Vagón de Ostras (#8)

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Vagón de

OSTRAS

NÚMERO VIII

REVISTA DE CUENTO Y POESÍA FEBRERO DE 2016

Escultura de tapa Jarumi Nishishinya


tapa.

Sin título. Escultura de cerámica en miniatura.

Jarumi Nishishinya, artista plástica y licenciada en psicología chaqueña.


Vagón de OSTRAS

ÍNDICE p1. Nota preliminar. p2. El tiempo / Laura Escudero. p4. El hijo de la guerra / Selva Almada. p10. Vida / Sara Ferro. p11. Salir al patio / Mariana Travacio. p16. Enero de 2012... / León Pereyra. p18. Zapatos viejos / Nicolás Jozami. p23. Fan / Nadia Sol Caramella. p25. Los sapitos esos / Cecilia Yalangozian. p29. Sin título / Romina Freschi. p33. Infinito punto rojo / Damian Pulizzi.

Número VIII, febrero de 2016


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NOTA PRELIMINAR ¡Vagoneros! Arrancó el año y un nuevo escenario político y social peló sus garras. Una época excelente para que las fuerzas en tensión revelen sus verdaderos rostros. Frente a cualquier pronóstico, sin embargo, creemos que hay que seguir leyendo, uno de los pocos caminos que conocemos para, como decía uno u otro lusitano, sentir y vivir todo. Leer para disfrutar, para sufrir, para debatir con otros y con uno mismo, para cambiar el ángulo, para perder las ideas o para difundirlas, para afirmarse en el lugar, para expandir los límites, para transformarse y para resistir, leer como una herramienta más para dar vueltas las cosas, algún día, en cualquier momento. En este 29 de febrero, fecha

cargada de augurios, día insólito en el que cada cuatro años se reacomodan los desajustes del calendario occidental, la Vagón llega a su número 8. Sus armas de siempre, bien aceitadas: un par de links, una decena de textos que estremezcan sensibilidades e ideas, una tapa justa y un elegante diseño en el que posar los ojos durante las pausas. A su vez, la revista presenta un nuevo instrumento, su sitio web propio: www.vagondeostras.com. Nuestro deseo: que Vagón de Ostras sea cada vez más la razón perfecta para seguir leyendo.

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El tiempo _ Laura Escudero

Me preguntaste qué es el tiempo. Y yo te dije mientras colgaba una sábana: esto. Aprisioné la última esquina con el broche, me corrí dos pasos, agarré tu mano chiquita entre mis manos y te volví a decir: esto. Vimos juntas el viento atrapado en la sábana como burbuja, serpiente o baile vimos el viento blanco tironear del broche envuelto en la sábana, flotando. Y la sábana que pasó y dejó al viento ahí colgado de la soga solo para yo que te dijera: hija, el tiempo, es esto.

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Laura Escudero nació en Córdoba en 1967. Es docente, psicóloga y máster en promoción de la lectura y literatura infantil. Es miembro de Cedilij. Recibió dos veces el premio El Barco de Vapor, en 2005 por la novela Encuentro con Flo y en 2011 por El rastro de la serpiente. Fue Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2015 otorgado por la Fundación Para las Letras Mexicanas y F.C.E por el poemario Ema y el silencio. Tres de sus libros fueron seleccionados “Destacados de Alija”. Ha publicado títulos para niños y jóvenes: El botín, Los parientes impostores, La viejita de las cabras, El camino de la luna y otros.

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El hijo de la guerra _ Selva Almada

Cada vez que entraba a la librería de la Gallega me mareaba. Un poco porque siempre el local estaba lleno de otros que habían olvidado comprar el mapa, el papel glacé o el block de hojas; allí todos amontonados, el aire espeso de perfumes, alientos, sudores. Otro poco porque a esos olores y al olor de los papeles se sumaba el que salía de la casa, comunicada con el negocio por una puerta siempre entreabierta. Pero, sobre todo, porque entre tantos guardapolvos blancos, metido entre los niños como un niño de proporciones enormes, siempre estaba Carlitos Cuelli, el hijo retardado de la Gallega, un hombre cuarentón vestido con un jardinero ombú, limpio, recién planchado: en invierno, debajo de la pechera asomaba un pullover gordo, tejido a mano; en verano, una camiseta blanca. A Carlitos Cuelli le gustaba tocarnos el pelo. Y aunque lo hacía casi imperceptiblemente para que su madre no lo viera, su mano cuadrada y pegajosa era como una mariposa de tormenta que, apenas me rozaba, me hacía pegar un salto. También le gustaba tironearnos despacito el moño del guardapolvo para deshacer el lazo. A veces, mientras esperaba mi turno para comprar, lo veía de reojo haciéndoselo a alguna otra nena: la punta de la tela apretada entre el índice y el pulgar, el movimiento suave de su mano hacia atrás, tirando… —Carlos, quédate quieto…— gritaba su madre cuando lo pescaba

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y él sacaba la mano velozmente como si el cabello, como si el moño, quemaran y la metía en la pechera de su jardinero. Entonces los escolares lo mirábamos con burla y él agachaba la cabeza y daba unos pasos ocultándose atrás de alguno de los exhibidores de tarjetas postales. Cuando no estaba adentro, Carlitos Cuelli se sentaba en el alfeizar de la gran vidriera. Entonces los chicos aprovechaban para hacerle bromas. Antes se aseguraban de que la Gallega estuviese ocupada con sus clientes y no pudiera verlos. —Carlitos, Carlitos… ¿querés oír un chiste verde? Los ojos del tarambana brillaban siempre ante la propuesta, hecha casi en un susurro como se hacen las invitaciones sucias. —Sí, sí…—, decía, con las zetas copiadas a su madre (él había venido de muy niño como para tenerlas incorporadas), y moviendo la cabeza con unos pocos pelos enrulados alrededor y el cuello colorado con restos de barba, cogoteando como un pichón de águila pidiendo comida. —Pero vení, acercate más… Y pegaba casi la oreja grandota a la boca del niño. —Un chiste verde, escuchá. Un loro arriba de un árbol comiendo lechuga. Carlitos Cuelli ya tenía la boca entreabierta, preparada para la risa, así que se quedaba todavía un instante esperando el chiste, con la cabeza baja. La Gallega había llegado sola al pueblo con ese hijo, una viuda de la guerra que allá en su patria había sido enfermera de la Cruz Roja. La misma guerra que la dejó sin marido, le había arruinado la cabeza al hijo: decía que su Carlos había quedado lelo luego del estallido de una bomba a pocos metros de la casa.

