Tres Odios
Carmen Boullosa (Ciudad de México, 1954)
Premio Xavier Villaurrutia, Liberaturpreis, Anna Seghers, el Novela Café Gijón; becaria Guggenheim, del Cullman Center, DAAD Centro Mexicano de Escritores; profesora en Georgetown, Columbia, Universitè Blaise Pascal y NYU, y City College CUNY. Libros más recientes: Hamartia o Hacha (poemas, Editorial Hiperión), La impropia (poema, Taller Martín Pescador, 2017) y El libro de Ana (novela, Siruela, en Madrid, y Alfaguara Penguin Random House, México), y los dos volúmenes de la Biblioteca Boullosa (Penguin Random House, México) que recopilan 11 de sus novelas y una narración.
Carmen Boullosa
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Y erba M a l a
Cartonera
©Carmen Boullosa, 2018 ©Editorial Yerba Mala Cartonera, 2018 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
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Telfs. 70751017, 70727847 Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.
Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Cecilia De Marchi
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LOS SEIS PIES DEL GATO
De noviembre del 70 a julio del 71 me tocó en turno mi temporada en el infierno. Para mí fue eterna. Tenía 15 años y me había vuelto mujer apenas (las niñas tardábamos más en crecer en aquellos años y entornos); eran mis primeros pasos enfundada en un cuerpo medio adulto, me convencí que este me compraría el boleto de entrada al tormento. Nada hacía sentido. Y cuando digo nada, quiero decir nada. Por ejemplo: los vecinos tenían un gato que yo veía desde la ventana de mi recámara, relamiéndose al pie de la puerta de vidrio que daba a su jardín, tomando el sol. Era blanco y negro, de ahí el nombre, Vaca. Vaca tenía su temperamento. En la cuadra decíamos que era un gato guardián porque atacaba a la menor provocación a perros, niños, señoras, barrenderos o gatos por igual. En mi temporada en el infierno, advertí a Vaca merodeando en el jardín de los vecinos y, a poca distancia, adentro de la puerta de vidrio que conducía a la sala, a otro gato idéntico, tendido sobre la alfombra, tomando la siesta. Cuando pude, pregunté a la vecina –que tenía mi edad–:«Oye, ¿el otro gato es hijo de Vaca?, ¡es igualito!». Me contestó:«¡Cómo crees!, no tenemos otro gato, con Vaca no puede uno, ya lo conoces», y me lanzó una mirada que me tildaba de loca. Yo veía a los dos gatos (o a los dos Vacas) como espejos: uno era el gato durmiente, el otro el minino relamidor. El que yo viera a un doble Vaca no era un asunto que tuviera ninguna relación con los vecinos ni con verle seis pies al gato. En mi situación, cualquier gato, tenía ocho patas. 9
La Nochebuena fue lo peor en lo que respecta al síndrome de los dos gatos por uno. Aquel 24 de diciembre de 1970, nos sentamos alrededor de la mesa redonda, sólida, pesada. Mamá la había elegido por esto y porque cabíamos ocho bien holgados, diez cómodos, y catorce apretaditos. Era una mesa para conversar, comer con placer y ser felices. Era el mejor lugar de la casa. Ese 24, éramos de nueva cuenta ocho a la mesa, los infelices seis hijos de mi mamá, y un par de felices pichones: mi papá y su nueva esposa, una jovencita de 18, que no le llevaba ni doce meses a mi hermana mayor. Mi mamá estaba en su tumba en el Panteón Francés o en el cielo o en el purgatorio, según quien contara la historia. En mi versión, ni uno ni ninguno de los otros: mamá estaba en la casa deambulando de aquí para allá, no salía ni al jardín. En la noche, cuando todos dormían, se encarnaba: vestida en pijama y bata de franela, era otra vez de tres dimensiones. En el corredor sus pasos murmullaban, los pies en pantuflas. Nos visitaba de habitación en habitación, acercándose a cada una de las camas de sus seis hijos. Deseaba decirnos palabras de cariño, pero no le salían de la garganta. Hablaba como si se ahogara, hacía ruidillos, crujía. Estaba muy triste. Era horripilante estar muerta —lejos de nosotros—, aunque estuviera ahí (tan lejos y tan cerca), y encima de eso debía cargar con lo que había hecho mi papá al año y un día de su entierro, porque de que la sepultaron no cabe duda, haya o no vida eterna, a ella la enterraron en nuestras narices. A mamá no le importaba que papá se hubiera casado, ella misma se lo había pedido desde su lecho de muerte (eso sí tuvo, la pobre, un lecho de muerte), pero ¿por qué con esa muchachita de mala entraña, sin gracia, pobre como una chinche, ignorante, que no tenía ni los modales más elementales? ¿Por qué una tonta que preferiría eliminados a los hijos de «su» Manuel? Digo «su» refiriéndome a mamá. Cuando ella deambulaba en casa por las noches, seguía convencida que Manuel, nuestro papá, era suyo. Crasa equivocación. Él no era de nadie, se había 10
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tornado en un poseso, estaba como un loco, una cabra suelta en cristalería. Lo azotaban continuos ataques de ira; hablaba distinto, entonando las frases con una inflexión ajena. Ya no leía ni jugaba ajedrez; se inscribió a un club deportivo y a clases de tenis. Mudó sus sobrios trajes de casimir por otros de pantalón entallado y telas brillantes; abandonó a su gastroenterólogo por un iridólogo que le recetaba bebedizos de olores repulsivos que se preparaban en ollas de peltre en la cocina. Sus hábitos habían cambiado de golpe. Pero me estoy desviando de la Nochebuena del 70 y los ocho sentados a la amarga mesa. Tres días antes, la madrastra juvenil dio un golpe maestro: corrió a Luz, la cocinera, que también hacía de nana de los dos más pequeños, y a Ofelia, la mucama. Llevaban ocho años trabajando en la casa, habían visto nacer a tres de mis hermanos; a la muerte de mi mamá, ellas nos daban a los seis huérfanos el poco afecto materno que restaba en esas paredes. La madrastra había comenzado por acorralarlas, hostigándolas con tonterías, y digo tonterías porque la astucia no era lo suyo, aunque en su honor hay que decir que acertaba, los tontos tienen el tino destructor. Después, para ganar territorio, despidió a la lavandera (eso no sorprendió, la tercera empleada nunca duraba en servicio porque Luz y Ofelia hacían un bloque impenetrable, sus pleitos y complicidades solo eran para ellas), y la reemplazó por una más boba que ella misma, más fea que ella, más joven que ella y de origen más humilde que ella (ni Luz ni Ofelia cumplían con todos estos requisitos). La nueva empleada era una tipa gorda que se llamaba Laura. La apodamos «el tanque de guerra» por su cinturota, por su actitud, y por el tono algo verdoso de su cara, (parecía como enferma de algo desconocido). Ya entrenada Laura, la madrastra ruin despidió a Luz y Ofelia de golpe, justo antes de Navidad. No les dio un solo peso, acusándolas no sé de qué. Una infamia. 11
