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La letra con sangre entra La piel humana es un lienzo tridimensional de, aproximadamente, unos dos metros cuadrados de extensión. Sobre esta viva superficie tatuadores de todas las épocas y culturas han explorado las posibilidades de plasmar imágenes vinculadas a un amplio concepto de “identidad”. El orgullo o el compromiso por la pertenencia a una tribu, religión o grupo humano se ha visualizado, desde tiempos inmemoriales, mediante el tatuaje. En los últimos tiempos, esta disciplina se ha popularizado hasta extremos impensables hace apenas un par de décadas. Inevitablemente, esta popularización ha conllevado grandes dosis de frivolidad y vulgarización, pero también una revitalización de la disciplina y, sobre todo, una ampliación de su lenguaje sin precedentes. Dentro de este fenómeno se enmarca el diálogo que tipografía y tatuaje han establecido. Texto: Carlos Díaz
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Las imágenes que ilustran este artículo han sido extraídas de los siguientes libros: Body Type. Intimate Messages Etched in Flesh. Ina Saltz. Abrams Image. Body Type 2. More Typographic Tattoos. Ina Saltz. Abram Image. The Word Made Flesh. Literary Tattoos. Eva Talmadge & Justin Taylor. Harper Perennial.
A pesar del gusto contemporáneo por lo vintage y de que las madres siguen mereciendo el más alto reconocimiento, parece que el clásico “Amor de madre”, tatuado con todo lujo de detalles ornamentales, flechas ensangrentadas y encendidos colores, ha quedado relegado al museo o a los tríceps de cuatro sentimentales. Junto al arrinconamiento de viejas fórmulas, se han conquistado nuevos espacios corporales, más allá de los puntos estratégicos del torso o los brazos. En la actualidad se tatúa todo lo que es factible marcar con esta técnica. El tatuaje ha dejado de ser patrimonio de presidiarios y gente de mal vivir, para convertirse en un complemento fashion de actores y actrices, futbolistas, cantantes o estudiantes de económicas. Forma parte de una tendencia generalizada de culto al cuerpo y es una buena alternativa para customizarse el físico sin pasar por gimnasios ni cirujanos. Es, además, la forma más radical de afirmar una identidad, ya que, dada la dificultad –y a veces la imposibilidad– de eliminarlos satisfactoriamente, los tatuajes suponen una elección de por vida. Johnny Deepp se tatuó aquello de “Winona Forever” y quizá se haya convertido en el ejemplo más famoso de que el tatuaje suele ser mucho más longevo que el amor que lo inspira. El actor tuvo que borrar las dos últimas letras del nombre y dejarlo como “Wino Forever” (borracho para siempre). Lejos de ser la huella perenne de un error, podríamos entenderlo como pura biografía sublimada: amor y desamor escritos con sangre. ¡Qué bonito! Hablando de cine, para el falso reverendo que encarnaba Robert Mitchum en La noche del cazador (The Night of the Hunter, de Charles Laughton), las palabras que llevaba tatuadas en el dorso de sus falanges
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–“Love”, “Hate”–, a razón de letra por falange, constituían para él un excelente pretexto para desplegar toda su histriónica locuacidad. Es, por cierto, uno de los tatuajes más imitados en la actualidad: sólo hacen falta un par de palabras de cuatro letras que tengan algún significado especial para el portador. A través del tatuaje, incluso una fría Helvética alcanza cualidades expresivas. No es extraño que el tatuaje viva un momento expansivo, inmerso en una revalorización de las cosas hechas a mano. En las imágenes a las que este texto acompaña, encontramos felices encuentros entre poesía y tatuaje. El trabajo de lettering para recrear uno de los versos más populares de Dylan Thomas (Do not go gentle into that good night) nos aporta una lectura algo bizarra del poeta galés, quizá no del todo contradictoria con el autor, tan celebrado por su obra como por su capacidad de ingerir whisky (sus últimas palabras fueron no tanto una prueba de su talento literario como testimonio de esto último: “creo que 18 whiskys es todo un récord”). Especialmente sencilla y efectiva es la transcripción del poema de e. e. cummings 1 (a… a Leaf Falls on Loneliness, en el que el uso de una sencilla letra de máquina de escribir se pone al servicio de una disposición tipográfica ideada por el propio poeta. Menos respetuoso con el original es el tatuaje que recorre hombro y brazo femeninos reproduciendo los versos del poema I Go Back to May 1937, de Sharon Olds. Es como si las romanas que ordenaban la cadencia del poema sobre el papel hubieran trepado en caótica ascensión por la citada extremidad, haciendo prácticamente imposible la lectura del texto. El efecto, sin embargo, tiene un gran poder evocador.
