Escribir adrede para leer de oquis

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Escribir adrede para leer de oquis


Universidad Autónoma de Chihuahua Ing. José Luis Franco Rodríguez Rector Lic. Luis Alfonso Rivera Soto Secretario general Ing. Manuel Reyes Cortés Director de Extensión y Difusión Cultural M. C. Alma Patricia Hernández Rodríguez Directora académica Ph. D. Guillermo Villalobos Villalobos Director de Investigación y Posgrado Ing. Arturo Leal Bejarano Director de Planeación C. P. Mario Alfonso Sáenz Chaparro Director administrativo


ZACARÍAS MÁRQUEZ TERRAZAS

Escribir adrede para leer de oquis

46 Colección Flor de Arena Universidad Autónoma de Chihuahua Chihuahua, México, 2003


Edición: Unidad Editorial de la Dirección de Extensión y Difusión Cultural Mesa de editores: Manuel Reyes Cortés, Heriberto Ramírez Luján, Jesús Chávez Marín, José Luis Domínguez Castillo, Carmen Leticia Estrada, Elvira Catalina Gutiérrez y Liliana Fierro Acuarelas: Carlos Carrera ISBN: 968-6331-98-0 Derechos Reservados © Zacarías Márquez Terrazas, 2003 © Universidad Autónoma de Chihuahua, 2003 Dirección de Extensión y Difusión Cultural Campus Universitario Chihuahua, Chih., México. CP 31178 Teléfono: 414-51-37 Editado y producido en Chihuahua, México


Prólogo Al lado de su extensa obra de historiador y maestro, Zacarías Márquez Terrazas ha publicado, en revistas y calendarios, textos literarios breves y pulidos, espléndidas joyas verbales: poemas y relatos de cariñoso lirismo, ironía brillante y amargosa, sabiduría profunda y prudente. Este libro reúne ahora textos de distintas épocas, el primero de ellos apareció a principios de los años ochentas en una revista de arte y turismo de esta ciudad, que actualmente ya no circula; el más reciente es un relato ligero y bien documentado de la vida pública en la ciudad de Chihuahua, como un homenaje que se adelanta a la ya cercana celebración de sus 300 años, el próximo octubre de 2009. En la primera parte de esta obra, que titulamos con un verso de Rodrigo Caro: “Campos de soledad, mustio collado,” aparecen poemas que el autor publicó en primeras versiones, impresos en dos calendarios diseñados con fotografías: uno de ellos titulado Gente de Chihuahua, con estampas de niños, mujeres y señores, adultos y ancianos que en su rostro, el cuerpo, la actitud y la ropa expresan el tipo de los chihuahuenses. En una toma de Ramón Amaya aparecen cinco niños tarahumaras; Francisco Muñoz retrata a un viejo campesino; Mario Alberto Arroyo ilumina con su arte fotográfico a una familia menonita en su ambiente cotidiano; Roberto Lara De la Fuente muestra cinco niños de barriada muy contentos, trepados en un camión de carga; Libertad Villarreal imprime el bello retrato de una señora y su nieta, muy sonrientes y coquetas; Francisco Lubbert alumbra en el fondo de una mina a cuatro señores que posan frente a la maquinaria, bien serios con

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sus cascos y sus lámparas; Enrique Ramos saca una señorita linda que trabaja en línea de producción, en la maquila; Elías Holguín, gran artista de luces y sombras, revela en plata la figura noble de un campesino serrano; Enrique Ramírez Leyva hace una toma de la banda municipal, tocando en el kiosco de la Plaza de Armas con uniforme de domingo; Gerard Tournebize pone en calendario una de sus clásicas fotos del país de los tarahumares en lo profundo de su bosque, y Héctor Jaramillo una rapidísima estampa de un joven que vuela en patineta. Al lado de cada foto: el fulgor de las palabras, la prosa poética de Zacarías. El otro calendario se llama Paisaje chihuahuense. Junto a los textos poéticos de nuestro autor aparecen dos fotos de Ramón Amaya y once de Francisco Muñoz: la frescura del bosque de Aldama, rocas milenarias y árboles centenarios en el Divisadero, la luz del agua en la cascada Basaseáchic, una vista panorámica de la ciudad, arena del antiguo mar Samalayuca, la montaña azul de Los Filtros, las casas geométricas de Paquimé, el paraíso lejano del Pegüis, las joyas naturales de agua, piedra y lumbre en las grutas de Coyame, la llanura clara y estoica de Balleza, el vergel y el lago de Arareco, el rosal de piedra de Otachique y el recinto natural de Namúrachic. En la segunda parte de este libro, titulada “Barullo de las estaciones,” aparecen seis relatos y un poema cuyos protagonistas son mujeres: la maestra de quinto de primaria en el valle del Papigóchic; un retrato lírico y hermoso de María Robledo y Valle, marquesa de Torre Campo; la madre tierna y bravía de un revolucionario de Satevó; la estampa vigorosa de la dama urbana y fragante llamada Rina Alberti Brunatti; la evocación amorosa en las llamas de la pasión de una carta que arde en la hoguera, donde se cuenta una historia de amor

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con el talento narrativo de un autor de realismo mágico; y, al cerrar con broche de oro, el poema de una niña y su madre física y mítica. La tercera parte se llama “Partitura de íntimo decoro,” frase tomada de un verso de López Velarde. Incluye cinco relatos y una crónica, la ya mencionada al principio de esta nota, donde los protagonistas son Miguel Hidalgo, varonil y heroico; el padre del novelista Martín Luis Guzmán; el propio autor en dos momentos: Zacarías niño paseando con sus tías en la plaza Merino; el escritor contemplando la ciudad desde lo alto de un cuarto de hospital donde cuida a su madre enferma. Este es un libro hermoso y original: su ángulo de registro es personal y de grande sabiduría; el texto es de gran modernidad al mezclar con soltura todos los géneros literarios con mano maestra y ojo certero. La filosofía que lo anima se armoniza con el gran cariño de un hombre por la tierra de los mayores, la nobleza de la gente en sus batallas y sus afanes diarios, en la historia y en la vida. JESÚS CHÁVEZ M ARÍN

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Primera parte

CAMPOS DE SOLEDAD, MUSTIO COLLADO

Campos de soledad, mustio collado. RODRIGO CARO Yo soy como las gentes que a mis tierras vinieron, soy de la raza mora, vieja amiga del Sol... que todo lo ganaron y todo lo perdieron. Tengo el alma de nardo del árabe español. M ANUEL M ACHADO



Canto a Chihuahua Gozosamente limpia, nueva, la plata de la lumbre de la Luna. GABRIEL M IRÓ

h, Chihuahua, que vieja y qué seca te veo! Aún brilla tu entraña como una moneda de plata cubierta de polvo. Clavel encendido de sueños de fuego. He visto brillar tus estrellas, quebrarse tu luna en las aguas, andar a tus indios descalzos, hiriendo sus pies con tus piedras ardientes. ¿En dónde buscar tu latido en los míos, que se lleva el aire, en sus dunas, murallas y torres de pueblos perdidos? ¿En tus gentes braceros errantes que pudran sus vidas por dar el dulzor al futuro? Chihuahua, qué vieja y qué seca te veo, quisiera talar con mis manos tus bosques, sembrar de cenizas tus tierras resecas, arrojar a una hoguera tus viejas hazañas, dormir con tus sueños y erguirme después, con la aurora, ya libre del peso que pone en mi espalda la sombra fatal de tu ruina. Chihuahua, qué vieja y qué seca te veo.

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Quisiera asistir a tu sueño completo, mirarte sin pena, lo mismo que a luna remota, hachazo de luz que no hiende los troncos ni pone la llaga en la piedra. Qué tristes he visto a tus hombres. Los veo pasar a mi lado, mamar en tu pecho la sangre, comer de tus manos el pan, y sentarse después a soñar bajo el álamo, dorar con el fuego que abrase sus vidas tu dura corteza, les pides que pongan sus almas de fiesta. No sabes que visten de duelo, que llevan a cuestas el peso de tu acabamiento. Que ven impasibles llegar a la muerte tocando sus graves guitarras. Chihuahua, qué triste pareces. Quisiera asistir a tu muerte total, a tu sueño completo, saber que te hundías de pronto en las aguas, igual que un navío maldito. Y sobre la noche desierta, borrada tu estela, Chihuahua, ni en ti pensaría. Ni en mí. Ya extranjero de tierras y días.

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Ya libre y feliz, como viento que no hallan ni rosa, ni mar, ni molino. Sin memoria, ni historia, ni edad, ni recuerdo, ni pena... En vez de mirarte, oh, mi tierra, clavel encendido de sue単os de llama, cofre de dura corteza que guarda en su entra単a caliente la vieja moneda de plata, cubierta de olvido, de polvo y cansancio.

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Parral Polvo, sudor y plata, el Cid cabalga en Parral.

ierra noble y generosa que te has volcado en Chihuahua; dando hombres, honor y orgullo memoria de tu pasado. Fuerte mansi贸n de hidalgos y matronas, marco de plata de lo m谩s preciado.

Delicias

l ciego sol, la sed y la fatiga por la terrible estepa de Chihuahua conquista el desierto y se doblega. Esmeralda incrustada en el desierto; regalo del dorado llano. Tierra de audaces y preclaros hijos. Delicias: lo que eres, tu nombre lo proclama.

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El valle

rato solar de vides y de frutos. Tierra primigia de la patria mía. Valle de San Bartolomé, leyenda vieja, cepa de la estirpe de Chihuahua.

Batopilas

emanso tropical en el abismo parida por la plata de tus cerros, calmándote la sed los frutos de oro, apresas en crisol, fuente de vida en cuenco de tus manos de minero.

Camargo

amargo, mirándose en el Conchos, el gran padre del páramo norteño. Camargo, visionaria y somnolienta tierra fuerte de grises peñascales: en el desierto una rosa roja que marca el corazón de nuestro estado. 17


Chínipas

iejo pueblo de gestas y cantares; rincón lejano del solar norteño donde se pierde el alma y el grito del pasado en el azul del cielo.

Ciudad Juárez Dime, peregrino, ¿has visto a mi hermano por este camino? F. VILLAESPESA

aso del Norte de los “indios mansos;” puerta hacia el misterio de la tierra ignota. Milagro arrancado del desierto y encrucijada de lo ajeno con lo nuestro.

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Guadalupe de Bravo ¡Cómo lloran las carretas camino del pueblo nuevo! J. R. JIMÉNEZ

ímbolo de la patria desgarrada es Guadalupe, del distrito Bravo; donde el hermano recibió al hermano con un abrazo en el rincón amado.

Temósachic Pensé arrancarme el corazón y echarlo al ancho surco del terruño tierno. J. R. JIMÉNEZ

reciendo un táscate tierno entre los meandros del río: nació este pueblo serrano con alma de un niño indio lleno de coraje y brío.

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Calle Libertad

i tierra triste y noble! La de altos llanos y yermas roquedades, vaciándose en sus calles de aristocracia indiana. Correr la Libertad y oír palabras viejas...

Jiménez

l agua del Florido resbala, corre y sueña; lamiendo ya domada el llano que la quiebra. Señera y solitaria se yergue Güejuquilla, baluarte desafiante del desierto.

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Quinta Gameros

as ilusiones románticas del minero Manuel Gameros las transformó en cantera el ingeniero Julio Corredor, construyéndole una mansión digna de hadas. Las obras se construyeron en 1911, cuando ya había estallado la revolución. Fue lo que no soñó que fuera: domicilio de don Venustiano Carranza, jefe del Ejército Constitucionalista; es un orgullo de Chihuahua.

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Cenotafio

erá Villa el último relámpago apache que cubrió mi tierra. Santos Vega le construyó una tumba de encaje de piedra; la muerte se lo llevó muy lejos y un cenotafio suspira por su vuelta.

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Hotel Victoria

écada de los 40; florece el art deco en la avenida Zarco cuajando su mejor logro en el Hotel Victoria, muestra galana del estilo californiano o neocolonial mexicano que marca un hito en la arquitectura de la ciudad. Teatro de los Héroes

lbor de siglo en el Teatro de los Héroes, con música de Verdi al inaugurarse el 9 de septiembre de 1901. Lo construyó el ingeniero George E. King. Se enlutó con la sentencia de muerte de Felipe Ángeles en su recinto y la tragedia de un incendio lo consumió en 1955. Parque del Mirador

en medio estaba un parque. Muy verde. Blancas sendas, simétricos jardines. Y un niño tierno dice: “¡Chihuahua: esta hermosura de sol de primavera!” 23


Plaza de Armas

lma y corazón de mi tierra. Evocación de su historia y alcurnia. Torres hermosas de la Catedral que han contado el tiempo y nos han visto pasar a todos. En la década de los 50 se alzó el cine Plaza, que escribió una página en la cronología de un pueblo.

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Río Chuvíscar

a estrella es una lágrima en el azul celeste. Sobre Chihuahua ufana flota el jardín de luces de un siglo que comienza. El agua del Chuvíscar resbala, corre y sueña lamiendo, domada, casi muda, al trébol que la quiebra. Los indios

iempre impasibles con los ojos llenos del paisaje de la sierra; los abuelos tarahumares nos acompañan como un reproche de nuestras culpas sociales. Los mineros

hihuahua: Parida por la plata de tus cerros, calmándote la sed las aguas del Chuvíscar, apresas su cristol, fuente de vida, en cuenco de tus manos de minero. 25


Rosa

hihuahua, donde las rocas sueñan. Mi tierra de grisientos peñascales; Chihuahua visionaria y soñolienta. En el desierto una rosa, rosa tierna de los vientos, que desafías a los tiempos.

Nace San Francisco de Cuéllar

recido un mezquite tierno a orillas de un manso río, Chihuahua calmó su sed; y, aprisionadas sus aguas, mezcló el cristal con la plata.

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Bosque de Aldama

os álamos de plata se inclinan sobre el agua, ellos todo lo saben, pero nunca hablarán. Sólo Aldama lo entiende con su triste soñar.

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Divisadero

etira el sol su rayo purpurino y el bosque dice cosas olvidadas, y el pino de crestas levantadas. Flota un clamor y se desgrana un trino.

Cascada de Basaseáchic

na luciérnaga entre las matas brilla, Basaseáchic en torrente centellea, abismo arriba, y en el fondo abismo. ¿Qué es al fin lo que acaba y lo que queda?

Ciudad de Chihuahua

ija del sol parida en otoño; ciudad azul, moneda de plata desgastada donde muere la tarde sin aliento y el mezquite se frunce en flor de trinos. 28


Samalayuca

ampos desnudos como el alma mía que ni la flor ni el árbol engalanan. Sedientas las arenas del desierto. Pobres arenas de mi muerte imagen; la luna apache que recoge el sueño sobre las dunas de Samalayuca. Los Filtros de Camargo

e las montañas azules bajaba cantando el agua su melodía de estrellas, tilos y esquilas de plata.

