Destamayados
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© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2008. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com
Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Dulcinéia Catadora (Brasil) ______________________________________________________ Impreso en: Yerba Mala Impresores, Calle Suapi 457, V. Fátima Derechos exclusivos en Bolivia Impreso en Bolivia ______________________________________________________ Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de los residentes bolivianos en Boston-EEUU .
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CONTENIDO Presentación
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“Padre” por El otro, el cómplice, el traidor
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“El microbús” por Lisa Simpson
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“La persecusión de Andrade” por Psicosis Masiva
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“La vida en una casa de cristal” por Don Palabra
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“Gatorade” por Fantasma Rock
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“Cuerpos suspendidos” por El faenero
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“La Soledad está acompañada” por Pitufo Tartufo
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“No me jodan” por Metrodoro
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“Claustrofobia” por Erasmo
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“Jugar a escribir” por Antílope
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“Historias de una ciudad” por Zapatos de payaso
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Los des-Tamayados La Editorial Yerba Mala Cartonera, sin limitarse a publicaciones que apuesten por la innovación literaria (estética o temática), y al apoyo (mutuo) de artistas con vasta trayectoria, hoy decide lanzar esta obra narrativa por diversos motivos. Entre ellos y el principal: no descartamos que dentro estos relatos se encuentren potenciales creadores –el tiempo lo dirá–, así como osadas propuestas literarias. Nuestro lugar nos impide lanzar cualquier juicio de valor (aquello le ocupa a cada lector desprendido), aunque entre líneas cuestionemos directa y abiertamente el concurso literario del que se desprenden. Por otra parte, no creemos que los concursos sean un parámetro válido para el aprecio del arte, aunque sí, –es deber admitirlo– son uno de los muchos mecanismos que instituciones, estados u otros órganos oficiales utilizan para el fomento del mismo. El certamen literario Franz Tamayo (cuyo respetable recorrido no hace falta validar) ha cometido, creemos, el mal tino de perder uno de los fundamentos básicos en esta versión dos mil ocho: la falta de respeto, el des echar a los participantes quienes, desde el inicio al final, son quienes hacen posible tal. Que nadie obliga a enviar un cuento a un concurso, cierto, que dentro las bases cabe la posibilidad que se desertifique, cierto; que los organizadores fallaron al lanzar calificativos innecesarios, más cierto aún. La voz del jurado que, luego de haber declarado desierto el premio, califica a los cuentos como ―bodrios‖ o ―fáciles‖, no hace más que poner en claro la histérica y atomizada situación de la escena literaria en Bolivia, donde existe la confianza de hablar de un asunto (sino serio, por lo menos interesante) en un tono coloquial, tal como se hace en las calles y con las mismas jerarquías. La importancia de este tipo de competencias (tal cual todo deporte), pasa porque el arbitraje seleccionado esté a la altura de las circunstancias y que, de no agradarle el juego, concluya la partida sin la penosa necesidad de caer en juicios de valor (siempre subjetivos) hacia el esfuerzo de los ocasionales deportistas. No creemos que ganar o perder un certamen artístico (siempre con cierto elemento de azar) sea asunto de perder el sueño, sí lo es caer en ofensas innecesarias que, tal vez, de no ser pronunciadas, ahorrarían hechos –casi obligados– 5
