Vagón de Ostras (#7)

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Vagón de

OSTRAS

NÚMERO VII

REVISTA DE CUENTO Y POESÍA OCTUBRE DE 2015

Imagen de tapa Ariel Baigorri


tapa.

Sin t铆tulo. De la serie Distancia reglamentaria, captura digital con dispositivo m贸vil.

Ariel Baigorri _eldesperdiciodeltiempo.tumblr.com


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ÍNDICE p1. Nota preliminar. p3. Todos / Rosario Bléfari. p5. Máquina del tiempo / Orlando Van Bredam. p8. Ideas pequeñas / Luis Chaves. p10. Nada personal / Fabián Dorigo. p15. Te mirás al espejo... / Eloísa Oliva. p17. Del cine a la ciudad y de la ciudad al pasado / Francisco Bitar. p21. Somos los robots de todos los días / Berenice Sassatelli. p23. Tranquilo como agua de mapa / Leandro Gabilondo. p27. La huerta / Marina Coronel. p29. La trágica biografía de Beatriz Sorlo / Nitsuga.

Número VII, octubre de 2015


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NOTA PRELIMINAR Las parejas y las revistas literarias duran casi siempre dos números, dice Fabián Casas en el poema Un plástico transparente, incluido en el libro El salmón. De las parejas no vamos a hablar, al menos en esta introducción. Sí de las revistas. Por ejemplo, haciéndonos una pregunta: ¿qué hace que una revista literaria supere esos dos números de los que habla Casas? En nuestro caso: las 15.000 descargas de los primeros seis números fueron bastante determinantes para seguir trabajando mes a mes. Eso sumado a las mismas razones por las cuales decidimos armar aquel primer número, hace ya más de un año atrás: dar a conocer textos que nos gustaban, tratar de visibilizar a algunos autores del llamado interior, publicar textos cortos, y ya, después de ese primer número, definir que nos íbamos a atener a sólo dos géneros: el cuento y la poesía, y que íbamos a publicar cinco de cada uno. Con el tiempo esas razones se fueron expandiendo. Publicamos también a autores de Uruguay, Chile, Colombia, México, Perú, España, Brasil y Francia (estos dos últimos, con traducciones realizadas de manera exclusiva para la revista), y además acrecentamos un poco la longitud de los textos. Pero sobretodo fue el apoyo de ustedes, que la descargaron y leyeron, que hoy seguimos haciendo la Vagón, y que nos empuja a darles un plus en cada número (en éste #7, le dimos una refrescadita

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a la tapa y mejoramos la tipografía para que se pueda leer sin achinar los ojos en lo más mínimo). Y todo esto realizado dentro de un círculo gratuito, sincero y expansivo. Gratis para ustedes y sin ningún tipo de ganancias para nosotros, al menos en pesos fuertes, claro. Porque desde el primer momento decidimos no incluir ningún tipo de publicidad (la única publicidad que revolotea entre nosotros es la que nos hacen ustedes, sin cargo, compartiendo el link, y la que pedimos encarecidamente que no dejen de realizar). A la Vagón vas a poder leerla como un libro con hojas de papel, sin que ningún deportista de alto rendimiento se te aparezca para decirte que tenés que comer papas fritas y tomar gaseosa, ni que una actriz de boca chiquita te inste a usar colágeno para ensanchar los labios. Porque leer es, como mínimo, estar centrado, con la vista clavada en esos signos en contraste con la hoja, sin darle cabida a los estímulos del exterior que ustedes no quieran darle cabida. Por eso, leer nunca va a dejar de ser un gesto insurgente y agitador. En sentido práctico: leer en el colectivo sin poder ser bombardeado con publicidad callejera, será siempre, mientras existan los colectivos, ir en contra de aquello que pretende que seamos su producto intercambiable e inagotable. Por suerte podemos incluirnos afuera del poema de Casas, o adentro de ese casi relativista que marca el verso, y decirles que esperamos que disfruten de la lectura de la séptima Vagón de ostras. Porque quizás, si están dispuestos, les dé algún chispazo de felicidad. Vagón de Ostras

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Todos _ Rosario Bléfari

un mozo de franco sentado en un bar le sirve el café un mozo que está trabajando una cocinera sale con su novio, van a comer a un restaurante un chofer de micro de larga distancia va entre los pasajeros viaja a visitar a su madre una azafata en el avión se ajusta el cinturón una maestra le da clases a los hijos de otra maestra un panadero come el pan de otro panadero en la casa de su amigo un ingeniero cruza un puente que no hizo y un arquitecto le encarga la casa a un amigo arquitecto luego le encuentra muchos defectos un empleado de banco va al banco de enfrente hace cola y paga un mecánico se queda en la ruta y debe ir a un mecánico de la ruta un futbolista llega a su casa después del partido y se pone a mirar un partido un poeta está leyendo poesía un abogado consulta un abogado mientras el dentista abre la boca ante otro dentista un dios adora a otro dios un hijo es padre un tío es sobrino una nieta es abuela

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un músico parado se impacienta en un recital larguísimo de otros músicos un analista psicoanaliza a un analista un asesino asesina a un asesino un extranjero en este país se va de visita a su país por unos días vaga por su ciudad natal, las cosas cambiaron

Rosario Bléfari, nació en Mar del Plata el 24 de diciembre de 1965, vive en Buenos Aires. Cantante y compositora de canciones, actriz, también escribe.

