ILAMATL
ILAMATL Autor: Ver贸nica Miranda Octubre 2015.
Debajo de un hongo, vivía Ilamatl. Tenía la sabiduría de los miles de años en la Tierra. Había caminado cientos y cientos de kilómetros hasta su nuevo hogar: México Tenochtitlán. Primero se apostó en una chinampa muy cerca de Tlatelolco, pero las serpientes eran su principal enemigo. Buscó entonces un lugar más tranquilo y supuso que Xochimilco sería ese lugar. Las flores, los juncos, los axolotls, le provocaron una alergia terrible. Por ese entonces Ilamatl no se llamaba así, aún era joven, una linda ichpochtli, con su piel dorada por el sol y sus trenzas amarradas en tres tantos sobre la cabeza, haciendo una hermosa corona de cabellos negros, que adornaba siempre con cempasuchil, fuera o no temporada. En busca de un nuevo lugar, llegó al Xitle, volcán que hacía mil años había hecho erupción dejando asentamientos cercanos llenos de piedras y zonas áridas. Fue así que Ilamatl se quedó en el ombligo del ombligo del volcán. Allí hizo su casa, debajo de una piedra semi porosa, por donde podía filtrar el agua de kiauitl, dadora de la vida. Poco después, encontró que bajo los hongos tenía techo y comida, así que hizo su casa debajo de una gran amanita. Ilamatl se fue haciendo cada día más vieja. Alejada de los humanos había sobrevivido muchas desgracias, sola era feliz. Pero un día vio pasar a un grupo de personas que se lamentaban a viva voz, lloraban y sufrían la muerte de un ser querido. Los siguió, hasta el mictlampan. No pudo más que lamentar el sufrimiento de esos pobres. Con un bastón hecho de caña, se acercó hasta ellos. Les dio los buenos días amablemente, y el sentido pésame de rigor. Los humanos la trataron de forma cordial y le invitaron del itacate. Mientras comía y bebía se sintió capaz de extrañar el calor de los humanos. Suspiró muy hondo, antes de dejar salir un pensamiento. Hacía cientos de años que no charlaba con los humanos, que no podía sentirse alegre de hacerlo. En su condición de anacoreta, Ilamatl había desarrollado ciertos poderes, pensó dos veces antes de decirlo. Hurgó en su corazón, escarbó en sus sentimientos, y por fin lo pudo concretar en un hermoso regalo. Pasó su mano por la frente del doliente. Y le dijo: no te preocupes, te prometo que cada año podrás recibir a tus muertos en casa. Sé feliz, por ellos que ya están con Mictlantecutli. Era un don para esa familia, cada año podía recibir a sus muertos, Ilamatl vio que podía hacer feliz a muchos más.
Fue y extendió el Don a todo México Tenochtitlan. Ilamatl enseñó a aquellos antiguos el arte de la ofrenda. Habría que traer los objetos preciados del difunto, que como imanes servirían para hacerle llegar a lo que en vida fue su hogar. La fecha la regía Meztli, porque en ella se guardaban los secretos del corazón, y en el corazón es donde se lleva el alma de los recordados, de los muertos que amamos. Esto fue en un principio, cuando Ollin danzaba entre los sembradíos de cempasuchitls. Ollin era un padre severo, pero era el que llevaba las semillas de un lado a otro, dador de la vida y amigo de Meztli, de Atl, y Ehecatl. Se reunieron los dioses en la noche infinita, departieron entre ellos y les pareció una gran idea permitir a los muertos el retorno en una fecha especial. Se hicieron cómplices de Ilamatl, la abuela eterna de los humanos, y con ella ordenaron el cosmos para que a través de las salas del Mictlan, los muertos regresaran con sus seres queridos. Ilamatl, sigue bajo ese hongo, en el ombligo del ombligo del Xitle, al sur de lo que ahora es la Ciudad de México, pero en un tiempo fue la gran Tenochtitlán. De vez en cuando, cuando llega el día de muertos, asoma sus ojos de abuela gigante bajo la nube de contaminantes, llama a Ollin y Ehecatl para que despejen el paisaje, se sienta en las colinas de la sierra azteca y comienza a cantar esa historia. Y sigue cantando su canción, y viento, sube hasta el Sol, y Sol le da color a las flores de los muertos, por eso las flores llevan el dorado del Sol. Y sigue cantando su canción, allá donde Meztli lleva en el corazón el nombre de los recordados, donde Ehecatl trae los susurros de quienes lloraron la pérdida de sus amados. Ilamatl es mi abuela, y mi abuela tiene largas trenzas, una sonrisa eterna y sus historias me despiertan mientras ella duerme en la mecedora.
FIN