Ruinas de Paquimé

ensaje del tiempo estos despojos de Paquimé, abriéndonos los ojos; y miramos tan confuso lo presente que angustias de dolor el alma siente.

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Cañón del Pegüis

guas puras del Conchos, parad, parad, y no le llevéis el tributo al mar... Y ya no corráis, dormid en el Pegüis una eternidad. Grutas de Coyame

ajo un techo de rosas amarillas Coyame en el silencio vive y arde; mientras temblando de misterio brilla vestido con los oros de la tarde. Paisaje de Balleza

ercamente lo digo, sordamente, aferrado con rabia a estas raíces, mía es esta tierra, mi sangre esta simiente, mío es este húmedo llano, mía la gente. Esta tierra violenta, este desierto. 30


Lago de Arareco

l luminoso atardecer serrano, al horizonte yermo, al humo azul y al aire entre las hojas de los álamos.

Otachique

osas de piedra con pétalos de aurora. Sendero que lleva al Uruáchic de las minas; y de los pinos esbeltos sube un aroma de estrellas.

Namúrachic

e un venero de luz nació la roca, Namúrachic, herida de mi tierra. Llevo tu imagen retratada en llanto y un hilo de cristal que la cincela.

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Tohuises

etoños de raíces viejas, los niños tarahumares adheridos a las rocas como los madroños rojos. Briznas de hierba tierna asomando entre la nieve fría como nuestra indiferencia. Fragancia de rosalaurel que sube de las barrancas, olor a trementina de los pinos talados en la cumbre... un mundo que agoniza.

Revolucionarios

etener el momento, girar atrás la historia y leer en las arrugas de los viejos el poema épico de Chihuahua. Recuerdos de antiguas luchas; una revolución sin frutos. Fracasos y victorias, luces y sombras que nos indican por dónde ir y por dónde regresar. Vidas que se apagan como luces de bengala rompiendo el cielo.

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Menonitas

lor a avena trillada, mugir de vacas lejanas. Cuna de nuestros hermanos rubios, hombres que se han confundido con esta tierra fecunda que los acogió para poner dorada pincelada en el arcoiris de sus etnias morenas. Ellos, los menonitas, y nosotros al fundirnos en el crisol chihuahuense, aprendimos y enseñamos a convivir a los que no lo saben. Los campos, terrón que huele a lluvia y manzanas.

La escuela

legría que se derrama; canasta de pájaros felices a punto de volar; herederos seguros de esta tierra norteña que les legan sus padres. Algarabía que espanta la negra noche del presente incierto. Rocío de este suelo pobre con sus mañanas oreadas.

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Mujeres

uente cristalina de la vida; dos generaciones y una sonrisa. Crepúsculo y aurora que se hermanan. Mujeres de Chihuahua, hilo de nuestra historia, alma de nuestras luchas. Con las sequías y el desaliento; en fin. Agua que fecunda la aridez de nuestro suelo.

Mineros

ació Chihuahua al sortilegio de las minas. Hombres como estos sacaron del vientre de la tierra la plata color de luna que ha bañado nuestra historia. Fue el sudor de los mineros hecho flores de piedra que nos dejó la catedral, plegaria eterna de sus muchas penas.

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Obrera

ulce sonrisa de mujer, rayo de luna en la selva de las maquilas. Ahí la obrera chihuahuense se impone por su gracia y eficiencia, y siembra la esperanza del mañana de sus hijos. Son las mismas matronas que hace un siglo desafiaron al apache y, viudas, labraron las tierras de sus muertos. Manos recias y a la vez tiernas para acariciar los bucles de sus hijos y hacer cantar con alegría las herramientas del taller.

Palacio de Gobierno

álito del poder se mueve en la arquería, fantasmas de gobernadores pueblan las sombras; cascos de caballos subiendo sus escaleras entre la gritería de los villistas... ambición y nobleza se han jugado aquí el destino de Chihuahua. Pero hoy, igual que antes, la sombra triste del tarahumar deambula reclamando su pasado y reprochándonos su presente.

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Labrador

ay un pasado que se resiste a morir. El asno manso de piel suave y la mirada digna del campesino que con sus manos ásperas nos brinda el pan de todos los días. Ejidatario gris, tan añoso y seco que te aferras a tu tierra como el viejo mezquite. Hondo recuerdo de los pueblos de donde venimos todos. Olor al polvo y la tierra de la que nos hicieron.

Resolana

a tibia resolana del teniche, humo de tabaco jugando con la rendija del sol, tufillo a sotol en el ambiente: un perro durmiendo y la espera del viejo soflamero que vendrá a contar historias. La perezosa calma de nuestros pueblos de adobe, que se desangran lentamente con sus hijos que se van al norte. Nostalgia de la novia que espera al hombre que un día vio en la resolana.

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Misa de doce

oleada mañana de verano con misa en la catedral. La banda de música toca en el kiosko. Platillos y timbales espantan a las palomas que en tornasol confeti remontan por las torres. Abajo está la gente de múltiples colores. El cielo y las campanas también están de fiesta. Mañana de domingo en nuestra Plaza de Armas.

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Canto indio

umatí okilivea saeva rako chíneserová, huaminámela ke usugitúami chiotshéloaya; chilivéva tesola chapimélava otshéloa rimivélava. Mateterevá, Savashóa huiliróva. *

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¡Cuídame en esta mañana, hermoso lirio en flor! Desparece mis penas y hazme llegar a viejo: concédeme la dicha de un bordón que me sostenga en mi vejez, permíteme alcanzarla. Gracias. Exhala tu fragancia siempre enhiesto. Fragmento de un canto tarahumar del siglo XIX .


Segunda parte

BARULLO DE LAS ESTACIONES

Para mí y para vos llegó el invierno. Para vos, tornará la primavera: mas mi invierno, ¡ay de mí!, será eterno. GARCÍA T ASARA

Y en el barullo de las estaciones, con tu mirada de mestiza, pones la inmesidad sobre los corazones. RAMÓN L ÓPEZ VELARDE



Mujeres chihuahuenses La maestra y el gis*

ulce como sonrisa de niño; frágil como el hielo del invierno serrano. Así es mi maestra María Comadurán. Mujer que vive recibiendo anticipadamente el cariño de los santos. Más de medio siglo impartió conocimientos y ternura; nunca una criatura tan sutil impregnó de amor a tantos hombres que poblamos las vegas del río Papigóchic. Mariquita, nuestra callada maestra de primaria, la de la esmerada caligrafía que refleja su alma de niña ingenua. Mariquita, la maestra de ciudad Guerrero que nos cubrió de cariño como las acacias florecidas que saturan con su aroma las calles de la vieja Villa de la Concepción en las noches de luna que pueblan el recuerdo de mi infancia. Mariquita, retratarla a usted es como querer apresar la belleza de la violeta en una palabra.

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A mi maestra de 5o. año en ciudad Guerrero: María Comadurán.

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La santa hereje

nsufló el corazón de los serranos. Los tomochis la buscaron con angustia entre los cardos y barrancas de Caborca. Allá llevaron el corazón los tomochitecos y lo trajeron henchido de valor; sin ver a Teresa Urrea, la taumaturga que –como la Santa de Ávila que llevó su nombre– también hacía milagros. Mis paisanos, los tomochis, le pidieron curar a México de la injusticia. Las balas de Díaz hicieron el holocausto aquel 1892 en aras del milagro que todavía no se cumple. Teresita, la mujer núbil de Caborca, aún consuela al capitán Cruz Chávez y a los muertos que suspiran con el cierzo de Tomóchic. Los fantasmas de aquella tragedia todavía esperan el milagro de la Virgen de Caborca. El viento del desierto de Cliffton, Arizona, cada año llora sobre la tumba de Teresa, pidiendo que regrese a Tomóchic.

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Amante pálida ostro de cera, manos de cera: pálida azucena marchita, cubierta de tules y tafetanes albos. Por fin los chihuahuenses, curiosos y piadosos, pudieron desfilar ante el cadáver para contemplar a doña María Robledo y Valle, marquesa de Torre Campo y esposa del gobernador de la Nueva Vizcaya, don José de Cossío y Campa, el señor marqués.* Enclaustrada la tuvo su marido desde que llegaron recién casados. Ni paniaguados ni impertinentes pudieron cruzar el muro de adobe que escondía a la marquesa. Solo la muerte, en aquel 23 de septiembre de 1745, rompió el misterio y se llevó el alma de doña María. La esquila de la parroquia tocó a difuntos, y en medio de responsos y hachones encendidos, al anochecer se sepultó a la muerta en el presbiterio de la parroquia; única mujer que ahí reposa, por capricho de su enamorado esposo. La casa del marqués enmudeció; el zaguán se cerró; las bestias del machero se soltaron, los criados se despidieron. Y un silencio de tumba acompañó los llantos del viudo inconsolable. En la penumbra de una madrugada, un cuerpo famélico salió por el portón nueve días después de las exequias. Cruzó como sonámbulo el Chuvíscar y se perdió en los llanos espinosos que no tienen fin en el norte. Nadie volvió a saber más del marqués de Torre Campo, cuyo padre fue el conquistador de Chiapas, y él fue el más infeliz de los gobernadores de la Nueva Vizcaya. Las viejas sentenciaron: castigo del cielo por sepultar a una mujer en el presbiterio. ____________________________________ *

José de Cossío y Campa, marqués de Torre Campo, gobernador de la Nueva Vizcaya del 2 de julio de 1743 al 8 de octubre de 1748.

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La matrona de Satevó Las amazonas sin hombres fueron más que mujeres; los hombres entre mujeres son menos que mujeres. GRACIÁN

u hijo es un traidor. –Mi hijo lucha por la ley con Carranza. –Dime dónde está tu hijo... tu silencio te costará la vida. –El que no sabe que la vida es tan efímera como el relámpago, no ha aprendido a vivir. –¡Soldados! Maten a esta vieja en el panteón. –La muerte nos liberará de ti. Atada a un poste doña Leogarda Armendáriz, madre del que fue general villista José Ruiz, brazo derecho de Villa durante la toma de Ciudad Juárez, compañero del Centauro acorralado en el ataque de Columbus y enemigo del mismo en 1918, perseguido con saña que se descargó en su madre. La noche caía, los soldados empaparon de petróleo la ropa de la matrona, tal como lo ordenara el general. Inquieto, el cabo no encontró cerillos en las bolsas de su uniforme. Inquirió a los soldados, que resultaron desprovistos. La voz de la mujer suspende la pesquisa: –Si quieren cerillos, aquí los tienen. Y les dio una caja con fósforos. En las espesa noche, la mujer fue una tea que iluminó al pueblo. La tropa atraviesa el río Satevó. Los cascos de los caballos sacan chispas a los guijos. En las sienes del general martillan las palabras de Leogarda: –Si quieren cerillos, aquí los tienen. Lejos se escucha el aullido de un coyote.

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La dama Lampedusa

o sé que usted se acuerda. Doña Rina nos marcó con su presencia. La historia empieza al revés: se casaron y vivieron muy felices en Chihuahua. Sí, fue en 1935 cuando doña Rina y su marido llegaron a estas tierras. Claro, también yo conozco el chisme en que se cuenta que vinieron trayendo una mosca que mataba el gusano barrenador del ganado. Este prosaico y vulgar principio no encaja con doña Rina; prefiero la otra versión, que dice que vino a plantar moreras para criar gusano de seda. Esto es más propio de aquella dama que cubierta de brocados y encajes llenó mis fantásticas tardes caniculares. Aunque aún queda otra tercera historia que cuenta que doña Rina vino acompañada de sus hijas bailarinas que lograron la prosperidad dentro de la farándula. Sea como fuere, doña Rina se reputó entre nosotros como una condesa, y si no lo era, por su gracia merecía serlo. Doña Rina Alberti Brunatti vivía en el Hotel Palacio, salía por la puerta principal del edificio y como reina cruzaba la plaza para ocupar su butaca en la tercera fila del cine Alcázar. Estela de exóticos perfumes marcaba su paso. Ya en la penumbra del cinema, era inconfundible su inmenso sombrero que remataba en plumas y tules de colores. Doña Rina, la última aristócrata que vivió en Chihuahua, llevó con dignidad su alcurnia y fue símbolo de una época en que Europa agonizaba en la guerra. Doña Rina nos quiso y la quisimos. La epístola final que recibió fue una invitación que desde la isla Escorpión le envió Onassis para que lo acompañara en su boda con Jaqueline.

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Con doña Rina se extinguió el sueño de una Europa que murió en América. La cotidiana espectadora del cine se nos fue junto con la juventud. Pero nos dejó su recuerdo, envuelto en la exquisita nostalgia de una mocedad impregnada de suave cursilería provinciana en que dos palomas sostienen un listón azul que ostenta la leyenda “Te amo” y, abajo, dos corazones enlazados por una flecha que los sangra.