La boba Laura verdosa trajo de inmediato a la novia de su hermano, de la que no recuerdo el nombre. Era algo menos fea y todavía menos avispada que Laura, seguía a la madrastra como un perro fiel, como embobada por la bestia. Hoy, frente a la mesa de Nochebuena, lo que nos duele más es que en la casa ya no están ni Luz ni Ofelia. Las muchachas nuevas solo tienen oídos para las órdenes de la esposa de mi papá. La mesa es por fin territorio ganado por la madrastra. Las tres la adornaron de la manera más bizarra, extendieron sobre ella manteles de distintos tamaños, colores y adornos, sobrepuestos uno al otro, platos de diferentes vajillas aventados en desorden, y, en platones con rebordes dorados que jamás habían visto nuestros ojos, guisos —a todas luces repugnantes—, que sirvieron de golpe. —¿Nopalitos con qué? —pregunta Julio, el mayor de los varones, que anda por los ocho años. Su pregunta es sin malicia, quiere la respuesta. Él siempre le ve a todo lo mejor. —¿Y eso color caca qué es? —pregunta Male, la que me sigue, con su característico tono crítico, prematuro para sus nueve. Todo nos da ascos. —¡No se dice esa palabra en la mesa, niña! ¡Coman! Papá da la orden con un asomo de furia que se pasa muy pronto, porque los pichoncitos están felices. Se dan picoretes entre bocados, y no se sueltan la mano sino para tomar la servilleta y pasársela por la boca. ¿Qué se limpian? ¿Las babas de sus besos o el hilo pintado por el bocado a los romeritos color caca de bebé? Comida asquerosa. Pruebo otro de los platillos, es definitivamente asqueroso y viscoso. ¿Dónde quedaron el bacalao y el pavo relleno de Nochebuena? Los dos se fueron por piernas, con Luz, con Ofelia. 12
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—¡Coman! —escupe la bestia madrastra, la palabra salpicada de gotas de comida que al pasar bajo el rayo de una lámpara se ven del color de la más clara diarrea. Mónica, que apenas va a cumplir tres años, empieza a llorar. Julio brinca de su silla a consolarla y yo hago el gesto de seguirlo. —¡Déjenla en paz! —dice papá, dejando a un lado su cara de pichón—. ¡A sus lugares! ¡No se levanta uno a media comida! ¡Y menos en Navidad! ¡Coman! ¡Mónica, come! ¡Ni te atrevas a hacer un berrinche, o te voy a cuerear! ¿Cuerear? ¿Qué es cuerear? Ni siquiera Mónica sabe qué es eso. Yo sí porque lo he oído en la escuela; mamá nunca lo habría permitido, ni que se usara la palabra para amenazar ni mucho menos que se practicara el acto. «¡Cuerear! ¡Qué ocurrencia!», pienso. Mi mamá leía siempre libros de sicología infantil, no solo por interés, curiosidad científica y por estar al día en su profesión, también porque era mamá de seis y quería para nosotros lo mejor. Éramos sus joyas, según sus propias palabras. Los guisos en la mesa eran cuerear por la boca. La disposición de los platos y manteles, cuerear. Cuerear la cara de Laura. Cuerear la noche que no tenía nada de buena. Cuerear la voz de mi papá. Cuerear los besos que le daba a la mensa. Cuerear al alma de la madrastra mediocre, tonta, alma vil. Cuerear el festejo del que no participábamos. No sigo con los detalles de la cena que, además de todo, es larga. Cada vez que alguno de los niños quiere hablar, papá lo calla, ahora con ánimo festivo. —El que come y canta, como loco se levanta —repite. No es solo un pichón, también loro, perico. Un raro perico que cuerea por la lengua. Los pichones beben algo que llaman «medias de seda» y era el color de un helado de fresa. El árbol de navidad que puso la madrastra es artificial, un albino. Nada parecido a los enormes pinos perfumados que compraba mamá. Al pie del arbolete, hay solo dos cajas, una para cada uno de los dos pichoncitos. Él para 13
ella, y ella para él, con sus tarjetas. Las revisamos por la tarde, antes de que nos llamaran a cenar, aunque estuviera prohibido tocarlas. Eso también era cuerear. Nos vamos a dormir apenas nos levantarmos de la mesa, sin cantar villancicos ni abrir regalos. Tampoco los pichoncitos abren los suyos. «Son para la mañana», le dice ella a él, que está impaciente por verla abrir su cajita. Lo poco que cenamos se mueve de un lado al otro de nuestros estómagos, sin encontrar acomodo; el bolo alimenticio se acicala a sí mismo, como hace Vaca, el gato de los vecinos. Clarito sentía los lengüetazos de la comida yendo de un lado al otro de mi panza. La comida en el estómago sigue cuereando. Los pichoncitos hacen raros ruidos en su cuarto. Mi hermana mayor nos convoca al cuarto de las más pequeñas (me dice al oído: «aquí no llegan sus arrumacos»), y empieza a cantar: «Pero mira cómo beben los peces en el río», su villancico favorito, «pero mira cómo beben por ver al dios nacido». Mis otros hermanos cantan con ella. Yo no puedo cantar, no me sale la voz. Pienso en mis primos, en mi abuela, en sus guisos, sobre todo en sus postres, en las luces de bengala y las piñatas y los regalos de otras navidades, y en los juegos que nos organizaban mis tíos. Nunca habíamos creído en Santaclos. Mamá no contaba mentiras, jamás. Si nos había contado vidas de santos era porque creía en ellos, pero de Santaclos, nada. Los regalos se abrían en Nochebuena, con toda la familia en pleno, la materna, porque era la nuestra. Para este día había sido puesta a raya por mi papá, «tenemos que estar solos, es un momento para consolidar», lo escuché decir por teléfono a mi tío Óscar, un par de semanas atrás. Estoy segura de que ellos (mi abuela, mi tío, los primos) tampoco imaginaron la Nochebuena que nos preparaban los amorosos. Tenía que haber habido una sorpresa especial esa noche, regalos formidables, o uno común para todos —¿una casa en la playa, como la que habíamos tenido y que papá perdió en algún mal paso que dio con sus acciones de la fábrica?—. 14
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Así que mis hermanos cantan. Yo no puedo. De pronto, mi boca eructa algo parecido a los ruidetes que salen de la de mamá en las noches, cuando deambula vigilante, tan cerca y tan lejos de nosotros. Quiero gritar, siento pavor: yo soy ella. ¿Yo también estoy muerta, como mamá? Soy ella. Fue a mí a quien cubrieron de tierra, guardada en un cajón, en el Panteón francés. No puedo gritar. El miedo me regresa a mis hermanos. Julio y Javier sacan la plastilina del cofre que está adentro de la caja de juegos, donde ya todo es un revoltijo, Ofelia era quien lo ordenaba a diario. Con Male, se ponen a moldear las figuras de un nacimiento. «Mira, esta es la Virgen», «yo hago el burrito», «me salió el pesebre». Mis pesares y cavilaciones se desmoronan del todo cuando veo que los tres están haciendo al niño. Es de plastilina verde. Se lo pasan de mano en mano. —¡Verde no! —mi voz ha vuelto a mí, y enfática, objeto—. Va a parecer hijo de Laura. —¿Del tanque de guerra?—dice Male, burlona. Mi comentario les da risa a mis hermanos, y a mí se me espanta el último rastro de melancolía. —¡Cómo crees! —dice Javier—, este verde es bien bonito, es verde planta, no verde caca. —¡Verde comida! —¡Verde cacamida! —¡Cacocacamida! En lugar de cara le pone Javier un botón blanco, y a todos nos ganan las carcajadas. Los hoyitos para el hilo le sirven de ojos y nariz, le pintamos con plumón rojo la boca. El Jesusito no tiene brazos, «pero no importa, mira, es un tamal», «es recién nacido, lo envolvieron en su cobija». «¿Le pusiste pañal? ». Cantamos «entre un buey y una mula, Dios ha nacido», y nos vamos a dormir, con las manos oliendo a plastilina, las uñas 15