de reclamo o disentimiento como el de hoy. El deseo no es señalar sin causa ni razón al concurso, sino impulsar su crecimiento mediante el apunte de zonas mejorables. Así hablando, esta iniciativa no nace por un interés figurativo ni mucho menos comercial; por el contrario, se efectúa como un acto de representación. Durante estos pocos días, vía correo y de viva voz, la editorial ha recibido sugerencias (no siempre constructivas), críticas y apoyo de quienes han decidido no quedar en aquel lugar invisible de "ni ganadores ni perdedores", y que, simplemente, no han sido tomados en cuenta, quedando en un sitio marginal (no encontramos otra palabra) y que han estado aún más lejos de los 'menos malos', a quienes se han dignado publicar los organizadores, luego de 'riguroso proceso de edición'. (Habrá que ver si los 'menos malos' desean tal publicación o les provoca alegría siquiera). Así des marginamos estos trabajos, directo hacia el centro del asunto, para que sean leídos, destruidos o disfrutados por el público. Para finalizar, lo que hoy hacemos mediante este libro, es destripar el asunto para evidenciar de qué estamos hablando, mostrar el estado real de lo que se ha calificado y si en verdad ha merecido el trato recibido. No creemos que ningún trabajo lo merezca. Por eso, no existe ningún proceso de edición, ni riguroso ni facilón (por otra parte, como editorial debemos dejar en claro que toda edición siempre es rigurosa). Y ponemos a su alcance los trabajos tal cual llegaron a los jurados que, si bien no conforman la totalidad de los más de cien trabajos des echados, son una buena muestra (también azarosa) del cuerpo mayor al que hacemos referencia. Son, en suma des Tamayados (no por referencia al égloga paceño, que quizá a alguno le guste), sino porque han sido des alojados del concurso (ninguno forma parte de los finales-finalistas), además des calificados, porque ni siquiera han llegado al rango de calificables y, como no podría ser de otra manera, des pojados del trofeo monetario que, suponemos, es también otro motivo de la existencia de estos trabajos. Les presentamos: no a los ganadores, tampoco a los perdedores, y si cayéramos en la terminología del jurado, literalmente serían los 'más malos'. Nada de eso, hoy ponemos ante su vista a quienes han confiado en nuestro trabajo de difusión, los menos: malos o no malos, a los desapegados, los desconfiados, los des tamayados. – Yerba Mala Cartonera. 6
PADRE POR EL OTRO, EL CÓMPLICE, EL TRAIDOR. I Mi padre nunca la olvidó. Sé que nunca la olvidó porque yo me llamo igual que ella. Y como dicen que amar es nombrar creo que yo soy la preferida de mi padre. Sé que mi madre estuvo enamorada de él hasta el final pero realmente no sé cómo pudo estar con él sabiendo que mi padre aún amaba a otra mujer. Mi madre no es una mujer tonta, simplemente estaba enamorada de él. Ayer murió mi padre. Estuvo tres días en coma y aunque los médicos decían que era probable que salga de ese estado creo que fue él quién deseó morirse, por eso tomó esos medicamentos que le estaban prohibidos debido a su dolencia cardiaca. Él quiso morirse. Eso es lo que creo, porque nadie en su sano juicio toma los medicamentos que sabe que le harán daño. Creo que al final no pudo resistir más. Era un hombre bueno, lo sé, nunca me pegó ni nada por el estilo y siempre ante mi madre sacó cara por mi. Eso me hace pensar en la forma de su amor hacia mí. Eso siempre se lo agradeceré, aunque las demás cosas se lo reprocharé eternamente. No creo en el perdón, pero mi padre si creía en el, creía en las personas y en su bondad. Nunca conocí a nadie tan optimista como mi padre y no quiero decir con esto que era un tipo que se pasaba todo el día sonriendo, sino que quiero resaltar su carácter afable y simpático porque a pesar de pasarla mal algunas veces a causa del trabajo o de tonterías que siempre se rehusaba a contar, nunca se mostró enojado con nosotros. Eso si, cariño de su parte, nunca nos faltó y menos a mí. ¡Hay si mi madre supiera¡. En todo caso no comprendo cómo si nos quería tanto y nos amaba por que de eso estoy segura; nunca pudo olvidarse de ella. Me enteré que se conocieron cuando tenían veintiséis años, que es una edad en la que ya sabes qué es el amor y lo que te puede dar y lo que indudablemente te negará. Creo que mi padre y esa mujer no se dieron cuenta de ese detalle sino hasta mucho después. De lo contrario nunca se hubieran separado y yo nunca hubiera nacido. No sé qué fue peor. Fue un hombre feliz a su modo. Pero siempre pensó en ella. Su nombre está en cada primera página de los libros que escribió antes de 7