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Máquina del tiempo _ Orlando Van Bredam

Más que estar viejo, se sentía viejo. En los últimos días había aparecido el temor a la muerte pero también el del tiempo cumplido. Un poema, muy breve, lo había distraído y abrumado. Estaba allí, certeramente expuesta, su opaca circunstancia. Con pocas palabras, pero con énfasis, el poeta había atrapado la cotidianeidad de las lentas extinciones con las que iba codeándose. Recogió la página cultural y leyó: “el álbum familiar ha perdido inocencia/ cada vez son más en él/ los muertos que me sonríen”. Encendió la pipa, se asomó al ventanal y juzgó desde ese primer piso la indiferencia pueblerina a sus profundas mutaciones. Nadie advertía nada. Inmersos en el tiempo se disolvían en el tiempo como este pálido azúcar que él revolvía con el café. Tal vez fue en ese momento o en otro que recuperó una obsesión de adolescente. Si antes eran las lecturas de Verne, Simack y Asimov, ahora era el deseo, casi instintivo de volver a vivir. Si antes lo aventuraba la ciencia ficción, ahora lo exigían sus limitaciones seniles. Tenía que construir la máquina del tiempo. Esta pequeña sala que oficiaba de biblioteca era el sitio ideal. Su viejo sillón hamaca, su escritorio, algunas plantas y los mil libros ordenados con esmero constituían la escenografía a transformar sin demasiados gastos y esfuerzos. Memorizó: “el álbum familiar ha perdido inocencia/ cada vez son

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más en él/ los muertos que me sonríen”. Y era cierto. Primero sus padres, luego su hijo, los amigos de siempre y últimamente su esposa. Extinciones dolorosas y convincentes de que había que intentarlo. Nunca lo atrajo el futuro, jamás se preguntó cómo sería el año dos mil o el dos mil treinta, pero sí lo arrastraba el pasado. Había vivido como para que valiera la pena volver a vivir lo perdido. En este chalet de dos plantas había pasado toda su vida. Sólo habían cambiado los muebles, el color de las paredes, la enorme radio con acumulador por un moderno equipo de transistores; habían comenzado a ocupar espacio los electrodomésticos, habían desaparecido la cocina de leños y la plancha con brasas pero la casa seguía teniendo el olor inalterable de los jazmines infinitos que había plantado su madre. La biblioteca era el lugar que menos alteraciones había sufrido. Gran parte de los libros habían pertenecido a su padre, lo mismo que el sillón hamaca, y que el escritorio que mantenían su lustre original. Sólo había que pintar color durazno las grises paredes de ahora, quitar algunos retratos, agregar otros. En dos días, los albañiles le entregaron la biblioteca de entonces, cuando sólo tenía once años y permanecía durante toda la siesta leyendo o escribiendo cuentos. En pocas horas, seleccionó todos los textos publicados antes de mil novecientos treinta y los ubicó de acuerdo con una borrosa fotografía en la que se veía a su padre que sonreía de espaldas a ellos. Supuso cuáles serían los libros que el cuerpo no dejaba ver y con esforzada memoria reconstruyó su disposición en los anaqueles. No fue difícil. Sobre el escritorio estaban el viejo tintero y la vieja lapicera, la Biblia siempre abierta en el Eclesiastés, la agenda de cuero, el portalápices, un calendario Bristol de aquellos años, la infancia. Para su experiencia eligió un domingo al atardecer. Nada más

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melancólico que un domingo al atardecer. Fue después de misa y cuando la tristeza lo impulsó a buscar el álbum familiar y los rostros queridos. Cada foto era una escena perpetua, de la suma de ellas surgía la trama, de la trama, su niñez nítida, elocuente. Podía recordar sin dificultades todo lo que estaba antes y después de esas fotografías. Se durmió en la contemplación estática y el sillón comenzó a hamacarlo. Primero lentamente, luego más rápido y por último, con furia. El sillón se agitaba en la biblioteca mientras él viajaba hacia adentro, hacia el cauce más indefinido de sus sueños. El sillón lo hamacaba con la misma velocidad con que se hamacaba en el parque de la casa sesenta años atrás. El sillón no dejaba de hamacarlo mientras él despertaba con once años y aprovechando el silencio de la siesta, escribía un cuento en el que un científico descubría o inventaba la máquina del tiempo.

