Aurora Boreal 10

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www.auroraboreal.net

Nr. 10 Septiembre 2011 ISSN 1902-5815

AURORABOREAL

Para los amantes del espa単ol


AURORABOREAL

Manifiesto Promover la cultura del idioma español en el mundo. Temas: literatura, arte, música, teatro, fotografía, arquitectura, diseño y cultura en general. Un foro para difundir, discutir y gozar el español entre la gente que lo habla y lo estudia. Una ventana abierta a las inquietudes de los artistas. Artículos de calidad académica.

Sumario

Editorial, Poesía, Puro Cuento, Minrrelato, Libros, Fragmentos, Entrevista, Escritores, Librerías, Fotografía, In memoriam, Los libros menos vendidos pero tal vez los más leídos una vez, Manuel recomienda leer, Arte, Música, Cine, Más Libros.

Colaboradores en este número

Emma Brasó, Manuel Cabrales, Guillermo Camacho, Mario Camelo, Rosalba Campra, Benjamín Chávez. Samir Delgado, Roxana Elvridge-Thomas, Ivette Fuentes, Víctor Fuentes, Juan Gomila, Jorge Kattán Zablah, Leo Larsen, Raíl Manrique, Floriano Martins, Gladys Mendía, Liliam Moro, Emilio Mozo, Óscar Osorio, Fabio Rodríguez Amaya, Reina Roffé, Milagros Salvador, Samuel Serrano, Pablo Valle, Diefo Valverde, Marcelo Villena.

Corresponsales

Victor Beltrán (Alemania), Edgar Henríquez (Canadá), Edgar Ortegón (Chile), Fernando Perdomo (Colombia), Andrés González (Escandinavia), Angela Trezza (India), Manuel Cabrales (Italia), Edimca (Suiza).

Corrección de textos

Evaristo Vilval, Edimca, Pertti Hyryläinen

Fotografía

Tatiana Bydantseva, Mario Camelo

Apoyo Gráfíco

Nanna Boss, Jazz en la 127

Apoyo Web

Luca Paltrnieri

Carátula

Foto ⓒ Tatiana Bydantseva, Diseño Jasmin Erbas Modelo Elisabeth Aronis

Carátula posterior

Foto ⓒ Tatiana Bydantseva, Diseño Jasmin Erbas Modelo Elisabeth Aronis

Fotos página dos Foto ⓒ Tatiana Bydantseva, Diseño Jasmin Erbas Modelo Elisabeth Aronis

Fotos página tres Foto ⓒ Mario Camelo

AURORABOREAL

Contacto & subscripciones info@auroraboreal.dk www.auroraboreal.net

Editor

PRÓXIMO NÚMERO MAYO 2012

Guillermo Camacho La revista no asume las opiniones expresadas por los colaboradores

ISSN 1902-5815 En web ISSN 1903-8690 Dalvej 15, Gentofte DK-2820

www.auroraboreal.net AURORABOREAL® 2011


AURORABOREAL Septiembre 2011

AURORABOREAL SEP 2012

18 Liliam Moro

Última parada

Editor

Guillermo Camacho

20 Óscar Osorio

Memo al amanecer

Director de arte

Leo Larsen

25 Milagros Salvador

Publicidad

La abuela Balbina

Pertti Hyryläinen

26 Rosalba Campra

Versión digital

Las sirenas

Pertti Hyryläinen

28 Guillermo Camacho 3 Del editor

Poesía

4 Roxana Elvridge-Thomas

Poemas varios

6 Pablo Valle

Samuráis

Distribución

Tres: Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo

Jazz en la 127

32 Reina Roffé

La noche en blanco

36 Samuel Serrano

Los sueños del porvenir

Ensayo 44 Víctor Fuentes

40 Ivette Fuentes

Buñuel y los novelistas del boom: afinidades efectivas, afectivas

El pintor y su sombra

8 Benjamín Chavez

Poemas varios

9 Samir Delgado

Selección de poemas de Banana Split

10 Floriano Martins

Un noche en la mitad del mundo

12 Marcelo Villena Alvarado

menos vendidos... Los 10 libros

Arte

42 Leo Larsen

50 Fabio Rodríguez Amaya

42 Diego Valverde Villena

54 Emma Brasó

Intanto: petit suite avignosaise

Macedonio Fernández Los 10 menos vendidos pero tal vez los más leídos una vez

Ser un gran pintor: Juan Gomila Cajas-ambientes: participación más allá de la pintura

Puro cuento

Manuel recomienda

Libros, cine y otros

14 Jorge Kattán Zablach

43 Manuel Cabrales

60 Raúl Manrique

El hombre lobo

Kyung-Sok Shin

16 Emilio Mozo

Durofrío

Librería del Centro. Centro de Arte Moderno - Madrid

62 Libros - Cine

Nota del editor Crear Aurora Boreal® es un divertimento. Para éste número de septiembre de 2011 hemos podido reunir a un selecto grupo de poetas de México, Argentina, Bolivia, Brasil y España. Es así como presentamos a Roxana Elvridge-Thomas, Pablo Valle, Benjamín Chávez, Marcelo Villena, Floriano Martins y Samir Delgado. En narrativa tenemos al guatemalteco Jorge Kattán Zablach, a los cubanos Emilio Mozo y Liliam Moro, a los colombianos Óscar Osorio, Guillermo Camacho y Samuel Serrano, a las argentinas Reina Roffé y Rosalba Campra. Desde California Víctor Fuentes nos envía su ensayo sobre Buñuel y los escritores del Boom. Desde Italia los críticos Fabio Rodríguez Amaya y Emma Brasó presentan

la obra del consagrado artista español Juan Gomila. Leo Larsen desde Dinamarca, Manuel Cabrales desde la India y Diego Valverde desde España nos presentan su habituales columnas de libros y cine. Para el material fotográfico de este número hemos tenido apoyo desde Suiza del fotógrafo Mario Camelo y desde Berlín de la fotógrafa rusa Tatiana Bydantseva.

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AURORABOREAL Poesía

AURORABOREAL SEP 2012

(México, 1964). En 1990 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven “Elías Nandino”; en 1993 el Premio Nacional de Periodismo Juvenil “Elena Poniatowska”, en el área de Entrevista; en 1998 el Premio Nacional de Ensayo “El Privilegio de la Palabra (Instituto de Cultura de Yucatán), en 1999 el Premio Nacional de Poesía “Enriqueta Ochoa” y en 2010 los Juegos Florales Nacionales “San Marcos Tuxtla 2010”, Premio de Poesía “Daniel Robles Sasso”. Ha publicado Memorias del aire, dentro del libro colectivo Labrar en la tinta (1988), El segundo laberinto (1991), La fontana (1995), Imágenes para una anunciación (2000), La turba silenciosa de las aguas (2001), Fuego (2003), Xavier Villaurrutia …y mi voz que madura (2003), Gilberto Owen. Con una voz distinta en cada puerto (2004), y Umbral a la indolencia (2009). Poesía y ensayos suyos han sido recogidos en numerosas antologías en México, España, Canadá y Francia.

VERANO Se esparcen mieles densas por su [ cuerpo. Derrama adormecidas infusiones, espesa la sangre lentamente para luego [ aletargar a los mortales. Pasta en los sudores que alienta, bebe de la sed que explora pieles, deambula por cordura enardecida. Es sabio y cruel. Goza el descaro, la impaciencia, [ el terror. Ceba ira seducciones luego engulle a los caídos en sus garras. Es ánfora de aceite donde escalda a los [ endebles, Lengua que pasea su sequedad entre los [ pliegues, golpe de vapor insospechado, clamor que graba el aire de candelas al [ marcharse. Al cabo de los ciclos volverá.

JABALIES Son legión y son la muerte. La tierra se acongoja con su paso. Trote ungulado, huellas que son

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cráteres exhaustos. Nada crecerá tras de [ su avance. Siete veces siete ciclos han corrido. [ Fieras bajas, piara agreste con eréctiles pelajes. Qué potencia dio el Porquero a esas [ patas. Qué consigna de yermar y expeler entre [ colmillos los vapores. Corren, queman. La furia de los dueños [ se perpetra, la sangre de los prados se calcina. Quien coma hierba o fruto circundante, [ ve explotar sus vísceras, expira entre vómitos y espasmos. Toda agua agitada por un golpe de [ pezuña envenena con gases al que pasa. Corren, bufan, arremeten, siete veces, [ siete ciclos. Se acercan sus llamas.

MUJER QUE GOZA AL PENETRAR EL HUMO Vierte al fuego las resinas. Inunda el claro con vapores de [ maderos, secreciones, asaduras. Se pierde en ese pliegue que se horada en [ la montaña al elegir los animales, las breas, flores, juncos, pulpas, raíces [ olorosas.

Danza jubilosa entre el humo. Aspira. Impregna los muslos, los pezones. Siente penetrar por sus resquicios ese [ aroma que satura su delirio. Regresa a la aldea cuando se ha [ extinguido la emulsión. Pasa al lado de ese hombre que la [ embriaga aún más que sus mezclas vaporosas y él se prenda del aliento que la [ envuelve. Se entrega, rendido, a ese cuerpo [ ahumado, perfumado.

J. BEUYS SE INTERNA EN LA HOGUERA DEL HORIZONTE La ceniza da cuenta del incendio. Soy ceniza y soy miel y tres vasijas que encaminan al ocaso sus señales. Y soy yo entrando ahora a otra hoguera [ donde un libro me dicta proteger la flama y me pregunto cómo cuido aquello que [ me abrasa. Y soy yo en el avión envuelto en llamas [ cayendo por jirones de aire, después envuelto en grasa y fieltro.

Roxana Elvridge-Thomas © Roxana Elvridge-Thomas

Roxana Elvridge-Thomas.


AURORABOREAL SEP 2012

Oruga, invertebrado. Como el ave que calcina sus emblemas [ y renace en turbia larva lubricada. Y soy yo encendido por ese [ pensamiento que es destreza y es creación, que inflama mis sentidos y mis obras, y [ mis manos. Y soy las tres vasijas donde viajo entre [ mieles a fundirme, al fin, ceniza con la flama.

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y que a veces, como él, se duerme. Y todos los gatos se llaman como el [ gato, con su nombre secreto que me dice suavecito en su lengua para no olvidarlo.

Inundan de profanas oraciones cada [ poro que se cruza, cada trozo que se funde por los vahos. Mansa ponzoña, arranca voluntades. Suave acero, marca miembros [ transitados, paraliza al contrincante en esteros de amapola que surgen de entre labios.

Nocturna ocupación de las entrañas, [ presiente al otro cuerpo en los XII resquicios. Ansían las células su soplo, ritmo Un gato luminoso deslizó sus huellas [ por mi sueño, [ interno se preludia, se acompasa, vierte a un tiempo sus fluidos y el coso se rondó el espacio en el que habito, atempera en herrajes que acrisolan. encendió con rumores las bujías Palpitan los rumores soterrados. que pensaba fundidas para siempre. Trajo en las pupilas el remedio Nocturna ocupación que nos seduce e que ayuda a atravesar todo abismo. [ inclina los baluartes al arroyo. Entre el pelo de su lomo Enciende recovecos aturdidos, incita a vivía una legión de seres asombrosos [ la piel, a sus ranuras. Ofrece de siempre listos para el tósigo, las alas sabores un retablo, de pétalos los y el balance sempiterno de las lunas. párpados se embriagan. Su luz alimentó los pliegues de estos [ muros, Nocturna ocupación es la palabra. hizo cóncava la almendra en que [ Invade cada pliegue de sentido, tem[ reposo, pla todo vello, todo artejo, cada huella bordó mil manantiales al contacto de inasible. [ sus patas. Envuelve a quien la alienta en las Ahora, que emprendo nuevamente la [ marcha, [ vísceras de un higo, en sutiles espirales que desprenden los rescoldos del vuelvo el rostro hacia el lugar donde silencio. [ solía morar y veo al gato iluminando la ventana. Cierra los ojos. Comprendo que se ha ido.

Si logras que un gato te mire a los ojos y miras muy fijo en los suyos y sientes que el oscuro ronroneo pasa a tu cuerpo y vibra cuando respiras y ves que no es confuso, sino parte de tu piel y tu mirada. Y ves más fijamente y los colores de su iris van cambiando y brillan. Pero en el centro la pupila, alargada, crece y se entreabre y te muestra sus jardines, los rumores que lo [ inundan, los pliegues pequeñitos de las cosas que son grandes y flexibles y misteriosos y te llevan a otros mundos, con colores y [ sonidos y sensaciones que no sabías que [ existían. Pero si te asustas y cierras los ojos, pierdes el mirar fijo y el ronroneo. Y él parpadea NOCTURNA y se cierra esa puerta PERSUASIÓN hasta que vuelvas a lograr que un gato te mire a los ojos y mires muy fijo en los suyos. Nocturna ocupación de los sentidos, [ que enciende de rumores la epidermis. (Para Sergio Laignelet) Despliega la elocuencia de un aroma y [ pliega en los alvéolos mil sabores presentidos, mil tormentas anunciadas en XI asomos de abordaje. Un sigilo de entretela se cierne sobre Tirado de barriga [ ávidos tizones. frente al gato tirado de barriga. Ser adictos al aroma de pantera que Mi cara en su cara [ emana de los cuerpos, al vértigo que sus ojos en mis ojos embriaga todo tacto incapaz –aún- de y las dos narices juntas. bogar a libre arbitrio entre alforzas. Como espejos. Arte exacto que involucra lluvia y Como sombras. [ yemas, el cómplice latido del Porque el gato es negro y es como mi contrario. [ sombra pero sus ojos brillan y dicen cosas. Nocturna ocupación de los alientos, Dicen que la luna no es un foco ni un [ entrelaza sin tregua ambos furores. [ conejo Abrevan en el fuego que se escinde pero sí un ojo de gato que reluce [ cuando espiran.

DOLOR Si ves el ciervo herido que baja del monte, acelerado, buscando, dolorido, alivio al mal en un arroyo helado y sediento al cristal se precipita, no en el alivio, en el dolor me imita. Juana Inés de la Cruz

Indigno romper de columnas desata su [ acero sediento y vierte calderas de hiel por aletargados, anatómicos surcos. Rata enorme, enloquecida, clava [ colmillos certeros en pez por demás vulnerable. Ciego látigo. Perfora con furia resquicios, invierte el [ código errante, corroe los huecos. Deslumbra, certero. Indómito ser inasible, horada la fuerza, [ tuerce el sentido, aspira el aliento, desarma y se va.

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AURORABOREAL Samuráis

AURORABOREAL SEP 2012

Pablo Valle (Argentina, 1961). Es profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires.

Es editor, corrector, redactor, traductor y ghost writer. También fue crítico de cine (en la revista La vereda de enfrente).

Samuráis

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¿El samurái debe carecer de miedo? No. El samurái debe poseer la cantidad exacta de miedo: ni tanto que le impida luchar ni tan poco que lo lleve a arriesgar su vida en vano. Nadie conoce esa cantidad exacta. El buen samurái finge que la conoce perfectamente.

¿Qué piensa un samurái sobre la vida? La pregunta es demasiado amplia. ¿Cuándo piensa, entonces, sobre la vida? Entre batalla y batalla. En el crepúsculo (sobre todo, si está de guardia). Cuando se retira. Cuando pierde el honor. ¿Dónde piensa? Al borde de un barranco altísimo. Entre las piernas de una mujer. Marchando al galope en un terreno irregular. Entrando solo en territorio enemigo. Lugares así.

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Se ha visto, sobre todo en leyendas poco confiables, a samuráis combatiendo en equipo. Si el hombre nace solo y muere solo, no se entiende por qué no debería también luchar solo. Sin embargo, es verdad que a veces un samurái condesciende a deponer su orgullo y se une a otros para luchar por alguna causa más o menos necesaria. En estos casos, difícilmente pelea bien, ya que lo hace inquieto por la terrible posibilidad de que algún compañero le salve la vida.

Según parece, los samuráis tienen terror de los espejos. Como en todo, hay varias teorías al respecto. Una dice que la duplicación de su figura les parece un escándalo, una abominación. Cada uno de ellos se considera único, y cualquier amenaza a ello, aunque sea imaginaria (literalmente), los irrita. ¿El que aparece en el espejo es su peor enemigo, o una prefiguración del enemigo definitivo que algún día advendrá y sólo puede parecerse a esa imagen?

Otra teoría propone que un samurái, en el fondo, nunca está del todo conforme consigo mismo, y enfrentarse a su ser exterior en el espejo lo pone de cara a una realidad en definitiva triste pero inmodificable, con la que no puede de ninguna manera estar de acuerdo.

36 Hakuraki era un samurái tan experto con la espada como con el pincel para escribir. Esto es muy raro en un guerrero; tanto, que uno de sus antiguos maestros se sintió con el deber de aconsejarlo al respecto. —Quizás no es conveniente ejercer con tanta maestría dos oficios tan diferentes —le dijo—: uno que quita la vida y otro que perpetúa su memoria. —Quizás —contestó Hakuraki, respetuosamente—. Pero yo lo veo de otra manera. Ambos oficios sirven para lo mismo: provocar miedo, matar la voz, ejercer el poder.

42 Las escuelas de samuráis dividen sus enseñanzas entre dos grandes teorías. Una de ellas afirma que toda táctica es una deshonra para el guerrero.

Pablo Valle© Silvia Inés Tombesi

Enseña Semiología y Análisis del Discurso en el Ciclo Básico Común, y Problemas de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras (cátedra de David Viñas).


AURORABOREAL SEP 2012

Que todo lo planeado es un insulto a los dioses. Que se debe entrar a la batalla espontáneamente, amparado sólo por los propios dones y porque el azar disponga que el contrincante acierte menos golpes que uno. La otra, por supuesto, apoya la postura contraria. Cada detalle del combate, cada mínimo gesto deben ser planificados cuidadosamente y reproducidos luego como si se tratara de una obra teatral. Aquí, el insulto a los dioses sería confiar en el azar, y no en el mejoramiento continuo de la propia disciplina. Es verdad que la guerra suele ser un negocio tan complejo, que es muy difícil decir cuál de ambas teorías tiene razón o da mejores resultados.

77 El peor luchador de una camada de samuráis suele ser el más entusiasta; esto, por razones bastante obvias, aunque no menos cuestionables. Sus compañeros tienen mucho cuidado con estos individuos, tan queribles como peligrosos. Su falta de destreza y de experiencia, a veces, los lleva a cometer despropósitos y, quizás, poner en riesgo a los demás. Sin embargo, el verdadero peligro — hay que admitirlo— es otro: que, casi inútiles como son, terminen llevando a cabo una hazaña inolvidable, que opaque a sus contemporáneos.

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Los samuráis se han llevado consigo al abismo del pasado, entre tantas otras cosas, el secreto de su énfasis. ¿Era un afán de asustar a morir al adversario con la escenificación de un poder omnímodo y, por ende, de un destino ineludible? ¿O el intento, mucho menos exitoso por cierto, de dar a cada gesto una significación única, en la que la ambigüedad no jugara su papel corruptor y la verdad brillara con la máscara de la justicia?

Dos grandes bandas de samuráis, verdaderos ejércitos casi, solían enfrentarse una vez cada año, sin lograr nunca una victoria definitiva. Ese encuentro se convirtió en una especie de de deporte o de ceremonia, en verdad frívola. Los guerreros contemporáneos que observaron esa escandalosa costumbre no podían hacer nada para castigar a sus colegas descarriados, ya que éstos eran demasiado numerosos y feroces. Decidieron entonces que la historia de esa batalla periódica e interminable fuera borrada de la memoria y que los dos ejércitos inútiles siguieran enfrentándose hasta ser olvidados completamente.

70 Ganar cada combate, por supuesto, no es imprescindible para que el honor de un samurái sea perfecto. La cuestión es que, si se pierde, se lo haga de determinada forma. Como esta forma, en realidad, no está tan determinada, lo mejor es, siempre, ganar. Por las dudas.

Variaciones 62bis

Un samurai, seguramente desequilibrado, dio en perseguir el horizonte. Quizás creía que ésa era la última y única hazaña digna de su excelencia. La delirante faena duraba ya un año cuando el samurái se dio cuenta de su inutilidad. Entonces, al borde mismo del desencanto, conoció el arco iris. Ya tenía otra cosa que alcanzar. Y esta vez lo logró.

Pablo Valle (Argentina, 1961).

Ha publicado Simulacros (cuentos, 1985), Ángeles torpes (novela, 1995), Yo, el templario (novela, seud. Paul Mason, 2006), y tiene otras dos novelas inéditas, Los crímenes de la calle Barthes y La carta de Rozas. Autor de los libros didácticos Guía para preparar monografías (1997, 2008, con Ezequiel Ander-Egg; varias ediciones) y Cómo corregir sin ofender (1998, 2001). Durante 20 años fue editor general en el Grupo Editorial Lumen. Samuráis quiere ser su próximo libro.

http://kiosco-pablo.blogspot.com

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NOMBRES

Benjamín Chávez Bolivia, 1971. Premio Nacional de Poesía 2006 en Bolivia. Obras: Prehistorias del androide (Premio FEPO, 1994); Con la misma tijera (1999); Santo sin devoción (2000); Y allá en lo alto un pedazo de cielo (2003); Pequeña librería de viejo (2007); Manual de contemplación. Antología personal (2008, 2ª ed. 2009).

Por Benjamín Chávez

Pronuncia el sol al alba ¿Tú o yo? los perdidos nombres del dolor. El eco espejo mi espuela tu inalcanzable antílope. Dos segundos de verdor el mismo sol: atardecer. (de Santo sin devoción)

[Y EN ESE SUEÑO SYLVIA]

POEMA CON SCRACH

y en ese sueño Sylvia el eterno, mientras cabalgabas -“Plath, Plath” por un mar embravecido e incoherente buscando el punto de partida el más próximo aquella noche que escribías: quizás nunca llegue a ser feliz

Nunca escribas poemas de amor sobre el papel. Es mejor sobre la piedra o la piel. Nunca escribas poemas de amor. Deja que el amor escriba con piedras dentro de tu piel. (de Santo sin devoción)

medusa la ayudante del mago, la que no titubea, la rehabilitada ¿qué conseguiste? ¿por qué ahora tienes frío? la gran paradoja del sueño en la reunión de todas las criaturas la zarpa la magnolia, ebria de sus perfumes y tú que no pides nada de la vida (de Extramuros)

UMBRAL Un río de rostros detenido todas las miradas vueltas hacia ti. Por una cuerda floja con la antorcha del crepúsculo entras a la noche sobre una página en blanco.

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Es director del Festival Internacional de Poesía de Bolivia.

(de Santo sin devoción)

CONDICIÓN DE VAMPIRO Tras una inútil noche en tránsito sanguíneo -la temblorosa piel-el quejido mínimooficio el cándido ritual de abrir sobres a mordiscos. Desde una atmósfera intensa, cartas que hablan de lejanos países me seducen, me vencen. -¡Vuelve, hijo mío!firma mi madre. En un arrebato retomo las infusiones medicantes la dieta del ajo la abstinencia… pero es inútil; mis sendos colmillos muerden una y otra vez mi destino: velar sueños ajenos es mi condena

(de Pequeña librería de viejo)

POEMA FINAL PARA UNA ANTOLOGÍA Frente a mí hay un libro abierto una mujer el eco de una guerra cíclica una bandera transplantada la llamada de la línea del horizonte un cielo generoso el camino al centro del bosque. Miles de músicos inagotables una triunfal sinfonía inmensa o la íntima música que me levanta cada día. Algunas –muy pocascertezas para un débil soplo, que generalmente pastan libres fuera de mi vista en el inmenso prado de todas las cosas -Y los poemas como mares o como granos de arena y pedrería celeste. Frente a mí también hay el bullicio de los amigos ciertas tardes llenas de sol de ciudades colinas rostros la contemplación reflejada en los estanques de la memoria.

El caminar de gente que no conozco algo que se dicen, un gesto que los muestra dignos. Y no por último, algunas dudas perdidas en el fondo de un baúl trajinado. Un mirar de frente a los hombres y otra certeza –ésta del corazónapaciblemente recostada a los pies de mi cama: El mundo es un sitio para amar.

(de Manual de contemplación. Antología personal)

Benjamín Chávez © Foto Anuar Elías

AURORABOREAL Poesía

AURORABOREAL SEP 2012


Selección de poemas Banana Split

Samir Delgado (Canarias, 1978) Poeta y activista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Laguna. Coordinador responsable del Encuentro Internacional de Literatura 3 Orillas. Miembro de la Asociación Canaria de Escritores (ACAE). Codirector de la Revista La Salamandra Ebria. Asiste como autor invitado a diferentes Festivales Internacionales de Poesía. Ha publicado libros de poesía y ensayo. Recibe en 2010 el XXIV Premio de Poesía Emeterio Gutiérrez Albelo por su libro Banana Split.

Por Samir Delgado

[DESAYUNO CON PERIÓDICO] TAZA DE CAFÉ con leche un poco [ de canela y rodaja de limón: todos los días comienzan con el [ achique de los desastres cotidianos.

[MUEBLE BAR] LA TRANSPARENCIA del mundo [ fue siempre una quimera. Todo no es más que una dilatación [ pegajosa de la realidad.

Samir Delgado © Foto Samir Delgado

AURORABOREAL Poesía

AURORABOREAL SEP 2012

[SINFONÍA FETICHE]

[CIUDAD ATLÁNTICA]

[DIVÁN A MEDIANOCHE]

UN SOL con sabor a naranja amarga. [ Lejos siempre otra isla. Las vértebras del tiempo crujen [ dislocadas sobre las azoteas de algodón sucio. Reina el horario de la [ ponzoña electrónica. Solamente el sueño de los nenúfares [ calmará esta sed de olas.

LOS DEDOS interminables de LA VELA dibujó el vacío sobre un [ Sergei Rachmaninov [ légamo de sombras. tecleando en volandas la comisura de El perfume de la cera provoca el [ las estepas [ naufragio de sentidos con su re menor silbando la que alertan a cada palabra sobre la [ nomenclatura del viento. [ extinción de la llama. La tibia urdimbre de luz deposita los [ augurios de plenitud: He aquí el poema.

[DESPEDIDA A BAUDELAIRE]

[HAPPENING]

[REFUTANDO A PLATÓN]

ABOCADAS las caricias a una muerte [ lenta por asfixia la letanía del círculo no soportó las [ secreciones de la multitud.

UNA señora en bata sale a su balcón repetidamente todas las noches recién estrenadas. Lleva siempre entre las manos la jaula del loro guineano.

LAS SOMBRAS desterradas en los [ paredones de la caverna a través de los ojos siberianos de [ Nicolay Schérníshévskiy no eran más que los habitáculos [ sonoros de la pura materia.

[POR EL AMOR AL ARTE] [LUNA ÁRABE]

[CEREMONIAS]

SÁBADO por la tarde en el gimnasio [ de moda. La música techno afternoon ensordece [ al personal. Justo enfrente comen pipas dos [ estudiantes lesbianas. La señora obesa del ático pasea [ felizmente a su perro. El cortejo nupcial de la semana fue [ suspendido por lluvias. Tristán Tzara no ha muerto.

UN solajero pegajoso colándose por la [ habitación del ático donde el tiempo lento campanillea un [ atrapasueños indio. Suena el cacareo napoleónico de un [ gallo en la madrugada anticipando la estridencia de los coches [ en la autopista insular. Ante el espejo. El agua fría huele a los [ ramos de siemprevivas. Hoy toca lluvia de panfletos en las [ escalinatas de la universidad.

POR la boquilla ardiente del narguile una ventolera de aromas frutales balancea dulcemente las cortinas. Las burbujas juguetean sibilinas por el tomo perfumado y el carboncillo chispea más arriba adormilando las sienes a cada instante. Es la madrugada de las mil y una [ noches. Sherezade sonríe al fin.

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UMA NOITE NA METADE DO MUNDO

Reúno os espelhos necessários aos vislumbres intensos do desejo. Esta noite saberei onde aquecer o estoque de gretas que trago consigo. Há muito venho catando em bastidores os tons mais secretos, as cores mascadas com a aurora, pequenas silhuetas que indagam por prismas esquecidos. Ela me desnudará como um repertório de enigmas. Seus cabelos ruivos ondulam o horizonte: uma música rara tecida enquanto os espelhos ajustam seu entendimento da vertigem. Santuário de vultos extraviados, oratório de pernas, sermões da volúpia, a tudo ela se antecipa e palmilha os ossos da noite como se fosse um pomar de suas antevisões. Recolho as vinhetas, o estranho relicário de balbucios, e seu corpo inunda o meu de atrações. Cada uma das fases lunares tatuadas em sua pele. Tempo e espaço refeitos como labirintos famintos. Ao beijar seu espinhaço descubro entre vértebras ninhos de janelas que são como pássaros nascidos dentro do vôo. Ela me abraça e é como se pela primeira vez eu tocasse o centro do que me é inevitável. O abismo, a fagulha, a memória, em cada oásis ela reconhece a metade precisa de tudo quanto necessito. E brinca com o sol como uma criança com seu peão repleto de luzes. Eu a beijo e os deuses sorriem, tornando a crer no mito.

poema & fotografías | floriano martins 10


UNA NOCHE EN LA MITAD DEL MUNDO

Reúno los espejos necesarios a las vislumbres intensas del deseo. Esta noche sabré donde calentar la cantidad de grietas que trajo consigo. Hace mucho vengo recogiendo en bastidores los tonos más secretos, los colores mascullados con la aurora, pequeñas siluetas que indagan por prismas olvidados. Ella me desnudará como un repertorio de enigmas. Sus cabellos rojos ondulan el horizonte: una música rara tejida mientras los espejos ajustan su entendimiento del vértigo. Santuario de bultos extraviados, oratorio de piernas, sermones de voluptuosidad, a todo ella se anticipa y camino sobre los huesos de la noche como si fuese un vergel de sus visiones previas. Recojo las viñetas, el extraño relicario de balbuceos, y su cuerpo inunda el mío de atracciones. Cada una de las fases lunares tatuadas en su piel. Tiempo y espacio rehechos como laberintos hambrientos. Al besar su espalda descubro entre vértebras nidos de ventanas que son como pájaros nacidos dentro del vuelo. Ella me abraza y es como si por primera vez tocase el centro de lo que me es inevitable. El abismo, la chispa, la memoria, en cada oasis ella reconoce la mitad precisa de todo cuanto necesito. Y juega con el sol como una niña con su peón, repleto de luces. Yo la beso y los dioses sonríen, volviendo a creer en el mito.

poema & fotografías | floriano martins traducción | gladys mendía 11


Marcelo Villena Alvarado. (La Paz, 1965) Realizó estudios universitarios en la Universidad de Toulouse II, le Mirail (Licence, Maîtrise, D.E.A.) y es doctor por la Universidad de París VIIDenis Diderot, con la tesis Le désir du geste: intertextures à travers le corpus pictural de Roland Barthes (2010), dirigida por Julia Kristeva. Desde 1994 trabaja como profesor en la Carrera de Literatura y, desde 1997, como investigador en el Instituto de Estudios Bolivianos (IEB) de la Facultad de Humanidades y CC.EE. de la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz). Ha publicado el libro de poemas Pócimas de Madame Orlowska (Plural, La Paz, 1998, 2004), y figura en las antologías Poesía boliviana reciente, México, 1999; Antología de la poesía boliviana, LOM, Santiago de Chile, 2004; Antología de poesía boliviana, en Fragmenta, 2, Madrid, 2011; Unidad variable. Antología de poetas argentinos y bolivianos, La Mancha/La Hoguera, La Paz, 2011. En su vertiente de ensayista ha publicado diversos textos y estudios sobre literatura. Entre sus trabajos de investigación destacan “Hacia las poéticas del tinku” (1999), “El discreto encanto de la eucaristía: una experiencia ficcional con el Sermonario del 3er. Concilio Limense (1584-1585)” (2001), “Ejercicios capitulares con algunos fragmentos de Jaime Saenz y Blanca Wiethüchter” (2008) y el libro Las tentaciones de San Ricardo, siete ensayos para la interpretación de la narrativa boliviana del siglo XX (2003, 2011).

La In tanto: petite suite avignonaise y el ensayo-ficción Los Tigres son una primicia para Aurora Boreal®.

Intanto: petite suite avignosaise

ε

Resulta que gracias a Maxwell (el del demonio), Bohr, Rutherford, Einstein, Broglie (y su inevitable onda), HeisenYo te recuerdo así, berg y Dirac (los de las cuantas), jubiloComo un regalo innecesario de sol. sos o perplejos, barrigones o de largas Rolando Cárdenas cabelleras, los físicos contemporáneos la pasan rompiéndose la cabeza; dándole duro, muy duro, pero sin lograr una α exacta noción de lo que es real. Resulta que, como ilusiones no sólo las hay ópEn una tarde, está dicho, se habrán ido ticas, ni siquiera los sentidos nos sirven para definir satisfactoriamente la materia: está ahí, pero no podemos saber de de cara en cara ella con certeza; salvo, quizás, mediante la pasante del transiberiano el tacto. la trascendencia del cable el alga azul y los museos Me tocas, luego existo.

Vos al centro y a tus costados la fina tangente que te aloja ¿o no?