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Una carta de amor

a gris mañana de aquel invierno de 1768, el padre Roque Andonegui acababa de morir a consecuencia de la enfermedad que contrajo cuando a él y a otros diecinueve jesuitas desterrados los trasladó el paquebote San Francisco Javier desde Veracruz hasta el puerto de Santa María, en España. En julio, cuando la expulsión, pensó escapar para reunirse con Luisa Gándara en Cusihuiriáchic, mas la vigilancia estrecha de los soldados se lo impidió, y con ello la última posibilidad de ver a sus hijos. Así pues, mientras se rezaban los responsos en el refectorio, en el Colegio de Valladolid, Michoacán, un hermano coadjuntor recogía las pertenencias del que fue ahí consultor de casa y confesor de naturales, destacándose entre los papeles una carta que le llamó la atención. Querida Luisa: La última esperanza que tenía de verte junto a mis hijos se desvanece. Ahora comprendo el refinado suplicio a que me sometieron mis superiores al prometerme –sin tener el propósito de cumplirlo– que algún día regresaría a las misiones de la Tarahumara. Cierro los ojos y recuerdo aquella tarde tormentosa en que llegaron a Teméychic tú y tu padre. Fue un verano lluvioso como pocos; llovía a cántaros y era imposible que continuaran el viaje. Durante la cena te contemplaba embelesado por la tersura de tu piel; casi eras una sombra en la penumbra que daba el fuego de la chimenea. Otro día al celebrar la misa no te pude apartar de mi mente; con lágrimas y un nudo en la garganta hice la consagración, pronunciando como nunca: Domine non sum dignus... Después fue el infierno, ¿o la gloria? Sólo viví para ti; el dinero de la misión lo gasté en construir un camino

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hasta Cusihuiriáchic, para poder llegar más rápido a verte. Seguía amando a Dios, pero sólo lo conseguía a través de ti. La dicha se colmó cuando nació nuestro primer hijo: era tan feliz que sacrifiqué todos mis ahorros y los de la misión para construirte la mejor casa de Cusihuiriáchic. Sí, también recuerdo: lo primero fue un rumor sobre nosotros. Pronto empezó a convertirse en torbellino: las sonrisas burlonas, la mirada evasiva de las mujeres para no saludarte, la vista dura y el reproche de los viejos amigos... hasta tu padre te abandonó y precipitadamente se regresó a Culiacán. Yo hubiera querido detenerme o detenerte, pero, tú lo sabes mejor que yo, ya no era posible. Los pocos días que pasaba en la misión trabajaba hasta quedar exhausto en construir la iglesia; quería que la fatiga física me aturdiera y me ayudara a olvidar. La mirada fría e indiferente de mis indios aún me dejaba más desolado. Vino nuestro segundo hijo y ya nada pudo conjurar el vendaval. Mis hermanos misioneros, todos, o casi todos, me causaron y pidieron mi destitución. Voz piadosa en este rescoldo fue la del padre Hermann Glandorff, que desde Tomóchic escribió: “No me ha enviado Dios al mundo para ser juez de mis hermanos...” Caridad de la buena, que no supo compartir el padre Rinaldi de Coyáchic, a pesar del disimulo que teníamos con él sabiendo su inclinación por los mozuelos de su misión. En fin, Luisa, el mundo se nos vino encima. La tarde en que nos despedimos yo tenía fe en que pronto te volvería a ver; a base de cartas, pretendí permanecer el mayor tiempo posible en Parral, pero inexorablemente la orden de mis superiores apremiaba para que fuera a dar explicaciones a México al padre Provincial. Yo lo sabía: todo sería inútil. Mis argumentos chocaban como las olas frente a las rocas; sólo quedaba el arrepentimiento y la penitencia para, finalmente, darme la esperanza de siquiera comunicarme con alguien de San Felipe del Real para que me informara de ustedes. Quizá don Eugenio Ramírez Calderón, que tan comprensivo fue cuan-

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do nos hospedó en su casa en aquella ocasión en que se me invitó para predicar en la parroquia durante la Semana Santa, ¿recuerdas qué garrida te veías en tu mula tordilla cuando hacíamos el viaje? Y el capricho de niña enamorada de montar en las ancas de mi caballo al entrar a la villa. Aún siento la tibieza de tus manos en mi cintura. Pero no, no podía escribir a nadie que me diera noticias tuyas, pues al hacerlo destruía mis promesas de arrepentimiento empeñadas a mis pesquisidores y, con ello, la remota esperanza de regresar a verte. Desde que llegué a este Colegio de Valladolid, la nostalgia y aprensión en el pecho me han ido dominando. Sé que de un momento a otro voy a morir, por eso decidí escribir esta carta. Tengo la ilusión de que algún día llegue a tus manos, para que sepas que morí amándote a ti y a mis hijos tanto como a Dios. Luisa, perdóname y ruega por mí. Hasta la eternidad. Roque Andonegui.*

Desconcertado, el hermano Juan sentía que la carta le quemaba las manos. Tres alternativas se le presentaban: enviar la epístola a su destino, lo que resultaba casi imposible; dársela a sus superiores, a los que molestaría; o finalmente... arrojarla al fuego de la chimenea con los demás papeles. El hermano dio un hondo suspiro de alivio mientras veía que el pliego en la hoguera se transformaba en cenizas. ____________________________________ *

Roque Andonegui nació el 4 de enero de 1707 en la ciudad de México e ingresó con los jesuitas en Tepotzotlán en 1723, y para 1730 era maestro de gramática en Guadalajara. Se ordenó sacerdote en 1733, e hizo su probación en Puebla al año siguiente. De la Casa Profesa en que estuvo en México en 1737 se le envió a misiones en 1742, destinado a San José Teméychic, en la Tarahumara. En 1749 se le confinó en Oaxaca, donde se le retuvo hasta 1756, cuando lo trasladaron al Colegio de San Andrés en México y después al de Valladolid, en Michoacán, en donde fue aprehendido en 1767, cuando Carlos III expulsó a los jesuitas. Murió al año siguiente en destierro. Luisa pertenecía a una familia de apellido Gándara, que vivía en Sinaloa.

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A Lizette Un borbollón de agua clara debajo de un pino verde, eras tú: ¡qué bien sonabas! A. M ACHADO

na niña con su madre no tiene miedo. Se le cierran los ojos y entra en el sueño. Dentro del sueño, el bosque tiene un sendero. La están meciendo los brazos de su madre. Le están haciendo daño. Mira: el jardín. Suéltate de esos brazos, ¡y a caminar! Y la niña que va sola no tiene miedo. No tiene miedo dentro del sueño. Los brazos de su madre la están meciendo. Al cabo de los años, madre, estás muerta. Navegando, tu hija llega a tu puerta. ¡El jardín, jardín, jardín! Para la niña una madre que le haga soñar.

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Tercera parte

PARTITURA DE ÍNTIMO DECORO

Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro, a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo, para cortar a la epopeya un gajo. RAMÓN L ÓPEZ VELARDE



Los últimos momentos de Hidalgo

omo opina el asesor Bracho, así sentenció el comandante Nemesio Salcedo, comisionando a su hijo, el teniente coronel don Manuel, para que llevara a efecto la pena de muerte, pero que antes se ejecutara la degradación del reo por mano de la autoridad eclesiástica. El día 29 se llevó a efecto la dicha degradación por el doctor Fernández Valentín en presencia de testigos y personas así seculares como eclesiásticas que presenciaron el acto, que consistió en revestir al señor Hidalgo con sus hábitos clericales y ornamentos de color encarnado, tal como si fuera a celebrar la misa. Se le hizo arrodillar para que escuchara la sentencia y enseguida se le fue despojando de cada una de las vestiduras eclesiásticas, conforme lo prescribe el ritual romano. Terminada la degradación, se leyó la sentencia de muerte, disponiendo que se le pusiera en capilla y se preparara para recibirla al día siguiente. Antes de pasar adelante conviene decir que los enemigos del señor Hidalgo, tanto los que entonces tuvo como los que ahora quedan y que han sido y son los enemigos de la libertad y del progreso de México, traen a colación un documento en el que, dicen, Hidalgo se retractó de su obra, y con ello intentan manchar la rectitud de sus intenciones y la firmeza de su carácter. En efecto, el documento existe, tal vez la firma estampada al pie de él sea auténtica; pero la explicación acerca de dicho escrito es la siguiente: Al gobierno español le convenía hacer aparecer a los primeros caudillos de la Independencia como arrepentidos de su obra, a fin de que en vista de esta retracta-

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ción no hubiera quienes siguieran siendo sus partidarios y terminara aquella revolución que amenazaba con la terminación del poderío que por tres siglos había tenido España en América. Como Hidalgo y sus compañeros eran sinceramente católicos, cualquier amenaza de suspenderles los auxilios religiosos que los creyentes reciben a la hora de la muerte, tenía que preocuparles profundamente. De esa circunstancia debieron aprovecharse los elementos de aquel gobierno para hacerles firmar una retracción escrita por el sacerdote que lo confesó, fray José María Rojas, fraile del Colegio de Guadalupe, en Zacatecas, que se encontraba entonces haciendo misiones en Chihuahua. La educación religiosa recibida en la infancia, las amenazas de los castigos eternos, las súplicas de la familia y el deseo de no dejar a ésta un motivo de censura social, han hecho vacilar a muchos espíritus ya despojados de las preocupaciones religiosas y acceder a ciertos deseos de algunos familiares a la hora de la muerte. Los actos ejecutados por estos moribundos son explotados por el clero, aunque el mismo esté seguro de que no fueron sinceros y de que, por lo mismo, no tienen validez. Hidalgo pasó todo el acto de la degradación y escuchó las sentencias con indiferencia y serenidad. La sentencia capital la escuchó también con excesiva indiferencia, sin hacer impresión alguna, afirma un testigo presencial de aquellos sucesos en carta que publican todos los historiadores. El juez, al terminar el acto, le preguntó qué se le ofrecía, e Hidalgo pidió que le llevaran unos dulces que había dejado en su prisión y pasó a la sacristía a fumar y platicar tranquilamente de cosas diferentes. Luego almorzó perfectamente, comió y cenó con la misma apetencia. Al volver a la torre que le sirvió de prisión, escribió en la pared estos versos que aún se conservan:

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Ortega, tu crianza fina, tu índole y estilo amable siempre te harán apreciable aún con gente peregrina. Tiene protección divina la piedad que has ejercido con un pobre desvalido que mañana va a morir y no puede retribuir ningún favor recibido. Melchor, tu buen corazón ha adunado con pericia lo que pide la justicia y exige la compasión. Das consuelo al desvalido en cuanto te es permitido, partes el postre con él, y agradecido Miguel te da las gracias rendido.

Estos versos se refieren a sus dos carceleros, un cabo español apellidado Ortega y el alcaide Melchor Guaspe. El señor Hidalgo no quiso retirarse de la prisión sin dejarles un perenne recuerdo de las atenciones con que le habían tratado. Al siguiente día, 30 de julio, fecha de su ejecución, despertó después de haber dormido satisfactoriamente, y al recibir su desayuno notó que le servían menos leche. Y con aquel genio alegre que no lo abandonó jamás, reclamó diciendo que no porque le iban a quitar la vida le deberían dar menos leche. Éste era el temple de aquel hombre, ajeno al arrepentimiento que le atribuyó el fraile Rojas. A las siete de la mañana ya se encontraba formado el cuadro en el corral del mismo hospital; dicho cuadro lo componían doscientos hombres al mando de don Ma-

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nuel Salcedo. En el exterior del edificio había una fuerza (innecesaria) de más de mil soldados. A esa misma hora salió Hidalgo de su celda, acompañado de sacerdotes y escoltado por doce soldados y el oficial que debería mandar la ejecución. Con paso firme se encaminó al patíbulo; llevando en las manos un crucifijo, se colocó en el lugar que se le indicó y, suplicando que no se le tirara a la cabeza, puso la mano sobre el corazón y dijo a los tiradores: “aquí, hijitos, mi mano os servirá de blanco.” Tres descargas fueron necesarias para acabar aquella existencia, pues a las dos primeras, aun estando con vida, el oficial ordenó que se le tirara al corazón, ya caída la víctima, casi con la boca de los cañones sobre el pecho. Se colocó el cadáver sobre una silla como si estuviese sentado, y la silla encima de una mesa, para que el público pudiera verlo al desfilar por la plaza que se encontraba frente al hospital donde se llevó a efecto la ejecución. La gente lloraba, aunque sorbiéndose las lágrimas. Después se retiró el cadáver de la expectación pública y se le cortó la cabeza, que fue puesta en sal para ser enviada, juntamente con las de Allende, Aldama y Jiménez, para exhibirlas en la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato, en donde permanecieron hasta la consumación de la Independencia. El cuerpo fue sepultado en la capilla de San Antonio, en Chihuahua.

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Réquiem por el padre de la patria

uzgado y sentenciado con diligente empeño, públicamente despojado de cuanto lo enaltecía como pastor de almas, quedó solo en su cárcel: aquel cubo de la torre del colegio de Nuestra Señora de Loreto, alumbrado por una linterna.

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Ha empleado las últimas horas de su vida en trazar en la pared con un trozo de carbón, careciendo de papel y pluma, versos que son testimonio de su gratitud hacia el carcelero. Una décima termina al darle “las gracias rendido.” Después se cerraron, por breve tiempo, sus ojos. Soñaba que era rector del Colegio de San Nicolás en Valladolid. Alguien a su paso pronunciaba sin matiz ofensivo el alias que gratuitamente le dieron por su certera sagacidad los escribanos: “el zorro.” Suena una campana, como en su curato de Dolores cierto día de septiembre; despierta el sentenciado. Avanza por los corredores un piquete de soldados: son doce los que ejecutarán la sentencia, y al frente el teniente de la compañía presidial de Janos, Pedro Armendáriz. La puerta de la torre ha quedado, por única vez, sin cerrarse. Otra puerta se abriría para él muy pronto. –Miguel Hidalgo, ¡marche! –es la voz del que manda aquel grupo de hombres armados. En el trayecto, Hidalgo recuerda las oraciones del canónigo que ayer lo degradó, Francisco Valentín. Piensa en la invalidez del acto, pues solo el obispo de Durango, don Francisco Gabriel de Olivares, tiene autoridad para hacerlo. Una bandada de palomas irrumpe el aire fresco de la mañana, aleteando por entre las bóvedas inconclusas de la iglesia de los jesuitas. Marcha con los soldados hacia el patio que está atrás de la capilla de San Pedro. Suenan con precisión los tacones sobre el pavimento. Erguida la cabeza, en la débil luz flotan los cabellos encanecidos en torno de la espaciosa frente. Hay en el rostro del anciano una expresión de firmeza que acentúa la penetrante mirada. Cuando el pelotón se detiene, el sol pinta de dorado los pretiles del Hospital Militar. El oficial que manda,

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ordena al sentenciado que se coloque de pie, vuelto contra el muro. ¿Es acaso un delincuente a quien se castiga? ¿O querrá darle muerte como a un traidor, por la espalda? Se agolpan en sus oídos las voces de los frailes que ayer formaron el tribunal eclesiástico: José de Tárraga, Juan Francisco García, el cura Mateo Sánchez Álvarez, y por fin la dura frase del escribano fray José María Rojas: “se le relaja el brazo secular.” Hidalgo se niega a dar la espalda. Con energía vuelve el rostro hacia los cañones de los arcabuces dirigidos contra él, negros ojos que están fijos en los verdes suyos. Con firmeza dice a los soldados al encarar la muerte: “apunten aquí cuando disparen.” Ha extendido la diestra sobre el pecho; duele el corazón al enamorado de la patria. Un poco separados de los otros dedos el anular y el meñique, así recibirá la descarga. Sin morir con los primeros disparos. El postrer disparo será el que libere al libertador de su cárcel humana.

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Los tejados de Chihuahua

esde el último piso de un hospital en que se encontraba enferma mi madre, para matar el tedio empecé a solazarme con el paisaje que formaban los tejados de la ciudad. Espectáculo insólito en que revolotean palomas y sueños. Con sordina, como soterrado llega el ruido de los coches y el tráfago de las calles. Pareciera verdad la creencia de las esferas que cubren la tierra: yo me sentí en otra esfera. El aire más transparente y las frondas de los árboles llenaban los espacios libres de las azoteas. Con la vista empecé a recorrer el techo de una ciudad tan familiar y a la vez tan extraña al contemplarla desde arriba.

