Vagón de
OSTRAS
NÚMERO IX
REVISTA DE CUENTO Y POESÍA JULIO 2016
Arte de tapa Vale Glotzer
tapa.
Sin título. Ilustración y pintura.
Vale Glotzer _flickr.com/photos/siberianita
Vagón de OSTRAS
ÍNDICE p1. Nota preliminar. p2. Abracadabra / María Teresa Andruetto. p4. Río / Claudia Masin. p7. Amores muertos / Daniel De Leo. p13. Domingo, preparo un altar... / Alfonsina Clariá. p15. Alfredito / Liliana Colanzi. p25. ¿Puede la dialéctica sostener una pareja? / Javier M. Ramacciotti. p27. Composición genética / Valentina Vidal. p31. Chinita / Victoria Varas. p34. La expansión del universo / Guillermo Gribaudo. p39. Dirá el tiempo V / Diego R. Cubelli.
Número IX, julio de 2016
Vagón de OSTRAS
NOTA PRELIMINAR Hace unos días leí un artículo cuyo autor aseguraba que toda creación humana debe girar necesariamente en torno a un concepto. Que ese concepto funciona como un aglutinante, aquello que da sentido y forma a todo alrededor. Entonces me pregunté en torno a qué concepto gira Vagón de Ostras; una revista que no impone ninguna temática ni estética particular, que no apela a estándares de calidad (o notoriedad) ridículos y cuyos editores no generan ninguno de los contenidos que publican. Y en realidad me lo pregunté para cuestionarme el único concepto que nos planteamos desde el primer número; generar un espacio para llevar a nuestros lectores la vasta multiplicidad de voces de nuestra literatura. Las
que gritan más fuerte y las que susurran. Porque para estas últimas escasea esta clase de espacios, a pesar de ser tanto o más talentosas que las primeras. La respuesta a esa pregunta está en los 9 números de Vagón de Ostras, en sus 90 autores publicados y en sus más de 18.000 números descargados (y otros tantos compartidos). Así que, a pesar del esfuerzo que requiere a veces y de las inconveniencias, vamos a seguir adelante con este concepto. Vamos a continuar buscando esas voces para traértelas a vos, lector, como en este flamante número IX.
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Abracadabra _ María Teresa Andruetto
Es una tarde de enero y una mujer camina por el malecón. Tiene el pelo negro y lleva un vestido escotado de flores rojas. Abochorna el calor en ese pueblo de pescadores, pero ella lleva en la mano izquierda –como si fuera una alhaja- un guante de cuero. Ha de ser forastera, piensa la gente. Ha de haber venido que quién sabe dónde. Ha de haber bajado de un barco noruego. Es extraño que una mujer lleve en verano un guante, uno solo. Pero no es tan extraño que un hombre se enamore de una mujer hermosa de pelo negro. Y en nuestro cuento, esa tarde, un hombre aparece y le dice algo que no sabemos. Después la lleva a su casa y la desnuda. Toda, menos la mano. Desde entonces, noche tras noche, él le pide que se saque el guante o que le diga, al menos, la razón por la que lo lleva. Pero ella ni se lo saca ni quiere explicarle nada. Hasta que él se da por vencido y baja a la sala. Cuando pasa frente al espejo, ve que le han nacido en la cabeza unas astas de cabro. Se toca incrédulo, pero son verdaderas.
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“Son verdaderas”, dice y se derrumba. Entonces ella llega a su lado, se saca el guante y él ve que asoma una pata de cabra. Con la mano peluda y áspera, ella le acaricia la frente, las astas.
Abracadabra pertenece a Huellas en la arena (Sudamericana, 2013).
María Teresa Andruetto (Aº Cabral, 1954) publicó poesía, cuentos, novelas, ensayos y libros para jóvenes lectores. Su narrativa, traducida a varias lenguas, obtuvo, entre otros, premios del Fondo Nacional de las Artes, Finalista Rómulo Gallegos 2010, Hans Christian Andersen 2012 y Konex de Platino 2014.
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Río _ Claudia Masin
“Vuelve a erigir la casa y bordemos la historia. Vuelve a contar mi vida.” Olga Orozco
Cuando era chica, a la hora de la siesta, no quedaba en la casa ni una sola persona –salvo yo- despierta. A veces algún hecho inesperado rompía la tranquilidad y había que salir corriendo, contárselo a quien se pudiera: ninguna cosa –triste, hermosa o terrible- tiene sentido si nadie más la está viendo. El día en que pasaron un par de caballos viejos, llevados de las riendas por sus dueños, y entraron en el río en medio del calor insoportable, conté la escena pero no dije nada de esas bestias lentas, que iban con la cabeza gacha, cansadas de antemano, acostumbradas a la obediencia. En mi relato eran potrillos ariscos que habían llegado de lejos, levantando una polvareda, una tropilla que había entrado corcoveando al agua a buscar el fresco. ¿Es siempre una mentira distorsionar los hechos, inventarle a la vida una combinación, un orden,
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un sentido diferentes? ¿Y si lo efectivamente sucedido se disgregara una y otra vez al ser narrado como una piedra erosionada por el viento, hasta terminar reagrupando sus partículas en una nueva historia, tan cierta como la original? ¿Sería posible hacer vacilar los hechos inconmovibles, derrumbarlos, levantar otros en su lugar, igual de sólidos o todavía más? Tal vez no compartimos relatos para hacernos conocer, ser transparentes o sinceros, sino para inclinarnos junto a otra persona sobre la vida que tuvimos y decirle: ¿ves? acá es donde empezó el deterioro, donde me dí por vencida y acepté que la fealdad o la tristeza eran irreversibles. Habría que volver atrás, entonces, a inventar de nuevo la historia malograda, a reparar lo que se roto y recomponer las paredes precariamente sostenidas, los rebordes descuidados, los lugares que quedaron abandonados o inconclusos como un albañil que maneja las herramientas toscas con toda la delicadeza de la que es capaz hasta que logra encontrar la forma a la vez simple y hermosa de combinar los materiales con que cuenta para transformar lo que estaba dañado, eso que todos decían que no tenía arreglo.
De La cura (Hilos, 2016)
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Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Publicó los libros de poesía: Bizarría (Nusud, Buenos Aires, 1997), Geología (Nusud, Buenos Aires, 2001, reeditado por Curandera, Buenos Aires, 2011), La vista (Visor, Madrid, 2002, reeditado por Hilos, Buenos Aires, 2012), Abrigo (Bajo la Luna, Buenos Aires, 2007), La plenitud (Hilos, Buenos Aires, 2010, Raspabook, Murcia, 2014), El secreto (antología 1997-2007) (Ediciones de la Paz, Resistencia, 2007), el libro de fotografías y poemas El verano (Ediciones de la Paz, Resistencia, 2010), La siesta (Naveluz, UNAM, México), La materia sensible (Viajero Insomne, 2015) y La cura (Hilos, 2016). Su libro La vista ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro Abrigo ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués e italiano. Participó en varias antologías de poesía y ensayo, en su país y en el exterior.