Pero, eras vos eres vos la del álgebra y el pantano

A lo así vos como las parteras tal vez de lado ya me enderezas

β

Traduzco: me interesaría, solamente poder ver mis ojos mientras te miran

… otra vez

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γ

δ Dejarse de la topografía y el género. [ Dejarse del fácil recurso a lo profundo, de la [ nostálgica metáfora del tiesto:

desde la ceja, la hoyada se allana.

*** Subes por sed o capricho rondando Vas vas en picada por si acaso ***

*** Así había sido Si vas vos cuesta abajo es porque te trepas de nuevo ***

Marcelo Villena Alvarado © Diego Villena Valverde

AURORABOREAL Poesía y ensayo

AURORABOREAL SEP 2012


AURORABOREAL SEP 2012

El nudo se consume suave cuando despiertas vos detrás del ombligo

club deportivo The Strongest catalogados poco después del centenario de su creación (1908); sino también, y sobre todo, que dicho equipo, “decano del fútbol boliviano”, es más popularmente conocido como “El Tigre”. Por su casaca oficial que alterna franjas verticales al modo de la Juve turinesa, por supuesto, *** la de Gramsci, la de Togliatti –pero no negras y blancas, las franjas, sino negras Ejercer de nuevo y amarillas: como un innecesario regalo el alfabeto de sol donde también se vislumbra el nombrarlo todo porte xeneize que hermana al Tigre y al de cero Club Atlético Boca Juniors. De ahí que, en nombrar proximidades del estadio olímpico de nos La Paz, “stronguista” sea también el nombre de la mariquita que sobre fondo amarillo lleva tres puntos negros en cada élitro y uno en medio del coselete. Que la inminencia de otro centenario Los Tigres (el de la publicación de Leyes de la versificación castellana, 1912) sea entonces la Hay goles en la vida, anulados… Yo no sé! ocasión para recordar que Jaimes Samuel Orellana. Freyre, además de aficionado a las kenningar, fue también helenista y apasionado hincha atigrado. No otra la verPor luminoso toque estremecido, dad que revelan esos sus otros versos Rugiendo de mil goles la avalancha, dedicados a la “Venus errante”; Venus avanza el Tigre en medio de la cancha Urania y Venus Pandemos, mediterrádel Tano al noryungueño empedernido.

nea y de aurora boreal; gualdinegra, en suma, negra y güera, negra y tunante, como lo habrá leído el buen entendedor: … Tocó su nave en las riberas de nieve y bruma; sintió su beso entre los labios la Venus blonda, y contemplaron la bronceada faz del marino, garzas pupilas soñadoras Tocó su nave en las riberas que el sol abrasa, la Venus negra fugaz beso dejó en su boca, y se enlazaron a su cuello brazos de ébano y de sombra. Venus errante, tú le esperas sobre la playa. ¿Eres la ardiente bayadera voluptuosa? ¿Sabes de amores? No vio tu rostro el marinero pero te adora.

(R. Jaimes Freyre, “Venus Errante”, en País de sueño).

Cerebral, gualdinegro, enfebrecido, Con fino chanfle el marcador [ ensancha, y al Bolívar también en la revancha, le da con garra y marcador henchido. Corre no obstante una gambeta [ extraña que sobre el césped bullicioso amaña un par de piojos lejos de la barra; y allí se alzan, sobre los Rimbas cojos, las alas, las antenas, los antojos, de un stronguista viendo una cigarra.

En la foto Ricardo Jaimes Freyre (1868-1939)

Nota del editor. De clara estirpe modernista por el ritmo y la temática, tan petrarquistas y curva sur y bullangueros, este soneto podría muy bien atribuirse a Ricardo Jaimes Freyre (1868-1939). Fascinada por el nórdico paisaje de “Castalia Bárbara” (1899), la crítica ni siquiera ha considerado los rastros con los que estos versos iluminan la obra del poeta boliviano consagrado, al decir de Carlos Medinaceli, en la trilogía evangélica del modernisno novomundano. Para apreciarlos, convendrá saber no sólo que una copia mecanografiada se halló entre los archivos del

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El hombre lobo

Jorge Kattán Zablah Cuentista y ensayista salvadoreño. Abogado (Chile) y Doctorado en Letras por la Universidad de California en Santa Bárbara, California. Autor de las siguientes colecciones de relatos: Estampas pueblerinas, Acuarelas socarronas, Por el carnaval de la vida, Cuentos de Don Macario y Pecados y pecadillos. Director emérito del Departamento de Español, Defense Language Institute, Monterey, California. Sobre su obra se han escrito numerosos ensayos y se han dictado conferencias. Es miembro correspondiente de la Academia Salvadoreña de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

Por: Jorge Kattán Zablah A Don José Arturo Zablah Kuri y a Juanpi, su nieto.

La leyenda del Hombre Lobo no es ni puede ser patrimonio exclusivo de ninguna nación porque no existe país o localidad, por insignificante que sea, que no tenga, o haya tenido, su propia versión de esa aberración humana. El de Cojontepeque, objeto de este relato, físicamente no distaba mucho del Hombre Lobo tradicional o clásico, pues poseía un rostro exageradamente poblado de pelos. Exceptuando la nariz, la melena le cubría las mejillas, la frente y hasta buena parte de sus puntiagudas orejas. Fuera de lo dicho, exhibía unos enormes ojos fosforescentes cuyos destellos infundían terror, y cuatro largos y afilados colmillos, dos en cada maxilar, que no podía ocultar ni aun con las fauces bien cerradas. La diferencia entre este Hombre Lobo pueblerino y el conocido modelo tradicional estribaba en dos hechos fundamentales: jamás se supo que el de Cojontepeque atacara bestial y desaforadamente a nadie; a pesar de su feroz figura, era más bien un manso cordero de Dios y, por otro lado, no necesitaba de los auxilios de una luna llena para convertirse en Hombre Lobo porque él, por así decirlo, había nacido ya convertido en tal, con ese aspecto de fiera humana. Una calurosa tarde de noviembre el Hombre Lobo se dirigió a zancadas redobladas hacia la morada de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque; parecía poseído por los demonios. Era evidente que traía un asunto urgente entre manos. He aquí la conversación que entablaron:

--Bienvenido, Anselmo. ¿A qué se debe esta inesperada visita? Antes de responder, el Hombre Lobo vaciló por un momento, pues hacía muchos lustros que no escuchaba de boca de nadie su nombre de pila; todos recurrían siempre a su vilipendioso y abominable apodo. --Mire usted, don Macario... Ya no soporto este pueblo de porquería... Pienso emigrar al Norte, pero he venido aquí a suplicarle su consejo. ¿Qué me dice usted? La verdad es que razones no le faltaban para detestar a su pueblo, pues desde su tierna infancia había sido blanco de innumerables y despiadados apedreos por parte de todos los chiquillos escolares; el mismo cura se santiguaba en su presencia y las beatas, al verlo pasar, empezaban a rezar sus letanías y terminaban, invariablemente, besando sus escapularios. Don Macario se hallaba en un peliagudo atolladero. En aquel instante muchas ideas desordenadas acudieron a su mente, pero todas ellas estaban ligadas entre sí por el común denominador de intentar que el inesperado visitante desistiera de su loco empeño. El cronista podría haberle dicho que el mercado laboral norteño se hallaba completamente saturado, que a los alguaciles

gringos no les caían en gracia los inmigrantes indocumentados, que “era mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”, que si en Cojontepeque lo hacían sufrir, no era más que por aquello de que “quien te quiere te aporrea”, de que “en todas partes se cuecen habas” y tantas otras cosas por el estilo; pero no, el anciano prefirió hacerlo de la manera tan personal y muy suya que tanta fama le había dado a su nombre y a su esmerilada sabiduría no sólo en Cojontepeque, sino a nivel nacional; es decir, recurriendo, para resolver espinudos entuertos, a la lectura de algún relato de su propia cosecha o, simplemente, de ésos que con frecuencia aparecían en el periódico. Fue así como don Macario se dirigió, con pasos inciertos, hacia sus empolvados anaqueles y extrajo de ellos una gaceta capitalina. --Mirá, Anselmo, acomodate en ese taburete porque te voy a leer unos párrafos que te vienen como anillo al dedo y que yo encontré hace unos días en este diario-- indicó, al paso que se calaba sus anticuadas antiparras y se instalaba, con las canillas cruzadas, en su vetusta poltrona. Y, sin derrochar ni siquiera un segundo, el cronista dio comienzo a la prometida lectura, con su característica voz grave y engolada:

Jorge Kattán Zablah © Foto Sharon Richmond de Kattán

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AURORABOREAL SEP 2012


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Las bondades norteñas El desfigurado cadáver había sido descubierto al pie de un empinado risco por dos alpinistas desprevenidos. Presentaba desgarrones en el rostro, en la espalda y en el pecho. Eran unas profundas heridas, en series de tres o cuatro a la vez, las que habían transportado a mejor vida a aquello que ahora sólo constituía despojos humanos, y era evidente que no se trataba de un simple homicidio. Tan pronto vio aquel cuerpo inerte, el sherife dictaminó: --Esto no puede ser otra cosa que la obra de uno de esos “mountain lions” que suelen merodear por estos parajes-- empleando un término que, traducido al cristiano, indicaba que se trataba de un “puma”. Y enseguida prosiguió: --¡Miren, estos son los zarpazos de la fiera! En la morgue, la autopsia practicada en el maltrecho cadáver de la víctima arrojó el siguiente dato: que irrefutablemente se trataba de una mujer que andaría por los treinta años de edad. Tras las pesquisas de rigor se averiguó más tarde que no poseía marido y que tenía dos hijos de escasa edad. Al difundirse la noticia por toda la geografía regional, varias señoras caritativas, conmovidas ante aquel trágico suceso, organizaron sin mayores dilaciones una colecta de dinero con el desprendido propósito de contribuir al sostenimiento de los dos huérfanos que habían quedado a la buena de Dios y en un estado de absoluto desamparo. Por otra parte, el sherife reclutó a un grupo de rancheros para darle cacería a la bestia criminal. La batida se emprendió rápidamente y resultó fructífera, pues luego de seguirle la pista, con la ayuda de una jauría de media docena de sabuesos rastreadores, lograron acorralar al puma en una hondonada. Consiguieron, luego, que el animal se encaramara a una robusta acacia y allí mismo lo acribillaron a balazos, dejándolo más perforado que un colador.

La autopsia practicada en la fiera muerta reveló que efectivamente se trataba de la misma bestia que le había arrebatado la vida a la señora de marras, lo cual quedó bien en claro al encontrársele restos humanos en el vientre. En esa oportunidad se determinó también que el puma era una hembra parturienta que inequívocamente acababa de dar a luz, y se dedujo que seguramente tendría su guarida cerca del lugar donde fuera fulminada a balazos. Acto seguido y sin pérdida de tiempo, el sherife organizó de nuevo una batida para ir en búsqueda de los cachorros. Otra vez la buena fortuna estuvo de parte del sherife porque en cosa de un par de horas se logró localizar la guarida y se descubrió que en ella sólo había un indefenso cachorro, esponjoso todo él como una bolita del más fino algodón. El hallazgo del cachorrito desamparado conmovió a medio mundo, al grado de que numerosas familias ricas o acomodadas comenzaron a disputarse fieramente entre ellas el derecho a adoptarlo y a criarlo en el seno de su hogar, como si se tratara de un hijo o de un pariente muy querido. Y las mismísimas señoras caritativas que en otra ocasión habían emprendido la colecta para los huérfanos, se organizaron también para recaudar fondos que serían destinados al cuidado del infortunado animal. Pero, ¡ay, ironía de las ironías! A los treinta días cabales de iniciadas aquellas colectas, se dieron a conocer los resultados de ambas gestiones: mientras que para los huérfanos, para los cuales se lanzó una intensa campaña publicitaria, a duras penas se habían recaudado mil dólares, para el cachorrillo, en cambio, se habían logrado recolectar, sin mayores esfuerzos, más de cuarenta mil, y los dólares seguían llegando a chorros ininterrumpidos. Aquí puso abruptamente don Macario punto final a la lectura de aquella curiosa y aleccionadora monserga con visos de inofensivo relato.

Luego de una dramática mueca, se dirigió a Anselmo en estos términos: --Ahora, andate a tu casa, tranquilo, y reflexioná sobre lo que acabás de escuchar. Ya sos casi mayor de edad y podés sacar tus propias conclusiones. Y el Hombre Lobo, luego de besarle y lamerle melosamente las huesudas manos al cronista, en señal de genuino agradecimiento, se rascó la nariz lampiña e hizo un instintivo y desmayado intento de rascarse la larga y peluda cola que no tenía, pero que seguramente le hacía mucha falta. Y tras esto, empezó a alejarse por la misma vereda que lo había traído. Mientras la silueta del Hombre Lobo se iba desdibujando en lontananza, el cronista oficial de Cojontepeque, muy cogitabundo, aquilataba su brillante intervención en aquel trance, dejando traslucir una acentuada satisfacción que no podía esconder: “Estoy convencido de que la desbordante y contundente moraleja encerrada en el par de páginas que le leí a Anselmo habrá hecho mella en su espíritu y le habrá estimulado y le habrá abierto los ojos para que desista de una vez por todas de su descabellado empeño.” Mas don Macario se equivocaba de medio a medio porque mientras él meditaba de esa peregrina manera, el Hombre Lobo enfilaba ya sus pasos hacia el mítico Norte, creyendo escuchar una sublime música de ritmos inéditos, sintiéndose dueño de una dicha incalculable y diciéndose a sí mismo: “¡Qué hermosas palabras las de don Macario! ¡Ahora, y gracias a su sabiduría, con mayor razón tengo que marcharme al Norte, pues, con esta cara de cachorro desamparado y huérfano que Dios me ha dado, estoy segurísimo de que por allá encontraré a muchas familias caritativas que se apiadarán de mí y me colmarán de regalos y dinero y de todo lo demás que me merezco! ¡Hasta puede que se peleen encarnizadamente entre ellas por adoptarme! ¡Que Dios bendiga a don Macario y le dé larga vida!”

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Durofrío

Emilio Mozo Cuba, narrador y poeta. Recibió una maestría en lengua y literatura española de McGill University y completó los requisitos académicos para el doctorado en Middlebury College. Fue honrado con el doctorado Honoris Causa en Literatura por la World Academy of Arts and Culture (1987). Ha publicado: Cuentos para niños traviesos (1994), Discretos aportes (1997), Shakespeare tropical (1998), Los cuentos de Emilio (2009), 13 cuentos de Emilio (2009), y El gato encantado (2010). Poesía: Desde el ojo de la hormiga (1987), En el ala del mosquito (1988), Marginalmente literario (1991), Una como autobiografía espiritual (1993) y Entre el agua y el pan (1996).

Por: Emilio Mozo

Cada verano la misma vaina. Dormir en el sofá de madera y mimbre sin colchón, observar el vaivén de los enormes senos de la tía Carmelina, y de vez en cuando, jugar en el alcantarillado con los niños del vecindario cuando ella me lo permitía. Papá siempre me acompañaba cabizbajo a la estación de ferrocarril para tomar el tren que me llevaría a Minas-Pueblo Nuevo. Nada era nuevo, solo calles de tierra y casas con portales de madera para que la gente no se enlodara durante la temporada de lluvia. Papá me arrastraba con la mano colocada sobre mi cuello evitando los vendedores ambulantes que proponían empanadas de carne y pirulís, hasta que llegábamos al vagón de segunda que me llevaría a pasar el verano con la tía Carmelina. Papá nunca se despedía, me colocaba enfrente del vagón y desaparecía. El viaje a Minas lo definía mamá como tiempo de vacaciones. –Es para que engordes y tomes mucho sol. Mi interpretación era diferente, que los tiempos eran precarios y que una boca menos en casa era mejor que una boca más. “Tiempo muerto” es lo que llamaban al desempleo. La tía Carmelina y el tío Armando eran propietarios de una Bodega; el antiguo salón de la casa transformado en lugar de negocios. No había mucha mercancía para vender, un gran saco de arroz y otro de frijol negro dominaba el reducido espacio. Varios racimos de plátanos verdes colgaban enganchados del

techo. Sobre una gran nevera había colocado en fila una serie de botellones de boca ancha repletos de caramelos de diferentes colores. Dos carteles anunciaban ¡Cerveza Polar. Bien fría! Todavía Carmelina no había inventado el durofrío. Carmelina era gorda y alta. Tenia una personalidad fuerte, y sólo se le notaba el lado sensible cuando lloraba, lo cual era frecuente cuando se creía sola en la cocina. La historia de su vida nunca fue ni clara ni transparente. Característico de mi familia, mucho misterio y pocas explicaciones. Claro ejemplo fue cuando mi hermano menor anunció que había descubierto que era el primogénito. Cuando pedí explicaciones ante tal evento me respondieron que no había nada que comentar. –Cállese, mocoso de mierda. A partir de ese día celebramos el cumpleaños de mi hermano el cuatro de febrero y no el veintinueve de noviembre. El tío Armando era analfabeto, guapo y robusto. Un día, cuando no venia al caso me dijo: –Carmelina es tu madre. Una sonrisa siniestra apareció en su rostro. En otra ocasión escuché a uno de los parroquianos de la bodega comentar sobre un bar de pu-

tas propiedad de mi tío. La relación entre él y Carmelina era bastante peculiar. Ella lo adoraba, mientras que Armando dependía de su inteligencia y esfuerzo para sobrevivir. Por las tardes, después de bañarse, Armando recostaba un taburete contra la pared del portal mientras Carmelina lo peinaba como si fuera un niño grande. El pretendía leer el periódico. A veces lo sujetaba al revés, entonces, Carmelina se lo enderezaba para ahorrarle el comentario de algún vecino malicioso. Carmelina me recriminaba con frecuencia mi condición de raquítico, subrayando que: –Claro, era porque había nacido ‘sietemesino’. Estos comentarios frecuentemente terminaban con el pronostico de que acabaría siendo como mi padre. –Un bebedor empedernido, un tembleque. Cuando papá cesaba de beber le temblaban las manos, creo que es eso a lo que ella se refería. Sentía resentimiento, sobre todo, cuando criticaba a papá. Nunca llegué a descubrir lo que Carmelina sentía hacia mí como sobrino. Lo que si tenía muy claro era que ella no podía tener hijos y que el viaje a Minas-Pueblo Nuevo

Emilio Mozo © Foto Stephanie Colvey

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tenía como propósito rellenar de alguna manera ese vacío. La noche era la parte más interesante de aquellos días sofocantes e interminables. Antes de acostarnos Armando colocaba una enorme tranca de madera en la puerta para asegurarse que nadie viniera a robarnos. A continuación sacaba el revólver de cinco balas de una pequeña caja fuerte que guardaba debajo del mostrador. Lo ponía sobre la mesa de noche. Carmelina por su parte sacaba el cuadro de San Lázaro con sus muletas, llagas y perros del escaparate. Lo colocaba en una esquina de la habitación, en el piso, recostado contra la pared. Ponía enfrente del santo una copita de aguardiente y los restos de un puro que Armando se había fumado el día anterior. Una noche pregunté –¿Por qué, para qué hace eso tía? La respuesta fue instantánea. –Qué niño más fresco, oíste Armando, las cosas que se le ocurren preguntar al raquítico este. La tía Carmelina se inventaba cosas para vender en la bodega, una de ellas fue el durofrío. Extraía el jugo de frutas frescas como la guanábana, el mango, la chirimoya y los vertía dentro de los envases que utilizaba para hacer cuadritos de hielo en la nevera. Ya congelados los vendía a centavos la unidad. Los clientes más pudientes pedían cinco centavos de durofrío. En un vaso grande los machacaban con una larga cuchara de metal. El durofrío ganó gran fama en Minas-Pueblo Nuevo y se convirtió en una abundante fuente de ingresos para la familia. Carmelina, sola en la cocina no daba abasto para la producción del codiciado manjar. Cuantas veces deseé que la tía Carmelina me invitara a tomar un vaso de durofrío. Un día me atreví a pedirlo. La respuesta fue un chasquido con los labios. Interpreté que eran algo que yo no merecía. Los tres primeros veranos que pasé en Minas-Pueblo Nuevo dormí en el sofá. Por la noche la tía esparcía

ropa antigua que guardaba en la gaveta de la cómoda para amortiguar la dureza del mueble. La intención de la tía era buena, pero la realidad no se acomodaba a mis movimientos nocturnos. Desde allí, observaba incómodo a la tía Carmelina desvestirse. De mayor interés para mí eran sus enormes senos. Nunca llegó a quitarse el sostén, así que me quedé con las ganas de verlos al completo. Cuando la economía familiar prosperaba Armando siempre hacía reformas para mejorar el estado de la casa. Un verano añadió un dormitorio el cual yo estrené en compañía de una prima lejana. Era una guajirita joven que había venido al pueblo para hacer unas compras. Por alguna razón desconocida decidió dormir tal y como la habían parido, desnuda y poco tímida. Esa noche Armando viajó al retrete más veces de lo que acostumbraba, al pasar por la puerta de la habitación comentaba: –Qué suerte niño, parece que te tocó la lotería. No entendí bien el significado de sus palabras, pero su ji, ji de hiena me inquietaba. Más tarde sentí deseos de orinar, pero por miedo al lejano y oscuro retrete desperté a mi prima para pedirle que me acompañara. –Ya estás bastante grandecito como para ir solo. Se sumió en un profundo sueño llenos de sonidos extraños. Decidí, consciente de lo que hacía, orinar en las blancas recién lavadas y planchadas sábanas de la tía Carmelina. Después comencé a llorar fingiendo un profundo dolor de estómago. Carmelina se levantó. Armó un escándalo. –Se había visto… igualito a su padre. Pero lo más revelador para mí fue cuando murmuró entre dientes –Señor, Señor, que he hecho yo para merecer un hijo como éste. Al día siguiente volví a ocupar mi lugar en el sofá, amortiguado por los trapos esparcidos por la tía

Carmelina. Como castigo me obligaron a servir de camarero en la bodega, Carmelina en la cocina lloraba mientras hacía sus durofríos. Yo hubiera preferido jugar en el alcantarillado con unos barquitos de papel que me había regalado un vecino. En una ocasión, un cliente borracho me dijo –Idiota, búscame otro vaso que este está cagado. Resentido fui a la cocina a buscar otro. Me abrí la bragueta del pantalón y froté mi diminutivo pene contra el vaso limpio. La tía me sorprendió en el acto, pero no reaccionó. Más tarde la escuché sollozando mientras preparaba el almuerzo. La televisión llegó a Minas-Pueblo Nuevo alrededor de los años 50. Había un solo televisor en el pueblo del cual era propietario el Cacique municipal. Por la noche su casa se rodeaba de curiosos que miraban a través de las cuatro ventanas de rejas la misteriosa caja redonda que transmitía sueños en blanco y negro. El trayecto de la bodega de mi tía a la casa del Cacique lo realizaba yo, corriendo por los desvencijados portales. Me gustaba el sonido hueco de mis zapatos retumbando contra las antiguas tablas de madera. Una noche, mi carrera fue interrumpida por una alambrada de púas colocada por un vecino harto de que yo utilizara su propiedad como atajo para ir y volver. La cara me sangraba. Salieron las vecinas a observar el incidente. Carmelina, quien ya se había enterado de la noticia, me esperaba en casa, desconsolada repetía: –Mi pobre hijito, mi pobre niño. El incidente lo cambió todo. Cuando yo volvía de mirar la televisión Carmelina me esperaba con un vaso lleno de durofrío. Con una voz desconocida y remota me llamaba hijito mientras yo seleccionaba los sabores que más me gustaban. El último verano que pasé con ella, al montar en el tren y despedirnos, Carmelina me susurró al oído: –Yo soy tu madre.

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Última parada

Lilliam Moro

Por: Liliam Moro

De pequeño tenía un tren de madera; lo hizo el tío Fermín y me lo regaló un día de Reyes. Es lo que mejor recuerdo de mi infancia: aquella locomotora pintada de negro, con sus tres vagones rojos; el tosco y querido tren de madera en el que quería salir de España y llegar a América. Dicen que la vida es un eterno retorno, pero yo creo que es un monótono ir y venir por las mismas estaciones; sólo varían los viajeros que nos acompañan. La ingenuidad de la infancia había quedado atrás, así que, ya mayor, logré irme al otro continente en el transporte normal que escogen los adultos. Ahora, después de 20 años, regresaba como viajan los turistas. ¿Cómo comenzó este viaje al fondo de mí mismo? Después de un largo trayecto en avión, tomé un tren al anochecer: era incómodo, ruidoso en su traqueteo, y dentro de él se respiraba ese aire de conformidad que tiene la pobreza digna. Durante toda la noche estuve cabeceando entre los esporádicos silbidos y las mortecinas luces de las estaciones que iban apareciendo. Entonces sentí que estaba inmerso en otro tiempo, el que deja de importar, el que no transcurre aunque se avancen kilómetros y el reloj continúe moviendo sus manecillas. De vez en cuando me sobresaltaba ante el estremecedor ruido que hace el paso de otro tren en sentido contrario. Había pasado de un continente a otro, y ahora un tren me llevaba a mi pueblo, a la única referencia de mi pasado. Hacía más de veinte años que me había marchado; una madrugada me despedí de los tíos que se hicieron cargo de mí cuando mi madre murió de parto y mi padre cogió su rumbo al poco tiempo. Ahora volvía porque la amable carta de un amigo de la infancia me puso al corriente de que mi tía se encontraba muy mal, así que mi intención era verla antes de que

Poeta y narradora, nació en La Habana, Cuba y reside en España desde 1970. Entre sus publicaciones están: La cara de la Guerra (poesía, Madrid, 1972), Poemas del 42 (poesía, Madrid, 1988), Cuaderno de La Habana (poesía, Madrid, 2005), En la boca del lobo (novela, Premio de Novela, Madrid, 2004). Sus poemas y críticas literarias han aparecido también en diferentes publicaciones nacionales y extranjeras. Ha publicado ediciones críticas de clásicos de la literatura española.

muriera, que es lo único que puede hacerse en estos casos, y saber qué pasaría con mi tío, al que no le quedaba ya otro pariente que yo, que ahora regresaba con el enorme cansancio que produce el abrirse paso en espacios ajenos. ¿En qué punto comenzó esta desproporción de lo inevitable? Me bajé en el apeadero a las 6:35. Me sentía muy cansado y la maleta pesaba mucho, abarrotada de unas pertenencias en su mayoría inútiles pero de las que ya no sabía prescindir, y de regalos para unos viejos que nunca me pidieron nada: jamás recibí una carta donde se insinuara la más mínima solicitud; breves líneas que ocupaban poco menos de una cuartilla, carta que llegaba puntual todas las Navidades en respuesta a otra que, en vacaciones, solía escribirles. Y siempre el mismo tono lacónico y digno del tío, sin nada que transmitir, excepto aquel “Todo va bien gracias a Dios”, mientras yo les devolvía más entusiasmo en unas breves anécdotas sobre méritos y triunfos. En el pueblo nada había cambiado sustancialmente, al menos a simple vista: el mínimo parque, la pequeña iglesia, un perro rebuscando entre un montón de basura... A los pocos minutos me encontré frente a la puerta de la casa. El tío tardó mu-

cho en abrir, tanto que pensé que adentro no había nadie. No sé qué tiempo transcurrió, pero por un instante me sentí ridículo allí de pie con aquella maleta, y un escalofrío me recorrió el ánimo: ¿y si tenía que regresar porque en esa casa ya no vivía nadie? ¿Por qué había hecho tan mal las cosas, por qué esa tontería de la sorpresa, a mi edad, en vez de avisar con tiempo mi llegada? El tío Fermín abrió por fin la puerta y respiré aliviado, pero lo vi tan viejo y físicamente tan poca cosa, que sólo atiné a sonreír porque no sabía qué decir: estaba ante un rostro inexpresivo. Apenas se parecía al que dejé, pero era él. Después de unos largos segundos de silencio, en los que no ocurrió nada, él también sonrió, tímidamente, y con un ademán me invitó a pasar. Al abrazarlo lo sentí más empequeñecido o demasiado delgado, como si apenas hubiera cuerpo debajo de tanta ropa. Apenas se movió. Entonces la vi a ella: la tía Anselma, obesa y deforme, parecía casi empotrada en un sillón grande y raído, y su mirada estaba completamente perdida en algún punto impreciso, con una ligera sonrisa congelada en su rostro. El tío no dejaba de observarme, y me di cuenta de que se balanceaba imperceptiblemente cuando permanecía de pie.

Lilliam Moro© Foto Lilliam Moro.

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AURORABOREAL SEP 2012

Todo estaba colocado tal y como lo recordaba; nada nuevo se había añadido ni nada inservible se había desechado. La atmósfera era densa, con el mismo olor de la humedad en la madera, en la escayola, en la piedra; el mismo a nabos, repollo y alubias, a leña seca ardiendo; y la misma tenue ranciedad del pasado se avivó en mi memoria, y un emocionado gozo me hubiera palpitado por dentro al comprobar que el escenario se correspondía con mis más antiguos recuerdos, pero no sentí nada. Me di cuenta de que la memoria va despojando de ánima todo aquello que pueda constituir una dolorosa nostalgia, y el pasado entonces queda almacenado como una colección de postales desvaídas e inmóviles. Comprendí, de súbito, que todo era y no era, y que existía una invisible raya que queda trazada cuando le damos la espalda a las cosas, a las personas, a los olores de siempre, y que esa raya se convierte en una enorme fisura cuando un día intentamos recuperar el escenario que había quedado guardado, protegido del tiempo, en la memoria. Yo me había quedado a un lado de la raya y todo lo demás estaba al otro. No se me ocurría ninguna frase; habida cuenta de lo que tenía ante mis ojos, hubiera sido una crueldad preguntar por la salud de ambos; además, sólo hubiera podido hablar con él, pero no le veía deseos de querer conversación pues no había dicho una sola palabra desde que me abrió la puerta. Todo era silencio y estatismo, y yo no sabía qué hacer. Sí, tenía que tomar la iniciativa, hacer cualquier cosa, como abrir la maleta y sacar los regalos allí mismo, en medio de la sala. El tío permanecía de pie frente a mí, balanceándose imperceptiblemente, mirándome como tratando de poner en orden sus recuerdos. Primero saqué lo que traía para la tía Anselma, que el tío Fermín iba colocando en las manos rígidas de ella: el camisón de punto en el que ya no cabría, las zapatillas con borla y la cajita con unos discretos pendientes; pero Anselma continuaba inmóvil mirando hacia

quién sabe dónde, en escena pero fuera de acción, mientras el pobre viejo hacía lo indecible para que los regalos no resbalaran de aquellas manos entumecidas. Le di a él un reloj con cadena, que debió haber sido muy parecido al que quiso tener siempre: lo observó detenidamente, me miró sin comprender, y con una leve sonrisa lo volvió a guardar en la delicada y pequeña caja, que dejó sobre la mesa camilla. Una vez terminada la entrega de los regalos volvió la densidad inicial; allí estaba la maleta abierta, con mis ropas revueltas y otros objetos personales a la vista, y un sentimiento de sutil pudor me hizo cerrarla, a medias. El tío Fermín, que no había dicho ni una palabra desde que llegué, al poco rato se fue hacia el fondo de la casa, quizás a la cocina, y yo me quedé de pie frente a la tía inmóvil que continuaba mirando hacia ninguna parte, mientras los regalos se iban deslizando con suavidad y se quedaban detenidos sobre sus tristes zapatillas descoloridas. Sí, ella y él eran los mismos, con sus años a cuestas; los muebles también eran los que yo recordaba, y la casa que lo guarecía todo era la única en la que viví durante veintitrés años; sin embargo, algo pesado envolvía a los seres y a las cosas: no se trataba de la falta de pintura, del polvo acumulado, de las paredes húmedas y desconchadas en algunos sitios, de los visillos sucios; no era la pátina del tiempo: era la impronta de la muerte. Salí al pequeño patio; la hierba estaba crecida, algunas gallinas picoteaban entre la tierra, la maleza y unas latas oxidadas. Fue el patio de mi infancia, el agradable espacio al aire libre donde me refugiaba para darle forma a mi fantasía de viajar a América. Pero la hierba y las gallinas eran otras. ¿Y el tren, qué había sido de mi entrañable juguete? Estaba muy cansado. Lo mejor era comer algo y echarme a dormir. Me encontré al tío en la cocina, preparando lo que parecía una papilla de patatas y guisantes aplasta-

dos. Cogí pan y queso; era suficiente para entonarme el estómago. Hubo un momento en que me di cuenta de que me miraba de reojo, y me tranquilizó comprobar que era el mismo viejo taimado de siempre, y seguí comiendo con naturalidad; al poco rato, sin decir palabra, me acercó una jarra de vino. Más animado, le pregunté si me acompañaría al día siguiente al cementerio. Me miró sin comprender, así que le aclaré que quería visitar la tumba de su hermana Francisca, mi madre. Soltó bruscamente el tenedor con el que estaba aplastando los guisantes y habló por primera vez desde que llegué a esa casa, a la que fue mi casa: “¿Por qué quieres ver la tumba de mi difunta hermana? Tú no eres su hijo”. Enseguida me sobrepuse y lo achaqué a sus desvaríos de viejo, y le hablé como a un niño: “Pero tío, ¿tanto he cambiado que no me reconoce? Soy Antonio, su sobrino, el hijo de su hermana Paca, el que se fue a América hace...” Me agarró por el brazo y con una ligereza que no sospechaba en alguien tan acabado físicamente, me llevó hasta una habitación, aquella que fue la mía. Abrió la puerta y señaló con la mano: un niño jugaba con un tosco y pequeño tren de madera, con aquella locomotora pintada de negro y sus tres vagones rojos, el tren en el que pensaba irme a América cuando fuera grande. El niño alzó los ojos y me sonrió: “Hola, soy Antonio, el hijo de la Paca.” Salí casi corriendo y llegué jadeando al apeadero. Me senté a esperar el tren y cerré los ojos; temblaba. Pasó mucho tiempo, demasiado. Cuando al fin llegó y subí a él, me di cuenta de que no llevaba equipaje: lo había dejado en la casa, pero no me preocupó, sino que me sentí extrañamente aliviado. Le pagué al revisor por el trayecto hasta el final. Cuando me entregó el billete leí en él, con estupor, el nombre del pueblo que había dejado atrás. Al ver mi mirada de desconcierto, me dijo: “Ése es el último destino”.

