Bajo La Lluvia y otros cuentos

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BAJO LA LLUVIA Y OTROS CUENTOS Cuento ganador y cuentos m谩s votados del Primer concurso de cuento virtual organizado por Ecd贸tica y Yerba Mala Cartonera

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© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2009. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) ______________________________________________________ Impreso en: Imprenta ―Río Seco‖, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto. Derechos exclusivos en Bolivia Hecho el depósito legal: 3-1-1101-09 Impreso en Bolivia ______________________________________________________ Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado del club de cuento “Pan de batalla”, la Sra. María Campos y el mArtadero.

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Cuento Ganador

BAJO LA LLUVIA Mauricio Rodríguez Medrano

…pareció mejor con los primeros soles. Gabriel García Márquez, Un señor muy viejo con unas alas enormes

El siete corrió hasta llegar a la escarpada. Intentó devolver la mirada hacia las rocas de sal. Escuché sus pasos y quise advertirle que aún faltaba demasiado sendero para alcanzar el páramo, que todavía estaba cerca la alambrera de púas y que no se fiara del silencio ni de la noche ni de la niebla; pero de la boca sólo me salía espuma. Desde la hondura no pude ver aquellos ojos que buscaban perderse en el infinito del horizonte, como lo hicieron siempre. Me pesaba el recuerdo de los días, las horas en que formaba en el patio; y la lluvia aún crepitaba en los techos de zinc, antes de que escampara al final de la tarde. Todos los días eran días de lluvia. El silencio sólo podía ser atenuado por los murmullos que provenían de las habitaciones del fondo. Y no sé en qué momento sentí las manos del siete apoyadas en las rocas. Después cayeron gotas de sudor y chapalearon en la tierra húmeda o en algún charco que reflejaba la noche. El siete quiso continuar bajando. Resbaló en las piedras. Al 5


subir la cuesta le había recomendado que no se atrasara porque el sendero podía traicionarnos, pero se retrasó. Tuvo que sentarse, agachar la cabeza y dar de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello sonó como un tambor. Igual que el tambor que se tocaba al final de la tarde, cada día de los días que formábamos, cuando el sonido de la sirena, que a muchos acercó a su final, anunciaba la proximidad de una avioneta de color de añil. Aquel día la sirena no fue prendida al anochecer. El silencio me acompañó hasta la cima. Y ya no pude ver el cuerpo del siete tendido a un lado de las rocas de sal, intentando alcanzarme, confundido al ver tanta oscuridad y sentir el silencio inacabable que se extendía hasta la línea invisible del horizonte. Enterré la cabeza en el lodo y pude escuchar los pasos del siete que se hundían en cada charco. Quise decirle que esperara los primeros minutos del amanecer, que la noche, aunque parecía interminable, se iría disipando, que no intentara correr, que sólo se cansaría buscando encontrar la salida hacia el páramo; pero las palabras no podían enfrentarse al silencio. Sentí hundirme en un pozo y formar parte de la noche, tan parecida al sinfín de habitaciones que nos resguardaban de la lluvia, tan diferente a las habitaciones del fondo, con paredes blancas, con camillas blancas, con olor a hospital, que el siete conoció; y fue el único que regresó, aunque con un pedacito de luces de quirófano o de cristales de agua salina atravesado en los laberintos de su mente. Pero los que vigilaban desde las torres, aunque lo veían todo, jamás pudieron siquiera descubrir aquel retorno o intuir que siete noches después cruzaríamos la alambrera y esperaríamos acurrucados en algún agujero a que miraran el desierto, en donde las camionetas se perdían dejando una estela de polvo. Luego empezamos a subir la escarpada y atravesamos la hilera de mástiles que poseían banderas flameando por encima de la niebla. La misma niebla envolvía el cuerpo del siete. Había caído otra vez. Sentí que buscaba a tientas alguna roca para sujetarse, para decirse a sí mismo que la 6


oscuridad no era indefinida. Su respiración se acercó a la mía y sus latidos se acercaron a los míos. Quise decirle, aún con un leve hilo de voz alejándose sin remedio, que si esperaba podríamos llegar al páramo, que la niebla ya empezaría a perderse; pero en ese instante percibí pasos alcanzando la cima y el rastreo de perros sujetados con tientos de cuero. Aún así el silencio parecía ganarle a los ladridos, a las indicaciones de rastrillar toda el área antes del amanecer. El siete se levantó otra vez, como lo hizo siempre después de cada respuesta errónea en la infinidad de interrogatorios que se repetían cada día. Luego debía llevarlo al catre y hacer vigilia, cambiarle el emplasto de la frente y, sin querer, escuchar sus palabras. Una ventana…, una puerta a punto de ser abierta…, un pasillo sin final… El siete fue asesino y víctima a la vez durante todas las noches que duró la fiebre, en todo el tiempo antes del amanecer y la lluvia. En seguida éramos conducidos al patio para formar y escuchar cuántos días faltaban antes del abandono de la alambrera. Aquellos días estaban ya lejos, y el siete continuaba bajando y apresurando el paso a pesar de las piedras y de la quebrada que fue develada por una tenue claridad cuando la niebla desapareció. Quise preguntar al siete por qué se alejó de mí, por qué tuvo que tardar tanto, por qué me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos equívocos y de todo el pasado colmado de recuerdos que pesaba en todo el cuerpo. En la penumbra, una y otra vez regresaba a la habitación, a la orilla de un catre duplicado de otro catre y de todos los del vasto corredor sin puertas. En aquel lugar escuché la confesión. Las palabras cobraban vida, también muerte. Sentí las gotas de sangre que caían al piso de madera y recorrían todo el largo del pasillo, en seguida el aliento aún tibio salía del cuerpo rendido en el suelo, atravesaba unos labios que fueron marchitándose, perdiendo todo su color; después el arma cayó sin hacer el menor ruido. Afuera habían tomado la ciudad. Empezó a llover 7


