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Paz y armonia en la vida cotidiana “...Alma sosegada retorna a tu Señor...
Ego: el «yo»—hacedor «Deja al filósofo y al doctor predicar lo que deseen no son sino un eslabón de una cadena eterna que nadie puede evitar, romper o superar. A esa bóveda inmensa que llamamos cielo, bajo la cual a rastras y aprisionados vivimos y morimos, no intentes levantar tus manos implorantes, pues ella gira tan impotente como tú y yo.» En Rubayat, de Omar Jayyam.
En la vida cotidiana, es la mente —el «yo»— la que realiza los esfuerzos necesarios para conseguir aquello que desea alcanzar. Este «yo» que hace el esfuerzo —la identificación con un organismo cuerpo-mente particular y un nombre dotado de la sensación de volición, es decir, de la sensación de ser el hacedor— es en realidad un simple cúmulo de memorias y experiencias, y lo que busca está basado únicamente en esta acumulación. En un cierto momento de la vida, y sea cual sea la causa, este «yo» busca escapar de sus propias actividades y trata de alcanzar paz y armonía en la vida. Por consiguiente, es este «yo», en su búsqueda de paz y armonía, el que hace un esfuerzo que puede tomar la forma de algún tipo de disciplina: yoga, meditación, etc. Independientemente del tipo de esfuerzo del que se trate, la broma trágica es que este «yo» —esta mente en búsqueda de paz y armonía— olvida que lo que busca es ¡liberarse de sí mismo! Sólo cuando este «yo» se dé cuenta de este hecho de una manera profunda, la mente dejará de realizar esfuerzo alguno; solamente entonces la mente será inducida —no forzada por alguna disciplina— a estar en calma, completamente quieta, sin buscar nada. Sólo entonces surgirá la posibilidad de estar receptivo a lo desconocido, que es la verdadera experiencia de paz y armonía. El método en sí mismo se convierte en distracción, pues un método —el «cómo»— implica duración, y duración significa ausencia de tranquilidad en el presente; significa que no se ha visto la necesidad inmediata de dicho «momento» de tranquilidad.
Cuando la mente está completamente en calma, surge esa tranquilidad que no puede ser perseguida ni alcanzada mediante un método o una disciplina. La comprensión de este hecho es el único «método». Y sólo puede suceder en el presente, no en la duración temporal. Por ello, la mente —el «yo»— no puede alcanzarla y sólo puede surgir cuando el «yo»-mente, el «yo»-hacedor, comprende la realidad básica de que él mismo es el «culpable». El estado de mente en calma sólo puede suceder cuando se comprende de forma muy clara que no hay división entre el pensador y el hecho de pensar, entre el acto y el hacedor. Una vez establecido el fundamento básico de que todo acto es en realidad sólo un suceso, la desaparición del «yo»-hacedor significa la desaparición total de la estructura psicológica de la volición: ser libres del miedo, el esfuerzo, la avaricia, la envidia y la pena. Esto es la verdadera salvación o Realización del Ser. La estructura básica del ego es la identificación con un organismo cuerpo-mente como entidad individual separada de todas las otras entidades del universo fenoménico. Sin embargo, la esencia del ego, aquello que le confiere su característica fundamental, es la sensación de autoría personal de las acciones. El ego no comprende esta importante distinción y se muestra confundido y temeroso cuando, como buscador espiritual, se le dice que no puede haber Realización del Ser a menos que el ego sea destruido. Naturalmente, el ego se pregunta qué tipo de Realización del Ser puede ser aceptable cuando él mismo no estaría presente para disfrutar de ella. Por consiguiente, el ego-buscador necesita ser convencido de que lo que debe ser aniquilado no es la estructura básica del ego —la identificación con una entidad separada— sino la sensación de autoría personal de las acciones. El ego-buscador tiene que autoconvencerse, mediante una investigación basada en su propia experiencia personal, de que no sólo no morirá cuando el sentido de ser el hacedor sea eliminado, sino que continuará viviendo con una enorme sensación de paz y libertad. Por tanto, el aspecto maligno del ego no radica en la identificación con un organismo cuerpomente y con su nombre correspondiente como una entidad separada, sino en la sensación de ser el hacedor presente en dicha entidad. Esta distinción —tan necesaria en la comprensión del concepto de ego— fue puesta de manifiesto por todos los grandes sabios al afirmar con claridad que el sabio también tiene un ego pero que el ego del sabio es inofensivo: «Como los restos de una cuerda quemada». Es