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Amores muertos _ Daniel De Leo
Esta mañana vino el jardinero. Como el timbre no funciona, se puso a llamarme a los gritos. Eran cerca de las diez. ―Lo esperaba el jueves pasado ―dije desde la ventana, y fui a espiarlo por la mirilla. Parado en la vereda, con las manos en el manubrio de la bici, observaba el jardín delante de la casa. Cuando estaba por marcharse, salí a abrirle la reja. Me siguió por la grava sin desmalezar. Dejó la bicicleta en el porche y dijo: ―Ando con mucho trabajo, señora. Le pregunté por qué no buscaba un ayudante. No me contestó, lo vi sin ánimos de seguir a la defensiva. Se levantó la gorra para rascarse la nuca. Era la segunda vez que venía. Su nombre es Raúl. Lo llamé por recomendación de mi hermana. Hace años, mi padre hizo pasar a unos muchachos que iban casa por casa pidiendo “una ayuda”. No tuvo mejor idea que ponerlos a trabajar. Ganar el pan con el sudor de la frente. Cuando terminaron de cortarle el pasto, se llevaron prestada la bordeadora con la excusa de hacer el jardín de una vecina. Nunca la devolvieron. Era una máquina similar a la que Raúl había traído atada al caño de la bicicleta. También vino con un rastrillo, serrucho, tijera y una pala. No entiendo cómo puede andar con tantos bártulos arriba de una bici. ―Los pibes de ahora no quieren trabajar ―dijo arremangándose. Tenía los brazos oscuros por el sol del verano―. Hacen todo mal
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y después uno tiene que arreglar macanas. Cortar el pasto, darle forma a la ligustrina, podar el laurel, quitar las hojas feas de los malvones. Yo no puedo ocuparme de esas cosas, ya no me agacho sin que me duela algo, las piernas o la cintura. Por lo demás, las plantas no me interesan. Era mi marido el que las cuidaba. Seguí con mis asuntos dentro de la casa. Al rato, sentí un calor que me sofocaba y fui hasta la ventana. El jardinero parecía concentrado. Apoyó las manos sobre el palo del rastrillo y se quedó mirando las nubes. Una mujer le preguntó algo desde el otro lado de la reja. Raúl asintió y volvió a rastrillar. Pone mucha dedicación porque ama su trabajo. Entiendo cuando dice que nadie lo va a hacer como él, ningún chico que contrate. Lo cierto es que no puede cumplir con todos. Es un hombre de sesenta años; si bien no le falta fuerza de voluntad, debería delegar las tareas más pesadas. Juntó los restos de pasto, ramas y hojas en una bolsa que dejó contra el poste del alumbrado. Metió las herramientas en el canasto, las que podía guardar ahí, y ató al caño transversal la pala, el rastrillo y la bordeadora. Silbaba un tango viejísimo. Tenía la cara mojada de sudor y aureolas oscuras en las axilas. Le dije que pasara al living y fui por el monedero. Se guardó la plata sin contarla. La biblioteca atrajo su atención. ―Le gusta leer ―dijo. No era una pregunta pero le dije que sí y que además enseñaba. ―Mire usted. ¿Y qué enseña? ―Soy profesora en Letras. Se limpió las manos en el pantalón y agarró un libro de lomo verde, atraído sin dudas por el nombre: Plantas de interior. El libro no tenía imágenes. Vi el desconcierto en su mirada. ―Es una novela ―aclaré―. Todo este sector es de ficción. ―Ficción ―repitió como una forma de pensar―. A mí leer me
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me cansa la vista. Me preguntó si podía lavarse las manos. Apenas salió del baño, lo invité a que se sentara. Saqué una Coca-Cola de la heladera. Miró hacia la calle y dijo que se le hacía tarde. ―Quédese unos minutos ―insistí―, tome un poco de gaseosa. Destapé la botella, llené dos vasos, arrimé uno hacia mí. Raúl se sentó, colocó la gorra sobre la rodilla y la aplastó con los dedos. El reloj de la cocina hacía tictac y la canilla goteaba. ―Hace poco encontré un cuaderno de apuntes ―dijo. Tomó un trago. Mientras tomaba, mantenía cerrados los ojos―. Anotaciones de mi mujer. ―¿Un diario? ―Supongo que sí. Me explicó que la mujer había fallecido. Una mañana, la llamó para que se levantase, pero no se despertó. ―El problema de morir así de repente ―dije bromeando― es que no hay tiempo de dejar las cosas en orden. Me miró como si recién se fijara en mí cabalmente, como si yo fuera un macetero fuera de lugar. Tenía que seguir hablando, pero ¿qué le iba decir? Ya había metido la pata. Le conté que mi marido me había dejado y que, en cierta forma, era como si se hubiera muerto. Lo que no le comenté es que se consiguió una más joven. Que me haya dejado a mí, vaya y pase, pero ¿que haya abandonado sus plantas, a las que amaba? ―Usted, que ha leído tanto ―dijo Raúl―, ¿sabe si en los diarios uno pone la verdad? Eché más gaseosa en su vaso, aunque estaba casi lleno. ―Habría que ver. ¿Por qué lo dice? ―Mi mujer escribió ciertas cosas ―volvió a beber un trago―. Me parece que me engañaba.
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Le pregunté si había conocido bien a su mujer. Me dio una respuesta breve, mirando alternadamente sus manos y mis ojos: la había conocido y no la había conocido. Estaba sentado en el filo de la silla, con las rodillas juntas. ―Solo soy un jardinero ―dijo después de una pausa―. Toda la vida trabajando, sin grandes ganancias, y un día descubro ese cuaderno. Si hubiera hecho esto o lo otro, si hubiéramos compartido más tiempo... Ya sé que son pensamientos inútiles ―se llevó el índice a la sien―, lo que pasa es que no me los puedo sacar de la cabeza. Habló con una tristeza que me pareció terrible. En mi deseo de ayudarlo, iba a decirle cómo podía yo cazar al vuelo lo que era cierto y lo que no en aquel diario íntimo, cuando él se levantó de golpe. ―¿No se queda un rato más? Negó con la cabeza, me pidió que lo disculpara. Decidí no insistir y lo acompañé a la puerta. Hace una semana que me arregló el jardín. No esperaba verlo hasta el mes que viene, pero apareció por casa ayer a la tarde, cuando yo sacaba la basura. Le pregunté cómo estaba. ―Bien, señora. Tengo algo para usted. Creí que me traía un regalo y me sentí halagada. A veces soy tan ingenua. Estoy por cumplir sesenta y seis, el último hombre que me regaló algo fue mi exmarido, y de esto hace una eternidad. Raúl me mostró el cuaderno. ―¿Qué quiere que haga? ―dije sopesándolo. ―Dígame si son fantasías de mi mujer. Me acordé de una novela en la que un marido se enreda en la aventura de conocer a los amantes de su esposa muerta. Ah, Dostoievski. ―Está bien, quédese tranquilo ―di media vuelta y entré en la casa con el cuaderno bajo el brazo.
