Cecilia De Marchi - Blanco

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Blanco



Cecilia De Marchi Moyano

Blanco

Y erba M a l a

Cartonera


© Cecilia De Marchi Moyano, 2015 © Editorial Yerba Mala Cartonera. 2015 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

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Telfs. 70751017, 70727847 Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.

Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi


A Mireya Somoya Uriarte, por todo.

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Blanco

El doctor me ha dado un cuaderno. Me pidió que escriba. Odio los cuadernos nuevos. Me dan vértigo. El papel en blanco es un reclamo, una obligación, un recordatorio de cuánto nos queda por decir, recordar, escribir para que todo tenga un sentido, cumpla un destino. La función del papel es igual a la de una mesa. Una mesa que hay que servir, como tantas veces que puse los cubiertos y preparé el almuerzo. Una mesa que está pensada en ser compartida, donde se ponen los platos para que otros también prueben lo que antes se ha preparado con cuidado. No me gusta cocinar.

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Estoy encerrada. Dicen que me quedaré por siempre. No entiendo muy bien por qué. ¿Por qué me dejaron aquí? Las paredes son blancas, blancas como el papel que tengo delante, blancas como las batas de todos los guardianes que van de un lado al otro, indiferentes, blancas como mi memoria.

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Recuerdo haber amasado todas las mañanas una mezcla de harina, huevos, levadura. Bajo el sol de la mañana, por varias horas, con fuerza. Recuerdo llevar esta masa a la casa de la esquina. Era la casa de la mujer que tenía el único horno del barrio. Una chola redonda, con ojos desviados, muy amable. Cobraba poco y nos dejaba poner las latas untadas con manteca, con las pequeñas bolas que salían con ese aroma inconfundible de pan, de desayuno, de familia. No recuerdo la receta.

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4243 era mi primer número de teléfono. La primera vez que lo usé fue para llamar a mi madre y despedirme. Se iba a la capital para buscar a sus parientes y resolver los asuntos legales después de la muerte del abuelo. Las herencias vienen con demonio, decía. Se apodera de uno el deseo de ser el hijo preferido, el amado, Abel. Volvió al cabo de cuatro meses de abogados, notarios, tardes en la plaza. Llegó con el dinero suficiente para comprar dos casas grandes, pero optó por conseguir solo una pequeña y un marido más joven. Quería sentirse casada por primera vez. No le importó mucho el resto. Su esposo la dejó en cuanto se acabó el dinero. Mi madre se quedó conmigo. Él se quedó con la casa.

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No siento el paso del tiempo. Tal vez nunca pasa. Sigo sintiendo el jalón del pelo cuando mi madre me hacía las trenzas para salir al colegio de las monjas irlandesas. Me dejaba impecable. Sigo sintiendo algo extraño cuando recuerdo la fiesta de mi matrimonio. Mi primer parto. Los primeros viajes, las primeras pérdidas, los últimos banquetes, los primeros olvidos, el rincón de las llaves, las flores del jardín, el olor del pan, todo, todo está presente y desordenado. No siento el paso del tiempo, solo una acumulación, como polvo sobre los muebles.

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…fue entonces que mi hija nació, tan fácil. Parecía tan fácil todo. Mi suegra me visitaba, íbamos al cine una vez al mes y de vez en cuando ir a bailar boleros en casa de la tía Rosario, que hacía grandes fiestas. El pan de las tardes. Lo preparábamos con mi madre, que siempre tuvo tan buena memoria. Será tal vez la comida, será que necesito entrenar, será que por las peleas con mi esposo, los golpes, la muerte del pequeño, las hijas y la vida, tal vez todo eso haga que las personas olvidemos y acabemos creando la historia que quisimos, como si fuéramos ganadores de batallas que nunca peleamos, y el resultado es siempre favorable para que no nos duelan las derrotas cotidianas, y por eso nos resulta tan fácil mirar a otro lado y sentir que la vida es fácil, como cuando íbamos al cine una vez al mes o venía mi suegra…

¿Me escuchas cuando te cuento mi vida?