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Memo al amanecer

Óscar Osorio Colombia. 1965. Es profesor Titular de la Universidad del Valle y es candidato a Doctor en el Ph.D. in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures, del Graduate Center (CUNY), New York. Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002); Historia de una pájara sin alas (2003); La mirada de los condenados (2003); Poliafonía (2004); Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005); Hechicerías (2008); El cronista y el espejo (2008). Hace parte de varias antologías. También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas de Colombia, Estados Unidos y Dinamarca.

Por: Óscar Osorio

Líbranos, Señor, de encontrarnos años después, con nuestros grandes amores. (Cristina Peri Rossi, Oración)

1 El chorro de agua fría le erizó la piel. Se aplicó jabón morosamente, deteniéndose en las colinas del pubis, sin placer. Pensaba en Memo. Había advertido en los últimos días que en sus ojos renacía ese brillo de felicidad que tanto la abrumaba y esa mañana, cuando el marido salió sin despedirse, tuvo la seguridad de que no se trataba de presagios vanos. Dejó que el agua corriera por su cuerpo largo rato, hasta que las lágrimas cesaron. Giró el asa del grifo, tomó la toalla y miró en el espejo su desnudez inútil. Cuando se estaba vistiendo, se estremeció como si hubiese sufrido una descarga eléctrica. Tiró la blusa al suelo y se limpió frenéticamente los brazos, sintiendo aún la inmunda pelusilla de las patas en la piel crispada. Le gritó a la empleada que trajera el veneno, mientras seguía excitada la carrera loca del insecto. ―Ahí está, Sierva, entre los zapatos. Es la flacuchenta Erineé. Ya la he matado tantas veces. Hurgaron en los zapateros y el bicho trató de escapar refugiándose en un entrepaño. ―Aquí estás, flacuchenta inmunda ―increpaba Nadia al animalejo mientras le rociaba el tósigo. El cadáver fue retirado con un recogedor y sepultado en el tacho de la basura. Luego sacaron prenda por prenda y las dejaron en la cama. Limpiaron, desinfectaron y fumigaron hasta la última grieta. Brillaron los zapatos y los devolvieron a sus puestos. Doblaron la ropa

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interior y la guardaron en sus respectivos cajones. Acomodaron trajes, vestidos, pantalones, blusas, faldas, camisas, bluyines, collares y cinturones, según una rigurosa clasificación. Repitieron la tarea en los otros armarios. En la tarde, mientras Sierva limpiaba y fumigaba la cocina, la alacena y el cuarto de rebujos, Nadia fue de compras. Regresó cargada de velas aromáticas, sahumerios, quemadores de esencias y ambientadores. Acomodaron las trampas para cucarachas, trazaron rayas blancas con tiza china en los umbrales y fumigaron los rincones, las grietas, los sifones, los desagües y los contadores. Conectaron los aromatizadores eléctricos, encendieron algunas velas y quemadores de esencias. La casa se fue llenando de aromas agradables. La empleada se ocupó de preparar la cena y Nadia se recostó en el sillón. Durante las primeras cacerías, Sierva se divertía montones viendo a la patrona arrodillada en el suelo, atravesando tablas para impedirles la fuga, llamando a las cucarachas por sus nombres, bautizándolas con veneno. Con el tiempo, el gusto se trocó en una rabia erizada de maldiciones, pues la actividad de limpieza que seguía al cucarachicidio era extenuante.

Nadia tomó el calendario y anotó el nuevo incidente. Llevaba un cuidadoso registro de las apariciones. Marcaba las fechas y los nombres de los insectos exterminados y revisaba esos datos a menudo, para comprobar alborozada que cada vez eran más largos los períodos que transcurrían antes de que los inmundos bichos se deslizaran por algún resquicio. Habían pasado 47 días desde la última aparición. Eso creía ella. La verdad es que no pasaba una semana sin que algún bicho irrumpiera en la casa. Era como si brotaran de la nada, decía Sierva. Pero ella las aplastaba antes de que la patrona pudiera verlas y las recogía en silencio, para evitarse los trabajos. A sus años, el ajetreo de vaciar armarios y cuartos, cambiar muebles de lugar, sacar cada trasto de la cocina, desocupar la alacena, limpiar, doblar y desinfectar le dejaba dolores de espalda intensos y una fatiga de la cual se demoraba días en recuperarse. 2 A las siete de la noche Sierva llamó a la mesa. Nadia cenó con las niñas. Al comienzo, ella había querido imponerle al marido el hábito de comer en familia, pero Memo despreciaba la vanidad de una mesa

Óscar osorio © Foto Julián Jaramillo

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adornada con cubiertos y servilletas. Solía decir que los negocios no daban tiempo para esas majaderías y prefería comer de una olla mientras veía la televisión. Había dejado claro que así lo había hecho siempre y así lo seguiría haciendo. El hombre parecía moldeado en una sustancia inalterable. Era voluntarioso e intolerante y presumía que los logros obtenidos se debían únicamente a su esfuerzo y su perfeccionismo. Sólo después de muchos años, Nadia tomó conciencia de que esa altanería no era más que una máscara impuesta desde niño para sobrevivir a las adversidades de una infancia lamentable, que bajo esa gruesa coraza de simulación se escondía un ser anodino y asustadizo. Ahora sabía cuánto se había engañado, pues fue precisamente esa aura de seguridad emanada de sus modos recios lo que la había atraído hacia él. Recién salida de la adolescencia, Nadia confundió el amor con la protección que el macho le ofrecía y cedió con placer a los modos de su hombre. Cuando se conocieron, Memo trabajaba como mensajero y tenía un sueldo miserable, pero juntos lograron consolidar un negocio que les permitió vivir holgadamente. Él atribuía la solidez económica alcanzada sólo a su voluntad de acción y a su buen nombre. Ella lo dejaba ufanarse de su éxito y se hacía a un lado, confiada y feliz. Pero pronto se sintió menos confortable y entendió que había una enorme diferencia entre su idea juvenil del amor y esa cotidianidad desventajosa. Aceptó la desilusión sin dramatismos, pero se consumía de angustia cuando pensaba que cada vez había menos en ella que pudiera hacerlo feliz. Él no se enteraba de la resignada tristeza de su esposa, ni de cuánto la desesperaba su permanente gesto hosco, que cada día resultaba más difícil diferenciar de un desprecio manifiesto. En realidad, hacía rato que había dejado de mirarla. A veces una extraña inercia los hacía irse de rumba y de motel, pero en el furor del sexo ella lo sabía entregado a un acto de onanis-

mo. Cuando él terminaba y se tiraba al lado, con la cara volteada hacia la pared, en ella persistía la imagen del matarife para quien la res es sólo la vena palpitante en la que hiende el cuchillo. Ella sentía el cuchillo entrando y saliendo de su cuerpo y el lento goteo de su ser hecho silencio. Desistió de su romántica idea de la felicidad y pensó que si cumplía diligentemente los ritos cotidianos su marido iba a encontrarla satisfactoria. Se empeñó en ello y le dio dos hijas. Preparaba el desayuno para todos, arreglaba y despachaba a las niñas para el colegio, supervisaba que la comida estuviera a tiempo para la llegada del marido y mantenía en constante vigilancia el aseo de la casa. Temerosa de que algo en ella desagradara a Memo, cuidaba con esmero su aseo personal. Se bañaba con excesiva frecuencia, se aplicaba cremas y perfumes, se cambiaba la ropa en la mañana y en la tarde, cepillaba sus dientes y usaba enjuagues bucales muchas veces al día. Nada sirvió. Los signos del desastre se hicieron ostensibles. A Nadia le gusta pensar que sabe con exactitud el día en que todo empezó a derrumbarse. Ha contado la historia muchas veces, como tratando de convencerse de que la disolución del amor fue consecuencia de una circunstancia y no el inevitable resultado de un prolongado envilecimiento. Ella iba para cine con Sista, su hermana menor, cuando lo vio en una cafetería del centro comercial Chipichape. Memo conversaba plácidamente con una mujer de cabello largo, delgada y bien vestida. Parecía una chica de gimnasio. No le vio el rostro, pero sí su cuerpo sinuoso y firme. Él se inclinó hacia la muchacha por sobre la mesa atestada de paquetes de compras y le dio un beso apasionado. Nadia se puso pálida y la poseyó un temblor nervioso. Luego empezó a llorar. Primero fue un llanto quedo, como un ahogado suspiro repetido. Después el llanto cobró vigor y ella empezó a dar gritos de posesa. La gente se fue arremoli-

nando, ofreciéndole su ayuda, sin entender qué pasaba. Los dos amantes también acudieron al tumulto, inocentes de que ellos eran la causa del desorden. Cuando Memo la vio, le soltó la mano a su compañera, en un acto reflejo. Nadia percibió el gesto y tuvo la ilusión de que él se iba a acercar a consolarla, que le iba a pedir perdón y sería la felicidad de nuevo. Se limpió la cara, llena de lágrimas, negras de rímel, y espero la mano del marido, pero este abrazó a su amante y se marchó. Ese día, insiste Nadia, empezó a salírsele del corazón. 3 Sierva le trajo un café en leche y unas galletas integrales. Las comió despacio. Tomó el quitaesmalte y se limpió las uñas, las cortó y las limó. Se aplicó el removedor de cutícula. Puso una ponchera con agua tibia en el suelo y metió los pies. Prendió el televisor para ver la novela de las cuatro de la tarde. Sacó el pie izquierdo del agua y lo secó con la toalla. Tomó el corredor de cutícula y desprendió los cueros adheridos, luego los cortó con el corta cutículas. Lijó los talones. Se hizo un masaje en los pies con una crema de avena con azúcar. Tomó un cepillo y se fregó los dedos. Se frotó alcohol para quitarse la grasa de la crema. Estaba absorta en la tarea de enlucimiento y no la estorbaba pensamiento alguno. Sacó el otro pie e hizo lo mismo. Luego se pintó las uñas, primorosamente. Terminó la faena cerca de las cinco de la tarde. Movió la cabeza hacia los lados, atrás y en círculos, procurando quitarse el dolor en el cuello que la postura le dejaba. Se levantó para buscar algo de comer. Cuando iba a entrar a la cocina, vio sus antenitas nerviosas debajo de un sillón. La sorpresa fue muy desagradable, pues sólo había pasado una semana desde la última aparición. Tomó el veneno y la fumigó. El animal salió corriendo y ella la persiguió, rociándole el insecticida, hasta que se perdió bajo la lavado-

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ra. Cuando la empleada bajó, sólo vio un camino húmedo que comenzaba en la sala, atravesaba la cocina y se desvanecía en el patio de ropas. La patrona estaba en cuatro patas con la mejilla pegada al suelo y un palo de escoba en la mano. ―Es la gorda Mazulli, Sierva, ya le vi la barrigota. Ayudame a mover este aparato. Ahí estaba el animalejo, con las patas para arriba, agitándolas frenéticamente, como si buscara un camino en el aire envenenado. Nadia le aplicó más tósigo, en abundancia, complacida en esa muerte. La empleada trajo el recogedor y la echó al tarro de la basura, esperanzada en que, por ser tan tarde, no la pusieran a desbaratar la casa. Se equivocó. Después de la nevera, movieron la estufa y rociaron insecticida. Vaciaron y fumigaron la alacena. Siguió la sala. Los dormitorios. El cuarto de la televisión. La pieza de rebujos. La labor duró hasta la medianoche. Afortunadamente, era sábado y las niñas se habían quedado en casa de los abuelos. Al día siguiente salió temprano y se aprovisionó de los insecticidas de última generación y de los elementos de aseo necesarios para erradicar la plaga. Pasó la mañana en ello. Memo no había regresado la noche anterior y llegó a casa a la hora del almuerzo. Parecía contento. Le dio dinero para que se comprara ropa. Le agarró las nalgas y le dijo que subieran a la habitación. Ella le besó el incipiente bigote untado de sopa y le acarició la abultada bragueta. Él se sintió orgulloso, de su gesto, del billete, de su sexo erecto. Iban a mitad de las gradas, pero una llamada lo hizo devolverse. Nadia se quedó con las ganas y un gesto de furia le tachó el rostro. Él le dijo que tenía que irse. Ella no respondió.

aparato, había doce a Lucho. No lo conocía. De todo sospechaba. Marcó el número. ―Hola, mi vida ―le contestó una voz sensual. Hubo una pausa muy breve. ―Te estoy esperando. Colgó. El teléfono sonó. La voz sensual le habló: ―Se cayó la llamada, amor. Colgó. El teléfono volvió a repicar. No contestó. Le ordenó a Sierva que le preparara café en leche, arepas y huevos pericos. Miró en el espejo su rostro desconcertado. Llamó a Sista, para desahogarse. La hermana se puso furiosa con ella y le insistió, como lo había hecho desde hacía años, que lo dejara. Pero, en realidad, y esto enfurecía a Sista, lo que más le asustaba a Nadia era que algún día su esposo la abandonara por una amante. Colgó el teléfono, justo en el momento en que oyó abrirse la puerta de la reja. Memo entró apresurado. ―Se me quedó el celular ―le dijo. Le ofreció un tinto. ―No tengo tiempo ―le contestó. Nadia le pidió dinero. Se lo entregó y se fue sin darle un beso. Ya no parecía interesado en ocultarle su desprecio. ―Debería buscarse un trabajo ―le dijo desde la puerta―. A ver si deja de pedir plata. Subió a darse un baño. En la ducha repasaba su vida con dolor. Había dedicado todo su tiempo a cuidar a las hijas y a mantener la casa al gusto del marido. Ahora no sabía cómo hacer para emplearse de nuevo. Antes de conocer a Memo, había trabajado en Bogotá, vendiendo casas. Su hermana mayor se la había llevado para allá y le había enseñado modales de burguesa. Era bella. Era joven. No le faltaban pretendientes. Un día volvió a Cali de vacaciones, se enamoró y se mudó a vivir con él. 4 Le faltaba poco para terminar la universidad, pero se retiró, persuaTomó el celular y no pudo resistir la dida de que no necesitaba un título tentación. Revisó las llamadas he- para ser una buena esposa. La felichas. De las veinte que registraba el cidad duró poco.

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La primera vez que se enteró de una aventura, lo confrontó. Él le dijo que había sido un desliz, que no tenía importancia. La excusa se repitió otras veces, sin variaciones, pero con un gesto de burla cada vez más manifiesto. Todo se fue tornando menos clandestino, hasta que el hombre ya no se tomó la molestia de excusarse, ni de esconder a sus amantes. Ella se humillaba y la desesperaba el miedo de que alguna de esas mujeres le quitara al esposo y la dejara sin para dónde coger. Al paso de los días y las traiciones, supo que la irredimible infidelidad del esposo era una tradición familiar, una herencia que los machos Roca blandían con orgullo. Se metió al baño y se demoró bajo la ducha. Cuando salió, envuelta en la toalla, las vio. Las cucarachas se agitaban alrededor de un pegote de jugo seco, que había derramado Memo en la mañana. Eran cinco, la flaquita Erineé, la gordita Nacín, la requemada Carmela, la gorda Mazulli, la poderosa Randsa. Todas huyeron, menos Randsa, que parecía dispuesta a desafiarla. Nadia levantó el pie para aplastarla, pero se congeló en el aire con la insana impresión de que esta vez Randsa la vencería. Cuando Sierva entró, ella tenía el pie levantado y la mirada perdida. La última cucaracha desapareció en el clóset, entre la ropa interior de Memo. La empleada se lamentó porque había pedido permiso para ir a festejar el cumpleaños de una sobrina y sabía que esa aparición dañaría todo, pues tendría que dedicar el resto del día a la frenética tarea de vaciar los armarios, lavar y planchar de nuevo toda la ropa, fumigar y limpiar las esquinas, los bordes, los marcos, los guarda escobas, las grietas. Se quedó allí, maldiciendo en silencio, esperando las órdenes, pero Nadia seguía con el pie en alto y los ojos muy abiertos. Sierva le tocó el hombro y ella pareció despertar de una hipnosis. Le ordenó que le sirviera el almuerzo antes de irse a la fiesta de cumpleaños.


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5 Se levantó a las nueve de la mañana. Había dormido mal. Ya las hijas se habían ido para el colegio. Desayunó empanadas con chocolate. Llamó a Sista y se fueron al spa. Le contó sobre llamadas sospechosas al teléfono del marido. Ella la recriminó, como siempre lo hacía. No entendía por qué le aguantaba esas perrerías, por qué no lo mandaba para la mierda. Nadia le dijo que no exagerara, que tampoco era así. Sista ya sabía para dónde iba la conversación y prefirió cortarla. Regresaron a la hora de almuerzo y compartieron el ajiaco. Preguntó a Sierva por Memo. Ella le dijo que no había regresado. La hermana se despidió y Nadia se dispuso a hacer la siesta. A las cuatro de la tarde se levantó. Las niñas hacían las tareas. Ya no las ayudaba. Buscó algo de comer en la cocina. Encontró pollo y arroz. Se acostó a ver las telenovelas. A las diez y media se quedó dormida con el televisor prendido. La mano viril esculcando su sexo la despertó. Miró el reloj. Eran las cinco de la madrugada. Se pasó la lengua por entre los dientes y los labios para desprenderse la baba fétida. Memo le agarraba el culo con fuerza, le estrujaba los senos. A ella le repelió el tufo a trago y cigarrillos. Él le alzó la levantadora y la trepó. La penetró en seco. Se durmió. Ella se levantó a ducharse, a prepararse un café para recibir el nuevo amanecer y pensar en esa repetida humillación que era su vida. A las nueve de la mañana sonó el celular. Él dormía profundamente y Nadia cogió el teléfono. En el identificador apareció Lucho. Contestó. Una voz sensual le preguntó por Memo. Ella le dijo que estaba durmiendo, pero que ella le daba la razón. La voz sensual le pidió que le dijera que lo había llamado. Colgó. Desayunó. A la hora del almuerzo bajó el marido. Ella le dijo que lo había llamado una tal Lucho. Él se enojó, la insultó, le gritó que nunca se atreviera a contestarle

el teléfono y salió dando un portazo. Almorzó sola. Una cucaracha se asomó en uno de los anaqueles de la biblioteca. Estaba parada sobre una enciclopedia que nunca había sido abierta. Reconoció al instante a Randsa, su vieja enemiga. Era ágil, escurridiza. Le parecía invulnerable. La dejó hacer. Ya no le importaba. Cogió el dinero y llamó a Sista. Visitaron dos almacenes de zapatos e hicieron una parada para comerse unas empanadas con ají y gaseosa. Compraron bluyines y una chaqueta. A las cinco de la tarde estaban cansadas y fueron a Sitio Sabroso a comer tamales. A las siete llegó a la casa y cenó con las niñas. Las acostó. Merendó chocolate con pandebonos. Se desabrochó el pantalón incómodo y se sentó a ver las telenovelas. Antes de acostarse, comió de nuevo. Sabía que el marido no llegaría esa noche.

entró en una repentina crisis económica y recortó los gastos asignados al hogar. Prescindieron de la empleada y la mugre se tomó la casa. La ropa se amontonaba en los armarios y la losa envejecía en el lavaplatos. Las hormigas hacían surcos por las paredes y las cucarachas se aventuraban a plena luz del día. Una noche, mientras el esposo dormía, ella se paró al lado de la cama. Lo miraba atentamente, tratando de reencontrar en las tinieblas de su corazón la ilusión de los buenos tiempos. De pronto, algo se agitó en su interior. Unas antenitas se movían en la nariz del hombre. Se le heló la sangre. De la fosa nasal izquierda de Memo salía la diminuta cabeza de un insecto. Corrió por el veneno. Cuando regresó, el animalejo observaba el nuevo mundo sobre la boca de su hombre. Le rocío el tósigo. El marido se levantó furibundo por el desafuero de va6 ciarle un frasco de veneno en la cara. La insultó a su gusto, mientras La familia no se acostumbraba a su ella, con el insecticida en la mano, tristeza. Parecía otra persona, un se agachó a llorar en un rincón. ser lúgubre y atontado. Sufría cons7 tantes vacíos de memoria. Se quedaba alelada mirando al techo y sobándose con un pedazo de tela Memo se quedaba cada vez menos una de las aletas de la nariz. Se iba en casa. Nadia esperaba ansiosa, sin despedirse. Perdía cosas. Dejaba pero si él venía ella dormía mal o a las hijas abandonadas en el cole- no dormía. Trataba de respirar más gio hasta las horas de la noche. Los suave y evitaba cualquier movihermanos trataban de animarla, de miento que pudiera fastidiarlo. Una hacerla volver a los tiempos de la de esas noches el insomnio se agurecocha, de su buen sentido del dizó. Casi de madrugada dejó la humor, cuando los divertía con sus cama. Prendió la luz del baño y gestos de payasa. Ella lo intentaba, volteó a mirar para asegurarse que pero le resultaban muecas extrava- el esposo no se hubiera despertado gantes. Luego venían los silencios con el ruido. Él dormía profundaincómodos y la huida súbita. mente. Cuando iba a cerrar la Temerosos de que hiciera alguna puerta para tomar una ducha, vio tontería, sus padres la convencieron la cucaracha saliendo de la fosa nade buscar ayuda profesional. Más sal siniestra. No podía creer que por quitarse a la familia de encima estuviera ocurriendo de nuevo. Mique por convicción, aceptó ver a un ró el reloj. Eran las cinco y media. psiquiatra, pero no le gustó. Deci- Se aproximó, sin atreverse a hacer dió que lo mejor era dejar que las nada. Sabía que no podía repetir la cosas se desarrollaron según el ca- escena de la otra noche. El insecto pricho de la suerte y, buscando la bajó por los labios, se deslizó al sueserenidad del espíritu, desembocó lo y se juntó con otros bichos que en un abandono insano. El marido exploraban la habitación.

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Cómo era posible que Memo no se despertara. Otra cucaracha salió por el mismo sitio. Luego otra y otras más, que caminaban en la sábana y las almohadas, por el piso y las paredes, dueñas y señoras del lugar. Se tapó la boca, tratando de contener el espanto, pero cuando sintió las pelusillas afiebradas trepando por sus piernas lanzó un grito de horror. Memo saltó de la cama asustado, miró con repugnancia la habitación llena de insectos y se sacudió los bichos, furioso.

―No la meto a un psiquiátrico porque me tiene que cuidar a las niñas ―le gritó mientras se vestía―, pero yo no vivo más con usted. Ella le suplicó que no se fuera, que ella se enmendaría. Él no cedió. A las seis de la mañana, Memo abandonó la casa para siempre. Nadia lo siguió hasta la puerta, tratando de detenerlo. Cuando el hombre atravesó el antejardín, ella sintió el leve rumor de patas y vio los cuerpecillos agitados empujándose hacia la calle. Como ―Usted está completamente loca las ratas al flautista de Hamelín, las cucarachas lo siguieron por la calle ―bramó―. Cómo se atreve. solitaria y se perdieron con él en el Ella trató de explicarle que los anihueco del amanecer. males salían de su nariz.

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Óscar Osorio Su novela El cronista y el espejo (2008) obtuvo el XXXII Premio Cáceres de Novela Corta, España 2007. La línea de investigación central de Óscar Osorio desde hace algunos años es la literatura de la violencia en Colombia, siglos XX y XXI, tema sobre el cual ha dictado cátedras en las maestrías de la Universidad del Valle (Colombia) y de la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia) y conferencias en distintos escenarios.


La abuela Balbina

Milagros Salvador. Española. Licenciada en Filosofía y letras. Psicóloga, Autora de los poemarios: Acrostolio, Balaje, Del barro a la ceniza, Espejo de la tierra, Frontera de humo, Gira nocturna, Habitando la sombra, Inevitable voz, Jornada de Retorno y Kilómetro 0. Coautora de El dragón y la luna y cotraductora de El ojo de la matriz.

Por: Milagros Salvador

-Igualita, igualita a su abuela Balbina. Micaela oía lo mismo una y otra vez, lo decía todo el mundo, era igual que su abuela, a la que ella no había conocido.Los mismos ojos azules, la misma boca pequeña, el mismo pelo lacio, tan delgada, y tan buena. -Ojalá te parezcas a ella también en eso- le decían. Todos los días, Micaela, camino del colegio, con su cabás azul, pensaba en por qué se parecía tanto a su abuela, eso no le sucedía a las demás niñas de su clase, que po-

dían parecerse en algo a su papá o a su mamá, incluso también a su abuela, pero igualita, igualita, no había ninguna. ¿No sería que su abuela había vuelto a nacer en ella? Algunos días se despertaba preguntándose - ¿Y si en realidad soy mi abuela?

goma. Algún día recordaba que se había quedado sin recreo por hablar en la fila, “hoy no ha pasado nada” o “hoy me han preguntado en historia”, decía otro, y debajo de la fecha, siempre firmaba Micaela Balbina, por si acaso, claro.

La obsesión empezó a instalarse en su vida, a la hora de comer preguntaba si le gustaban las lentejas a la abuela, o qué color era su preferido.

Y pasaban los meses. Un día Micaela no volvió a casa después de las clases, y sus padres comenzaron a preocuparse, pues tenía la costumbre de llegar a casa directamente del colegio.

Cuando repasaba las lecciones del colegio, se decía, y si soy mi abuela por qué no recuerdo nada de lo que ella estudió, y así no tendría que aprender los afluentes del Ebro o del Guadalquivir. De vez en cuando miraba la fotografía del salón, y se fijaba en aquella persona que a ella le parecía una viejecita, con el traje oscuro, un remate de puntilla bordeando el cuello y el abanico colgado de una larga cadena, entre sus pequeñas y huesudas manos. Los ojos de Micaela parecían agrandarse tanto, que toda la fotografía cabía en sus pupilas. Micaela había comenzado a escribir un pequeño diario, en un cuadernillo verde que ataba con una

Eran las 7 de la tarde. Se habría entretenido con alguna amiga, o habría ido a estudiar en casa de alguna compañera, pero sus padres sabían que no lo habría hecho sin pedirles antes permiso. Eran los 8 en el reloj del cuarto de estar, y la 9 en el reloj. Impacientes habían esperado demasiado, y en medio de la preocupación, los padres acordaron ir a la policía, pero en ese momento sonó el teléfono. Precisamente era la policía que llamaba. La dirección y el teléfono en el libro de Historia que llevaba en la mano habían dado la pista. Lo llevaba una viejecita que andaba perdida por las calles de Chamberí, y que decía llamarse Balbina.

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El gato de la abuela © Foto Mario Camelo.

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Nació en Córdoba (Argentina) y reside en Italia. Narradora, ensayista y docente universitaria. Entre sus textos narrativos se cuentan Los años del arcángel, Herencias, Ciudades para errantes, Ella contaba cuentos chinos, Formas de la memoria, Mínima Mitológica; entre sus ensayos La selva en el damero; América Latina: la identidad y la máscara; Territorios de la ficción: lo fantástico; Cortázar para cómplices. De más difícil clasificación resultan las obras en las que se superponen escritura ficcional e imagen, como en Constancias y The book of Labyrinths.

Las sirenas*

Por Rosalba Campra

Para Peter Ingwersen, a cuya historia familiar debo lugares y nombres de este cuento

Henrikke Emile Pedersen, daguerrotipo, fines siglo XIX.

Conocí a Henrikke Emilie Pedersen a fines del año diez. Se acercaba por ese entonces a los ochenta, pero su memoria era extraordinariamente lúcida y su conversación cautivante. Si me habré quedado horas enteras sentado frente a ella en la penumbra, oyéndola rememorar tiempos pasados. Ahora el café de la casa de tres pisos en la esquina de la Strandgade estaba cerrado, pero ella había conservado intacto el salón con

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las mesas relucientes, el mostrador de remates de bronce, en un rincón la salamandra a cuya lumbre le habían contado las pausadas historias que ahora repetía para mí. En invierno, cuando las travesías a Groenlandia se interrumpían, alquilaba los cuartos de arriba a los capitanes que se demoraban en Copenhague. En el cuarto donde ahora estaba yo, se había alojado durante muchos inviernos un noruego silencioso que se ahorcó en el puerto, adonde iba a contemplar todos los días un mascarón de proa en forma de sirena de la que, dicen, se había enamorado. La señora Henrikke usaba una especie de cofia con velo, o algo así, que le escondía la cara. Me imaginaba que no quería exponer a los ojos de los demás –o tal vez a los suyos, sobre todo– los estragos que el tiempo había impuesto a su hermosura. Aunque hermosura no sea la palabra exacta, más bien esa especie de aura vertiginosa que tienen ciertas mujeres de quienes uno no acierta a imaginar el pasado. Así se la veía en el daguerrotipo que tenía en su escritorio, una cara muy poco danesa, traspié de alguna antepasada o recuerdo de viaje de un abuelo marinero. Las manos, ahora siempre enguantadas, estaban cubiertas de anillos suntuosos y se apoyaban con majestad en algo invisible, quizá simplemente el respaldo de una silla fuera del encuadre. Llevaba los cabellos oscuros partidos al medio, enmarcando la frente de comba suave. Y no sonreía. Sus ojos fascinaban como los de esas aves de rapiña que hipnotizan a su presa, ojos seguramente verdes como cavernas acuáticas, a me-

nos que fueran dorados, siempre fijos en los ojos de quien mirara el retrato. Dije que no sonreía pero no es cierto del todo, las comisuras de los labios se encrespaban en algo que era más bien sabiduría que sonrisa, una especie de burla secreta. Una vez, llegando con el té, me encontró con el retrato en las manos. De pie esperó que volviera a ponerlo sobre el escritorio, susurró "gracias", y antes de que yo dijera nada empezó a contarme. Le habían hecho ese retrato cuando su marido resucitó. Chresten Hansen se embarcaba una vez al año, rumbo a Suriname o al Brasil. Aquella vez, a poco de llegar a Río de Janeiro, en abril de 1855, hubo una epidemia de fiebre amarilla. Él se enfermó. Se despertó en medio de una pila de cuerpos desnudos, sobre un carro que los llevaba hacia la fosa común, fuera de la ciudad. Desnudo como estaba, corrió, corrió hasta llegar al puerto, donde los marineros lo izaron gritando "¡Milagro!". Se hizo armar una carpa en la proa, y en cuarentena volvió a enfrentar los vientos del Atlántico hasta Copenhague. Las joyas del retrato se las había traído en ese viaje. De todos modos Chresten Hansen la había dejado definitivamente viuda en 1877, a los cuarenta y cinco años pero llena de energías, así que siguió atendiendo el café en el primer piso y hospedando capitanes en el tercero, hasta que se empezaron a usar en la línea de Groenlandia los barcos de vapor que hacían la travesía aun en invierno, y en 1888 el café cerró. Pensé que si un día me atrevía a darle un disgusto a mi padre y en vez de seguir con las importaciones, como siem-

Rosalba Campra. Foto © Lucia Baldini.