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La librería quedaba a media cuadra de la escuela. No sé cuánto haría que había arrancado con el negocio, desde que empecé a ir ya el local era viejísimo: del lado de afuera las paredes estaban negras de hongos y adentro, el piso de mosaicos, hundido en algunas partes. Sin embargo, pese al aspecto descuidado, la mercadería era de primera y estaba muy bien protegida del polvo y la humedad. La Gallega atendía a todos con amabilidad y distancia y aunque hacía varias décadas que vivía en el pueblo y todos la conocían, no había trabado intimidad con nadie. Ni siquiera con los vecinos más cercanos. Ella y su hijo eran una pequeña isla y esa soledad de a dos sólo era interrumpida en horario escolar. Cuando el negocio estaba cerrado, apenas salían para ir a misa o hacer alguna compra. Era raro verlos en la calle. Un día estábamos con mi primo Andrés, buscando cosas al costado de la ruta que pasaba cerca de casa: papeles, pedacitos de vidrio, paquetes abollados de cigarrillos… coleccionábamos marquillas así que nos venían bien. A veces también encontrábamos animales muertos, aplastados sobre el asfalto por los camiones y los autos. Cuando descubríamos algún perro o gato o comadreja atropellado, volvíamos todos los días para ir viendo cómo los restos se iban haciendo cada vez más delgados, cómo el amasijo de carne, cuero y triperío del primer día se iba adelgazando con el paso de los neumáticos hasta ser simplemente un dibujo de pelos sobre la ruta. Una estampa que luego desaparecía con las lluvias. Así que esa siesta andábamos caminando por la banquina, cada uno con una ramita larga que usábamos para inspeccionar los objetos que encontrábamos antes de decidir si valían la pena o eran sólo basura.

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Era verano y el calor levantaba espejismos sobre el asfalto. Entre esos vapores vimos avanzar dos sombras hacia nosotros, grandes, deformes. Saltamos a una zanja seca y nos escondimos atrás de los yuyos, conteniendo la respiración. Cuando estaban más cerca los reconocimos, pero no nos movimos de nuestro escondite. Carlitos Cuelli con su eterno jardinero y abajo en cueros; la Gallega vestida como siempre, invierno y verano, de luto riguroso y mangas largas, una mantilla sobre el pelo canoso, como cuando iba a misa, pero ahora para protegerse del sol, medias también negras, todo el cuerpo cubierto menos las manos y la cara. Los reconocimos, pero así y todo no nos tranquilizamos. Los dos de golpe, con esa traza, a esa hora, parecían dos espíritus nefastos. Mi primo me hizo una seña y nos aplastamos sobre los pastos cuando pasaron a menos de un metro de nosotros. Yo sentí de nuevo el corazón galopando rapidísimo como cuando Carlitos Cuelli me tocaba el pelo o el moño del guardapolvo. Una vez que se alejaron, Andrés propuso seguirlos a ver a dónde iban. Yo no estaba tan segura, mirá si nos veían. Pero no terminé de decir nada cuando vi su espalda encorvándose y caminando despacito por la misma cuneta sin agua que nos sirvió de trinchera. No hubo más remedio que ir tras él. Cada tanto estirábamos el cogote entre los yuyos de los bordes para asegurarnos de no haberlos perdido. Iban algunos metros adelante, con paso sostenido, la Gallega, más pequeña, balanceando su cuerpo regordete al ritmo de la caminata, y su hijo, que le llevaba un par de cabezas, con su andar desmañado, los brazos largos, de manos pesadas, moviéndose atrás y adelante, como dándose impulso. Cuando pasaba un camión, les tocaba bocina y Carlitos Cuelli respondía levantando el brazo en un saludo. El pueblo fue quedando atrás y cada vez había menos casas.

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Empezábamos a transpirar por los nervios y la caminata, cuando entendimos adónde se dirigían: a la ermita de la Virgen de Las Cuatro Bocas. El nombre de la virgen me fascinaba y horrorizaba al mismo tiempo. Al final no había ningún misterio. Mucha gente, incluidas nuestras madres, visitaban a la virgen: para llevar una flor, para pedir algo, para cumplir una promesa. Pero en el verano, con el sol rajando la tierra, nadie era tan devoto como para ir a esa hora: preferían la fresca de la nochecita. No hicieron nada del otro mundo, aunque arrodillarse sobre el cemento hirviente que rodeaba el altarcito debía ser todo un sacrificio. Rezaron un buen rato: la madre inclinada casi hasta tocar el suelo; Carlitos Cuelli con las manos juntas, movía los labios aunque desde nuestro sitio no podíamos escuchar si realmente oraba o era una pantomima como la que hacíamos nosotros cuando nos llevaban a la iglesia. Después se levantaron y emprendieron la vuelta, pero ya no los seguimos. Nos quedamos echados entre los pastos, abajo de unos paraísos guachos. Entonces Andrés me contó cosas que yo no sabía y él sí, porque las contaban los otros varones. Me dijo que Carlitos Cuelli se cogía a las gallinas que criaban en la casa, que dos por tres los vecinos encontraban las aves muertas que él revoleaba a los patios aledaños para ocultarlas de la Gallega. Que los bichos estaban todos reventados por dentro.

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Selva Almada nació en Entre Ríos en 1973. Es autora de los libros Chicas muertas (2014), finalista del Premio Rodolfo Walsh; Ladrilleros (2013), finalista del Premio Tigre Juan; El viento que arrasa (2012), Una chica de provincia (2007), Niños (2005) y Mal de muñecas (2003). Sus novelas fueron traducidas al francés, el italiano, el portugués y el holandés. Codirige el ciclo de lecturas Carne Argentina.

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Vida _ Sara Ferro

Parece que en ciertas épocas, en algunos pueblos la muerte de padre e hijos se da al mismo tiempo. Alguien llora aplastándose contra la almohada, amanecerá con la humedad pegada a la cara. Alguien canta, pies sin calcetines, tender la ropa, ir a buscar agua. Desde hace algunos veranos las calles se van vaciando y así, poco a poco el suelo de la casa también se nota mojado.