necesario recordar aquí que un concepto debe ser utilizado como se utiliza una espina para extraer otra espina clavada en el pie. Una vez conseguido, ambas espinas deben desecharse. El concepto no debe ser perseguido hasta el final, comparando y analizando todos y cada uno de los aspectos del mismo. Cuando la sensación de autoría personal de las acciones es aniquilada mediante la aceptación total de que «no puedo ser el hacedor», quizá el cambio más importante que tiene lugar es la desaparición del agobiante sentido de responsabilidad sobre las acciones de uno. De este modo, el resultado inmediato es que desaparece la sensación de querer «quitarse de encima» las tareas desagradables; desaparece la sensación de impaciencia con «algo que uno tiene que hacer» y es reemplazada por la de que «algo está sucediendo», algo siempre fresco, siempre nuevo e interesante, que puede disfrutarse como parte de la grandiosidad y diversidad de la creación de Dios. Después de la aniquilación de la sensación de ser el hacedor, el individuo se hace uno con lo que está sucediendo.
La sensación de ser el hacedor inevitablemente significa tensión: «Estoy haciendo esto; tan pronto como lo termine no debo olvidar hacer eso; cualquier interrupción podría hacer que lo olvide...». Este tipo de tensión no sólo se observa en el caso de los trabajos ejecutivos importantes, sino también en el caso de las tareas más cotidianas. Recuerdo que cuando visité a mi hija en Bangalore, me fijé en la criada y observé que mientras trabajaba hablaba entre dientes para sí misma. Cuando le comenté esta circunstancia a mi hija ella se río y exclamó: «Murmura el trabajo que tiene que hacer: ahora estoy haciendo esto, tan pronto como termine debo hacer tal y tal cosa antes de hacer el resto de las labores» (o lo que es lo mismo, no debo olvidar la cadena de acciones). No es necesario añadir que la ausencia de tensión significa una mayor eficiencia. Cuando la Comprensión Ultima sucede, la altiva resistencia y la vanidad presentes en la sensación de volición dejan paso a la más suave, dócil y maleable aceptación de que uno no es el hacedor de las acciones que suceden a través de su organismo. La angustia generada por la resistencia da paso a lágrimas de paz y júbilo como resultado de la aceptación de que uno no es el hacedor. Ésta es la verdadera humildad del sabio.
Nadie puede cultivar la libertad radical sólo con desearlo, ¡ni siquiera intentándolo desesperadamente! Uno debe enfrentarse con habilidad a distintas tendencias sutiles —las que son heredadas físicamente, las que son impuestas socialmente y las que son impresas en el flujo mental por la experiencia pasada—. Este complejo tapiz de tendencias mentales y físicas es difícil de desenredar. Escuchad una historia. Una vez un yogui del bosque, avanzado en poder de concentración pero carente de sabiduría, invitó a un poderoso rey a que se retirara con él a la selva para liberarse de los pesados deberes del reino. El soberano, un sabio en el buen juicio y en la acción, le respondió: «Estimado señor, me temo que os sentiréis defraudado. Podría despojarme fácilmente de los cortesanos de palacio y de las comodidades refinadas para vivir en vuestro retiro del bosque. Pero las tendencias sutiles que hay en mi interior para crear y gobernar un reino permanecerían activas, atrayendo a varias personas y acontecimientos para poder consumarse. Vuestro pacífico y solitario retiro se iría convirtiendo gradualmente en un concurrido áshram y, a la larga, en el floreciente centro de un nuevo imperio». Cuando un buscador espiritual sincero entra en contacto con el sabio, es frecuente que quede tan impresionado por su personalidad y su naturalidad que acuda a su encuentro con más frecuencia de la que hubiera imaginado, incluso cuando no hay ninguna circunstancia particular que debatir con él. En una de esas situaciones, incluso podría preguntarle al sabio qué es lo que le hace a éste ser lo que es, es decir, tan agradable. El sabio podría sonreír y diría, de nuevo con completa humildad, «nada, sino la Gracia de Dios», y uno sabría que lo dice realmente en serio. Si se continuara investigando sobre esta cuestión, la respuesta que con toda probabilidad se obtendría del sabio es que tiene la profunda convicción de que la voluntad de Dios está presente en todo momento y en todo lugar. En efecto, él ha aceptado con una convicción total que, independientemente de lo que uno piense que está haciendo, sea lo que fuere lo que esté en realidad sucediendo, no podría suceder si no fuese la voluntad de Dios, es decir, si no estuviera de acuerdo con la Ley Cósmica.