Rosalba Campra


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pre se ha hecho en la familia, me ponía a escribir, no tendría más que recordar las historias elípticas, vagamente escabrosas de la señora Henrikke para encontrar el material de mis cuentos. Y pasaba las tardes a su lado, tomando el té y escuchándola, en vez de hacer lo que hubiera correspondido a mi edad, supongo, ir a los cafés donde se reunía la gente, cortejar a esas otras mujeres pálidas, o simplemente terminar un poco más rápido los trámites para los que mi padre me había mandado a Dinamarca. Y el día llegó en que, a pesar de las largas tardes junto a la salamandra, de mi poca actividad y de lo apacible del invierno, terminé de comparar los precios, de estudiar las propuestas y de firmar los contratos, y no tuve más pretextos para demorar mi regreso a Buenos Aires. Se lo dije a la señora Henrikke, quien lo lamentó educadamente. Mientras iba cerrando las valijas pensé cómo habría añorado esas tardes neblinosas, el té, las historias de su voz cantarina. Bajé a despedirme. Me tomó las manos con sus manos enguantadas, tan livianas, y dijo solamente "Qué pena". Pensé en lo hermosa que había sido, en los capitanes que seguramente la amaron y en cada despedida al final del invierno sentían el corazón estrujarse de nostalgia y no decían nada. Se levantó el velo y me besó. Cerré los ojos delante de la belleza intacta de Henrikke Emilie Pedersen, de la dulzura temblorosa de su boca sin sonrisa. Me miraba tiernamente burlona como desde el retrato, con sus ojos dorados, segura de mi estupor y mi silencio. Casi cinco años después, a la muerte imprevista de mi padre, tuve que volver a Copenhague. Fui a saludar a la hija de Henrikke, con quien supe había pasado sus últimos años. Me recibió amablemente, hablamos de su madre, de la venta de la casa de la Strandgade cuando ella murió en 1912. Yo tomaba el té tratando de descubrir en esta casa florida y austera alguno de los muebles, el retrato, cuando desesperadamente me oí contarle todo. Dio un respingo y se quedó en silencio. Después reflexionó un poco y apoyó la taza. Esperaba que yo no pensase que su madre estaba loca. Siempre hacía eso cuando tenía algún huésped joven. Al despedirse. Un juego o algo así, una breve manía inofensiva. Tal vez una máscara. Emilie Hansine Densine Hansen me acompañó cuidadosa hacia la puerta, y se quedó mirándome desde atrás de las cortinas hasta que di vuelta la calle y ya no pude verla, ni imaginarla.

"... los cuentos de Rosalba Campra [...] te atrapan desde las primeras páginas con una literariedad muy suya [...] Diría que, al recomponer y reproponer estos añicos de memoria, con sus secciones ordenadas [...] el índice funciona precisamente como esos sumarios de valiosas ediciones de fragmentos griegos, cuya lectura produce la delicia de asistir al relámpago de una imagen, y al mismo tiempo la desazón de todo lo que no sabremos nunca, irremediablemente perdido" (L. Stegagno Picchio, L'Indice, Torino).

* Este relato pertenece a Herencias, Alción, Córdoba 2002

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Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo Tres

Guillermo Camacho Colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.

Por: Guillermo Camacho

Finalmente el altoparlante anunció que el avión partiría a las siete y veinte de la noche de Nueva Delhi rumbo a Bangkok. Atrás quedaban siete años de recuerdos. Al menos eso creía porque la verdad a veces no recordaba ni cómo me llamaba. En la silla de al lado me tocó una italiana simpática que seguramente había venido a la India a realizar alguna cura del espíritu y a purificar el cuerpo. Aún no había despegado el jumbo de Air India cuando la italiana me preguntó cómo me llamaba. –Bruno Canal –le dije con la sonrisa que siempre me caracterizó cuando no tenía la mirada ida, perdida, como cuando me daban los ataques aquellos que me transportaban a otros mundos. Me enlagunaba con personajes imaginarios que me perseguían y me atormentaban. Con delirios de culpa y persecución que me maltrataban el alma sin sentido y me descuartizaban la esperanza y el contacto con el mundo de los mortales. La oscuridad se apoderaba de mí y mi memoria se desvanecía por senderos abruptos y condenados llenos de trampas mortales. Aunque en realidad he debido decirle a la italiana que me apodaban el Loco Canal desde la infancia, en aquella época del colegio allá en Bogotá cuando le lancé un martillo a la cabeza al profesor de la clase de trabajos manuales. El olor a curry llenó la cabina del jumbo aún mucho antes de que despegara. La italiana fue quien lo notó. A pesar de llevar tan sólo tres semanas en la India, la nariz aún no se le había acostumbrado a la mezcla de olores. Yo, el Loco Canal, ni me había percatado del aroma. Para mi ése era el tufo característico de la India. Después de haber fumado todas las hierbas que me fumé en la India, combinadas con todos los barbitúricos que me habían dado durante más de ocho años en los diferentes sanatorios del planeta donde había estado internado parcial o completamente, el olfato me era indiferente. No tenía más de once años en aquel entonces. Estaba con mis compañeros de clase generando un ruido atroz en el taller de carpintería. El maestro de trabajos manuales perdía cada vez con mayor frecuencia la paciencia desde que la mujer lo había abandonado.

Guillermo Camacho. Foto © Tatiana Bydantseva

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Aquella mañana. al poco rato de que los alumnos estuviéramos martillando sobre trozos de madera metió un berrido atroz: –¡Monstruos, paren ese ruido degenerado que no aguanto más! Todos reaccionaron de inmediato. El único que no paró de macear fui yo, Bruno Canal. Ya entonces estaba ensimismado en mi mundo, seguramente tallando alguna figura imaginaria. El maestro interpretó aquel martillar como un desafío a su autoridad y sin decir palabra se me acercó por detrás y me tomó por sorpresa. Me agarró por una oreja. Me levantó al menos quince centímetros de la banca donde yo martillaba ingenuo y despreocupado de las angustias de este mundo. Seguramente fue el dolor en el cráneo y luego un cimbronazo en el cerebro, dijeron algunos de mis compañeros de clase más tarde. Reaccioné al reflejo instintivamente. Lo único que se me ocurrió para defenderme de aquella agresión fue lanzarle el martillo en la cabeza al maestro. Milagrosamente el mazo le pasó a escasos milímetros de la cabeza. De otra forma lo hubiera matado en aquel instante. Fue a estrellarse contra el tablero verde al final de la clase. Del impacto violento, le abrí un agujero de más de treinta centímetros de diámetro a la pizarra de la clase. Quedó clavado hasta el fondo taladrando una parte del muro; aquella evidencia demostraba el poder de mi ira. La furia de Canal. Fue necesaria la fuerza de dos obreros del colegio para sacar el martillo de la pared. El maestro quedó lívido del susto. No era para menos. La muerte, rozándole la cabeza por escasos milímetros, recordándole que esta vida es vo-

látil y bastante frágil. Dos semanas estuvo el bendito martillo en la pizarra hasta que vinieron a sacarlo. La clase se dividió en dos grupos. Aquellos que consideraban que al maestro se le había pasado la mano con el pupilo y aquellos que opinaban que Canal había reaccionado como un demente pero con razón. La verdad es que desde aquel día me apodaron el Loco Canal. A pesar de que extrajeron el martillo de la pared, el hueco en la pizarra mantuvo fresca la atención de los maestros, y a mi tercera falta de conducta me expulsaron del colegio bajo la excusa de que era una amenaza inminente para alumnos y profesores. Manuela, la italiana, me confesó durante las primeras tres horas de vuelo, entre pedazos de berenjena a la tikka masala y agua mineral, que había abandonado al marido después de once años de vida marital, que se repartían a la hija por semanas. Desde entonces, ella había descubierto la India, un maestro gurú brahmanista, la paz del espíritu y la dieta vegetariana que le parecía sumamente fácil de mantener en su Milán natal. Cuando habíamos entrando en confianza, le empecé a confesar: –Estuve ocho años en un hospital psiquiátrico de Zürich. Me tenían a base de un barbitúrico, que en el pabellón llamábamos jocosamente la pepa de la felicidad. Ingresé al sanatorio acusado de violencia en el trabajo. Mi padre estuvo de embajador en Londres y me gradué del London School of Economics con honores. En aquel entonces sólo alucinaba con la estanflación y trataba de profundizar en los ciclos económicos. Hasta creí que habia lle-


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gado a comprender y descifrar un modelo que podía pronosticar el comportamiento económico del futuro. Una de las instituciones bancarias más prestigiosas de Suiza me ofreció un contrato en su sede central de Zürich, donde estuve entusiasmado con mi proyecto un par de años, hasta una mañana de otoño gris cuando un colega del banco me sacó de mis casillas y le di un golpe que casi lo saca por la ventana de un cuarto piso. Afortunadamente los vidrios de seguridad evitaron que la cosa terminara en tragedia. Pero aún así, el colega estuvo en la clínica un par de semanas. A mí me suspendieron, por prudencia. Al menos así rezaba el memo interno que circularon aquella mañana otoñal en la oficina. Yo en realidad no recuerdo nada. Sólo recuerdo que aquel colega me venía fregando la paciencia de semanas. Acosándome. Persiguiéndome. Criticaba mi modelo, mis predicciones; en fin, se mofaba porque sabía que yo era mejor que él. El había sido la estrella del banco hasta mi llegada. Graduado con honores de la ETH, doctorado laureado en Harvard, colaborador y mano derecha de un premio nobel en Chicago. Y todo aquello lo había perdido con la llegada de mi famoso modelo a la oficina, que mantenía a la directiva del banco excitada. Empezó a humillarme y me mandó las primeras sombras que no paraban de acosarme en las noches hasta aquella mañana de otoño, de cielo grisáceo. El zumbido en el oído, las hojas perseguidoras, la niebla en el tranvía número once que me llevaba de Orlicon a la oficina en una calle contigua a la Bahnhofstrasse. Tuve que cambiar dos veces de tranvía para despistar a las sombras. Me tomé un café en un bar vecino a un puente, entré a la librería Orell Füssli y me escapé por la ventana del baño. Ingresé al edificio del banco por la puerta de atrás y subí las escaleras en vez de tomar el ascensor Schindler. Pero las sombras estaban ahí persiguiéndome. Entonces no tuve más remedio que enfrentarlas y darles su merecido. Antes de que el colega saliera del hospital, me detuvo la policía con una demanda por agresión que un juez y un abogado de mi mismo banco determinaron que era producto de una violencia delirante y peligrosa. No tengo ni idea de cómo se enteraron del martillazo al maestro casi veinte años atrás. Y menos de cómo destruí una vitrina a batazo limpio en Copenhague, una noche de viernes, cuando tenía alrededor de quince años de edad. Mi padre, que ya en aquel entonces tenía un cargo diplomático im-

portante, disimuló aquel incidente como una borrachera juvenil en conjunto con una manada de compañeros del colegio, que teníamos por diversión emborracharnos cada viernes en la noche hasta perder el conocimiento. Seguramente mi pasaporte diplomático y las influencias del viejo me permitieron olvidar aquel episodio. En realidad yo no bebía alcohol en aquel entonces. Menos ahora. Jamás he bebido alcohol. Ganas de mentir de mi padre y de algún vivo del consulado que aconsejó a mi progenitor para fabricar aquella argucia con el exclusivo propósito de evitar un escándalo de proporciones. Resulta que la bendita vitrina era de una tienda de porcelanas de la Royal Copenhagen y los daños sobrepasaron los fondos de mi padre. Gracias a la inmunidad diplomática y a un seguro de la tienda, conjugados con la astucia del consejero del consulado, salimos de Dinamarca en el primer vuelo a la mañana siguiente. Pero aquel episodio de la vitrina también salió a relucir en la corte en Zürich. Y yo lo único que recordaba era las luces que se escondían detrás de las porcelanas, que me miraban con horror y maldad. –Me está tomando del pelo, ¿verdad Bruno? –me dijo Manuela con una sonrisa que mostraba sus dientes blancos y sus labios grandes como los de una actriz famosa del celuloide. –Obvio, Manuela, ¿o es que acaso tengo cara de lunático? Envidias de la gente, arduas elucubraciones de celosos. Mala energía. Le sonreí con esa cara gentil y angelical que tengo cuando estoy cuerdo. Esa misma cara que seduce. No es de extrañar que Manuela también terminara enamorada de mí. Como todas las mujeres de mi vida. Hechizadas por aquel-

la sonrisa sin siquiera imaginar las aguas profundas y delirantes en que se zambullían. Los primeros tres meses estuve en una celda encerrado con camisa de fuerza. Me pasaban la comida líquida. Todo era blanco y frío. A los cinco meses me dejaron de inyectar lo que me inyectaban y empecé una terapia con una doctora de piernas hermosas y un cabello que le caía naturalmente sobre los hombros. Se enamoró de mí y yo de ella. Fue la única que realmente comprendió que todo era una fabricación maquiavélica. Tuvo la lucidez de ordenar que me suspendieran todas las drogas y barbitúricos que me estaban dando. La comida empezó a ser sólida. A las pocas semanas, nadie, empezando por los enfermeros, podía entender qué hacía yo allá, encerrado en ese hospital psiquiátrico a las afueras de Zürich. Me imagino que la cuenta la pagaba el famoso banco. No puedo concebir otra explicación. Algún cargo de conciencia tendría la prestigiosa institución bancaria de usar mi famoso modelo a diestra y siniestra sin pagar regalías o derechos de autor. Mi amor con la doctora de las piernas hermosas progresaba. Pasé a la fase que los médicos del manicomio llamaban exclusivamente paciente en observación. Los directores del banco empezaron a visitarme. En realidad no eran los directores del banco. Eran los empleados de la oficina de personal. Mi doctora de piernas hermosas me dijo que era sólo cuestión de tiempo, un par de semanas a lo sumo, algunas formalidades legales en vista de que se trataba de un caso que envolvía la justicia. Por lo pronto no bastaba tan sólo el alta. Pero no debía perder la fe. Era sólo cuestión de tiempo. Todo era cierto. Trasladamos mis pertenencias a su

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departamento. Mi doctora de piernas hermosas me sacaba por las mañanas del hospital psiquiátrico y me traía de vuelta en las noches porque la orden del juzgado aún no había salido. Después de un par de semanas de estar saliendo y regresando a diario, en el banco me reabrieron la oficina. Sin el famoso colega de las sombras, que sabiamente decidieron enviar en un plan de pensión anticipado. Hasta llegué a enterarme después que el colega que casi saco por la ventana del golpe que le di era el señor de la limpieza del edificio. Aparentemente yo lo confundía, o lo quise confundir premeditadamente, con un prestigioso economista. Eso me decía mi doctora de piernas hermosas. Pero a cualquiera se le trastoca la brújula de vez en cuando, ¿cierto, Manuela? Mi doctora de las piernas hermosas me llevó un sábado en la mañana a su casa natal de Bellinzona donde me presentó oficialmente a sus padres. Hasta llegamos a fijar la fecha de nuestra boda para la primera semana de aquel septiembre. Activamos nuevamente mi cuenta bancaria. El banco no sólo cubría los gastos del sanatorio. Había continuado religiosamente depositándome mi salario cada mes, a cambio de que cada día revisara informes y predicciones que me enviaban del banco construidas a base de mi modelo. Casi un año de mi vida me habían hecho pasar sin sentido en aquel hospital psiquiátrico. Finalmente llegó la orden del juez que me autorizaba para abandonar el hospital definitivamente. Aquel sábado debía recogerme mi doctora de piernas hermosas. Pero nunca llegó, se mató en un accidente de trafico en Arth-Goldau cuando venía rumbo a Zürich a recogerme. Cosas de la vida. ¡No nos tocaba! En el banco consideraron que sería mejor que pasara un tiempo adicional en terapia. El juez revocó la orden de salida por temor a una recaída ocasionada por la pérdida inesperada. –¡Es que con usted nunca se sabe, Canal! –me dijo el director del internado psiquiátrico. Me volvieron adicto a la famosa pepa de la felicidad que me mantenía dopado, embrutecido, tratando de olvidar a mi doctora de las piernas hermosas. Pero de violencia nada. Los enfermeros del hospital me dejaban salir al kiosco de la esquina a comprar cigarrillos cada mañana. Eso hice como un perrito bien entrenado durante ocho años. Me levantaba, me daban mi ración matutina de pepas, desayunaba, leía el periódico, devolvía con correcciones los informes que me enviaba el banco. Agregaba observaciones, comentarios y sugerencias. Me parecía todo aquello un

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juego de niños, que aún después de tantos años no hubieran entendido a cabalidad mi famoso modelo. Me divertía, pero sobre todo me sorprendía aún mucho más que el modelo continuara vigente. Después, sin falta, cada día durante ocho años, me iba al kiosco de la esquina del hospital a comprar tabaco. Como perro cirquero bien educado regresaba con mis cigarrillos y a veces con los encargos que me hacían los enfermeros. Los martes llenaba una lotería para el guardia de la puerta principal de entrada. Los viernes le traía sin falta a las enfermeras del pabellón de violentos la revista de películas de televisión semanal. En la mente de todos y a la vista de los visitantes yo era como un empleado más del famoso sanatorio, aunque en realidad todos sabían que yo era un paciente pasivo en espera de algún cambio. Yo en realidad no me había detenido a pensarlo. Me traían la comida, me limpiaban el cuarto. Leía lo que me provocaba. Entre los recuerdos de mi doctora de las piernas hermosas y las correcciones a los informes de mi aparentemente acreditado modelo económico, que mandaba a diario al banco, se me pasaron aquellos años como un santiamén. Hasta una mañana en que me aburrí y les dije a todos como de costumbre: Ya vuelvo, voy a comprar cigarrillos. Y me fui. Primero al kiosco efectivamente. Me compré mi paquete de cigarrillos americanos, tabaco rubio, la botella de té con limón de los jueves para el enfermero del tercer piso, para no despertar ninguna sospecha, y de ahí como la cosa más natural derecho al aeropuerto. La noche anterior me aseguré de tomar mi pasaporte. Mi tarjeta de crédito. Mi pasaporte siempre ha estado conmigo. Lo he llevado como un amuleto desde la infancia, cuando mi madre me decía, Bruno, llévate el pasaporte que este es un país extraño, por si vuelves a perder el conocimiento y no te acuerdas de quién eres y dónde vives. Esa maña me ha acompañado desde aquella época en que mi madre me inculcó la costumbre de salir documentado en todas las ciudades extranjeras donde papá fue diplomático. Parece que una vez sucedió realmente. Me perdí en aquella época en que papá fue embajador en Moscú. Los servicios secretos de inteligencia, nada menos que la mismísima KGB, me trajeron sano y salvo a casa. Curiosamente la única queja que le refregaron al señor embajador no fue que hubiera perdido el conocimiento sino el hecho de que no anduviera identificado. ¡Es un milagro que lográramos hacerlo hablar!

Compré un pasaje para la India y aquí vine a dar. De eso creo que hace casi diez años. Manuela me volvió a mirar incrédula. No me creía ni un ápice de aquella historia descabellada. Me imaginó desnudo y me pensó entre sus piernas. Llamó a la aeromoza y le pidió otra botella de agua mineral. Me preguntó si siempre era tan entretenido. Aterrizábamos en Bangkok un par de horas que aprovechamos en el duty free viendo baratijas. Luego tomamos un vuelo de Alitalia rumbo a Malpensa. Dormimos un rato, cenamos pasta con una salsa de algo que a Manuela le supo a gloria aunque disimuló conmigo su vegetarianismo reciente y a rajatabla. Pecó y bebió vino tinto. Vimos una película de Osbeq Uspetec y nos arrimamos uno al otro como enamorados en viaje de luna de miel. Nos restaban diez horas de vuelo. Le robamos horas al tiempo y amanecimos una vez más. Proseguimos la charla. Manuela tampoco me quiso creer cuando le conté que un día en la India, después de muchos años, me agarré a patadas con una vaca, y cuando desperté estaba en un instituto psiquiátrico en Nueva Delhi. Que tenía un proceso de extradición y que un enfermero de un hospital suizo había ido a buscarme. Tampoco quiso entender cuando le expliqué con lujo de detalles los enredos de tecnicismos legales y la disputa internacional de a dónde ser deportado, porque legalmente «mi custodia» la tenía el hospital suizo que estaba metido en semejante lío con la institución bancaria. Tres intentos hicimos con el enfermero suizo de salir de la India. En cada ocasión, sin excepción, antes de pasar la inmigración tuve un ataque de violencia del cual no recordaba nada, por supuesto, como siempre tantas veces antes. Invariablemente era devuelto al hospital mental de Nueva Delhi hasta que los suizos se aburrieron de la burocracia y el papeleo. El banco debió incinerar el expediente y el caso se debió cerrar en un juzgado por increíble. En el sanatorio de la India también se aburrieron al poco tiempo y me sacaron a patadas para la calle. Entonces, una vez más, sin pensarlo mucho fui a una agencia de viajes y reactivé el boleto que me había dejado el enfermero suizo que trató de llevarme en vano tres veces de regreso a Suiza. En la agencia me confirmaron que con aquel boleto de avión podía llegar hasta Malpensa en Italia. No lo pensé dos veces. Activé el boleto de avión y me fui al aeropuerto. Pasé la inmigración sin ningún problema. Vi a aquella mujer hermosa cuando hacía la fila para abordar y solo pensé que tenía


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unas piernas maravillosas y una sonrisa encantadora. Supe que me había ganado la lotería cuando llegué a su silla en el avión y descubrí que Manuela era aquella bella italiana. Lo que Manuela tampoco me confesó en aquel instante, sólo ocho meses después, cuando ya vivíamos juntos, en Milán, era que ella también me había puesto los ojos encima desde que estábamos haciendo la cola de inmigración. Ella también supo que se había vuelto a ganar la lotería, y que la vida le sonreía nuevamente, cuando vio que yo me dirigía a su silla en el avión de Air India. Nos casamos y fuimos felices como perdices. Durante muchos años Manuela me obligaba a que repitiera la mentira que le había inventado en el avión de Air India para conquistarla: –Tontito mi amor, si ya me derretía por ti cuando me contestaste en perfecto italiano que te llamabas Bruno. No se cansaba de repetir delante de los amigos que yo en vez de actuario debería haber sido escritor. –Amor, es que cuentas las mentiras de una forma tan sabrosa que una hasta se las cree toditas. Estuvimos casados diecinueve años. En todo aquel lapso, jamás tuve un ataque de furia, aún menos de ira. Ni un pelo de delirio. Mi nuevo gremio de amigos milaneses me recordó siempre como un hombre de excelente genio, de carácter tranquilo. Un hombre en sus plenos cabales. Un ejemplo para todos. Se me paró el corazón una mañana mientras desayunaba, tranquilamente, con Manuela, frutas, té y pan de centeno. Me cremaron en Milán. Un muy contado grupo de amigos cercanos vino a despedirme cuando Manuela esparció mis cenizas en un parque de la ciudad en un acto simbólico. Por eso a Manuela le resultó muy extraña la presencia en el crematorio, y luego en el parque, de aquel señor desconocido para ella, ya algo mayor pero de una corpulencia exagerada. Como si hubiese sido un atleta en sus años mozos. Cuando se retiraban del parque, Manuela no se pudo contener. Abordó al hombre corpulento. – ¿Con todo respeto señor, excúseme, pero quién es usted? ¿Conocía a Bruno? – El que le ruega que me disculpe por la intromisión soy yo, señora. Yo era el enfermero de turno en el hospital psiquiátrico cuando el señor Canal se nos voló de la clínica en Zürich. Me imagino que se podrá sospechar el escándalo que se armó. A mí, como es lógico, me costó el puesto, y durante diez años no pude dormir. Siempre me

despertaba en la mitad de la pesadilla cuando el señor Canal me decía: voy a comprar cigarrillos, ya vuelvo. Durante ocho años me repitió la rutina sin fallarme jamás. Ya sabe usted, un loco de confianza. Los hay, y créame señora que hablo con conocimiento de lo que le digo. Me despidieron del sanatorio. No me quedó más remedio que volver a Milán. A duras penas logré conseguir un trabajo de camarero. Soñaba cada noche la misma pesadilla. Hasta una mañana, hará de eso como siete años, el Loco Canal, perdóneme quiero decir el señor Canal, entró a tomarse un café en el bar donde yo trabajo. Me contó que se había fugado a la India, que había pasado ocho años por allá hasta que los suizos lo localizaron. Pero fallaron en traerlo por las malas. Que había vuelto por las buenas, solo, y que se había casado finalmente con una mujer muy parecida a su enfermera de las piernas hermosas. Usted, señora. Me confesó que era el ser más feliz de la tierra. De los ataques de ira ni rastro. Que nadie sabía de su vida anterior. Y mejor aún, cuando contaba algo de

aquella vida, creían que era un charlatán. Venía al bar con regularidad. Me enteré con tristeza de su muerte ayer. Imagínese, un amigo que se pierde y que le resucita a uno después de una cantidad de años. Un regalo maravilloso de la providencia. A veces me daba una mano con dinero. Me escuchaba mientras se tomaba el ristretto que le preparaba fumando sus cigarrillos americanos. Estuve ligado a él por tantos años… Imagínese usted, señora, el señor Canal fue el único paciente que se me voló en casi veintidós años continuos de trabajo en el hospital psiquiátrico. El mínimo homenaje era acompañarlo en su último viaje terrenal. Perdóneme y excúseme la molestia. Manuela vio al viejo alejarse, algo encorvado y con una actitud bastante lastimosa. Se lo quedó mirando, pálida y enmudecida, entendiendo finalmente que el Loco Canal había partido definitivamente a comprar cigarrillos para nunca jamás volver. En todos los diecinueve años que estuvieron casados jamás vio a Bruno con un cigarrillo en la mano.

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La noche en blanco

Reina Roffé

Por: Reina Roffé

La mujer del A los había visto llegar. Casi siempre lo hacían a la medianoche, no a esa casa de apartamentos, sino a cualquiera, en cualquier barrio, en cualquier parte de la ciudad. Sólo aquellos que eran buscados, a veces los veían llegar; los demás no querían ver ni oír nada. Del coche bajaron dos hombres, eran inconfundibles. La mujer del A se apartó de la ventana, despertó a la niña, que dormía profundamente, y, sin más, la tomó en sus brazos y la sacó al pasillo en piyama. Tocó tres timbres breves, firmes, alarmantes en la puerta del B. Mientras esperaba que le abrieran, en esos escasos segundos, apretó a la niña contra su pecho. La niña, anegada aún en el sueño, preguntó: -¿Qué pasa, mami? El pasillo estaba oscuro, todo el edificio en silencio. Sólo un ruido mecánico, agónico atravesó aquellos escasos segundos, sólo un resplandor iluminó fugazmente la espera, provenían del ascensor que descendía hacia la planta baja. La mujer debió de albergar alguna esperanza, pues lo que dijo, cuando la vieja le abrió la puerta, fue: -Pase lo que pase, no salga, no llame a nadie. Quédese con la nena nada más por esta noche. La vieja retrocedió unos pasos y se echó a un lado. Intentó alisarse los cabellos, que llevaba revueltos, pero sus manos no respondieron. La niña, ahora de pie en la habitación única del B, se restregó los ojos y bostezó con la boca muy abierta; luego, se volvió hacia la puerta como buscando algo, a alguien. Su madre había desaparecido. De nuevo, se restregó los ojos y, dirigiéndose a la vieja, dijo: -¿Qué pasa? La vieja quitó unos periódicos del sofá y le indicó a la niña que se sentara allí. Después de esto, ambas, la niña y la vieja, formaron dos siluetas fijas, pétreas, expectantes una de la otra y de lo que iba a suceder, de lo que ya estaba sucediendo. La presencia de los hombres se dejó sentir sin demasiada bulla en el edificio. Fueron certeros, expeditivos. Prescindieron de llamar. Dieron una patada en el A y entraron. La operación fue limpia, rápida.

Nació en Buenos Aires y vive en Madrid desde 1988. Narradora y ensayista, entre sus obras figuran las novelas Llamado al Puf, Monte de Venus, La rompiente, El cielo dividido, El otro amor de Federico, el libro de relatos Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras y el de entrevistas Conversaciones americanas. Es autora, además, de Juan Rulfo: autobiografía armada y de la biografía Juan Rulfo. Las mañas del zorro. -Si esto no es una guerra... -murmuró la vieja evaluando la situación, mientras aplastaba el cigarrillo a medio fumar en un cenicero lleno de colillas y ceniza. La niña miró el cenicero embobada, con el embeleso del sueño, de la duermevela. Todavía de pie, dijo: -¡Qué olor! La vieja repitió entre dientes: -Si esto no es una guerra... -al tiempo que se servía un trago de licor como si escanciara en la copa su alimento primordial, un elixir. -Quiero agua -se oyó decir a la niña en un tono de voz normal; antes, todo se había dicho en susurros. -En mi casa, las cosas se piden por favor -respondió la vieja que aún usaba un tono quedo, bajo; y con su acento extranjero ilustró el tratamiento que deseaba recibir-: Señora, ¿me puede usted dar un vaso de agua? Gracias. La niña, después de beber un sorbo, dijo desafiante: -Acá nunca hubo una guerra. La vieja, a la vez, saboreó su elixir, chasqueó la lengua. -Me lo dijo la maestra, en el cole -se ratificó la niña. El silencio persistía como antes de los ruidos que, de cualquier forma, habían sido discretos. -Te hice un lugar en el sofá, ¿por qué no te sentaste? -la vieja ajustó el cinturón de su bata, y agregó-: Será mejor que duermas. -Ya no tengo sueño -dijo la niña observando la habitación, que era todo el

apartamento, un cuarto único repleto de muebles, fotografías, libros y periódicos apilados sobre el piso, en cada rincón. Finalmente, se acomodó en el sofá, tomó un diario, lo abrió y se escondió detrás de sus páginas. La vieja sonrió como si, de pronto, la hubiera enternecido un recuerdo, una imagen soterrada que emergía de su memoria y le permitía distenderse un instante, despejar lo oscuro, asociar lo bueno. Se sentó a una mesa y aguardó el siguiente movimiento de la niña. Bebió, fumó un cigarrillo. En el mantel había migas, cortezas de pan, manchas de vino, tiznes, pequeños agujeros, quemaduras. Contabilizó el rastro de los días vertidos sobre la tela a cuadros. La niña seguía quieta, detrás del diario. -¿Cómo te llamás? -se animó a decirle. La niña no respondió. -¿Te comieron la lengua los ratones? -dijo y, de inmediato, se arrepintió. Pensó que no sabía tratar con niños, nunca se le había dado bien, a pesar de haber tenido dos. -¿Fue el ratoncito Pérez? -insistió desafortunadamente para enmendar el error. Cuando iba a añadir algo más, tuvo un acceso de tos. Bebió otro trago, pero el licor no detuvo aquella acometida que parecía emanar de los pulmones, de los años de alcohol y tabaco que le había echado al cuerpo. Carraspeó tratando de suavizar las asperezas; incluso se levantó a servirse un vaso de agua, a limpiarse la nariz y las flemas. Al volver a su sitio, permaneció callada. Aunque de tanto en tanto necesitaba

Reina Roffé © Foto Reina Roffé.

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aclararse la garganta, tragar saliva, respirar hondo. Miraba el deslucido azul en los cuadros del mantel. Eran los dos tan pequeños, se dijo para sí, recordando a sus hijos. Uno había muerto de neumonía, el otro de una enfermedad sin nombre, hacía ya tanto tiempo. La niña asomó la cabeza por encima del diario y se escondió tan pronto como pudo comprobar que la vieja continuaba ahí, frente a ella, a unos metros. -Ah, ya me acordé -dijo la vieja de repente-. Te llamás Petronila. -No -respondió enseguida la niña bajando el diario-, ése es un nombre muy feo. Yo me llamo Alicia. Un nombre muy feo, se dijo la vieja, feo, el hambre; de eso, de hambre había muerto uno de sus hijos. La niña tenía el diario sobre su falda, se había cruzado de brazos y miraba sin ver las páginas, desolada, con la cabeza baja y una expresión de encono. La vieja fue a sentarse a su lado. -¿Sabés leer, Alicia? La niña primero rezongó, después dijo: -Sí, y de corrido. -¿Podrías leerme lo que dice ahí, debajo de esta foto? Tiene una letra tan chiquita... -Fran, Fran -balbuceó Alicia-, Mit, Mite... La vieja se quitó los anteojos, con su aliento humedeció los cristales y los frotó con un pañuelo de papel arrugado que sacó del bolsillo de la bata. -A ver, a ver -dijo colocándose los anteojos. -Es muy difícil -exclamó Alicia. -Ahí dice François Mitterrand.