negras de manosearla, sin lavarnos tampoco los dientes. Yo me quedo en el cuarto de las pequeñas. —Male, ¿me dejas dormir contigo? —Guácala, no. — No seas. —Hueles horrible. Es verdad. Siempre he olido horrible. —Anda, Male. Te doy la mitad de mi domingo si me dejas dormir contigo. Plis... —Ya te dije que no. —Está bien, te doy todo mi domingo. —No. No y no. Mónica ve su oportunidad, me convida a acostarme en su cama, quiere que alguien la abrace para conciliar el sueño y pasarse la noche entera así. A mí no me deja dormir eso de los abrazos, pero como tengo miedo de la visita nocturna de mamá, le prometo que la voy a abrazar «todita la noche». El miedo que me dan las visitas de mamá es un miedo asqueroso, me avergüenza. A fin de cuentas, es mi mamá, viva o muerta, la extraño; quiero verla. Diga lo que diga, me gana el horror de la muerta, por más que yo trate de convencerme de que qué más da, mejor así que de ninguna manera. ¿O qué es mejor?, ¿qué lo abandone a uno su mamá sin decir ni pío, o que regrese a visitar, aunque no pueda hablar? Mi mamá en las noches parece de mentiras, como un Santaclós. No tengo que tenerle miedo. Santaclós, Santamamá. Lo peor no regresó: pensar que yo y ella éramos la misma. Que yo era la muerta. Ese terror se me presentó solo una vez. 16
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A las cuatro y media de la madrugada me despertó el fin del mundo. Intensas luces intermitentes rompían la noche. El cielo se iluminaba rojo, blanco, rojo, blanco. Uno de los caballos del Apocalipsis rechinaba agudo. Oí a otro de los jinetes llegar, este montado en una vaca. No como el gato de los vecinos, nada que ver con Vaca, esta debía ser totalmente negra, la del Apocalipsis. Mugía, aullaba. Gritos. Golpes. Voces. Escuché el timbre de la puerta. Ya venían por nosotros. De puerta en puerta recogían pecadores. Mi pecado: el terror a mi mamá, noche tras noche. Mi pecado: mi cuerpo, boleto al horror. Mi pecado: yo. Aterrada, con el corazón prácticamente afuera del pecho, apreté los ojos. Temblé de miedo. Mi hermanita Mónica se despertó. —¿Qué pasa? Eso sí era demasiado. Que yo sola oyera a mamá, pasa. Que sola muriera de miedo en las noches, soportable. Que sola me creyera ser ella, transitorio. Que solo vinieran por mí vacas y caballos apocalípticos, tolerable. Pero intolerable, insoportable y no pasajero que no fueran solo para mí mis pánicos nocturnos. No para mi hermana, eso sí que no. Saqué fuerzas de flaqueza. Me dije que mi terror se le había contagiado a Mónica. Porque yo temblaba. Intenté contener el pánico. La abracé fuerte, apretado, puse mi mano sobre sus ojitos, cerrándole los párpados. —No pasa nada, chiquita. Duérmete. Sh, sh, sh. La arrullé cantándole que si Santa Ana, que si llora el niño por una manzana que se le ha perdido, que si San José, esas frases que serenan. También me calmaron a mí. Por fin la escena apocalíptica terminó. Regresó la oscuridad total y se dejaron de oír jinetes, caballos, pasos, gritos y vacas apocalípticos. Se acabó el crujir de dientes. Mónica se durmió y yo tras ella.
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A la mañana siguiente no había quién nos hiciera el desayuno. Papá ya se había ido, nos asomamos y no vimos su coche en el garaje. Abrimos una caja de Cornflakes y nos la comimos a puñados. Nos la acabamos. La madrastra por fin apareció, con mala cara (con peor, sería más preciso decir). Pero de pronto se animó. Una sonrisa iluminó su fealdad. Explicó, como si fuera lo más divertido: —¡Quién la viera tan mustia, andaba ya de cusca! Empezó con esto. Yo no sabía qué era cusca ni tampoco mis hermanos, y Mónica preguntó por lo que pescaron sus oídos: —¿Qué es mustia? La madrastra ignoró su pregunta, ni siquiera le plantó la vista encima, y empezó a contarnos lo que aquí sigue, feliz, feliz, como si fuera el chiste del año, y mientras nos lo contaba, meneaba sus pechotes colgantes tras su tenue camisón casi traslúcido, los meneaba, y eran otra manera de cuerear, como lo era su historia. En el baño del cuarto de servicio, Laura había dado a luz. No era gorda, sino una embarazada con faja. No sé si el nacimiento fue a tiempo o si tanto trote navideño, tanto plato y tan distinto, tanto poner un mantel sobre otro y de diferentes colores y tamaños le había provocado un parto prematuro. El niño nació con vida, y lloró. El llanto despertó a la cuñada, quien irrumpió en el baño y encontró a Laura enredando el cordón umbilical sobre el cuello del recién nacido y ahorcándolo con éste. —¿Qué es cordón umbilical? —preguntó Mónica. Madrastra de nuevo la ignoró, y siguió: que la cuñada había tratado de impedirlo, y debió ser así porque con las manos llenas de sangre… Aquí mi hermana mayor tomó de la mano a Male y a Mónica, y dijo: —Vámonos de aquí. 18
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Madrastra dijo: —Nadie se va de aquí, estoy hablando. ¡O ya verán! ¡Dejarme hablando sola!... Se levantó, zarandeando sus dos colguijos repugnantes, y casi berreando continuó: Con las manos llenas de sangre, la cuñada fue a despertar a los pichoncitos, estos llamaron a la policía y a la Cruz Roja. —Y su papá —terminó, muy satisfecha, calmando el zarandeo de sus dos animales— no está en la casa, porque de la Delegación se fue a la oficina, había un problema en la fábrica... ¡ya ven! ¡Lo de siempre! ... ¡Es un inepto! —suspiró, y añadió como para sí—: ¡Ni siquiera sabe bailar! Mi mamá adoraba a su Manuel, lo encontraba nada menos que perfecto. No sé si la estaba oyendo decir tanto improperio enfrente de las pequeñas, el ataque a su adorado hubiera bastado para sacarle chispas. Pero no vi chispas. La luz del día no permite resplandores, apaga cualquier manifestación sobrenatural. La diurna termina por ser más cruel, más aterradora. Una corriente de miedo recorrió mi columna vertebral, como si Vaca hubiera pasado sus uñas, rasgando la piel. Yo supe que ahí estaba mamá. No estaba furiosa. Lloraba, y sus lágrimas eran negras como de un lodo espeso, y casi no caían, le cubrían los ojos, los párpados, un lodo espeso pero ligero que no caía, que se desplazaba trepando por sus pómulos hacia la línea donde empezaba a nacer su cabello. Su cabello, siempre peinado de salón de belleza, que ahí, a media vida media muerte seguía igual, como si acabara de salir del viaje interestelar del secador ruidoso, aquellos enormes secadores que ensordecían a todas pero que a ella parecía no importarle mientras seguía leyendo, leyendo y pensando, y el aire ardiente quería quemarle la cabeza. Antes, cuando estaba viva. Secador perfecto que hasta el más allá o el más acá de su vida muerte la tenía presente ahí llorando y el cabello en su lugar. Ay, su Manuel, lo que había hecho. 19