En ese momento, el buscador podría preguntarle al sabio si de verdad cree que ninguna acción es obra de nadie, sino tan sólo un suceso que, simplemente, tenía que ocurrir. Podría dar la impresión de que el sabio duda un poco, pero la respuesta llegaría con una gran confianza: «Sin ninguna excepción». Francamente, uno no está preparado para aceptar esta inequívoca afirmación, así que insiste: «¿No significaría eso anular la responsabilidad de nuestras acciones?». Probablemente, el sabio lo miraría de forma penetrante pero, al encontrar una sinceridad total en su indagación, se abriría por completo y le explicaría: «En realidad, no hay cuestión alguna sobre la responsabilidad. Cuando de verdad creo, sin reserva, que nada puede suceder a menos que sea la voluntad de Dios, eso no significa que, de manera fatalista, deje de hacer algo. Así, si hay algo que tengo que hacer en mi vida cotidiana, por supuesto que tomaré una decisión sobre qué hacer y cómo hacerlo. Al tomar la decisión, haré lo que esté en mi mano para que dicha decisión fructifique. Sin embargo, una vez hecho eso, sé con total certidumbre que lo que suceda a continuación no está en mis manos, sino que dependerá enteramente de la voluntad de Dios. Por tanto, esperaré tranquilo y sin tensión alguna el resultado de “mi” acción. El resultado podrá ser exitoso o no y, de nuevo, las consecuencias de dicho resultado dependerán de la voluntad de Dios. Un suceso tiene lugar por la Voluntad de Dios y sus consecuencias (buenas, malas o indiferentes) son también la voluntad de Dios y mi destino. En realidad, no existe ningún problema en lo relativo a evitar la responsabilidad». A estas alturas, el buscador está preparado para aceptar el concepto de que, en realidad, no hay ningún «hacedor» individual como tal. Pero sabe que esta buena disposición para aceptar dicho concepto no le ha traído la seguridad y la confianza del sabio; también sabe que la razón es que no se está preparado en modo alguno para someterse a un «detector de mentiras» sobre dicha convicción. Por consiguiente, la convicción no es total. De hecho, y a causa del condicionamiento de miles de años, uno ni siquiera está verdaderamente dispuesto a desear esa convicción total: «Si estoy verdaderamente convencido de que no soy el hacedor y, aún más, de que nadie es tampoco un hacedor, ¿cómo puedo vivir de ahora en adelante en una sociedad que no aceptará está actitud fatalista de que todo sucede de acuerdo con la voluntad de Dios?». El buscador le plantea esta dificultad al sabio y queda sorprendido cuando éste está de acuerdo en que es una objeción pertinente y válida. Es más, el sabio refuerza este argumento al añadir que uno tiene también una incómoda sensación de ser un hipócrita: ¿cómo se puede aceptar verdaderamente que nadie es un hacedor y, no obstante, llevar a cabo acciones y vivir como si nada hubiese cambiado? Entonces, el sabio prosigue para tratar de proporcionar la respuesta: «Te aseguro que todo lo que tienes que hacer es vivir tu vida como si fueses el hacedor. (Y, anticipando la objeción, continuará.) No, no te sentirás como un hipócrita porque es lo que has estado haciendo toda tu vida. Sabes que el sol no se mueve y que todos los planetas giran a su alrededor; sin embargo, no vacilas en utilizar las palabras “salida del sol” y “puesta de sol” como si fuera el sol el que se moviera. De forma análoga, continúa llevando a cabo tus acciones como si fueras el hacedor y también lo fueran los demás. Es decir, en una situación concreta, considera con cuidado todos los hechos y la información disponible y elige entonces entre las distintas alternativas posibles.
