lo definen. Hasta que el llanto ya no le sirva para llegar a sus deseos Hasta que el cosquilleo sea por otra, esa tan parecida a él, en un lugar con tantos parecidos a él, y una mujer de pie, tan parecida a mamá. Siete años, y luego seis más, la distancia es algo que se aprende mientras se aleja ya no le importará ella, ni él, ni abuela, ni tío, ni las luces en la noche ni los objetos de sus recuerdos, porque se definirá en eso que nunca va a tener. Esa actriz, ese cuerpo, esa moto, esa vida que él mismo querrá construirse. Mostradores, escritorios, oficinas, tazas de café, botellas de cerveza

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y los sueños de la noche en el que se confunden las formas abstractas, las luces que explotan, el rostro sin rostro de una mujer que será Clelia pero él no lo sabrá. Y ella tampoco. El cosquilleo será para otra que no es su madre, se hundirá en la leche de sus piernas y le pondrá nombre al que espera en la caja transparente Golpeará el vidrio con sus dedos , mientras pensará: éste sí hará lo que yo no pude hacer. Pero no, no será así. Porque él también aprenderá de la distancia Pasarán luces que explotan, restos de esquirlas, botellas de sidra Papeles, abogados, gerencias, vacaciones, otras leches de otras piernas. Aprenderá de la soledad. De los ojos que ya no miran, de él mismo observado en los ojos del hijo que creció, resignado a la rueda de lo que no tendremos Y números de quiniela, botes de pesca, tardes apagadas en la puerta de casa Hasta la tarde en que el pecho se agriete y ya no sea Clelia quien limpie sus piernas Y el goteo, la sangre seca, las jeringas, la gelatina de hospital el tiempo muerto entre las larvas, y el escape a las luces que explotan en la noche Y ya no quede más distancia, ni leche, ni luz. Sólo la caja gris La caja fría que el enfermero empuja hacia el lugar donde otros esperan.

Álvaro Colazo nació en 1983, en Córdoba Capital, Argentina. Profesor de Literatura en nivel medio y superior. Mención de Honor en el Concurso de Poesía Fundación Pablo Neruda. Próximamente publicará su primer libro de poemas, After, por Colección Bonzo, Editorial Llanto de Mudo.

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Vaivén _ Martín Arocena

Se ven por primera vez, en un boliche, en la fila del supermercado, en la clase de astronomía, en el ómnibus, en la casa de un amigo, en la sala de espera de una oficina pública. Ella lleva una pollera más bien corta, el pelo recogido por una cinta le descubre un pequeño tatuaje, algo que tiene que ver con la mitología escandinava. Él la estudia un instante, se acaricia la barbilla, se alisa el pelo con ambas manos, le dice algo. En esa oportunidad, o la segunda vez que se cruzan (en otro lugar, a otra hora, con otra gente) tienen sexo. Primero, como es natural, ella dice que no. Después dice que bueno, que está bien. Repiten la escena, cada fin de semana, interrumpidos por densos momentos de silencio, momentos que ambos dedican a pensar en sus vidas. Fuman. Se miran y tratan de imaginar cómo se verán dentro de algunos años. Se convencen de que ese es el mejor sexo que tuvieron. Peor aún: se convencen de que el sexo no es lo que importa entre ellos. A veces transcurre mucho tiempo y no se mueven. A veces se interrumpen al decir algo y eso les parece maravilloso. A esta altura, como es natural, ambos sienten que nunca estuvieron tan bien. Se juran fidelidad. Se apartan de los amigos, de la noche, de la vida social. Alquilan una cabaña frente al mar. Comen pescado fresco. Hablan del futuro. Piensan en futuro. Este es un momento clave, porque el presente ya no les alcanza. Quieren más. Necesitan aferrarse el uno al otro por el resto de sus vidas. Ahorran. Ya no malgastan el dinero. Abren una cuenta en el banco. Usan una lata que esconden entre los zapatos. En la semana, cuando vuelven del trabajo, hacen una picada, toman whisky, un Martini, fuman marihuana, hablan de proyectos. Eso los renueva. Les da fuerzas. Las próximas vacaciones, la lámpara de pie que vieron en la feria Villa Biarritz, el aire acondicionado para el próximo verano, la dieta: de pronto