y una camioneta recorrió el desierto. Esa noche había quedado atrás, y el silencio fue desapareciendo. A instantes la tierra era alumbrada por las linternas que provenían de la cima; y la sirena fue encendida a deshora, en otro tiempo. Sentí el sonido del motor de la avioneta. Las linternas fueron apagadas y los pasos se detuvieron. Sólo el siete continuaba bajando, hundiendo los pies en la tierra, lacerando los pies en las piedras. Resbaló dos, tres veces. Nadie le limpió el rostro. Fue entonces que pude ver el cielo azulino, azulenco, azulillo, azulado, y la sombra de la avioneta perdiéndose tras la cadena de montañas que no tenía ni principio ni final. La sirena fue apagada y las linternas fueron prendidas otra vez. Los perros ladraban dejando caer espumarajos en la tierra. Los tientos fueron soltados, y sentí la llovizna en el rostro. Faltaba tan poco para el amanecer, para que el siete por fin saliera al páramo, para que todo recuerdo fuera borrado de la faz de la tierra; y los días de la alambrera terminaran, también los recuerdos que me habían acompañado hasta la cima y en la caída definitiva; después en cada intento de pedirle al siete que regresara los pasos, que inclinara el cuerpo para ver hacia la hondura, que si hubiese decidido levantar mi cuerpo y continuar el sendero, sin soltar la carga de sus hombros, tal vez hubiésemos podido cruzar la línea del horizonte, juntos los dos. Pero sólo pude verlo tras la lluvia, quizá tras alguna lágrima. Y sentí el trote marcial de aquéllos que bajaban, desperdigando las piedras y dejando en su lugar una polvareda triste, la misma polvareda del desierto. Los pasos se detuvieron en la quebrada que el siete había abandonado minutos atrás. Y desde la hondura pude ver el páramo que se alargaba hasta el horizonte. Pude ver las piedras que aún caían a través del sendero, a los perros persiguiendo el rastro. Pude ver la lluvia humedeciendo la tierra; y parecía que todo recuerdo despareció. Dejé de sentir el cuerpo. Sonreí. No lo había hecho en varios años. Llovía delante de mis ojos, detrás 8


de mis ojos. Y no sé en qué instante el cielo volvió a cubrirse de nubes que bajarían en forma de niebla al anochecer, porque la llovizna bajó de un cielo azul, libre. Quise advertir al siete que desde la quebrada lo observaban, que los perros ya lo alcanzarían, que ya nadie podría guarecerlo como intenté hacerlo todos los días, como no lo pude hacer cuando lo dejé tendido en la tierra. Ya no existía el mínimo impulso de pretender salir de la hondura, ya no existía suficiente aire para seguir respirando, para levantar el brazo izquierdo y llamar la atención de aquéllos que apuntaban con fusiles desde la quebrada hacia la planicie de tierras ajenas. Y sólo pude ver al siete y sentir su felicidad. Pude ver al siete corriendo a través del páramo a pesar de las balas que lo alcanzaron, de los perros que desgarraron su cuerpo, pero ya nada importaba porque pude ver al siete, hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, perdiéndose como un puntito imaginario en la línea del horizonte.

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QUIZÁS Janet Ariadna Orellana

Con la tristeza en los ojos de un amor que no será, miraba pasar a través de la pequeña ventana de su cuarto, lo poco que quedó del cuerpo de Prudencio Díaz, envuelto en viejas sábanas de tela lo llevaba a la puerta del cementerio, su madre, la única mujer en su vida, arrastrándolo por las calles polvorientas del pueblo, golpeando su lastimado cuerpo con las piedras regadas en el suelo y asurcando la tierra con la pala que llevaba amarada a su cintura. La luz afanosa de medio día acrecentaba el pestilente olor que emanaba de aquel montón de carne inerte que alguna vez fue un hombre. Había pasado una semana antes de que su cuerpo fuese encontrado tendido boca arriba sobre su cama, mientras las moscas atraídas por la roja sangre que brotaba de la fisura de su cuello, bailaban a su alrededor tocando una canción fúnebre con el zumbido de sus alas. Su madre había viajado a un pueblo vecino a ver a un pariente suyo, sin esperar encontrar a su regreso al único hijo que Dios le dio empapado con la podredumbre de su sangre y las miserias de una noche oscura de alcohol, la mitad de su cuerpo había sido devorado por la traición del instinto animal de su perro. El cuerpo mutilado de Prudencio lo hacía verse aún más indefenso de lo que se lo vio en toda su vida, el brillo en su mirar se difumino con el dolor de un corazón lleno de amor imposible, tan intenso que acabó quemándolo por dentro. Su madre, después de atravesar las áridas arterias del pueblo, exhalando a su paso el hedor del vilipendio de la muchedumbre que la veía pasar con pasos quebrantados por el cansancio de llevar el peso del desdén de una vida, se dispuso a 10


terminar con el ritual ceremonioso de devolverle a la madre tierra a uno de sus hijos, tomando la pala comenzó a cavar un hoyo afuera del cementerio, la suavidad de la tierra le permitió terminar pronto con la amarga agonía de separarse de su hijo, depositando lentamente el cuerpo de Prudencio en el hoyo de su reposo, echó sobre él montones de tierra hasta cubrirlo por completo. Llorando en silencio por la rabia contenida de no poder darle una cristiana sepultura, se retiró, pensando en las insensateces de aquel pueblo que un día le negó la entrada al cementerio a su hijo, y ahora se mostraba insensible a su dolor. Prudencio Díaz llegó a la soledad por su condición de alma perdida en medio de aquellos corazones estériles que no conocen la magnificencia del amor en todas sus formas, viviendo en el desconsuelo de saberse despreciado por su forma singular de amar, pasó sus últimos días sumergido en la culpa de un amor prohibido. Buscando ahogar sus angustias en el alcohol bebió toda la noche triste de aquel marzo, teniendo como única compañera a su sombra. Cada gota de aquel elixir rasgaba su delicada garganta mitigando de alguna manera el dolor de su gastado corazón, perdido en el mundo de ilusiones falsas que le mostraba la bebida, se dirigió a la cocina e indagó en el cajón de los cuchillos hallando el perfecto utensilio liberador de sus penas, sus excelentes formas curvilíneas junto al bondadoso brillo del metal, le mostraron el trágico declive de su existencia, mientras se observaba triste y demacrado como nunca antes en toda su vida. El cielo se desgarró el mismo instante en que Prudencio Díaz cortó su melancólica existencia degollándose con la precisión de los seres agobiados, la abrupta caída de su cuerpo sobre su cama, significó también la caída del muro de tormentos que enclaustraban su alma, desde aquel septiembre de primavera funesta que decidió mostrar al pueblo entero su preferencia para 11