casarse con mi madre e incluso hay un par que están aún dedicados a ella y que fueron publicados cuando ya llevaban tres años de casados, realmente no sé como mi madre pudo soportar todo eso. Seguramente esa mujer se siente feliz, porque siempre tuvo a mi padre agarrado de las bolas. Aunque me de pena reconocerlo, es la verdad. Espero nunca conocerla. Quiero seguir pensando en que si yo tengo su nombre es porque siempre le recordé a ella. Él quiso contarme alguna vez su historia que tuvo con esa mujer, pero yo me rehusé a escucharlo y creo que eso le dolió aún más porque me parece que él a pesar del tiempo, quería que ella fuera parte de su vida, de nuestras vidas. Eso nunca se lo hubiera permitido, ya estaba bueno con que cada día pensará en ella. Pero que encima de eso, venga y me cuente su triste historia de amor, eso hubiera sido el colmo. Por suerte no intentó hacerlo más, porque hubiera terminado odiándolo más a él que a ella. Yo aún no me he enamorado, quizás hablo así por eso. Pero no, no es posible que un amor dure tanto tiempo y más aún cuando ya estás casado con otra persona. ¿A dónde quedan tus votos nupciales?, ¿a dónde van a parar todas las promesas de fidelidad y amor eterno? ¿Acaso todo eso es falso? Mi madre le fue fiel, de eso estoy segura. Ella siempre intentó complacerlo. En todo sentido, lo sé, es mi madre y me ha contado algunas cosas que es mejor callar. Y sin miedo puedo decir que yo también lo complací en todo, porque era sencillo sentirse más querida que mi madre cuando él me nombraba en todo momento. Sus amigos hasta donde sé nunca le reprocharon nada. Pero sus amigas se alejaron de él cuando empezaron a comprender que él no estaba dispuesto a olvidarla. Ellas le dijeron una y otra vez que cierre ese capítulo de su vida, pero él se negaba insistentemente, así que hicieron lo más honroso: se salieron de la historia. Lo dejaron. No las culpo. Si yo hubiera estado en su lugar de seguro hubiera echo lo mismo. Él lo entendió cuando intento hablar con ellas sobre su matrimonio pero ninguna deseo hablar con él. Creo que en ese momento intentó de verdad olvidarse de ella, pero no pudo. ¿No pudo o no quiso? No lo sé. Lo cierto es que ella estaba tan presente en nuestras vidas como nuestro gato. Y eso era triste. Pero también sinvergüenza de su parte. No sé porque no se divorcio de mi madre. Nada le impedía hacerlo. Mi madre hubiera aceptado, ella lo amaba. hubiera dado ese paso al costado sólo para que él sea feliz. Mi madre es así. A veces se 8
olvida de ella misma para hacer felices a las otras personas y yo le digo que eso no está bien porque nadie se preocupa por ella, pero ella responde que no importa, que todo lo hace porque quiere y porque no espera nada a cambio. No entiendo esa forma de actuar. Para mi siempre se trata de dar para recibir. De lo contrario uno queda vació y nadie quiere eso. Yo no. Como decía, en todo caso lo mejor para él habría sido pedir el divorcio pero seguramente pensó que ese daño era irremediable y que lo terminaríamos odiando, así que decidió quedarse y llevar la cruz día a día. En realidad yo hubiera querido que se separasen porque no me gustaba verlo a mi padre meditabundo durante mi cumpleaños o dubitativo en el cumpleaños de mi madre o melancólico en navidad y poco festivo en año nuevo. No sé cuándo cumplirá años ella. Hubo un tiempo en que quise preguntárselo, pero al final desistí y no lo hice. Supongo que ese día tampoco era muy llevadero para él, después de todo estaba lejos de la persona que de verdad amaba. Ahora que mi padre a muerto deseo que esa mujer entienda de una vez por todas cuánto la quiso. No es mi problema, no me hace feliz pensar en eso, pero ojalá así sea. Mi abuela no quiere hablar de ella. Ella es un tema complicado, porque después de todo, yo me llamo como ella. Y al nombrarme todos los días de alguna manera ella está aquí, ella soy yo, que asco. Pero sé que ese asco no me impidió aprovecharme de la situación, después de todo, ¿qué otra cosa podía haber echo? Lo