Cuando madrastra acabó de hablar, nos fuimos al cuarto de las chiquitas. Después se quejaría con papá de nuestras «peladeces», de que la habíamos dejado hablando sola (mentira) y de que nos habíamos acabado «sus» Cornflakes (verdad). Nos urgía hacer preguntas, porque había muchas cosas que no entendíamos. Lo malo es que no había quién pudiera explicarnos. Lo del cordón, por ejemplo. En la escuela de monjas habíamos oído en clase de biología hablar del parto a medias tintas, como toda la educación que recibíamos (a fin de cuentas no éramos sino niñas), pero, o no habíamos puesto atención en el umbilical, o lo habían sacado de su explicación. Mi hermana mayor dijo, como muy enterada: —Lo importante es que nació el niño. —¡Pero lo mató! —le explicó Javier, que aunque tuviera cinco años había capiscado el asunto. En cambio, a ella, una cosa tan horrible, pero tan horrible, no le podía entrar en la cabeza. —Lo ahorcó su mamá, no seas mensa—agregó Javier para que no le quedara duda. —No me digas mensa. —Disculpa. Si quieres no te lo digo, pero eres mensa. Male remató, antes de que dejáramos de lado el tema del asesinado de Navidad: —Así tiene que ser para que vuelva a nacer al siguiente año, ¿si no, cómo? El resto de la temporada navideña pasó sin pena ni gloria. Mi abuela vino a dejarnos unas deliciosas tortas de bacalao. Madrastra no la invitó a entrar. También nos traía regalos, los abrimos parados en la banqueta, eran vestidos, trajecitos, camisas y blusas preciosos. Fuera de comernos las tortas, no hicimos nada más; ni 20
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siquiera nos probamos la ropa. Nos sentíamos como si fuéramos moscas pegándose contra un vidrio. El jardín de al lado estaba vacío. Vaca no apareció, tampoco su reflejo, la Vaca durmiente. Quién sabe cómo, pero se acabó el día. A media noche me desperté en mi cama. No eran los pasos de mamá los que me sacaron del sueño. A pesar del miedo que me provocaba, hubiera preferido su presencia a eso que no sabía qué era; la sensación era peor que oír a mi muerta acercarse, peor que saberla gruñir, incapaz de modular palabra, peor que saberla triste. Me levanté de la cama, por escaparme caminé rapidito hacia el cuarto de las pequeñas. La lámpara del buró de Mónica estaba encendida, su luz caía directo sobre el Jesusito de plastilina que había hecho Javier. El botón que le había puesto en la cara ya no estaba, tampoco de su frente hacia arriba. Faltaba también la otra punta de su persona, donde irían los pies. Parecía que alguien lo hubiera mordido de arriba y de abajo, tenía marcadas huellas que podrían ser de dientes. «Qué asco», pensé. Y me metí a la cama de mi Mónica, la abracé muy fuerte, y después de mucho esperar, por fin me dormí.
✴✴✴
En mi vida, los gatos continúan con seis patas. Mentí cuando al infierno le puse fecha. Es la única mentira de todo lo que cuento. No quería cuerearlos, por eso. Muchos años después —cuando yo había cumplido el doble de mi edad—, no me casé, pero viví con un hombre generoso al que todos, absolutamente todos, adoraban. Tenía un hijo. Me adapté a él por el hijo. No para competir con el hijo —tuve mi dosis de padre en cucharadas grandes—. Lo que tenía yo era una voraz voluntad de sacudirme todo lo que se aproximara a la madrastra aquella espantosa. Yo no iba a ser en nada la madrastra. 21
Me volqué sobre el chamaquito. Fue mi víctima, mi experimento malifranquensteinico. No me interesaba él, y no me interesaba tampoco su papá. Quería probarme y probar al mundo que yo no era en nada ella, la mugrosa. Pero esa, es otra historia.
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EL NEGRO DE LA AUTORA
Cuando llegó el día de la fiesta, había olvidado ya el trabajo que tuvo con su novela. Era el momento de celebrar. Lo demás quedaba atrás. Incluso el detalle que, a los ojos de algunos, podría ser candente: el libro que ella firmaba, no había sido en realidad escrito por su pluma. Le resultaba menos que peccata minuta. Se consideraba en todo derecho la Autora. La idea era de ella —de esto nunca le cupo duda: pergeñó una situación y una trama precarias, las garrapateó en partes, a eso llamaba «mi idea»—, y después de mucho batallar (y no pocas cuartillas), consiguió quien «le ayudara» a terminarla. En todo rigor, a escribirla, pero esto no lo dijo nunca con todas sus letras. A fin de cuentas, nunca dudó que esta era «su» novela. No reconocería que la idea original había sido alterada casi hasta el último detalle por su «ayudante». Démosle por un momento la razón. Ella la había pensado (en bulto, cierto, pero pensado aunque después la novela hubiera ido por otro rumbo), ella había encontrado, con ayuda de sus amigos, quién le ayudara a «pulirla» —en todo rigor, repitámoslo, a escribirla— ella había firmado el cheque para quien la ayudó (y no del dinero del marido, sino de su cuenta personal, de la plata que el papá le diera por su cumpleaños treinta). Ella había encontrado editor, ella había conseguido quién le escribiera los textos de la contraportada (escritores consagrados a los que previamente con gran dedicación se había trabajado, y más todavía: ella les había enviado los textos para ahorrarles el trabajo y para formar con claridad su imagen de autora —frases que no había precisamente escrito ella, sino otro amigo de un amigo—). Ella la promocionaría. ¿Podría alguien dudar de su autoría? 23
Se sabía escritora en toda forma, y solo le faltaba convertirse en una consagrada. Sería fácil. Primero, a dar entrevistas. A conseguir difusión para la novela. A hacer acuerdos para que hubiera copias en todas las bibliotecas del país, en todas las oficinas de quienes han tenido negocios con alguno de los amigos de sus familias, y muchas, en todas las librerías. De boca en boca iba a llegar a vender grandes números. Se iba a ganar en un tris el respeto que se merecía. A fin de cuentas, hacía ya siete años que había tomado su primer taller de narrativa (bueno, no era un taller precisamente, pero algo parecido, y en todo caso no asistió muchas veces y cuando aparecía, llegaba tarde, pero se justifica porque tenía un bebé y a medio curso se embarazó del siguiente), su constancia merecía todos los honores, y los iba a obtener. Ya desde aquel lejano entonces tenía ambiciones literarias. Había solicitado al coordinador del taller (un escritor algo menos que más) que le diera una carta de recomendación para obtener una beca de una (prestigiosa) fundación, y el güey se había negado, diciéndole —con tono profesoril— que era un desacato, que ella no tenía trayectoria alguna como escritora y que era ridículo la solicitase. El mediocre no entendía que se la iban a dar si la pedía, ella estaba convencida de esto, porque su marido había hecho negocios con uno de los que financiaban la operación, y además, porque habían cenado con ellos en casa. El escritor ese no tenía cabeza.. Desde ese día, ella lo tachó de la lista. Lo consideraba muy poca cosa. Ni hace falta decir que no se volvió a presentar en el taller. Era graciosa y aplicada, había visto con atención en YouTube lo que autores «mayores» e «importantes» decían del oficio de escritor y sabía repetirlo imprimiéndole un tono «personal» —y al decir tono, queremos decirlo literalmente: decía las frases con la cantinela propia de las «niñas» de su clase social, barrio, escuela primaria y ciudad—. Había sido alumna durante la maestría de Escritura Creativa de tres o cuatro muy conocidos autores y algunos menos conocidos, pero sin excepción habían publicado libros, tenía nexos, relaciones. Se sentía en el centro del mundo literario.