Sara Ferro (España, 1990) Estudió Bellas Artes más máster y cursos de grabado. Ahora lee, dibuja, escribe.

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Salir al patio _ Mariana Travacio

Mi madre decía que había que tener mucho cuidado. Decía: la gente se enferma, hay que cuidarse. La enfermedad entra por la boca, por los ojos, por el estómago. Pero a ustedes no les va a pasar nada, porque yo les voy a cuidar la boca, los ojos y el estómago. Nos cuidaba mucho, para que fuéramos sanitos. Así decía: Para que sean sanitos, los voy a cuidar. Nos cepillaba los dientes. Los cepillaba ella. Con ese cepillo duro, porque decía que era el único que limpiaba bien. Nos miraba adentro de la boca y decía: Mucho bicho acá. Y cepillaba. Mucho bicho acá. Hasta que salía sangre. Hay que matarlos. Si los bichos entran, se jode el estómago. Después nos lavaba los ojos: Hay que mirar bien, decía. Con ojos limpios. Los ojos sucios no sirven para mirar. Y nos lavaba los ojos con ese trapo lleno de jabón, todas las noches. Y nos cuidaba el estómago, con agua. Mucha agua, decía. Nos sentaba a la mesa. Cinco jarras de agua. Vayan tomando decía. El agua lava el estómago. Lo mantiene limpio. Tienen suerte de tener una madre como yo. Van a crecer sanitos. No les va a pasar como a mí, que mi madre no me lavaba los dientes. A mí los bichos me entraron por ahí, por la boca. Y los doctores no saben nada. Se levantaba la blusa y nos mostraba la cicatriz. Una cicatriz gorda, horizontal, que le cruzaba el abdomen de costilla a costilla. Los doctores no saben nada. Yo sí. Yo los voy a cuidar. Todo esto nos decía mientras nos miraba tomar las cinco jarras de agua. Después nos mandaba a la cama y se ponía a cantar.

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Una baguala. La letra la inventaba ella. Nada les va a pasar, cantaba, sanitos van a crecer. La baguala nos alejaba del cepillo, y del trapo, y del agua, y a ella se le notaba un alivio en los ojos, mientras cantaba. También nos enseñó a leer. Y a escribir. Decía: Mucho bicho en la escuela, yo les enseño. Leíamos la enciclopedia Vox. Tres tomos de tapa dura, color carmín, letras doradas. Los únicos libros de la casa. Nos sentaba a la mesa y nos daba un tomo a cada uno. Decía que hojeáramos el libro y que eligiéramos diez palabras. Mirábamos las ilustraciones. Casi todas en blanco y negro. Después elegíamos las palabras y teníamos que copiar las definiciones en el cuaderno. Cuando terminábamos de copiarlas, Mauro me tenía que leer sus diez palabras y yo le tenía que leer las mías. Varias veces, hasta que las leíamos sin errores. Gusano: Tipo de animal metazoario celomado, de forma prolongada, cuerpo blando, sin esqueleto ni patas articuladas. Véase el cuadro: Animal (Reino). Larva: En los animales sujetos a metamorfosis, primera forma del animal al salir del huevo. Después nos hacía elegir la palabra que más nos había gustado: teníamos que inventar diez oraciones con esa palabra y anotarlas en el cuaderno. La larva nace del huevo. La larva hace una hebra de seda. La larva crece capullo. La larva ovilla la seda. La larva se vuelve crisálida. La larva anida. La larva arrulla. Así. Todos los días. Con las diez oraciones terminaba la mañana y llegaba la hora del almuerzo. Comer sano, decía. Comer sano. A comer sano. Y se ponía a cocinar. Animales, no. Son peligrosos. Comemos vegetales. No todos. Hojas verdes no. Mucho bicho. Imposible limpiar. Después del almuerzo venía el sangrado de encías, para que los bichos no bajaran al estómago. Quedábamos adoloridos, un rato, sentados sobre la cama, apenas mirándonos, molestos, tragando sangre, hasta que íbamos al baño, a sacarnos ese gusto de la boca, y mamá se ponía a trabajar. Le encargaban muchos trabajos. De costura.

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A veces se quedaba hasta tarde con la máquina. Para nosotros, era el mejor momento del día: el traqueteo de la máquina de coser. Mientras cosiera, podíamos jugar. No teníamos que ensuciarnos, eso sí. No anden desparramados, decía, mucho bicho en la tierra. Nuestra casa tenía un solo ambiente con tres camas y una mesa al lado de la cocina. Teníamos tres puertas: una daba a la calle; la otra, al baño; la tercera, al patio de atrás. El patio tenía piso de tierra. Mamá siempre decía que le quería poner un piso de cerámica, pero nunca le alcanzaba la plata. Renegaba bastante con eso: ojo la tierra, hay gusanos. Podíamos salir siempre que no hubiera barro. Cuando llovía, teníamos que esperar varios días hasta que el sol secara la tierra. Cuando llueve los gusanos aparecen, no se puede salir. Cuando hay barro, tampoco. El barro enferma. Van a crecer sanitos. Barro: Masa que resulta de la unión de tierra y agua. Fig. Cosa despreciable. Sano: Que goza de perfecta salud. Fig. Entero, no roto, ni estropeado. Nos vestía de blanco, mamá. Ella nos hacía la ropa. Pantalones y camisas. Blancos. Para ver la mugre, decía. Así los bichos no entran. Con ojos limpios se ve la mugre. Hay que estar atentos. No como mi madre, que no estaba atenta. Se levantaba la blusa y nos mostraba la cicatriz. Ojos atentos, para que esto no pase. Lo que le había pasado a mamá era muy feo. No queríamos que nos pasara eso. Decía que a ella le habían crecido serpientes, en el estómago. Porque la mamá no la cuidaba. Le dejaba los dientes sucios y los bichos le entraban. Por la mugre. Y que ella le decía, a los doctores, que estaba llena de serpientes. Y un buen día la operaron. Ella tanto insistió que le abrieron el estómago. Y le dijeron que tenía razón. Pero que por suerte se las habían quitado. Todas. Ni una había quedado. Y ella estaba feliz, tan aliviada después de la operación. Pero al final todo fue en vano. Así nos decía: Todo en vano. Los doctores no saben nada. Me quitaron las serpientes, pero me dejaron los huevos.