Orlando Van Bredam Nació en Villa San Marcial, Entre Ríos en 1952 y reside en El Colorado, Formosa, desde 1975. Es docente y escritor. Ha publicado, entre otros libros, Teoría del desamparo, Premio Emecé de novela 2007, La música en que flotamos, Cuna, 2009, finalista del premio Clarín 2007, No mirés nunca debajo de mi cama, Mulita, 2014. Sus libros se consiguen en librerías de Buenos Aires y de las provincias. Por internet se pueden solicitar a Editorial La Hendija y Ediciones Continente.

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Ideas pequeñas _ Luis Chaves

Moribunda desde la mañana terminó el cortocircuito de la avispa. ¿Se le llama cadáver a eso que queda del insecto muerto? Desde el alto balcón de Friedenau se ve pasar el río del calendario. Una vez escribimos M I L F y ya nunca nos recuperamos. Una vez, otra, en la habitación oscura, la lectura braille de pezones. El rumor fluvial de los meses, el aleteo supersónico de la Wespe Tal vez es una exageración pensar que, del barrio,

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la nuestra es la conciencia más tranquila.

La idea de un año que cabe en el exoesqueleto.

Luis Chaves (San José, 1969) Su obra incluye poesía, narrativa y crónica. Ha publicado en Costa Rica, México, España y Alemania. En Argentina publicó Anotaciones para una cumbia (Eloísa Cartonera, 2003), Chan Marshall (Ed. VOX, 2011), Asfalto (Ed. Neutrinos, 2015) y Salvapantallas (Seix Barral, 2015).

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Nada personal _ Fabián Dorigo

Sabe que es una 38 ni bien siente la presión del caño en los riñones. Lo agarran por los brazos. Son dos y parece que conocen el oficio. Se da cuenta de que lo mejor es no resistirse. Mira hacia el suelo. No quiere verles las caras. Oye una frenada a su espalda. Los que lo sostienen lo llevan hasta el auto mientras un tercero abre la puerta. —Metete atrás, Gordo —le dice uno casi al oído. —Tirate en el piso y quedate quietito o te quemamos —lo amenaza otro. El último en hablar sube junto al chofer y los otros dos, en elasiento trasero. Puede oír a los que van adelante y sentir cómo los de atrás lo mantienen inmóvil con sus pies. Intenta acomodarse y ahora siente el caño de la 38 en la nuca. Esta vez, oye, además,cómo el martillo del arma se traba y la deja lista para disparar. —Pará animal, todavía no —el arma se retira y un pisotón en la nuca le recuerda que no debe moverse. Trata de no perder la calma. Al principio el auto avanza lentamente, gira y se mueve más rápido. Los tipos no hablan, parecen concentrados. No deben querer llamar la atención, piensa. Calcula que no anduvieron más de 20 minutos cuando el auto se detiene. Nadie dice una palabra. Antes de bajarlo le colocan las manos a la espalda y le sujetan las muñecas con un precinto plástico. Lo encapuchan. Le quitan el cinturón.

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—Sacale los cordones, Turco. —¿Para qué boludo? ¿No querés que lo fiche también? —¿Qué carajo están haciendo? —pregunta uno. Por el tono de voz y la reacción de los dos que tiene al lado, se da cuenta de que es el que está a cargo de la operación. —Nada —dice el Turco y lo empuja por la espalda. Decididamente son de la Fuerza, piensa, profesionales: una apretada, un par de cachetazos, algún consejo que es mejor no desoír y otra vez a casa. Disimula un suspiro de alivio. Lo meten en una especie de galpón con piso de cemento, lo sientan en una silla y le esposan las manos al respaldo. —Hay que esperar a que llame la señora —dice alguien. ¿Quién carajo será la señora?, piensa. Muchas veces estuvo del otro lado como para saber que lo único que puede salvarlo es arreglarlo que sea que haya que arreglar con la señora. Si los tipos son profesionales de nada sirve suplicar. Sacude la cabeza. Le cuesta respirar. Cierra los ojos. De pronto siente el frío del caño en la nuca. Soy boleta, piensa y aprieta los dientes. —Qué hacés animal, hay que esperar que llame la señora, ¿no escuchaste? —Para qué si ya sabemos lo que va a decir. —Bueno. Si querés tirarle, tirale de una vez, pelotudo,pero limpiás todo después y si pasa algo te hacés cargo vos con la señora... El que tiene el arma disminuye la presión. Toda su resolución se disolvió al mismo tiempo que el otro mencionaba a la señora. —Dame acá, querés. Los dos hombres se alejan, seguramente para hablar sin que él pueda escucharlos. Es irónico, reconoce, la señora lo manda a secuestrar pero la simple mención de su nombre le acaba de salvarla vida. Si no descubre rápido quién es la señora y qué es lo que tiene en