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En este escenario las verdes mansardas art nouveau de la Quinta Gameros resaltan en forma ostentosa sobre el resto de confusos tejabanes que la circundan. También mansardas, francesas pero muy principios del siglo XX , son el remate de la presidencia municipal; en sus ventanas y óculos se mira la huella del descuido; muy cerca, por derecho propio, descolla la magnífica cúpula de la catedral y las dos torres gemelas que la enmarcan. Techos hay que nos remiten a la nostalgia, como el domo de vidrio que cubre el palacio federal y nos evoca al excelente plafón que tuvo el teatro de los héroes –incendiado por un piromaniaco–. Pero si de bellos domos queremos hablar, queda originalísimo el de la casa de los Horcasitas en la avenida Juárez. Techos –también los hay– desconcertantes, como el extravagante de la iglesia de Nuestra Señora del Refugio, infeliz solución de la arquitectura art deco en plena decadencia, mas no le va a la zaga la feísima cúpula del

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Sagrado Corazón, intento de un arte románico que pudo haber sido y no fue. Sin embargo, en compensación por lo visto y en medio de una asamblea de cipreses, se puede uno solazar con los tejados de estilo colonial californiano que dejaron sembrados en la década de los cuarentas por el rumbo de las avenidas Cuauhtémoc y Zarco los nuevos ricos a los que hizo justicia la Revolución. En lontananza, dejando perder la vista (no lo miro pero lo imagino), el gran palafón que cubrió el patio central de la Quinta Carolina, testigo de rigodones y romances porfirianos, ahora destruido y habitado por fantasmas y murciélagos. Polvo de las glorias terracistas, sólo queda la azotea de cristales del Centro Cultural, como un deseo desesperado de asirse a un pasado que se resiste a morir. Tejados y techos, multicolores y variopintos, interrumpidos por agujas, veletas y La Trinidad, que alguna vez arrulló a la modorra de la canícula en los años cincuentas, hasta que el vibráfono de esta iglesia metodista enmudeció. Techos que nos cuentan la historia de sus dueños; zona donde terminan los edificios y las ambiciones de los que habitan; visión diferente de una ciudad que creemos conocer. Llega el crepúsculo y en las siluetas de las torres y tejados los ojos brillantes de los focos empiezan a encenderse. Una parvada de palomas rompe el ámbar del anochecer, mil golondrinas se acurrucan en el pentagrama de los alambres telefónicos. Una enfermera con pasos leves de felino se acerca y me saca de mis cavilaciones para decirme que mi madre está muy grave y la llevan a terapia intensiva. La ciudad duerme, y los techos, que se han hecho negros, cobijan una vez más las pesadillas de sus habitantes.

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El mercado de la Reforma y la Merino Las primeras fotos ¡Oh tierra en que nací, noble y sencilla! N ÚÑEZ DE ARCE

aseando en aeroplano. La ilusión de mis seis años hecha realidad por un fotógrafo de la plaza Merino. El retrato no miente: ahí estaba yo con mis tíos, asomándonos por la ventanilla de un avión más surrealista que los de Picasso. Abajo el inverosímil paisaje de color pastel y un cielo más azul que el de Chihuahua. Mis amigos me lo creyeron; yo mismo terminé por no saber si era verdad o no aquel viaje imaginario en aeroplano... gracias a la magia de un fotógrafo. Los colores de Tamayo Olores, colores y sabores: fiesta de los sentidos. Donde terminaba la policromía de las piñatas empezaba la de las frutas. Toda tentación de un paraíso. Aquí descubrí el arte que se escapaba de los huacales recién llegados de Tlaquepaque. En esta enorme galería me perdí en el mundo de las formas, de las voces que pregonaban mercancías exóticas. El ritual de monjes laicos que se disputaban el alma de los marchantes. El mundo sublime del mercado de la Reforma, donde perdí el sentido del tiempo.

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Nieves de la infancia “El Popo,” decía con letras rojas sobre un inmaculado blanco el estanquillo que vendía las nieves de limón en barquillos. Enormes árboles sombreaban las baldosas y en medio cantaba la fuente su monótono estribillo de cristal. El bolero daba cháin y las caras de los niños hacían pucheros reflejados en las jarras panzonas de agua de horchata, jamaica y limón... pura delicia y sabor mientras el sol quemaba. El neón de la modernidad Cae la noche: las luces de neón se encienden en colores de caramelos con miedo de que se las coma la oscuridad. Sinfonía de olores y sabores llena la calle Doblado: enchiladas, carnitas, atole y champurrado. Se amontonan los clientes en Los agachados para devorar con fruición de hambrientos los potajes. Un radio con lucecitas que toca en la XEFI , con voz gangosa canta: Voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud, con su perfume de humedad.

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Las canciones de mis tías Frente al tripié de la cámara está el caballo brioso, esperando al jinete. Yo, el jinete que llegó de la Sierra, me pongo el sombrero charro y me subo al cuaco. Las piernas no alcanzan los estribos. La cámara hace clic y mi estampa queda para la eternidad en el álbum de mis tías. La cámara falló. En el retrato no se ve mi corazón que estaba a punto de reventar por la emoción del momento. Cerquita, un hombre tocaba en la guitarra: En la frontera de México fue...

La plaza de Merino Los álamos y fresnos juegan arriba con sus ramas abrazándose para dar sombra a la multitud que descansa abajo, sentada en las bancas de fierro. Niños jadeantes en el verano. Esta plaza era el centro más popular de Chihuahua; los caminos de todos los pueblos llegaban aquí. Los melones y sandías de Rosales formaban montones olorosos en sus rincones. Mientras, adentro del mercado, las jaulas vacías esperaban a la mujer que les destinaría algún canario para habitarlas.

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El padre

os detendremos en algunos pormenores de la vida del padre de Martín Luis Guzmán, tomando en consideración que es el personaje que más influyó en las ideas y conducta del escritor chihuahuense. A través de sus escritos suele referirse a él y transcribir anécdotas que explican, sobre todo, el liberalismo profundo que campea en toda la obra del hijo. El 14 de junio de 1875 el padre se graduó como subteniente de infantería y fue adscrito al Batallón de Libres; participó en el combate de Tierra Colorada el 30 de septiembre de 1876 y se hizo acreedor a una medalla que le concedió el estado de Yucatán por su combate contra los indios mayas. En Chihuahua, desde el 20 de septiembre de 1881 hasta octubre de 1886, tuvo una activa carrera luchando contra los apaches. De regreso en la ciudad de México se distinguió en las prácticas militares en el Colegio Militar que dirigía el general Juan Villegas. Da la impresión de que Guzmán fuese predestinado a la lucha contra indios rebeldes, pues en 1902, bajo las órdenes del general José María de la Vega, concurre a la pacificación de los indios yaquis de Sonora. Sin embargo, el coronel Guzmán tuvo otras actividades ajenas a los campos de batalla, por ejemplo: después de su estancia en el Colegio Militar en México, se le designó como subdirector de la Escuela Naval Militar en la ciudad de Veracruz, razón que condicionó el traslado de su familia hacia aquel puerto. La vida azarosa del coronel tuvo sus momentos amargos, como el proceso que se le siguió el 8 de septiembre de 1903 por el delito de abuso de autoridad, habiendo sido arres-

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tado mientras se dictaba la sentencia; sin embargo, en documento del 27 de marzo de 1907 se aclara que la sentencia dictada fue absolutoria. Ya con el carácter de coronel de infantería, concurrió con su batallón para unirse a la campaña que se realizaba en Chihuahua contra los rebeldes de Orozco. Encontrándose en la acción que tuvo lugar en el Cañón de Malpaso, el 18 de diciembre de 1910, resultó gravemente herido, y falleció en la ciudad de Chihuahua el 29 del mes y año mencionados. En el discurso que Martín Luis Guzmán pronunció en la Academia Mexicana, relata lo siguiente: ...aquella noche el niño sostuvo un diálogo con su padre. “¿Qué es esto?,” le preguntó, mostrándole el instrumento que había descubierto arrumbado. “Una brújula.” “¿Y por qué esto apunta siempre hacia allá?” “Porque allá está el norte. Cuando crezcas y seas hombre, también tu serás así. Sabrás donde está tu norte y no te extraviarás.”

Pocas noches después hubo otro diálogo. A tres calles de la casa del niño acababa de morir un hombre famoso llamado Guillermo Prieto, de quien todos hablaban apodándolo “el romancero.” ¿Qué quién era Guillermo Prieto? Le contestó su padre: “un gran liberal; con su palabra salvó a Benito Juárez de la muerte que iba a darle un pelotón de soldados.” ¿Y quién era Benito Juárez? “Otro gran liberal, el mayor de todos.” Desde entonces, dos frases de aquellas explicaciones paternas se le grabaron indeleblemente, pero las dos ligadas, las dos casi unidas en una sola, sin saber él por qué: “ser un gran liberal,” “tener un norte como las brújulas.”

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Ciudad Cuauhtémoc: cruce de vías ¡Oh, cielo que alumbraste mi inocencia!

1653

stoy destinado a la derrota. La bruja de Napavéchic me lo ha predicho: un día me moveré como fruto muerto en un pino de Tomóchic. No importa, antes cambiaré en cenizas lo que han hecho los blancos. Nunca en esta tierra había caído tanta hipocresía. Nos hablaron de amor; untuosos nos bautizaron, y mientras nos endulzaban con palabras melosas, en colleras, como esclavos, nos llevaron a las minas de Parral. La libertad murió en la Sierra. He encendido en una hoguera todas las misiones del valle, que parecía una ascua. Sólo el fuego purificará esta tierra profanada. El lucero ha saltado; dentro de unos instantes seré un erizo de flechas suspendido de un pino. Yo, Gabriel Teporaca, me traicioné creyendo en la labia de los cristianos, yo...

El viento helado de marzo de 1653 calló su último reclamo.

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1687 El llano es un hormiguero. A la cristalina voz de la plata vienen todos. Este año de 1687 se han descubierto las vetas de Cusihuiriáchic y la estepa se ha llenado de una dolencia que sólo cura la plata. Los indios de aquella tierra corren en desbandada, pero en sentido contrario a los mineros y mercachifles. Un clérigo, el padre Manuel Fernández de Abeé, bendice la parroquia más septentrional de América; lleva el nombre de una criolla peruana: Santa Rosa de Cusihuiriáchic de los tarahumares.

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1834 Como río que se desborda, desde la sierra de Pedernales los apaches inundan la pradera. Se mueven con la velocidad del viento, a su paso arrastran a bestias y reses. El fuego de los ranchos encendidos ilumina al llano plateado por la luna de octubre. El tropel y los gritos de los apaches se pierden en las estribaciones de la sierra de Zamaloapan. En el valle sólo queda desolación y muerte: cadáveres de hombres y caballos; cráneos sin cuero cabelludo que brillan con la luz fúnebre de la luna... en la laguna de Bustillos hilillos de sangre. 1866 Yo, Juan José Méndez, sin poderme levantar de la cama, declaro que creo en la Constitución de 1857; que la juré en Chihuahua y la he defendido hasta donde mis fuerzas me lo han permitido. Yo con los rifleros de Cusihuiriáchic derrotamos a Bárcenas en 1860, después de la refriega del Arroyo del Mortero. Y al frente de los vecinos de ranchos de Santiago sometimos a los imperialistas de la Hacienda del Rosario... y fui sorprendido por Carrasco en Cusihui-riáchic y he tenido que huir de casa de mi compadre Daniel Caraveo en los Álamos.

Un ruido de cascos de caballos irrumpe en el silencio de la noche. Cae la puerta de la habitación: Carmen Mendoza y Faustino Carmona descargan sus pistolas sobre el moribundo. Sin sacar el cadáver incendian la casa y se alejan gritando: “¡Viva el Emperador!”

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1916 Telegrama urgente: Desde Bachíniva (coma) por El Rubio (coma) nos desplazamos hasta San Antonio de los Arenales (punto) La razón fue que se informó que Villa en su huida de ciudad Guerrero rumbo a San Borja (coma) estaría merodeando por esta área (punto) Escogí este lugar por ser el más adecuado para que aterricen y se muevan los aeroplanos que peinan la zona (punto) Solo viven aquí unos chinos y algunos mexicanos que atienden la estación (punto) Gral. John J. Pershing (punto) Comandante de la Expedición Punitiva (punto) San Antonio de los Arenales (coma) a 25 de marzo de 1916 (punto)

1922 Espejo que refleja al cielo es la Laguna de Bustillos; cuando los patos silvestres nos quiebran su tersura, en sus aguas se contemplan aldeas que vinieron desde Holanda. Casas de puntiagudo tejabán de donde salen mujeres rubias de ojos glaucos, escapadas de libros de la Edad Media. Niños y muchachos corren entre los girasoles como ángeles blondos en fuga de un cuadro de Rubens. Un caballo percherón trisca la hierba pensando en la primavera de 1922 en que lo bajaron del tren.

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1991 Los hombres rubios de esta tierra rezan en alemán pensando en Menno Simmonis; y Simmonis quizá pensó en estos menonitas mexicanos cuando murió en su retiro de Holstein, en Dinamarca, en 1561. Quizá su espíritu pacifista descanse acá, con sus hermanos que hallaron calma en esta frontera de guerra. Los mestizos (¿o criollos?) rezan a San Antonio y a la Virgen de Guadalupe en español, sin olvidar las minas de Cusihuiriáchic. Quizá los antiguos señores, los indios, rezan también en tarahumar al sol y a la luna, sus viejos dioses, mientras pululan como mendigos en esta tierra en que fueron señores y a la que sus conquistadores, en el colmo de la ironía, bautizaron con el nombre de otro indio: Cuauhtémoc, en la lengua de los déspotas del sur. Mientras, en la Laguna de Bustillos se baten al viento las espadas de los tules, desafiando al ecocidio de Celulosa.