-Mi-tte-rrán. ¿Quién es? -El nuevo presidente de Francia. -Francia está muy lejos. -De muy lejos vengo yo -replicó la vieja canturreando. La niña empezaba a relajarse. Bostezó largamente y se estiró con un suave ronroneo de gato. La vieja aprovechó para decirle: -Creo que deberías dormir. -No, no voy a dormir nunca más en la vida -contestó muy resuelta y volvió a simular que leía el diario. Que le tuviera a la nena nada más por esta noche, le había dicho la mujer del A, una desconocida, con quien hasta apenas una hora atrás no había cruzado más que el saludo. ¿Cómo pudo creer que sólo sería por esta noche?, pensó. Ella, en cambio, nunca había creído que iba a ser por una noche, casi cuarenta años atrás, cuando llegaron con su blanca, impoluta piel quienes la fueran a buscar, allá, en la France de la France, en París. Olían a tabaco inglés. Aquellos alemanes olían a tabaco inglés, limpios, blancos, con sus trajes perfectos y sus botas de cuero reluciente. ¿Dónde la habían llevado primero? Tenía los recuerdos superpuestos. Quizás a la rue des Saussaies, allí interrogaban, allí la Gestapo sumergía a las mujeres en una bañera, antes y después de las preguntas, eran tan pulcros. Sí, había estado en la rue des Saussaies y en la cárcel de Fresnes, vio su impresionante portal. Ella, al contrario que la mujer del A, no albergó ninguna esperanza de vida; sintió, eso sí, una especie de perverso alivio porque sus hijos ya habían fallecido cuando la fueron a

buscar. ¿En el 42, en el 43?, las fechas se le escapaban ahora, tenía la sensación de que en menos de un año ambos se le habían muerto, el más pequeño de hambre, por no querer comer, por no tolerar ningún alimento, ni papillas ni jugo de carne, nada. Era extraño sentir alivio, pero la muerte les había evitado cosas todavía más tremendas; un alivio que la acompañó luego, durante todo aquel tiempo en el campo de concentración, donde esperaba lo peor, donde iban a parar los casos difíciles, peliagudos, como el de ella, una francesa que no soportó despertarse con el ruido de las cuadrillas militares sobre París. -¿Lo conoce? -dijo de pronto la niña. -¿A quién? -A éste -respondió señalando la foto-, a Mitterrand. -Sí, lo conocí cuando se hacía llamar Morland. -¿Tenía otro nombre, como los artistas? -Ajá -asintió la vieja. -¿En serio? -Por supuesto, yo nunca miento. Era su nombre de batalla, un seudónimo, un nombre falso, como a veces usan los artistas. -¿Era amigo suyo? -Digamos que era amigo mío -dijo, y al ver que la niña esperaba una explicación, continuó-, y de los que deseaban la liberación de mi país. Fue jefe de la Resistencia, en la Segunda Guerra Mundial. ¿Has oído hablar de esto? -Sí -dijo la niña-, pero yo de esa historia todavía no sé mucho -y tratando de demostrar lo que sabía, agregó-: Entonces Mitterrand es un patriota, como San Martín y Bolívar. La vieja se rio y tuvo otro acceso de tos. Se le inflamó la cara, el cuello, se le enrojecieron los ojos; debió secarse las lágrimas con el pañuelo arrugado que guardaba en el bolsillo de la bata. -Bebe y fuma demasiado -la regañó Alicia-. No para de toser y es usted muy mayor. Era cierto, pensó la vieja, bebía y fumaba mucho. El tabaco y el licor eran los únicos placeres que le pedía, le exigía su cuerpo. Los únicos que necesitaba, a los demás ni siquiera podía echarlos de menos, había prescindido de ellos inadvertidamente. Y no era tan mayor. Había cumplido 62 años, una edad en la que muchas mujeres aún gozaban del sexo, presumían y cuidaban la línea. Ella, por el contrario, no había recuperado el peso perdido durante la guerra. Su piel se le pegaba a

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los huesos. Nada retuvo de lo que había engullido al salir del campo alemán, de todo lo que le obligaron a comer. Porque volvía a perderlo en la cama y en los viajes. Había viajado de un país a otro, había saltado de una cama a otra, había hecho el amor hasta el desvanecimiento, había huido con el cuerpo, con la mente, siguiendo a sus amantes a cualquier sitio sin ninguna convicción más que la de dejarse ir. Había aprendido varias lenguas y con todas ellas había hablado el idioma de la seducción para no recalar en ningún amor definitivo. Sólo por cansancio, por pereza, por el ancho océano entre una orilla y otra, se afincó donde estaba, en esa ciudad del cono sur que se parecía a París, que empezaba a dolerle como París en guerra. El cristal de la vitrina que tenía frente a ella la reflejaba. Intentó atusarse el pelo con un gesto inútil de coquetería. Las canas gruesas, rebeldes, y los tintes habían convertido su cabellera en una mata opaca y enmarañada. En otra época, rememoró, su melena lucía con el brillo de la seda, tersa, acariciable, le daba personalidad, aunque siempre se supo poquita cosa: baja, descarnada, miope y con lentes de culo de botella que la hacían mayor, más de lo que era, pero esto ya carecía de importancia. Ahora se hallaba consumiendo serenamente, sin tiempos, sin fugas, esa vida íntima construida entre las cuatro paredes de su apartamento que contenían la medida exacta de su deseo: cigarrillos negros, brandy, buena lectura, el bel canto los días de fiesta, una canción en la radio cada noche y su proverbial desorden que a nadie llamaba la atención. Ella y sus miasmas, sus manías, ella y nada más que ella. Era un descanso, una cura, el mejor retiro que había podido conseguir después de tantas batallitas. -Vamos a ver, Alicia -dijo con una repentina urgencia-, tenés que decirme dónde está tu papá. -No lo sé -respondió sin levantar la vista del diario. -¿Cómo que no sabés? -Tuvo que irse y no sé dónde está. -¿Y tus abuelos? Porque tendrás abuelos, algún tío, ¿verdad? -Mis abuelos murieron antes de que yo naciera -dijo, e inmediatamente, como acordándose de algo, añadió-. Y no me haga más preguntas, a mi mamá no le gusta que hable con extraños. -Si te dejó acá es porque confía en mí.

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Alicia se mordió una uña, la escupió, luego dijo: -No sé, no sé nada, de verdad. -¿De verdad, verdadera? -dijo apelando a un juego de palabras que había empleado con sus hijos alguna vez, un juego infantil que creía olvidado. -Claro -respondió Alicia con una límpida carcajada-, la verdad siempre es verdadera. -¿Cuándo se fue tu papá? -Uy, un montón -exclamó de manera espontánea. -¿Cuánto hace que desapareció? -dijo la vieja y, no bien formular la pregunta, se estremeció. -Unos cuatro años -contó Alicia ajena al estremecimiento de la vieja-. Mamá y yo estábamos en la playa, cuando volvimos papá se había ido. Yo era chiquita, pero me acuerdo. Había un despelote en la casa, todo tirado. Entonces, regresamos a la playa, pero no a la misma, sino a otra, y después nos fuimos a las sierras. -No se quedaban mucho tiempo en un mismo lugar. -Mamá decía que era mejor mudarse. Casa nueva, vida nueva. -Pero volvieron a la ciudad. -Sí, sí -dijo ahora contrariada, con fastidio-. Tengo frío, mucho frío. La niña había empezado a temblar. Pero la vieja no pudo ofrecerle sus brazos; a cambio, corrió a buscar una manta y la arropó. -¿Mejor así? -Regular -respondió la niña con un tono de abandono, de aflicción. Dejaré de hacerle preguntas, se dijo la vieja, el interrogatorio, aun el más amable, fuerza las palabras, es una especie de tortura, destempla, como un espejo sombrío, deformante, que no refleja lo que se debe decir o refleja más de la cuenta y por eso atemoriza con sus sombras. Lo sabía, lo había vivido primero con sus padres, luego con los hombres que fueron sus amantes y también en la rue des Saussaies. De los detalles no guardaba memoria, sólo sensaciones: la escandalosa galería de ecos, la visión arrebatadora de los subsuelos percudidos de sangre, un ritmo vertiginoso de cascada, cayendo, retornando, y la clausura de sus labios hinchados de apretarlos. Entonces, pese al miedo, se creía valiente, había afrontado toda clase de interrogatorios, vejaciones, crímenes, incluso el dolor más grande, el que no se podía describir ni procesar, el que llevaba como un cirio

ardiente en lo más profundo, la muerte de sus hijos. Pero ahora se prefería cobarde, quieta, en calma, indiferente, se prefería ahí donde estaba, habitando su espacio interno, su recinto enlutado. Sesenta y dos años de un siglo que sumaba hambrunas, persecuciones, genocidio, fanatismo, necedad, delirio. El mundo era eso: una factoría incesante de estupidez y horror. ¿Qué iba a hacer ella, una veterana sola y enferma con esa pobre niña asustada? Era evidente que su madre había vuelto a la ciudad creyendo que los dictadores y sus sicarios, instalados en el poder desde hacía cinco años, empezaban a aflojar. Parecía olerse en el aire una tregua o el final de la etapa más oscura y violenta. Ya se habían cobrado una víctima de la familia, el padre de la niña, para qué iban a querer otra. Fue un error, un exceso de confianza arriesgarse así, poner en peligro a la pequeña y comprometerla a ella, que no quería saber nada de más batallitas. Después de la Liberación de París, recordó, todavía una semana después de que las campanas de todas las iglesias anunciaran el final de la ocupación, de la guerra, y las calles se atiborraran de gente y de júbilo, persistían los francotiradores que apuntaban a matar. -¿Querés que te caliente un vaso de leche? -dijo al advertir que la niña seguía temblando. -Qué asco -manifestó Alicia y frunció la nariz. -De acuerdo -dijo la vieja conciliadora-. Cuando quieras algo, me lo decís. -Bueno... -se quedó pensando y agregó-. ¿Sabe alguna canción? -Me temo que no. -Es una pena. Mi señorita dice que la música tranquiliza a los chicos y a las fieras. -Muy cierto. ¿Estás intranquila? -Un poquito, un poquito bastante. -Ah, ¿todavía con frío? -Si tenés frío, tapáte con la manta de tu tío -dijo Alicia imitando el acento de la vieja-. Si tenés calor, tocá el tambor. -Ahora te burlás de mí, ¿no? -dijo con una expresión cómplice. La niña se rio con una risa sonora, exagerada. Festejó una y otra vez con esa risa su atrevimiento, su picardía. Luego, se calló, miró hacia el techo, volvió a reír, se arrebujó en la manta, tiritó súbitamente y se le llenaron los ojos de lágrimas. -Alicia, nena -exclamó la vieja que tampoco esta vez pudo abrazarla-. ¿Qué te pasa?


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-Nada -respondió secándose las lágrimas con sus manos trémulas. -¿Seguro? -A Seguro se lo llevaron preso -dijo de manera automática, como si la respuesta formara parte de algo aprendido que se dispara solo, sin intención, ya vacío de significado, de gracia, carente de interés para la niña que ahora añadía-: No me gusta la noche. -Entonces, dormí -le sugirió la vieja. -Yo no voy a dormir nunca más en la vida -contestó Alicia con un hilo de voz. Se había recostado envuelta en la manta y luchaba por mantener los ojos abiertos. Qué extremos, qué tercos son los niños, dijo para sí la vieja, tan raros con su cándido dramatismo, como aquel hijo suyo que se negó al alimento, que se dejó ir, cuando los sicarios, los francotiradores, esa peste que se reproducía por generación espontánea, le volaron la cabeza a su padre. Se le habían ido uno detrás del otro, en cadena, su compañero y los hijos. Y ella, también ida, un muerto viviente. Ninguno de sus pequeños había alcanzado la edad de Alicia. Una desgracia con suerte, se consoló, porque había cosas más tremendas que la muerte. El dolor, la orfandad, el desamparo, la mentira, y lo

que pensaba hacer con esa pobre criatura asustada. Porque algo tenía que hacer. Los pensamientos la incomodaron en el recodo del sofá donde permanecía al acecho de la niña sin poder tocarla. -Usted no es lo que yo creía -dijo Alicia saliendo del letargo, hablando para resistírsele al sueño. -¿Y qué creías de mí? -Que era una sabia. -¿Por los anteojos? -Sí, pero también porque se parece a Madame Curie, la mujer que aparece en un libro del cole. -Y ahora, al conocerme, has comprobado que no soy lo que parezco. -Qué sé yo -dijo colocándose en posición fetal-. Cuando la veía en el pasillo o en la calle me daba la impresión de que era muy seria, una vieja chinchuda como la directora de un cole al que fui, al que fui -repitió débilmente-, no me acuerdo. -Dormí, Alicia, descansá. Pero Alicia, desoyéndola, continuó: -No es tan seria usted, es -buscó las palabras que el sueño se llevaba-, es una abuelita. -Dormí -dijo la vieja conmovida-, todavía quedan unas horas para que amanezca. Luego, se levantó y fue hacia la

mesa para servirse una copa y ponerle distancia a las emociones. Si amanecía con buen tiempo, se dijo, haría lo que tenía que hacer. Entonces, se dirigiría con paso seguro (aunque a Seguro se lo llevaron preso) a una agencia de viaje y compraría un pasaje a París, ya era hora de regresar a casa. Quizá Morland aún se acordaría de ella y podría arreglarle una buena pensión, un subsidio hasta el final de sus días. Pasearía a la orilla del Sena y se hincharía a brandy en el café de Flore, fumaría gitanes. Qué hermosa postal, ironizó, ya se veía en ella: una abuelita con lentes de culo de botella en la France de la France bebiendo y fumando a sus anchas. -¿Cuándo va a venir mi mamá? -dijo Alicia con un suspiro hondo y los párpados tensos por el sueño, un sueño más poderoso que su voluntad. -Mañana -respondió la vieja desde aquella distancia en la que pretendía haberse instalado. Su rostro tenía el color de los cirios, de esa larga noche en blanco. -¿De verdad, verdadera? -dijo la niña antes de dormirse. Sus hijos nunca llegaron a conocer la verdad. Mejor, pensó la vieja, les habría mentido tanto.

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Los sueños del porvenir

Colombiano de nacimiento y español por adopción. Es doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de los poemarios El hacha de piedra (2008), Canto rodado (premio nacional de poesía “Ciudad de Bogotá”, 1996) y Ritual del recluso (1991). Poemas suyos han aparecido, entre otras antologías, en El corazón de la palabra (Salamanca, 2004), y La nueva poesía colombiana, preparada por Rogelio Echavarría. Desde 1996 reside en Madrid (España) donde ha publicado ensayos y artículos de crítica literaria en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Quimera, suplemento Babelia de El País y Revista Virtual del Instituto Cervantes.

Por: Samuel Serrano

En un principio creo que es la luna colándose por una claraboya. La larga estela de luz atraviesa una especie de galpón enorme y va a estrellarse en una gran sábana blanca colocada en el fondo, en la que mis ojos y los de todos los que me rodean se encuentran fijos. En la improvisada pantalla aparecen las imágenes de una película de cine mudo, en la que los actores usan ropas anticuadas y se mueven a saltos caminando demasiado deprisa. La película está llena de manchas y rayones que cubren las imágenes con un velo de lluvia. La luz es defectuosa y mis débiles ojos tienen que esforzarse a cada cambio de imagen para seguir la secuencia y no perder el hilo del relato. Ahora sé que me encuentro en un teatro del Caribe de los que frecuenté en mi infancia, de esos en los que la ausencia de techo permite circular el aire atenuando el calor y, al mismo tiempo, refrescar los ojos del brillo de la pantalla, mirando cada tanto al cielo en busca de las estrellas que en esa parte del mundo parecen encontrarse al alcance de la mano. Es un sábado en la tarde y mi padre, con camisa blanca almidonada, corbata negra, pantalón de paño oscuro y zapatos como espejos, va a visitar a mi madre, caminando por las tranquilas calles de un pueblo empedrado, de casas blancas, tejas rojas y puertas pintadas de color tabaco, que haría pensar en cualquiera de los que agoniza de calor en el verano de Extremadura, a no ser porque al desembocar en la plaza la cámara enfoca una enorme ceiba de grandes hojas verdes y flores rojas que sumerge la estancia en una sombra refrescante y bienhechora, y me trans-

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Samuel Serrano Serrano

mite a mí mismo la placidez de su presencia. Ahora me encuentro cómodo en la atmósfera de acuario del teatro y puedo concentrarme plenamente en las imágenes, a pesar del ardor en los ojos que siempre me han producido los objetos brillantes. Mi padre atraviesa la plaza adoquinada, ocupada tan solo por unas cuantas ancianas que se dirigen a la iglesia y que llevan una mantilla oscura sobre la cabeza a pesar del calor. Sus fuertes pasos de soldado espantan a las palomas que levantan el vuelo aplaudiendo con sus alas mientras van a posarse en el campanario de la iglesia. Se detiene en la esquina y duda un momento hacia dónde seguir. Tiene las manos en los bolsillos y parece que jugara con monedas o con cualquier otra clase de objetos mientras piensa en las especiosas palabras que va a decir para llevar a cabo sus propósitos. Luego cruza la calle y bordea la manzana hasta que se detiene en la esquina, ante una amplia casa enjalbegada de fachada colonial, techo a dos aguas de tejas rojas y grandes puertas de color caoba, a donde llama con firmeza golpeando tres veces el pesado aldabón. Por la calle pasan dos hombres a caballo con sombrero de ala ancha y un pesado chevrolet de color cardenillo que emprende con esfuerzo la pendiente, como si se tratara de un enorme insecto con los élitros rotos. Mi padre se frota las manos pensando en mi madre, en lo hermosa y elegante que es, en lo orgulloso que estará de presentársela a mis abuelos y en lo importante que puede resultar esta visita para su futuro.Todavía no está seguro de estar plenamente enamorado de

ella, a pesar de las numerosas cartas y poemas que le ha dejado en el escritorio de esa oficina del banco donde tuvo la fortuna de verla por primera vez, así que mientras espera que abran la puerta se siente angustiado y tiene el impulso de huir. Pero la puerta se abre y no tiene más remedio que atravesar el umbral de la casa escoltado por la criada de delantal blanco y entrar en la amplia sala, donde lo espera mi abuelo vestido pulcramente, con su calva brillante y sus gruesos anteojos de miope sentado en un enorme sillón de cuero oscuro. La criada, de rasgos aindiados, pregunta a mi padre qué va a tomar y él decide pedir un café negro, aunque se muere de ganas por tomarse un whisky seco o un aguardiente doble que le aleje el miedo, pero conoce muy bien sus debilidades y prefiere permanecer sobrio en ese momento que puede ser crucial para su porvenir. Mi abuela aparece de pronto con su delgada silueta y su cabello castaño que comienza a estar nevado y luego de saludar cordialmente a mi padre abandona la sala para ir en busca de mi madre. Mis tías pequeñas irrumpen gritando y se sientan sonriendo al lado de mi padre que luce francamente confuso ante la presencia de la parentela infantil. Por fin mi madre aparece en la sala y les indica a mis tías que abandonen el lugar. Las niñas se resisten a obedecer hasta que aparece mi tío, quien aferrándolas del brazo las aleja casi a rastras del recinto sin dejarse conmover por sus pataletas. Mi padre, que en ese momento empezaba a sostener una conversación interesante con mi abuelo, no sabe a quién atender hasta que al fin se pone de pie y saluda a mi madre casi displicente-

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mesas y pronto los vemos sentados en torno a un par de enormes ollas que humean sobre un rústico fogón de piedras que mi tío y un grupo de amigos se encargan de atizar batiendo el aire con la tapa de la olla sobre la leña seca. Mi madre emerge de pronto de detrás de un árbol vestida con un traje de baño que parece el hábito de las carmelitas, pues cubre su cuerpo desde el cuello hasta las rodillas y se une a mi padre, que luce bermuda y camiseta blanca, para caminar tomados de la mano hacia la orilla del río. Mi madre tiene miedo de entrar en el remanso sombreado por grandes árboles y mi padre la anima lanzándole puñados de agua que ella evita dando pequeños saltos en la orilla. Al fin dejan de jugar y mi padre, extendiendo su mano, la ayuda adentrarse en el río saltando sobre las enormes piedras. Mi padre toma a mi madre en sus brazos con la excusa de llevarla al agua e intenta besarla mientras ella se defiende lanzándole puñados de agua con el cuenco de la mano y sin saber por qué esta imagen idílica hace que me llene de congoja y me ponga a llorar. La severa anciana que se halla a mi lado se molesta y vuelve a mirarme con sus ojos desmesurados de ave nocturna que me asustan y me hacen callar, saco mi pañuelo y me seco los ojos sintiendo en mi boca el sabor a sal de una lágrima que ha rodado hasta mis labios. Entretanto he perdido parte de la película, pues el escenario ha cambiado de decorado y el río de aguas cristalinas se ha esfumado de la pantalla. Mi padre y mi madre, en compañía de mis tíos, se encuentran en una explanada rodeada de colinas iluminadas por el verdor esmeralda de los sembrados de cafetos en cuyo fondo, y flanqueada por copeyes gigantes de flores amarillas y rojas que parecen de cera, se alza una hacienda campestre austera y, sin embar-

go, señorial, construida enteramente de madera y circuida por un corredor de piedra a cuyas barandas se asoman mis abuelos en compañía de un grupo de músicos con tiples, maracas y guitarras que parecen estar esperándolos para iniciar el jolgorio. Mi padre es recibido con un trago de aguardiente que ilumina su rostro como una llamarada y lo convierte de inmediato en una persona ingeniosa y locuaz. Ahora se encuentra acompañado por el tío y por un grupo de amigos en el corredor en donde, al parecer, está contando chistes porque todos ríen y levantan las copas celebrando sus ocurrencias, mientras grandes fuentes con humeantes trozos de carne y guarnición empiezan a llenar las mesas colocadas en la terraza y las copas parece que nunca se acaban de vaciar. Los músicos de pronto aparecen en primer plano y mi padre está entre ellos usurpando sin duda el papel del cantante, como suele ocurrir cuando está achispado. En realidad no canta mal, pues siempre ha tenido una voz muy fuerte y el aguardiente le permite creer que alcanza el tono y el afinamiento que le faltan. Mi padre le regala una rosa roja a mi madre que un amigo le ha pasado disimuladamente envuelta en un cucurucho de papel y la invita a inaugurar el baile, ella acepta tratando de ocultar el bochorno que ha subido a su cara mientras el grupo de amigos los secundan levantándose y formando pareja. Mi padre y mi madre comienzan a dar vueltas y vueltas mientras los amigos y músicos van desapareciendo de vista, hasta que quedan solos en una terraza que mira hacia los cafetales y es entonces cuando mi padre se llena de audacia y tomando a mi madre de las manos le pide que se casen, mientras mira a derecha e izquierda como para cerciorarse de que nadie los escucha. Mi madre entonces lo abraza y rompe a

Porvenir tarde © Foto Mario Camelo

mente. Mi abuelo se pasa la mano por la calva, como siempre que está pensando, y examina a mi padre desde el fondo de sus gruesos anteojos de miope. Se encuentra, sin duda, preocupado por el futuro de mi madre, pues sospecha que mi padre, arrogante y enérgico como es, no será quizás el mejor marido para su dulce hija mayor. La presencia de mi tío, al que solo he visto en fotografías y sobre el que pesa la leyenda de haberse extraviado para siempre en una de las tantas correrías sin rumbo que emprendió por el país aguijado por la esquizofrenia, me deja vagamente inquieto en el momento en que la película se llena de rayones y el público comienza a chiflar. Ahora han vuelto las imágenes, mi padre y mi abuelo se dan la mano como sellando un pacto y mi madre hace gestos de aprobación a mi padre asomándose al fondo de la sala. La cámara abandona la casa y mis padres tornan a caminar por las calles tranquilas de la plaza, parece que planean un viaje porque mi padre señala a un grupo de grandes automóviles detenidos en la estación y da la impresión de sacar cuentas con las manos. Es ya tarde y el sol es una llama roja que lucha por iluminar el banco de la plaza en que se encuentran sentados, asomándose apenas entre el tupido follaje de la ceiba oscura. Mi padre parece llenarse de coraje y toma la mano de mi madre, como preparando el momento para decirle algo importante y esta imagen, sin saber por qué, hace que los ojos se me llenen de lágrimas y me ponga a llorar ruidosamente. Una anciana vestida de negro que está sentada a mi lado se irrita y me recrimina, mirándome con unos ojos enormes de lechuza que me llenan de miedo y me hacen callar. Cuando al fin alzo los ojos y miro a la pantalla sorbiéndome los mocos la película ha cambiado de escenario. Mis padres descienden de un viejo Chevrolet cuatro puertas a orillas de un río de aguas cristalinas y grandes piedras acompañados de mi tío y de un grupo de amigos cargados con cajas, cestas y canastas de cerveza que parecen presagiar un festín. Luego aparece un jeep Willys descapotado de los que se usaron en la segunda guerra mundial y por último una vieja camioneta Ford, cargada con ollas, canastos y varias gallinas y pavos amarrados de las patas que otro grupo de amigos que ha bajado de los carros se encarga de sacar y enseñar a los demás como un trofeo en medio de risas y gestos de aprobación. Las tareas se distribuyen rápidamente; unos reúnen leña, otros pelan las gallinas, otros despliegan las

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Porvenir mañana © Foto Mario Camelo

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llorar de la emoción mientras mi padre permanece perplejo pensando que las cosas han resultado muy distintas a como él las había imaginado en sus largas semanas de cavilación. Es entonces cuando no puedo contenerme y me levanto en el teatro gritando: “¡No, no lo hagas mamá no lo hagas!, nada bueno va a salir de eso, solo remordimientos, odios y unos hijos con caracteres monstruosos”. El teatro entero se da la vuelta entonces para mirarme con ira y la anciana tenebrosa, que se encuentra a mi lado, me enfoca nuevamente con sus desmesurados ojos amarillos y me dice imperativamente: “¡Estése quieto!, lo van a echar del cine y recuerde que ha pagado un peso para entrar”. Me dejo arrastrar de su mano, que tiene algo de garra, hasta la silla e incapaz de soportar los besos y achuchones que se está dando la pareja en la pantalla decido cerrar los ojos y quedarme inmóvil, escuchando cómo la ira de la gente se va calmando a mi alrededor, pero al cabo de un rato torno a abrir los párpados y vuelvo a concentrarme poco a poco en las imágenes, luchando contra un malestar semejante a la resaca que se ha apoderado de mí y me ha dejado los sentidos embotados como si hubiera dormido mal. Entretanto debe haber pasado mucho tiempo, pues el decorado ha cambiado por completo; mis padres se están sacando una foto junto a un lienzo en el

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que se encuentra pintado un castillo medieval que parece resaltar el aspecto castellano del pueblo adoquinado de casas blancas en que se encuentran. No entiendo por qué prefieren posar junto a esa imagen de pacotilla cuando en el pueblo hay hermosas casas enjalbegadas con tejas rojas suspendidas de la montaña que forman un espléndido contraste con la exuberante naturaleza del lugar, pero ellos parecen avergonzados de que en el pueblo no existan castillos con almenas y torres como en Europa y prefieren aparecer junto a aquel icono tradicional. La cámara está situada a pocos metros y el fotógrafo, que se encuentra en su interior como bajo el mantel oscuro de una mesa, parece un alienígena que quisiera atrapar el mundo con su lente. Mi padre coloca un brazo sobre el hombro de mi madre y ambos sonríen de forma tan postiza que el fotógrafo se ve obligado a salir en reiteradas ocasiones de su escondite e indicarles la mejor manera de posar, pero sus instrucciones sólo sirven para empeorar la situación y producir la impaciencia de mi padre que desea marcharse cuanto antes. El fotógrafo intenta calmarlo diciéndole que él es un profesional y desea en todo momento hacer bien su trabajo, pero mi padre no lo escucha y le exige que se dé prisa, pues no pueden perder toda la tarde por culpa de sus tonterías. Me siento conmovido por el esfuerzo del fotógrafo que titubea con su cámara

dando explicaciones estéticas incomprensibles para mis padres, pues sé muy bien la frustración que produce no ser apreciado en el arte. Pero entonces mi padre deja oír uno de sus mandatos imperativos que suena como un trallazo y el fotógrafo tiene que regresar como un perro regañado a esconderse debajo de su paño negro y disparar la cámara que atrapa la imagen de mis padres con las cejas fruncidas y un rictus de fastidio en los labios al tiempo que me deja ciego con su fosforescente resplandor. Cuando por fin puedo abrir nuevamente los ojos y adaptarme a la luz ha pasado mucho tiempo, mi padre y mi madre viajan en un hidroavión que parece de juguete por un cielo purísimo en cuyo fondo se observa un ancho río de color ocre en el que aparecen a trechos viviendas palafíticas de bambú, que se sostienen prodigiosamente en la ribera sobre zancos de madera. Ambos se encuentran absortos en la belleza del paisaje tropical y, al igual que el piloto, parecen concentrados en seguir el curso del río que sirve de referencia al desplazamiento del avión hasta que al fin aterrizan en el aeropuerto de una ciudad costera incendiada de sol que se encuentra en el vértice donde el río se junta con el mar. Ahora caminan por el camellón de un luminoso puerto caribeño rodeado de barcos con banderas de todos los países que ondean con la brisa. Mi padre,


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para afrontar los grandes riesgos del comercio por su cuenta. Además mis tíos son unos lerdos y unos timoratos que no se atreven a emprender grandes empresas y lo tienen maniatado. El conjunto empieza a tocar una pieza en la que el cantante se acompaña con un potente zapateo que semeja el trote alborozado de un caballo y los comensales de las mesas cercanas siguen el ritmo con las palmas. La música va en crescendo y cuando el ritmo alcanza su clímax veo que mi padre acerca el rostro a mi madre como si quisiera recibir una recompensa por su brillante exposición. Cuando ella está a punto de darle un beso rompo a llorar con más fuerza que nunca y a patalear en el piso como si quisiera apagar el sonido del cantante que zapatea en la pantalla, pero la insufrible anciana que se halla a mi lado me aferra de la manga con su mano que parece una garra de buitre y me dice, encegueciéndome con sus ojos desmesurados y brillantes: “Vamos, vamos no olvide que es tan solo una película, una película sin mayor importancia”. Pero yo no soporto más a aquella odiosa anciana que pretende controlar mis sentimientos y sin poder reprimir mis lágrimas salgo hacia el baño tropezando con los pies de las personas sentadas en la fila que me miran inquisidores y parecen señalarme con el dedo desde la inescrutable oscuridad de sus butacas. Cuando al fin regreso sintiéndome con la mente embotada, como si hubiera dormido mal o bebido demasiado la noche anterior, ha pasado mucho tiempo, pues el escenario ha vuelto a cambiar de nuevo. Mis padres, vestidos gravemente, ascienden por el sendero empinado de un jardín de arriates verdes y grandes flores blancas en el que entre pinos y cipreses se alzan a trechos algunas estatuas de ángeles decapitados y seres monstruosos que me llenan de temor. De repente veo una lápida y junto a ella, sentada como una estatua más, aparece una gitana con una larga toga negra que observa a mis padres con grandes y brillantes ojos de lechuza demasiado parecidos a los de la admonitoria anciana que ha permanecido sentada todo el tiempo a mi lado durante la película. Mis padres se acercan lentamente y la gitana se levanta de un salto y entrega un ramito de romero a mi madre, que lo recibe sorprendida. Mi padre da unos pasos hacia la embaucadora tratando de alejarla con un gesto de rechazo, pero ya es demasiado tarde porque la gitana, aprovechando que mi madre ha abierto la mano para recibir el romero, aferra sus dedos como un pájaro de cetrería y antes de que pueda cerrar la mano empieza a leerle

la suerte con palabras enigmáticas y un acento extranjero que llenan a mi madre de fascinación. Mi padre se impacienta nuevamente y toma a mi madre del brazo para seguir caminando, pero ella se ha quedado inmóvil, como las estatuas que la rodean, escuchando a la adivina que no cesa de parlotear como el agua de un arroyo entre las piedras. Mi padre entonces se enfurece y dando media vuelta echa a andar a toda prisa cuesta abajo seguido por una bandada de cuervos que irrumpen graznando de pronto en el lugar. Mi madre hace un débil intento por seguirlo, pero la adivina la detiene en el acto con un ademán y prosigue inclinada sobre su mano parloteando admoniciones incomprensibles y abriendo cada vez más sus ojos de lechuza que van cubriendo toda la pantalla hasta que se quedan completamente fijos sobre mí. El terror me recorre como un reptil untuoso que trepa por mi vientre y cuando está a punto de llegar a mi garganta y estrangularme la voz empiezo a gritar las primeras palabras que se me ocurren para expresar mi terror; “no mamá no escuches a esa bruja embustera, no lo hagas, no permitas que te abandone papá”. El público irritado se vuelve entonces a mirarme y veo en cada uno de sus rostros, multiplicados como setas, los ojos alucinados de la hechicera que, de repente, ha pasado a ser la vieja que ha estado toda la película sentada a mi lado y que ahora, sacudiéndome del brazo con su zarpa de lechuza, me recrimina diciéndome con furia: “¿Se da cuenta de lo que está haciendo imbécil interrumpiendo cada dos por tres la película?, ¿es que no entiende que usted no existiría sin esta filmación?, ¿es que no entiende que en la vida hasta los sueños merecen atención?”, y cuando trato de liberarme de su garra tenaz, me despierto de golpe en la fría madrugada de mi primer invierno en Madrid. No canta un solo pájaro que me ayude a espantar el miedo como aquellos que en mi lejano Caribe saludaban con júbilo el amanecer y mi anciana madre está muy lejos, al otro lado del Atlántico, pasando a esta hora las cuentas del rosario quizás para que yo pueda encontrar a este lado del mundo los sueños del porvenir. Porvenir final © Foto Mario Camelo

tocado con un hermoso sombrero de jipijapa y un humeante habano en los labios, explica a mi madre, que se protege del sol con una hermosa sombrilla de colores, los espléndidos negocios que piensa realizar aprovechando las ventajas de la ciudad que ha sido declarada puerto libre, mientras ella lo escucha atentamente observándolo con sus hermosos ojos negros radiantes de emoción. Mi padre señala un restaurante con una hermosa terraza junto a la playa donde propone que entren a almorzar, pero mi madre, posesionándose de su austera condición de ama de casa, lo rechaza por considerarlo demasiado costoso y le pide que sigan caminando en busca de un lugar más sencillo, pero luego de deambular sin suerte por el paseo marítimo terminan por entrar al sitio que habían visto primero. Mi padre se siente todopoderoso cuando entran al lugar y al tiempo que entrega el sombrero y el paraguas al mozo le pide que le busque una mesa. El ambiente del lugar está amenizado por una rondalla que pronto se acerca con los instrumentos en la mano a ofrecer su música. Mi padre escoge una canción susurrando el nombre de la pieza al oído del cantante y cuando éste se aleja hace señas al mozo para que se acerque a recoger el pedido de los platos que han seleccionado mientras mi madre lo observa embelesada por el dominio de la situación que posee y por lo dueño y seguro de sí mismo que luce cuando se trata de dar órdenes. El mozo descorcha una botella de vino tinto de color sangre y llena las copas de los enamorados que las chocan entrecerrando los ojos. Los platos empiezan a llenar la mesa y mi padre habla de sus planes para el futuro, mientras mi madre refleja en las expresiones de su rostro lo interesada e impresionada que se encuentra con su talento organizativo. Mi padre se emociona con la pieza que la rondalla está tocando y su radiante porvenir empieza a intoxicarlo, ahora seguramente que habla de sus planes para ensanchar sus negocios porque hace gestos con las manos trazando un imaginario círculo que parece abarcar el mundo. Dice que va a separarse de la sociedad que hasta ahora ha formado con mis tíos y va a establecerse solo, porque esta ciudad ofrece muchas oportunidades para ganar dinero y una persona con su talento necesita que lo dejen actuar por su cuenta. Después de todo ya tiene 25 años y desde cuando culminó el servicio militar a la edad de 21 en el páramo lluvioso y frío de la capital y se vino al Caribe a trabajar al lado de sus hermanos ha ganado la experiencia necesaria

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El pintor y su sombra

Ivette de los Ángeles Fuentes de la Paz

Por: Ivette Fuentes

(La Habana, 1953). Doctora en Ciencias Filológicas. Ha desarrollado su labor profesional como editora, especialista literaria y de política cultural (Min. de Cultura), directora del Proyecto Casa “José Lezama Lima” y especialista en teoría y estética de la danza (Ballet Nacional de Cuba). Actualmente labora como Investigadora Titular en el Instituto de Literatura y Lingüística “José Antonio Portuondo” (Ministerio de la Ciencia). Es también directora del Centro de Estudios de la Arquidiócesis de La Habana y de su revista Vivarium e investigadora adjunta del Museo Nacional de la Danza.