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su contra, está frito. A su espalda los tipos siguen discutiendo. De pronto callan. Oye unos pasos que se acercan. Adivina que es el tipo que está a cargo. —Gordo, ya sabés cómo son estas cosas. No es nada personal,no tenemos nada contra vos, pero acá la guita manda. No me la compliqués, nada de mariconadas. Trata de hablar pero las palabras no alcanzan a formarse en su boca, una trompada en el estómago lo deja sin aire. —Nada de mariconadas, dije. Se endereza. Lentamente recupera la respiración. Sabe que es inútil irritar aún más a estos tipos. Su problema es tratar de averiguar quién es la señora y aclarar las cosas con ella. Éstos no tienen poder de decisión. La única que puede salvarlo o condenarlo es la señora. Aunque… todavía existe otra posibilidad: Aprovechar la duda que surge cuando el paquete ya está listo pero no se recibe la orden final. Intenta Calcular el tiempo que llevan esperando el llamado. Sí, quizás pueda meterles miedo. Él tiene contactos, gente que no va a tomar a bien su muerte. Gente, quizás, tanto o más pesada que la señora. —Tomá un poco de agua —dice el Turco. —Me estoy meando —dice. —Aguantate, falta poco. —A la señora no le va a gustar verme así —Hasta él se sorprende de lo que acaba de decir. —No te hagás el pelotudo, Gordo. Si la señora no te puede ver ni en figuritas. —No estés tan seguro —dice como si realmente estuviera convencido. El otro no responde. —¿No te parece que tu amigo está demasiado interesado en

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liquidarme antes de que llame la señora? —Sabe que el tipo está empezando a dudar y eso le puede dar alguna oportunidad. —¿Qué hacés Turco? —alguien grita. Parece ser el que manda —Nada —dice el Turco. —Entonces qué esperás, forro. —Dale gordo, tomá de una puta vez —dice el Turco. El tono de voz parece amistoso, casi suplicante. Intenta decir algo pero siente que le levantan la capucha hasta la nariz y le tiran la cabeza hacia atrás. El pico de una botella se le mete en la boca. Escupe, pero algo del líquido baja por su garganta. —Dale gordo, la puta que te reparió ¿No ves que es agua? Es agua, pero tiene un sabor metálico. Intenta no tragar mucho.El líquido le empapa la camisa. —Pero dale, querés. Te estás mojando todo y mirá que acá a la noche hace frío… Bueno, si llegás a la noche. El Turco se aleja riendo a carcajadas y vuelve a dejarlo sólo en el galpón. Trata de concentrarse en los ruidos que oye, pero le pesan los párpados. Lentamente va perdiendo la conciencia. No sabe si es por lo que le dieron de tomar o por la capucha, pero siente que la oscuridad se hace más espesa. La luz lo despierta. Abre y cierra los ojos con desesperación.Alcanza a distinguir algunas sombras que se mueven frente a él.Ya no está maniatado. Los brazos le cuelgan a los costados del cuerpo. Está desnudo. Descubre que han cubierto el suelo con un nylon. Levanta la cabeza y oye algo parecido a un trueno. Lo único que lamenta es morirse sin saber quién mierda es la señora.

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Fabián Dorigo nació en Buenos Aires en 1963. Quinto y último hijo varón de una familia trabajadora, creció entre los libros de su padre Hermes, inmigrante italiano autodidacta y amante de la literatura, y los de sus hermanos. En 2010 decidió radicarse en San Miguel de Tucumán donde imparte talleres literarios (_eltallerdelaspalabras.weebly.com) y vive junto a su mujer Mariana y su gata Mininola, en espera de un lugar en el Registro Único de Postulantes a la Adopción de la provincia. Recientemente publicó su libro de cuentos Nada personal (Colección Mulita, Editorial ConTexto, Resistencia, Chaco). Muchos de sus relatos han sido publicados también en las antologías: Cuentos de la Argentina de hoy (Finedu, 2014), En pocas palabras. Microficciones del Noroeste (Consejo Regional Norte Cultura, 2014), El nuevo y otros cuentos (Funcas, 2012), Un pájaro de invierno y otros cuentos (Vitrubio, 2011), Cuentos por deporte (Homo Sapiens, 2007), y Cuentos para ser leídos en el subte (Corregidor, 2003) y también en medios como Tiempo Argentino, La mujer de mi vida y la Revista Ñ. Fue tallerista de Silvia Plager, Vicente Battista, Juan Martini y Mario Goloboff. Escribe actualmente el blog _cuentostoxicos.blogspot.com.ar

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Te mirás al espejo... _ Eloísa Oliva

Te mirás al espejo, forma gastada del poema existencial. Tenés 36 años, todavía sos joven. Emoción, razón, historia: he ahí los capitales de la mediana edad. Sos joven, decís, y sin embargo algo ha comenzado a fallar. Una vibración ínfima, tenaz, filtrada en cada milímetro de tejido. El pensamiento se vuelve una mancha de la que es difícil sacar algo en limpio. También creíste en la luz verde. También creíste en los motivos. Ahora sabés que todo nace del azar, y es un azar también que todo se continúe.

de El año de los psicotrópicos, próximo a editarse por Editorial Neutrinos.