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Satevó: los hombres de a caballo

inceladas violetas sobre un horizonte de oro: en el confín de la Sierra de las Brujas, el cerro de La Campana y, aquí más cerca, los riscos de la sierra de Los Frailes, cuyas laderas lame el río de Santa Isabel. En la cresta de La Chaconeña, un hombre flaco en un caballo alazán, torciendo el cuerpo sobre el fuste, contempla el infinito. Las manos ásperas de mezquite hecho carne sujetan las riendas. El viento juega con los mechones apelmazados que se salen del sombrero. El tintineo de las espuelas rompe el silbido del aire. El hombre otea la lejanía, y entre los remolinos que se forman en los barbechos divisa un pueblo color tierra: es un pueblo de adobes que se llama Satevó. Un día como este, cuando el otoño amenazaba hacerse invierno, ruido de cascos y polvo de la tarde deja-

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ban ver sotanas negras de hombres con ojos rojos que querían el cielo para ellos y los indios. Otro día, 3 de diciembre de 1640, dos jesuitas, José Pascual y Jerónimo de Figueroa, rodeados de unos cuantos tarahumares asombrados y curiosos, celebraron una misa y decidieron hacer un pueblo el que llamaron San Francisco Javier de Satevó. El jinete que dejamos en la sierra sigue hurgando el llano. Tropel de reses y de bestias que se derraman sobre los gatuños como arroyo fuera de madre. Es el ganado del mayorazgo; las vacas que por miles mete Valerio Cortés del Rey, el ensayador de Parral, hermano de la Tercera Orden, que cada día tiene más tierras en las que se mueren más indios. Desde Conchos hasta Satevó, ni las ortigas se mueven sin su permiso. Don Valerio puso su marca en estas tierras que llenó de vacas y sementales. Los fantasmas de sus vaqueros aún recorren el llano entre víboras de cascabel y mezquites. El jinete de la sierra sigue absorto; el caballo pega con su herradura en el malpaís y saca chispas. El hombre adivina, otea y ve venir como nueva creciente a mil garañones montados a pelo por los apaches; son los indios de las noches de luna que llegan y se llevan el ganado para hacerlo tasajeras de cecina. Son los bárbaros dueños del desierto que le quitan el cuero cabelludo a los que se les oponen. Son el último relámpago de una naturaleza milenaria. El caballo y el hombre ya son una sola cosa; el sol declina en la sierra y la silueta ecuestre se alargó como queriendo detener la luz. El hombre ve, casi sueña; del rumbo del cerro de La Silla viene un puñado de hombres cabalgando; son prietos, surumatos; los uniformes viejos, llenos de lamparones y polvo, no ocultan el hambre y la pobreza. Los guía un general, es Villagra, el que dice, apretando una bandera mexicana más amarilla que

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tricolor, que están salvando a la República de los franceses; que quieren que les den carne seca para seguir su camino a Guadalupe y Calvo. Las mujeres, quebrándose los dedos, ven perderse a los héroes en los repliegues del lomerío. La patria se acordará de aquel gesto de sus hijos de Satevó, cuando estuvo a punto de perderse. El cielo es un cuajarón de sangre, el sol se mete en la sierra. El jinete sigue atento, mirando, viendo las casas más cerca, aguzando el oído. Y, de nuevo, tropel de cascos, hombres que gritan y cananas en el torso. La gente de Villa está en su ambiente; nacieron en los páramos de Satevó y saben sortear a los gatuños y a los políticos. La terrosa iglesia que hicieron los jesuitas es un horno; en las torres se parapetan los últimos sociales. Las balas silban entre los gritos. Una bandera blanca y el silencio. Villa nuevamente ha demostrado ser el amo del llano. Es otro frío año, 1918. La Revolución está en el aire. La noche espesa ha caído, nuestro jinete se pierde en las sombras de la sierra. Estrellas perdidas, las luces de las casas se encienden a lo lejos. El viento con una nieve seca barre las praderas, ulula entre las ortigas secas. El frío lo mata todo, sólo un coyote famélico se pierde, dejando huellas sobre la nieve que empieza a caer. De entre las tazoleras sale en oleadas la música de una rocola que nos habla de Camelia la texana, de los héroes de la mariguana y de los hombres del pueblo que se han ido, como herida que sangra, para el otro lado. La vieja, moviendo el rescoldo, espera que algún día regrese el hijo que la dejó para perderse a Texas. Satevó cumple 350 años de fundado.

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Gustos y disgustos de la villa de San Felipe del Real de Chihuahua durante el siglo XVIII

í, es cierto. Si en pleno Siglo de Oro de España se descubrieron las minas de Parral y con su plata se sentaron los cimientos del futuro estado de Chihuahua, la capital del estado de Chihuahua se formaría en el siglo siguiente. Así pues, la infancia de nuestra ciudad nacería con la dinastía de los borbones, y en resonancia de esta génesis será la cédula real de Felipe V, que de algún modo determinó que el Real* de San Francisco de Cuéllar se transformara en San Felipe del Real de Chihuahua. Ya lo decía con parsimonia el corregidor don Antonio Gutiérrez de Noriega al contestar a una orden del virrey conde de Revillagigedo en 1752, sin disimular entusiasmo: Esta mina fue la primera que resonó con su voz de plata el clarín de la fama, llegando el eco de su abundancia a todos los confines de esta tierra, pues siendo dos pobres solos los descubridores, después concurrió de todas partes diversidad de gentes para adquirir de los metales que

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Real de Minas: Entre las muchas palabras de origen árabe en el castellano, aún sin etimología, figura “real,” sitio donde está acampado un ejército; en portugués “arraial,” que nada tiene que ver con rey. Se trata del árabe “aryal,” gran conjunto de bestias, ejército. Por eso en España se llama todavía “el real de la feria” al lugar donde se agrupa el ganado. El hecho de que en los campamentos se encontrara a veces el rey motivó la etimología popular de “real” recogida por los diccionarios. Pedro de Alcalá trae en su Vocabulario: “real de gentes armadas, mahale,” o sea “mehala, cuerpo de ejército regular en Marruecos”. Aryal a es plural de riyl, “pie, pata trasera de un animal.” Parece, pues, que la acepción de


pródiga manifiesta la tierra, en tal número que pudieron formarse dos poblazones en pocos meses, y en pocos años se hizo el uno tan crecido que es lo que hoy se llama Villa de San Felipe el Real.”

Pero no saltemos tan delante como el corregidor, ni tampoco regresemos tanto que nos perdamos en hablar de la hacienda de San Cristóbal, donde hoy está Nombre de Dios, y que se mercedó en 1602 nada menos que a don Cristóbal de Oliva, hermano del apóstol de los conchos fray Alonso de la Oliva. Lo mencionamos sólo para que se sepa que el flamante real de minas no surgió del yermo, y que la comarca ya estaba poblada desde mucho antes que la plata le diera el lustre de villa. Olvidemos el intento que el capitán Juan Fernández de Retana soñó en 1707 de crear una alcaldía mayor para mejor administrar la riqueza que fluía de Santa Eulalia de Mérida, el verdadero venero al que nuestra metrópoli le quitó el privilegio y la plata, y todo por no tener agua. Que descanse en paz Retana, que falleció en febrero de 1708 llevándose sus sueños a la tumba, y solo dejó a la vera del Chuvíscar una hacienda de beneficiar metales con su capilla dedicada a Guadalupe, de la que era devoto, que sería el primer templo de la población en la junta de los ríos Chuvíscar y Sacramento. ____________________________________ arayal, a “manada de toros o vacas,” es anterior a la de “ejército.” Las acepciones del portugués arraial son más amplias que en español, por ser lengua más arcaizante; puede decirse en esa lengua: “campos cheios de pacíficos arrayaes de gente” (véase Dicción, de Moraes); en México sólo quedó el “real de minas,” en franca alusión a la presencia de autoridades reales en un yacimiento mineral o, por extensión, a donde hubiera algún destacamento de soldados (véase Castro, Américo: La realidad histórica de España, 1954, p. 105). Hay dos casos curiosos en el norte de México: el de la Villa de San Felipe del Real de Chihuahua, en el que la alusión es a Santa Eulalia, mineral llamado primeramente Chihuahua; y el de la Villa de Llerenas del Real de Sombrerete, en el que el título de “villa” se supedita a un real de minas.

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No terminaba ese año cuando el nuevo gobernador, don Antonio de Deza y Ulloa, convocó a “mineros y vecinos” para que decidieran el futuro tangible de aquellas minas. En la mañana de un dorado otoño, el 12 de octubre de 1709, se asentaron los autos de la fundación del nuevo real de minas al que se nombró San Francisco de Cuéllar; lo de Cuéllar para halagar al virrey en turno, que era gran amigo del gobernador. La escena se desarrolló en la hacienda de Nicolás Cortés de Monroy, en la cañada que llevó su nombre, ahora tan olvidada. Después se repartieron solares en los baldíos que quedaban de las cinco haciendas que ya estaban junto al río; esto sin mentar los prósperos trigales que desde hacía veinte años cultivaba don Domingo de Apresa y Falcón en Tabalaopa y, por supuesto, respetando los derechos de don Ildefonso Irigoyen y las dos misiones de indios aledañas: San Antonio de Chuvíscar y San Cristóbal de Nombre de Dios. De Cusihuiriáchic llegaron la mayoría de mineros y comerciantes, incluyendo al cura José García de Valdés, a quien no estorbaron los hábitos para meterse a minero; junto con su hermano Antonio pobló una hacienda de beneficios de metales donde hoy está la iglesia de Santa Rita. Pero entre todos, el mejor fue el sargento mayor don Juan Antonio de Trasviña y Retes, con su opulenta hacienda de sacar plata llamada Nuestra Señora de la Regla; fue él quién generosamente donó terrenos al lado derecho de la acequia que iba hacia su hacienda para trazar la plaza de armas, las casas consistoriales y, agregando dieciocho mil pesos más, levantar la nueva parroquia de San Francisco que acompañaría su advocación con la que quiso su patrón: Nuestra Señora de la Regla. Viendo el noreste y a los lados del camino que cruzaban los vecinos que venían de Santa Eulalia trayendo

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las recuas el metal para las haciendas empezaron a aparecer las casas y comercios, de modo que en un año ya era calle, los vecinos la bautizaron con el nombre de calle Real, la que hoy llamamos calle Libertad. Ahí puso su casa el cura, y por supuesto, enfrente la del señor corregidor, cuando ya el viejo Real de San Francisco mudó su nombre y condición al titularse como villa en 1718 con el nombre de San Felipe del Real de Chihuahua, todo por las diligencias y empeño que puso el coronel don Juan Felipe Orozco y Molina, que con el no menos valioso apoyo de don José de Orio y Zubiate consiguieron que el virrey Marqués de Valero emitiera el 10 de octubre de 1718 un decreto que daba condición de Villa al Real de San Francisco. Eterno recuerdo para el coronel Orozco y Molina sería el nombre del enhiesto cerro que con su peña agujerada sigue siendo vigilante de la villa que nació a sus pies. Población que llegó a ser el centro político y comercial de una provincia cuyos límites se perdían en el desierto, la nueva villa siguió teniendo el corazón de plata, y su esencia la formaban los mineros; un escritor de aquel tiempo, don Matías De la Mota Padilla, nos da una descripción tan viva de esta gente, que cedo a la tentación de transcribirla: [...] de haber en los desechaderos metales es tan común, que este es el motivo de haber muchas gentes en los reales de minas; unos de operarios con salarios, otros a comerciar, y otros se mantienen de andar jalpacando los terreros. Porque los dueños de minas sólo cuidan de los metales conocidos por buenos, y los tenateros, por descuido y más por malicia, entre las tierras y tepetates, sacan metales y los arrojan al terrero en donde están sus familias y amigos, que se aprovechan del descuido o del hurto, propensión a la que tanto se inclinan. Más que por el salario sirven por hurtar metales, sin que baste que el dueño de

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la mina les permita en cada saca una piedra de mano, que llaman pepena, y conociendo que siempre es la mejor, se les hace a los barreteros y tenateros que en la boca de la mina pongan sus pepenas y se les da la mitad para ellos, la otra mitad para el dueño; de suerte que los rescatadores compran dichos metales a los operarios al fin de semana [...] y lo del dueño no se utiliza; porque a más de pepena manifestada y partido, agregan los demás hurtos que no son averiguables; y si los dueños lograran lo que les hurtan, no hubiera en la semana siguiente quien les trabajara, porque en solo el día domingo que reciben el dinero, se visten de cintos de tela, medias de seda, pañuelos de encajes; compran trabucos, cuchillos, sombreros, capotes, chupas, gabanes. Mas luego que los han lucido en ir a misa, se salen a los arrabales, donde arman juergas y beben de tal suerte que otro día quedan tan necesitados, y aún más que antes que hallasen convivencia; y desnudos se vuelven a entrar a las minas y así se mantienen, trabajando.

Y nosotros decimos que no es tanta la diferencia entre aquellos mineros y los actuales, aún después de dos siglos. La villa crecía, y con su opulencia crecían las necesidades. Los jesuitas, con fama bien ganada por su saber y labor en la Tarahumara, creyeron en el gobernador don Manuel de San Juan y Santa Cruz, que los invitó a que escogieran solar frente a su casa para formar un colegio en que se educaron los hijos de los caciques tarahumares, y atendieron a la formación de los niños de la villa. El virrey Valero dio su anuencia y, a principio de 1718, los padres Luis Mancuso, Ignacio Estrada y Antonio Arias tiraron los cordeles para levantar los muros de lo que se llamó Colegio de Nuestra Señora de Loreto. Y la magnificencia del gobernador compró las haciendas de Tabalaopa y Dolores para que con los esquilmos se sostuviera tan benéfica institución. Fue

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nuestro colegio el más lejano de la América Septentrional, y primero en estas latitudes donde se habló latín y se leyó a Virgilio. El otro rico minero, casi fundador, don José de Orio y Zubiate, no queriendo quedar a la saga, también donó terreno suficiente frente a la primitiva capilla de Guadalupe, en donde fray Miguel de Najar formó la iglesia de la Tercera Orden, dedicada a San Antonio, y ocupó un amplio lote para hospicio y futuro convento en el año de 1715, mismo en que se adelantó un poco a los jesuitas al echar a andar, con auxilio de un temastián, la escuelita de primeras letras que tuvimos por estos rumbos. Hoy es el templo de San Francisco. Visitador de estas tierras donde sembraron la fe los hijos de la provincia franciscana de Zacatecas, fray José Arlegui, al escribir la crónica de su provincia en 1735, da noticias de la villa de San Felipe: Este año en que escribo esta crónica, tendrá Chihuahua, a lo menos, veinticinco mil personas dentro de la villa, teniendo la calle principal, entre otras muchas que la adornan, a lo menos media legua de distancia, sin que haya hueco de casería [sic] ni por un lado ni por otro en toda ella [...] al fin de la calle, poco menos, está la parroquia de tres naves de cantería, que aunque no está acabada del todo, está tan primorosa que puede servir de iglesia catedral.

Y no andaba errado nuestro fraile en su vaticinio, pues cien años después esta parroquia sería sede episcopal. Quizá el entusiasmo ofuscó un poco al padre Arlegui cuando asegura que ya vivían en la villa unos veinticinco mil habitantes, pero lo importante fue que en medio de aquella “soledad, mustio collado,” como dijo el poeta, el trajín de Chihuahua le pareció tan explosivo, junto con la parroquia que lo enamoró, y no tuvo empacho en usar el hipérbole.