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Lo leí anoche de un tirón. Es un cuaderno de tapa blanda con una letra no es más legible que la de un médico. La finada parecía gozar de la escritura, una escritura desenfrenada. Mencionaba a un mecánico de manos callosas, los dedos con olor a aceite quemado. El hombre tenía un colchón en la parte de atrás del taller, dentro de una piecita. ¿Podía esta mujer haber inventado esas aventuras? Es probable, aunque yo me inclinaba por la autenticidad de lo narrado. No había artificio. Llamé a Raúl. Vino a verme hace unas horas. Fuimos a la cocina. No sé por qué, si siempre me consideré una mujer directa, se me dio por explicarle que un diario no va dirigido a un lector, sino al mismo yo que escribe. El lector es un intruso asomado a la intimidad de otra persona. ―Pero no teníamos nada que ocultarnos ―interrumpió. Me limité a sonreír. Finalmente asintió―. Bueno, entonces asumo que todo es verdad. Le devolví el cuaderno. Se lo quedó mirando como si no supiera qué hacer con él. Entonces recurrió a esas pequeñas ceremonias que nos ayudan a sortear algunas situaciones: Carraspeó, bebió el café que le había servido, se pasó una mano por el pelo. Me imaginé a Raúl cavando un pozo en el fondo de su casa, en un jardín con rosas y jazmines, la tierra húmeda pegada a la punta de la pala. Lo vi arrodillado y soltando terrones encima del cuaderno. ―Póngalo en su biblioteca ―dijo de pronto―. Así puedo pensar que es una historia, una ficción. El pedido me sorprendió, aunque no era mala idea. Lo guardé en un estante, entre los rusos. Raúl me agradeció. Parecía aliviado, debía de sentirse igual que cuando va en bajada por alguna calle. Caminamos hasta la vereda. Raúl sostenía la bici, la iba llevando a su lado por el camino de grava. Trató de pronosticar el clima por las
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nubes oscuras que el cielo mostraba hacia el oeste. Puso un pie en el pedal. Le dije adiós, Raúl, nos vemos el mes que viene. Mostró apenas los dientes en una sonrisa apagada. No sé si va a volver.
Daniel De Leo nació en Buenos Aires en 1973. Obtuvo premios en concursos de Latinoamérica y España. Muchos de sus cuentos han sido publicados en antologías. Colaboró como redactor en la revista literaria Axolotl. Publicó notas en el suplemento Cultura del Diario Perfil. Es autor del libro de cuentos Después de la tormenta, premiado y publicado por la Fundación Victoria Ocampo en 2010. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial, género cuento, con su libro Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.
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Domingo, preparo un altar... _ Alfonsina Clariá
Domingo, preparo un altar. Yo seré la celebrante. Te entronizo, desvarío: levanto bien alto el corazón y los pies hasta pisar lo etéreo, mi cabellera cuelga, roza la tierra. Cabeza abajo, invento el Paraíso. Qué importa lo que digan los que creen saber dónde, en qué paisaje, se esconde la alegría. Qué me importa el mundo si yo tengo esta porción de cielo, mis poemas, que se quiebran
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como ramas encendidas, mi sonrisa enferma que desafía las tormentas y los días muertos, los que ni siquiera saben temblar, qué me importa todo si yo puedo deshojar mi vida y darla, como una moneda, al primero que pase. Domingo, preparo un altar; te entronizo, desvarío. Traigo mi ofrenda.
Alfonsina Clariá (Córdoba, Argentina.) Es licenciada en letras modernas por la UNC, escritora, docente e investigadora. Publicó en poesía: Desvaríos (Alción, 2007), Ecos del fuego (Alción, 2009), Pájaros en la casa (Recovecos, 2011), Imágenes incompletas (Alción, 2013), Mudanzas (Recovecos, 2015) y Toda ceniza es alarido (Lago Editora, 2016). Trabajó en la edición crítica de Tres golpes de timbal de Daniel Moyano para la colección Archivos (Alción, 2012). Participó en diversas antologías tales como Dora narra (Caballo Negro/Recovecos, 2010), Fichas de Poesía argentina (Universidad Nacional del Litoral, marzo de 2012), Palabras de poeta (Babel, 2013), Luna de pájaros (El Mensú Ediciones, 2015) y Revista de poesía (Babel, 2016).
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Alfredito _ Liliana Colanzi
Para Alfredo Parada Chávez, amigo, inmortal
Una vez, cuando era niña, vi matar a un chancho. Era verano. Las moscas se lanzaban contra los cristales. Me gustaba masticar hielo, y en las tardes subía al balcón con un vaso rasante de cubitos a observar al vecino, don Casiano, serruchar muebles viejos en su patio. Pero no ese día. Apenas me apoyé en la baranda un chillido me golpeó de frente. Don Casiano machacaba al bicho a martillazos. El chancho aullaba —¿o gruñía? ¿o bramaba? — y corría por su vida, la mitad de la cara destrozada, pero estaba atado por el cuello al carambolo y la soga solo le permitía dar vueltas frenéticas y cada vez más cortas alrededor del árbol. Don Casiano se paraba de vez en cuando para limpiarse el sudor con la manga de la camisa y darle una nueva calada al pucho que le asomaba entre los labios. Solo tenía que esperar a que el chancho pasara corriendo a su lado para rematarlo con otro martillazo en el lomo o la cabeza, y entonces el chancho tropezaba y caía sobre sus patas y volvía a levantarse gimiendo y arañando el suelo. Según mi nana Elsa, que sabía de estas cosas, debió haber sido en ese momento cuando se me metió el susto, la ñaña, la cosa mala, porque desde entonces me convertí en una criatura nerviosa, llorona, impresionable.
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Dicen que con el susto a veces también viene un don: la clarividencia, por ejemplo, el ver sin haber visto. Pero todo eso estaba ahí desde antes. Lo que es, vuelve, solía decir mi nana. Yo creo más bien que todo comenzó con la muerte de Alfredito. Mi nana Elsa era la nieta de una india ayorea. Mi abuela se había encargado de sacar a Elsa del monte cuando era jovencita, pero años de vida en la ciudad no habían podido sacar al monte de adentro de mi nana. Una de las costumbres que había heredado de sus antepasados nómadas era el gusto por masticar los piojos que extraía de mi cabeza cada vez que yo era víctima de una nueva epidemia en el colegio. ¡Qué torazo!, gritaba muerta de delicia cada vez que encontraba un macho alfa en mis cabellos, y sus dedos ágiles y fuertes apresaban al intruso para colocarlo entre sus dientes, donde lo reventaba de un golpe de mandíbula. Mi madre aborrecía estas prácticas. Precisamente el día en que me enteré de la muerte de Alfredito, mi nana Elsa me estaba limpiando la cabeza de piojos y yo me quejaba a los gritos. Mamá apareció en la puerta de la cocina, precedida por el clic clac de sus tacos. ¡Elsa me está lastimando!, chillé, deseando que mamá la retara, pero ella no me hizo caso. Tenía la vista clavada en el piso, como si se avergonzara de algo. Alfredito se murió, dijo mamá, y solo entonces las manos gruesas de Elsa aflojaron los mechones de mi cabello. Me reí, mareada, porque era la primera vez que alguien me traía noticias de un muerto, y porque el nombre no admitía equívocos. ¿Alfredito Parada Chávez?, pregunté, como si hubiera otro. Alfredito era el más chiquito de la clase. El profesor de música lo adoraba porque tocaba el piano de maravillas; en todas las otras materias estaba a punto de aplazarse. La semana anterior, cuando la Vaca, la profesora de lenguaje, pasó lista de asistencia con su voz
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rasposa (“Parada Chávez, Alfredo”), Alfredito había contestado “Presente y parada, profesora”. Yo no entendí el chiste, pero a Alfredito lo mandaron —¡una vez más! — a la oficina del director a hablar con el hermano Vicente. Alfredito debía conocer de memoria esa oficina. Le dio un ataque de asma anoche, dijo mamá. Dicen que estuvo jugando hasta tarde en el patio, con semejante aguacero, y se fue a dormir mojado. Nadie se dio cuenta en su casa. Tita lo encontró en la madrugada, boqueando. Morado. Cuando lo llevaron a la clínica ya no respiraba. Se murió esta mañana. Me largué a llorar. Elsa me abrazó. El velorio es a las siete, dijo mamá. Y dirigiéndose a Elsa: que se bañe y se cambie, yo voy a pasar a recogerla a las siete menos cuarto. Si llama Cuculis, decile que me fui donde Michiko. Cuculis era mi tía; Michiko, la peluquera japonesa. Elsa subió conmigo al cuarto. Ay, Señor, qué maldad tan grande la tuya, suspiró. Apenas un niñito. Yo ya me había olvidado de que estaba llorando, y mi imaginación se esforzaba por capturar la enormidad de lo sucedido. ¿Dónde podría estar Alfredito? ¿En el cielo o en el infierno, o acaso su espíritu vagaba por el mundo? ¿Lo sabría ya el hermano Vicente? ¿Y la Vaca? Elsa encendió la ducha: ráfagas de vapor huyeron flotando por encima de la cortina. Me quité la ropa y la arrojé al piso. Apenas me encontré desnuda, un miedo repentino hizo que corriera a cubrirme con la toalla. Ahora que había muerto, ¿era posible que Alfredito pudiera escurrirse hasta mi cuarto y observarme? No hay secretos para los fantasmas y no quería que Alfredito —que tenía la costumbre de espiar a las chicas de intermedio en los vestidores del colegio— me viera chuta, por más que fuera un fantasma bueno.