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Pensaba ya en su siguiente novela. Comenzaba a preguntar aquí y allá sobre el tema —era su manera de hacer investigación—; había conversado largo con su editor sobre cuál era el tema conveniente, cuál intrigaba a los lectores para invocar a la suerte. Drogas, no. Tráfico sexual, ya no. La frontera de México, posiblemente. Los que viven con un pie aquí y el otro allá, tal vez. Mejor que nada: una combinación de todo lo dicho, añadiéndole una pizca de sexo. Porque a fin de cuentas esto era todo un asunto de suerte. Y de relaciones. Lo de la suerte, podía custodiarse, para empezar, no olvidando ir a misa, y esto no por ser supersticiosa sino porque era a sus ojos lo elemental. Lo de las relaciones, ya tenía a toda la familia (sanguínea, consanguínea, política y financiera) trabajándole lo del libro. Su mamá, a todo motor. Su marido, a todo motor. Sus hermanos, a medios motores: los dos eran profesionistas y sospechaban que ella —«la frívola» era el apodo con que la nombraban en sus constantes conversaciones telefónicas—, no había escrito el libro que había publicado. Cuando en las vacaciones de Semana Santa (estas coincidían con el cumpleaños de su mamá y se reunían sin excepción a celebrarlo) estando en la casa familiar de la playa, el mayor le preguntó: «¿Y se puede leer, o es abstracta?», ella tuvo un arranque de cólera. «¡Abstracta! ¡Es una novela!» No le volvió a dirigir la palabra en dos días. Le perdonó la ofensa cuando recordó que, en la universidad donde él había sido asistente de profesor por un par de semestres enseñaba Harold Bloom. «¡Oh! ¡Harold Bloom!». La pura mención de ese nombre le sacaba suspiros. Jamás lo había leído, pero tenía sus libros (y su tomote de Shakespeare en la sala, «un librazo», decía, sin haberlo siquiera ojeado), la impresionaba mucho. Sabía que Harold Bloom era la mejor manera de quedar consagrada. Entre Bloom y ella mediaba su hermano, «ese maldito». Así que le perdonó el insulto y pasó el último día de vacaciones conferenciándolo sobre las virtudes de su novela, que eran muchas y que ella había estudiado con detenimiento. Estaba preparándose, entrenándose, para la ronda de entrevistas y presentaciones. Casi convenció a sus hermanos. Por lo menos, les sembró la duda. 25
Su papá simplemente la adoraba. Era su única hija mujer, la benjamina. A sus ojos, los dos hijos varones no tenían ambiciones. Ella sí. No necesitaba luchar demasiado: su puesto cercano a la presidencia le daba acceso a todos los posibles auxilios que llegara a requerir la hija. «Debes publicarla antes que termine el sexenio», fue su único comentario y recomendación. «Avísame con tiempo que va a salir para encargar trescientos ejemplares para mis amigos». «¿Trescientos nada más, pa?» «Que sean seiscientos… Bueno, ponle mil». Su marido, con el que se había casado muy jovencita y tal vez algo enamorada —tanto como su temperamento lo permitía—, ganó una fortuna en dos negocios milagrosos en dos booms diferentes e igualmente efímeros. Por sus negocios, viajaba continuamente. Los viajes de él la habían ilustrado en las artes amatorias bajo la tutela de distintos maestros. Hombres muy interesantes, periodistas, académicos, diplomáticos «súper— inteligentes»; ya tenía suficientes negociantes y políticos en la familia. Estaba convencida de su irresistible atractivo. Lo cierto era que la cartera del marido si era un imán poderoso. No es que fuera fea (no lo era), pero los cientos de millones de dólares obtenidos de negocios que no habían requerido un céntimo de inversión en el tiempo que le toma a un relámpago formarse, caer y ser olvidado, tenían como un sex appeal irresistible. Ella era una pipa al dinero. Un enlace directo a fajos de dólares. Una boquilla que conducía a la billetiza. El marido no era tonto. Era protestante, creía en lo que decían las palabras, en las de él y en las de ella, y por esto, todo iba sobre ruedas. En cambio, ella era mexicana, decía lo conveniente y hacía cosas muy distintas de las confesadas. A él le bastaba con lo que ella verbalizaba, su entorno le había creado otra percepción de la verdad; una muy distinta. La fiesta del libro sería en un ambiente literario, respetable, fundado por escritores a los que se ha procurado olvidar, y cuyo nombre ella, nuestra novelista festejada, no ha oído jamás mentar. No le interesan sino los «consagrados». Los fundadores del lugar, 26
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los que le habían dado prestigio, los que habían trabajado no son consagrados, sino, decía ella «escribidores, gente sin ambición». Ambición era la palabra clave. También se entrenaba oyendo audiolibros mientras estaba en el gimnasio. No quería que le fuera a ocurrir la vergüenza de Vicente, aquel amigo de su tío que ocupó la silla presidencial y que, no sabiendo pronunciar Borges, dijo Borgues. Un día, por esas fechas, algo similar le había pasado a ella. Creía que nadie se había dado cuenta. Había dicho «Loup» queriendo decir Lope. Se refería a Lope de Vega, porque sospechó que podía ser un inglés. En la conversación de aquel primer taller o no —taller al que había ido a veces—, pasó que en una sesión hablaban de traductores, ella había dicho: «La traducción de Loup en la editorial Aguilar, a mí me parece lo mejor». ¿Alguien cayó en la cuenta que había dicho «edición” cuando quería decir «traducción», y que Loup era Lope? Si fue el caso, prudentes, cerraron el pico. Ella cayó en la cuenta el siguiente fin de semana, cuando tuvo un momento de paz en casa, tras dormir al niño, cuando vino a buscarla para alguna de sus muy ilustrativas lecciones amatorias el maestro en persona, un poeta de origen alemán que admiraba este autor. Tomó el libro en las manos y dijo «Lope», no «Loup». —¿Quieres decir Loup, amorcito? —No, ¿cuál Lup? Lope, Lope de Vega. —Abrió el volumen de «Loup»”. Vio el «de Vega». Cayó en la cuenta de que edición no era lo mismo que traducción. Buscó el traductor, para presumirlo en la siguiente sesión, pero no lo vio. Abrió la británica, y ¡tachán!, supo que Lope de Vega no había escrito originalmente en inglés ni siquiera en francés, sino en vil, simple y vulgar español. Debemos disculparla: su licenciatura la había obtenido en Relaciones Públicas —en una universidad privada, para señoritas—, no en Literatura. Por cierto, en honor a la verdad, las lecciones amatorias a las que la sometían los viajes del marido no eran tan interesantes. 27
Un diplomático de alto rango de Tailandia tenía problemas de erección. Con ella, solo con ella. Nunca se atrevió a pedirle la plata que desesperadamente necesitaba, por estar avergonzado de lo mismo. Se ahorró la negativa: ella jamás le habría prestado un céntimo. Ni a él ni a nadie. Ahora estas cosas quedaban atrás, era su momento de gloria. Se presentaba la novela, medios, fiesta, amigos, relaciones… La había tomado una editorial muy de acá, donde publicaba alguno de sus maestros. Sería de primera. En la fiesta de su libro hablaría una de las más consagradas autoras mexicanas, una periodista encantadora y fiestera, aunque algo mocha (rasgo muy conveniente para el sexenio), quien tiempo atrás había escrito ensayos académicos muy al día y bien documentados, sazonados con un conocimiento profundo del contenido de las revistas para adolescentes, chismes de divas, apuntes de la moda, sobre todo vestidos, era su fuerte, y un narrador que estaba en el candelero por haber confesado públicamente que su amante predilecto era su perro, y que insistir en que lo suyo no era zoofilia sino amor auténtico. Llevaba un año en una cruzada: la legalización del matrimonio entre un hombre y su perro. Su familia tenía recursos. Lo apoyaban con el aparato legal. Tenía opiniones muy personales. Insistía en que, si Hitler hubiera tenido un pelo más de arrojo, se habría casado con Bondy, su pastor alemán, y no con Eva Braun, agregaba entre risitas: «Tendríamos una víctima menos del nazismo, la rubiecita no habría trabado la pilule de cianuro». Su francés era perfecto. Dejémoslo de lado —aunque sea un personaje fascinante, quizá tanto como su perro, un labrador inteligentísimo y tan bello que en verdad daban ganas de casarse con él—, porque él no es nuestro foco y es injusto robarle cámara a la Autora. Esto sería en la capital de la República que tenía en suerte contar con ella como una de sus hijas a punto de ser célebre. Para la presentación de su libro en el sureste de ese país había invitado a una escritora diferente, algo izquierdoza, que escribía también ficción, estaba muy politizada, y a un señor arzobispo. 28
