Xanadu 7

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C U A D R I T O S

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D I B U J A D O S

7 Historietas de Ayer, de Hoy y de Siempre

HISTORIETAS CLASICAS


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Santos Cruz ÂŤun centauro de la Patria ViejaÂť

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TERCER GRADO

ARA Wulfodtzky, aquello era el pan de cada

día. Un hombre, encogido en una silla, sudando miedo. El golpe intolerable de 500 vatios. Otro hombre, de pie, frente al de la silla; un hombre de ojos de acero helado y mandíbula prominente sombreada de barba. El cuerpo de este hombre era robusto y tosco, como modelado a hachazos a partir de un tocón de sequoia; los antebrazos de este hombre, gruesos y peludos como las patas de una enorme tarántula descansaban, cruzados, a medio salir de las mangas enrolladas de una camisa sucia. Pero lo más notable en él eran las manos, hinchadas de nudillos oscuros y de venas violáceas, manos en las que latía una fuerza ame-nazante. Wulfodtzky siempre era el hombre de pie. Era el hombre-mecanismo, ajustado para ejecutar con precisión una cierta tarea. El otro era... material de trabajo. Sobre ese material se concentraba Wulfodtzky, reali-zan-do con antebrazos y manos una labor de gélida eficiencia. Hasta que el material se ablandaba, se retorcía y se moldeaba a su satisfacción. El resultado era precioso para los que le pagaban a Wulfodtzky: información. Wulfodtzky había cobrado fama en el ambiente. El grueso índice del comisario Luke Holland golpeó la llave del intercomunicador. —Que entre Wulfodtzky —ordenó. De inmediato lo tuvo enfrente. —Siéntese. Wulfodtzky parpadeó. ¿Sentarse? —¿Qué pasa? —preguntó— ¿Trabajo? El comisario lo miró con desprecio. —Siéntese —repitió—. No lo llamé por eso. Wulfodtzky ocupó torpemente una silla metálica, frente al escritorio del comisario. —¿Sabe lo que hizo, imbécil? —estalló de súbito Holland. —¿Qué..., por Portino lo dice? La ancha palma de Holland castigó el escritorio. —¡Portino era inocente! ¡El culpable se entregó anoche! ¿Entiende, maldito sea? Wulfodtzky se movió en la silla. —Yo hi ce l o que me mandaron —dijo, desmañadamente. —¡»Lo que me mandaron»! —remedó Holland, con rabioso desdén— ¡Portino está muerto! ¡Mató al muchacho! ¿Se da cuenta, imbécil? —No lo traté peor que a los demás —arguyó Wulfodtzky—. No tengo la culpa si no resistió. —¡Portino era inocente! —Ustedes me lo entregaron. —¡Basta! —el comisario se pasó los dedos temblorosos por el cabello—. El tío de Portino consiguió armar un escándalo... ¡La prensa nos va a poner como un trapo! ¡Esto es el acabóse! ¿No entiende? Wulfodtzky no respondió. Era torpe de lengua; pero no le habrían faltado ganas de largar unas cuantas verdades boca afuera. —Se ha arreglado su inmediata salida de este Estado. Mejor para usted que se empiece a mover ahora mismo. ¿Le quedó claro?

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por Carlos M. Federici

—Bien claro. Por dentro, Wulfodtzky hervía. ¡Lo estaban poniendo de pantalla! Iba a ser «el funcionario indigno de la noble tradición de la esforzada brigada policial de Nueva York»; los titulares armarían un poco de barullo encima de él, y Holland y los otros, como pétalos de rosa. —No se preocupe por el dinero. Ya se tomaron las providencias del caso —dijo el comisario. —Muy bien. Se miraron, sin encontrar nada que añadir. Wulfodtzky salió. Holland, solo, permaneció unos instantes abstraído, repi-queteando con los dedos sobre la mesa. Cuando se percató de que estaba llevando el compás del «Himno de la Policía» dejó el golpeteo. Sus dedos saltaron sobre la barra dorada con la leyenda: «Comisario L. Holland», la grasitud de las yemas manchó el bronce y el comisario frotó con la manga. Después sacó del bolsillo una pastilla rosada y se la puso en la boca, empujándola con un sorbo de agua que se le antojó tibia. La estación no era tan grande como la Central, pero estaba bastante llena. Wulfodtzky se abrió camino, empujando con el portafolios del dinero además de los codos. Estaba hambriento. Lo primero era buscar un sitio para comer. Después, con toda comodidad, y reconfortado por un buen whisky, ya estaría en condiciones de planear sus próximos pasos... Necesitaba coordinar las ideas. Todo había ido demasiado rápido, se dijo. La esclerosis de su rutina diaria lo inhabilitaba para adaptarse a cambios súbitos. Los cambios le causaban mareo. Se palpó los bolsillos en busca de cigarros y encontró una cajetilla casi vacía. Maldijo entre dientes: un «cartón» se le había olvidado en la ciudad, por culpa de la salida apresurada. Se puso uno en la boca e hizo jugar el encendedor. —¿Me da fuego, por favor? Wulfodtzky, distraído en sus reflexiones, acercó la llamita al cigarrillo del que le había hablado, sin molestarse en mirarlo. —Gracias, amigo —y sintió que el otro lo palmeaba. —No es nada —contestó maquinalmente. «Amigo», pensó Wulfodtzky. Maldito si me conoce y me dice «amigo»... (En la ciudad, los que conocían a Wulfodtzky no lo trataban de «amigo» tampoco...; pero Nueva York es Nueva York, se dijo.) Había un minúsculo snack-bar en la misma estación. Estaba vacío, lo que atrajo a la naturaleza retraída de Wulfodtzky. Un barman de cara cerúlea y tristes ojos bordeados de sombra se acodaba sobre el mostrador tapizado de linóleo rojo. —Whisky —pidió Wulfodtzky, ocupando un taburete. —¿Algo para masticar? —Deme un sándwich de pollo. El melancólico sujeto lo sirvió y retomó su posición anterior. Un reloj, quién sabe desde