que no logro entender es cómo mi padre se las ingenió para que pasase eso. Un nombre es algo sagrado después de todo y uno no puede jugar con eso, pero mi padre lo hizo y lo detesté muchos años por ese acto. Después de darme cuenta de todo, claro. Porque antes éste nombre me encantaba. Pensándolo bien, quizás ella no tiene la culpa y ni sepa que yo me llamo como ella, pero igual, me enfurece. Quizás por eso hice lo que hice con él. Me enfurece mi madre que no pudo ser más dura con él. Espero que a mi no me pase. Bueno si llegará a pasarme yo lo dejo, detengo todo y lo abandono. Nunca estaré dispuesta a ser la otra. Vivir a la sombra de otra. Además lo peor del caso es que esa mujer le hizo sufrir mucho a mi padre. Lo amó, lo sabemos, pero como lo amó también lo dañó. Y después de esa relación todos sus amigos y amigas dicen que no fue el mismo. ¿Se dan cuenta? Ni siquiera fue algo maravilloso, fue algo enfermo. Pero aún así mi padre nunca la olvidó. Nunca. 9
Ese tipo de relaciones nunca las entenderé. ¿Cómo una persona puede demostrarte amor de mil formas diferentes, pero luego te hace sufrir con la misma fuerza e intensidad? Una vez se lo pregunté a mi padre y él sólo se quedó en silencio. Supongo que esa pregunta lo perturbaba y como yo, tampoco él tenía la respuesta. Algunas preguntas seguramente no están echas para ser respondidas. Están ahí para que uno abra los ojos. Sólo eso. Espero que la sombra de esa mujer se aparte con el cuerpo de mi padre de nuestro hogar de una vez por todas. II Ni siquiera he dormido, no sé qué ha pasado durante todos estos días. Sé que ha muerto. Pero no lo puedo creer. Me falta su calor. Su aroma, hay tanto de él aún rondando por la casa y mi hija nunca entenderá nada. Jamás entenderá por que se quedó con nosotras. Él era un hombre bueno, amable, sencillo a su modo e inteligente. Pero amaba a otra mujer. Para mi hija ese es el límite. Para mi es sólo un punto más en nuestra relación, porque a pesar de eso seguimos, y es cierto que quisimos divorciarnos, pero después de discutirlo durante varios días decidimos que lo mejor para nosotros era seguir juntos porque así demostraríamos a todos que el amor tiene muchas formas. Él aceptó y yo me encargué de hacerlo feliz y él tuvo la tarea de darme cada día más cariño del que él mismo estaba dispuesto a concederme en ese momento. Durante varios años fue muy competitivo nuestro matrimonio porque si yo hacia una cosa él hacia algo el doble de grande y cariñoso. Así ambos nos dábamos seguridad sobre nuestra convivencia. De esa manera sobrellevamos la constante evocación de su pasado junto a ella. Al final, creo que fuimos más amigos que amantes y esto lo digo sin dolor. Su compañía aún como amigo era invaluable. Lástima que sus amigos y amigas no lo supieron ver. No le perdonaron que él nunca la olvidara. Pero, si se hubieran animado a ver en ese rasgo toda su constancia y su amor y decisión estoy segura de que sus últimas horas de vida no las hubiera pasado tan solo. Quiero que entiendan algo. Yo a ella no la odio ni siento nada por ella. Es más, a ella la conozco. No fuimos amigas y ni siquiera intimamos mucho, es más sólo nos encontramos un par de veces y 10
conversamos muy poco y la verdad es que me pareció una persona agradable, llevadera y con ideas ya bien definidas sobre muchas cosas. No recuerdo bien de qué hablamos pero esa es la impresión que me dejó. Y la verdad yo no soy una mujer que se deja intimidar ni impresionar fácilmente. No sé si ella me recuerda, quizás no. Pero no importa. Es más, no sé si ella se ha enterado de todo lo que ha ocurrido. Espero que si, pero ojalá y no se le ocurra venir y darnos el pésame, eso sería de muy mal gusto. Después de todo ella no tiene nada que hacer aquí, está nunca fue su casa y jamás tuvo una familia aquí. Aunque por un tiempo esa posibilidad estuvo abierta, pero, según todos, fue ella misma la que cerró esa posibilidad. De su ruptura con mi marido hay mil versiones y la verdad no sé a cuál creer. La versión de mi esposo dice que entre ella y él hubieron muchos secretos y demasiados silencios, la imagen que me dio mi suegra es que ella le fue infiel, mi suegro me dice que ella fue una aprovechadora y sus amigas dicen que ella