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se volvieron gordos, o se ven gordos, o se sienten gordos. De vez en cuando, se burlan de la pareja que vive en el apartamento del fondo, del perro de la vieja de arriba, o miran una película de Jim Carrey y ríen a carcajadas. De vez en cuando, se van a caminar por el barrio y se detienen un instante bajo la noche y se miran y creen reconocerse en el otro. El tiempo pasa. Las cosas no cambian. Pero ellos sí. ¿O será al revés? ¿Serán las cosas las que cambian mientras ellos permanecen inalterables? Un día ella llega del trabajo y encuentra la casa vacía. Se sienta en el sillón de dos cuerpos y espera. Tamborilea con los dedos en el posabrazos. Se come las uñas. Hace zapping. Prende un cigarro y lo fuma despacio, los ojos puestos en cierta pintura que cuelga de la pared de la sala: un paisaje desértico con un pequeño puente y una pareja de niños, uno en cada extremo del puente, mirándose con una alarma que ella no logra entender pero que la hace pensar en la vida, en la insensatez de la vida. A la semana siguiente, él se le acerca por atrás y la toma de la cintura y entonces siente ese leve sobresalto, algo que no se controla, una verdad incuestionable como son las verdades de la naturaleza. No tardan en empezar a discutir. Los días que siguen son difíciles. Ella llora a menudo. Sabe que algo se rompió, algo que antes era natural desapareció de manera irremediable. Él sale con una barra de amigos, se emborracha, piensa en el pasado. La ve girar, con un rompevientos ceñido al cuerpo y ese modo de reír que antes lo erizaba de pies a cabeza. Repasa, mentalmente, los últimos acontecimientos. Lo que se dijeron. Lo que no se dijeron. Lo que deberían haberse dicho. Lo que deberían haberse guardado para ellos. Asume la culpa. Se convence de que todo, en definitiva, es responsabilidad suya. Una noche enfrentan la situación y hablan sin vueltas. Se echan en cara estupideces, se abrazan, se acuerdan de cosas que antes los unía y que ahora ya no existen, se besan con rabia. De pronto es de madrugada. Una madrugada de domingo. O de sábado. O de viernes. Una madrugada que bien podría ser cualquiera pero que solo se parece a una madrugada de invierno. Están sentados en el sillón de dos cuerpos. Suena una música de fondo. Sonríen y se toman las manos, convencidos de que lo que pasó es lo más natural del mundo.

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Martín Arocena, Montevideo, 1979. Es escritor y docente. Integró la antología: El descontento y la promesa: nueva/joven narrativa uruguaya (Montevideo, Trilce, 2008), así como el libro colectivo Fóbal (Montevideo, Estuario, 2013) de la colección “Cuadernos de Ficción”. Publicó Exiliados (Montevideo, Estuario, 2011), libro de relatos con el cual obtuvo el primer premio en el Concurso Literario de la Intendencia Municipal de Montevideo en su edición 2010 y el tercero en narrativa edita de los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, edición 2013. La pelusa (Montevideo, Estuario, 2012/ Bs.As., Fiordo, 2013) obtuvo el tercer premio de los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en narrativa inédita, edición 2011.

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Por la ciudad, por la noche _ Natalia Contreras

por la ciudad, por la noche voy volando. unida a mi casa. mismo cordón, mismo ombligo. recorro el silencio con alitas de fantasía -una alitas que me dio mi mamá moscay por cada luz, tengo un ojo. y por cada superficie, patas. a veces me siento la más hermosa ninfa hermosa me demoro en los túneles en el olor... mi casa es mi sitio escondido lleno de hormigas voladoras y con mis alas, mamá, creéme, soy la reina! y no sé si hay silencio, no sé si es soledad sólo que vuelo, vuelo, vuelo y mis ojitos verdes lloran todos y cuanto más veloz, más entrega. Y cuanto más frío, más verdad. Natalia Contreras es porteña, ceramista, poeta, artista y profesora de artes plásticas.

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Catamarán _ Marcelo Díaz

Fotograma: hombre con sombrero de mimbre entrena a su pájaro en una balsa de bambú. Es la doctrina del aire. ¿Soñará con un bosque una cúpula invertida en un espejo de pinos? Tras el ataque el pescador recoge los peces en un recipiente de paja. De otro modo si desata el hilo de su garganta el ave partirá lejos enfocada en el mapa de ruta de las migraciones transcontinentales. En condiciones seguras será como un arqueólogo. Excavará el terreno, anidará en su propio islote alejado del gráfico elemental de los ríos pero en el fondo sabe, como lo saben todos los pájaros acuáticos, que el método es inalterable, lo mismo que sucede con la ingeniería de las represas o el movimiento de sable de un samurái. De repente te extraño. ¿Serás el pescador en la corriente sosteniéndose con una soga en la mano? Pronto una nube negra, liviana como una alfombra voladora, estará aquí y recorrerá tu interior como un collar un regalo que alguien echó de menos. a Tom Maver

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Marcelo Díaz. 1981, Río Cuarto (Córdoba, Argentina). Profesor y Licenciado en lengua y literatura. Publicó en 2009 los libros de poemas La sombrilla de Wittgenstein (reeditado por Colectivo Semilla en 2013), Newton y yo (prólogo María Teresa Andruetto) con editorial Nudista en 2011 y El fin del realismo (prólogo Mario Ortiz) por Viajero Insomne editora. Participó en la antología Es lo que hay en el año 2009 realizada por Lidia Lardone. Textos suyos aparecieron en revista Ñ, Poesía argentina, y no-retornable.