dónde, escupía segundos. Wulfodtzky comprobó con asombro que estaba inquieto. ¿Qué era lo que marchaba mal...? Pero con el primer sorbo del whisky ahuyentó esas ideas. Lo urgente era poner en orden sus proyectos. ¿Qué iba a hacer? Su trabajo de siempre, por supuesto. Era el único medio de vida para el que estaba capacitado... Tenía que comenzar a sondear en el ambiente de este nuevo medio en que lo habían arrojado. Ya se las arreglaría. Una mano le tocó el hombro. Se volvió con algún sobresalto, porque no había oído entrar a nadie. Vio a dos hombres pegados a él. Uno de ellos, moreno y ancho de cuerpo, tení a la mano todavía cerca del hombro de Wulfodtzky. El otro, al to como una escalera, y con una enorme cabez a r e d o n d a , permanecía inmóvil, con las manos en l os bolsil los del sobretodo. —Se le reclama, amigo —dijo el moreno. El cariamarillo barman movió sus ojos l úgubres y opacos. Wulfodtzky clavó la mirada en la barra plateada del escritorio, grabada con el texto: E. GUKKA COMISARIO Gukka era un hombre grues o, con una horrible d e n t a d u r a amarillenta y una calva roji za. Habl aba en susurros, y miraba con tal intensidad que obligaba a desviar la vista de sus ojos duros. —Lindo truco, ése de deslizarle la «nieve» al compinche, simulando pedirle fuego —dijo— . Lástima que esté un poco gastado... Su cómplice se hizo humo; pero nos conformamos con usted. Wulfodtzky mantuvo la mirada fija en la bruñida barra. No contestó. —¿Se considera inteligente, amigo? El comisario esperó una respuesta, y al no obtenerla, se encogió levemente de hombros. —Supongo que entenderá que largarlo todo por las buenas..., espontáneamente, diríamos, beneficiaría a su salud en forma considerable, ¿no es cierto?

Una especie de atontamiento había cubierto a Wulfodtzky, retardándole las facultades. Hubiese querido poder gritar: «¡No sé nada! ¡No tengo nada que ver con eso!» Pero se daba cuenta de que tenía perdida la partida. El paquete de droga en el bolsillo (aquel tipo lo había llamado «amigo», se acordó)..., el hecho de su expulsión de la Policía de Nueva York, en cuya nómina figuraba como «escribiente» (y sabía muy bien que ni Holland ni los otros iban a mover un dedo en favor de él)..., el agravante de su precipitada salida del Estado: todo se amontonaba sobre Wulfodtzky, aplastándolo, reduciéndolo a cero, terminando con él. Al fin consiguió exprimir: —No sé de qué me habla. Y a él mismo le sonó mal s u voz: falsa, mentirosa. Por un momento grotesco hasta llegó a pensar si no estaría loco, si no padecería de algún tipo de amnesi a y serí a cul pabl e de veras, si ellos, al fin y al cabo, no tendrían razón... Sacudió la cabeza. Gukka lo observó unos momentos. Se estiró un silencio que le retorció todos los nervios a Wulfodtzky. —Pás enselo a Stronheim —dijo por fin Gukka. Para Wulfodtzky, aquello había sido el pan de cada día. Un crudo gol pe luminoso: 500 vatios quemándose a la vez. Un hombre, de pie, con los vell udos antebrazos cruzados sobre el tórax y los fríos ojos mirando sin emoción alguna; un hombre de anchas manos, manos nervudas, que aun en reposo, aterraban con la promesa de su eficiencia y de su terrible precisión en la búsqueda de unos resultados previstos anticipadamente. Otro hombre, chorreando miedo líquido por todos los poros. agazapado en una silla, temblando, esperando. Y esta vez, Wulfodtzky era el hombre de la silla.

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POR BOB POWELL

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