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Con gran solemnidad, como correspondía a un cabildo municipal, se preparó el juramento para el nuevo rey de Castilla y las Indias Occidentales, Su Majestad Luis I, con motivo de la abdicación, el 15 de enero de 1724, de su padre Felipe V. La gran fiesta se preparó meticulosamente para ser celebrada el 24 de diciembre del año mencionado. Hubo corridas de toros, mascaradas y se corrieron cañas, y junto a los actos profanos se multiplicaron los actos religiosos en que los clérigos de las distintas órdenes competían con sus mejores sermones. Finalmente, hecho el juramento, irrumpieron los cohetes y las luces en el cielo oscuro de Chihuahua, las campanas se lanzaron a vuelo y antes de la misa de gallo se entonó un Te deum en que participaron los inditos tarahumares de la misión de Satevó. Se echó la casa por la ventana. Los mineros no pararon en minucias al distribuir al público medallas de plata con la efigie del nuevo rey. Lástima que mientras los chihuahuenses bailaban por su monarca y aplaudían obras de teatro, Su Graciosa Majestad ya gozaba de mejor vida, pues había fallecido en Madrid el 31 de agosto de aquel año, y para esas navidades ya eran sus restos suculento manjar de los gusanos. La historia nos jugó una broma. Cuando cala la canícula, el 21 de junio de 1725; la villa de San Felipe estaba de fiesta, las campanas repicaban sin cesar. Bajo los árboles de la plazuela de los Uranga, frente a la casa de Trasviña y Retes, una multitud abigarrada y varia de indios que hablan lenguas distintas: apaches cautivos traídos de Nuevo México en las carretas llenas de cueros de cíbolos y costales de piñones; conchos que mascullaban el castellano ofreciendo sandías y melones que traían de su tierra; tarahumares con la piel desnuda ofreciendo guaris y yerbas medicinales; en fin, mulatos y negros de las minas, que completaban ese mundo en formación del que nacería Chihuahua.

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Decíamos, pues, en un soleado día de solsticio, cuando cubierto con brillante capa pluvial, mitra y báculo dorado, parsimoniosamente, su Ilustrísima, el obispo de Durango don Benito Crespo y Monroy, colocó la primera piedra de la nueva iglesia parroquial, teniendo en su fantasía la filigrana de cantera que hoy es nuestra catedral, flor de piedra barroca en medio de la aridez del norte. Así transcurrió un siglo de esfuerzo y constancia en que los chihuahuenses fueron pagando piedra por piedra del que sería su mayor anhelo, un templo monumental a la altura de sus sueños y su futuro. Fue su primer párroco el padre Juan Bautista de Lara, y se concluyeron sus altares hasta principios del siglo XIX . El mismo autor De la Mota Padilla, ya citado, entusiasmado nos hace una descripción de las minas de Chihuahua: Parece que ha llegado el tiempo en que la Divina Providencia ha querido manifestar sus tesoros, ya no por el modo regular que hasta el siglo [XVIII] se han descubierto las minas, en vetas y veneros de metales ricos, que es necesario seguir y laborear haciendo cruceros, pozos y labores. En el real de Chihuahua no son minas, sino bodegas y almacenes, en donde con la cubierta de una peñas parecen fabricadas bóvedas, en cuyas cuevas de tierra floja, color de yema de huevo, algo más pardo, es el metal del que se saca la plata y, en acabándose uno de estos bodegales [sic] o golpe de borra se descubren otras [cuevas] que se conocen por el retumbo del golpe como en hueco. De una de estas cuevas, dice el padre fray José Arlegui, por tres años continuos, desde el 733, estuvo sacando don Manuel de San Juan, de la Orden de Santiago, una semana con otra, veinte arrobas de plata. Ponderación parece, pero los que tienen experiencia no se admiran porque, si en el real, de los asientos de una sola mina de metales, de muy corta ley, en quince años, desde

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el 712 hasta el 27, diezmó en la Caja de Zacatecas don Gaspar de Larrañaga 66,667 marcos de plata, ¿qué fuerza podrá hacer el que don Manuel de Santa Cruz no sacase cada semana veinte arrobas? Ninguna.

A pesar de lo ya dicho por el cronista Arlegui, a mediados del año de 1730 se presentó en las minas de Chihuahua un grave conflicto entre los operarios y los dueños de las minas, destacándose entre ellos don Manuel San Juan y Santa Cruz, que con apoyo del cabildo consiguió que el corregidor Juan Sánchez Camacho expidiera un reglamento que eliminaba todas las truculentas formas en que los mineros sustraían el metal, incluyendo el partido y la pepena. Esto originó la primera huelga de mineros que se registró en Chihuahua, decidiéndose los trabajadores en masa a abandonar el real de minas. Los dueños se quedaron pasmados de la reacción, y rápidamente enviaron un correo al gobernador Ignacio Francisco de Barrutia, que se hallaba en Cuencamé, para que viniera a resolver el conflicto. A la mayor brevedad se trasladó a Chihuahua y citó a las partes en conflicto para el 17 de julio. Los operarios bajaron desde la sierra de El Ojito y consiguieron se derogara el reglamento que los lesionaba; Barrutia hizo que fuera removido de su cargo el alguacil José Borrego y los mineros aceptaron continuar con los “usos y costumbres” que ya ha descrito Mota Padilla. Por 1733 llegó a Chihuahua el gobernador Juan José de Vertiz y Ontañón y trató de disponer de los “propios y arbitrios” del ayuntamiento, lo que provocó graves dificultades, pues el cabildo se opuso terminantemente y envió al procurador de la villa, el síndico Eugenio Ramírez Calderón, a reclamar ante la Audiencia de Guadalajara. Furioso el gobernador, lo cesó de su cargo, y tuvo que refugiarse en la parroquia para evitar que la ira de Vertiz de Ontañón lo metiera a la cárcel. Sigilo-

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samente, Ramírez Calderón se escapó y llegó a Guadalajara, donde aprobaron la actitud del cabildo, “reconvinieron” al gobernador y por real provisión le prohibieron tocar los impuestos que por derecho pertenecían al ayuntamiento. Alarmados en el Consejo de las Indias por los muchos informes “siniestros” que llegaban de los presidios de la Nueva Vizcaya, ordenaron al virrey Marqués de Casa Fuerte que comisionara al mariscal de campo don Pedro de Rivera y Villalón para que realizara una visita de inspección en el norte del virreinato. El mariscal llevó un puntual y meticuloso registro de lo observado, que llamó Diario y derrotero de lo caminado, visto y observado en el discurso de la visita general de presidios situados en las provincias internas de Nuevo España, 1724-1728. De tal informe tomamos algunos datos que se refieren a Chihuahua, agregando que el ingeniero Francisco Álvarez Barreiro levantó por primera vez, el 7 de abril de 1726, las coordenadas de la villa de San Felipe de acuerdo con el meridiano de Tenerife. El mariscal asienta en su diario: El día siete, al rumbo del noroeste franco caminé [...] por tierra quebrada y molesta [...] mirando algunos cerros pelados, que dicen ser minerales; y encontrando con la villa de San Felipe del Real o Chiguagua, población de españoles, mestizos y mulatos, establecida de pocos años a esta parte y de número considerable de almas, situada a la banda sur de un pequeño río que deduce su origen de una sierra intermedia entre los pueblos de Chuvisca y San Andrés de la nación tarahumara, donde paré.

Luego relata que se encontró con la novedad que tenía conmocionada a la villa por la sublevación de los indios de la junta de los ríos Conchos y del Norte, y que por el año de 1715 los había asentado el sargento ma-

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yor don Antonio de Trasviña y Retes, trayéndose para su hacienda de San Bartolo a los indios tapacolmes. Felizmente el lance ya se había resuelto, pues los vecinos de la villa lograron rescatar a los dos frailes que tenían cautivos los indios y apresar a los cabecillas de la revuelta. Después el brigadier hizo observación sobre las coordenadas de la villa y, según él, de acuerdo con el meridiano de Tenerife, la encontró localizada a 29° y 11’ de latitud boreal y en 261° y 50’ de longitud. No fue exacto el cálculo, pero fue el primero que se hizo. La verdad era que para el año de 1738 los metales de Santa Eulalia, más los de Cusihuiriáchic, junto con otros minerales cercanos a Chihuahua, ya representaban una cantidad superior a la de los que llegaban a Parral, por lo que la diputación de la villa de San Felipe gestionó y consiguió se autorizara la apertura de una casa de ensaye de metales con la capacidad de quintar los envíos que se hicieran a México. Simultáneamente se creó, por primera vez, una administración de alcabalas, con ingerencia en mercancías desde Nuevo México hasta Cuencamé. El ilustrado corregidor don Silvestre de Soto y Troncoso manifestó gran preocupación por la educación, y el 1 de septiembre de 1744 solicitó autorización al virrey conde de Fuenclara para abrir escuelas de primeras letras en todos los pueblos del corregimiento. Aunque el proyecto no cuajó plenamente, no debemos escatimarle a Soto y Troncoso el mérito de haber sido precursor de las escuelas públicas en Chihuahua. Nombrado gobernador del reino don José de Cosío y Campa, marqués de Torre Campo desde 1743, retardando el viaje, finalmente llegó a la villa con su hermosa esposa, de la que estaba perdidamente enamorado y con la que hacía pocos meses se había casado, doña María Robledo y Valle. Apenas instalado en la casona

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que fue del gobernador Santa Cruz, mandó tapiar puertas y ventanas, prohibiendo a la marquesa que saliera a la calle, salvo a misa en el templo de los jesuitas, que estaba enfrente de su casa, y acompañada de tres matronas. La marquesa enfermó gravemente y no hubo remedio posible que la curara, por lo que falleció el 23 de septiembre de 1745. Su cadáver fue sepultado con gran pompa junto al altar mayor de la iglesia de San Felipe, a donde ella concurría. El enamorado y celoso marqués quedó destrozado moralmente con la pérdida de su mujer, se sumió en un completo mutismo sin querer que nadie lo viera. Cerró el portón del zaguán con clavos y mandó un escueto aviso a las autoridades diciendo que suspendía su gobierno por cuatro meses, para después separarse definitivamente de su cargo. Abandonó la villa intempestivamente en su carroza el 8 de enero de 1746. Dejó como teniente a don José Velarde Cosío. Cuando falleció el rey Felipe V, el 9 de julio de 1746, y fue exaltado al trono su hijo Felipe VI, los chihuahuenses, más cautelosos que en la ocasión anterior, prefirieron esperar un tiempo prudente para evitar volver a cometer el error que sucedió cuando murió Luis I, así que el juramento, acompañado de grandes festejos, se celebró hasta el 21 de septiembre de 1748. Desde 1738 se había impuesto a los mineros una gabela de cinco pesos por cada millar de onzas de plata que remitían, so pretexto de aplicarse como “gastos de conducta,” cosa que nunca se hizo, pero el impuesto se lo apropiaron para su provecho personal los gobernadores. Enterado el virrey conde de Revillagigedo de este abuso, dispuso que se reintegraran a la villa los dineros que usufructuaron los gobernadores del reino, empezando con Belaunzarán, el compungido marqués de Torre Campo y su sucesor, el gobernador Juan Francisco de la Puerta y Barrera. Satisfecho el cabildo de la villa por

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la reposición del dinero, se decidió invertirlo en resolver el viejo problema de agua que padecía la villa, que se surtía con una acequia formada por canales de madera; era más el agua que se perdía por la desvencijadas canoas que la que llegaba a la población. La opinión de los ediles fue unánime para que se iniciara la construcción de un acueducto de “cal y canto” que surtiera del líquido a la villa. Se diseñó el proyecto y, a principios de 1751, se dio inició al acueducto actual, prorrogando el impuesto a los mineros hasta que se concluyera la obra. Para 1758, el gobernador coronel Mateo Antonio de Mendoza se desplazó desde la villa de San Felipe para fundar en la hacienda de El Carrizal el nuevo presidio, que protegería a la villa de los indios bárbaros; llamándolo San Fernando de las Amarillas del Carrizal y ubicando en él a los soldados que estaban en el presidio de El Paso, llamado de San José y Nuestra Señora del Pilar. Por esas mismas fechas llegó a Chihuahua un nuevo corregidor, don Ramón de Mariñelarena, un navarro emprendedor que se metió de minero e hizo un ingenio para moler metales por medio de un mortero que movía con agua que desviaba del acueducto. No resultó exitoso el aparatoso proyecto, pero quedó como recuerdo el que a un barrio de Chihuahua se le siga llamando El Mortero. En lo que sí atinó Mariñelarena fue en la propuesta que trajo al obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle para declarar como patrón de los mineros a San José, el 19 de marzo de ese año, desplazando al patrono antiguo, que era San Nicolás Tolentino, que daba su nombre al barrio ubicado más allá del arroyo de Zubiate o de la Manteca, en lo que hoy conocemos como colonia Obrera, y además se nominó al hospicio de los franciscanos como de Señor San José. Y ya encarrerados en patronatos y festejos religiosos, imitan-

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do lo que se hacía en la ciudad de México, el 12 de diciembre de 1758 se juró en Chihuahua a la Guadalupana como patrona de toda América. El ayuntamiento aceptó la celebración del 12 de diciembre como fiesta obligatoria y destinó propios para costearla. Recién llegado a la villa de San Felipe, en 1761 el nuevo gobernador, coronel José Carlos Agüero, inició los preparativos más suntuosos para la jura del nuevo soberano de España y de las Indias, don Carlos III. Los ágapes y saraos se prolongaron hasta el 2 de octubre de 1762, cuando Agüero, quizá aún con la cruda de tantos festejos, tuvo que marchar a Veracruz, donde lo demandaban compromisos militares urgentes al iniciarse la guerra entre España e Inglaterra. Regresó Agüero en abril de 1764, y un poco después crearía el servicio de correos entre Chihuahua y Durango y designaría primer oficial en este servicio a don Felipe Beltrán del Río. Las incursiones de los apaches cada día eran más frecuentes, merodeaban en los alrededores del corregimiento, poniendo en grave riesgo ganados y sustento para la población, por lo que el brigadier don Mateo Antonio de Mendoza, viejo militar ya con tiempo avecindado en la villa y ahora con título de gobernador, decidió traer de Güejuquilla un grupo de soldados que sirvieran de resguardo en el Valle de San Buenaventura y garantizaran el traslado de las cosechas que urgían para Chihuahua. Así nació en 1764 un presidio al que llamaron La Princesa, que después se mudó a donde hoy está el pueblo de Galeana. Los indios, al menos, se alejaron un poco de la villa, y la relativa tranquilidad de que se gozó fue aprovechada para que en 1765 José Yánez organizara varias funciones de teatro y maromeros para deleite de nuestros abuelos. Pero el austero gobernador no estaba para fiestas. Emitió un bando en que ordenaba que a todo el que fuera encontrado en la vía

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pública en estado de ebriedad, sin atender a su calidad o clase, se le llevara a la plaza de armas y se le vistiera con túnica y birrete rojos y luego con un embudo se le diera a beber agua hasta que le saliera por la nariz, y después ahí mismo se le dejara dormir la mona por tres horas ante la expectación pública, para que el castigo sirviera de ejemplo a todos los adoradores de Baco. Pero la villa tenía salones de trucos donde se jugaba billar; dos rebotes donde se hacía gala de destreza con la pelota; una que otra taberna de mala fama con damas que vendían caricias. También, anexa al Colegio de Loreto de los jesuitas funcionaba una botica que los padres solían surtir convenientemente para vender los casi milagrosos remedios que el hermano Juan de Esteyneffer recetaba en su imprescindible libro Florilegio medicinal de todas las enfermedades, editado por Joaquín de Ibarra en México en el año de 1712. Dice en su capítulo LIV: “San Pantaleón, médico y mártir, es abogado de las almorranas, que son...,” y luego pasa a describirlas como ya las ha de conocer el lector. Enseguida transcribimos algo del tratamiento: [...]refregar las almorranas con un paño áspero, o con hojas de moras o de higuera; aplicar en la parte polvo del estiércol de las palomas, amasado con enjundia de marrano o con tuétano de vaca, o amasar dicho polvo con la hiel de toro y aplicarlo tibio.