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Me hubiera gustado estudiar letras. No pude hacerlo, no tenía título de bachiller. Estudié en un colegio privado, pero era bastarda. Sigo sintiendo una conmoción cuando escribo esa palabra. B a s t a r d a. Como si haber nacido no fuera suficiente condena.

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Desde mi ventana se ve una maceta en el centro del patio de cemento. No se puede ver otra cosa, el edificio cubre el horizonte. La planta estĂĄ seca. Nadie la ha regado desde hace mucho. PedirĂŠ a las mujeres que me visitan que me traigan una nueva para ponerla allĂ­. Tal vez una violeta.

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Nos llevan a todos al “salón de juegos”, una serie de mesas y lugares donde nos dan tareas. Nos ponen a jugar cartas, a hacer bailes de salón, tocar el piano, ver alguna película en la diminuta pantalla. Se supone que nos debe tener distraídos y con la mente en funcionamiento. No quiero ver la televisión. Mi mente funciona, pero en otro modo: solo está desordenada. Como las hojas después de los ventarrones. Como las charcas después de la lluvia. Como el cuarto de los niños al final de la tarde.

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En la habitación del frente hay un anciano que por las noches se levanta y busca a su hijo. Dice que se le soltó de la mano cerca de la estación de trenes. Toca cada puerta y pregunta si lo vimos. “Es pequeño, no podrá encontrar la casa, ayúdenme”.

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Cocinar era otra cosa. Era mucho más complicado entonces, me tomaba mucho tiempo, sobre todo por el anafe a queroseno que me compró mi esposo. Picar las cebollas, sí, cantidades ingentes de cebollas, zanahorias, zapallos, pelar arvejas. Mucho ajo. Dejaba el ajo para el final. Lo picaba por último para que me quedara su olor en las manos. Eso era lo único que me gustaba de la cocina. A mi esposo le molestaba el olor del ajo en las manos. En cambio, yo lo adoro porque me recuerda al aroma de la piel. Un olor a naturaleza, a animal, a tacto. Antes de que lleguen todos a casa a comer me lavaba las manos.

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Estoy resfriada otra vez. Toso sin parar, me duele el pecho y estoy afónica. El médico me ha pedido que deje de tomar el baño a las cinco de la mañana, pero es que me levanto muy temprano. Siempre lo hacía para que me alcance el día. Tenía que bañarme, barrer la casa, ordenar todo y preparar desayuno para todos antes de despertarlos para que vayan a la escuela o al trabajo. Se me quedó la costumbre. Después del baño enciendo la radio y busco la estación de siempre, pero ya no la encuentro.

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Hay días que recuerdo las cosas con claridad. Recuerdo a mis cuatro hijos. Recuerdo la muerte del segundo, tan delicado, tan chiquito, tan azul. Llevarlos a la escuela. Barrer. El miedo cuando algo se salía de lugar, cuando se rompían las rutinas. Los gritos y los golpes. Recuerdo que entonces deseaba olvidar todo.

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Hoy me visitaron unas mujeres jóvenes, y me trajeron de regalo una hermosa violeta. Me alegré mucho. Por la ventana se puede ver el patio de cemento. En el centro hay una maceta con una planta muerta. La puedo poner allí. Es lo único que se ve desde mi cuarto.

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Anoche murió una de mis vecinas de habitación. Su familia vino a recoger sus cosas. Me sorprendió su silencio. No se decía nada. No se rezó. Solo pidieron las cajas con sus pertenencias. Uno de sus parientes, un muchacho joven, se apoderó de una foto de la anciana. La abrazó muy fuerte y la escondió bajo su camisa. No se lo dije a los otros. Fue un momento tan íntimo, el abrazo a la foto, la complicidad con la mujer que se fue. Ella nos dijo que no tenía a nadie.