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Eloísa Oliva nació en 1978. Publicó los libros Humus (La Creciente, 2005), 1027 (Nudista, 2010), El tiempo en Ontario (Nudista, 2012) y Extractos del diario de Ana B un mes antes de cumplir treinta años y (La Sofía Cartonera, 2013). Además, sus textos han sido publicados en diversas antologías de poesía y narrativa.

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Del cine a la ciudad y de la ciudad al pasado _ Francisco Bitar

1. Un hombre y una mujer. En realidad, cuando todo comienza, son todavía adolescentes. Se conocen en una fiesta por la que él ya no daba ningún crédito. Incluso es cuando está saliendo del lugar (solo, sin sus amigos) que cruzan miradas. Se hablan. 2. Pasan la noche juntos. Todo el asunto lo toma por sorpresa: él no lleva preservativos, pero, increíblemente, ella sí. Los guarda en una caja de madera, arriba de su ropero. En la cama se entienden. Él vuelve a casa como si se hubiera anotado un triunfo. De hecho, así es. 3. Al día siguiente se siente fuerte. No piensa en ella y, cuando lo hace, se encuentra condenándola por el asunto de los preservativos. ¿Qué clase de chica guarda preservativos en su habitación? Una chica cauta, posiblemente, pero de seguro una cualquiera.

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Sin embargo, cuando esa sensación de fortaleza se disipa, él vuelve a pensar en ella. Y esta vez se queda pensando. 4. Durante la semana vuelven a encontrarse. Es él quien invita, a la quinta de sus padres. Ella no opone resistencia, al contrario: parece cómoda mientras viajan en el auto. Se ríe de sus chistes y propone cocinar algo rápido antes de que ocurra lo que sea que tenga que ocurrir. Está claro que la nueva chica no tiene problemas para socializar. Él la imagina conociendo a sus padres. 5. Hacen el amor junto al fuego. Sin que ninguno de ellos se ocupe de ponerlo en claro, acuerdan pasar una noche más en la quinta aunque no lo hubieran previsto en un principio: la facultad seguirá en su lugar cuando ellos regresen. Leen y toman un té con gusto a cuero; de noche se pasan al vino. Suena la radio, por momentos con dificultad, por momentos con absoluta claridad. Él sale a buscar piñas y ramas secas y troncos, y ella cocina con lo que hay en las alacenas. 6. Deben regresar a casa, de seguro su madre espera que él devuelva el auto. Es la segunda noche sin dar señales de vida; en poco tiempo más sus padres se pondrán a buscarlo. Afuera, de camino al auto, sienten la intensidad del frío, un frío que se endurece en el interior de la cabina. El campo es un lugar completamente negro hasta que, en alguna parte,

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él enciende los faros. El auto no arranca al primer intento y, mientras él maldice en voz baja, ella dibuja un corazón sobre el vapor del parabrisas. Es una luna que va a salir cada vez que el auto se empañe. ¿Acaso el chico debería molestarse? Bajo ningún concepto. Más bien, todo lo contrario. Por supuesto: después de lo que acaba de pasar, el auto arranca. 7. Entonces ocurre algo inesperado y espantoso: muere su padre. La familia está desorientada, nadie encuentra consuelo. Él necesita apoyo de algún tipo y debe decidir a quién llamar en este difícil momento. Termina optando por su antigua novia. Si bien, después de un tiempo, hizo las paces con la decisión de dejarla y, en el fondo, no quiere saber nada con verla de nuevo, no encuentra otra opción. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Llamar a esa chica con la que salió un par de veces? 8. Pasan los años. El tiempo le muestra con claridad que la muerte de su padre ha cambiado el rumbo de su vida: se ha casado con una mujer que no amaba y fue con ella con quien formó familia; ambos tienen una hija. En este tiempo, su madre ha quedado postrada y su hermana viajó lejos. Por supuesto, con su esposa los viejos problemas no tardan en reaparecer: celos, desconfianza, malhumor. Con su hija hay buenos momentos pero la nena prefiere a su madre, al menos es eso lo que dice la madre. Él tampoco es el mejor padre del mundo; es el tipo de padre que

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intenta recordar el cumpleaños de su hija por la cantidad de abrigo con que llegaron al sanatorio el día del parto. Debe admitirlo: está solo. Y él mismo se lo ha ganado. 9. Ahora contrae los hábitos de la soledad. Conduce hasta tarde, compra de a dos atados de cigarrillos y habla con extraños. Su mujer ya ni siquiera se molesta en regañarlo; él duerme en el sillón, si es que vuelve a casa. Así transcurren los días, sin nada digno de mencionar, hasta que una noche, en el cine, él vuelve a verla.