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Para la del norte, a un cura de cuello blanco y a una autora de libros de autoayuda. No en balde había estudiado Relaciones Públicas. Llegó el momento de la fiesta. Ya podía considerarse una autora de la Liga Mayor. Estaba todo el mundo. Era un exitazo. Llevaba un vestido precioso. Había sido difícil elegirlo. Debía parecer seria, debía verse bien. Por fin se decidió por uno que no parecía de diseñador. Hasta aquí, todo lo que he contado es estrictamente cierto, lo sé de primera mano (de primeras manos, porque tengo distintos informantes). De aquí en adelante, recurro a la imaginación. Apenas llegó al lugar de la fiesta, su editor le avisó que no se presentaría la periodista. —¿Envió su texto? —No. Se enfermó. Nada iba a ser una nube en noche tan luminosa. Dejó de pensar en ella de inmediato. Una actriz de moda leería un fragmento. Pasó al salón y le extrañó ver en la última fila al «corrector» de su novela, pero de inmediato se dijo «¿Por qué no había de estar? Es un día importante». Hasta él había venido hasta aquí para aplaudirla. Este negro a quien había pagado por terminarle la novela era un rubio formidable, en varios sentidos. Primero, y el más notable, por su manera de beber. Sabía hacerlo como un auténtico e imponente cosaco. Lo segundo era su apellido. Nuestra protagonista no sabía que el papá había sido secretario de Gobernación en la bonanza petrolera. Ese sí que tenía conexiones, era amigo de urbi et orbi; le avergonzaba el hijo, por borracho, porque estaba convencido de su talento, porque era su único varón y porque no servía para un carajo. Ya pasaba de los treinta y no había hecho nada, pero nada. La manera que el padre tenía de presionarlo, era reteniéndole dinero. «A ver si 29
así se espabila». Pero nada, y con el conque de espabilarse para sí mismo, pasaba los días de whisky en whisky. Eso sí: el mejor. Cuando le cortaron la mesada, se birlaba las botellas de la cava de su papá. En una de esas excursiones a la cava paterna, el rubio formidable llegó acompañado de una amiga. Rubia como él, hermosa como si fuera su hermana, y borracha como si compartieran el mismo mensaje genético. Tenían cosas en común, de niños habían ido a la misma parroquia, al mismo catecismo, a los mismos ejercicios espirituales con los mismos curas, de cuyo caso no queremos acordarnos aquí. Fuera de eso, no había parentesco, aunque —como dijimos— lo pareciera. La rubia perdió toda compostura adentro de la cava paterna. «Esto es tener de qué ufanarse», dijo a todo pulmón, «¡qué demonios hace tu papá!, debe ser millonario». Grito y grito. Hasta se puso a cantar para celebrar la calidad de las botellas. Perdonémosla: estaba embriagada. Los ruidos llamaron la atención del dueño de la cava, que dejó el sofá desde donde veía una película —La naranja Mecánica—, la puso en pausa, se calzó las pantuflas, se ató bien el lazo de la bata, y bajó. No había nadie en la sala. Nadie en el estudio. Nadie en el comedor. Nadie en el antecomedor. Estando ahí, otro grito de mujer lo guió hasta la cava. Se quedó impresionado con la belleza de la rubia y se puso furibundo con el hijo. «Esto amerita una conversación seria. Les invito un whisky ». Los acompañó hacia la biblioteca. Hacía mucho que padre e hijo no se sentaban a platicar. Mejor dicho: que el padre no se paseaba enfrente de él a sermonearlo. La vista de la rubia lo puso así. Quería seducirla. A como diera lugar. No conocía más lenguaje de seducción que imponerse dando sermones. Nuestro rubio formidable (porque a nosotros él es quien nos parece formidable) reaccionó como no lo había hecho nunca 30
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antes. No iba a dejar que su padre lo ninguneara enfrente de su compinche de aventuras nocturnas, su compañera de correrías etílicas, su amiga del alma. Estar con ella lo envalentonó. Y sacó la sopa: —Pues ¿sabes qué, pa’? Escribí una novela, completa. La hice por encargo. No está nada mal. Me la eché en tres semanas. —No solo no está mal, yo la leí y está buenísima —acotó la rubia. «¿Cómo que por encargo?», y etcétera, etcétera. El papá quiso saberlo todo. Para un hombre de su generación, esto era el colmo de la corrupción. No se lo parecía haber asaltado al patrimonio de la nación articulando una red de venta ilegal de petróleo, haberse aprovechado de sus cargos públicos para hacer negocios personales ni tampoco ninguna de las prácticas a las que le había dado rienda en su hilacha. «Esto» sí que no. No se lo confesaba, pero «esto» era para él el último escalón de la indecencia. Me permito acotar que su juicio estaba sesgado por un detalle: el apellido de la impostora y de su propio hijo le presentaban la situación como un mano a mano entre la casta priísta y los advenedizos, oportunistas panistas, de ahí el intenso vigor del “esto sí que no». Se dirigió a su estudio. Para algo sirve internet. Encontró pronto a la impostora, la editorial, el título de la novela de «su» hijo, la hora y lugar precisos de la presentación. Para entonces, rubia y rubio estaban tan borrachos que no podemos afirmar si el padre copuló o no con la chica. Mi opinión personal es que no, para empezar porque todas sus energías se le habían ido en «esto» y en planear cómo ganar el «match histórico». Lo segundo es porque de tan ebria ya no parecía atractiva. Ahorro al lector los pormenores del obvio desenlace. Una llamada telefónica a un amigo periodista del exministro desató el escándalo. La mocha y respetada que iba a asistir a la presentación se salvó del ridículo gracias a un pitazo del escritorio; no era una recién llegada. 31
A medio acto, al término de la intervención del autor candelero, un gacetillero de la fuente cultural salta con «¿me permite la autora una pregunta?, soy del periódico tal y tal», y ¡sómpatelas! le avienta en cara ante el salón lleno, que ella había pagado tanto y tanto con un cheque número tal y tal, que si era verdad. Ella, venciendo los nervios, como una verdadera profesional tomó el micrófono, se dirigió al fondo del auditorio, y procedió a negarlo, hablándole directamente al rubio formidable, su negro —una imprudencia, lo reconocería más tarde—. El gacetillero dijo que era precisamente ese con quien ella estaba hablando el que había recibido el cheque. La Autora al micrófono volvió a hablar al mismo punto, la voz desencajada: «¡Te voy a demandar!, ¡firmaste que no dirías nada!». Su marido, que había viajado de la ciudad americana donde la pareja tiene asiento, a pesar de no hablar español, fue informado por su vecino de silla que desconocía el parentesco de lo que pasaba. Todo lo demás apareció en los periódicos. Corrió como fuego en pasto seco —sobre todo porque era el fin del sexenio, el atacante era priísta de vieja cepa, un momento ideal para quedar bien con su camada—. El rubio formidable, el hijo borracho del anterior ministro, se negó a dar entrevistas, pero no lo desmintió. Su padre lo tenía amenazado de muerte si se atrevía a negar que el libro —que no era tan malo— no era de él. A la mamá de la Autora se le reventó la úlcera. Sus dos hermanos tragaron con dificultad la humillación pública, y celebraron en quedito la caída de «la frívola». El editor se lavó las manos. El departamento de mercadotecnia de la editorial le añadió al libro una fajilla: La joya del negro de una «autora». La vieja periodista sacó su columna semanal machacando el tema. El papá de la Autora dijo que todo era «un complot» de los 32
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priístas, «una infamia». Llegó tan lejos que se atrevió a afirmar que «lo pagó el narcotráfico». No distribuyó los mil ejemplares que había comprado. Los críticos literarios celebraron la novela. Propulsada por el chisme y tal vez también por su calidad —porque no estaba tan mal, dicen, yo no leo esas cosas—, la novela se vendió como pan caliente. El rubio formidable empezó a escribir su siguiente libro. Mismos personajes, mismo ambiente, diferentes momentos de su vida. No podemos dar pormenores de qué le pasó a la Autora, por lo que nos detenemos aquí. De ser rigurosos, nos habríamos contenido un poco antes. El lector perdonará que nos hayamos alargado en fantasías: lo único que sabemos es la primera parte, el desenlace lo inventamos para no deprimirnos.