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A veces me quedo colgada en el vacío. Miro por la ventana. Abajo está el patio de cemento. Alguien puso una violeta en el centro, en una maceta de plástico. Es una de mis plantas favoritas. Me puedo pasar varias horas mirándola. Es una máquina del tiempo que me regresa a cuando iba a la escuela. Me recuerda a mi madre, que tenía muchas plantas en casa. Yo las regaba tres veces por semana. Mi madre cortaba las hojas secas y hablaba con ellas. Me quedaba cerca, en silencio. Ella les contaba secretos y noticias que nunca me habría dicho. Las violetas son una máquina de los secretos.

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Hoy me llevé un susto terrible. Cuando desperté no reconocí la habitación, y me puse a gritar, desesperada. Pensé en lo peor. Pensé que pude haber muerto sin enterarme, porque al final morir debe ser así, despertarse y nada más. Por suerte llegaron varias personas que me hablaron y tranquilizaron. Me mostraron el gran edificio, lo recorrimos palmo a palmo hasta que distinguí personas y lugares. Espero que la muerte sea muy distinta. Espero que la muerte no sea blanca.

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No sé qué pasó con mi esposo. Dicen que murió hace mucho. Quisiera verlo, pero no tanto. Extraño mucho más a mis hijos. Uno murió, el segundo. Nació tan pequeñito, tan vulnerable, tan azul. Lo cuidamos lo mejor que pudimos, pero se nos fue. Ni el nacimiento de las dos niñas me quitó el dolor de su pérdida. Hoy recordé su nombre.

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Me causaba placer pelar arvejas. Mi madre las cultivaba en el patio de la casa que alquilábamos cuando yo era todavía una niña. Abría el vientre de los estuches verdes y sacaba las semillas redondas. A veces me comía los granos más tiernos y pequeños. Tengo todavía el sabor dulce en mi boca.

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En mi cuarto hay un espejo. Trato de reconocerme en la cara que me mira desde el otro lado. Sus mejillas hundidas, sus arrugas como árboles, sus ojos sin vida, la barbilla flácida. Nada de eso es lo que recuerdo en mi cara. No me recuerdo bella, pero sí fuerte. En esta imagen que me espía solo encuentro dudas.

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Me despierto muy temprano y tomo un baño. En estos días hay una mujer que insiste en bañarme. No me gusta que me toquen, no así. Después del baño busco la estación de radio de siempre. Quisiera escuchar la música que bailaba de joven, pero no la consigo encontrar. Me despierto demasiado temprano. Será que estoy envejeciendo.

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Ayer vinieron un par de mujeres j贸venes. Trajeron una caja de fotos. Las vimos una por una. Muchas son del mismo hombre, un joven vestido con traje militar. Son fotos borrosas, grises y marrones.

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Las cosas que permanecen en el tiempo: el aroma del cafĂŠ, el escozor en las llagas, las palabras que pronunciadas se convierten en la magia cotidiana. El olor de mi madre. Y el dolor.

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Me gusta pelar las arvejas. Ir abriendo las vainas y tomar cada semilla. Comerme las más tiernas. Cocinarlas el mismo día. Las recogía del jardín de mi casa.

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Dicen que la memoria de la cabeza recuerda solo lo que quiere, mientras que la del coraz贸n recuerda a los que quiere. Pero a veces siento que olvido a todo y a todos por igual. Lo 煤nico que me queda es esta sensaci贸n en el centro del pecho, un fuego que late.

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Ha llovido a c谩ntaros desde ayer. Luego el cielo se despej贸 de golpe, al final de la tarde. Cuando apagaron todas las luces para dormir, por fin pude sentir lo que es estar en el cielo. El patio de cemento, con las aguas quietas de las charcas, reflejaba la noche estrellada. Respiro lentamente, con grandes inhalaciones. Las estrellas tiemblan junto con mi pecho.

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Hoy vinieron dos mujeres a visitarme. Son muy amables conmigo, y me recuerdan de antes, de cuando era joven. Me hablan de la vida y la familia, de sus trabajos, de mi madre. Recuerdo las cosas de otra manera. Serรก que aquello que nos sucede tiene una vida distinta a la nuestra. A veces creo que saben mรกs que yo.