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Se los olvidaron adentro. Nos mostraba la cicatriz y nos decía eso: Las serpientes nacen del huevo; pronto volverán. A veces mamá salía. Iba a entregar sus trabajos de costura. Tenía muchos clientes. Nos quedábamos solos, con Mauro, cuando mamá salía. Una tarde, mientras se iba con sus bolsas, nos dijo: Vuelvo en una hora, no se desparramen. Nos quedamos jugando en el patio, un rato, pero enseguida se largó a llover. Le dije a Mauro: entremos, va a haber barro. Entramos los dos y nos quedamos viendo la lluvia. Mamá no volvía. Mauro dijo de asomarnos a la calle, pero yo le recordé que mamá nos prohibía salir. Mucho bicho afuera. Entonces me propuso que fuéramos al patio. Le dije que no: llueve, nos podemos enfermar. Estoy aburrido, dijo. Le propuse jugar al ahorcado. Fuimos a buscar los cuadernos y nos entretuvimos un rato con eso, pero mamá seguía sin volver. Mauro dijo: capaz que no vuelve porque llueve. Ella tampoco querrá embarrarse. Nos asomamos al patio: mucha lluvia. Sí, le dije, tal vez se demore. Fui a buscar los libros. Mirá, te leo: Lluvia: agua que cae de la atmósfera, en gotas. Juguemos un rato con los libros. Buscá mamá, me pidió Mauro. Acá está: Mamá: Madre. Buscá madre. Sí, estoy buscando. Acá está, dice: Hembra que ha parido. Matriz. Se hizo de noche; mamá no volvía. Mauro se empezó a poner nervioso. Mamá no vuelve, nos podemos enfermar. No te preocupes, le dije. Ya va a volver. Cuando pare la lluvia, seguro que aparece. Pero ya es de noche, ¿no ves la hora? Sí, Mauro, veo. Quédate tranquilo, yo te cuido. Sentate. Ya te acerco las jarras. Mamá volvió tarde ese día. No se la veía bien. Decía: Están por volver. En cualquier momento revientan. Y así fue. Nos despertamos con sus gritos. Desde entonces se negó a comer. Decía que si comía, las serpientes iban a alimentarse, se iban a volver enormes y largas y le iban a volver los dolores. Las serpientes grandes duelen, decía. Yo sé que duelen. Así que no le dimos de comer. Solo jarras de agua, porque

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no queríamos que sufriera. Cuando la enterramos, llovía. Mauro estaba espantado, pero yo le dije que teníamos que hacer ese pozo. Es un asco el patio, me dijo. Mirá, todo lleno de gusanos. Pero no nos quedaba otra. Le dije: Mauro, hay que enterrar a mamá. Nos calzamos las botas, agarramos la pala y salimos al patio.

Maniana Travacio nació en Rosario, Santa Fe, en 1967. Vivió en São Paulo y actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología y Magister en Escritura Creativa. Se desempeñó como docente en la Cátedra de Psicología Forense de la Universidad de Buenos Aires y publicó diversos trabajos en su órbita profesional. Sus cuentos han sido publicados en diversas antologías y revistas de Argentina, Uruguay, España y Estados Unidos. Ha recibido numerosos reconocimientos literarios en concursos nacionales e internacionales, entre ellos, ha sido finalista en el Premio Juan Rulfo (Francia, 2012), en el Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres de la Bilbioteca Nacional (Argentina, 2013), en el Premio Caza de Letras de la Universidad Autónoma de México (México, 2013), en el Premio Municipal de Literatura Manuel Mujica Láinez (Argentina, 2013) y en el Premio Internacional Julio Cortázar de la Universidad de La laguna (España, 2014). En 2015 obtuvo el Premio Internacional de Relatos Cortos José Nogales (Huelva, España) y el Premio de Narrativa de la Hispanic Culture Review (George Mason University, Fairfax, USA). Es autora del libro de relatos Cotidiano (Baltasara Editora, 2015) y de la novela Como si existiese el perdón (Metalúcida Editora, 2016).

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Enero de 2012... _ León Pereyra

Enero de 2012, caímos al sur con Germancito, Tomate y mi tío Darío. La primer noche nos encontró en El Bolsón prendiendo un fuego para hacer unos fideos. Mientras esperábamos que el agua hierva veíamos danzar las llamas y mi tío, tirando ramas secas a la fogata, murmuraba cosas como "la hojarasca crepita" después cerraba los ojos decía "¡Flaquito, no te mueras!" y tarareaba un solo de guitarra a la perfección. Acá van dos paréntesis: 1 Darío fue quien, con su amor a Spinetta, me mostró el camino de luz. 2 Luis Alberto, para entonces, ya había dicho que buscaba la sanación definitiva.

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A veces, el recuerdo que nos queda de alguien es un momento o miles de momentos de los cuales vamos eligiendo el que mejor nos cabe cada vez. Hoy, para mí, Spinetta es esa primera noche en El Bolsón, la hojarasca crepitaba, nosotros reptábamos por entre las piedras del cauce del Río Azul y de fondo, en los parlantes del bosque humano, la voz de Luis serenando el alma de todas las cosas-.

León Pereyra nace en 1985 en la Ciudad de Buenos Aires. Ha publicado varios poemarios por el sello Subpoesía, del cual es co-fundador y editor. Algunos de estos poemarios fueron adaptados para las tablas por el colectivo Auxocromo de San Juan. Actualmente reside en el primer cordón del conurbano bonaerense.