A Roberto Diago

Humea el tabaco. Su espíritu asciende en volutas que se expanden al encuentro del sol. Un rayo de luz rompe la monotonía del ascenso y el homogéneo tono del humo y lo disgrega en infinitos colores. “He aquí la magnificencia de la luz” -dijo el pintor, al tiempo que otra espiral elevaba junto al humo las palabras. Mareado aún por el colorido que envolvía sus ojos, instintivamente miró hacia la ventana en busca de protección. Se sintió tranquilo al ver que permanecía cerrada. “No podrá huir” -dijo sonriendo. Se levantó del sillón casi a tumbos, en medio de una nube de colores sumidos en la máscara del humo y el vaho penetrante del alcohol que en su incesante rozar hacía crujir las pardas maderas del claustro. Volvió a observar con insistencia las persianas por donde penetraba casi imperceptiblemente la claridad y antes de partir un último arco iris le encendió el rostro. Regresó a su estudio. Ante la tela se imantaba el universo. Una ancha explanada invitaba a la agudeza de las visiones, como si el blanco clamara una íntima violencia para volverse más real, espejo que agotaba la paciencia del azogue escondido para dejarse penetrar por su reflejo. Pero entrar en el mundo inmaculado requería la destreza de la luz, el conocimiento exacto de los elementos que se fusionaban para alcanzar la pureza de la iluminación. Más que manchar la tela con el óleo, era necesaria la espátula para rasgar los tonos innecesarios que habitaban el silencio. Sabía que allí le aguardaban y que la genialidad era sólo desatarlos, obligarlos a la conversación, a romper el equilibrio del blanco y confundir la armonía improvisada de la secreta combinación. Pero continuaba inmóvil junto al cuadro que le sugería infinitas gamas de colores, toda una galería de formas, geometría que calzaba un

mundo por nacer, que anunciaba los contornos de lo que ya germinaba en la mente del pintor y que por empatía descubría en los detalles perdidos del lienzo. Sus ojos perseguían el continuo vaivén de la luz que recorría con intensísima rapidez todas las tonalidades que sólo la sagacidad del oficio podría detener en el instante requerido. Así hasta llegar al rojo, buscar el azul, el puente imperceptible del violeta, la gloria efímera del amarillo, la quietud del verde, el espectro crecido del marrón. Así hasta el infinito, hasta la vasta soledad de la luz en su conciencia, envolviendo como un haz la diversidad cromática del mundo que recreaba el arte del pintor. Mas cada vez que fijaba un punto en la carrera de la luz, en cada apresamiento de un corpúsculo, temblaba el pulso y escapaba el momento al chorrearse por entre sus dedos una mancha indecisa. En la penumbra de la habitación, las volutas de humo fueron nubes que cegaban los ojos del artista. Las brumas envolvieron la escasa claridad que agazapada en los rincones, a cada intento por alcanzarla, se agrietaba y dejaba la reminiscencia tenue de sus esplendores. Sólo la luz los podía devolver. Por alcanzarla, el pintor tomó afanoso su pincel, esgrimió el poderío de sus manos y entre zarpazos intentó arrebatar la intensidad al aire. Pero cada vez el color se perdía más en el espacio oscuro de las horas hasta que sólo

estuvieron, frente a la tela blanca y poderosa, el pintor y su sombra. El declive de su cuerpo ofreció entonces una perspectiva inusitada, una posibilidad que no dejaría escapar. La sombra -ya sabía- era la última conquista de la luz, su permanencia final. Hacia ella se volvió persiguiendo su propia dimensión contra la tenue claridad, marchando en pos del último reducto de sol. Siguió sus pasos por toda la habitación y por el eco se deslizaba, sutil, su sombra. El humo confundía sus figuras con el espectro que crecía en la pared con la desmesura de su espiral volátil. Sólo que el pintor veía perderse su propio cuerpo en las penumbras. Y ante la escapatoria inminente, demasiado confundida la razón para entender el ruido de su prolongación, buscó la luz. La percibió por entre unas persianas agotadas de contener su arrolladora fuerza. Contra el cristal adivinó la informe figura aguardando el momento de su huida. Sabía que sólo en el riesgo podría recuperar el contorno verdadero de su imagen, el reflejo que se convertiría en ser. De un golpe se abalanzó hacia la ventana, rompió el seguro y la abrió de par en par. Por su inmensa abertura apareció la luz y en ella se sumergió la sombra. El gris que estampara su sello en la neblina se volvió brillante. El choque con los adoquines refractó un rayo de esplendor. En el charco de muerte, como un efluvio centelleante, se advertía una tonalidad vital.

Iglesia islandesa © Foto Mario Camelo

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Para los amantes del espa単ol


Los 10 libros menos vendidos pero tal vez los más leídos una vez Por Diego Valverde Villena

Macedonio Fernández (Buenos Aires,1874 El ranking de los libros menos vendidos es un -1952). Novelista, poeta, ensayista y pensador sondeo al pasado argentino. Autor originalísimo y genial, capaz de Nr Libros injustamente olvidados crear una novela a base de prólogos. Fue dueño 1 de una inteligencia proMuseo de la Novela de la Eterna, Macedonio verbial, y “hombre natuFernández ralmente generoso, que todo lo que él pensaba se 2 El peregrino querubínico, Angelus Silesius Macedonio Fernández lo atribuía a su interlocu1874 - 1952 tor” en palabras de Bor3 De ultramar a índigo, Blaise Cendrars ges, que lo admiraba profundamente y lo conside4 Primer diario de París, Ernst Jünger ró uno de sus principales mentores. Inventor de biografías imposibles, 5 Habla, memoria, Vladimir Nabokov desdeñoso de la publicación –gran parte de su obra se editó póstumamente-, fue un talento 6 Nombre de guerra, José de Almada Negreiros oral a la par que literario. Devoto de Cervantes y escritor simpar, Macedonio Fernández, Cuentos de Ise, Ariwara no Narihira encarnación de la literatura y el pensamiento, 7 es uno de los personajes más asombrosos de la literatura en español. Obras: No toda es vigilia la 8 Otros tigres, Eduardo Lizalde de los ojos abiertos (1928); Papeles de Recienvenido (1929); Una novela que comienza (1941); Continua- 9 Historia de la cultura en la América Hispánica, ción de la Nada (1944); Poemas (1953); Cuadernos Pedro Henríquez Ureña de todo y nada (1972); Museo de la Novela de la Eterna (1967); Teorías (1974); Manera de una psi- 10 Cartas de amor a Ophélia Queiroz, Fernando que sin cuerpo (antología) (1973); Adriana Buenos Pessoa Aires (1974) . Esta sección pretende recordar los libros injustamente olvidados.

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En la barca © Foto Archivo Aurora Boreal®

AURORABOREAL Los 10 libros menos vendidos

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AURORABOREAL Manuel recomienda leer...

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Shin Kyung-Sook (1963) Escritora - Corea del Sur. Obras: Novelas: Deep Sorrow (1994), A Lone Room (1995), The Train Departs at 7 (1999), Violet (2001), Yi Jin (2007), Please Look After Mom (2009), From Somewhere Afar the Phone Keeps Ringing for Me (2010). Relatos cortos: Until It Turns into River (1990), Where the Harmonium Once Stood (1992), Potato Eaters (1997), Strawberry Fields (2000), The Sound of Bells (2003).

El periodista Manuel Cabrales Foto archivo Aurora Boreal®

De no ficción: Beautiful Shade (1995), Sleep, Sorrow (2003).

Kyung-Sook Shin

Por favor cuida de mamá... Por Manuel Cabrales, periodista

En enero de 2012 la madre de unos buenos amigos cumplirá noventa años. Sí, como lo escuchan. Noventa años de salud afortunadamente, de alegría, de buena vida, de buenas lecturas, de criar cuatro hijos a pesar de haber quedado viuda en la mitad del camino. Ya estoy preparando las maletas para ir al Caribe colombiano a celebrar el acontecimiento con ella, sus hijos, la parentela y los amigos cercanos. En mayo de este año (2011), supe que Kyung-Sook Shin, la escritora de Corea del Sur, hija de campesinos que tuvo que emigrar a Seúl a los dieciséis años porque sus padres eran tan pobres que no podían permitirse el lujo de mandarla al bachillerato, editó en castellano su exitosa novela Por favor cuida de mamá. La novela publicada originalmente en 2009 lleva ya más de un millón de ejemplares vendidos en Corea del Sur. Además ha sido traducida a diecinueve idiomas en los cuales también se ha convertido en éxito de ventas. Un amigo que vino a Delhi en mayo de este año me trajo de regalo la novela editada en castellano por Grijalbo Narrativa. Park So-Nyo, una madre de 69 años, ha desaparecido en la estación de trenes de Seúl. A partir de aquí, su familia se desesperará en encontrarla mientras salen a flote los secretos que en toda familia se ocul-

tan. Un relato a cuatro voces en el que la hija, el hijo, el marido, e incluso la propia madre perdida darán su visión de su relación con ella. El choque generacional, el pasado rural de los padres que contrasta con la opulencia urbana de los hijos, el amor filial… Todo ello en una historia contada con sencillez y empatía, con el trasfondo desconocido de Corea del Sur. A mi me gustó la novela y recomiendo su lectura. Además me hizo reflexionar sobre las palabras que concediera Kyung-Sook Shin en una entrevista en la que dice que... “damos por descontado que nuestras madres están a nuestro lado para ayudarnos de forma incondicional, y que siempre estarán ahí, pensando que han nacido para ser madres. Pero antes fueron niñas, y mujeres, como lo somos nosotras ahora. Con este libro quería dar voz a esas mujeres. Mi madre es la energía detrás de mis textos”. El éxito de ésta novela de Kyung-Sook Shin no es una coincidencia. Esta autora lleva toda la vida escribiendo. Estudió Creación Literaria en la Universidad de Seúl y su primer éxito vino de la mano del Premio de Nuevos literatos de la Revista Munye Joongang en 1985. Con ocho novelas publicadas ahora recoge sus frutos. El periodista colombiano Manuel Cabrales reside entre Roma y Nueva Delhi y es colaborador de la revista Aurora Boreal®.

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Buñuel y los novelistas del boom: afinidades electivas, afectivas.

Víctor Fuentes Pertenece a esa generación del segundo exilio, el de los años 40 y principios de los 50; marcada por un doble desarraigo, en el país de adopción, tan sólo atento a algunas de las figuras de relieve del destierro inmediato al fin de la Guerra Civil, y en el propio país de origen que ignora la trascendencia y hasta la existencia de ese segundo exilio. Tras un deambular por varios países, Fuentes se instaló en Estados Unidos, licenciándose y doctorándose en Lenguas Romances en la Universidad de Nueva York. Desde 1965 al 2003 ejerció de profesor inédito y catedrático de la Universidad de California, en Santa Barbara. Es miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Entre su numerosa obra crítica destacan La marcha al pueblo en las letras españolas (1917-1936), La mirada de Buñuel: cine, vida y literatura y Memorias del segundo exilio español (1954-2010).

Por: Vïctor Fuentes

(Recientemente (El País, 30-10-2011), se ha publicado la noticia de un guión de Gabriel García Márquez ofrecido, a través de Alcoriza, a Buñuel y que éste no consideró para llevarlo a la pantalla. La noticia ha tenido amplia difusión en otros periódicos de España y de Hispanoamérica y por el Internet. ¿Cómo pudo dejar Buñuel escapar esta ocasión de fundir su gran imaginación creadora con la otra igualmente sin par del gran escritor colombiano? Parece ser el interrogante que subyace en la gran repercusión que ha tenido la noticia. No obstante, hay que recordar que quien ofrecía la colaboración no era el grandísimo novelista posterior, sino el García Márquez con una trayectoria frustrada de guionista, proponiendo a Buñuel uno más de los guiones que escribiera en aquellas fechas y que no encontraron salida. En este caso se trata de una comedia, Es tan fácil que hasta los hombre pueden hacerlo -- quizá más apropiada para el primer Almodóvar, aunque éste en aquellas fechas era un adolescente--, ofrecida a Buñuel en el momento de su plena madurez creadora, 1962, cuando estaba haciendo El ángel exterminador y se aprestaba a filmar la gran novela gótica El Monje, inmerso en grandes inquietudes ontológicas y teológicas. De ahí se puede suponer que descartara o archivara la comedia de un García Márquez quien empezaba a darse a conocer como narrador e iniciaba por aquellas fechas una duradera relación de amistad con él. Y sí hubiera sido una gran aportación si en algún momento, a lo largo de los años de su amistad, se hubieran fundido en una película el maravilloso imaginario de ambos autores, grandes maestros universales del siglo XX en el arte de contar. Tal noticia, tan divulgada, ha dado lugar a otros artículos que tratan de las cartas que se cruzaron varios de los escritores del boom con Buñuel, expresándole su amistad, admiración y lo mucho que había significado para ellos, y de las posibles influencias suyas y de su cine en su novelística. La actualización del tema tal vez

propicie que se publiquen dichas cartas, conservadas en el Archivo Buñuel de la Filmoteca en Madrid, y que alguien emprenda un estudio a fondo del tema, basado en ellas y, más importante, en los guiones que el genial cineasta hizo o estuvo a punto de hacer de varias novelas y cuentos de los narradores del grupo. Suficiente material relacionado con todo esto se encuentra en el mencionado Archivo. En mi caso, me he ocupado del tema, al soslayo, desde mi libro Buñuel: cine y literatura (1989), y en el 2004, publiqué el ensayo: “Confluencias: la narrativa fílmica de Buñuel y la nueva novela hispanoamericana”, en la revista Discourse (Winter & Spring 2004, 91-110), y en el libro La mirada de Buñuel, Cine, vida y literatura (2005) lo amplié, con el mismo título como capítulo 8 (237-260), en el cual ya citaba alguna de dichas cartas que se presentan ahora en la prensa como si se tratara de un nuevo hallazgo. En las siguientes páginas recojo una “nueva” síntesis-ensayo de lo estudiado en ambos textos. *** Es bien conocido que Octavio Paz, a propósito de Los olvidados, escribió y repartió en el Festival de Cannes, un escrito-manifiesto, “El poeta Buñuel”, el cual abrió el camino a una renovada valoración e internacionalización de éste como figura

genial del cine y de la poética y de la narrativa –tomada ésta en un sentido general-- latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX. Paz hizo suyos, y pidió para la literatura mexicana de entonces, los postulados que plasmaban en Los olvidados frente a “una realidad insoportable”, añadiendo que era algo más que un filme realista, pues en él “el sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte” (Las peras al olmo 134). También destaca la parte mítica de la película: “Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano… (187). Lo que Octavio Paz atribuye a Los olvidados encuentra, casi por las mismas fechas, parecidas expresiones en Pedro Páramo (1954), la gran novela de Juan Rulfo con la que, podemos decir, se inicia el gran auge de la novela hispanoamericana de la segunda parte del siglo XX. Menos conocido es que Julio Cortázar, a poco de llegar a París, también escribió un texto celebratorio sobre Los olvidados, publicado como reseña en la revista argentina Sur (170-172). Al igual que Paz, Cortázar inicia su ensayo hablando del Buñuel poeta: “Mi hermano, el poeta, tirándome imágenes como

En la foto Luis Buñuel.

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los chicos tiran piedras”, imágenespiedras que los chicos de la película también tiran sobre los espectadores, llevándonos a esa ética contestataria que en el filme advierte el gran novelista. Para él, el malo de la película, el Jaibo es “un ángel”, pues, a través de él, ésta mira de frente a los horrores, a la corrupción miasmática y al “estado universal de las cosas que la hacen posible”. También destaca ese efecto revulsivo que ante tal “estado de cosas” tiene la película, comprometiendo a quien la ve: “… por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba y para eso está Buñuel” (172). Al igual que Paz, desmarcando a Los olvidados “de la propaganda y de la docencia”, le atribuye, no obstante, un valor testimonial, “Un testimonio vale por sí, no por su intención ejemplarizadora”, potenciándolo metafóricamente con el cuento de Poe sobre el extraño caso del señor Valdemar: “Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como hacen las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado de cosas que lo hacen posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro lado, y todos rodean el lecho del señor Valdemar. Entonces entra el Jaibo”. Creo que se puede afirmar que este escrito de Julio Cortázar, como el de Octavio Paz, tiene mucho de “manifiesto” de su propia obra: escrita, bajo el signo de la rebelión, contra todo compromiso, y el de la búsqueda, artísticamente revolucionaria, de la verdad y “del fantasma de la libertad”; valores éticos-estéticos que ya descubren Paz y Cortázar, casi al unísono, en el cine de Buñuel. Por su parte, éste, a partir de La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, y con varios otros atisbos en sus otras anteriores películas comerciales, crea en su cine una atmósfera imaginativa y fantástica

parecida a la de muchos cuentos de Cortázar. Hasta me atrevería a afirmar que dicha película, contada desde la fantasiosa imaginación del protagonista, está más cerca de la narrativa del argentino que de la propia novela de Usigli en la que se inspira. Por su parte, Octavio Paz, que sí estuvo vinculado al surrealismo, y Julio Cortázar, de quien se escribió todo un libro ¿Es Cortázar surrealista?, bien podrían firmar aquella frase de Breton, que Buñuel hizo suya en su conferencia “El cine, instrumento de poesía”: “Lo más admirable de lo fantástico es que lo fantástico no existe, todo es real”, frase que, asimismo, apunta hacia el realismo mágico. Dicho lo anterior no puede sorprender que Carlos Fuentes, tan amigo y admirador, del cineasta, le incluyera en su libro seminal La nueva novela hispanoamericana (1969), y precisamente unido a ambos: “Con Octavio Paz y Luis Buñuel, Julio Cortázar representa hoy la vanguardia de la contemporaneidad hispanoamericana” (77). Entre los teóricos del realismo mágico se discute si éste tiene su raíz en el surrealismo o no. Sin entrar en la discusión, sí es bastante evidente que existe alguna relación por línea directa o indirecta. Recordemos que, además de los mencionados Paz y Cortázar, vivieron en París, y antes que ellos y cercanos a los surrealistas, Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, aunque éste a su vuelta a América repudiara a los surrealistas, llegándolos a definir como “burócratas de la imaginación”, para afirmar a la realidad autóctona latinoamericana como el origen de “lo real maravilloso y del “realismo mágico”. Empero, al abolir la frontera entre lo real y lo fantástico, los surrealistas abrieron el camino por donde avanzarán dichas dos modalidades de la creación latinoamericana. En esto también, Buñuel vendría a ser un vínculo entre surrealismo y realismo mágico. Ya Octavio Paz, al mencionar elementos surrealistas en Los olvidados, señala como éstos están fundidos con una profunda vi-

sión de la realidad mexicana que arraiga hasta en sus mitos prehispánicos. Por ahí también, entroncaría con la veta “primitiva”, etnográfica del realismo mágico que ha trazado Erik Camayd-Freixas en su libro Realismo mágico y primitivismo. Elementos de “lo real maravilloso” y del “realismo mágico”, entrelazados al surrealismo, ya se encontraban en sus primeras películas mexicanas como Subida al cielo y La ilusión viaja en el tranvía. Luis Leal, uno de los señeros críticos del realismo mágico, me decía que El ángel exterminador sería ya una de las primeras expresiones del realismo mágico, y seis años antes que Gabriel García Márquez publicara su gran novela paradigmática del género, pues en dicho filme nos encontramos con un grupo de personas atrapadas en un salón a puerta abierta y sin que haya ninguna causa explicable de la razón por la cual no puedan salir; tema, también, relacionado con “Casa tomada” de Cortázar. Pocos antes de filmar El ángel exterminador, en conversación con Elena Poniatowska, de 1961, Buñuel expresará su deseo, no logrado, de filmar Pedro Páramo: “Una buena película tiene que tener la ambivalencia de dos cosas opuestas y afines. Por eso me interesaría filmar el Pedro Páramo de Juan Rulfo, porque lo que atrae en la obra de Rulfo es el paso de lo misterioso a la realidad, casi sin transición, es mezcla de realidad y fantasía me gusta mucho pero no sé cómo llevarla al cine” (Palabras cruzadas 191). A finales de los años 50 y continuando en los años 60 y 70 y a lo largo de toda su carrera, Carlos Fuentes, tomando el relevo de Paz y de Cortázar, escribió originales valoraciones del cine de Buñuel y de su relación con él y su obra, con la peculiaridad de que en su propia obra novelesca incluye varios homenajes a él. Ya me he ocupado de esto en La mirada de Buñuel… (251254). Resumiendo aquí, Fuentes le dedica Las buenas conciencias (1959) y

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también décadas después Una familia lejana, “A mi amigo Luis Buñuel, en sus ochenta años” y destacó como éste, en algunas de sus películas mexicanas, penetró “en los paisajes interiores de nuestra sociedad”. No creo que sea muy arriesgado el afirmar que, en varios aspectos, Carlos Fuentes parte de Buñuel para llevar a cabo en su novelística parecida destrucción de “conciencias tranquilas” y de penetración en “los paisajes interiores” de la sociedad mexicana. En ese respecto, el Archibaldo de la Cruz tendrá su homónimo en el Artemio Cruz de la novela de Fuentes, quien también tiene bastante del “Él” de Buñuel. En sus novelas, tan llenas de citas e intertextualidades fílmicas, las de las de su gran amigo y, en cierto punto mentor, reaparecen, así como reflexiones que nos llevan al pensamiento del genial aragonés. Citaré tan sólo un ejemplo, pues el tema merecería todo un ensayo: tras presenciar una exhibición privada de El ángel exterminador, un protagonista le dice al otro: “Víctor, la moral es todo lo que da vida a lo inmoral, todo lo que quita vida, ¿verdad?, leemos en Cantar de ciegos (Un cantar que ya resonara en Los olvidados) (Obras completas 87). En plena primavera del 68, y sintonizando con los movimientos de tal año, Carlos Fuentes escribió su clarividente ensayo” Luis Buñuel: el cine como libertad”. Recogiendo dos temas ya tratados por Paz y por Cortázar, el de la libertad y el de la poesía de su cine. Asimismo, y entroncándolo con él mismo y con Cortázar y, por extensión, a los otros novelistas del boom, destaca algo del cine de Buñuel que también está en la base del arte de todos ellos: “Nacido de la insatisfacción con el orden agotado de una racionalidad, este arte, lejos de ser nihilista, proclama advenimiento de una nueva razón, latente en todo lo que la lógica entronizada juzga irracional” (210). Es por aquellas mismas fechas, cuando Carlos Fuentes, en su La

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nueva novela hispanoamericana, como ya mencioné, le agrupa con los escritores del boom. El trato personal, la admiración mutua y las interconexiones entre la narrativa cinematográfica de Buñuel y su novelística confirman lo acertado de tal inclusión. Reconfirmándolo, tenemos las cartas cruzadas con varios de ellos, donde se dan muestras de la estrecha relación estética y de amistad que mantuvieron. Citaré un par de ejemplos de tales cartas. El 16 de abril de 1966, Fuentes le escribe a Buñuel: “Ahora en París, con Vargas Llosa Cortázar, Rodríguez Monegal y Gironella estamos siempre hablando de usted, de su obra, que resulta, cada vez más claro, es el gran punto de referencia, de elaboración de los escritores y pintores de raíz española”. Julio Cortázar, por su parte, en carta del 30 noviembre de 1968, después de agradecerle “todo lo que usted es y todo lo que ha hecho y está haciendo para arrancar a este mundo de su cáscara de costumbres cotidianas y podridas”, y “todo lo que ha significado para los argentinos de su generación que se asomaron a la maravilla pura de La Edad de Oro, concluye: “Admiro enormemente a Bergman, a Resnais, a Truffaut, pero en el cine que usted hace hay siempre un agujero vertiginoso en la realidad, ese asomo a otra cosa que en último término es lo único que cuenta para los poetas”. Dadas estas afinidades y la amistad mutua, Buñuel se interesó en llevar a la pantalla algunas novelas y cuentos de los escritores del boom. Desafortunadamente para la historia del cine y de la literatura, todos sus intentos resultaron frustrados, comenzando con el de Pedro Páramo, en 1956 y el de El acoso de Carpentier en l959. En 1964, el mismo año en que realizó Simón del desierto, viéndose obligado, por falta de recursos financieros, a dejarla en un corto metraje, y posiblemente unida

a ella, quiso filmar, en una misma película, Aura de Fuentes y Las ménades de Cortázar, o también parece que, bajo el título de Cuatro misterios, iban a incorporar estos dos relatos, junto a Gradiva, de Jensen, y su Ilegible, hijo de Flauta. Cuando ya estaba reincorporado al cine europeo, en 1972 quiso llevar a la pantalla El lugar sin límites de José Donoso. Como vemos, ya antes de que se dieran a la luz las novelas de los que, propiamente, se consideran novelistas del boom, Luis Buñuel, con su interés de fundir en su cine Pedro Páramo y El acoso (dos obras cuya originalidad en formas y técnicas narrativas las constituyen como antecedentes de las que las siguieron de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa), aparece asociado a la Nueva novela hispanoamericana. En 1964, se celebró el I Concurso del Cine Experimental Mexicano, impulsado por jóvenes cineastas y escritores mexicanos que ya en su revista Nuevo Cine, había puesto éste bajo el manto de Buñuel, quien con otros prestigiosos autores, no sólo apoyó el evento, sino que, junto a Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, actúo en el filme que ganó el segundo premio, En este pueblo no hay ladrones, adaptación del cuento de García Márquez, filmada por Alberto Isaac. Dicha película puede verse como emblemática de esa gran relación de amistad y creadora entre Buñuel y los novelistas del boom. El premio Nobel Mario Vargas Llosa, quien no conoció a Buñuel en México, pero sí en París, igualmente expresó su admiración por él y habló de la posible influencia de Los olvidados en su La ciudad y los perros: “Es posible porque se trata de un filme que me ha gustado enormemente. Los universos del filme y de la novela son muy semejantes. El personaje de Los olvidados, el Jaibo bien podría haber sido el Jaguar de mi novela” (Climent 45. La traducción es mía, V.F)


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Comencé con las afinidades “poéticas” de Buñuel con Octavio Paz y Julio Cortázar, y finalizo éstas señalando líneas narrativas con las cuales Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa confluyen con él, y también sus confluencias y afinidades con Alejo Carpentier y José Donoso a través de sus intentos de filmar una novela de cada uno. La línea gótica de los novelistas inglesas de fines del XVIII y principios del XIX, la de Sade y los decadentistas franceses, asimismo, se da en Carlos Fuentes: aparece en varios cuentos y novelas, en Aura, Una familia lejana y Cambio de piel. El narrador-personaje de ésta comenta: “Sabes que me hacen falta, Los misterios de Udolfo, El monje, El castillo de Otranto, Melmot, el peregrino. La señora Radcliffe, Monk Lewis, Walpole, Maturin” (Obras completas 2, 462). Obras y autores preferidos de Buñuel. La dimensión de un cine “negro” buñueliano, también apunta a esa “vertiente maldita” que la crítica destaca en Vargas Llosa, la cual enlaza con las nociones de rebelión, de soberanía de lo irracional y del mal que, en parte, le llegan al novelista de Bataille y sus escritos sobre “la literatura y el mal” y “el erotismo y la muerte” pero también del cine del genial aragonés. A fines de los años 50, y tras su éxito con Nazarín (1958), Buñuel, con el mismo productor independiente, Manuel Barbachano Ponce, se dispuso a hacer una adaptación de El acoso, novela corta de Alejo Carpentier, publicada en Argentina, en 1956, pues Cuba vivía bajo la Dictadura de Fulgencio Batista. Aceptó Carpentier, amigo de Buñuel desde los años parisinos surrealistas, muy gustosamente. Hubo encuentros y correspondencia. En el Archivo Buñuel se conserva un ejemplar de la novela dedicado: “para Luis Buñuel, cuya obra me acompaña y enriquece desde mi adolescencia, desde los días heroicos de L’Age d’or, con toda admiración y afecto, Alejo Carpentier, México, enero, 1958”. (Lo de la adolescencia se podría entender como la de su iniciación literaria parisina, pues, nacido en

1904, Carpentier era sólo cuatro años menor que Buñuel). Habría que consultar, si se conserva en la Filmoteca, el manuscrito de la adaptación que Buñuel tuvo bien avanzada, aunque el resultado final fuera que no se filmó. Parece ser que estuvo muy interesado en hacerla por todo el afecto que tenía por Cuba, basado en los recuerdos de su padre, quien allí vivió largos años e hizo su gran fortuna. Asimismo, le atrajo mucho la mezcla “maravillosa” de la arquitectura como arquitectura con la arquitectura de la música (toda la estructura temporal de la novela se enmarca en el transcurso de un concierto de la tercera sinfonía de Beethoven), la atmósfera de La Habana que se crea en la novela, aunque no aparece nombrada como tal, y la “maravilla” del lenguaje, tan rico, visual y evocador, y la mezcla en la temática de lo político, lo religioso y lo erótico, tan propio de Buñuel, así como el buceo en la psiquis del personaje, acosado por su propia conciencia --como tantos de los protagonistas de su cine-- y desde cuya memoria, con continuas trasposiciones de tiempo y espacio, se narra casi toda la historia. Desde Goya, su primer guión (1928) no filmado, Buñuel estaba muy interesado en llevar la arquitectura al cine, recrear ambientes, y enmarcar con música clásica --en aquel caso la de Falla— la construcción de algunas de sus películas: Un perro andaluz, Las Hurdes, Abismos de pasión. No obstante, parece que, además de la falta de dinero, hubo otros dos posibles reparos para que no se hiciera la película. Se iba a filmar en tiempos en que la dictadura de Batista estaba al caer, o había caído, y lo que se presentaba en el horizonte era la Revolución de Fidel Castro; todo un momento de revuelta, luchas intestinas, y violencia que se podría confundir con el que se novela, el cual aunque no se especifica en la novela era el de la caída del dictador Gerardo Machado en 1933 y el período inmediatamente anterior y subsiguiente. Carpentier quería revisar la adaptación para

asegurarse de que un momento histórico no se tomara por el otro y, posiblemente, de que la desilusión o escepticismo con la ideología política (algo que también vivía Buñuel por aquellas fechas) que se trasluce en la novela, no se confundiera con la del autor, en aquel entonces tan identificado con la revolución cubana. Ni que decir que Buñuel, tan dado a la ambigüedad, se debió negar a ello. Asimismo, debió contar el que los hechos históricos, la gran actualidad de la revolución cubana, dejaba obsoletos los tratados en la novela, los cuales en los tiempos en que se escribió tenía un contenido latente de impugnación del régimen de Batista y de cómo llegó al poder, en un río revuelto de violencias y traiciones entre bandos afines. Por su parte, aunque le atrajera mucho el tema del acoso, del personaje perseguido (éstos abundan en su cine, desde el acoso a Goya en su huida de Zaragoza en el guión, o el que también sufre Nazarín al de Travers, el músico afroamericano que lo vive desde el principio hasta las escenas finales de La Joven, película que filmó en lugar de El acoso), hay un aspecto del protagonista que no encajaba dentro del código moral de Buñuel, el que fuera un delator, cuya denuncia causó la muerte y sacrificio de muchos de sus compañeros revolucionarios-terroristas. No filmó El acoso, aunque en sus dos películas siguientes aparece el personaje acosado, el ya mencionado Travers, y Viridiana, ésta sufriendo el acoso sexual de don Jaime y del mendigo que, poco antes del final de la película, termina casi violándola. Además, la novela de Carpentier, con sus detalladas descripciones de los actos terroristas y la descripción de sus jóvenes revolucionarios-terroristas, quedaría como un intertexto, más que implícito, de la etapa final del cine de Buñuel en la que el terrorismo pasa a un primer plano. En la primera mitad de los años 70 se interesó en adaptar y filmar El lugar sin límites (1966), de José Donoso, a quien le unió bastante amistad