amar. Llevando un vestido negro, caminó al centro de la plaza principal con la delicadeza de una gacela, a pesar de los delgados tacones de sus zapatos plateados, su rostro se hallaba cubierto por una máscara de maquillaje que escondían aquellas facciones masculinas que tanto odiaba. El desprecio en las miradas acusadoras de la gente no se hizo esperar, todos aquellos que una vez lo llamaron ―Amigo‖ se burlaban con bromas dolorosas capaces de rasgar el alma más insensible de la tierra. Desde entonces el curso de su vida se vio alterado. Tres días después de aquel suceso, el congreso de ancianos con el desesperado fin de reprender su actitud sediciosa, dictaminó: “El comportamiento del señor Prudencio Díaz es deshonroso para nuestra comunidad por lo que desde este momento pierde el derecho de asistir a cualquier acto público, y se le niega como miembro de la misma, por lo que sus restos al momento de su muerte no podrán descansar en el cementerio de este honroso pueblo”. Al día siguiente del mal llamado entierro de Prudencio Díaz, en la soledad de su cuarto los fantasmas del remordimiento atormentaban sin descanso a Laureano Camacho, sentado en una vieja silla de madera pensaba sobre su actitud cobarde, inhalando fuertemente introducía aire húmedo a sus pulmones buscando llenar el vacío en su interior, sosteniendo su cabeza con ambas manos reclinó su cuerpo en el espaldar de la silla y cerrando sus ojos por largo rato se sumergió en sus ideas. De pronto abrió los ojos, se levantó de la silla y caminó hacia la ventana, viendo a las personas que pasaban en eso momento por la calle. Frotó sus manos. Y por un instante miró al cielo. -¡Malditos!- dijo para sí, con la voz llena de rabia- las personas como Prudencio Díaz son de las pocas que tienen el valor audaz de romper el espejo de una moralidad absurda, en cuyo reflejo solo son dignos aquellos que siguen las tontas 12


reglas de un mundo intolerante, que señala, juzga y aleja a todo aquel que tenga la osadía de negarse a seguir con el sometimiento de su espíritu. Pero esto debe de terminar, ¡basta ya! – repitió con gran determinación. Poniéndose el saco gris de lana que estaba colgado en el perchero comenzó a buscar en el desorden de su cuarto una vieja maleta de cuero, encontrándola bajo su cama la tomó y salió con ella a la calle rumbo al cementerio. Ante la sorpresa de algunos y la indignación de otros caminó con paso firme sin mirar a nadie. Parándose frente a la tumba de Prudencio, comenzó a cavar sin detenerse con la determinación que nunca tuvo. Al terminar exhaló satisfecho sintiendo llegar a él una liberación confortante, limpiándose con el brazo las gotas de sudor en su frente, se dispuso a tomar con sus dos manos la ensangrentada sábana en la que se hallaba envuelto el cadáver de Prudencio, comenzó a tirar de ella para sacarlo del hoyo con la fuerza de saberse en lo correcto. Luego, abriendo su vieja maleta metió en ella el cuerpo de Prudencio Díaz, se detuvo por un momento antes de cerrarla. Prudencio, perdón por mi silencio- dijo con la voz entrecortada, mientras de sus ojos caían lágrimas de arrepentimiento. Laureano Camacho había callado por más de dos años su relación amorosa con Prudencio Díaz. El secreto amor entre ambos nació como el caliente fuego de la pasión de la naturaleza, incontrolable e intenso, huracán de pasiones cabrías que envolvía sus corazones con el manto de la locura del amor. El cobarde silencio de su amor llevó a Prudencio Díaz a la muerte en un giro desesperado de liberación. Pues la idea de saberse atado al sigilo de Laureano fue superior a sus fuerzas, sintiéndose la vergüenza en la vida del hombre que amaba prefirió dejar que existir. 13


Cerrando bien la maleta, comenzó a caminar con ella dejando atrás el pueblo de su desdicha, en busca de un lugar en el que quizás la tolerancia y el respeto no sean solo una simple ilusión. Quizás existe ese lugar, quizás no esté lejos, quizás algún día el mundo entienda, quizás solo queda esperar, quizás, quizás, quizás………..

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LAS VOCES

Yamil Escaffi «Sarina se fue». Ella escuchaba tras la puerta sujetando su falda para que el ruido de la enagua frotándose con la seda no rompiera el silencio de la habitación. Había pensado minutos antes: «Yo jamás me iría». Él estuvo revisando sus libros viejos, descubriendo que sus favoritos estaban ya muy destrozados, con el cuero roto, las esquinas dobladas o las páginas manchadas de tinta y tiempo. «Ya no importan, sin Sarina ya no hay quien que los lea». Dio vueltas por la habitación, no como león enjaulado, más sino como un gato reconociendo su entorno, viendo donde más podía encontrar su ausencia. Miró el cajón casi cerrado del costurero. «No.- pensó.- demasiado pronto, recién acaba de irse». Pero le ahogaban las ganas de abrir completamente el cajón, tirarlo de un solo golpe hasta la pared de enfrente y después ponerse a recoger uno a uno los hilos de Sarina, una a una sus agujas y alfileres que del golpe se habrían desprendido del alfiletero en forma de melocotón. Ella lo seguía viendo, aun empuñando el pedazo de la seda en su vestido. Lo veía recordarla mientras diseccionaba la habitación. Gritó de repente: « ¡Yo jamás me iría! ». Él no se inmutó, ni se movió, seguía viendo el costurero y el cajón entreabierto deseando abrirlo más. « ¡Yo jamás me iría! ». Volvió a gritar Sarina sin recibir respuesta. Poco a poco fue rompiendo la cuerda que ataba su mirada al costurero y fue dándose la vuelta para observar a aquella presencia. « ¿Por qué, Sarina?- dijo con una voz temblorosa mirando hacia la nada - ¿Por qué? ». Ninguna respuesta. Bajó la vista, miró su sombra; se acercó a los libros que 15