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ROSALBA
Teníamos 17 años. Ella era muy morena, el cabello también muy negro, abundante, lacio y opaco, como hecho de algodón que no de seda. Nada agraciada, pero el dinero de la familia le daba un barniz de elegancia, y porque su mamá, que tenía fama de bella, se esmeraba en mejorar el aspecto de la hija. Tampoco era inteligente, ni tenía chispa, aquí no ayudaba su origen. Sobresalía en los deportes, pero tampoco la recuerdo ahí como una incansable, que era el caso de Rosi o de Tinina. Se llamaba Rosalba, su apellido traía la mezcla de ingeniero prominente, hacendado prerrevolucionario y político postrevolucionario, arquitecto famoso, obispo, banquero, coleccionista de autos deportivos y novio de una actriz de moda, así que aparecía mencionado a menudo en los periódicos, bien en las páginas de sociales, en finanzas o política, y en las revistas de arquitectura, nacionales e internacionales. No éramos amigas pero, por una u otra razón, terminamos un día en la misma fiesta, uno de esos reventones de principios de los setentas, rock duro, sexo, drogas, cosas de los tiempos anteriores al sida. No me queda claro por qué andabábamos en la misma parranda con los de mi banda de rock pesado. Es posible que porque uno de ellos viviera muy cerca de su casa, y que por eso se conocieran, pero no me acuerdo de mayor detalle. De aquella fiesta interminable en la que coincidimos (juntas, pero no revueltas), recuerdo una imagen de Rosalba en la que ella no aparece de cuerpo entero, solo una porción de piernas. Fue así:
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Pasamos a dejarla, y uno de la banda, Pepe, el guitarrista, la siguió para usar el baño. Pepe no regresaba y nos impacientamos. A instancias del del volante (el que era vecino de Rosalba, bajista y vocalista de la banda, antes de la Three Souls), bajé del auto y entré a buscar a Pepe. La luz de la madrugada empezaba a pintar. Subí las escaleras que bordeaban el jardín de la hermosa mansión diseñada por el tío. Crucé un primer salón de techos muy altos y amplios ventanales hacia el jardín. Los encontré en el segundo salón, réplica del primero. Sobre un amplio y largo sillón, Pepe, los pantalones en las rodillas y el resto de la ropa en su lugar, estaba entre las piernas acuclilladas de Rosalba. No había ruido, y como solo vi un parpadeo no alcancé a percibir movimiento en esos cuerpos sin entusiasmo. Regresé al auto, no expliqué nada. La imagen de los dos tumbados en el sofá me desagradó. No había irrumpido yo en una escena de intimidad o erotismo sino de tontería o abandono, un acto de simple desidia. En cosa de cinco minutos, Pepe entró al auto, fajándose la camisa en los pantalones, como si viniera del baño. Tampoco dijo nada. Arrancamos, y nos fuimos. Nunca se lo platiqué a nadie, lo cuento por primera vez. Rosalba no se enteró que yo los había visto. Poco después, cuando fuimos a recoger los certificados de estudios en una reunión oficial de fin de curso, Rosalba contó que sabía de un trabajo temporal muy bien pagado: la Embajada americana buscaba edecanes bilingües para la Feria Internacional Ganadera. Solo yo presté atención. Las más de mis compañeras se iban en breve de vacaciones, casi todas al extranjero. A mí me urgía el dinero, ya no vivía con mi papá, mis ingresos eran más que minúsculos. Pregunté detalles a Rosalba, me especificó el contacto, y me dijo que ella sí lo iba a tomar. Llamé por teléfono ese mismo día, fui a la entrevista de trabajo, y me seleccionaron en el punto.
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El primer día laboral nos citaron dos horas antes de que abriera la Feria al público en el Palacio de los Deportes. Me sorprendió no estuviera Rosalba entre nosotras, no había dos turnos, entrábamos a las diez, no saldríamos hasta la noche, era la jornada completa. El stand era amplio, el más grande de toda la Feria. Consistía en un pequeño privado (sin techo pero con paredes y puerta) y dos áreas amplias y alargadas, una con sillas y mesas, en el otro extremo una barra alta al centro y bancos altos, a un lado, la cafetera, sodas y no recuerdo si galletitas o sándwiches o nada de comer. Las otras edecanes no tenían ningún parecido con mis compañeras de preparatoria. Eran algo mayores que yo, las más casadas, algunas con hijos, traían el cabello corto, se maquillaban. Yo llevaba la cara lavada y el cabello lacio, como sale de lavar, bajo los hombros. Todas habían llegado en sus propios automóviles, yo en un inverosímil transporte público, defendiéndome de los manoseos y empujones libidinosos. Una de las edecanes me ofreció aventón, vivía en la Del Valle, me solucionó de ahí en adelante la insoportable aventura del largo viaje. Incluso por las noches me dejaba en la puerta de la casa donde yo vivía, recogida por la mamá de fue mi mejor amiga en la prepa. Nos entregaron los uniformes, a cada una su mini vestido de grueso, pesado poliéster rojo tendiendo a naranja, y un pañuelo con los restantes colores de la bandera americana. En lo que procedía la inauguración —el corte de listón, etcétera—, las edecanes nos cambiamos en el privado, y unas a otras nos arreglamos los cabellos y nos acomodamos los pañuelos porque no había espejo. Éramos las intérpretes de los ganaderos gringos. Yo leía con fluidez el inglés, había escrito en la escuela mis papers sobre Emily Brontë, la Dickinson, James Baldwin, pero aquí se trataba de entender el cerrado acento de los sureños, las expresiones de su oficio en las dos lenguas, y pasar del inglés al español (y viceversa) diversas cualidades de las matrices de las vacas, virtudes de los sementales, capacidad de las ordeñadoras, 36
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resistencia de los ejemplares del ganado a las inclemencias del clima y otras por el estilo. Nada sencillo. Me empeciné en cumplir, me quemé las pestañas con un diccionario prestado en el que no siempre encontraba los términos. No me achiqué, pregunté, hice metáforas, busqué suplencias y me esforcé obsesivamente. La verdad es que terminé por encontrarlo divertidísimo. Mi entusiasmo debió tener alguna gracia. Uno de los ganaderos, al que los de la embajada trataban con gran deferencia, me eligió como su guía. Entre un cliente y el otro, me preguntó qué estudiaba, donde vivía, y yo le había contado mi historia, la madrastra y sus maltratos, el padre colérico, mi condiciones precarias, mi convicción de que yo era escritora. Era un buen hombre. Me ofreció trabajo en su rancho. Me estaba tendiendo una mano. Ante mi instantánea negativa —había entrado a estudiar Letras Hispánicas—, intentó convencerme, explicándome que podría estudiar por las tardes, que ayudaría en la oficina, que su esposa Nancy estaría encantada. Conservo la carta que me envió con el sobre membretado en letras azul oscuro y el nombre de su rancho en Texas. Si hubiera reconocido su firma, lo habría incluido en la dedicatoria de mi novela Texas, pero olvidé su nombre, no reconozco la firma garrapateada en la carta, y no lo pude googlear porque no recuerdo su cara. Solo el porte, la altura, el sombrero, las botas. Era un vaquero auténtico, de allá de aquel lado. El último día de labores (un domingo por la tarde había un gentío), se apersonó Rosalba. Venía acompañada de un novio del que yo no tenía noticia. Se sentaron en los bancos altos de la barra del stand. Se sirvieron un café. Pacientes esperaron a que yo tuviera un momento libre. Me senté frente a ellos. Primero habló él. Me explicó, en corto, de sopetón, que venían a cobrar su parte del salario. —¿A cobrar qué? —Nuestro 50%. Nosotros te dimos el trabajo. —Ustedes no me dieron nada. 37