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Nada, respondí, porque todo era de pronto muy difícil de explicar, y tirando la toalla salté bajo el agua que caía. En algún lugar, en ese mismo momento, el cuerpo de Alfredito —demasiado pequeño incluso para sus diez años: un cadáver de alasitas— comenzaba a descomponerse, a agusanarse. Hacía apenas un mes, durante la excursión que hicimos los de quinto a Samaipata, Alfredito sacó de la mochila una botella de licor de frutilla que había robado en el pueblo. La bebimos a escondidas mientras el viento aullaba en los cerros. Cubierto con un pasamontañas, el guardia de las ruinas nos mostró el lugar donde los incas hacían sacrificios humanos. Las almas de las víctimas todavía sobrevolaban las piedras. Algunas noches bajan hasta acá naves espaciales, dijo el guardia, señalando el cielo azul metálico. La Vaca opinó que solo la gente ignorante y vulgar creía en esas cosas. El licor nos había dejado a los chicos las bocas manchadas de rojo, pero no sentíamos nada de lo prometido. Den vueltas, ordenó Alfredito cuando bajamos hasta la planicie donde estaba el esqueleto de la avioneta abandonada, y nos pusimos a girar en medio de los remolinos de viento. Entonces el licor de frutilla disparó algo en mi cerebro, me hinchó el pecho y la garganta, y el cielo se abrió de repente en una espiral gigante. Reía. Todos reíamos. ¿Ven, cojudos?, decía Alfredito corriendo a lo loco en dirección contraria al viento con los brazos abiertos. Claro que veíamos. Esa noche, espoleada por el licor, Yeni trepó hasta mi cama y, aprovechando que la Vaca roncaba con la boca abierta unos metros más allá, me dio un beso torpe y húmedo en los labios, mi primer beso. Después explotamos en risas… Y ahora tenía que acostumbrarme a la idea monstruosa del cadáver de Alfredito listo para ocupar su lugar en el cementerio, donde comenzaría su lento viaje hacia la podredumbre. Alfredito, me daba cuenta, había dejado de ser el niño corriendo en el campo con los
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brazos abiertos; ya era otra cosa. Sus padres, ¿tendrían miedo del cadáver de Alfredito? ¿Serían capaces de tocarlo, de besarlo? Elsa abrió la cortina un par de veces para asegurarse de que me lavara bien la cabeza; en casa habían descubierto mi aversión hacia el champú y decían que esa era una de las razones por las que la epidemia de piojos no se me curaba nunca. Elsa lo había probado todo, desde peinarme con un peine de hueso de dientes apretados hasta bañarme la cabeza con vinagre. Era igual: cada día encontraba en mis cabellos nuevos huevitos translúcidos que reventaba entre sus dientes. Elsa, le pregunté mientras me trenzaba el pelo, ¿adónde se van los muertos? Los muertos nunca se van, me contestó con la boca llena de grampos. Iba a hacer más preguntas pero justo nos interrumpió mamá, que llegaba olorosa a peluquería. Camino al velorio, mamá me advirtió que había faltado a su cena de señoras por mi culpa. Pero esto es importante, dijo. Luego me contó que Alfredito había nacido con un defecto en el corazón y que era un milagro que hubiera llegado a los diez años. Sus padres sabían que podían perderlo en cualquier momento y por eso lo habían consentido tanto. ¿Y Alfredito sabía que se iba a morir?, pregunté, desconfiada, porque Alfredito era el bromista de la clase, el que nos había puesto los apodos por los que ahora nos conocían, y de ninguna manera podía entender que alguien fuera riendo hacia su propia muerte. Él era un niño, dijo mamá, como si esa fuera una respuesta. Llegamos al velorio. Costaba creer que el cadáver de Alfredito fuera capaz de convocar a tanta gente. En el salón vi al hermano Vicente rascándose la narizanga, irreconocible con la barba recién afeitada y sin los tirantes que le sujetaban la panza, y a las madres de casi todos los de quinto. En el centro de la sala, bajo un crucifijo que
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derramaba su luz de neón hacia nosotros, estaba el ataúd de Alfredito disimulado entre los ramos de flores. Era un cajón blanco y pequeño, hecho a su medida, casi un barquito. El olor maduro de las flores lo anegaba todo y daba un poco de asco. Mamá buscó las sillas del fondo del salón. Escuché a alguien contar en susurros que la madre de Alfredito estaba todavía en el hospital, recuperándose de la impresión. Unas filas más adelante vi a Yeni, sentada junto a su madre, la costurera coja a la que le decíamos la Tullida. Yeni llevaba cintas violetas en el cabello húmedo y un vestido de pechera cuadrada que seguramente le había hecho la Tullida. Cuando me vio me hizo señas para que nos encontráramos en la calle. Afuera descubrimos a Pupa y Felipe sentados en los escalones de una fotocopiadora. La muerte de Alfredito nos daba un aire de suspenso y algo parecido al entusiasmo, como si esperáramos la sorpresa en una fiesta de cumpleaños. Había algo chocante y raro en estar reunidos un día de semana a esa hora, vestidos como para una fiesta, rodeados de adultos y crucifijos, y por causa de Alfredito. Hace poco llegó la Vaca, dijo Felipe. Estaba con su marido. ¿La Vaca tiene marido?, gritamos nosotras al unísono. Tiene, dijo Felipe. Es un petiso que no le llega ni a los hombros. Y en vez de decirle Magda le debe decir Muuuuugda, dijo Yeni, y todos nos reímos. Ese era un chiste de Alfredito. Nos gustaban los chistes. ¿Qué le dice un jaguar a otro jaguar cuando se encuentran en la selva?, siguió Yeni. Jaguar you. Felipe y yo nos reímos, pero Pupa parecía ausente. A Pupa la habían encontrado encaramada en el confesionario con Alfredito, besándose. Los habían suspendido por una semana, y a Pupa el incidente le había dejado una fama que la hacía repulsiva y misteriosa por partes iguales. Tenía la voz ronca y unos ojos castaños maravillosos.