minutos antes estaba revisando para acomodar uno que no estaba en su lugar y luego fue a apoyarse tras la puerta donde ella lo espiaba. «Aquí detenías tu falda con tu mano». Dijo con un volumen apenas audible incluso para él mismo. Comenzó a olvidar. « ¿Y esto es la soledad?- ». Preguntó a Sarina y ella parecía resoplar su presencia. Ahora hablaba a través de una espesa nada. «Yo sigo aquí, yo sigo aquí, yo sigo aquí». Empezó a repetir sin parar tratando de que él comprenda. «Cállate, es tu culpa». Y Sarina calló mientras él apoyaba su espalda en la madera de la puerta y se dejaba caer hasta quedar sentado en el suelo. «Es parte de la soledad». Dijo ella desafiando el silencio impuesto; tenía una voz hueca y húmeda, casi maternal o como un suspiro. «Eres parte de mi soledad». Él ya no miraba de donde venia la voz, apenas y podía seguir hablando con ella. «Lo sé.- dijo Sarina sintiendo compasión por esa imagen de dolor.- cada soledad tiene un alguien que la dejó sola». «Vuelve, Sarina, vuelve». Habló minutos después dejando escapar toda su penuria. «Yo jamás me iría». Decía ella, sin embargo, mientras lo decía, retrocedía algunos centímetros pero como flotando. « ¿Y donde estas? ». Ella detuvo su huida, todavía lograba permanecer en la habitación. «Abre tus ojos.» Le dijo acercándose a él. «Los tengo abiertos». «Abre tus ojos». Volvió a insistir. En un impulso cómo una estampida, abrió sus ojos abiertos y vio a Sarina delante de él, parada hermosa, empuñando la misma seda de su falda y con la otra mano intentando acercarse al rostro del hombre que antes no la veía. Él creía estar loco. «Sarina, estoy solo». Y no pudo sino sostener la mano de esa mujer que amaba antes de que se fuera y que ahora tenía que olvidar. «No, cállate, tápiate la boca de plumas». Estaba dolorosa, mirándolo. El adoraba mirar sus ojos negros, su cintura fina. De a poco, apoyando la espalda contra la puerta, fue subiendo hasta quedar parado y ser más alto que ella; le sostuvo ambas manos. «Mi boca esta cosida desde hace siglos». 16


Tenía un resplandor doliente en los ojos, con su mirada inclinada parecía reconocerla como a una desconocida. «Descósete la memoria, tu boca no está cosida». Su cuerpo se partió en dos, ¿Qué sabia ella de la memoria? Allí, en ese segundo, ese mismo instante. ¿Quién sabía más de la memoria que él? «Memoria, Sarina, memoria- recitaba mientras le soltaba las manos- no hables de cosas tan tristes». Y se sintió tan destruido, como si tan solo una delgada ligadura interna le sostuviera los pedazos rotos de su cuerpo. La dejó parada frente a la puerta y caminó hasta el fondo de la habitación. «Mi dolor me precede, está en mi cuerpo, en lo que digo». Se oyó casi como un reclamo, una invitación a detenerse; sin embargo, él siguió: «No hables de ti sin mi». Seguía caminando en círculos, ahora sin poder domesticar al león enjaulado de su corazón « ¿Y que sabes tú de mi? ». Ella lloraba dejándose ver llorar, era la respuesta lo único que importaba. «Solía saber que no te irías, Sarina, de ti ya no sé nada». Se detuvo de repente. «Yo jamás me iría, no podrías con mi partida». Dijo ella después de un largo silencio. Él la rondaba, daba vueltas alrededor de ella, viéndole el rostro inundado de lágrimas, las manos temblando, la espalda devorable, casi desnuda. «Huye, Sarina, puedo con tu ausencia, pero no te diré adiós». La ventana se abrió de repente, un viento glacial entró en la habitación destrozando la cadencia de los lenguajes y Sarina se volvió invisible. «Yo no sé huir». Se oyó antes de que se esfume por completo. Él se apresuró a cerrar la ventana, el frío aire tardo en disiparse por completo pero una vez que hubo desaparecido siguió hablando con ella. «Sí sabes, ya huiste antes, por eso no huyes más». Apoyó una mano sobre el costurero mal cerrado y sujetó con la otra su corazón, le vino una punzada en el pecho; ahora hablaba con la poca voz que le quedaba. «Ya sabes cuánto duele». Ella reapareció como en un espejo cuando él se acerco a la puerta. «Entonces no me invites a huir». Dijo mientras acababa de retornar. El estaba temblando «Quédate, Sarina, no huyas ». 17


Ya no podía hablar más, las últimas palabras le habían salido como un suspiro. «Jamás en tus brazos» y, mientras escuchaba sus palabras, la miraba como si recién la reconociera. «Monstruo horrendo» añadió ella. « ¡Aléjate de mí!». Siguió gritando. Entonces él supo que no podía retenerla más, la miraba como suplicando, como pidiendo un tiempo que sabía no le seria concedido. « ¡Olvídame!». Gritó ella y de repente se volvió a azotar la ventana de la habitación rompiendo dos de sus cristales que cayeron cerca de él. « ¡Olvídame!». Volvió a gritar mientras empezaba de nuevo a llorar y a sostenerse con una mano la otra. Él se agachó, recogió el más grande de los cristales rotos y jugueteó unos segundos mientras perdía su mirada en ella. «Sarina, ¡Vete!». Quedó pasmada. «No, cállate». Decía entre sus sollozos. «Adiós, Sarina». Bajó la mirada. Dejó de juguetear con el cristal, se lo pasó a la otra mano y cortó de un tajo la muñeca de su brazo izquierdo. «Adiós, Sarina». Y Sarina se fue desvaneciendo junto con los libros destrozados y el costurero mal cerrado dejando en la habitación un cuerpo agonizante goteando sangre. «Nunca más». Dijo suavemente antes de desaparecer por completo mientras él miraba por primera vez la habitación vacía y antes de morir se despedía de las voces en su memoria.