Una vez tomada la decisión, pon todo tu empeño en hacer que tu decisión fructifique. Como ves, hasta ahora nada ha cambiado; te has planteado un objetivo basado en lo que quieres conseguir, ha habido una “motivación” adecuada, has diseñado un plan efectivo y has puesto todo tu empeño en llevarlo a cabo. Nadie, ni siquiera tú mismo, puede acusarte de ser un hipócrita. Hasta ahora, lo que ha ocurrido es justo lo que siempre ha sucedido en tu vida. Pues bien, lo que ocurra a continuación es también lo que siempre ha sucedido, ya que, una vez se toma la decisión y se intenta poner en práctica, uno no tiene ningún control sobre lo que sucede. Sabes por experiencia que se puede dar cualquiera de las tres posibilidades siguientes: tu acción tendrá éxito, será un fracaso o no tendrá un resultado claro. Nada ha cambiado. Todo lo que puedes hacer es plantearte una meta, diseñar un plan y hacer lo que esté en tu mano para ponerlo en práctica. Lo que sucede a continuación nunca ha estado en tus manos. La vida continúa siendo lo que era». Entonces, el buscador pregunta: «¿Dónde está la diferencia con la situación que he vivido hasta este momento?». Y la respuesta no se hace esperar: «Hay un cambio muy profundo. Un cambio que no tiene que ver con lo que sucede en la vida, que continúa exactamente como siempre. Esta gran diferencia no está en lo que sucede en la vida sino en tu actitud hacia la vida, que es lo que verdaderamente determina si estás a gusto contigo mismo y a gusto con los demás, independientemente de las circunstancias que la vida pueda traer». Cuando el visitante admite estar desconcertado, el sabio continúa: «Incluso cuando en el pasado has actuado conforme a lo que creías que tenías que hacer, tu propia experiencia te muestra que, tras la acción, el hacedor no tiene ningún control sobre el resultado de la misma. Ahora, con esta nueva comprensión, no hay ningún cambio en lo que sucede en la vida pero, a partir de ahora habrá un gran cambio en lo que te suceda a ti. En efecto, anteriormente, al aceptar que cada acción era obra tuya, el éxito significaba orgullo y arrogancia, y el fracaso significaba culpa, vergüenza y resentimiento. Ahora, con la comprensión de que tus acciones no son realmente tuyas sino sólo un suceso, el éxito sólo te proporciona placer pero no trae consigo orgullo ni arrogancia. Del mismo modo, el fracaso puede implicar un sentimiento de pesar pero no frustración, culpa o vergüenza; no fue tu acción sino un suceso sobre el cual no tuviste ningún control. Ésta es la verdadera diferencia: en vez de pelear con el flujo de la vida, ahora te mueves con el flujo sin ningún estrés». Desde el momento en que el sabio le ha aceptado como un buscador sincero y no como un simple interrogador curioso o impertinente, el extraño ha desaparecido y se ha instalado una relación personal. Por un lado, el sabio siente cada vez más afecto por uno. Por otro lado, el afecto por el sabio se ha transformado, gradual pero perceptiblemente, en un respetuoso amor por el Maestro, en un enorme sentimiento de gratitud por lo que a uno le está sucediendo, que es mucho más de lo que podía esperar.
De esta forma, y en esta aparentemente nueva relación, el buscador formula su pregunta con gran amor, respeto y devoción: «Tengo una pregunta más. Ahora dispongo de una simple aceptación intelectual del concepto de que ningún ser humano es verdaderamente un hacedor y, aun así, esta aceptación intelectual ha tenido como consecuencia un extraordinario sentimiento de libertad. Sólo puedo imaginarme cuál sería el efecto final si fuera capaz de aceptar totalmente este concepto, no como un simple concepto sin más, sino como una verdad absoluta. Sé que eso sólo puede suceder si ésa es la voluntad de Dios y mi destino. Pero, puesto que la sensacion de ser el hacedor sigue estando ahí ¿no hay algo que pueda hacer para acelerar ese proceso?” El sabio mira a su nuevo discipulo con afecto y compasion y responde:.....
Ramesh S. Balsekar