Intervino Rosalba. —Yo te dije de esta oportunidad, no te hagas. —Tú no trabajaste, Rosalba. Pudiste aceptar el trabajo. —No en su condición —dijo él, con un gesto de manos que los señalaba como pareja. No entendí a qué se refería con «su condición» ¿Es que vivían juntos? Si fuera el caso, no importaba. —¿De qué hablan? ¿Porque viven juntos? —¡Cómo crees! —dijo Rosalba—. Yo vivo con mis papás. —¿Por qué te voy a dar mi dinero que me he ganado con tanto esfuerzo? No. De ninguna manera. —No seas gacha —dijo ella. Él usó otro tono. Estaba hablando de negocios. No me miró a los ojos. —No te estamos preguntando. No te queda de otra. —Claro que no les doy dinero. —Nosotros te dimos el trabajo —repitió él, amenazante. —No, Rosalba nunca me dijo que eso fuera una condición, yo no lo habría aceptado. —Así se hace —dijo él categórico—, no seas ignorante. Me llamó mi jefe. Alguien necesitaba equis traducción. Fui. A duras penas podía contener las lágrimas de furia, pero me esmeré en traducir las frases del hombre que deseaba información de unos sementales. Tras este, vino otro, interesado en caballos. Rosalba y el novio aquel no me despegaban los ojos. Como si yo me fuera a escapar, dos aves de presa. En cuanto tuve una pausa, ya no solo era furia, la humillación me hervía la sangre. La 38
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parejita seguía ahí, sin despegarme los ojos, y cuchicheando entre ellos. Sentía ganas compulsivas de llorar. Una compañera me preguntó qué me pasaba, yo que siempre parecía tan contenta. Le expliqué en dos patadas el ultraje. Se me salieron las lágrimas. Entré al privado por un pañuelo, y a calmarme. Apenas salí, ya recompuesta, volví a ver a la parejita agarrándome con sus cuatro oscuros ojos. Mi jefe se me acercó, contrito. Mi compañera le había explicado la situación. —Esto es muy grave —me dijo en mal español—. No debe usted darles dinero de su pago. Usted hizo el trabajo. No tengo nada que ver con ellos. Es muy grave. Me podría costar una sanción, si hay algún malentendido. Es necesario le quede claro a usted que yo no tengo nada que ver con ellos. Le avergonzaba y le preocupaba la situación. Alcé la vista, aún llorando. Rosalba y su novio seguían ahí, pero por el momento miraban hacia otro lado. —A trabajar —dijo mi jefe—. Ahí haces falta. Me limpié la cara, y seguí de vaca en vaca, de toro en toro, de caballo en caballo. No hubo ceremonia de clausura, la feria acabó cuando lo indicó el reloj. Todos los paseantes debieron salir, incluso Rosalba. Una por una pasamos al privado a recibir nuestro cheque y firmar de recibido. Mi jefe me felicitó. Repitió, «no debe usted darles nada, es ilegal lo que le piden; si tiene algún problema, llame a la oficina». El truhán y Rosalba no me volvieron a buscar. Nunca la he vuelto a ver. Nunca conté a mis ex compañeras de clase que quiso cobrarme la mitad del pago de un trabajo que mi sudor me costó. No tuve ocasión para hacerlo, cambié de vida, escritora inédita pero segura de mi destino y en otros meridiano de la ciudad. Supe con los años que Rosalba era idéntica a su tío 39
arquitecto de éxito. Coincidí con él en varias ocasiones. Tenía la misma forma de la cara, los mismos ojos sombríos. Sobra decir que a él nunca le dije que había ido a la escuela con su sobrina. Fue por azar que me enteré de lo que sigue. Ocurrió tal vez un año después del incidente de la feria ganadera, y no tiene relación con ello. Dudo que Rosalba siguiera con el mismo novio, aunque es posible. De lo que no cabe duda es de que seguía viviendo con sus papás. Había ganado peso. La mamá, correspondiendo, la llevo a un consultor que la sometió a ejercicios para ponerla en forma. El problema eran la barriga y la cintura, así que se le recetaron rutinas pertinentes, más una dieta estricta. Una noche, la dio un fuerte dolor, y empezó a sangrar. Llamaron al médico de urgencia, el médico a la ambulancia. A bordo de la ambulancia, su mamá al lado de la camilla, «Qué tengo, mamá? Me voy a morir?», «ayuda, hija, puja,estás embarazada». Llevaba seis meses de embarazo. Su cuerpo de muñeca aplastada por otro cuerpo tumbado sobre el de ella había vivido las semanas de transformación sin percibirlas, haciendo ejercicios y dietas para disminuir su expansión desconectado de si mismo. Es posible vivir así. No la culpo, no la veo como a una criminal sino como eso que digo: alguien ausente de sí. Me he acordado de Rosalba hace unos días por una noticia que leí en los periódicos . Una jovencita de 25 años es acusada de asesinar a su recién nacido en un baño de su lugar de trabajo, una sucursal de Liverpool en San Juan del Río, en Querétaro. Está presa. La defensa esgrime que ella desconocía su estado. Las autoridades la compararon a «una perra». El reporte médico explica que anteriormente había sido diagnosticada de hipertiroidismo porque subía de peso, sufría de vertigos y retraso en su ciclo menstrual. Rosalba participa en el grupo que las exalumnas del colegio han formado en Facebook. Con frecuencia invita o pide 40
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esto o lo otro, interactúan entre ellas, se ve que son amigas. Ni ella ni ninguna de las otras ha salido a la defensa de la jovencita que dio a luz en la doble oscuridad del baño de una tienda de departamentos y sin tener idea traía cargando un hijo. Se llama DafneMcphenson Veloz, carga una pena de 60 años por el asesinato de su hijo.
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DiseĂąo: Pablo Sanchez
Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.
Otros títulos: Heroinas sin Coronilla, Antología Cuento Viscarra en Cartón, Antología Cuento y poesía Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Pablo César Espinoza, Cantar, reir llorar Beto Cáceres, Línea 257 Cuentos desde la masa, Club del cuento “Pan de Batalla” Juan Malebrán, Reproducción en curso Santiago Roncagliolo, El arte nazi Juan Pablo Salinas, Moscardon bistrot Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Vanm Jaliri, Los poemas de mi hermanito Lourdes Saavedra, Lullaby Gabriel Pantoja, Plenilunio Roberto Oropeza, Invisible Natural Premio de concurso breve Óscar Cerruto, UMSA