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y quien le concedió los derechos para la filmación de sus obras. La novela le debió atraer, y ya desde el título, pues para él la imaginación es “el lugar sin limites”, y trata de temas que podemos identificar también como buñuelianos: un mundo de espacios claustrofóbicos, con los lugares como la medio abandonada casa del cacique local (algo que se daba en Pedro Páramo, y, también se había dado, en la casa y persona de don Jaime en Viridiana), donde se vive la decadencia del orden semi-feudal- patriarcal y, como contrapartida, otro espacio cerrado, el del burdel, donde “los marginados”, “los olvidados sufren los embates del orden/desorden en descomposición, desde fuera y desde dentro de la psiquis de quienes encarnan tal poder. Aquí también, sobre todo con el tratamiento del protagonista Manuel/Manuela, travesti, con aspiraciones de transexual, Buñuel hubiera tenido la oportunidad de calar en esa dimensión del realismo español tradicional, presente en otros de sus filmes, que hace ver que, aun en los personajes más bajos en el mundo social, destella la luz de una bella humanidad. Además, haciendo a un homosexual protagonista de su película hubiera dado el mentís a esa extendida creencia de la homofobia de Buñuel, aunque, al mismo tiempo, también podría haber sido un acto de redención suyo de lo que de aquella tuvo el grupo surrealista y de alguna anécdota que cuenta Buñuel de su propia juventud en que, con otros amigos, se dedicaba a “acosar” a homosexuales como los que impugnara García Lorca en su “Oda A Whitman”, en versos como “abiertos en las plazas con fiebre de abanico / o emboscados en yertos pasajes de cicuta” y no homosexuales como Whitman o el propio Federico García Lorca, por quien Buñuel profesaba un amistad y admiración “sin límites”. Dicho esto, el filme no lo llegó a realizar causando bastante desilusión a Donoso quien, posteriormente diría que Buñuel le tuvo seis años perdidos, entre el sí y el no sobre la

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realización fílmica de su novela y de otra segunda, El obsceno pájaro de la noche en que también se interesó. De haberlas hecho, hubiera dado a Donoso, encerrado en la expatriación en un pueblo aragonés, Calaceite, por largos años, una salida internacional. De ahí su disgusto. Creo que, como en el caso de El Acoso, las circunstancias históricas y, en este caso, la propia situación de Buñuel, en sus últimos años del hacer cinematográfico, había superado la actualidad del proyecto. Tengamos en cuenta que en esos años, trabaja con el productor Silverman y el co-guionista Jean Claude Carrière, franceses, más aptos para filmar en Francia e interesarse en temas del momento internacional y de la sociedad urbana o, temas metafísicos y alegóricos, que se remontaran a la Edad Media e incidieran sobre la actualidad y, asimismo junto a Carrière, escribir sus propios guiones como El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad que junto, a Ese oscuro objeto del deseo, fueron sus tres últimas películas de los años 70, en lugar de las dos novelas de Donoso y varios otros proyectos queridos que la imaginación sin límites de Buñuel pensó llevar a la pantalla en dicha su final década cinematográfica. Por otro lado, para haber realizado el filme en España, hubiera tenido Buñuel que reunir todo un nuevo equipo técnico español, haberse reencontrado con Julio Alejandro como guionista, en unos momentos históricos los finales del franquismo, en que la sociedad española vivía tantas ansias de libertad y de integración en la Modernidad europea, que dicha tragedia rural de un pasado histórico muy superado no hubiera encontrado mucha recepción y que para Buñuel, aparte del innegable valor de la novela y de la versión que él hubiera hecho, en cierto modo, sería un volver a temas ya tratados en su etapa mexicana y en Viridiana y en Tristana, en lugar de lanzarse a su final trilogía que tan bien casaba con temas y problemáticas de los años 70 y abrían nuevas puertas y ventanas a su

creación fílmica y al cine en general. Finalmente, El lugar sin límites sí fue llevada a la pantalla (1976), con bastante éxito, por Arturo Ripstein, quien se considera discípulo de Buñuel y la podemos ver como un homenaje a los dos: al autor de Los olvidados y a Donoso. Como parte final de este, ya largo, ensayo, delinearé cómo los grandes logros narrativos de la última fase del cine de Buñuel se relacionan con procedimientos y logros de los novelistas del boom. Paradójicamente, filmando en Francia, y con la independencia y libertad conseguida, muy en especial con su último productor Silverman, es cuando su cine puede avanzar, abiertamente, por caminos paralelos a los de las experimentaciones e invenciones narrativas de la nueva novela hispanoamericana, a varias de las cuales ya se había adelantado con sus primeras películas de 1929 y 1930. Ya en Un perro andaluz y en La edad de oro hay logros narrativos afines a los que proponía Jorge Luis Borges en “El arte narrativo y la magia” (1932) --¿Hay aquí ya una primera alusión al “realismo mágico”?--, la suplantación de la novela de caracteres que “finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real” (Discusión 117) y del orden de la causalidad lógico-racional, predominante en la novela tradicional, por la casualidad de la magia, “donde profetizan los pormenores” y aparece guiada por una “ley general, la de la simpatía, que postula un vínculo inevitable entre cosas distantes (117-118); algo así como el encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de operaciones” que se postulaba en el Manifiesto surrealista y se daba en Un perro andaluz con el encuentro en un piano de la carroña de un burro y dos curas. A partir, muy especialmente de Belle de Jour, la causalidad de la magia y del azar imperan en sus relatos fílmicos: todo un “jardín de senderos que se bifurcan” (para seguir con Borges, en cuyos cuentos laten preocupaciones y temas ontológicos


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dolo con él a España e, impulsado por él, volviéndose a America; el verdadero peregrinaje suyo. A pesar de las grandes diferencias, en ambas obras suceden los encuentros más inesperados en los mesones (homenaje en ambas a El Quijote) y un cúmulo de inesperados sucesos motivados por la dicha causalidad de la magia, o del realismo mágico o lo real maravilloso. En las dos, en El camino de Santiago como en La Vía Láctea, los peregrinos no entran ni en Santiago ni en su catedral: todo un rebatir de la causa-efecto, pues tal era su finalidad, engullida por la casualidad de la magia que nos depara sorprendentes finales en ambas. En el fantasma de la libertad, tal “fantasma” moviendo los hilos de la libertad narrativa, varios de los episodios de fusión de realidad y fantasía recuerdan a cuentos de Borges y de Cortázar. Por poner un solo ejemplo, el de la niña secuestrada y presente, en donde los padres van al colegio en su búsqueda y la maestra les cuenta con todo detalle cómo desapareció, y cuando la niña se levanta del pupitre y va a decir a sus padres que está allí, estos la desoyen y siguen encandilados el relato de la maestra sobre el secuestro y desaparición de la niña allí presente. Este desafío a lo “real” continua en En ese oscuro objeto del deseo, la última película suya, donde sigue abriendo nuevas puertas a la narrativa cinematográfica. Aquí dos actrices distintas (Ángela Molina y Carole Bouquet) interpretan a la misma protagonista, Conchita, sin que el personaje masculino, Mathieu (Fernando Rey) se dé cuenta de tal permutación de su “oscuro objeto del deseo” y, proyectando la cuestión del sujeto y del objeto y de la percepción fuera de la pantalla, tampoco bastantes de los espectadores reparan en que dos personas distintas personifican a la misma. Lo cual apunta a cómo nuestras expectaciones lógico-causales, racionales, nos pueden alejar de la “realidad” hasta el extremo de no verla, gran tema común del cine de Buñuel y de lo novelistas del

boom, con su gran antecedente . borgiano. ¡Qué gran enriquecimiento de la narrativa cinematográfica de Buñuel, y del cine, el arte y la cultura, en general, hubieran supuesto sus versiones fílmicas de Pedro Páramo, El acoso, El lugar sin límites, Aura, Las ménades y alguna más!, aunque nos queda el consuelo que las podemos “leer” en otras de sus películas, como en tantas de las imágenes de las novelas del “boom” podemos “ver” las que nos remiten al cine de Buñuel. BIBLIOGRAFÍA Borges, Jorge Luis. “El arte narrativo y la magia”. Discusión. Buenos Aires M.Gleizer.Editor: 1932. 109-124. Camayd-Freixas, Erik. Realismo mágico y primitivismo, relecturas de Carpentier, Asturias, Rulfo y García Márquez. Lanham: University Press of America, 1998. Carpentier, Alejo. El acoso. Buenos Aires: Editorial Jorge Álvarez, 1956. ---. El camino de Santiago. Buenos Aires: Emecé, 1967. Climent, Michel y Antonio Paranaguá. “Entretien avec Mario Vargas Llosa. Littérature et Cinema”. Positif 338 (1989): 39 - 45. Cortázar, Julio. “Los olvidados”. Sur 209-210 (1952): 170-172. Donoso, José. El lugar sin límites. México: Joaquín Mortiz, 1966. Fuentes, Carlos. Las buenas conciencias. México: Fondo de Cultura, 1959. ---.La nueva novela hispanoamericana. México: Joquín Mortiz, 1969. ---. Obras completas. Vol 2. México: Aguilar, 1974. ---. Una familia lejana. México: Era, 1980. ---. Territorios del tiempo (antología de entrevistas). México: Fondo de Cultura, 1999. Fuentes, Víctor. Luis Buñuel. Cine, literatura y vida. Madrid: Tabla Rasa, 2005. Paz, Octavio. Las peras del olmo. Barcelona: Fundamentos. Poniatowska, Elena. Palabras Cruzadas. México: Era, 1961.

Víctor Fuentes©Foto Isaac Hernández.

y teológicos que, asimismo, se dan en el cine de Buñuel) para encontrarse en nuevas bifurcaciones. Máximos ejemplo de esto serán El fantasma de la libertad (1974), título que también alude a la libertad de su fantasía narrativa, y La Vía Láctea (1969), donde el Camino del peregrinaje está lleno de senderos bifurcantes. Por su parte, en Belle de Jour (1966) también se puede encontrar un homenaje a Pedro Páramo, pues en ella realiza lo que, en 1961, decía a Elena Poniatowska que admiraba tanto en Rulfo, “El paso de lo misterioso a la realidad, esa mezcla de realidad y fantasía”. Y hasta tal punto llevó a cabo esto en el extraordinario final de la película, donde lo real, lo imaginario y lo fantástico se unen de tal manera que ni el espectador, ni el mismo director, para no hablar de los propios personajes, saben deslindar lo uno de lo otro. En El discreto encanto de la burguesía (1972) sigue el homenaje a Rulfo, pues hay varias escenas en que los vivos entran en el mundo de los muertos y viceversa. Parece más que una coincidencia, o es una coincidencia en el sentido valorativo que los surrealistas dieron a ésta, el que Alejo Carpentier publique su novela El camino de Santiago en 1967 y Buñuel filme La Vía Láctea en 1968, confundiéndose “lo real maravilloso” y el “surrealismo. En ambas se hace el mismo camino, y peregrinaje, y partiendo de Francia, aunque en el filme de Buñuel se haga en el presente, pero con sus grandes saltos temporales y espaciales que nos llevan a las mismas o cercanas épocas históricas por las que discurre la novela, y en donde presenciamos similares hechos de fanatismo y violencia religiosa. En El camino de Santiago se da el gran salto espacial de Europa a América, en viajes de ida y vuelta en la época colonial, que, en realidad, deviene el camino central de la novela, pues al fin del otro nunca llega el mutante peregrino, Juan soldado, peregrino, indiano, quien vive lo “real maravilloso” más cerca de Santiago de Cuba que del de la ciudad gallega del apóstol, trayén-

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Ser un gran pintor:

Juan Gomila Figura con azules Técnica mixta / lienzo 146 x 114 cm 1998

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Juan Gomila

Por Fabio Rodríguez Amaya

Desde la década del ochenta en el circo del arte internacional se asiste a un doble fenómeno. Por un lado, ese ente amorfo y tentacular que se llama mercado ha ido lenta pero implacablemente imponiendo una estética que no puede definirse de otro modo sino mercenaria y decadente. Por el otro, las condiciones generales de una crisis de sentido, a todos los niveles, ha ido determinando la inexorable pérdida del carácter subversivo del arte con la consiguiente homologación que lo neutraliza y reduce a una condición de llano y procaz portavoz del oficialismo cultural y del régimen de turno. El ejemplo mayor a nivel mundial, de estos últimos meses, es el gran esfuerzo que se está haciendo para consagrar y así poder hacer que entren en la historia los movimientos del Arte Povera y de la Transvanguardia. Este último fue lanzado en la Bienal de Venecia de 1980 (que ve a Gomila expositor en el Pabellón España) y que entorno a algunas brillantes teorías de Achille Bonito Oliva –en plena era socialista craxiana y pre-berlusconiana– reunió en su momento a cinco protagonistas y fue impuesto a través de un sólido aparato de marketing y publicidad. Iniciaba un periodo en que no era nada fácil resistir a las trampas de la moda, a las insidias del mercado, a los espejismos de la fama que en esos fatídicos años tentaban a cualquiera, sin interesar cómo, pues el fin era treparse a cualquier costo, llegar a la meta fuera como fuera. No importaba tampoco cual fuese la meta, pues no se conocía y no se soslayaba como horizonte nítido. Prioritario era alcanzar el reconocimiento, la fama y la riqueza a través del medio que fuese. Iniciaba entonces este tricenal agobiador que bajo la égida del liberismo económico, la consigna de libertad pero con orden y una democracia garantizada por la pax americana signaría la definitiva e irrefrenable decadencia del imperio a la que, impotentes, desconcertados pero resignados, asistimos ya desde hace algún tiempo. No se comenzaba solo a vivir en los albores de los 1980 en algunas geografías circunscritas. La tendencia era la de generalizar, al punto que se inventó la última falacia de un sistema anquilosado: la globalización (que está por mono imperialismo). Y se ha querido extender hasta aquellos dominios del espíritu, de

los sentimientos y del arte. Tan es cierto que hoy se habla de mundialización, de estandarización pero no se dice nada de esa nueva triple alianza encabezada entonces por Ronald Reagan, Margaret Tatcher y el papa Karol Wojtyla que acabó, “a Dios gracias”, con los comunistas, la amenaza de la guerra nuclear y hasta con el terrorismo –como quieren algunos– después del fatídico 11 de septiembre en esa mágica ciudad sin murallas que es Nueva York. Fue así como se introdujeron de norte a sur y de este a oeste, en la totalidad del globo –por eso mismo se habla de globalización– el terrorismo de la palabra y la violencia de la comunicación, la rutina estándar, la tristeza estándar, el hombre adocenado y la ropa en serie, el asco estándar, la mediocridad estándar, el sexo en el jabón y el sexo en la cocina, la moda de París y la guerra estándar, la moda de Milán y la democracia estándar. Las nuevas generaciones fueron desterradas de sí mismas, es decir, se les quitó la tierra que tenían debajo de los pies, se les estandarizaron los mitos, se les homologaron la droga, el sexo de gallos y los blue jeans. Y aparte de esto,

en una Europa moribunda, salvo las contadas excepciones que confirman la regla, no acontece nada. Con la oficialización de la Transvaguardia –como en su momento se hizo con la Pop art en Nueva York–, se ha llegado a la inaceptable sujeción del arte a un improvisado y superficial neo-neo primitivismo como si fuera fácil sepultar la experiencias de las vanguardias históricas de entreguerras y de las neo vanguardias de la última posguerra. Esas neo vanguardias que elaboran nuevos planteos precisamente entre los años cincuenta y setenta y en las que se inscribe con suma energía en la pintura española y europea, Juan Gomila, recién terminada su experiencia londinense. Gomila irrrumpe en el panorama español como un pintor de choque. Corriendo y asumiendo todos los riesgos que ese delicado momento exigía (Franco duraría aún una década en el poder), a la búsqueda de su propia autonomía expresiva y de su independencia formal de las tendencias en boga del informal, del abstractismo, del expresionismo en su versión norteamericana. Y si bien a


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dominio del oficio y a la certidumbre en esa poética que define la figura humana como signo expresivo. Mas se trata de una figura que se diluye y dilata, que se desdibuja y desvanece, para recomponerse como experiencia sensible en la retina del observador. Y dejo constancia que a Juan le interesa pintar bien y cada día mejor, componer con equilibrio, reducir todo a lo esencial. Por esto, combate a cada instante para despojar el cuadro o la hoja de papel de arandelas y oropeles así como anda despojando su vida hasta alcanzar el ascetismo. Gomila ha renunciado, de treinta años para acá, a todo, hasta llegar a la desnudez esencial de la imagen que compensa con un denso e intencional barroquismo cromático y visual, obteniendo la conquista liberatoria del anticonsumismo, de lo anti-banal, de lo anti-superficial que impera en la sociedad de hoy. Simultáneamente ha logrado intensificar la valencia expresiva y comunicativa que aparece despojada de

ideologías de capilla y cargada de ideas y sensaciones sugeridas por el entorno ambiguo, angustiado y desesperado del mundo contemporáneo en crisis irreversible. Sin embargo, en Gomila la curiosidad permanece latente a los mensajes de la contemporaneidad, a la captación de estímulos, al reconocimiento sagaz y certero de todo aquello que potencialmente está dispuesto a ser transformado por sus manos y su ojo avizor en valor estético perdurable. Si se observa, como debe ser, con atención extrema la pintura de Gomila se descubre una constelación de signos que dejan de apoyarse en su experiencia de lo real, de lo cotidiano, de lo, en apariencia, efímero. Es como si el artista usara la pintura como máscara protectiva contra la esterilidad de los sentidos y el congelamiento del alma. En sus cuadros de gran formato, en los pequeños retablos, en las miniaturas lúdicas, el espacio puro prepara al espectador a

Juan Gomila Interior schadow C-Print 1/5 100 x 70 cm 2007

su llegada a España recrea espacios urbanos en la mejor tradición del Pop que ha tocado con mano en la ex capital imperial británica, no olvida el impacto que en su retina, en su sistema nervioso y en su sensibilidad de creador ha dejado impresa la inmensa pintura del Bacon de esos años. Elabora espacios ambientales (en las bienales de Sao Paulo y de Alejandría de Egipto) mas nunca abandona la pintura como tampoco la figuración. Por el contrario, Gomila emprende un viaje venturoso en la cultura de su Mediterráneo natal, sin miedo a dar el salto al vacío, sin temor a la inevitable caída en el abismo. Gomila aparece dotado desde entonces de una fuerza artística y ética que lo mantiene vinculado a una vitalidad imaginativa y realizadora de veras importante. Quizá, por reacción al “instalacionismo”, a la super moda “performativa”, de los “happenings” o del “video art” que se revelan primordiales frente a la velocidad inesperada y propositiva con que evolucionan la luminotecnia, la fotografía, la informática, el cine y la televisión. Esto le permite al pintor desplegar las alas con independencia y asimilar excelentes influencias, hasta transformarlas en una muy personal e irrepetible modalidad expresiva, en suma, Gomila ya por entonces logra consolidar un lenguaje personal e inimitable. Lenguaje más sólido hoy, que está en su plena madurez pictórica, y que no deja de suscitar asombro ante la delicadeza y el lirismo urbano de sus últimos trabajos, densos, inéditos e innovadores en los que ha iniciado a integrar declaradamente la fotografía y los medios informáticos, sabiamente mezclados y yuxtapuestos a la constante experimentación con los materiales tradicionales del pintor: pigmentos, emulsiones, recortes, siluetas, intaglios. Gomila en un lento proceso de destilación alcanza una zona franca en que el lirismo y la ternura de su obra combaten la dureza y la violencia de la vida cotidiana. Y la soledad del citadino, el aislamiento a que someten al ser humano la urbe y los modelos de vida contemporáneos. Es más, hace de éstas un modus vivendi en su amplio taller madrileño de la histórica calle de la Colegiata, siempre saturado de excelente música, dotado de una selecta biblioteca y que ha convertido en un cálido refugio en el que vive como un alquimista de otros tiempos. El artista catalán vive despojándose día a día de lo superfluo, de lo inútil pero en su taller se advierte un núcleo palpitante que desprende energías y vibraciones que son resultado de la materialización de experiencias plásticas puras y totales. Como pintor ha llegado al

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Juan Gomila Fragmento Exposición Apariencias 2008

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lanzarse al despeñadero de lo carnal y perentorio, de lo erótico y superficial. Sin embargo, allí queda la marca, la huella indeleble de lo vivido. Hasta la impotencia del artista frente a la imposibilidad de cambiar el mundo (no de transformar la sensibilidad del otro). Lo que importa en Gomila es su actitud frente a la pintura/mundo en que define un universo de correspondencias del arte en su propio medio, del arte proyectado, deyectado, vomitado en el mundo real y fenoménico. El arte de Gomila no pertenece al ágora en que hoy se ha impuesto discernir – por moda, por ausencia de ideas, por necedad humana– problemáticas políticas, religiosas y sociales, teóricas y conceptuales orientadas por grupos de poder como sucede en Grand Palais (Christian Boltanski), en Tate Modern (Doris Salcedo, “cuyo trabajo responde en cierta manera a la situación política en

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Post Scriptum: Cada vez que pienso en cómo se podría llegar a ser un gran pintor, en tiempos Colombia”), en el Guggenheim (Anselm y espacios tan atormentados y aciagos como los Kiefer) o en tinglados al aire libre en que nos acosan en esta segunda década del que se exhiben las obras que nunca ha realizado con sus manos el insulso italiano Maurizio Cattelan del que el Guggenheim de Nueva York se apresta a montar la payasada de avalar su “abandono” de la actividad artística o esas asépticas adaptaciones occidentales del chino Zhou Tiehai. Gomila es uno de los artistas –se cuentan con los dedos de las manos– que se rebelan contra estas manías de geniales curadores e improvisados protagonistas de la última hora, para revelar desde la superficie plana, con los medios de siempre, en el laboratorio del pintor, nuevas posibilidades, nuevos iconos que son el resultado de trabajo tenaz y empecinado en el espacio sin tiempo de la memoria humana. Y no rellena espacios. Los recorta, los hiende, los siluetea para que a través de esa herida metafí-

Juan Gomila Fragmento Exposición Apariencias 2008

sica nos apersonemos del hoy, del aquí, del ahora, del más allá, de lo concreto, de lo irreal e inexistente. Pero con gracia, con garbo, en medio de la fiesta del color y en la alegría de la soledad. Gomila es un pintor total. Es un colorista nato y pleno que apuntala su trabajo en la cotidianeidad rutinaria de la búsqueda, en esa arquitectura que componen las siluetas que una vez usadas en las telas, suspende en grandes espacios o recorta en el papel, a la búsqueda de la totalidad expresiva. Nada más, nada menos que el eterno secreto, la inimitable magia del arte verdadero. Por eso mismo todo en la pintura de Gomila se halla despojado de la anécdota, del cuento, del verbo, de la palabrería tan necesaria para los artistas de hoy, y de este modo alcanza esferas sensibles del lenguaje, del lenguaje expresivo que no duda en preguntar, que no hesita en responder. Un lenguaje que no es áulico ni retórico sino por el contrario, directo, inequívoco e impulsado por una energía secreta e inmensurable: la del arte que mantiene viva la conciencia simbólica, la memoria mítica. Por eso mismo sus lienzos y sus pictogramas danzan, vuelan, ascienden, caen, se levantan, precipitan. Gomila lanza un conjuro para que el mundo se congregue en los territorios del vértigo, de la sinrazón, de lo exaltado, de lo desconocido, y participemos allí en el rito perenne de la renovación y el cambio. Gomila se expone, asume la responsabilidad de demostrar la inutilidad del arte y al mismo tiempo confirma que, sin éste, la existencia carece de sentido. Por eso mismo el artista español trasciende los límites del bastidor para sobrevolar las instancias de la revelación poética.


Juan Gomila Perspectiva en azul Técnica mixta s/lienzo 195 x 114 cm 2005-2011

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dosmil, por mi mente pasan, alternándose, un sin fin de imágenes multicolores y misteriosas que han brotado de las manos y de la imaginación de Francis Bacon y Juan Gomila. Muchas serían las motivaciones que me mueven para hacer tal afirmación: porque los dos pintan y no ilustran; porque los dos crean y no imitan; porque los dos aman la vida y no temen la muerte; porque los dos han asumido, contra viento y marea, la ardua empresa de plasmar valores estéticos perdurables ocupándose de tribulaciones del ser humano que van más allá de lo banal de la existencia y de la vida. En suma, porque los dos son, a la vez, pintores profundamente figurativos y densamente informales, mas se expresan con poéticas peculiarmente diversas, innovativas y personales.

Amén de que sirviéndose del soporte y los materiales tradicionales, alcanzan la categoría de artistas en el sentido más íntegro del término. De Bacon evito hablar por razones más que obvias. De Gomila he osado a mala pena esbozar algunos trazos veloces por razones para nada superfluas. Ante todo, la convergencia de una búsqueda afín y paralela que descubrimos compartir mutuamente en 1980 cuando nos encontrábamos exponiendo juntos en la Bienal de Venecia. Por esas fechas comenzaban a imponerse los sufijos trans, post, hiper y otros más. Fueron tiempos en que decidimos saltar en la misma góndola para realizar un viaje similar al que llevó en un abrir y cerrar de ojos a uno de los papas de Bacon, desde Castelgandolfo hasta Macondo.

Mas, lo supimos sin decirlo, el nuestro no iba a ser el viaje complaciente con el poder omnipotente de la Mamá Grande, sino el viaje contracorriente de lo superficial y fácil que hoy se intenta historiar bajo rótulos como postmoderno, hiperrealismo, postcolonial, transvanguardia y otra decena de hueras etiquetas más que tanto han contaminado el planeta y deformado el gusto estético de un público en su gran mayoría desprovisto y analfabeto. Por suerte para los dos, amantes de la pintura de Bacon y de la vida, nuestro viaje prosigue pues la góndola y la amistad no han naufragado. Y nuestros sueños y el arte tampoco. Milán, septiembre y 2011

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Por Emma Brasó

Cuando en 1973 se expuso por primera vez en Madrid la emblemática obra de Juan Gomila, Cajasambiente, España empezaba a abrirse tímidamente a las corrientes artísticas internacionales. Aunque el informalismo de Tàpies y el grupo El Paso había supuesto el inicio de la modernidad pictórica, fue la generación contemporánea a Gomila la que comenzó a introducir el Pop y los movimientos figurativos de raigambre europea, que aquí fueron transformados en una versión crítica de la situación sociopolítica. Con todo, la aparición en un contexto aún franquista y de relativo aislamiento de un trabajo como el de Gomila, cuyos planteamientos acerca de la relación obra/público se encontraban, como veremos más adelante, más cercanos a las propuestas estadounidenses de los años sesenta, debió causar, si no asombro, al menos una notable impresión de novedad. Más de tres décadas después de que Cajas-ambiente se presentara ante el público madrileño (en 1973 y de nuevo en el 75), en la Bienal de Alejandría de 1974 (donde, como es bien conocido, Gomila ganó el Primer Premio de Pintura) y en la Bienal de Sao Paulo de 1977, quizá sea ahora un buen momento para recuperar este significativo trabajo –muchos de cuyos elementos aún se encuentran custodiados en el estudio del pintor– y volver a analizarlo a la luz de lo conocido desde entonces. En el pequeño catálogo que acompañó a la exposición de 1973 en la Sala Club Pueblo de Madrid, el crítico Santos Amestoy escribía: “¿Qué es esta singular obra de Juan Gomila? Es un mixedmedia, una mixtura de medios, una mezcolanza de elementos merced a la cual se amplía el campo significativo, y, en consecuencia, el campo de la percepción”.1 Pero, ¿en qué consistía exactamente esta combinación de pintura, escultura y ambiente que debía ayudar a intensificar la experiencia del visitante? Lo que las fotos en blanco y negro de la época nos muestran es un espacio cuadrado de unos 40 x 40 metros formado por un suelo de grandes tablas negras de madera que aparecen atravesadas por marcas blancas de difícil clasificación (rayas, flechas, formas curvas y perfiles humanoides). Sobre este pavimento

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reticular, se ubican cuatro cajas compuestas cada una por cuatro paneles independientes de más de un metro de alto, colocados sobre ruedas y unidos mediante sencillas bisagras. En su exterior se repite el color y dibujos del pavimento, mientras que en el interior, las cajas presentan una composición de ricos colores (indistinguibles, claro, en las fotografías de ese catálogo) donde se acumulan siluetas de personajes anónimos y formas, más o menos abstractas, extraídas de los signos de las señales de tráfico. Por su diseño móvil, estas piezas eran fácilmente manipuladas por el público, que podía cambiarlas de lugar, abrirlas, o hasta introducirse dentro y encerrarse. Además, y según cuenta el propio Gomila, se colocó un televisor y un proyector de diapositivas que mostraban imágenes de grandes atascos y violento tráfico, y él mismo compuso

junto a Juan de Pablos una “sinfonía urbana” a partir de los ruidos de la ciudad para que se escuchara en la sala. También dispusieron un cubo con polvos de talco para que quien lo desease dejara marcadas sus pisadas sobre el negro suelo. Por último, Gomila invitó a un grupo universitario de teatro y danza a actuar en este singular espacio delante del público, en lo que podría haberse llamado una performance, si tal concepto se hubiera utilizado entonces en España. La integración de imágenes de vídeo y fotografía junto a los paneles pintados, la utilización de la obra como escenario y la invitación al visitante a que manipulara los objetos expuestos, incluso dejando huellas de su presencia en este espacio, debieron resultar propuestas muy atrevidas. Y aunque en las siguientes presentaciones de Cajas-ambiente

Juan Gomila Cajas-ambiente Instalación 10x10 metros. Fragmento 1974-1977

Cajas-ambiente: participación más allá de la pintura


británico en el desarrollo de la carrera de Gomila –pues vivió en Londres entre 1965 y 1967 y conoció de cerca las propuestas de Richard Hamilton, David Hockney y Peter Phillips, entre otros–, Cajas-ambiente guarda semejanzas incuestionables, que no han sido suficientemente reivindicadas, con las creaciones de espacios para la interacción por parte de aquellos artistas estadounidenses. 2 Environment, que se traduciría en español como “ambiente”,3 se refiere en su concepción anglosajona y en el contexto artístico, a un tipo de creaciones producto de la configuración de grandes o pequeños espacios en los que el espec-

tador que penetra pasa a sentirse totalmente rodeado por la obra. En 1960, Claes Oldenburg instaló en los bajos de la famosa Judson Church de Nueva York uno de sus primeros environments: The Street. Realizada a partir de cartón, papel de periódico, madera y otros residuos procedentes de la gran urbe, The Street se presentaba como una recreación interior de la ciudad exterior. Oldenburg utilizó pintura negra para cubrir las paredes y sobre éstas colocó figuras esquemáticas portando pistolas, palabras de incomprensible sentido y automóviles difícilmente identificables. En varias ocasiones durante la exposición, este ambiente sirvió de escenario

Juan Gomila Cajas-ambiente Instalación 10x10 metros. Fragmento 1974-1977

Gomila fue eliminando algunos de estos elementos, a la vez que aumentaba y complicaba los de base pictórica, los críticos siguieron mencionando la sorpresa del espectador al encontrarse “viviendo” la obra, la originalidad de Gomila frente a la realidad cultural de su tiempo o la dificultad para clasificarlo dentro de los movimientos pictóricos contemporáneos. En la Bienal de Sao Paulo de 1977, en la que sería la más ambiciosa espacialmente (unos 100 m2), a la vez que la última presentación pública de la obra completa, Gomila pintó las paredes y suelo del recinto cerrado con marcas blancas sobre fondo negro; introdujo cajas de tres tamaños diferentes con llamativos colores interiores; colgó nuevas pinturas sobre lienzo por toda la sala y creó una serie de paneles móviles inspirados en esas señales en forma de flecha que en las carreteras estadounidenses señalan la dirección de varios destinos a la vez. Así, Cajas-Ambiente se convertía en una gran caja-ambiente, o dicho de otro modo, en un espacio independiente y continuo que rodeaba totalmente al visitante que penetraba en él y en el que pintura, escultura y arquitectura se confundían. Tal y como se puede apreciar en el vídeo que la televisión brasileña realizó durante la Bienal, Gomila introdujo un espejo circular de los que se colocan en las calles para que los automóviles puedan ver lo que se aproxima por la otra esquina, en el que los visitantes podían contemplarse a sí mismos absolutamente envueltos por este ambiente pictórico y ya parte de él. En este importante documento videográfico, aparece además el propio artista interactuando con su pieza. Como si se tratase de una demostración, Gomila va ejecutando los distintos movimientos que cada uno podía realizar dentro de Cajas-ambiente: desplazar las cajas, separar los paneles y volver a organizarlos, intercambiarlos por los de otra caja, cambiar la orientación de las tablas en forma de flecha creando nuevas figuras, pisar las marcas del suelo, etc. Como se mencionaba al comienzo de este texto, esta obra, calificada como “total” en su época, mantiene llamativas semejanzas con algunas de las propuestas generadas en los EE.UU. en la década de los sesenta. Por ejemplo, con los decorados que hiciera Robert Rauschenberg para la compañía de Merce Cunningham –algunos, con módulos de madera sobre ruedas–, los happenings de Allan Kapprow, en los que se pretendía eliminar la distinción entre participantes y espectadores, o muy especialmente con los environments de Claes Oldenburg. Aunque se ha insistido en numerosas ocasiones en la influencia del arte Pop