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Zapatos viejos _ Nicolás Jozami

Pedro bajó ruidosamente las escaleras con la sensación de un hallazgo. “Todo análisis es un demorado eufemismo”, se dijo mientras repasaba mentalmente fragmentos de la clase. En el trayecto, decidió entrar a la panadería en la que hacían las mejores facturas con membrillo. Vio que únicamente quedaban tres, y tres personas adelante suyo. Pero como siempre sucedía, el empleado del fondo trajo otra bandeja llena al desaparecer las que estaban en el mostrador. “Una cosa jamás quiere decir otra”, rumió Pedro para sí mismo. Menos mal que estaba detrás el señor Elmer, quien, con un gruñido extraño, hizo que dos empleados llevaran la bandeja y la trajeran rápidamente pero con las facturas que tenían membrillo de un lado y crema pastelera del otro. Su reacción fue saludar al señor Elmer, el viejo profesor del curso que hacía poco tiempo le habían asignado. Enseguida creyó discreto dejarle el lugar para que comprara. “Lo de siempre”, pidió el señor Elmer, e hizo que los empleados cortaran las facturas por la mitad, con una prudencia dominical, entregándole todas las mitades que tenían membrillo. “Será lo mismo comer con crema pastelera” se dijo Pedro a su turno, pero descartó la idea porque el señor Elmer ya tenía la puerta abierta para que salieran juntos. El membrillo estaba caliente; sería por eso que a Pedro se le caía cada vez que el señor Elmer le ofrecía una mitad asomada en la bolsa de papel. Le dijo que venía del Instituto; había estado allá temprano

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para firmar obligaciones atrasadas, incumplimientos sobre el uso del calzado. ¿Sería por ello que Pedro sentía haber descubierto algo novedoso pero no del todo formulado al salir de su casa? El señor Elmer le miró los pies. “Ahhh, esas son las cosas por las que siempre hay que auxiliarte”, le dijo, y lo invitó a sentarse en el banco de plaza, adonde el reflejo solar era de un morado lavado. “Un descuido y todo se echa a perder”, enfatizó el señor Elmer, palmeándole la espalda mientras Pedro se descalzaba. No pudo ver en qué momento el viejo profesor hizo lo mismo, porque ya estaba descalzo antes de entrar a la panadería. El señor Elmer se puso los zapatos de Pedro, golpeando los talones de goma en el suelo. Lo increíble no era que dentro de la bolsa de facturas hubiera escondido un par de zapatos, sino que ahora tendría problemas el empleado de la panadería, ya que era quien se los había sacado para dárselos al señor Elmer cuando lo atendieron. Pedro se paró, y el señor Elmer le pidió que volviera a hacer aquello, antes de que se fuera. Aquello era algo que Pedro había hecho siempre en el profesorado, cuando estudiaba: ubicado en medio de un amplio círculo de espectadores, se movía lentamente hacia adelante y hacia atrás, se hamacaba usando los zapatos -hasta gastarlos- como la distracción y el hazmerreír más increíble que hubiera podido conseguir. El señor Elmer se retiró, con esa cola de caballo en la zona de la nuca. Apenas llegó al umbral del curso, en horario, Pedro miró a sus alumnos para saludarlos, pero la mayoría le devolvió una respuesta desencajada. Se dirigió al pizarrón, borró los trazos de la clase anterior y anotó la frase: “Todo análisis es un demorado eufemismo”. Los alumnos empezaron a reírse, acompañándose con violines, pianos y trompetas. Ante la algarabía, el preceptor entró en la clase sin pedir que se hiciera silencio, y colocó la cabeza junto a Pedro, para decirle que debía firmar los papeles que descansaban en la sección de la

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entrada al Instituto, y que había dejado cuidadosamente el señor Elmer. Ahora podía entender. De allí que había cruzado al viejo profesor, que había estado desde las 4 de la madrugada en el Instituto firmando los papeles. Hasta había tenido tiempo de desayunar con él en la plaza. No, no eran maneras de comportarse. Los ordenanzas del Instituto abrieron las puertas para que ingresara a la habitación que le tenían preparada. En su clase, donde había dejado una orquesta desajustada, reinaba ahora un silencio somnoliento. “Sí, están medio dormidos”, le dijo por la espalda el preceptor; Pedro pidió entonces que se fijara, sin que ellos lo notaran, si escribían la frase que él había colocado en el pizarrón. Las carpetas tenían solamente aquellas autorizaciones que Pedro debía rubricar. “Debe sentarse en el sillón, el mejor que tenemos, y que no usó anoche el señor Elmer, porque quiso dejárselo a usted”, agregó el preceptor. Desde la habitación, Pedro escuchaba las relaciones que establecían sus alumnos, a partir de esa frase que él había escrito. Firmaba con una lapicera que parecía de cera, que se detenía al intentar moverla sobre las hojas. De todos modos apurarse habría sido un error, ya que una enmienda en la firma y debía buscar la misma nota numerada en la pila. Pidió una estufa y una frazada para calentarse, y cuando el preceptor le dijo que sus alumnos tenían concluida la tarea de la semana, exigió que se la dejaran al lado de las autorizaciones que quedaban. Esto fue motivo de alegría, ya que cuando terminaba de firmar una cantidad, aparecía el preceptor sumándole las actividades mensuales de sus alumnos en otra torre de papel de igual tamaño, que acomodaba en algún costado libre de la habitación. “Todo lo que pueden trabajar los alumnos a partir de una frase”, se dijo Pedro, inflando el pecho, pero tosiendo después sobre su pañuelo de algodón inglés.

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Con barba blanca, encorvado hacia la punta de sus zapatos, con las ropas oscuras de encierro, Pedro salió de la habitación con el trabajo cumplido. Lo esperaban los alumnos nuevos, que habían oído hablar de él, de su trabajo, junto a autoridades, ordenanzas, hasta algunos curiosos. Dio unos pasos y se tambaleó; luego levantó la vista, se tomó del bastón y se rió, como indicándoles a los espectadores que podía caminar solo. Paseó por toda la galería, tratando de recordar el tamaño de las aulas, y antes de salir a la calle intentó hamacarse sobre sus zapatos, pero la edad se lo impidió. Al salir, recordó algo que en ese paseo por el Instituto no había podido apreciar: cada uno de los alumnos, de los profesores, sobre todo los de botánica y apicultura, habían emitido un brillo permanente desde sus pies al moverse. Tenían zapatos relucientes. Caminó tranquilo, hasta llegar a su casa. Como sucede con aquellos lugares que, cuando los vemos, permiten recordar algo que nada tiene que ver con ellos, Pedro vislumbró la frase que había pensado al bajar las escaleras, y con la que creía iba a poder ampliar ese día el tema destinado a sus alumnos del Instituto. Subió con esfuerzo. Entró a su departamento y vio, como luces apagadas, la hilera de zapatos ruinosos, colgados de un cordel, que atravesaba todo el comedor, y que él había dejado ahí ya no sabía exactamente cuánto tiempo atrás.