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Bellezas naturales _ Carlos Chernov

“Belleza: Propiedad de las cosas que nos hace amarlas.” Diccionario Espasa-Calpe

Durante mucho tiempo traté infructuosamente de dejar de fumar; a veces me asaltaba un estado de desesperación tal que pensaba que la única manera de lograrlo sería irme a vivir a una isla desierta donde me resultara imposible conseguir cigarrillos. En verdad, la fantasía de estar en una isla me perseguía desde la adolescencia, una época en la que aún no fumaba. La fantasía apareció por primera vez a los doce años, cuando me enamoré en secreto de una compañera de la escuela, y continuó con mis amores de adulto. Con los años, este ensueño diurno adquirió su forma definitiva. Lo componía del siguiente modo: cuando evocaba a mi enamorada, en cualquier lugar donde yo estuviera; un gimnasio, un restaurante o en mi estudio fotográfico; imaginaba que un poder sobrehumano nos trasplantaba a ambos, por una especie de teletransportación o de abducción, a una isla tropical. Este milagroso poder mudaba con nosotros parte de los enseres que nos rodeaban -las pesas y aparatos del gimnasio o los cubiertos y ollas del restaurante o los trípodes y reflectores de mi estudio-, porque mi mente, insufriblemente realista, preveía que para sobrevivir en la isla necesitaría metales para fabricar armas y herramientas. La fantasía me dominaba con la certidumbre de una alucinación; en algunas temporadas he llegado a estar tan persuadido de que me ocurriría que, por si acaso, llevaba en el bolsillo una lupa para encender fuego en la isla (los fósforos y encendedores se consumirían, la lupa duraría bastante más).

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Mi desmedido amor por las mujeres bellas ha sido el culpable de mis dos inclinaciones: la fantasía de la isla y mi trabajo como fotógrafo de modas. (Mientras me entretengo en estos recuerdos, teñido por la luz rojiza del cuarto de revelado, estoy pasando de una cubeta a otra las fotos de la modelo que amo en este momento.) Ser fotógrafo es el método más civilizado que conozco para apropiarse de la belleza, pero no deja de ser un recurso insatisfactorio. Los primeros tiempos en la isla eran los mejores; debería decir, los únicos buenos. Empezaban a desmejorar cuando tenía que transformar los metales en armas; fundirlos sin contar con una fragua ni un fuelle, martillarlos al rojo vivo, afilarlos: solía quemarme. De todas maneras, al principio gozaba de la fantasía; mi amada –perpleja, espantada ante este insólito cambio geográfico, al borde de la locura- debía resignarse a mi compañía, y yo me comportaba como el héroe que la salvaría. Según mi rigurosa imaginación, mis sucesivas amadas eran muy hermosas, pero resultaban por completo inútiles. Yo tenía que cazar y pescar para los dos, recoger frutas y agua dulce, encender el fuego, construir una choza y rodearla de un cerco. Quedaba extenuado. Ellas se quejaban de la comida cruda o carbonizada, de la arena fría sobre la que dormíamos, del sol despiadado que nos cuarteaba la piel y del miedo a los grandes animales carnívoros. Extrañaban a sus familias; se dormían llorando todas las noches. Sus machacantes lamentos me causaban una extraordinaria infelicidad, y lo peor: en la isla perdían la belleza. Si por su condición de modelos, en la vida real ya eran delgadas, luego de varios días de ayuno, sus piernas parecían temblorosos muslos de rana; olían a sudor y a mugre; se rascaban la cabeza con fruición, el pelo se les había expandido como un matorral grasiento y espinoso; el rastro de las lágrimas era lo único claro en sus caras tiznadas. Mi paciencia disminuía a la par que declinaba su belleza. Por fin, harto de ellas, terminaba por abandonarlas y me establecía en el otro extremo de la isla. En algunas ocasiones, para huir de mis involuntarias compañeras me refugiaba en las laderas selváticas de un volcán extinguido, en otras, en una bahía rodeada de acantilados donde pescaba con arpones improvisados con cañas de bambú. Los peces se escabullían aprovechando mi impericia; cuando