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Sus padres se habían divorciado en una época en la que nadie se divorciaba, y la gente decía que a la madre de Pupa le gustaba la pichicata. A mí nadie me quería explicar lo que era la pichicata, así que llegué por cuenta propia a la conclusión de que se trataba de un juego de mesa, como la loba o el cacho, de esos que hacían que las mujeres regresaran a la casa trasnochadas y con el aliento a whisky. ¿Lo entendiste?, le pregunté a Pupa. ¿Qué…? El chiste, sonsa, reprochó Felipe. Anoche se me apareció Alfredito, dijo Pupa de repente. Qué hablás…, dijo Felipe. Es verdad, insistió Pupa. Vino en sueños. Yo no sabía que se había muerto. Tenía los ojos rojos y la cara hinchada. Daba miedo. No se juega con esas cosas, Pupi, dijo Yeni, de pronto muy seria. Pero no es juego. Yo lo vi. Quería decirme algo. Estaba sufriendo. “¿Qué tenés?”, le pregunté. “No me gusta acá, no se puede respirar”, me dijo, y se agarró la garganta. “Decile a los otros que me esperen porque voy a volver”. Mentirosa, dijo Yeni, enojándose. Estaba por añadir algo cuando vimos frenar en seco un Fiat negro en la puerta de la funeraria. De su interior bajó una mujer alta, imponente, arrasadora. La madre de Alfredito. Tenía la cara de alguien que se ha detenido a contemplar por mucho tiempo una visión destructora, y en su dolor había algo salvaje y vivo. Una señora gorda emergió de la otra puerta del auto e intentó arrullarla, pero la madre de Alfredito la apartó de un empujón y corrió hacia el interior de la funeraria. Escuchamos su grito desde la calle: de sus pulmones salió el chillido de un halcón. Entonces corrimos hacia el interior de la sala como persiguiendo una tormenta. La madre de Alfredito había caído de rodillas frente al
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ataúd, en medio de las flores nauseabundas. Un hombre calvo y triste que debía ser el padre de Alfredito se inclinó sobre ella y, sujetándola por la espalda, la obligó a levantarse y se la llevó casi a rastras. Vamos a ver a Alfredito, me susurró Felipe, señalando la pequeña procesión de gente que se había demorado con la escena y que ahora esperaba su turno para desfilar frente al ataúd. Eran casi todos vejestorios que se persignaban cuando les tocaba el turno de orarle al difuntito. Me puse en la cola detrás de Pupa. Su cabello olía a champú Bubble Gummers. ¿Podríamos ver el cuerpo de Alfredito? Me acordé de la historia que mi nana Elsa me había contado una vez, sobre un tío al que se lo llevó el diablo en cuerpo y alma. El tío de Elsa había vendido su alma al diablo a cambio de una casa para su madre, que era anciana. El diablo le dio poderes. El tío de mi nana podía despertar en otras partes del mundo con solo desearlo. También sabía hacer trucos. ¿Querés comer?, le decía a mi nana, y metía una piedra en una bolsa vacía de yute. Cuando Elsa abría la bolsa, la encontraba rebosante de papas o camotes. ¿Querés ver una víbora?, le decía, y arrojaba el cinturón al suelo, y apenas tocar la superficie se convertía en una culebra que huía ondulando de la habitación. Un día se murió de una enfermedad fulminante. Cuando los parientes alzaron el ataúd para llevárselo, se dieron cuenta de que estaba liviano como una cáscara. Entonces lo abrieron y se encontraron con que en el interior solo había unas cuantas piedritas negras. A mí la historia me había causado pesadillas y mamá había amenazado a Elsa con botarla de la casa si seguía inventando disparates. Ahora, en el velorio de Alfredito, haciendo fila para verlo, me pregunté si su ataúd estaría vacío o si encontraríamos ahí al cadáver. Si yo me muriera, pensé, no me gustaría nada que vinieran a espiarme. Presentí que a Alfredito tampoco le gustaría lo que estábamos haciendo, pero también supe que él entendería. Necesitábamos verlo.
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Cuando llegó nuestro turno, nos persignamos frente al ataúd y fingimos rezar un padrenuestro. Pero lo que en realidad queríamos era acercarnos lo más posible al cajón para comprobar si Alfredito estaba muerto de verdad. La llama de un cirio temblequeaba en el piso de cerámica. Los ramos de flores estiraban hacia nosotros sus brazos vegetales. El ataúd tenía una ventanita en la parte superior, como si el muerto precisara echarle un último vistazo al mundo que se le clausuraba, y esa ventanita estaba abierta para que la gente pudiera asomarse a su vez a la cara del difunto. La luz de neón del crucifijo refractaba sobre el cristal, pero entre los reflejos distinguí la fina nariz de Alfredito. Sus fosas nasales estaban taponadas por dos gruesas bolas de algodón. Me pareció ver que las aletas de su nariz se inflaban y desinflaban, como si intentara respirar a pesar de las dos gruesas bolas de algodón que bloqueaban sus fosas nasales. Pupa me pegó un codazo y me miró con esos enormes ojos suyos, desmesurados. Yeni y Felipe observaban el vidrio con la boca abierta. El ataúd vibraba y se estremecía con la respiración rítmica y profunda de Alfredito. Alfredito, ¿dormís?, dijo Pupa. En ese momento la cruz de neón centelleó sobre nosotros con la intensidad de un diamante. El salón, la gente, el ataúd, las flores, nuestros propios cuerpos asombrados: todo levitó en un solo haz de luz iridiscente. Era como si la vida nos abandonara para luego relumbrar en una visión que nos dejó rebosantes, inundados. Un momento más tarde un par de ancianas impacientes, vestidas con el hábito violeta del Señor de los Milagros, nos hacía a un lado llorando sobre sus rosarios. Nos miramos unos a otros con la bruma de lo que habíamos visto estallando en los ojos, y entonces supimos que Alfredito iba a volver.
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Liliana Colanzi (Bolivia, 1981). Ha publicado el volumen de cuentos Vacaciones permanentes (2010) y la selección de relatos La ola (2014). Estudia literatura comparada en la universidad de Cornell, Estados Unidos. Ganadora del premio de literatura Aura Estrada, México, 2015.