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EL CARNOTAURO Eduardo Lázaro

No había pasado mucho tiempo desde que el lagarto antediluviano había devorado dos de las cinco crías de su vecino cuando un ataque repentino de un dinosaurio un poco mayor de tamaño le sorprendió con una feroz dentellada en su cuerpo y un agudo quejido de dolor emergió desde lo más profundo de sus vísceras hasta la garganta y un sanguinolento pequeño despojo de nervios y materia salió de sus enormes fauces. Se sintió herido en la más profunda intimidad de sus entrañas, entonces su reacción fue la de escapar y huir, salvar su enorme cuerpo de los terribles mordiscos de un depredador de un tamaño aún mayor que el mismo. La intuición y la experiencia le habían enseñado que no debía responder a un ataque estando ya herido. Corrió lo más que pudo con sus robustas patas traseras, puesto que de nada le servían las delanteras que eran como pequeños muñones, pequeños y ridículos comparados con sus piernas robustas y bien conformadas para soportar su enorme cuerpo conformado de una gran cabeza sostenido por un cuello corto con una cola erguida y pesada y unas enormes fauces de dientes aserrados. Corriendo y escapando también optó por saltar puesto que las patas traseras podían impulsarlo como una catapulta, y con la carrera y los saltos prosiguió por un buen trecho entre el follaje compuesto de enormes helechos y enormes árboles combados llenos de hojas que devoraban plácidamente algunos dinosaurios herbívoros de cuello largo. Estos no se inmutaron ante el paso veloz del dinosaurio perseguido por el otro más grande que daba también grandes zancadas para alcanzar a su ocasional presa, hasta que en un lugar lleno de restos de algún animal muerto, el perseguidor se detuvo, puesto que su olfato le indicó que entre 19


estos despojos podría aprovechar de comer…. Nuestro dinosaurio perseguido y acosado perdió de vista a su perseguidor y no lo volvió a ver más, pero aquella dentellada artera que le había cercenado parte del abdomen había dejado una cicatriz visible y dolorosa. Un malestar extraño invadió su cuerpo, y decidió descansar entre la vegetación puesto que salir a los claros y lugares despejados lo exponía a otros agresores y como estaba malherido sería presa fácil hasta de animales menores. Entre el cansancio y el dolor su cuerpo reposó entre algunos enormes arbustos y poco a poco su enorme cuerpo descansó dolorido pero oculto entre las hojas y ramas del follaje verde y marrón; estuvo detenido por un buen rato entrecerrando sus elásticos párpados, pero no podía dormir puesto que el enorme dolor se lo impedía y también la genética de su especie le había enseñado a estar siempre despierto, siempre atento. Desde su refugio pudo contemplar el veloz paso de una manada de velociraptores y de un spinosaurio que tenía en su lomo una enorme aleta en forma de vela y un anquilosaurio que avanzaba penosamente buscando alimentos entre la espesura de aquella selva de plantas enormes y dispersas. Las acechanzas de aquel despiadado mundo del jurásico eran permanentes: ―Lagarto que se dormía amanecía como un resto de huesos bien mondados‖. Esta era una máxima de un axioma mayor, la lucha por la sobrevivencia. No importaba a quien se comía, si no se podía conseguir alimento afuera lo más cómodo era alimentarse en el propio domicilio de los huevos de sus mismas crías, sino de las propias crías y si ya no existían éstas, de la pareja. La mayor enseñanza era la caza y la mayor ciencia la ciencia de la sobrevivencia. La noche había inundado de oscuridad a la selva y nuestro dinosaurio ya no podía más que esperar a que el día siguiente se estrenara con la luz de aquel disco amarillo que se perfilaba periódicamente en la existencia de los seres vivos de aquel extraño y salvaje mundo. Sin embargo el cielo nocturno y diurno se inundaba frecuentemente de luces repentinas y veloces 20


que iluminaban esporádicamente como mensajes de un ataque estelar de meteoritos que a veces caían directamente sobre la vegetación o a un ser vivo como él y como resultado se producía un pequeño incendio cuando eran plantas o árboles, y un automático asado de carne chamuscada de lo que fue un irreconocible lagarto cuando era una especie animal. Para nuestro dinosaurio la noche era eterna, tal como lo era el día lleno de avatares, búsqueda de alimento y a veces desesperadas huidas de animales más fuertes y agresivos. Noches de eterna espera y días de eterna desesperación. Esta era el juego de su existencia, uno de esos días de enorme agitación tal como le había sucedido a él en aquella jornada anterior, desgraciadamente con una dentellada que le había arrancado una pequeña parte de su cuerpo, pero también afortunadamente después de haber devorado dos deliciosas crías de un dinosaurio y fue aquella comida la que alimentó y devolvió fuerzas para su cuerpo herido y desfalleciente. Esa era otra máxima de aquel mundo salvaje: ―¡El que come antes sobrevive después!‖ Nuestro dinosaurio intentó enderezarse y estiró poco a poco su cuerpo adormecido, sintió que el dolor estaba disminuyendo aunque la herida aún no había cerrado o cicatrizado, la piel escamosa y dura de su género de lagartos a la que él pertenecía era apropiada para protegerlo de desgarros mayores. La luz del disco brillante empezó a emerger del oculto horizonte, parcialmente cubierto por la enorme vegetación en la que nuestro dinosaurio se hallaba descansando, y comenzó un nuevo día en que la fuerza y la astucia proseguirían desarrollando las especies y la batalla por la sobrevivencia.

