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Opinión Ucrania y el fallo monumental
premura y la obligación de la defensa nacional.
Como el tiempo y la percepción que tenemos de este corre distinto en momentos de enorme crisis y emergencia —parece que desde el comienzo de las crisis, la de los ucranianos, las nuestras, han pasado diez años— la memoria individual y colectiva compartimenta —en inglés, ‘compartamentalize’— los hechos anteriores. Es decir, llega un preciso momento de la crisis en el que pensamos que ‘previo al cantazo’ la vida corría de manera óptima. En realidad, no lo era ni nunca lo fue; de hecho, en ocasiones es la realidad previa la que precipita a la actual. Ucrania no era ni es la excepción.
Es propio de aquellos que nos confesamos “liberales” de enternecernos con el desvalido —‘underdog’—, sin pensar un momento en el proceso que le llevó a esas condiciones. En la ternura que sentimos hacia el desaventajado olvidamos con frecuencia las razones que le hicieron vulnerable en primer lugar. No me malinterpreten, ningún pueblo, ninguna nación merece ser dominada por otra; ni por invasión, conquista o penetración —no tan sutil— económica o cultural. Pero en el momento de pensar sobre la vicisitud conjunta hemos de ponderar cuánto de esa experiencia corresponde al acto interno de vulnerarse, de facilitar el saboteo del propio proyecto colectivo.
Así, Ucrania no es solo víctima de las ambiciones imperiales de Rusia, o de las imprudentes aspiraciones de la zona Euroatlántica —léase, Washington— en expandir su etiqueta de dominio, disfrazado de “buenas intenciones” en una zona geopolíticamente complicada. Su trágica experiencia viene también del hecho de que —nación relativamente joven al fin— todavía le quedaba un tramo considerable en el proceso de su reformulación y desarrollo, principalmente político, sociohumano y cultural. Montar un proyecto de nación con referente antiguo —El Rus de Kiev, en el noveno siglo de nuestra época— no es necesariamente ‘straightforward’; directo, quiero decir. El tiempo no pasa en vano y el proceso histórico dejó huella profunda en la Ucrania contemporánea.
Luego de reasumir su independencia en 1991, Ucrania se lanzó precipitadamente a un proceso —inherentemente caótico— de encontrarse, de definirse. Sin tomar en cuenta el que una buena parte de su población no habla ucraniano, sino ruso, el camino hacia la fragmentación estaba irónicamente pavimentado. En frenesí nacionalista, en apuro de desligarse de todo lo ruso, marcharon decididamente por el camino del esencialismo y la discriminación sistémica con todo lo que no se adhiriera a la construcción de, y a la comunidad imaginada en la que se autoconcibió Ucrania. Esto en detrimento de las relaciones entre el estado y la institucionalidad ucraniana y los rusoparlantes del este y suroeste del país, además de los rusoparlantes de la Península de Crimea.
Las crisis políticas y de gobernanza estaban profundamente ligadas, no solamente al hecho de “construir” un sistema político “democrático” desde cero con las dificultades inferidas y asumidas, sino también amarradas a la cuestión del tipo de relación que Kyiv sostendría con Moscú. Después de todo, no es fácil ignorar a un vecino imponente, especialmente uno con ambiciones geopolíticas particulares. Esa geopolítica problemática fue ignorada tanto por Ucrania como por la zona Euroatlántica. El absolutismo en el pensamiento y convicción de Washington y Bruselas —suficientes para imprudentemente enfrentar a una Rusia cada vez más agresiva en este renglón, además del estratégico— se juntó con la desproporcionada ambición ucraniana; aquella que sobreestimando sus capacidades, en gobernanza, en transparencia, en asumirse por encima de toda imperfección y sordidez ambicionó la recompensa de llamarse “occidental”.
Y pasó lo que pasó.