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Nicolás Jozami nació en Santa Rosa, La Pampa, en 1979. Es Licenciado en Comunicación Social y en Letras Modernas. Trabaja dando clases como profesor de Lengua y Literatura en el nivel medio, terciario y universitario. También forma parte de un equipo de Investigación de la UNC. Publicó el libro de cuentos La Quimera, en 2009, por editorial Ciprés. En 2011 salieron poemas suyos en la Antología Dieciocho, de editorial Tinta de Negros, y participó además en el libro-objeto Memorias a escenas: poéticas personales sobre el 24 de marzo. En 2012 formó parte del libro Tinta de poetas 2.0, ediciones El Mensú. También escribió poemas para el libro Habitar el grito: poesía y memoria en La Perla, publicado en marzo de 2013. Asimismo ha publicado cuentos, poemas y textos ensayísticos en las revistas “Rumbos”, “Árbol de Jítara”, “Odradek”, “Zaguán”, en los diarios El Puntal (Villa María), Hoy Día Córdoba, La Voz del Interior, y en diversos blogs. Entre otras distinciones, ha obtenido una mención especial en el XXXIII Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Letras para el mundo 2013”, organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano (Junín), y dos menciones en el “Concurso de cuentos Julio Cortázar”, organizado por la Universidad Nacional de Villa María, en 2003.

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Fan _ Nadia Sol Caramella

quiero arrancarle unas palabras a esto que siento guardarte en un cuadrito y ocultarte aniquilar mi costado fan de vos buscar en los vidrios rotos de la estación una cara distinta menos cruel y transparente mi sangre es la sombra proyectada en una calle arbolada y tu voz es un oso polar buscando su presa en la oscuridad palpando en silencio el próximo abismo: un ciervo tembloroso muerto de miedo, muerto de frio a quien empujar al mundo y aventar (a tu manera) a la tormenta del mundo “arrojate a la vida” tu voz me empuja y me desarma las sombras de los arboles y mi sangre en las calles de Ramos el oeste se te parece en la distancia me decís:

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“hacemos el amor con la intensidad para hacer un hijo” Y no importa que seamos mujeres nos clavamos como imanes a una heladera vacía que no pudimos llenar siquiera de buenas intenciones mi amor tus hijos ya no serán míos.

Nadia Sol Caramella (Buenos Aires, 1986). Poeta, editora y gestora cultural. Publicó Temporada de ciervos en el bosque (La Fuerza Suave, Nulú Bonsái. Buenos Aires. 2015), 15 minutos con vos (Antología de poetas contemporáneos, Alma de Goma Ediciones. Jujuy. 2015), Himnos Nacionales (Antología poética, Añosluz Editora. Buenos Aires. 2014). Variaciones del silencio, obra crítica basada en el film Pendejos, de Raúl Perrone (Booklet del Film Pendejos de Raúl Perrone, Difusión Alterna Ediciones. Buenos Aires. 2013). Como poeta participó del Tea Party, Festival de poesía latinoamericana (Arica - Tacna, 2015), “Mundial de Poesía” Encuentro Federal de la Palabra (Buenos Aires, 2015), Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (Buenos Aires, 2014). Es co-editora de Difusión Alterna ediciones. Dirige, desde 2009, Escrituras Indie, medio de difusión de arte y literatura independiente, hoy en día uno de los medios colectivos referentes de la difusión alternativa de arte y literatura emergente. Como gestora cultural produjo “Poesía entre la hierba”, ciclo audiovisual de nueva poesía argentina (Buenos Aires, 2014), “Nunca volverás a estar sola”, compilado de poemas optimistas en audios de Whatsapp (Buenos Aires, 2015), actualmente produce, junto a colectivo español Gilles de Rai, “Hábitat”, ciclo audiovisual de nueva literatura (Edición Barcelona), durante el 2016 realizará la producción de Hábitat, edición argentina.

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Los sapitos esos _ Cecilia Yalangozian

Cuando Matías cumplió 13 años, a Martín le salió jugo de naranja por la nariz. Cuando llegué a su casa, éramos pocos todavía. Estábamos sentados alrededor de una mesa en el patio, debajo de una mediasombra. Matías abrió mi regalo, me agradeció y lo dejó sobre la mesa, junto con algunos sanguichitos, la jarra de jugo y los vasitos de colores. El regalo era una billetera de Batman que había comprado mi mamá, amarilla, con el Batman de Adam West levantando un brazo en señal de “¡Hasta la victoria siempre!”. Adentro había una carta de dos o tres líneas que decía algo así como “Feliz cumple Mati, espero que juntes mucha plata para comprarme cosas a mi". Aparentemente, esta carta ofrecía demasiado material de chiste para Martín, que tuvo una sobredosis de potenciales cargadas y formas de hacerme pasar vergüenza. Enseguida se empezó a reír y bueno, el jugo de naranja le salió por la nariz. Como uno de esos caños con los que mi papá desagotaba la pileta. Ese día me la aguanté piola un rato. Comimos manzanas acarameladas con pochoclo que la mamá de los chicos hacía en producción continua y después jugamos al fútbol. Martín no jugó porque todavía le ardía la nariz y a veces lloraba. Yo me pelé las rodillas jugando de volante por izquierda como estaba acostumbrada mientras el perro del Matías ladraba, giraba en el aire y saltaba desde su lugar en el mundo: atado en el árbol del fondo de la cancha. Nunca pensé que

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ese perrito bochinchero se iba a soltar e iba a intentar morderme. Volví a casa corriendo y gritando. Gracias por invitarme, Mati, eh. La pasé re bien. Matías cumplía años en el verano. A veces íbamos los tres al lago y volvíamos con los bolsillos llenos de sapitos chiquititos. Los sapitos salían a eso de las 7 de la tarde en oleadas rumbo al agua. Eran del tamaño de un maní. Nunca veías uno solo, salían en grandes grupos y saltaban minúsculos todos hacia el mismo objetivo. Parecían un videojuego analógico. Matías, Martín y yo en una punta, de espaldas al lago. Tres líneas de sapitos que avanzaban cada tres segundos hacia alguno de nosotros. 5 puntos por cada sapito agarrado. Martín siempre hacía trampa. Con Matías los agarrábamos sin asco y los guardábamos para nuestro laboratorio. Después volvíamos los tres con olor a podrido y a veces se largaba a llover en el camino. Siempre me imaginé que las estaciones terminan con un aplauso. Como si fueran obras de teatro en versión long play. El final del verano se ve venir siempre, como la última escena después de que se resuelven los conflictos de la historia. Pronto estábamos los tres con el pelo limpio, haciendo fila frente a los directivos del colegio, con canciones patrias y mochilas. Matías y yo íbamos al mismo curso. Martín era más chico, formaba más cerca de la pared que nosotros. Mejor tenerlo lejos a Martín. Era peligroso. Una tarde en el colegio, encontramos una mochila arriba de un banco del patio. Ya quedaba poca gente dando vueltas y la mochila estaba abandonada ahí. Matías, Martín y otros estaban jugando al fútbol y yo hacía la tarea de inglés en la explanada. Todos los lunes y miércoles, los esperaba hasta que terminaran su clase de gimnasia para que nos volviéramos juntos a nuestras casas. El colegio quedaba bastante lejos del barrio y la vuelta era mejor hacerla acompañada. Caminábamos en fila, cada uno concentrado en algo distinto. Martín