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¿Puede la dialéctica sostener una pareja? _ Javier Martínez Ramacciotti
No tengo ganas de acompañarla a mirar objetos de interiores de diseño en el nuevo Guemes Soho pero tampoco tengo ganas de iniciar una pelea por mi falta de interés en casi todo es lo que me tiene en loop en la cinta monótona de la tarde Mao Tse-Tung se me aparece reflejado en la pantalla apagada de la notebook en sospechosamente límpido chino me susurra en el oído principales y secundarias recordá aprender a distinguir entre contradicciones principales y secundarias
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en la política en la sociedad en la historia y en tu casa son todos igualmente campos de batalla
Javier Martínez Ramacciotti publicó los libros de poemas: Fondo Blanco (Alcion, 2011), Papá Oso (La Sofía Cartonera, 2013), Alto Mediodía (Llantodemudo, 2014), Tres experimentos para decir lo mismo (Borde Perdido, 2015), La mañana después de mañana (Dínamo Poético, 2015) y No me dejés solo (Hemisferio Derecho, 2016). Y junto con Franca Maccioni el libro de ensayos Hacer. Ensayos sobre el recomenzar (Teseo, 2016). Forma parte del comité editorial de la revista digital “Caja Muda”.
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Composición genética _ Valentina Vidal
Laura y sus dos hermanas no se habían atrevido a comenzar la conversación sin un preámbulo innecesario. Las invitó a sentarse en la cocina. Puso la pava en la hornalla, alternando los orificios del gas entre los que estaban tapados y los que no, pero eso no la preocupaba: sabía que tarde o temprano se encenderían todos. En silencio esperaron a que el agua rompiera en hervor y preparó un té para cada una. Una vez que las tazas estuvieron sobre la mesa, puso galletas sobre un plato y un frasco de mermelada. Se miraron entre ellas esquivas. La conversación giraba en torno a lo difícil que es mantener un techo de tejas, que siempre tiene filtraciones y que el viento hace estragos en las ventanas desde que Buenos Aires se volvió tan ventosa. Laura le preguntó a la del medio cuánto le costó cambiar el piso del comedor, mientras untaba con mermelada tres galletitas. No lo recordaba. Hubo un nuevo silencio hasta que Laura habló. —Vamos a tener que tomar una definición. Ninguna de las dos hermanas respondió. Se respiraba incomodidad, era como si tres personas que acababan de conocerse, se hubieran desnudado sin razón alguna. —No puede vivir más solo, agregó. Los segundos parecían adoquines sobresalidos de alguna calle sin salida. Las galletas se ablandaban causa de la mermelada y la humedad que flotaba en el aire.
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—No, no puede, dijo la hermana del medio, que nunca rehuyó de su lugar, ese que es un poco acá y un poco allá, pero nunca con los dos pies en uno de los lados del meridiano. — ¿Y entonces? Preguntó la menor, que ya era toda una mujer. —Entonces no sé. O pagamos un lugar, o va a la casa de alguna de nosotras, dijo la del medio. Plata no tenemos ninguna de las tres. —Podemos rotarnos. Dijo la menor, con los calendarios internos desmoronándose por el suelo. —Claro, agregó la del medio. Una semana en cada casa. Laura respiró hondo. Sabía que una vez más se estaba enfrentando a una decisión con un costo alto. Las tazas se enfriaban y ninguna había probado siquiera un sorbo de té. Tampoco tocaron las galletas. — ¿Alguna quiere que le caliente el té? Preguntó Laura mientras tiraba el que había en su taza. —No, gracias, dijo la menor. —No, gracias, dijo la del medio. Laura se sentó sin mirarlas. Tenía tantas cosas para decirles, a ellas como a él, solo que éste último ya no estaba en condiciones de recibir ningún reclamo y ellas ya no tenían ganas de escuchar. Ellas habían tomado la determinación de dejar el pasado atrás, algo muy conveniente para quien no tuviera nada pendiente que arreglar. —No quiero empezar a revolver el pasado —no lo hagas entonces— interrumpió la menor. Laura calló. Se levantó y se fue al baño. A medida que se alejaba de la cocina, escuchó que murmuraban algo, pero no le importó el contenido de esa conversación. Cerró la puerta y se miró en el espejo. Reconoció en su rostro, los ojos y la frente de su padre, las primeras arrugas que coincidían exactamente con las de su madre, el pelo, recogido a la misma altura que la de su hermana menor, la mirada
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triste de su hermana del medio y la comisura de sus labios, una composición única de todos los genes que chocaban unos con otros en el círculo familiar. Salió del baño y volvió a la cocina dispuesta a decirles que la decisión estaba tomada. —Laura, nos vamos a turnar entre nosotras. Quince días en cada casa. Vos no estás nunca y él va a necesitar cuidados permanentes, dijo la del medio. Laura sintió una inmensa culpa embriagada de alivio. De forma intermitente, las miro a las dos. Sostuvo en el estómago una risa nerviosa justo a tiempo. Había demasiadas fístulas sin cerrar y estaban a punto de abrirse cada una de ellas. —Me parece lo mejor, dijo y llevó el resto de las tazas a la pileta. El ruido del agua la alivió. Abrió la canilla hasta usar toda la presión posible. Era como si oír el agua correr le asordinara el malestar. —Cuenten conmigo en lo económico, desde ya. Laura sintió asco de sus propias palabras. Escuchó un suspiro de la menor de las hermanas. Un suspiro de hastío, de ganas de irse a su casa. Al darse vuelta la del medio estaba de pie y vio como le caían las lágrimas, redondas como bolitas, tanto que podrían rebotar en el suelo y volver a entrar en sus ojos. Pero Laura no sentía ganas de llorar, ella también quería irse, que se vayan, o llamar por teléfono al mismísimo Dios y preguntarle porque se vuelve tan monotemático con los ciclos de la vida. —No llores, le dijo la menor. —Llora lo que quieras, dijo Laura. Laura hubiera pagado por poder quebrarse o que el sonido de sus palabras fueran armónicas con el momento. Les preguntó a sus hermanas si querían agua y ellas asintieron. Fue hasta la heladera y tomo una botella. El frío del plástico en los dedos la sacó por un momento de sus pensamientos y la llevó a mirar el interior del estante
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dónde guardaba las verduras. Todo estaba para tirar. Sirvió el agua en tres vasos y las miró. —Quiero que esté bien, pero ustedes saben. —Sabemos, por eso los vamos a tener nosotras, dijo la menor. —No te preocupes, dijo la del medio. Laura se desplomó sobre la silla. El viento golpeaba las ventanas mucho más fuerte que antes y llovía torrencialmente.
Valentina Vidal (Buenos Aires, 1970) es escritora y música. Como escritora publicó su primer libro de cuentos titulado Fondo Blanco por Llanto de Mudo ediciones (2013). Participó en el tomo #11 de la antología de Pelos de Punta (2016), en 21 experimentos, antología de relatos ilustrados por Aleta Vidal por Llanto de Mudo ediciones (2014) y en Martes 7, antología de cuentos por Ediciones del Dock (2015). Varios de sus relatos fueron publicados en diferentes revistas literarias, recibiendo una mención de honor en el concurso Floreal Gorini 2015 por “Rojo California” (Centro Cultural de la Cooperación) que fué publicado en la antología El cuento, una pasión argentina 25 años. Coordinó y realizó talleres de lectura y escritura. En la actualidad colabora como reseñadora en Solo Tempestad y se encuentra escribiendo lo que será su primera novela. Como música, tocó el bajo en varias bandas y editó tres discos.