Fragmento de cuento perteneciente al libro Acá había un río

Francisco Bitar nació en 1981 en Santa Fe, ciudad en la que reside. Publicó los libros de poemas Negativos (2007), El olimpo (2009 y 2010), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems (2015); la nouvelle Tambor de arranque (2012) y el volumen de cuentos Luces de Navidad (2014). Tradujo, entre otros, a Jack Spicer (”Quince proposiciones falsas contra Dios”, 2009). Tuvo a su cargo la edición de “Trabajo nocturno. Poemas completos de Juan Manuel Inchauspe” (2010) y es uno de los antologadores de “30.30. Poesía argentina del siglo XXI” (2013). Los cuentos de Acá había un río aparecieron hacia septiembre de 2015 al cuidado de Editorial Nudista.

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Somos los robots de todos los días _ Berenice Sassatelli

“We are everyday robots on our phones In the process of getting home” Damon Albarn

Es muy difícil ser un robot cuando esta la tele prendida. Me puse muy triste y pensé: “Somos los robots de todos los días" Me miraste y sin dudar me dijiste: “Los robots no tienen sentimientos” Pero yo, que estoy acá *, te abrazaría con mis brazos de aspiradora y apoyaría en tu hombro mi cabeza de monitor. La calesita con monos de juguete que encontré en el garaje de mi abuela, no funcionaba. Le daba cuerda para poder verlos jugar, pero nunca se arregló. Hoy me decís que no me esconda en mi luna, que amar a los objetos es estar atrapada en la infancia.

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Para los animales no existe el libre albedrío Un millón de años de instinto contra tantos menos de lenguaje Nos dicen que: ¿Aun somos animales? Quiero pensar que lo que quiero está escrito para mí O mejor aún: que somos libres para volver a casa * I’m Here. Spike Jonze (2010)

Berenice Sassatelli estudió Arquitectura en la Facultad Nacional de Córdoba y tiene 32 años. Ha participado de concursos de arte y diseño y escribe desde hace algunos años. Cursó el taller de Pablo Natale y participó de algunas clínicas para escritores en formación.

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Tranquilo como agua de mapa _ Leandro Gabilondo

Cuando se ponía anteojos de sol para mí se parecía a Miles Davis. Se lo decía y él se reía, tirando su latiguillo:“Una cosa de loco, boludo” Cuando le preguntaba: “¿Cómo andás, Negro?” me respondía: “Tranquilo como agua de mapa, Bestia” Él sabía muy bien que yo amaba esa respuesta. De hecho, la hice verso en un poema y eso lo conmovió. Sabía que mis amigos también amaban la frase. Se lo conté en un asado y se puso contento de saber que la repetimos. En seguida sonrió y me contó una anécdota rarísima que explicaba de dónde venía. Siguió sonriendo hasta que terminó el asado, como hizo siempre. Todos sabemos que es muy difícil sonreír casi todo el tiempo y que ese gesto sea creíble. La línea entre los hipócritas y los abrazables puede ser muy delgada. Salvo en el caso del Negro Acosta. Su sonrisa gozaba de una verosimilitud notable. Sencillamente, porque era verdadera, no había nada detrás, era él y su modo de sentir la vida. Así andaba el Negro, traficando abrazos por todo Arrecifes, gastando la bocina de su moto, con una capacidad insólita para utilizar apodos efímeros: Fiera, Máquina, Mi Vida, Loquito, Bestia, Locazo, Mostro, Titán. Si vienen de cualquier otro tipo, esos apodos pueden no ser bien recibidos, pero él te los decía de forma tan genuina que eran como una caricia. Cada cosa que te contaba o le contabas, la sentenciaba con: “Una

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cosa de loco, boludo” A mí me parecía genial el tono con el que decía: “boludo” Con sus cincuentilargos, su constante uso, rozando lo canchero, lo ponía en un lugar privilegiado, de inimputable. Era quererlo o quererlo. Era así, muy intenso sentimentalmente. Quizás por eso era actor de alma, un tipo sensible que desde hace banda de años se ganaba la vida vendiendo pebetes de jamón y queso, golosinas y gaseosas, arriba de los bondis de larga distancia. Esperaba en la parada con su canastito azul y con la misma impronta con la que se subía a un escenario se subía a un Chevallier sucio. Era una escena más, con un público que se renovaba constantemente y muchas veces estaba dormido. Pero le ponía la jeta y se subía. A veces lo bajaban en el cruce de Ruta 8 y 51 porque durante ese tramo convencía a una señora para que le comprara una Coca. Se reía mucho de mi odio a Chevallier. Me decía: “Yo te entiendo, boludo, pero que exista hasta que yo me muera porque sino no morfo. Una cosa de loco, boludo” Yo le decía que iba a poner una bomba en la oficina central. Él se agarraba la panza de risa y me decía que si mi amigo Seba y yo alguna vez caíamos en cana, él ya sabía que era por inmolarnos en ese monopolio. Y cerraba: “Una cosa de loco, boludo” La última vez que lo vi fue hace un par de domingos a la siesta, antes de subir al bondi. Me habló de Lodeiro, el uruguayo que compró Boca. Me quemó la cabeza. También me habló de Martínez, el pibito quemero que compró River. El Negro era de esos románticos del fútbol que viven pensando que la belleza supera la voluntad. En ese sentido, era muy coherente con su modo de vivir. Se colgó hablándome de sus nietos. “Estoy más baboso que nunca. Me siguen a morir. Una cosa de loco, boludo” También me preguntó qué estaba leyendo, qué estaba escribiendo. “Ahora que tengo Feis te puedo leer más seguido. Una cosa de loco el Feis, boludo” Me dijo que estaba pensando cómo usar mis textos para una obra que quería estrenar a fin de año. Subió a un