era una histérica, que además estaba confundida y que no era para él. Así que no sé a quién creer, puede que todas sean las causas o puede que ninguna y por tanto él también me haya mentido. Pero prefiero no darle muchas vueltas. ¿De qué serviría en este momento hacerlo? No me lo devolvería. Yo lo quise. Lo amé y él lo sabía. Eso me queda. Me queda su cariño, sus fotos locas, sus recuadros de entrevistas dónde dice que muchos de sus libros fueron escritos robando tiempo a su familia. Sin embargo, las dedicatorias de varios de ellos van hacia ella. Ningún periodista quiso profundizar sobre ese hecho. Después de todo, ¿de qué hubiera servido?, ¿él hubiera confesado algo que nadie sabia? No lo creo. Su literatura era su vida. Y su vida está ahora sólo en esos libros que espero poder guardar en una caja y depositarlo en el altillo para así olvidarme de ellos de una buena vez. Verlos me causa dolor, pero no puedo embalarlos ahora. Ahora sólo quiero descansar. Siento que la que más esta sufriendo por todo esto es mi hija, pero la verdad ahora no tengo palabras para ella. Sé que conoce la verdad sobre su padre. Y está luchando consigo misma para entender ahora, después de su muerte, todos los sentimientos que emanaban de él día a día. Mi hija ojalá encuentre un hombre que la ame de verdad. Espero que encuentre a un hombre que tenga la fuerza suficiente 11
como para olvidar, pues ése fue el error de mi esposo, jamás pudo olvidar. Para él la memoria era muy importante porque pensaba que una vida que olvida está condenada a quitar el verdadero valor de las cosas. Y la verdad es que no soportaba que me saliera con esas ideas, le gritaba, luego me calmaba al verlo apesadumbrado y a punto de llorar, así que intentaba pensar mejor las cosas y comprenderlo. Al final, no lo comprendía del todo, pero después de estabilizarme, lo abrazaba y le decía que lo quería y que sólo le pedía que sea sincero conmigo en todo y que no me cuente ningún cuento para decirme que simplemente, él aún la amaba. Le hice comprender que yo lo entendía y que estaba dispuesta a hacer una vida a su lado si tan sólo me daba la mitad de amor que yo le daba o tal vez la mitad de amor que él le estaba entregando día a día a esa mujer. Ese fue nuestro acuerdo. Sobre ese trato se fundó nuestro matrimonio. En algún momento, después de enterarme que estaba embarazada, pensé que él estaba totalmente dispuesto a olvidarla. Imaginé que él caería en cuenta de qué era lo que estábamos trayendo juntos al mundo, pero me equivoqué; porque durante un tiempo él se deprimió aún más y yo estaba segura de que él no deseaba mi embarazo tanto como yo. Fue durante los últimos meses que su corazón se llenó de ilusión, todo porque descubrió que el bebé que estaba formándose en mi interior era una niña. Puede ser que en ese momento haya pensando en que el nombre de la mujer que aún amaba sería el nombre ideal para su primera hija. Suena perverso, pero no encuentro otra explicación. Y no recuerdo cómo me dejé convencer para que eso pasara. Además, ahora qué importancia tiene si él todo el tiempo fue un buen padre. Lo único que quiero es que ella no venga por acá, no quiero ni pensar en enfrentarme a ella. Ella no pertenece a éste mundo. Sé que quiso a mi esposo pero también gracias a ese amor que dijo profesarle es que mi esposo ahora está muerto y no vivo, junto a nosotras. Pero sobre todo, es gracias a ella que mi esposo vivió durante toda su vida dividido entre dos mundos. Un mundo real con nosotras a su lado y un mundo imaginario donde aún vivía con ella aventuras inimaginables. Mi esposo era escritor y siempre quise atribuirle ese rasgo de su carácter a esa vena creativa, pero ahora reconozco que me estuve engañando. Él si hubiera querido habría levantado anclas para dejar el pasado ahí, en el fondo del desván de la memoria. O bien darle su justo valor: una fotografía y nada más. 12