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Chinita _ Victoria Varas
Así es la siesta Gratis, roja, ancha Mano de poker entre gusanos y lagartas Las fábricas abren después Junto con las hornallas -dale poné la pava¿Entonces por qué estás a esta hora con tus lentecitos gruesos en la puerta de mi casa? Mi mamá podría decir que sos una callejera Pero mi mamá no dice cosas, (mi papá menos, nomás eso: “dale, pone la pava”) ni siquiera las piensa Solamente a la noche cuando prepara la mesa y le sobra una costeleta Dice: ¿me parece a mí o me falta un hijo? Y ahí si puede llegar a pensar que esas no son horas de llegar Por suerte está The Big chanel, para solucionarlo todo Incluso las demoras Pero no me contestaste, ¿qué hacías con tus cuatro ojos en la puerta de mi casa todos los días a las dos de la tarde?
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Es que tampoco me diste tiempo para preguntarte Siempre que andamos en bici vos vas más adelante Es gracioso porque sos casi ciega Pero también sos muy atlética Un día dijiste que las cosas iban a cambiar Que a nuestra amiga Chuli le iban a comprar una bici con cambios Tenías los anteojos sucios, las cejas preocupadas De todos modos vos seguiste yendo mucho más rápido Lo mismo pasa cuando trepamos al pino Es como si tuvieras los ojos en las piernas Lo hago, pero me cuesta seguirte el ritmo Yo soy mejor para buscar camorra Y para hacer planes sin sentido Como cuando te dije que te apuraras Qué teníamos que ir a la carpintería A pedir unas maderas Porque cumplía años mi perro Y yo quería que le regaláramos dos llaveros Llaveros de pared ¿por qué? Dos llaveros de pared ¿por qué? ¿por qué? La camorra es la camorra No es cualquiera cosa Hay que calcular la distancia del enemigo Ver que tan lejos estamos de la tapia Gritar ¡miralo al más putito! Y correr rápido a saltarla. La mejor camorra es la que le buscás al nene que amás Un día camorreamos al nene que vos amabas a la salida de la escuela
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él te alcanzó y te partió los anteojos de un puñete pensé que ese día no ibas a venir por eso no me apuré para comerme la tarta pero cuando iba mordiendo la parte de los vuelitos sonó el timbre, mi mamá me dijo que atendiera yo que ella estaba viéndolo a Guillermo Andino que eras vos que se te veían las piernas chuecas por la parte vidriada de la puerta ¿qué haces Incluso hoy sin los lentes con este calor en la puerta de mi casa a las dos de la tarde? Ya sé, no digas nada Viniste a salvarme.
Victoria Varas nació el 1 de diciembre de 1986, en Laguna Larga, Córdoba. Es Licenciada en Letras y trabaja como ¿periodista cultural? y docente de Lengua y Literatura. Cuando puede (y cuando ellas se dejan) coquetea con la poesía y la actuación, casi sin ningún éxito.
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La expansión del universo _ Guillermo Gribaudo
Se nos fue yendo de las manos. Arrancó un viernes a la noche, cuando me clavé un vidrio en la suela tratando de salir sin que nos vieran los fotógrafos, con una negra en camilla y dos enfermeros. Uno verde de botellita de cerveza me clavé. Estaban de moda, la camisa clara con zapatillas y la Heineken chiquita. Ahora me pongo cualquier cosa, el Mono trae ropa para vender y aprovecho, pero en esa época todavía estaba al día con la moda. Recién entré al salón, antes de que un tipo me invitara a salir. Pusieron porcelanato y muebles nuevos. El tipo es el novio de Eliana. La marca se estaba posicionando, decía Eliana, teníamos Chandon canilla libre y un DJ en la terraza. Y modelos. Ahora me acuesto temprano pero en esa época casi nunca: una siesta con las cortinas cerradas y listo: el mundo iba a ser nuestro y perder horas no daba. Sexo verbal ñao faz meu estilo, palavras sào erros e os erros sào seus, salía por los parlantes de la casona de dos pisos convertida en hotel boutique por el olfato de Eliana. Le encantaban los billetes atados con gomitas que llevaba al banco yo, porque a ella le daba no sé qué andar con plata. Había dicho que la iba a conseguir para comprar la casona y cumplió: sus amigos la pusieron con los ojos cerrados. Igual con la marca, y antes con el local de la Caseros y con el del Patio Olmos. Nos pagó solito el viaje a Cancún el del Olmos.
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Necesitábamos expandirnos para mantener el nivel de vida, decía. Una madrugada de insomnio, por Discovery explicaban cómo se expanden las galaxias o no sé qué mierda. Así hacemos nosotros dijo, y le dije que tal cual. Mirábamos mucha tele los lunes y martes, más que nada programas del Universo, del Cosmos, esas cosas. Y Fashion Week, para mandar a coser lo que nos gustaba. Nos hacían la ropa unos peruanos de Campana, amigos del Mono. Yo “la diseñaba”, por no decir que mandaba a copiar lo de la tele. Eliana decía que nadie cose como ellos, que cuando se ponen laburan en serio. Había morochas y rubias el viernes ese, una más linda que la otra, y una negra. Tenía un vestido nuestro, uno violeta que le terminamos vendiendo en dos lucas dólar a un gato de la tele. Si no era el dueño del canal el tipo que pagó en efectivo ahí mismo, mientras el gato hacía caritas, pasaba raspando. Se lo íbamos a mandar a la casa le dijimos al tipo, y el gato la miraba a la negra con superioridad, como diciéndole con los ojos que ella sí podía tenerlo en serio al vestido. Le quedaba tremendo a la negra: los labios azules como los de las minas de Calvin Klein, las tetas naturales y los dientes de adelante un poquito separados. Una víbora tatuada en el tobillo. Se me paró y Eliana me la acarició mientras yo miraba a la negra: me dio a entender que si me la quería coger no pasaba nada. Medía una cabeza más que yo, se levantó de uno de los pufs blancos y me dijo ¿ trago um copa?, y se me subió todavía más con las burbujas y me di cuenta que no vivían en las gigantografías estas mujeres: algunas andaban por Córdoba. Dijo que venía de Florianópolis. Podía tener dieciocho, o no; voy preso, pensé, pero la sonrisa de Eliana cuando me tocó la verga la tomé como un permiso completo. Separada, Sereia, y sola. Ñao quero lembrar que eu erró também. Me explicó lo duro que era posar en playas y montañas. Que Paris no era o que parece. Que Turín é insuportável, muita sombra; y a recordarme que la pasarela era