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SÓLO CONOCE LA LIBERTAD M. Lesly Cáceres

Viernes 3 de Julio del 2009 Sólo conoce la libertad aquél que entra al baño después de 3 días Así es mi querido amigo. Quisiera volver a imaginarme sentada en esa deliciosa banqueta vestida con uniforme de hospital psiquiátrico. Hoy no veo más que un cuarto oscuro, aunque un cuarto ya sería algo, pero ni siquiera eso veo. Me he mentido mucho. A veces quisiera acordarme como sigue la canción que pusiste en tu anterior post, en el fondo se que guarda un gran mensaje, algo fatídico, pero cantado para mí ¿No son bonitas las canciones que se escriben sólo para nosotros? Casi como si fueran exclusivas. No me hagas preguntas. Este es mi post y mi espacio… ¿Sabes? Recuerdo que cuándo me preguntaban si estaba segura de algo yo les respondía siempre que no. A veces cuando la persona era muy cercana, de mente amplia, sonrisa fácil y complicidad instantánea agregaba: la verdad es que todo es relativo, subjetivo y circunstancial lo que provocaba espasmos de risa y sexo. Espero sepas perdonar estos desvaríos, aunque si te pido disculpas es por pura fórmula ya que no me siento culpable ni nada por el estilo, sino más bien me gusta este lado enfermo mío, le digo enfermo pero en realidad es el lado ebrio y ni siquiera es un aspecto o una faceta como se dice, sino una estación. Le digo estación porque a diferencia de Herman Hesse creo que no nos habitan muchas personas en el sentido de que ocupen un espacio en nuestra psique, sino que ellas ocupan un lapso de tiempo –largo o corto- en nuestra vida. Con frecuencia me refiero a mis estaciones. Mentira, es la segunda vez y la 22


primera que la explico con más o menos detalle. ¿Puedes notar esa bella alternancia entre mis estaciones? Una dice una cosa y la otra inmediatamente desmiente. Siempre me pasa, por eso lo que escribo lo escribo rápido porque sino diría totalmente lo contrario. Así nunca escribiré una novela y si la escribo no tendrá ningún sentido, la mayor parte de cada capítulo estará destinada a burlarme de mi misma. Recién es las 21:30 y me estoy desemborrachando… voy por un traguito (ahora asistes a una composición realista en vivo. Nota de otra estación). Ummm bueno, no sé qué decir… podría contarte alguna anécdota. A menudo me pasa que no sé qué decir. Si ahora me pedirías que me fugue contigo seguro que aceptaría. Estoy buscando el tema de Pastoral pa’ ponerme a cantar ¿no? Necesito algo verdaderamente lacrimógeno. No… no hay. Bueno pues aquí está el principio, el nudo y el desenlace: Érase una vez una tipa (como me gusta llamarme tipa, es como si no me diera importancia, lo que es totalmente falso) que andaba infeliz y perdida por el mundo como otros tantos (ni que mi amargura fuera así como original, para qué sino están enlistados todos los trastornos del DSM-IV) pero vivía de todos modos. La tipa seguía el guión de la vida sin mucha convicción y sin mucha convicción se resistía (para ser anarquista – comunista – dadaísta sólo hay que juntarse con tipos que dicen ser anarquistas – comunistas – dadaístas y hablar de temas ídem). Cuando esta clase de personas llevan su vida con dignidad se les llama escépticos o libre pensantes pero no, no era el caso. La cosa es que la mina esta, cada cierto tiempo entraba en crisis. La crisis se desencadenaba por cualquier huevada como perder el trabajo o andar embarazada (si no acabo este texto esta noche, no lo acabo nunca). Cuando entraba en crisis se dizque deprimía (añado el dizque para reforzar la idea de que me dedico un desprecio sin lágrimas) y cuando se deprimía todo el 23


mundo debía pasarlo mal. Entonces para abandonar la ―depre‖ se emborrachaba con vino hasta perder todas las inhibiciones conocidas, que eran muchas, por ser criada en una familia partida, medio católica y llena de neuróticos. Lloraba hasta conseguir la atención de alguien que la consuele o al menos la auxilie en medio de todo el vómito, las lágrimas, el moco y – algunas veces- la sangre (así como para añadirle dramatismo a la cosa). Toda esta escena siempre termina bien cuando en pocas horas se hace otro día, uno da explicaciones, se disculpa, promete nunca más volver a caer en la tentación y enfrenta la vida con una sonrisa estúpida que dura entre tres y seis meses cuando el ciclo vuelve a retomar su maravilloso curso. Podría añadirle miles de detalles, cientos de variantes predecibles (como el día que te llamé y tu celu estaba apagado ¿Qué musiquita tocaba de fondo?). Mis conocidos podrán atestiguar a mi favor o en mi contra. Lloraba como nena; no, lo niños provocan una lástima superficial porque su llanto es pasajero, lloraba como una vieja arrepentida a punto de morirse. Ojalá me muriera a veces; necesito tanto a mi abuela, creo que me perdí cuando ella se fue, no estoy segura, todo es tan subjetivo, relativo y circunstancial… quisiera volver a la época en que tenía el valor suficiente para volcar mi taza de leche en la cabeza de las visitas, la época en que mi abuela tenía la vitalidad para reñirme y golpearme y a mí ni me importaba, no me importaba que me hiciera comer mi propio vómito porque no me daba cuenta, no daba cuenta de nada, las cosas se sucedían con fluidez, una tras otra, no debía detenerme cada tres meses a recordar nada porque no me daba cuenta que había dolores que no podían esfumarse con la amenaza de la aguja. Todo era simple porque no me daba cuenta. Ojalá no hubiera elegido la pastilla roja, ojalá no hubiera sabido nada. Era mi inocencia carajo. Publicado por Martha U.S. en 02:30 24


SANGRE Harol Villegas

Cuando llegábamos a casa de Natalia, ella se emocionó al ver que su padre llegaba también. Corrió a su encuentro y ambos se abrazaron tiernamente. — ¡Papá! ¿Cuándo llegaste? —Esta mañana, Natalia, a los pocos minutos en que te fuiste a la universidad ¿cómo te fue en el examen? —Bien, papá, todo bien, ¿supiste lo de la tía Frida? —Sí, es una pena, me lo contó tu mamá, justo cuando yo tomaba el desayuno; siempre es tan inoportuna. La pobre Frida se fue a las pocas semanas de que murió el esposo. Se amaban demasiado, no cabe duda. El padre de Natalia era muy celoso y en cuanto me vio se dio la vuelta con rostro fiero y mirada aviesa. Le saludé y cortésmente le estreché la mano. Le sonreí y me incliné, quizá con demasiada actitud y es que el señor tenía fama de intratable. Al verme con su hija me miró con desconfianza, pero logré desviar su atención preguntándole por su viaje. Luego de cruzar algunas palabras se despidió de nosotros y Natalia lo acompañó. Después regresó contenta. —Adivina, mis padres saldrán a cenar esta noche, que te parece si vienes a acompañarme. — ¿Esta noche? ¡Pero tus padres no estarán! — ¡Por eso, tontito! —Me dijo, al tiempo que le brillaban los ojos. —No. No podré —le dije, implorando dentro de mí que lo volviera a pedir. —Vamos, amor, ven. 25


