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Opinión

Diplomacia fatídica

Igualmente, a Pekín y a Washington le urge cambiar de dirección, aunque no debemos esperar mucho de las acciones y discursos oficialistas. Los medios de comunicación estadounidenses —dependiendo del prisma ideológico que informe su acercamiento y proceder “periodístico”— ya pasó juicio, incluso antes de que el secretario de estado, Anthony Blinken, se montara en el avión. El aparato mediático chino también intimó un posicionamiento intransigente, aunque allá en la prensa china no hay mucha diversidad de opinión.

Claro, al ambiente y trasfondo de las relaciones bilaterales entre los dos gigantes económicos andaba —hace rato ya—, resquebrajándose.

En el afán de ambos de perseguir el interés nacional, limar asperezas y encontrar puntos de convergencia no estaba muy alto en la agenda bilateral. Esto, a pesar de sus estrechos lazos comerciales. Luego vino el antagonismo directo y explícito de la administración estadounidense pasada, alimentado por un feroz nacionalismo económico que reactivó la rivalidad comercial y se derramó en asuntos estratégicos. Entonces la llegada de la pandemia ofreció la coyuntura perfecta para subir el tono adversativo, hostil, exacerbando aún más las diferencias, además de las in- suficiencias producto de los disloques en la cadena de suministro global. La administración actual tampoco ayuda, apropiándose de las políticas que estimulan —celebran incluso— la discrepancia.

Parece absurdo ver a los funcionarios de la administración Biden tratar de diferenciarse de sus predecesores cuando de la política exterior de EE.UU. hacia China se trata. El deseo de hacer una especie de ‘reboot’ en las relaciones Washington-Pekín viene precedido de movidas que no ayudan en el proceso de apertura y entendimiento. Dicho de otra manera, el aumento de intensidad —’double down’, decimos en inglés— de actos que son percibidos hostiles y desestabilizadores desde la óptica de Pekín.

Primeramente, y en el renglón estratégico, la formación de AUKUS, esto es, la colaboración estrecha entre Australia, el Reino Unido y los Estados Unidos en materia estratégico militar, incluiría la fabricación, venta y adquisición de submarinos de propulsión nuclear para Australia, pero con armamento convencional.

Más allá del hecho del vínculo histórico y la compatibilidad de estas naciones, su alianza altera —no sustancialmente, pero sí significativamente— el balance de poder en el Indopacífico. Lo mismo ocurre con el intento estadounidense de hacer causa común estratégica con India, Japón y Australia —el famoso Quad, indicando con ello la cooperación cuadrilateral de estas naciones— que incluye dos rivales his- tóricos de China. Y, claro, la postura estadounidense en torno a Taiwán e impedir la gestión china de expandirse y desarrollarse comercialmente en otras regiones del mundo tampoco ayuda. Nada de esto exime a China de sus propias desavenencias. Son muchas: su apuesta a la autocracia; el aumento de la animosidad hacia Taiwán y su intento de aislarla del entorno global; la estrategia de hacer del Mar de China Meridional una especie de laguna privada; disputas fronterizas con India; su falta de transparencia en el umbral de una pandemia global; sus prácticas comerciales y prestatarias, además de proyectos infraestructurales con semblantes cuestionables en África y Latinoamérica, y sus prácticas internas con minorías étnicas — tibetanos, uigures— la alejan bastante de ser un modelo a emular. En fin y juzgando sus actos, Pekín no es un dechado de virtudes, pero tampoco lo es Washington.

De todas maneras, necesitamos que intenten llevarse cordialmente. No tienen que ser los mejores amigos, pero en definitiva un acercamiento montado en el reconocimiento de las desavenencias, la ponderación respetuosa de las mismas y el diálogo continuo, tienen que ser el orden del día; esta es una de las esencias de la diplomacia. Pretender desde una visión tipo blanco y negro el enfrentamiento entre los dos entes, implica la sola y única disposición de ver el mundo arder. Como si la guerra fuera un juego.

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