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hablaba todo el camino, con una mano en el bolsillo que sacaba convenientemente para darle énfasis a alguna frase. Yo no sé bien de qué hablaba pero era un sonido constante. Matías iba cantando canciones inventadas en el momento sobre lo que iba viendo en la calle. Su hit “El pájaro se cagó en el cable” era bastante popular en nuestro círculo interno. Matías ya estaba trabajando en el nuevo corte de su disco imaginario. La cuestión es que esa tarde, a medida que el colegio se iba quedando solo, nos parecía más extraña la presencia de una mochila sin dueño. Eventualmente, Martín decidió que había que hacer algo y se subió al banco. Del patadón que le pegó, la mochila voló y fue a parar cerca de uno de los postes de luz de la cancha de voley. Matías se acercó al lugar donde había caído y la examinó como un forense. Sé que Martín tenía toda la intención de seguir pateándola, porque se bajó del banco con un salto, agarró una rama que había tirada por ahí y la empezó a golpear contra superficie que encontrara. Los cordones los tenía desatados y llenos de tierra. Ahora que lo pienso, nunca vi a Martín sin medias. Yo también caminé hasta Matías, movida por la curiosidad. Pero fue Facundo, un chico más grande que nosotros, el que levantó la mochila del suelo y preguntó “¿Qué hacen?”. “Nada, no sabemos de quién es”. “Es mía”, dijo Facundo y, acto seguido, la abrió y sacó de adentro una cámara de fotos analógica. Se nos heló un poquito la sangre. ¿Acabábamos de patear una cámara de fotos? ¿La habíamos roto? “Che, perdoname”, dijo Martín, que, a pesar de ser un sinvergüenza, sabía cuándo se había mandado un moco. “No sabía que era tuya”. “No es mía, boludo, te estoy cargando. ¿De dónde salió?”. Ninguno de los cuatro reconocía esa mochila ni la cámara. Martín quiso quedarse tranquilo de que funcionaba todavía y la probó sacándose una autofoto. Parecía que estaba todo en orden. Cuando nos fuimos esa noche del colegio, la cámara quedó en preceptoría con siete fotos que demostraban quiénes la habíamos encontrado: la autofoto de

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Martín; una foto de Martín y Matías sonriendo; Facundo, Matías y Martín haciendo trencito; yo mostrando mi carpeta de inglés forrada con el logo de los Foo Fighters; Martín acostado en el suelo y Facundo haciéndose el que lo pateaba, el busto de Belgrano con dos pelotas de fútbol en el pecho y Martín abrazando al portero Benito. Aplausos. Los lunes a la nochecita no hay nadie en la costanera. Me gusta ir a la costanera los lunes a la nochecita. Me siento en las hamacas y tomo frío. A veces me sube fiebre y me tengo que volver temprano a mi casa. Otras veces oscurece demasiado rápido y puedo ver cómo se encienden las luces de las casas que están del otro lado del lago. Y otras veces, cuando tengo mucha suerte, los veo salir debajo de las piedras, en tres filitas, igual de minúsculos como siempre. Cuando eso pasa, me bajo de la hamaca, me acerco a la orilla con cuidado, le doy la espalda al agua, hago el gesto de Adam West y les doy masa a los sapitos esos. ¡Hasta la victoria siempre!

Me llamo Cecilia Yalangozian y soy de Villa Carlos Paz, Córdoba. Soy traductora de inglés y trabajé muchos años dando clases en segundo grado. Hice talleres de escritura con Pablo Natale y Luciano Lamberti. Me declaro fan de ambos, y confieso que siempre los quise impresionar. También en mi lista de personas a las que me gustaría impresionar: Dave Grohl, Choi Siwon, Patricio Camps y Chris O'Dowd. Mi sueño es escribir una novela de ciencia ficción que tiene trama, pero no más de dos páginas, por ahora.

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Sin título _ Romina Freschi

Entre todas las vidas que pude haber tenido ésta es la que tengo desordenada, apurada, ambiciosa tosca y que no alcanza, mayormente Me pregunto si en esas otras vidas que no vivo yo pudiera ser serena, ordenada, ecuánime pero el solo hecho de verlas así de proyectarlas resulta un desparpajo nuevo collage, vitraux sin remedio repartido, tenso en la ilusión del descuartizamiento y la evaporación Por ejemplo, el estudio, no he parado de leer sin ton ni son consumida y encandilada

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por lo que aún no comprendo Por ejemplo, el hogar cavo y cavo en mi propio pozo sin refaccionar nunca el desorden el tropiezo con los otros el avance masivo de lo que fue uterino Me propongo seleccionar lo esencial ser minimal, sugerente mas todo se contamina y ramifica arrastrándome una corriente de novedad fulgurante nuevos brotes de combinaciones La pureza me sabe a nada, sería fácil decirlo pero no creo haberla experimentado Yo sólo veo el amasijo de conexiones que sostiene cada cosa junto a la otra

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en el cosmos entero La mentira del universo hace reir al pulpo de lo diverso mientras la asfixia paraliza sus tentáculos que a tientas, abrazan, rozan todo lo que pueden Ah mi salvaje corazón sigue latiendo en esta vida la confusión es una predilección más Intento anonadada sacar la cabeza, apoyar un pie, ventilar la vulva como si las fases del mundo tuvieran un estado de quietud y expansión liberar de la utilidad poner en remojo las ampollas de la interpretación cerrar la tradición de los sentidos a la apariencia eréctil de los conductos repetidos

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Ameba sin tratamiento pulgada que lame el mundo.