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Mientras que en la reproducción de un verso o un poema, que imaginamos secretamente vinculados a la biografía de la persona, el autor literario queda en segundo plano, hay casos de franco homenaje a un escritor. Sirvan de ejemplo el delicado “collar” construido con la última frase del Ulises de James Joyce: “yes i said yes i will yes”. Un homenaje más radical es el que en su espalda reúne un retrato de Jack Kerouac con las últimas líneas de On the Road, nuevamente reproducidas en letra de máquina de escribir, nueva reivindicación a la belleza de la imperfección. Nuevamente en la espalda -–un hermoso y agradecido espacio– encontramos un extracto de Dogfish, obra de Mary Oliver, con una clásica composición al eje central y una no tan clásica combinación de tipografías. Extraordinaria es la propuesta del hombre que se tatuó en la espalda, tal cual, el texto íntegro del primer capítulo de Minima moralia, de Theodor Adorno, convirtiéndose así en un monumento vivo al filósofo alemán. En el terreno de la poesía visual, el tatuaje tiene un amplio recorrido desde la simple ocurrencia (por ejemplo, el interrogante que se completa con el pezón a manera de punto) a la imagen sintética emparentada con el mundo de Brossa (el símbolo resultado de la fusión de un interrogante con un signo de admiración). Aparentemente en las antípodas de este carácter literario, encontramos al cocinero de profesión que no encontró mejor palabra para tatuarse en el interior de su labio inferior (¡Qué dolor!) que “Pork” (cerdo). No podían faltar los tatuajes vivenciales, aquellos que son el resultado de experiencias personales e intransferibles y que,
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como en el caso del falso reverendo cinematográfico, son excusa ideal para iniciar largas explicaciones. A veces son tan sencillos como el nombre del lugar de nacimiento en gracioso arco al final de la espalda, pero a veces son tan perturbadoramente elegiacos como el que con la frase “Silence at the end of the phone” tatuada en la nuca, evoca a los amigos desaparecidos a causa del SIDA. Entre los adictos al tatuaje hay un categoría que merece mención aparte: se trata de los que podríamos denominar antropólogos de ocasión. Suelen llevar un brazo o una pierna recubiertos con todos los símbolos y términos clave de una lejana cultura polinesia descubierta en uno de sus viajes por el ancho mundo. No se equivoquen, si no existe un manifiesto interés sexual por el sujeto en cuestión, no les pregunten por su tatuaje si no quieren verse inmersos en una prolija y tediosa explicación. Categoría parecida son los que llevan su credo personal en forma de lista compuesta por conceptos rimbombantes. A todos los efectos, procédase con estos sujetos como en el anterior ejemplo. Y por último, cabe mencionar a los que han convertido a la letra en el mensaje. En estos casos, la mera reproducción de un alfabeto –trepando por una pierna o abrazando una cintura– es expresión en sí misma de un amor apasionado por la tipografía. Sobra decir que la mayoría de los portadores de esta clase de tatuaje son diseñadores gráficos. El caso más extremo lo encontramos en aquellos que se han tatuado el Lorem Ipsum (es un tatuaje muy extendido y que encontramos en diversas presentaciones): si a usted no le apetece explicar absolutamente nada con su tatuaje, ¿Qué mejor que un texto simulado? ß
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