—Depende de qué habrá para cenar. —Lo que tú quieras —dijo, bajando la mirada hacia su cuerpo. —Pues... si es así, traeré vino para acompañar la deliciosa cena. —Llámame en la noche antes de venir. Nos besamos y el calor de su piel estremeció mi cuerpo, después nos despedimos. Fui a mi departamento a descansar. Los programas de televisión estaban aburridos. Me senté en el sillón y fumé un par de cigarrillos soplando bocanadas de humo que cubrían el reloj de la pared. Tenía hambre. Pasaron los minutos y empecé a inquietarme. Vivía solo y compraba la comida cada día, por lo que el refrigerador casi siempre estaba vacío. Sólo me quedaba una botella de agua y el paquete de cigarrillos sobre la mesa. Decidí salir a comprar algo de comer. De todas formas debía buscar un vino para la noche. En el supermercado estuve dando vueltas sin decidirme qué vino llevar. Torpeza la mía no haberle preguntado cuál le gustaba: ¿Merlot, Cabernet-Sauvignon, Chardonnay? ¿El tinto o el blanco? Me dijo una vez que le gustaba el vino dulce, pero... ¿vino oporto, encendería la pasión? Ya que no pude decidirme por uno, escogí dos: uno tinto y uno blanco. Luego busqué algo de comida por aquí, algún aperitivo por allá y antes de volver a perderme en el dilema de cambiar el vino blanco por uno rosado, decidí marcharme. El sol brillaba intensamente en aquella bonita tarde de otoño, las hojas descoloridas de los árboles eran arrastradas por el viento en distintas direcciones posándose azarosamente sobre las aceras grises y el oscuro pavimento. Busqué un taxi pero no tuve mucha suerte puesto que la mayoría estaban ocupados. Me puse impaciente y de mal humor. Esperé en un puesto de periódicos para leer los titulares y hacer pasar el tiempo. 26


Alguien caminó en mi dirección y lo miré de reojo, caminaba torpemente y estaba desaliñado, parecía un vagabundo. Ya estaba acostumbrado a verlos pasar los fines de semana por los centros comerciales y decidí alejarme del lugar. Sentí que me seguía. Apareció un taxi y al levantar la mano el vagabundo me tocó el brazo. —Sebastián, Sebastián —dijo. No sé si me asombré o más bien me asusté al oír pronunciar mi nombre. Me estremecí porque esa voz me era conocida. Lo miré y reconocí su rostro. Había envejecido mucho. Por un momento me hice el desentendido ya que además el hombre parecía un poco ebrio. Le di la espalda, pero él insistió. —Sebastián ¿no me reconoces? Me di la vuelta. — ¡Hola! ¿Cómo has estado? No te reconocí. Han pasado muchos años. —Sí, muchos años —me dijo sonriendo. Tenía el cabello despeinado. Vestía un saco azul, arrugado, sucio y además corto para su talla. El pantalón café era bastante ancho para su extrema delgadez conformando pliegues a causa del cinturón apretado. —Te noto muy cambiado —le dije. —El tiempo no pasa en vano. —Ya lo decía el tango... —le contesté, recordando una canción que me cantaba cuando me llevaba a la escuela y él sonrió. Sus ojos vidriosos y cansados delataban pena y amargura. —Ya pasaron diez años desde la última vez que te vi —le dije. 27


— ¿Y tú cómo has estado? Por lo visto la vida te trata bien. —No me quejo, conseguí un buen empleo, no me pagan muy bien, pero... En cambio, yo te noto demacrado. No me respondió, le pregunté si comió algo y levantó los hombros. Su condición era tan miserable que me puse incómodo hablando con él. —Bueno, debo irme. Te deseo suerte —le dije, tratando de alejarme. Ese mismo instante apareció un taxi vacío, lo llamé y abrí la puerta. No sé qué me detuvo. Quizá los buenos recuerdos que cruzaron por mi mente compensando los años de tristezas. Debo admitirlo, en el último segundo sentí pena. Me di la vuelta y le grité que dónde vivía y que si aceptaba podía llevarlo. Me respondió que a dos cuadras de ahí y que no era necesario que me moleste. Dejando todavía la puerta abierta del taxi me acerqué, saqué un billete del bolsillo y se lo alcancé. Miró el billete y sin aceptarlo me clavó una mirada, aquel tipo de miradas que duelen más que un montón de palabras, aquel tipo de miradas que aun en la miseria no pierden la dignidad. Cerré la puerta del taxi y me disculpé con el taxista. Luego di unos pasos hacia la acera. — ¿Tienes hambre? —Le pregunté. —No te preocupes, no tengo hambre, haz lo que tienes que hacer —respondió cruzando los brazos. —No, no tengo nada que hacer hasta la noche ¿Te puedo acompañar? Me gustaría conocer dónde vives. —Si quieres —me dijo sonriendo, abriendo los ojos de tal forma que le cambió el rostro. A decir verdad, conocer dónde vivía no era lo más importante. Comprendí que estaba necesitado y mi intención era dejarle la bolsa del mercado, como si fuera un descuido y así no mellaría su orgullo. 28


Las dos cuadras se convirtieron en veinte. Caminamos y caminamos. — ¿Qué fue de Madeleine? ¿Sigues con ella? —preguntó. — ¡Eso fue hace diez años! ¿Todavía la recuerdas? Enamoramos unos meses más, después de la última vez que nos vimos contigo, aunque todavía seguimos siendo buenos amigos. —Hacían una linda pareja. —En ese entonces, ya lo creo. Ahora no lo sé. ¡Los años no pasan en vano! —Ya lo decía el tango —me dijo soltando una carcajada que se convirtió en una tos ronca. Tosió de tal forma que me asustó. — ¿Te sientes mal? —No, no es nada —me dijo con voz entrecortada— sólo un resfrío... el cigarrillo también es culpable… Siguió tosiendo mientras caminábamos y por un momento nos detuvimos para que pudiera respirar con calma. Luego de unos minutos pareció mejorar y seguimos hasta llegar a una casa grande y hermosa. —Aquí vivo —dijo, levantando la mano en alto, sin señalar ningún lugar en especial -el cielo tal vez- y me dejó sorprendido. Después se dirigió hacia una pequeña puerta al lado de la hermosa casa, una puerta angosta empotrada en una precaria pared. Sonrió por mi desconcierto y volvió a toser. Sacó unas llaves sujetas a una especie de llavero improvisado hecho con un pedazo de alambre. Seleccionó una llave y me la entregó. Abrí la puerta e ingresamos a un estrecho callejón entre dos casas que conducía a otra muy deteriorada y pequeña. Cuando llegamos bajamos unas gradas y luego se detuvo en una habitación cerrada con dos candados y me indicó qué llaves las abrían. 29