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lograba capturar alguno, al cocinarlo, la carne se deshacía en cartílagos pegajosos; mientras los comía me aterraba que fueran venenosos. Intentaba matar cabras alanceándolas o despeñándolas por los abismos del volcán; pero los animales eran muy ágiles, me miraban con desdén y, antes de conseguir atrapar a alguna, con frecuencia yo mismo resbalaba en las piedras y rodaba por la ladera en medio del alud que había iniciado. En ciertas islas, mi imaginación me deparaba felinos medianos -los leones y tigres no hubieran resultado verosímiles-; en otras, debía eludir serpientes venenosas; en una oportunidad, la isla estaba infestada de cocodrilos que me acosaron hasta en tierra. (Dejé de ver los canales animales de la televisión cuando me di cuenta de que mi mente se inspiraba en ellos para habitar mi fantasía con alimañas horribles.) Algunas de mis enamoradas tardaban más, otras menos, pero siempre me encontraban. Divisaban el humo de la hoguera y se presentaban en mi campamento. Se me acercaban suplicantes, con una inoportuna oferta de sexo; famélicos despojos de lo que habían sido, llorando más por el hambre que por la belleza perdida. No las recibía con agrado: yo también estaba hambriento. Con helada maldad, mi mente se preguntaba para qué podían servirme. Me incitaba a desconfiar de ellas, me convencía de que me robarían las armas y la lupa, y que me matarían mientras dormía para devorarme -uno y otro éramos las presas más fáciles de cazar de la isla-. Yo me resistía a estos argumentos, pero provenían de mi propia mente. Al fin, las asesinaba. Si desde el comienzo mi fantasía había avanzado con la lógica inexorable de una máquina, en la última etapa se disparaba como un caballo desbocado. Me observaba a mí mismo aporrear con un garrote las cabezas dormidas de mis amadas -algunas se dormían chupándose el pulgar para paliar el hambre- hasta que los regueros de sangre chorreaban sobre las piedras; contemplaba cómo les abría el vientre para vaciarlas y limpiaba el interior de sus cuerpos con agua de mar; cómo descuartizaba los miembros y separaba los muslos y las nalgas -los trozos más suculentos-; me veía a mí mismo entrelazando ramas verdes para fabricar una parrilla y, luego, oyendo el chirriar de los escasos vestigios de grasa sobre el fuego, mientras el olor de la carne que se asaba me aguzaba el apetito.

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Mi mente me retenía con su abrazo de hierro y no me soltaba hasta que cortaba un pedazo de esa carne -que había sido tan bella-, y me obligaba a llevármelo a la boca entre sollozos. Y si alcanzaba a probarla, masticarla y tragarla sufría nauseas y vómitos, y me suicidaba arrojándome sobre una lanza -forjada a partir de un trípode de fotografía- clavada en el suelo, o me tiraba al mar desde el acantilado para destrozarme contra las rocas o morir ahogado. Nunca pude abandonar el cigarrillo. No sólo no me fui a vivir a una isla desierta para dejar de fumar sino que fumo para poder escapar de mi isla. Aunque estoy gravemente enfermo de los pulmones, prendo un cigarrillo con la colilla del anterior. Fumo uno tras otro, incluso mientras como, porque nunca sé cuándo me atacará mi mente. Fumo con el cigarrillo sólidamente calzado entre las primeras falanges de cualquier par de dedos para que no se me caiga cuando estoy sumido en la fantasía. Sé que en algún momento el cigarrillo se consumirá y me quemará la piel; es el único recurso que he hallado para despertar de la pesadilla. Tengo todos los dedos quemados. Ahora estoy bañado por la luz rojiza del cuarto de revelado. Siento cómo se acumula la flema en mis pulmones; trato de contenerme para no toser porque no quiero escupir sangre sobre las cubetas donde están las fotos de mi amada. De pronto, me sorprende un violento acceso y aunque me tapo la boca con la mano, con cada golpe de tos salpico sangre. La cara de mí enamorada flota en las aguas rojizas; apenas agito la foto, las gotitas de sangre se diluyen en los líquidos de revelado. Mi bella me sonríe desde la foto; mi amada, mi vida, mi amor.