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bondi, vendió un par de pebetes y volvió a hablar conmigo. Yo estaba de mal humor porque los miserables de Chevallier otra vez no cumplían con su horario. Él se reía, me hablaba de Lucas Rubinich, su amigo de toda la vida. Me dijo que lo extrañaba, que era difícil coincidir los tiempos de las amistades. “Pero el loco anda bien y sabe que yo también. Cada vez que nos vemos sentimos que tenemos veinte. Una cosa de loco, boludo” Se sentía muy orgulloso de Lucas. Le brillaban los ojos cuando me hablaba del sociólogo: “Nos criamos en el barrio y él ahora es un intelectual de la re concha de la vaca. Un fenómeno. Una cosa de loco, boludo” Siempre me contaba de sus amigos. Hablamos de Adrián Charras, de su generosidad y su talento, del cariño que nos generaba. “Es un maestro Adri. Impresionante. Una cosa de loco, boludo” Terminamos hablando de su papel en la Novicia Revelde, obra en la que el Negro hizo de nazi. Nunca visto en toda la historia del teatro. Un negro con rulos corte Pipo Gorosito haciendo de nazi. Lloramos de risa recordando cómo le ponían talco para que la cara le quede más clara. Le di un abrazo, me subí al bondi y no volví a verlo nunca más. Entrada la noche del 24 de marzo de 2015, al rato de llegar a mi casa desde Plaza de Mayo, mi hermano me avisó por WhatsApp de su muerte. Sentí que la vida era un flipper tildado que no paraba de sonar, con una pelotita de acero que rebotaba contra los costados. Me puse muy triste. No había memoria que alcance para suplir ese sacudón. “No puede ser” me dije y le metí una piña al sillón. Bronca. Lágrimas. No supe qué hacer. Llamé a mi viejo y me dijo que me calme, que no cometa la locura de ir hasta Retiro de madrugada, que no tenía sentido, que al otro día vaya a laburar como siempre y lo recuerde como era, un tipazo. Traté de bajar un cambio. Le hice caso a mi viejo y me fui a dormir pensando en lo que me contó mi hermano después de darme la noticia fatal. El domingo, el Negro llevó a Lucía, mi sobrina, a la calesita.

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La amaba. Se le notaba mucho. Me lo imaginé chocho, haciéndola reír, acompañándola al lado del delfín, mientras la cumbia sonaba. “Una cosa de loco esa pendeja, boludo”. Di mil vueltas, pero me dormí pensando en eso y en su naturalidad para ir para adelante, para estar siempre con una sonrisa a punto caramelo. Era un crack el Negro. Posta. El Negro Acosta era un crack total. De los que hacen mucha falta. Ojalá que esté donde esté, lo reciba quien lo reciba, cuando le pregunten: “¿Cómo andás, Negro?” él responda tirando facha: “Tranquilo como agua de mapa, Mostro”.

Leandro Gabilondo nació en Arrecifes en 1985. Vivió y estudió en Rosario, pero desde 2007 vive en Capital Federal. Sus dos poemarios, Delivery con lluvia (2012) y Retiro (2013), fueron editados por Espiral Calipso. Con la misma editorial rosarina acaba de editar La pertenencia, el libro que lo hizo ingresar en el mundo de la prosa. “Tranquilo como agua de mapa” es uno de los diez relatos de esta reciente publicación. Además, se lo puede leer en _telojuroportuhamster.blogspot.com.ar, donde publica sus poemas desde 2009.

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La huerta _ Marina Coronel

Sí, hay un fondo. Pero hay también un más allá del fondo, Un lugar hecho con caras al revés. Roberto Juarroz.

Franco riega la huerta todos los días bien temprano para que el sol no queme, con ayuda del agua, las hojas de albahaca, perejil y cebollita de verdeo. Por la noche vuelve a hacerlo, en medio de los mosquitos que lo atacan ni bien sale de su casa. Se esmera por el tomate, sobre todo. Quiere que crezca rápido, como augurio rojo de buenas cosechas. Pacientemente, deja caer el chorro de la manguera, disipándolo con el dedo para que no golpee. —Pronto la lechuga será comestible —dice para sí, y sonríe a espaldas de su madre, que se quedó estirando la masa en la cocina con las uñas sucias de huevo, harina y leche.