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¿Y mi familia? ¿Me recuerdan mis hijos?¿Seguirán vivos? ¿Y mi esposo? Anoche soñé con él. Me reclamaba por el abandono Estábamos cerca de la ventana Yo miraba la violeta y esperaba su consejo.

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Mi mente está en otro lado. Hay días en que creo que lo que queda de ella también debería irse, así no sufriría por los olvidos, sino que me sumergiría en ellos. La memoria es una bastarda. Bastarda

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Llegan visitas de vez en cuando, personas que me hablan con cari単o. Me peinan, me abrazan, me cortan las u単as. A veces traen comida. Cosas, dicen, que yo les ense単辿 a cocinar. casas.

Me hablan de sus vidas, de sus hijos, de mis nietos y de sus Lloran.

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Una ventana muestra el patio Veo una maceta con una planta La otra ventana muestra el tiempo No quiero mirarla, porque veo la muerte que se va marcando en mis ojos

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Dos mujeres me vinieron a visitar. No me gusta recibir visitas, pero me trajeron una violeta. Es mi planta preferida, misteriosa, silenciosa. Guarda secretos. Las violetas tienen magia. La misma magia que esconde la alquimia o la cocina. La pondré en el patio de cemento, así podré verla desde mi ventana. Allí solo hay una planta seca. Me gusta mirar por la ventana.

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La toco, la acaricio, la miro con dulzura, hablo sin parar. Mi hijo azul, la comida verde, los libros rojos, la blancura de las paredes, y ella tan violeta y tan callada. Le falta un poco de agua. Se puede secar.

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Hoy vinieron unas personas muy amables. Les sonrĂ­o. Miro por la ventana. Miro las nubes. Veo una violeta en el patio. Veo un colibrĂ­ que se acerca a la violeta suspendido infinito fugaz perfecto

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¿Por qué mi familia no me visita? ¿Qué pasó con mis hijos? Sus nombres, sus nombres, soy una mala madre, no recuerdo sus nombres ni sus caras ni sus nombres.

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Mi cuarto se llena de gente. Vienen de dos en dos. Me bañan me cambian me alisan el cabello me hacen un moño me pintan las uñas ponen música ponen flores hacen flotar las sábanas. Las sábanas limpias me acarician de noche.

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Blanco

Ponen el plato de comida al frente, sobre la mesa. Una crema espesa sin sal, con algo extraĂąo al centro. Una mujer, frente a mĂ­, me quiere hacer comer. Cucharada tras otra, insiste. Dice cosas como salud, fuerza, huesos, por favor.

MĂĄs que hambre siento ausencia.

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el mundo est谩 envejeciendo hasta la comida ha olvidado que debe tener un aroma el sabor verde de las arvejas se desvanece el mundo es mi habitaci贸n mi habitaci贸n es mi cerebro mi cerebro est谩 en blanco el mundo tiene sabor blanco, olor blanco, memoria blanca

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Blanco

precisas y preciosas caen las gotas. Llueve fuera de mi ventana y dentro de mi mente

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¿Sientes tú también este frío que sale de mis huesos y llena la habitación?

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Blanco

hay algo que debo recordar pero solo recuerdo que debo recordar

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Fui con mi madre y mi tía. Siempre iba con mi madre, pero la tía Aurora nos quiso acompañar. Hubo llanto, por supuesto, pero también un cierto alivio. De mi abuela quedaba poco. Firmamos papeles, cambiamos su ropa. La peinamos y tratamos de darle el aire que recordábamos que tenía en esos tiempos, cuando hacía el pan los domingos y jugábamos en la gran casa entre todos. No lo logramos. Tomé una caja y guardé sus cosas. Las pantuflas, la radio, su peine. Debajo de su bata encontré un cuaderno. Decidí llevármelo a escondidas de los demás. Quiero conservarlo. Los cuadernos en blanco son guardianes del misterio.




Dise単o: Pablo Sanchez


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