Juan Gomila Cajas-ambiente Sao Paulo 1977 Instalación 10x10 metros. Fragmento 1974-1977

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Juan Gomila Late afternoon Acrílico s/ papel 75 x 56 cm 2008

para la realización de happenings en los que el propio Oldenburg representaba a personajes marcados por la degradación urbana. En los intermedios, además, se distribuía una especie de papel moneda para que el público pudiera intercambiarlo por los distintos detritus puestos a su alcance. Como en Cajas-ambiente, el espacio expositivo de The Street se había convertido en una representación abstracta de la calle; de sus lenguajes codificados, en el primer caso, y de su confusión, violencia y desorden, en el segundo. Aunque a primera vista la obra neoyorquina parezca más lúgubre y pesimista que la de Gomila, la verdad es que las dos tenían, por un lado, un componente lúdico a través de la construcción de un escenario transitable y participativo, y por otro, una confirmación de la ciudad como un lugar inhóspito difícilmente alterable. 4 Pero quizá merezca la pena detenerse un poco más en el modo de representación de la urbe en Cajas-ambiente. Sin un contenido político ni crítico evidente, la ciudad que Gomila re-

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presenta es un espacio semiótico, lleno de signos de ambigua significación. El lenguaje del tráfico, que parece ser el universo simbólico en el que se mueve Gomila, se ve alterado. Ahí están las señales pasos de cebra, peatones esquematizados, flechas que indican el sentido de la circulación, franjas paralelas que señalan curvas–y, sin embargo, su contenido es impreciso. Porque si en la ciudad exterior, el sentido y obligatoriedad de estos signos es evidente, en el “jardín urbano” de Gomila “el espectador puede jugar y disponer de ellos a plena voluntad.” 5 Pero a pesar de esta capacidad que Gomila otorga al espectador-usuario de su obra para activar a voluntad o desobedecer estos signos de origen represivo, las figuras que él mismo ha pintado sobre paneles y cajas no tienen tanta suerte. Estas figuras –siluetas realizadas, de hecho, mediante plantillas– se amontonan sin rasgos que las distingan unas de otras. Calificados por más de un crítico como “robots” o “máquinas”, estos transeúntes anónimos parecen destina-

dos a sucumbir ante el desorden semiótico que los envuelve. 6 Frente a ellos, el visitante puede elegir entre identificarse con la alineación de estas figuras pictóricas —pues él mismo la sufre en la ciudad exterior—, o aprovechar la oportunidad para saltarse todas las señales e ir a contrasentido. Con todo, una foto de la instalación en Sao Paulo de Cajas-ambiente conservada por Gomila nos muestra los peligros de esta temeridad: en ella, Gomila aparece encerrado dentro de una de las cajas y custodiado por dos hombres uniformados de aspecto malhumorado; policías, guardias de tráfico o quizá sean los vigilantes de la sala que desaprueban su irrespetuosa interacción con la obra. Volviendo a la concepción de Cajas-ambiente como un environment, y aunque pueda resultar extraño a primera vista, es interesante traer a colación a Robert Morris y su pensamiento acerca del espectador, tal y como aparece en Notes on Sculpture. Morris, que estuvo vinculado con el grupo de danza “Judson Dance Church” –quienes, como Oldenburg, habían utilizado los espacios de la iglesia neoyorquina a comienzos de los sesenta para sus representaciones– fue una de las principales figuras del minimalismo escultórico. Su texto teórico, Notes on Sculpture, publicado en 1966, argumentaba, entre otras cosas, que los visitantes de sus exposiciones no eran meros observadores de las esculturas expuestas, sino parte intrínseca de las obras. Apoyándose en la fenomenología de Merleau-Ponty, Morris se refería a sus esculturas como objetos capaces de hacer consciente al espectador de sí mismo como sujeto que percibe. La simplicidad de sus formas y su colocación en la sala obligaban al visitante a circular alrededor de las obras y percibir, a la vez, las condiciones espaciales de la galería y la relación de estos objetos con su propio cuerpo. Por todo ello, varios críticos de la época relacionaron las propuestas de Morris con los environments de artistas como Oldenburg, pues tanto uno como otro daban gran importancia a la experiencia del visitante que puede moverse y actuar, en función del espacio que lo rodea y los objetos colocados en él. Y aunque, desde luego, dada la especificidad escultórica del trabajo de Morris por aquel entonces, no es posible compararle con las propuestas ambientalistas, sí es verdad que su concepción del espectador como un sujeto activo y consciente de su actividad en relación a la obra sirve para interpretar mejor las implicaciones de los environments frente a propuestas que conciben al visitante como un par de ojos incorpóreos.


Para Gomila también, el público puede implicarse activamente en Cajas-ambiente: 1. El espectador es de algún modo el creador de la obra. 2. El espectador es un elemento más de la obra al quedar integrado en ella. 3. El espectador puede mantenerse al margen de las propuestas anteriores y ser sólo su observador. 4. El espacio se valora en cuanto a lugar de participación. Estas cuatro propuestas, extraídas de una descripción hecha por el propio artista, se encuentran en sintonía con los presupuestos de Morris en Notes on Sculpure. También nos acercan a la idea de Umberto Eco de “obra abierta” como aquella creación artística que requiere de la contribución del receptor (o del intérprete) para completarse. Eco, que publicó en 1962 Opera aperta, hace alusión en su escrito a un subgrupo, dentro de las “obras abiertas”, que denomina “obras en movimiento” y que se componen de unidades estructurales formalmente incompletas. Eco identifica así, dentro de las artes plásticas, los móviles de Calder cuya disposición espacial varía sin llegar nunca a estabilizarse. Pero quizás, un ejemplo más evidente de esta estructura en movimiento –y además más claramente dependiente de la contribución del receptor– sea Cajas-ambiente, cuya configuración se modifica según la participación del visitante. Por supuesto, el tipo de participación propuesto por Gomila –tan valorado a lo largo de este texto– tiene límites tangibles: Cajas-ambiente nunca podría modificarse de tal modo que llegase a ser irreconocible y su autor nunca dejaría de sentirse como tal, a pesar de otorgar al participante una cierta responsabilidad sobre el aspecto formal e incluso sobre el sentido final de la obra, abierto a la interpretación. Por ello, y por tratarse de una contribución a posteriori – esto es, a partir de una serie de elementos dados–, la participación del público nunca llega a subvertir los principios que rigen Cajas-ambiente ni a transformar la obra efectivamente. Es más, la invitación a colaborar por parte de Gomila, no tiene en cuenta las características individuales del visitante real. Éste se concibe de modo abstracto –como en el minimalismo y en los happening y environments de los años sesenta– y no según su edad, género, condición social o, incluso más importante en este caso, su procedencia urbana o rural, por poner algunos ejemplos. Por ello la participación se limitará a ser de tipo físico (interactivo) o a ocurrir, enteramente, en la cabeza del visitante. Cajas-ambiente, con

Juan Gomila Caminante Radiance select s/aluminio 100 x 74 cm 2005

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independencia de su interpretación abstracta del público, es una obra de una gran modernidad para la España de comienzos de los setenta. Aunque, como se ha visto, muchos de sus planteamientos recogen ideas ya presentes en el arte norteamericano de la década anterior, su aparición como un ambiente integral más allá de límites mediáticos (pintura, escultura, teatro, música) y, especialmente, su invitación al espectador a ser co-artífice del proyecto mediante sus acciones en este espacio, revelan su gran originalidad en el contexto español. El éxito que le supuso a Gomila Cajas-ambiente no fue, sin embargo, suficiente para que siguiera desarrollando estas propuestas más allá de 1977. Tras esta apuesta arriesgada por la “mixtura de medios” y la colaboración, Gomila volvió a convertirse en un pintor a tiempo completo. Tal vez, como apuntaba Manuel Fernández-Miranda en 1983, “la búsqueda desenfrenada por la participación en su experiencia Cajas-ambiente (...) acabó sobrepasando la capacidad de respuesta del propio artista.” 7 Y si es posible que la

dificultad para vender en el mercado una obra como aquella también fuera motivo para abandonar el proyecto, ello permitiría hoy –por encontrarse la mayor parte de sus piezas en el estudio de Gomila– su reconstrucción en un espacio adecuado y su reivindicación como un ejemplo impagable de vanguardia artística en España. Notas 1. Amestoy, Santos: Cajas-ambiente, Club Pueblo-Sala de Arte, Madrid, 1973. 2. Si en vez de analizar la relación obra/público, se estuviera haciendo aquí un análisis estilístico de las composiciones pictóricas que Gomila ejecutó en el interior de las cajas, sí sería oportuno llevar a cabo una comparación con ejemplos del Pop-británico. 3. Environment también se puede traducir por “medio ambiente”, pero cuando se utiliza para referirse a un espacio concreto, se traduce como “ambiente”. 4. Para un análisis de la relación entre Oldenburg y los planes urbanos contemporáneos para Nueva York, ver Joshua A. Shannon, “Claes Oldenburg’s The Street and the urban renewal in Greenwich Village, 1960” en The Art Bulletin, marzo 2004. 5. “Conversación informal con Juan Gomila por Mariano Antolín” en Juan Gomila: pinturas, móviles, cajas, ambiente, Cuadernos de Arte de la Galería Tantra, Gijón, 1975, págs. 30 y 31. 6. Merece la pena señalar que en The Street, como en Cajas-ambiente, las figuras parecen integradas en el caos que las rodea. 7. Gomila: galería de figuras, catálogo de la exposición en el MEAC, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, Madrid, 1983, p. 7.

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Juan Gomila Dos figuras en amarillo AcrĂ­lico s/papel 196 x 76 cm 2008

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Juan Gomila © Foto Carole Gendron 2011

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JUAN GOMILA 1942 Nace en Barcelona. 1948 Reside en Gijón. Asturias. 1965-67 Reside en Londres. 1968 Se traslada y vive en Madrid. 1973 Presenta en Madrid por primera vez su obra "Cajas-ambiente". 1974 Representa a España en la X Bienal de Alejandría y obtiene el Primer Premio. 1975 Expone en Madrid en la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural junto con el pintor francés Pierre Soulages y el escultor alemán Gunter Hease. 1977 Representa a España en la XIV Bienal Internacional de Sao Paulo. 1978 Obtiene el Segundo Premio de Pintura en la VII Bienal Internacional del Deporte en las Bellas Artes. Barcelona. 1980 Representa a España en la Bienal de Venecia. 1981 Realiza la escenografía y vestuario de la obra de Bertolt Brecht "Un hombre es un hombre", que dirige el alemán Friedo Solter. 1984 Participa con Manuel Pina en la elaboración de tres trajes pintados y un desfile. Madrid, Barcelona, Frankfurt, Zurich y Japón. Copyright 2010 Juan Gomila 1990 Abre una nueva etapa en su trabajo en la que la figuración, si bien no desaparece por completo, queda diluida bajo un procedimiento pictórico mucho más abstracto y expresivo. 1995 Comienza a realizar la serie de cuadros en los que grandes franjas de un único color recorren la totalidad del lienzo recortando diferentes formas y figuras. 2000 Intensifica la presencia pictórica de unas franjas que, durante los dos anos siguientes, serán las grandes protagonistas de sus cuadros. 2003 Realiza los primeros trabajos denominados "recortables"; piezas en las que utiliza revistas y libros sobre las que interviene recortando figuras. 2004 Empieza a realizar fotografías de los llamados "recortables" y a ampliarlas en gran formato. 2006 Presenta una gran exposición dedicada a las piezas "recortables" que ha realizado en los dos anos anteriores. 2007 - 08 Empieza a trabajar de manera exclusiva con fotográfica digital. 2008 Presenta una exposición retrospectiva en el Museo Barjola (Gijón). . __________ EXPOSICIONES 1968 Galena Illescas. Bilbao. 1969 Sala del Prado. Ateneo. Madrid. 1971 Galena Tassili. Oviedo. 1972 Galena Pecanins. México D.F.

1973 Sala Club Pueblo. Madrid. 1974 Galena Luzaro. Bilbao. 1975 Dirección Gral. Patrimonio Artístico y Cultural. Madrid. Propac. Madrid. Galena Tantra. Gijón. 1976 XX Feria Nacional de Asturias. Gijón. 1977 Universidad Central de Venezuela. Caracas. 1979 Galena Kreisler Dos. Madrid. 1980 La casa del siglo XV. Segovia. 1981 Sala Nicanor Pinole. Gijón. 1982 Galena Joaquín Mir Palma de Mallorca. 1983 Museo Español de Arte Contemporáneo. Madrid. Copyright 2010 Juan Gomila 1985 Galena Manuela Vilches. Marbella. 1986 ARCO 86, Madrid, 1988 Banca March. Manacor Mallorca. Galena Tres D' Oros. Palma de Mallorca. 1989 Galena Jorge Kreisler. Madrid. 1991 Joan Guaita. Palma de Mallorca. Galena Durero. Gijón. 1993 Galena Álvaro Castagnino. Buenos Aires. 1994 Galena Van Art. Madrid. 1995 Caja de Asturias. Oviedo. 2002 Metropolitan Museum of Manila. Manila. The Luz Gallery. Manila. 2004 Marjan Soleimani' Gallery. Dubai,Emiratos Árabes. 2005 Galena Fruela. Madrid. 2006 Galena Gema Llamazares. Gijon. 2008 Museo Barjola (Retrospectiva). Gijón. Bait Muzna Gallery. Muscat (Oman) __________ EXPOSICIONES COLECTIVAS (Selección) 1972 Nuevos Maestros de la Pintura Española. Madrid. 1974 XXVIII Premio Internazionale di Pittura Micheti. Italia. X Bienal de Alejandría. Egipto. I Bienal Internacional de Obra Gráfica. Segovia. 1976 VIII Festival Internacional de la Pintura. Cagnes Sur Mer Francia. 1977 Museo Salvador Allende, Fundación Miró, Barcelona. XIV Bienal Internacional de Sao Paulo. Brasil. Arte Actual Español. La Habana. Nombres nuevos del Arte Español. América Latina. 1978 "Desintegración Tres". Museos de España. 1979 Gráfica Española Contemporánea. Praga VIl Bienal Internacional del Deporte. Barcelona. 1980 Biennale di Venecia 80. Italia. Festival de las Artes de Cuenca. Ecuador 1981 Museo Municipal de Cuba. •IV Bienal de Arte de Medellín. Colombia. 1982 Museo Jovellanos. Gijón. ARCO 82. Madrid. 1983 VIl International Contemporany Art Exhibition. India. Arte Asturiano de Hoy. Museo Municipal. Madrid. 1985 "El retrato". Galería Privat. Palma de Mallorca. 1987 Obra Gráfica-Mallorca. Real Academia de Bellas Artes San Fernando. Madrid. 1988 Colección Cryns. Llonja. Palma de Mallorca. Artistes Actuáis Ais Fons Municipals. Círculo de Bellas Artes. Palma de Mallorca. 1989 "Colección". Joan Guaita. Madrid. 1989-90 I Bienal Tanqueray. Comunidades Autónomas. 1992 Exposición Universal de Sevilla. Pabellón Islas Baleares. Sevilla.

1993 "Museo Sentimental". Galería Joan Guaita. Palma de Mallorca. 1994 "Latitud de la mirada". Centro Atlántico de Arte Moderno. Las Palmas de Gran Canaria. "Zapatos usados & talleres de artistas". Fundación Pilar y Joan Miró. Palma deMallorca. 1995 "Una visión, escultura contemporánea". Centro Cultural Caixa Vigo. 1996 "La memoria de un sueño". Fundación Caja Vital Kutxa Fundazioa. Vitoria. 1998 "El arte del desnudo". Caja San Fernando. 2000 Taller 6a. Centre de cultura "Sa Nostra". Palma de Mallorca. 2002 Poétiques Modernes. Casal Solleric. Palma de Mallorca. 2004 Spanish Modern Art on Paper Kópavogur Art. Museum. Islandia. Deporte y Arte Contemporáneo. Museo Camón Aznar Zaragoza. 2005 El Quijote, una nueva mirada. Museo Casa Zavala. Cuenca. Mirar no es suficiente. Ses Voltes. Palma de Mallorca. 2008 Iberian Center for Contemporary Art. Pekín. Art París Fair Abu Dhabi. __________ MUSEOS Centro de Arte Reina Sofía. Madrid. Museo de Arte Contemporáneo de Vülafames. Castellón. Museo de Arte Moderno de Bialystock. Polonia. Civica Racolta D'Arte, Biblioteca Comunale di Milano. Italia. Museo Jovellanos. Gijón. Museo de Arte Contemporáneo. Palma de Mallorca. Museo de Bellas Artes de Asturias. Oviedo. Museo Textil de la Indumentaria. Barcelona. Museo Salvador Allende. Santiago de Chile. Chile. Colección del Consejo Superior de Deportes. Madrid. Colección Argentaría. Copyright 2010 Juan Gomila Colección Caja de Asturias. Oviedo. Colección Azcona. Madrid. Fundación Masaveu. Fundación Aena. Colección Pere A. Serra. Mallorca. __________ PELÍCULAS 1974 "Start", color 35 mm. 15'. Dirección G. Moschioni. 1976 "A propósito de...", color 60'. Dirección Canteli-Medina. 1977 "Juan Gomila XIV Bienal". TV Brasileña, 14'. 1980 "La ingenua amoralidad de Juan Gomila". Colon 35 mm. 15'. __________ PUBLICACIONES (Selección) 1969 Sala del Prado. Ateneo. Madrid. 1972 Galena Pecanins. México D.F. •1975 Direccion Gral. Patrimonio Artístico y Cultural. Madrid. 1977 Universidad Central de Venezuela. Caracas. 1986 ARCO 86, Madrid, 1993 Galena Álvaro Castagnino. Buenos Aires. 2002 Metropolitan Museum of Manila. Manila. The Luz Gallery. Manila. 2004 Marjan Soleimani' Gallery. Dubai, Emiratos Árabes. 2008 Museo Barjola (Retrospectiva). Gijón. •Bait Muzna Gallery. Muscat (Oman)

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AURORABOREAL Librerías

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Librería del Centro Centro de Arte Moderno - Madrid

Por: Raúl Manrique

La Librería del Centro es una de las partes que componen el Centro de Arte Moderno. Esta institución nació en Quilmes, Argentina, en 1995, y desde 2003 está radicada en Madrid. La librería está especializada en autores hispanoamericanos y españoles con presencia en América, y surge a partir de observar, en su momento, que este segmento de las letras en español estaba muy descuidado en las librerías madrileñas. Trabajamos con primeras ediciones, libros firmados, y ediciones actuales, también hay un importante espacio dedicado a revistas literarias y a discos LP y cd’s con voces de

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Aurora Boreal se encuentra en Madird con Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón, propietarios de la Librería del Centro, del sello editorial Del Centro Editores y del Centro de Arte de Madrid, tres espacios fundamentales y especializada en autores hispanoamericanos y españoles con presencia en América. El sello Del Centro Editores está enfocado en libros totalmente artesanales, de tirada limitada, numerados y firmados por los autores o el editor, con textos inéditos o recuperados. El Centro de Arte Moderno es una institución privada que desarrolla una amplia función de difusión cultural a través de diferentes áreas.

escritores; y las artes plásticas. los autores a quienes pertenecieron. Claudio Pérez Míguez y Raúl Man- La entrada es libre y gratuita. Hasta rique Girón son sus propieatrios. el momento, cuenta con objetos de: Humberto Ak’abal (Guatemala); Ana Becciú (Argentina); Olvido Historia García Valdés (España); Juana de En el 2003, al abrir la sede de Ma- Ibarbourou (Uruguay); Sergio Madrid, pensamos en la librería, la que cías Brevis (Chile); Alberto Manguel nació tímidamente sólo con prime- (Argentina); Rosa Montero (Esparas ediciones de los autores antes ña); Octavio Smith (Cuba); Jorge mencionados, y ya en el 2008 al Luis Borges (Argentina); Max Aub cambiar de local, al actual de la ca- (España); Juan Carlos Onetti (Urulle Galileo, 52, de Madrid, hemos guay); Ramón Gómez de la Serna incorporado también material nue- (España); Julio Cortázar (Argentina); vo, contando en este momento con Mario Benedetti (Uruguay); Rafael una oferta de más de 8000 títulos. Alberti (España); Oliverio Girondo ¿Cuál ha sido el papel de la librería (Argentina); Dulce María Loynaz en desarrollo de la cultura madrile- (Cuba); Adolfo Bioy Casares (Argenña (española). tina); Luis Rosales (España); José Creemos que hemos desarrollado Lezama Lima (Cuba); Alejandra desde nuestra propuesta cultural Pizarnik (Argentina); Augusto Roa una importante difusión de la cultu- Bastos (Paraguay); Silvina Ocampo ra latinoamericana en España, a (Argentina); Jacobo Sureda (Espapartir de exposiciones temáticas, ña); Victoria Ocampo (Argentina); presentaciones de libros, recitales de Manuel Puig (Argentina); José Mipoesía, lecturas, proyecciones, una guel Ullán (España); Sara Gallardo actividad abierta y constante. Tam- (Argentina); Raúl Gustavo Aguirre bién, desde hace un año, tenemos el (Argentina); Manuel Gálvez (ArgenPequeño Museo del Escritor. Este tina); Luisa Mercedes Levinson (ArMuseo es un espacio destinado a la gentina); Saúl Yurkievich (Argentiexhibición permanente de objetos na); Antonio Muñoz Molina (Espaque han pertenecido a diferentes ña); Ricardo Piglia (Argentina); José escritores en lengua española. Se Emilio Pacheco (México); Raúl Zutrata de lo que llamamos objetos rita (Chile); Luisa Valenzuela (Arafectivos, es decir que han tenido gentina); Griselda Gambaro (Argenalguna significación especial para tina); Carlos Franz (Chile); Rosalba


AURORABOREAL SEP 2012

Campra (Argentina); José María Merino (España); Luisa Futoransky (Argentina); Jean Andreu (España); Rodolfo Alonso (Argentina); Omar Prego Gadea (Uruguay); Julio Ortega (Perú); José Mármol (Argentina); Mario Muchnik (Argentina); Nieves Vázquez (España); Rosa Pereda (España); Marcos Ricardo Barnatán (Argentina); Luis Antonio de Villena (España); Marcos Ana (España); Blas Matamoro (Argentina); Jesús Urceloy (España); Norberto Luis Romero (Argentina); Iván Thays (Perú); Mercedes Roffé (Argentina); Fabio Rodríguez Amaya (Colombia); Arturo Acció (México); Raúl Brasca (Argentina).

Del Centro Editores Nuestro sello, Del Centro Editores, está especializado en libros totalmente artesanales, de tirada limitada, numerados y firmados por los autores o el editor, con textos inéditos o recuperados. Son libros especiales, desde el punto de vista del texto, generalmente ilustrado, así como también del objeto libro, ya que en su mayoría están impresos en papeles de grabado, o, en todos los casos, de gran calidad, con carpetas y/o estuches realizados a mano. Nuestro sello cuenta, al momento, con más ciento cincuenta títulos, entre los cuales caben mencionar: Los Rivero, texto totalmente inédito de Borges, edición de 100 ejemplares firmados y numerados que incluyen la introducción de Julio Ortega, el texto de Borges ilustrado por

Calos Alonso, y el facsimilar del manuscrito original; también de Borges hemos publicado Mi amigo Don Quijote, texto íntegro de la conferencia que dictara en el año 1968 en la Universidad de Texas, Austin; con edición de Julio Ortega, el mismo contiene un cd con la grabación de la conferencia, la transcripción en inglés, y su traducción al español, la introducción es también de Julio Ortega, y las ilustraciones del artista español Ricardo Horcajada; esta edición está firmada por María Kodama, Ricardo Horcajada y Claudio Pérez Míguez.

tural a través de diferentes áreas; la librería, el sello editor, el Pequeño Museo, el Archivo Onetti, espacio que preserva la biblioteca personal del escritor uruguayo, su correspondencia y objetos personales; material para consulta de investigadores; y la Galería del Centro, espacio de galería de arte donde se desarrollan exposiciones permanentes de artistas de todo el mundo, así como exhibiciones monográficas como la que tenemos en este momento dedicada al Mundo de Manuel Mujica Lainez.

Centro de Arte Madrid El Centro de Arte Moderno es una institución privada, que desarrolla una amplia función de difusión cul-

Fotos©Tatiana Bydantseva. Para leer más información: www.libreriadelcentro.net

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AURORABOREAL Libros

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Carta de una desconocida

Rosa candida

Purga (Puhdistus) Sofi Oksanen

Carta de una desconocida (Brief einer Unbekannten) fue publicada en 1922. La novela cuenta la historia de un amor no correspondido. En unos cuantos folios, una mujer desconocida le escribe y le confiesa a un famoso novelista que lo ha amado desde que era una adolescente hasta que ha muerto. Esta obra es un relato magistral en el que Stefan Zweig demuestra que es un narrador nato y excelente observador del alma humana. Stefan Zweig (Viena, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos y la elegancia de su estilo lo convierten en un narrador fascinante, capaz de seducirnos desde las primeras líneas. La editorial Acantilado ha publicado de este autor en castellano La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), Castellio contra Calvino (Conciencia contra violencia), Momentos estelares de la humanidad (Catorce miniaturas históricas), El mundo de ayer (Memorias de un europeo), La embriaguez de la metamorfosis, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Novela de ajedrez, Carta de una desconocida, Los ojos del hermano eterno, Ardiente secreto, El amor de Erika Ewald, Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski), Noche fantástica, La mujer y el paisaje, Correspondencia, Montaigne, La curación por el espíritu, El candelabro enterrado, La impaciencia del corazón, Noche fantástica, El legado de Europa, Amok, Viaje al pasado, Mendel el de los libros, ¿Fue él?, la biografía Fouché y Los milagros de la vida.

Los tres hombres de una familia intentan cubrir la ausencia de la madre, muerta en un accidente de tráfico, para evitar hundirse en la tragedia: el padre se ata el mandil e intenta aplicar las curiosas recetas de su esposa (sopa de fletán o de cacao); Jósef, el hijo autista, se seguirá vistiendo con los colores más chillones (corbata roja y camisa violeta), como las queridas flores de la mujer; y Arnljótur, Lobbi, gemelo de Jósef, quien heredó de su madre la pasión por la jardinería, emprenderá un viaje al extranjero, a una remota abadía donde tratará de salvar una rosaleda legendaria y donde puede crecer una extrañísima clase de flor, la rosa candida. No obstante, otro cultivo más importante medra sin que él intervenga casi: la pequeña Flora Sol, su hija de siete meses, fruto de una noche sin continuidad con A n n a , l a n ov i a d e u n a m i g o . Auður Ava Ólafsdóttir (1958) es islandesa. Estudió Historia del Arte en París. Actualmente trabaja como profesora asistente de Historia del Arte en la Universidad de Islandia y dirige el Museo de la Universidad. Rosa candida es su tercera novela tras Upphækkuö jörð (Tierra levantada) en 1998, y Rigning í nóvember (Lluvia de noviembre) en 2004, con la que obtuvo el Premio de Literatura de la ciudad de Reykjavík, entre otros. Publicó Rosa candida en 2007 con la que ha logrado un gran éxito y una nutrida cosecha de premios. La crítica ha dicho «Tan hermosa como una pintura de la Edad de Oro.» Politiken

Muy raramente surge una novela que suscite un entusiasmo tan unánime como esta tercera obra de ficción de la escritora finlandesa Sofi Oksanen, joven prodigio de la narrativa nórdica. Merecedora de los premios más importantes de su país —el Mika Waltari, el Finlandia, el Runeberg—, así como del renombrado Premio de Literatura del Consejo Nórdico, Purga ha sido el libro revelación en Francia, donde se han vendido más de doscientos mil ejemplares y ha obtenido el prestigioso Premio Femina de literatura extranjera. Por último, fue galardonada con el Premio a la Mejor Novela Europea del Año 2010. En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia. Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página.

Stefan Zweig

Auður Ava Ólafsdóttir


AURORABOREAL Cine

Huevo

Leche

Miel

La trilogía Yusuf está compuesta por Huevo, Leche y Miel y está realizada de forma descendente. La trilogía se centra en la forma de ver la vida con las distintas variantes del tiempo pasado y los cambios vitales tanto en el protagonista como en lo que le rodea. Esta trilogía empezó a tomar forma cuando Semih Kaplanoglu, uno de los guionistas, directores y productores contemporáneos más aclamados de Turquía, revisaba un guión que había escrito hacía tiempo y que contaba a grandes rasgos la historia de Yusuf hacia el fin de su adolescencia, tal como aparece en Süt (Leche). En Huevo el poeta Yusuf es adulto y regresa a casa al morir su madre. Ayla le ayudará a canalizar sus emociones. Yumurta (Huevo) ha sido galardonada con el premio al Mejor Director en los festivales de Fajr, Valdivia y Bangkok. Además ha ganado más de treinta premios, entre los que se destaca La Naranja Dorada (Festival de Antalya) y el Tulipán Dorado (Festival de Estambul).

Süt (Leche) es la segunda película de La trilogía Yusuf. En Süt (Leche) el joven Yusuf ha empezado a publicar algunos poemas mientras sigue trabajando en la lechería que regenta su madre viuda.

Bal (Miel) es la tercera película y entrega final que cierra La trilogía de Yusuf. En Miel Yusuf tiene seis años y disfruta acompañando a su padre al bosque para colgar colmenas en los árboles. Bal (Miel) sigue la huella del origen de un alma. Como en sus películas anteriores, Semih Kaplanoglu decidió no poner música a las imágenes. Miel descubre una relación paterno filial cargada de sensibilidad y ternura. Bora Altas, Erdal Besikioglu y Tülin Özen encabezan el reparto de Miel, un trabajo filmado a orillas del Mar Negro. Yakup, el padre de Yusuf, es apicultor y el pequeño Yusuf disfruta acompañándole a trabajar y a conocer la naturaleza. Una mañana Yusuf le cuenta a su padre lo que ha soñado pero Yakup le reprende porque considera que no se deben contar los sueños. Poco después, las abejas desaparecen, poniendo en peligro el sustento de la familia. Yakup decide adentrarse en la montaña para descubrir qué ha ocurrido. En cuanto se va, Yusuf deja de hablar. Anochece y Yakup no regresa. Yusuf, que identifica a su padre con el profeta, está convencido de que volverá. Yusuf y su madre buscan pistas para saber dónde está Yakup hasta que, tras una búsqueda infructuosa, el niño decide seguir buscando solo, internándose en un camino hacia lo desconocido. Dirección: Semih Kaplanoglu. Guión: Orçun Köksal, Semih Kaplanoglu. Interpretación: Bora Altas, Erdal Besikioglu y Tülin Özen. Producción: Semih Kaplanoğlu, Kaplan Film Fotografía: Barış Özbiçer. Año: 2010.

Turquía-Alemania-Francia.

Director: Semih Kaplanoglu. Guión: Semih Kaplanoglu, Orçun Köksal. Reparto: Nejat İşler Yusuf, Saadet Işıl Aksoy Ayla, Ufuk Bayraktar, Haluk, Tülin Özen Sahaftaki Kadın, Gülçin Santırcıoğlu Gül, Kaan Karabacak Çapacı Çocuk. Fotografía: Morten Søborg. Año: 2007.

Turquía-Alemania-Francia.

Süt (Leche) se estrenó mundialmente en el Festival de Venecia y fue invitada a numerosos festivales internacionales. Ganó el Premio FIPRESCI en el Festival de Estambul. Director: Semih Kaplanoglu. Guión: Orçun Köksal, Semih Kaplanoglu. Reparto: Melih Selçuk Yusuf, Başak Köklükaya Zehra, Rıza Akın Ali Hoca, Saadet Işıl Aksoy Semra, Alev Uçarer Kemal, Şerif Erol İstasyon Şefi, Orçun Köksal Alpay, Sahra Özdağ Allianoi'deki Kız, Semra Kaplanoğlu, Tülin Özen Köylü Kız, Tansu Biçer Postacı, Burcu Aksoy Ayşe Nur. Fotografía: Özgür Eken. Año: 2008.

Turquía-Alemania-Francia.


SEP 2011 LITERATURA

CULTURAL

ACTUALIDAD

Narrativa Puro Cuento Microrrelato Poesテュa Estados de テ]imo Libros Manuel recomienda Los libros menos vendidos

In memoriam Cine de ambos lados Mテコsica Pintura Escritores

Editorial Entrevistas Reseテアa de libros Poetas que escriben sobre poetas


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