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Carlos Chernov (Buenos Aires, 1953) es médico psiquiatra y psicoanalista. Autor de cuentos y novelas, ha publicado los libros de relatos Amores brutales (1992; Punto de Lectura, 2005), que recibió en 1992 el Premio Quinto Centenario del Honorable Concejo Deliberante, y Amor propio (Alfaguara, 2007); y las novelas Anatomía humana (1993; Punto de Lectura, 2005), Premio Planeta de la Argentina 1993, La conspiración china (1997), La pasión de María (Alfaguara, 2005) y El amante imperfecto (2008, Premio La Otra Orilla). Por la novela El desalmado ha recibido el Premio Único de Novela Inédita de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Sus textos han sido traducidos al inglés, al italiano y al francés. Reparte su tiempo entre el ejercicio de la literatura y el psicoanálisis. Ganador del Premio La Otra Orilla 2008 y del Planeta de Argentina 1993

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Avispa _ Luciano Lamberti

Padre: un día te picó una avispa. Estábamos en el campo, haciendo no tengo idea qué cosa, vos y yo, solos. No muchas veces nos quedábamos solos, en el sentido estricto de la palabra, y cuando nos pasaba no era inusual sentir una ligera incomodidad flotando en el aire. Era como si todas las formas mutuas en las que nos despreciábamos corrieran como anguilas debajo de nuestra conversación. Vos mirabas al frente, manejando, yo veía tu perfil, concentrado en los desniveles del terreno. Era un camino de tierra, difícil de andar con la jardinera en la que repartías los huevos, un aparato monstruoso y gigantesco que se bamboleaba haciéndolos chocar: no pocas teníamos que lamentar alguno roto, o una de nuestras clientas nos mostraba, a la luz del mediodía, la cáscara quebrada, como una gran evidencia de nuestra ineficiencia e improductividad. Padre: teníamos esa fama en el pueblo. Ineficiencia e improductividad. Sin ir más lejos yo, con casi veinte años, no había aprendido a manejar, no había terminado el secundario, no tenía oficios ni un norte claro en la vida. Claro que la gente del pueblo nos llamaba de otra forma. Los vagos, los lelos. Ahí vienen los vagos, decían cuando la monstruosa jardinera en la que íbamos, llena de parches y con el guardabarros trasero sujeto a la chapa con un alambre, surgía en la esquina en todo su esplendor. ¿Qué hacíamos esa tarde, padre? ¿Estábamos llevando huevos a alguna parte? ¿Buscábamos una provisión de huevos en la casa de algún vecino que nos vendía al por mayor? No lo recuerdo. Sé, en cambio, que las anguilas chapoteaban bajo las pocas palabras que nos dirigíamos. Estabas de malhumor ese día, me habías encargado un trabajo que no hice y me lo reprochabas, con frases hirientes que olvidé pero que me quemaron por dentro como si fueran hierros al rojo vivo. Entonces una avispa

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entró por la ventana y te picó la garganta. Fue así de simple. Vos eras alérgico, un mosquito o una hormiga podían matarte. Aplastaste a la avispa y la miraste en tu mano. Casi enseguida empezaste a hincharte. Paraste el auto en la banquina, la hondonada por la que circula el agua que baja de los campos, y yo traté de sacarte el aguijón pero era muy pequeño, no podía engancharlo con las uñas y vos ya tenías la cara inflamada, el cuello casi del doble del tamaño normal, y boqueabas, con inspiraciones cortas. Entonces hice algo en lo que todavía pienso. Me senté a verte morir, eso hice. Y vos me miraste con tus ojos grises que se iban apagando y lo entendiste. Supiste lo que yo sentía. Padre: ahora manejo la misma reventada jardinera vendiendo los mismos huevos que se quiebran entre sí. Me gusta hacerlo, me gusta ir con la ventanilla abierta, dejar que el viento me embolse la camisa y me tire el pelo para atrás. Es verano, la vida me sonríe. A veces incluso silbo, canciones que vos odiarías, y a mí me parecen lo más bello de este mundo.

Luciano Lamberti nació en 1978 en San Francisco, Córdoba. Creó, junto a Inés Rial y Federico Falco la revista “Fe de Rata” (2002). Fue editor de “La Creciente” (del 2004 al 2008) junto a Alejandra Baldovin y Alejo Carbonell. Participó con cuentos en distintas antologías de diversas editoriales y escribe para varios medios de comunicación. Es profesor en colegios secundarios y dicta talleres literarios. Publicó los libros Sueños de Siesta (La Creciente, 2004), San Francisco / Córdoba (Funesiana, 2008), El asesino de chanchos (Tamarisco, 2010), El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2012) y Los campos magnéticos (La Sofía Cartonera, 2012).

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Vagón de OSTRAS Número III, octubre de 2014. Archivo y contacto / vagondeostras.tumblr.com En Facebook / facebook.com/vagondeostras Todos los textos e imágenes aquí reunidos fueron expresamente cedidos por sus autores para esta publicación. No hecho ningún depósito ni registro que exija la ley.

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