No nos queda constancia de ningún enfermo que avale el tratamiento, pero lo que sí quedó como tradición entre todos los chihuahuenses fue el uso y abuso de las lavativas, a las que era muy proclive en sus tratamientos el hermano jesuita. Ningún obispo recorrió tantas leguas para visitar su diócesis, que no tenía fronteras, como lo hizo por dos veces el obispo de Durango, don Pedro Tamarón y

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Romeral, el que en su periplo llegó a la villa de San Felipe, y en su diario anotó, en el año de 1765: Es una de las poblaciones más cuantiosas de este obispado, si no la mayor; su comercio es el mejor, sus habitantes son españoles, mestizos y mulatos [es curioso que el obispo no incluyera indios]. Sus familias seiscientos y noventa y dos, y en ella cuatro mil seiscientos cincuenta y dos personas.

Después de dar cuenta y razón de los lugares que pueblan el corregimiento, pasa a informarnos: [...] como a un tiro de fusil de la villa, se ha ido formando un pueblecito de indios yaquis que tiene ciento y tres personas, agregado a una ermita de Nuestra Señora de Guadalupe.

La tal ermita es el actual santuario dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe, que años antes desplazó a la titular original Santa Ana, a la que un buen devoto le había construido una pequeña capilla. Después el obispo describe los demás templos: el de la Compañía de Jesús, el de la Tercera Orden de San Francisco, y continúa: “...a las goteras del lugar, está una capilla o ermita de San Lorenzo.” Esta fue la que hoy se llama Santo Niño, y se construyó en la hacienda del padre Nicolás de las Heras por los viajeros y trajinantes que venían o iban al Paso del Norte. La descripción es larga, por lo que Su Ilustrísima nos informa: Hay aquí muchas minas de plata, que en gran parte de ellas se saca a fuego; pero tienen la penalidad de estar las leñas distantes y les cuesta la carga a cuatro reales que traen con mucho riesgo, porque todo este país está inundado de indios enemigos, los que han desolado y acabado las mayores haciendas, muladas, caballadas, y por todos lados llegan hasta las mismas goteras de la villa.

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Y luego reclama al rey: [...] siendo esta [Chihuahua] tan insigne fundación de este siglo, está muy expuesta a acabarse, porque nadie lo remedia, aunque se repitan informes y se pondere la necesidad.

Antes de enfilar el prelado con su comitiva hacia el Nuevo México dejó consagrada la capilla de Nuestra Señora del Rosario, anexa al lado derecho de la actual catedral, y sobre el arco de su puerta se escribió un texto que aún se lee recordando el acontecimiento. Y aún arriba de la entrada está un sobrerrelieve de la Virgen del Rosario, teniendo en primer plano un purgatorio en que las ánimas piden su intervención. Este bello trabajo de cantería fue uno de los detalles que más le impresionaron, por originalidad, al estudioso Francisco de la Maza. Como presagio de tormenta, vientos de guerra empezaron a soplar en el Septentrión. La amenaza de Francia e Inglaterra a los dominios de Carlos III en el norte de la Nueva España cada día era más evidente. La imposibilidad de someter a los indios bárbaros que se desplazaban por aquel enorme territorio, junto con la presión extranjera, hizo que el rey de España pusiera una atención especial en el norte de México, en las llamadas provincias internas. Así pues, conforme disminuían las misiones y los frailes, aumentaban los presidios y los militares, y ahora con experiencia y altos rangos. A visitar las enormes extensiones fue comisionado en el año de 1766 el capitán de ingenieros don Nicolás de la Fora por orden del virrey marqués de Cruillas. De su diario de visita espigaremos algunas cosas que escribió sobre Chihuahua: “Esta villa está situada en un terreno árido, sobre la orilla de un riachuelo de corto caudal.” O sea que nuestro lánguido río Chuvíscar no le causó la más mínima

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impresión al ingeniero, y menos aquel 11 de junio de 1766, al terminar la temporada seca. Luego, como buen ingeniero, midió la longitud y la latitud del lugar y le corrigió la plana al brigadier Rivera, que había hecho lo mismo en 1726. Continúa La Fora diciendo: “Consiste su población en cuatrocientas familias de españoles, mestizos y mulatos, que están pereciendo por la total decadencia de las minas y continuas hostilidades de los indios.” Renglones después nos informa: “Está la misión y pueblo de indios de Nombre de Dios situada en una cañada muy amena y bien cultivada, donde se cogen todas semillas y varias frutas; ésta la forma una lomería por el lado izquierdo, y por el derecho una cordillera de cerros muy elevados y a trechos escarpados, donde hay varias minas de oro, que no se trabajan por poca abundancia de metales.” Las agradables frases que le dedica el ingeniero a Nombre de Dios quizá obedecieron a que tuvo que permanecer ahí desde el 12 de junio hasta el 7 de julio, cuando con su comitiva emprendió el camino al Paso del Norte, de donde podemos inferir cuál es el lado izquierdo que menciona. El siglo rebasa su primera mitad y la opulencia de las minas ha decaído; sin embargo el comercio se ha intensificado al poblarse de haciendas y ranchos los contornos. El Nuevo México está en una precaria tranquilidad, pero todo su contacto con el mundo es a través del camino de “tierra adentro” que pasa por Chihuahua. El florecimiento de las misiones jesuitas en la Tarahumara es evidente; se han transformado en verdaderos centros de producción, y al igual que las haciendas que pertenecen a la Compañía de Jesús, han sido un acicate para el progreso material de la villa, donde se centra toda la meticulosa administración de los bienes de los hijos de Loyola. Sin embargo, en lo que más influyen estos padres es en la cultura; su colegio es

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un oasis del espíritu en medio de un océano de barbarie. Su biblioteca comprende cerca de mil quinientos volúmenes; la fachada de su iglesia, diseñada por José de la Cruz, el mismo alarife de la parroquia, ya está concluida, en un barroco exuberante, como si fuera el canto del cisne de la Compañía de Jesús en estas arideces; solo resta concluir la cúpula sobre el crucero y cerrar las naves que ya tienen sus arcos torales. Hay calma y una esperanza firme en el futuro, pese al sobresalto de los apaches y comanches. La aurora despuntaba en el oriente aquel 30 de junio de 1767 cuando se oyó estrépito de armas y soldados junto a la entrada del Colegio. El sargento Juan Antonio de Mariño, con órdenes del capitán Lope de Cuéllar, hizo sonar con premura el pescante de la puerta, a donde apareció el prefecto para ver qué se ofrecía. En la penumbra se le conminó a que se dieran presos él y los demás religiosos que estuvieran en el interior de la residencia. El sigilo se unió a la diligencia, y al rayar el sol todos los padres estaban confinados con guardias en una sola habitación donde se les leyó la cédula real de Carlos III en que expulsaba a los jesuitas de todos sus dominios, en España e Indias, por razones “que él se guardaba en su real pecho.” Se les indicó a los padres que no podían llevarse nada más que su ropa personal, la sotana y el breviario. Repuestos de la sorpresa pero sin oponer resistencia, salieron el padre Salvador Ignacio de la Peña, prefecto que hacía temporalmente las veces de rector, nativo de Nayarit; Miguel Flores de la Torre, maestro, originario de Aguascalientes; el padre José Pereira, que dictaba las lecciones de gramática y era nacido en Guatemala; el misionero Claudio Antonio González, que atendía a los indios de Santa Ana y San Javier de Chinarras y que por casualidad estaba en la villa, también oriundo de Aguascalientes. Resulta cu-

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rioso que ninguno de los religiosos que había en Chihuahua fuera español. El presbítero Vicente Antonio Mota, con poca caridad, escribió los autos en que se consumaba el despojo. Se cerraron y clavaron las puertas por última vez, y el 6 de julio salió la penosa comitiva de las negras sotanas, en medio de la angustia de los chihuahuenses, que veían alejarse con ellos a los formadores del alma de esta tierra. La partida fue de noche, para evitar disturbios, y el carruaje que enfiló rumbo a Zacatecas se perdió en la polvareda del Cañón de Bachimba, hasta donde fueron a despedirlos algunos de los que consiguieron licencia. Los padres zarparon en Veracruz y murieron en Bolonia, quizá soñando algún día regresar al Colegio de Nuestra Señora de Loreto que tanto amaron en Chihuahua. Confiscados todos los bienes de los jesuitas, los retablos del templo se desmantelaron y enviaron a otras iglesias, como la de San Francisco. La magnífica imagen estofada de la Virgen de Loreto se mandó a Santa Eulalia, y los ornamentos y vasos sagrados se destinaron a la parroquia. Así se cerró uno de los capítulos más amargos en la historia de San Felipe del Real de Chihuahua. Por cédula real fechada en San Ildefonso el 22 de agosto de 1776, el rey Carlos III creó un mando superior independiente del virreinato que se denominó Comandancia de las Provincias Internas, entre las que se incluía la Nueva Vizcaya. Se daba como capital a la población de Arizpe, por ser la más céntrica del enorme territorio que ocuparía la nueva entidad. El primer comandante que se nombró fue don Teodoro de Croix, caballero de la Orden Teutónica de Flandes, que tomó posesión de su oficio en la ciudad de México el 25 de febrero de 1777, desde donde inició el viaje a su jurisdicción. Envió por delante con mayor

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premura hacia Chihuahua a sus “familiares,” o sea a su servidumbre y oficiales que lo auxiliaban, para preparar todo en la villa a su llegada. Arribó a la villa de San Felipe del Real en los primeros días de febrero de 1778, y despachó en las oficinas de la Comandancia, que estaban en la actual calle Segunda, entre las calles Libertad y Juárez. Planeó meticulosamente la continuación de la guerra contra la apachería y se propueso formar, en vez de presidios, pueblos que sirvieran como defensa contra los indios; así pues, decidió fundar cinco villas: Janos, Casas Grandes, San Juan Nepomuceno (Galeana), Las Cruces y Namiquipa, todas dotadas de ejidos y de vecinos. Listo para continuar rumbo a Arizpe a principios de 1779, enfermó gravemente de hemiplegia. Para curarse frecuentó las aguas termales de San Diego de Alcalá, convaleció en una casa de la real hacienda que estaba entre las frondosas alamedas de la Junta de los Ríos, por el rumbo de Nombre de Dios, saliendo finalmente hacia Arizpe el 30 de septiembre del año citado. Croix formó una oficina superior de hacienda en Chihuahua, reorganizó las milicias y las tropas de los presidios y apoyó el cabildo de la villa en el aseo de las calles y formación de jardines. A principios de 1783 se le dio el grado de mariscal de campo y se le encomendó para el virreinato del Perú, dejando con su ausencia la gratitud de todos los chihuahuenses y la moral en alto a los pobladores de esta villa. El cabildo de San Felipe, mediante acta asentada por el escribano, otorgó concesión a los señores Martín de Mariñelarena y Manuel de Urquidi, con la anuencia que dio antes de irse el caballero de Croix, para la creación de un obraje que superara los rústicos telares que los jesuitas habían impulsado en sus misiones, ya abandonadas. De la hacienda de San Juan de las Encinillas se

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exportaba bastante lana hacia el sur, lo que animó a los dueños de los rebaños a aprobar la creación del obraje para progreso de la villa. Ya para 1780 se producían mantas y tejidos de lana para el consumo local y envíos a Nuevo México. Ciertamente que la mano de obra que se utilizó en esta incipiente industria no usaba métodos muy ortodoxos para reclutar operarios, pues a partir de 1782, cuando el ayuntamiento adquirió el obraje, se agregaron otras dependencias como cárcel simulada en que se tenía a los reos y algunos indios cautivos para que desempeñaran el trabajo; se les daba un salario casi simbólico, así como sustento y vestido. Después francamente se manejó como método para purgar la sentencia por algunos delitos. También quedará como buen recuerdo del paso por nuestra villa del caballero de Croix el proyecto de transformar la residencia que ocuparon los jesuitas antes del exilio, pues don Teodoro se proponía adaptarla como hospital militar. La idea cuajó posteriormente. Había existido desde 1732 una institución utilísima en la villa: la alhóndiga, con la que se regulaban los precios de los granos básicos para alimentar a la población y prever la carestía de alimento en las épocas de escasez o en las graves sequías. La alhóndiga era administrada por el cabildo, y a partir de 1778 tuvo un fondo revolvente de mil pesos que remitió un donante anónimo desde el sur por conducto de fray Miguel González, religioso franciscano del Colegio de Guadalupe de Zacatecas; a esto se le llamó “Fondo del Pósito,” y se manejó eficientemente, de manera que en ocho años, por censos, ya tenía un capital de 4,916 pesos con 30 reales y 5 granos. Desearíamos gente con esta escrupulosidad en estos tiempos. Otro benefactor, vecino de la villa, fue don Severiano Arechavala, que dio otros ocho mil pesos, y más tarde don Mateo de Palacio también

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aportó otros mil pesos, con lo que el Pósito estuvo siempre en condiciones de remediar urgencias y hambrunas. Curiosamente, después de la Independencia llegaron políticos que, como los actuales, saquearon la alhóndiga, pero ya no hubo benefactores. Sustituyó a Croix el brigadier don Felipe Neve, militar también de grandes prendas morales y humanas. Repobló el abandonado pueblo de San Jerónimo, hoy Aldama, y ordenó se estableciera la picota u horca para ajusticiar a los criminales en la plazuela de los Uranga, hoy plaza Merino. Fue el fundador de la ciudad de Los Ángeles, en California, y a su regreso falleció en la hacienda del Carmen de Peña Blanca, hoy Flores Magón. Ya metidos en materia con los hombres beneméritos de la villa de San Felipe, sería injusto no dedicarle unas frases a don Manuel Antonio de Escorza, fallecido en 1783, quien en su testamento dice: Item, declaro que en las haciendas del Mayorazgo de don Valerio Cortés del Rey, tengo la cantidad de 22,776 pesos con 9 reales, que me debe dicha finca del principal y réditos, y los cedo y traspaso [...] a favor del ayuntamiento de esta villa, para que dicha cantidad las invierta dicho ayuntamiento en los fines y efectos que sean y se consideren más propicios al público.