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de lo mais complexo ¿eh? jodido...como dizem Y la llevé a la pileta. ¿Voce parece acá? Sí, me parecía. Veja que están olhando. Con un litro de champaña seco en las venas –cualquiera toma extra brut, decía Eliananada parecía mal. Leíamos la revista que nos mandaba El Club del Vino para tener algo que decir. Le hablé del pinot a Sereia, que se levantaba su tobillera de oro con movimientos calculados: estiraba la mano y flexionaba su pierna que no terminaba nunca, dejándome ver la que me esperaba. Melhor subimos dijo y yo ya estaba descalzo y sin cinto, listo para meterme en la pileta, donde ya habían apagado el filtro y las luces. Le dije que la seguía, que fuera yendo que la alcanzaba, y fue mejor nomás. En la cama se arqueó y gritó, le caían gotitas en el pelo que soplaba como tirando humo. Y el vino. Pidió un pinot grigio por el interno. Me contó su vida y no paraba de hablar de la canción esa, que le encantaba, y de tocarme la cara como si me moldeara, porque había tomado una pastilla de éxtasis temprano. Fui a mear y cuando volví se me cayó el mundo: le sangraba el oído y la almohada estaba roja; que se sentía acelerada dijo, que pidiera una ambulancia. Eliana se enojó tanto cuando le pedí que me llamara una por el interno – hay prensa Andrés, date cuenta- que no me habló por una semana. Sereia hervía, le puse una toalla con agua fría en la cabeza. Vino ECCO y salimos por la puerta de servicio. El vidrio de la Heineken llegó hasta el pie y me cortó. Anduve un rato largo así, la media mojada con sangre. Al chofer le di un voucher de ropa para su mujer y me prometió que no iba a abrir la boca. Sereia se tomó un vuelo a Florianópolis ese domingo a la noche, me lo dijo después Eliana. Um día pretendo tentar descobrir porque é mais forte quem sabe mentir. Tenía razón Eliana: nos achicábamos o nos fundíamos. Los pufs blancos que vendí por internet pagaron los primeros seis meses de alquiler. Me llamó al celular recontracaliente cuando vio que los
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había vendido, los habíamos ido a comprar juntos. Es una ratonera el departamento donde vivo ahora: el ventiluz del baño no abre, tiene humedad. Pero está en Nueva Córdoba, por lo menos. Vendo jeans, los llevo en un changuito; entran veinte, más las remeras y alguna chomba. Le colgué un bolso amarillo de un metro de fondo, lo fijé con cinta negra y unas tiras de velcro que consiguió el Mono. Se pone pesado cuando hago la 38 hasta Capilla. Los chóferes del Sarmiento me llevan a cambio de alguna chomba. Ñao quero lembrar que eu minto também...eu sei. Cuando nos presentó, el Mono recién volvía de Barcelona, andaba atrás de poner un chiringuito en Camboriu y rastreaba inversionistas. Era una fiesta por la zona del Chateau, Eliana había llegado en un Duna negro y yo en remisse. Esa noche me volví con ella. Dos años después me compré el Megane y los naranjitas del Centro me preguntaban si era “el francés”. Por supuesto que era. Y amarillo. No había vuelto al Hotel desde que nos separamos. Hablé un rato con ella afuera y el novio no dejó de mirar por el vidrio. Había una cámara del canal 12 adentro, y gente que conozco. Presentaban unos jeans, iguales a los que vendemos con el Mono, pero a estos los van a poner de moda con pautas en las revistas. Clavado: con Eliana lo hicimos, cuesta, pero después se venden. El martes ya la había visto por la Duarte Quirós, cerca del Sheraton, se hizo la que no me vio, andaba con el tipo. Cambió el número y aparte tengo prohibido acercarme. Doscientos metros. El pibe que trae la ropa de Campana me dice que tenga ojo. No diferencia una Polo bien hecha de una con costura simple pero opina. La vez que me comí la denuncia fue en un boliche del Abasto. Ella declaró que la andaba jodiendo. Le va muy bien, se recuperó y salió adelante, dice ahora mientras mira por el ventanal si viene el novio. Se juntó y el tipo levantó el embargo que tenía el Hotel. El novio.
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Feche a porta do seu quarto...porque se toca o telefone pode ser alguém com quem vocè quer falar por horas e horas e horas. Me lo bajé al tema, no existen más, me contó el pibe que trae los jeans. Aflojale al rock y ponela papá le dice el Mono. A noite acabou, tal vez tenhamos que fugir sem vocè..., más ñao, ñao vá agora, quero honras e promessas, lembranças e historias. Aprendí un poco en Camboriu, entiendo pero no hablo. Nada, me volví antes que terminara la temporada, recién nos separábamos, el Mono se iba a quedar a vivir allá. Se vino ese invierno sin nada, pero le encantaba decir que los argentinos no aprenden más, no decía no aprendemos: no aprenden. Con dos latas de cerveza encima parecía suizo. La pensión sin picaporte era un peligro: sus amigos iban a fumar maconha. Antes de volverme la vi a Sereia, en una revista tipo Gente que habían dejado en la mesita del patio. Posaba al lado de un actor o alguien de moda allá. El Mono se cagaba de risa: te costó caro ese polvo papá, no? Eliana “la moderna” la openmind. Llamé a la revista a ver si me podían pasar algún teléfono suyo. La operadora dijo que cortara o me denunciaba y le hice caso, no fuera cosa, con todo ese olor a maconha y esas pendejas en bikini que entraban y salían del patio. Somos pássaro novo longe no ninho...eu sei. Para qué le habré dicho al pibe de los jeans que me gustaba esa canción: no para de bajarme temas al celular y de hablar de música. Eliana va a entender, ya vamos a hablar, bien, no así, apurados y en la vereda. Ya le expliqué que las cosas van a cambiar, que no tengo rencores y que vamos a probar. Sí o sí van a cambiar le dije, y ella se me soltó de la mano y se metió adentro.
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Guillermo Santiago Gribaudo nació en General Deheza, Córdoba. Es coautor de Historias Mínimas de los Mundiales (Ediciones Recovecos-2014). Recibió una mención y participación en Antología Itau Cultural 2011, por el relato “El Centro”, una primera mención por “La Expansión del Universo”, Concurso Biblioteca Babel La Falda 2015 y una primera mención en Premio Municipal de Literatura Luis de Tejeda 2015, libro de relatos, por “La Superación del Tiempo”.
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Dirá el tiempo V _ Diego R. Cubelli
rojo vivo la siesta de un domingo pies al sol silencio poco una silla apolillada sostiene pared pintura y andamio no será lo mismo. De Trabajo para el silencio (Yaugurú, 2015)
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Diego R. Cubelli nació en Montevideo el 9 de mayo de 1990. Es poeta y bandoneonista. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Poema con zapato (nota de Eduardo Nogareda, 2011); Reino del apóstata (Prólogo de Alfredo Fressia, LoQueVendrá, 2014); Trabajo para el silencio (Yaugurú, 2015); De tu país ya no se vuelve (LoQueVendrá, 2016); No todas las luciérnagas el dulce pecho agrandan (LoQueVendrá, 2016). Coordina “Poeta entre luz y sombra”, ciclo de entrevistas a poetas uruguayos. Fue editor de “LoQueVendrá”, revista de poesía (2011-2015). Entre otras actividades, coordinó varios talleres sobre el tango y su historia, integró la directiva de la “Casa de los Escritores del Uruguay” y fue jurado en concursos de poesía. Ha colaborado con la Fundación Nancy Bacelo. _diegocubelli.wordpress.com
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Número IX, julio de 2016 Sitio web / vagondeostras.com.ar Contacto / vagondeostras@gmail.com Facebook / facebook.com/lavagondeostras Todos los textos e imágenes aquí reunidos fueron expresamente cedidos por sus autores para esta publicación. No hecho ningún depósito ni registro que exija la ley. Esta revista está bajo una Licencia Creative Commons Atribución, No Comercial, Sin Derivar 4.0 Internacional. Prohibida su venta.