Inédito, adelanto de En el Soslayo (en proceso). Romina Freschi vive en Buenos Aires. Comenzó a publicar poesía en los años noventa. Es docente de escritura y literatura en ámbitos universitarios y de creación. Algunas de sus publicaciones son: Redondel (Ed. Siesta 1998), Estremezcales (Ed. Tsé Tsé 2000), El-pE-Yo (Ed. Paradiso 2003), Marea de Aceite de Ballenas (Ed. Ruinas Circulares 2012), Juntas (Ed. Alto Pogo 2014) y Libro Có(s)mico (Editores Club Hem, 2015). Fundó y dirigió la revista de poesía y crítica “Plebella” y en 2013 compiló ensayos, poemas e ilustraciones de la revista para la antología publicada por editorial Eudeba. Participó con ensayos de las ediciones críticas de las obras de Néstor Perlongher y Juana Inés de la Cruz (Ediciones La Flauta Mágica). En 2016 se publicará Eco del Parque (Juana Ramírez editora).

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Infinito punto rojo _ Damián Pulizzi

“En el infinito la realidad no tiene término, no tiene límites.” Roberto Juarroz

Yo no tengo miedo a la noche. Ni a la oscuridad. Y menos que menos a quedarme solo. No tengo miedo de quedarme sólo. Cuando estoy sólo pienso que alguien va a venir y viene, y siempre funciona. Recién estaba en la pieza y pensaba: ya van a venir, ya van a venir, y al ratito llegaron del hospital. A veces tarda, sí, pero siempre funciona. Me parece que tengo como un poder. Después mi hermana vino y me dijo que me quedara acá, que no haga nada porque ellos tenían que hablar cosas de grandes. Y qué me importa, si me gusta quedarme en esta pieza y acostarme del lado donde falta mamá. Ella me dijo que iba a estar bien. Que iba a volver a casa. Pero ahora no tengo ganas de jugar y esta ventana me gusta porque da a la calle, aunque no pase nadie, ni un perro, ni un auto. No sé para qué hacen una calle en la que no pasa nadie. Y todo el tiempo se la pasan hablando de lo mismo. A mí qué me importa, mamá me dijo que iba a estar bien. Mi hermana reza y me hace rezar, es horrible rezar, odio rezar, es lo más feo del mundo rezar. Papá no reza porque no sabe. Mamá dice que él no es de las palabras. Y veo algo ahí afuera, en la calle, pero no es un animal.

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Bah, no es uno de los conocidos. No es nada conocido, es algo de otro mundo. Me acerco a la ventana y la puerta de la pieza se abre. Papá se queda parado y me mira. Me pregunta qué hago. Yo levanto los hombros, no sé. Papá está triste. Todos están tristes. Yo no. Papá va al ropero y saca una caja. Está pálido. Y a mí qué me importa, que se vaya, que me deje mirar tranquilo. Pero no, él se acerca y me da un beso en la cabeza. ¿Y para qué se hace el que no llora y después se va? Que se vaya, con esa caja, con todas las cajas que quiera. Si cuando viene del hospital me trae una golosina y me manda un beso de mamá. ¿Y ahora qué? ¿Para qué vino? Se hubieran quedado allá, si a mí ni miedo me da quedarme sólo. Y no sé lo que es eso que está ahí afuera. No es un cartón, ni una paloma muerta, porque se mueve y tiene como unos ojos. Mamá se quejaba porque le dolía mucho. Por eso la llevaron al hospital. Y le tiran rayos, para que se cure. A veces escucho cuando hablan. No como ahora que están callados y no sé para qué me tienen acá. Son muy poderosos esos rayos para mí y por eso le van a hacer bien. Muy bien le van a hacer. Porque son poderosos y fuertes y curan todo. Porque son rayos ultrapoderosos del infinito punto rojo y yo no la extraño mucho. Un poquito nomás, además cuando se cure va a venir, alguien me dijo, o lo escuché. Ya me marearon con tanto lío. Y hablan tan bajito que ni se entiende. Y qué me importa si ahora ni hablan. Si están callados. Mi hermana, papá, los tíos, todos. Qué me importa que no hablan. Si son unos aburridos. Por eso, no sé para qué me tienen acá. Como si yo no supiera. ¡Guau! Se mueve otra vez, es algo mágico. Es lo mejor del mundo eso que está ahí afuera. Quiero ir, quiero saber qué es. Pero están las rejas. Un amigo de la escuela dijo que si pasa la cabeza pasa el cuerpo. Corro el vidrio y apoyo la cabeza entre las rejas. ¿Para qué se quedan ahí como unos tontos? Tontos, tontos. Tontos que lloran. Si son muy poderosos los rayos. Son los más poderosos y fuertes del mundo los rayos y curan a las mamás. No hay que llorar.

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Ya pasé la cara, hasta las orejas y es re fácil. No, no estoy nervioso. Empujo. Empujo fuerte. Más fuerte, y ahí me quedo y es como un zumbido. Porque me aprieta justo en las orejas y me duele. Empujo para atrás, me duele el cuello, no puedo salir. No hay que llorar, no hay que llorar... ¿y qué me importa si lloro una vez porque me duele? Mi hermana me agarra de la cabeza, del pecho y me saca. ¡Qué hacés!! ¡Qué hacés!!, grita, dejá de hacer pavadas!! ¡No es momento para hacer pavadas!! Después me abraza, perdoname, dice, perdoname, y se pone a llorar.

Damián Pulizzi nació en Rosario en Octubre de 1982. Actualmente trabaja en la producción de su primer libro de cuentos. En 2015, con “Infinito punto rojo” recibió el primer premio del 15° Concurso Nacional de Cuento Corto organizado por la Biblioteca Popular Babel.

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Número VIII, febrero de 2016 Sitio web / vagondeostras.com.ar Contacto / vagondeostras@gmail.com Facebook / facebook.com/lavagondeostras Todos los textos e imágenes aquí reunidos fueron expresamente cedidos por sus autores para esta publicación. No hecho ningún depósito ni registro que exija la ley. Esta revista está bajo una Licencia Creative Commons Atribución, No Comercial, Sin Derivar 4.0 Internacional. Prohibida su venta.


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