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Franco vuelve a mirar la tierra mojada, la huele y recuerda esas siestas de tormenta en el verano, donde el chamamé florece como jazmín de lluvia. No es capaz de olvidar aquella tarde en que su madre agarró un cuchillo para matarlo y cayó por el propio peso del rencor y la impericia. Después, la huida sin nada más que lo puesto, el insomnio entre las manos, los reclamos, la vergüenza, la locura y el regreso, un año más tarde, con el dolor repicando en todas las cicatrices. Ahora la huerta es su mejor terapia. Pero Franco piensa demasiado e imagina el día que tenga que agarrar un cuchillo para cortar su propio cultivo. Suspira y fija la vista. El cielo de Loreto no tiene ni una nube.

Marina Coronel, Chaco (1982). Poeta y coordinadora de talleres literarios. Participó de las antologías Ida y vuelta. (Ananga Ranga- Cencerro, 2007); Poesía chaqueña. Entre la tradición y la vanguardia (Kram 2009); Voces del Chaco (Contexto, 2013). Publicó los poemarios Bocas que no saben (Ananga Ranga, 2009) y Cartografía (Ediciones En Danza, 2015). Actualmente pertenece al colectivo ENIE (Encuentro Nacional Itinerante de Escritores).

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La trágica biografía de Beatriz Sorlo _ Nitsuga

María Eugenia Beatriz Sorlo, más conocida como Beatriz Sorlo, murió a los 62 años debido a una crisis hipoglucemia. Hija de Jorge Sorlo y Norma Cohen, pasó su infancia jugando al elástico, juego que continuó hasta los últimos días de su vida. El padre era verdulero y la madre maestra de grado. Quizás, la dulzura de las frutas y la ternura de su madre para los niños la arrastró hasta el sueño de poseer una fábrica de caramelos. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional Número 8 de la lejana ciudad de Morondonga, donde conoció a Homero Manzo, su gran amor. Se vieron por primera vez en la biblioteca del colegio, se vieron por segunda vez al otro día en la misma biblioteca, y el tercer día Homero tiró los libros de ciencias naturales y se besaron para siempre. A pocos años de finalizar sus estudios secundarios, se casaron y Homero se dedicó minuciosamente al estudio de los fenómenos relacionados a las langostas en las ciudades. Pero en Morondonga no había langostas y sus estudios no arrojaron resultado publicable alguno. Dos años después de empezada la investigación, Homero murió por depresión. Beatriz no jugó al elástico por varios años, estaba hundida en la tristeza. "Luego de las invasiones de las langostas, todo vuelve a la calma", era una frase recurrente de Homero que hizo emerger a Beatriz, así, las buenas nuevas comenzaron a llover. Beatriz Sorlo recuperó sus fuerzas

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y se dedicó a perseguir su tan ansiado sueño. Entró a trabajar a una distribuidora de dulces durante siete años. Al tiempo, gestionó un préstamo al que accedió inmediatamente. Con ese envión, no pudo tener una fábrica, pero pudo alcanzar su sueño de una manera más realista. Una mañana de julio abrió su propio local llamado "Dulces langostas de ciudad". Con una inauguración distinta para la época, hizo una competencia de elástico, que por supuesto ella ganó. Fueron quince años felices, soñando su sueño, cosechando clientela y amigos. Todo parecía estar en paz y encaminándose hacia una vida realizada, hasta que una crisis económica sacudió al local. Lo dulce se hizo amargo, el chupetín cayó en desgracia, el caramelo se convirtió en arma letal. Perdió casi todo, menos las ganas de acabar con su vida dulce y dolorosa a la vez. Es así como un mediodía de verano de 1972 comenzó a ingerir caramelos y gomitas a mansalva. Era consciente de que se estaba comiendo su sueño poco a poco. En agonía, apretó el botón para subir la persiana del local y cayó abatida al suelo. Envoltorios, elásticos, restos de chocolate, la persiana a medio abrir y miles de hormigas desesperadas buscando lo dulce en esa tragedia.

Nitsuga nació en Córdoba en 1987. Participó en varias publicaciones en diferentes soportes. Trabajó en aseguradoras de trabajo, en una biblioteca, en una librería, tuvo una banda, cuidó enfermos, hizo hamburguesas en recitales, teatro, dibujó, asistió a un taller literario mucho tiempo y ahora vende ropa. Aquí es donde sube sus cosas: _www.facebook.com/nitsugansg.

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Número VII, octubre de 2015 Archivo / vagondeostras.tumblr.com Contacto / vagondeostras@gmail.com Facebook / facebook.com/lavagondeostras Todos los textos e imágenes aquí reunidos fueron expresamente cedidos por sus autores para esta publicación. No hecho ningún depósito ni registro que exija la ley. Esta revista está bajo una Licencia Creative Commons Atribución, No Comercial, Sin Derivar 4.0 Internacional. Prohibida su venta.


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