El producto de esta donación se aplicó religiosamente a los menesterosos y enfermos por más de medio siglo, hasta que las leyes de Juárez confiscaron este patrimonio. Después del comandante Neve, el coronel José Antonio Rengel sentó sus reales en San Felipe, y se ausentaba sólo en casos necesarios. Gracias a su iniciativa se crearía el primer parque público de Chihuahua, pues, el 31 de agosto de 1785, él personalmente inició la plantación de árboles que llamaría Alameda de Guadalupe, la que ocuparía todo el terreno bajo en la banda izquier-

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da del Chuvíscar, desde el Santuario de Guadalupe hasta el arroyo de Santa Rita, también conocido como de la Canoa. Sólo se ha salvado de la rapiña municipal el menguado parque Infantil, resto de aquella alameda. Para 1786 Rengel fue sustituido por el nuevo comandante brigadier Jacobo de Ugarte y Loyola, el que asentó definitivamente la cabecera de las provincias internas en Chihuahua y puso gran empeño en el progreso de esta villa. Suspendió la persecución de los tarahumares considerados infidentes. Rescató los fondos que indebidamente habían sido sustraídos para la guerra apache y que correspondían a la construcción de la parroquia, cuya fábrica recibió un fuerte impulso al recuperar este dinero gracias al comandante Ugarte y Loyola, que autorizó al ayuntamiento para que se adquiriera el obraje, donde instaló una escuela anexa. Restauró el acueducto que amenazaba ruina e hizo varias derivaciones en acequias cubiertas para conducir el agua a varias pilas: la del Jagüey, junto al excolegio jesuita, la que bajaba de la loma para descargar en la fuente de la plaza de Armas y la de las Mariposas, junto a los baños de Jordán, donde hoy está la plazuela España. Finalmente llevó a feliz termino la creación del Hospital Militar en el edificio que ocupó el colegio de jesuitas, bajo la dirección del doctor Antonio Comadurán. Se despidió con pena de los chihuahuenses en septiembre de 1790. El 7 de marzo de 1791 recibió el mariscal de campo Pedro de Nava la comandancia general, que definitivamente optó, con anuencia del rey, porque la capital de las provincias internas quedara legalmente en la villa de Chihuahua. Con lo dicho, la importancia de la población aumentó sensiblemente, y los dineros que por concepto de la tropa y demás auxilios militares llegaban, dieron fisonomía de ciudad a la vieja villa, sacándola de su letargo. Los recoletos, rezos y procesiones

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fueron sustituidos por los bailes y francachelas de los militares, que junto con el dinero trajeron nuevas ideas que ya soplaban desde Francia. Entusiasmado con el progreso, el cabildo empezó a hacer gestiones para que se formara una Casa de Moneda, e inclusive, y con apoyo del mariscal, se encaminó el propósito de la formación de una Audiencia separada de la de Guadalajara. Al surgir las intendencias en vez de reinos y comandancias, el 16 de febrero de 1793 se extinguió el corregimiento, siendo el último corregidor de San Felipe el capitán Manuel Ruiz. En su lugar surgieron los subdelegados reales, que dependían del intendente de Durango. Dinámico, el mariscal Nava estableció el funcionamiento del tianguis, facilitando dos fechas durante el mes para que los labradores de lugares aledaños vinieran a Chihuahua a realizar trueque de sus mercancías, e inclusive se convocó a los indios de asentamientos cercanos para integrarse a este comercio. Aunque en la plaza de Uranga ya funcionaban las tablas para la venta de carne y el Parián, donde después se hizo el mercado Reforma, el tianguis se fomentó en lo que había sido la plazuela del Colegio, donde hoy está el Palacio Federal; después se mudaría al lugar que ahora ocupa el monumento de Talamantes. Finalmente, pero en forma perentoria, en 1797 el intendente don Bernardo Bonavía y Zapata envió un mandamiento al subdelegado para que “sin excusas o pretextos” se establecieran escuelas de primeras letras en toda la jurisdicción de la villa. Si bien las luces parecían estar llegando a Chihuahua, las relaciones entre el obispo de Durango y el comandante Nava eran cada día más agrias. Su Excelencia don Esteban Lorenzo de Tristán, que nunca visitó la villa de San Felipe, sí le profesó una tirria sólo comparable a la que le tuvo al mariscal Nava. Para formar-

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nos una idea del pésimo concepto que el obispo tenía de Chihuahua, citamos párrafos de un documento que mandó a la Audiencia de Guadalajara: Es la villa de Chihuahua el teatro más obsceno y escandaloso de todas las Provincias Internas, porque la corrupción del siglo, la libertad de la tropa y la humana fragilidad, han hecho caer en repetidos deslices a las mujeres más honradas, poseídas del mal ejemplo y de ver protegidas y autorizadas las flaquezas de otras [suponemos que se refiere a las prostitutas].

Y concluye con santa ira: “no puedo decir más.” Y realmente ya no le quedaba qué decir, después de haber acabado con la honra de nuestras matronas. Pero no se crea que desmaya en su ojeriza el prelado, pues sigue: Es la villa de Chihuahua un rincón del mundo y antesala del infierno, en donde la lujuria se va entronizando y a cara descubierta hace alarde de no ser reprendida, ni castigada. La juventud tiene por gala y ostentación la mancebía, estando en la posesión de que no hay en este mundo autoridad que pueda corregirla y, a imitación de Chihuahua, sigue la misma tempestad en todos los presidios de la frontera.

Obviamente, la catilinaria del obispo tenía dedicatoria, pues iba apuntando contra el mariscal Nava, a quien también reprochaba que él y su tropa hacía más de un año no cumplían con el precepto pascual. Ni tardos ni perezosos, el militar y sus subalternos en un solo día se confesaron todos, aunque no sabemos qué tan sacrílega sería la confesión de la soldadesca. Desesperado, el prelado envió a Chihuahua como cura al padre Juan Isidro Campos, “de vida irreprensible; celoso con mucha prudencia; político y cortés con todos los perfiles de la buena crianza.” Lo que no añadió el señor obispo fue que su enviado, según él lleno de

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virtudes, era también un gran chismoso e intrigante, y azuzador de los rencores del obispo contra el comandante; además, Su Excelencia le encomendó a Campos que “reservadísimamente” espiara todos los papeles y conversaciones por la sospecha de que “siguiendo el ejemplo que da Francia,” y actuando como “un Argos o un lince,” enviara informes sobre la menor sospecha que observase sobre infidencia a Su Católica Majestad, del que deben ser “fieles vasallos.” Posteriormente el obispo Tristán dio orden al cura Campos para que recogiera la biblioteca que había sido del colegio de jesuitas y se la mandara a Durango, pues en la Junta de Temporalidades, junto con los libros del colegio de Parras, se había decidido el envío al Seminario de Durango. El obispo costeó el traslado en mulas y algunos libros fueron empacados en cajones. A don Juan José Ruiz de Bustamante, comisionado de Temporalidades, se le acusó recibo de 3,322 volúmenes, de los que se enviaron a Durango los que se consideraron útiles y se dejaron en Chihuahua 1,415 tomos “de todos tamaños;” esto sucedió en 1794. Nava informó al cura Campos que los libros de las misiones serían reintegrados a su origen; sin embargo, todo se perdió en una maraña burocrática de la que sólo salió un folleto que publicó Galindo Navarro y que el obispo calificó “libelo difamatorio de la dignidad episcopal,” agregando que el autor era un hombre de “genio inquieto, travieso, revoltoso y papelista.” Por desgracia no nos llegó ningún ejemplar del “libelo.” Aunque en política poco pudo husmear Campos, sí se explayó sobre la vida privada de los oficiales, informando a Durango que el comandante general vivía relajadamente, y su asesor letrado, don Pedro Galindo y Navarro, estaba amancebado con una viuda. Comisionó Tristán al cura Campos para una “amplia información secreta” del asunto. Al filtrarse el chisme y saber Nava

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de los enjuagues del obispo y el cura, convocó a todos los demás clérigos residentes en la villa para levantar a su vez una “contrainformación.” Indignado el comandante, dice: He sido atacado, insultado, ofendido, con una insolencia tan desconocida, que no encuentro tenga ejemplar desde el descubrimiento de las Indias.

Y en defensa de la viuda que le achacan como amante, concluye: Pasa de cincuenta años, está cubierta de canas y con muy pocos dientes, y toda su vida la ha ocupado en frecuentar los sacramentos.

Cierto que no es muy galante Nava en su descripción, pero se nota que no le tenía mucho afecto a la pobre viuda. En fin, para concluir diremos que la paciencia de Nava se agotó y mandó tomar prisionero al cura Campos y, mientras fueran peras o manzanas, lo confinó al Presidio del Príncipe, donde hoy es Coyame. El furibundo obispo escribe: Cuando el despotismo y falta de religión atropellan las leyes divinas y humanas, me será indispensable usar todas las armas.

Pero el rey no le dio tiempo de usarlas pues, harto en Madrid de tantas intrigas, le ordenó al obispo trasladarse a Guadalajara, asignando en su lugar a fray José Joaquín Granados, y el comandante mismo empezó a preparar sus bártulos para entregar el mando al que lo susituiría, el brigadier don Nemesio Salcedo y Salcedo, el 4 de noviembre de 1802. Olvidado de todos, quedó confinado en el presidio el cura Campos, clamando a los cuatro vientos que lo sacaran de ahí.

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Con este sainete político debo concluir las peripecias que durante un siglo tuvo la que nació como Real de San Francisco de Cuéllar y transcurrida su infancia y juventud como Villa de San Felipe del Real de Chihuahua, está en el punto de ser lo que es hoy, una ciudad, al terminar el siglo XVIII. El crepúsculo del imperio español ya se avecina y la aurora de la Independencia se adivina próxima. A las 4 de la mañana del año nuevo de 1803, el recién instalado reloj de la parroquia por primera vez señalaba el tiempo con su carillón, mientras que del otro lado de la plaza, como ojos expectantes, los doce arcos que formaban el portal del ayuntamiento, inaugurado en 1772, esperaban el alba para contemplar nuevamente el trajín de los inquietos pobladores de la muy leal y valiente Villa de San Felipe del Real de Chihuahua.

Laus Deo Virginique Matri

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Índice Prólogo

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Primera parte Campos de soledad, mustio collado Canto a Chihuahua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Parral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 Delicias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 El Valle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Batopilas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Camargo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Chínipas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 Ciudad Juárez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 Guadalupe de Bravo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Temósachic . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Calle Libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20 Quinta Gameros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Cenotafio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22 Hotel Victoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Teatro de los Héroes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Parque del Mirador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 Plaza de Armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24 Río Chuvíscar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Los indios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Los mineros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

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Rosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26 Nace San Francisco de Cuéllar . . . . . . . . . . . . 26 Bosque de Aldama . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 Divisadero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 Cascada de Basaseachic . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 Ciudad de Chihuahua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 Samalayuca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Los Filtros de Camargo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Ruinas de Paquimé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Cañón del Pegüis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 Grutas de Coyame . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 Paisaje de Balleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 Lago de Arareco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Otachique . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Namúrachic . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Tohuises . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 Revolucionarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 Menonitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 La escuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Mujeres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34 Mineros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34 Obrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Palacio de Gobierno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Labrador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36 Resolana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36 Misa de doce . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Canto indio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38

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Segunda parte Barullo de las estaciones Mujeres chihuahuenses La maestra y el gis . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

41

La santa hereje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

42

Amante pálida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

43

La matrona de Satevó . . . . . . . . . . . . . . . . .

44

La dama Lampedusa . . . . . . . . . . . . . . . . .

45

Una carta de amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

47

A Lizette . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

50

Tercera parte Partitura de íntimo decoro Los últimos momentos de Hidalgo . . . . . . . . .

53

Réquiem por el padre de la patria . . . . . . . . . .

57

Los tejados de Chihuahua . . . . . . . . . . . . . . . .

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El mercado de la Reforma y la Merino 1. Las primeras fotos . . . . . . . . . . . . . . . . .

63

2. Los colores de Tamayo . . . . . . . . . . . . . .

63

3. Nieves de la infancia . . . . . . . . . . . . . . . .

64

4. El neón de la modernidad . . . . . . . . . . . .

64

5. Las canciones de mis tías . . . . . . . . . . . .

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6. La plaza de Merino . . . . . . . . . . . . . . . . .

65

El padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Ciudad Cuauhtémoc: cruce de vías 1653 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1687 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1834 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70 1866 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70 1916 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 1922 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 1991 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 Satev贸: los hombres de a caballo . . . . . . . . . . . 73 Gustos y disgustos de la villa de San Felipe del Real de Chihuahua durante el siglo XVIII . . . 76

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ESCRIBIR ADREDE PARA LEER DE OQUIS se termin贸 de imprimir en IMPRESORA COLORAMA, S. DE R. L. DE C. V. Deza y Ulloa n. 605, col. San Felipe, tel. 414-71-06

en mayo del 2003 con un tiraje de 1000 ejemplares. Dise帽o editorial: Jorge Villalobos

Morelos 509-B, 415-2902, Chihuahua, Chih., 31000


Colección 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23.

flor de arena

de la Universidad Autónoma de Chihuahua Biografía de la luz 24. Newaráriame Gabriela Borunda Jeannette L. Clariond El cuello de Adán 25. Nueve leyendas de Chihuahua Guadalupe Salas Autores varios Ra’osari 26. Historias de familia Dolores Batista Óscar Robles Iniciáticas 27. Derrepentes Eugeni Porras Juan Marcelino Ruiz Selenitas 28. Un sueño compacto Belinda Ames Susana Avitia Ponce de León Astillárium 29. Dardos y Corazas Arturo Rico Bovio Alma Montemayor Novenario 30. Retratos cotidianos Manuel Talavera Alfonso Chávez Salcido Diez poemas proverbiales 31. Alguien se está muriendo Natalia Gameros Rodrigo Pérez Rembao Colonia Rosario 32. Explosión Jesús Chávez Marín Alejandro Carrejo Candia Microuniversos 33. Asilo al tiempo Lilly Blake Mario Arras Luminiscencias 34. Yermo Sofía Casavantes Alfredo Jacob El umbral 35. No era el mar Luz María Montes de Oca Armando Gutiérrez Mares La torre blanca 36. El reino en ruinas Alejandra Meza Alfredo Espinosa Décimas y sonetos 37. El refugio Mario Arras Elko Omar Vázquez Erosa Pastorela mexicana 38. Victoria y Martina José Pérez Delgado Eva Castro Pérez Romance de otoño 39. Ensayos y discursos Raúl Manríquez José Fuentes Mares Molinos de viento 40. Psicodrama a las seis y media María Dolores Guadarrama Enrique Macín Tensión de lo finito 41. Gotitas, antología poética Luis Nava Moreno infantil ¿Quién detendrá la lluvia? María de los Santos Aranda Ramón Antonio Armendáriz Gutiérrez Jonás 42. Haikú: bonsai de poesía José Luis Domínguez José Antonio García Pérez Amor apache 43. Río vertebral Alfredo Espinosa Juan Armando Rojas El milagrito 44. Seducción de las musas Ana María Jiménez Ernesto Visconti Elizalde Primera adolescencia 45. El agua y la sombra Daniel Espartaco Enrique Servín



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