—Pasa a mi refugio —me pidió, conteniendo la respiración para detener el hipo que le acababa de aparecer. La habitación era muy pequeña. Al lado de la puerta había una ventanita cubierta, a falta de cortinas, con papel periódico. Apenas había espacio para el camastro que se encontraba detrás de la puerta. A los pies del camastro una pequeña mesita sostenía un par de vasos, una taza y una caldera vieja. Al fondo unas cajas de cartón contenían algo de ropa y, sobre una de ellas, una bolsa con algunos panes criando moho. Se acercó a la mesita, sacó una botella y vertió su contenido en dos vasos. Era un aguardiente. Se sentó en el camastro y me pidió que yo me sentara en la silla. — ¡Brindo por mi hijo, para que se mantenga tan bien y guapo como hasta ahora! —dijo. — ¿Brindar? Nos dejamos de ver por el escándalo que hiciste aquella noche, porque estuviste bebiendo sin parar y ahora nos reencontramos con licor, esto —le dije mostrándole la bebida— terminará con tu vida. Me miró, dijo salud y luego comenzó a reír. Quién sabe porqué se reía, pero se puso contento, que importaban las razones. Al voltear la botella para servir otra copa ya no le cayó ni una gota. Miró mis dos botellas de vino que se dejaban entrever dentro de la bolsa y pude adivinar sus pensamientos. —Está bien —le dije—. Sácalas. Se puso contento. Abrió una y minutos después ya estábamos bebiendo la otra. Sentía que mi cabeza daba vueltas y empezó a contarme anécdotas de su vida que nos hicieron reír sin descanso. La tarde estaba terminando y la habitación comenzaba a ponerse oscura. Se levantó del camastro para encender la luz, con tan mala suerte que tropezó en una esquina 30


y cayendo sobre la mesita terminó de bruces sobre el piso, clavándose la punta de un tenedor en la palma de la mano. —Disculpa, creo que ya estoy borracho. ¡Ay!... mi vida está llena de desgracias, espero que logres comprenderme… tu madre nunca lo logró. —Déjame ayudarte, te lastimaste la mano —le pedí al tiempo que le sujetaba el brazo y le ayudaba a sentarse. —Hay alcohol en esa caja —me dijo señalando el lugar donde, en efecto, había una caja llena de botellas de alcohol. —Al menos estás muy desinfectado —le dije agachándome para sacar una botella. Al acercarme con el alcohol lo encontré recostado, de perfil, sobre el camastro. Se notaba cansado. Parecía dormir. Busqué con que limpiar la herida. Al no encontrar algo saqué mi pañuelo, empapé la punta en el alcohol y limpié la herida; él abrió levemente sus ojos y miró lo que hacía. —Gracias, por cuidar a este pobre viejo —dijo y sus párpados volvieron a cerrarse. Limpié sus manos envejecidas con el pañuelo humedecido en el alcohol y envolví su mano para tapar la herida. Me levanté para levantar lo que había caído y encontré una cajita envuelta en un terciopelo limpio y reluciente. Me cercioré si él seguía durmiendo y me senté en la silla, colocando la cajita sobre mis piernas. Desaté el nudo de la tela que la envolvía y deslicé el pequeño seguro. Descubrí que adentro guardaba, sobre un lecho de flores secas, un cuadro con la foto de mi madre cargándome en sus brazos. Al levantar el retrato, el aroma de las flores secas se desprendió del interior del cofre. Sobre la foto, envueltos en un papel de seda, estaban un collar, un anillo y una nota que decía: "Te devuelvo lo último que conservé de ti hasta hoy y que me hacía recordarte. Quédate con ellos, así también con mi olvido". Estaba fechada nueve años atrás. Guardé todo y cerré el cofre envolviéndolo en la tela. 31


El viejo descansaba, le quité los zapatos, acomodé sus brazos y recogí una colcha para cubrirlo. El pelo cano apenas cubría su cabeza. Una mancha café bordeaba su frente y sus labios secos y heridos descansaban entreabiertos. Se veía demacrado, demasiado envejecido para su edad, flaco, enfermo y acabado como hombre. El que llegó a casa con una bicicleta en mi décimo cumpleaños. Que organizó una gran fiesta derrochando alegría y diversión. Que empujaba el columpio a mis siete años y de ocultas me regalaba un reloj a los doce. El que me enseñó los nombres de algunas estrellas, acostados sobre el pasto del jardín. El que fue echado por mi madre porque tomaba demasiado y que nunca más regresó por sentirse incomprendido. No podía contener la tristeza observando el aposento donde ahora vivía, comprendiendo la injusticia que habíamos cometido abandonándolo a su suerte sin preguntarle jamás cuales eran las penurias que lo deprimían tanto. Me levanté y abrí la puerta para irme. Entonces, escuché que tosió y se dirigió a mí. —Sebastián. Un dolor se contuvo en mi pecho ejerciendo una fuerte presión, que luego salió de mi boca transformada en una palabra. — ¿Papá?... —le dije, sin darme la vuelta. — ¿Cómo está tu madre? —Murió hace tres años… Un largo silencio se apoderó de ambos. Me di la vuelta para verlo. Tenía los ojos cerrados y unas lágrimas le caían por su rostro. A mí también. 32


FIN

, Jessica Freudenthal, M贸nica Vel谩squez.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

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Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles Yancarla Quiroz, Imágenes Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito 34


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