Incluso si él aún pensaba en ella no sé cómo pudo casarse conmigo. No entiendo cómo no me di cuenta antes de decir el sí definitivo de que en su manera de decirme que me amaba o en la forma de tocarme en realidad no me lo decía a mi ni era mi cuerpo el que tocaba sino que todo lo que hacía conmigo se lo estaba haciendo a ella. Yo era el vínculo que la unía a ella a pesar de mi. Sin sospecharlo mi cuerpo evocaba al suyo y mis palabras reconstruían las palabras que ella alguna vez le dijo. Pensar todo esto me duele pero tengo que vomitarlo de una vez si quiero reconstruir mi vida. Mi hija aún es joven y yo también lo soy y estoy segura que ella entenderá mi decisión. ¿Pero qué estoy diciendo? ¿Acaso es tan fácil olvidar? ¿Tengo el derecho de aceptar al primer hombre que me invite a salir? ¿Quién soy ahora sin mi esposo? Sé que no tengo que salir a buscar nada. Soy una viuda joven. Espero que no vengan con sus invitaciones sólo por lastima o por complacerme en mi dolor, no, no quiero eso. Quiero que me busquen por lo que soy y por lo que saben que le di a él. Imagino que habrá algún hombre que sepa valorar todo lo que soy. ¡Un momento! ¡Mi esposo me valoraba, lo sé! Pero también mientras me amaba, al mismo tiempo, aún amaba a otra mujer. Todo es tan complicado de entender y de explicar. En realidad tendrían que estar en mis zapatos para alcanzar a sentir lo que siento en este momento. No es sencillo. No sé como diablos despertaré mañana o si el domingo tendré ganas de levantarme de la cama. Después de todo ésta casa está cubierta por el manto de su presencia y cada minuto en esté lugar hace que mi cuerpo y mi mente lo evoquen una y otra vez. Tal vez lo mejor sea vender la casa, después de todo para dos mujeres la casa resulta grande. Sé que nos podríamos arreglar fácilmente en un departamento y así aprovecharíamos para deshacernos de algunas de las cosas de él de una forma indirecta y sin tanto dolor. Sobre todo, sin tanto drama de por medio. Todo ahora tiene dimensiones dramáticas. Por suerte sus amigas lo entendieron y fueron discretas y sus amigos hicieron lo que él les pidió: celebrar la vida que tuvo y olvidarse del hecho de que la muerte los separó, ahora sí, definitivamente. Se ha hecho tarde, mejor me voy a dormir, tengo que descansar un poco; mañana será un día difícil. En algún momento ella llamará, estoy segura. III 13
Nunca lo dejé de amar. Él lo sabía y no pudo sobreponerse después de la separación. Después de todo descubrimos que yo le hacía daño. El amor es así, o puede darte vida o te puede aniquilar lentamente. En nuestro caso fue más lo segundo. Debo reconocer sin embargo, que también durante los años que vivimos juntos hubo mucho de lo primero. ¿Pero ahora de qué vale recordar todo ese tiempo perdido? ¿Acaso me lo devolverá? ¿Mañana al despertar él estará en mi cama aún dormido y tranquilo esperando despertar para desayunar juntos? No. Ya nada de eso es posible. Él decía que siempre había que pedir más, buscar lo imposible, desear lo irreal. Era un soñador y por eso lo amaba, yo siempre fui la mujer práctica y él me enseñó una forma distinta de ver la vida. Él sabía que lo amaba. Eso siempre se lo recordé. No me importó que se casara porque siempre supe que yo le daba algo que nunca le daría ninguna otra mujer, ni siquiera su esposa y menos su hija. Algunas veces, recuerdo que coordinábamos encuentros clandestinos en otras ciudades. Ciudades neutrales dónde al comienzo ni nos conocían, pero luego al paso de los años y de las uniones, nos terminaron conociendo. Pensando quizás que éramos un matrimonio normal que quería pasar un fin de semana alejados de lo cotidiano. Para ni no existía problema alguno, yo decidía viajar y listo, pero en su caso era un poco más difícil. En algunas ocasiones eso nos trajo discusiones porque era yo quién podía y él decía que no o él podía y yo daba una rotunda negativa, no como venganza, sino simplemente porque no podía o porque no tenía ganar. Pero luego, entendimos el calendario de nuestras obligaciones y marcamos nuestros espacios coincidentes y todo fluyó con mayor tranquilidad para ambos. Yo intenté quedar embarazada de él. Nunca se lo dije, pero los primeros años busqué infatigablemente que todo se saliera de control. Por alguna extraña razón eso nunca se dio. Puede que haya sido mejor así. Ahora mi hijo estaría huérfano de padre y no pudiera ni quiera ir al entierro de su padre. De seguro todos piensan que me aproveche de él, pero lo cierto es que sí. Es verdad. Hubo un tiempo en que no lo amé, no porque no lo deseara, sino porque él tenía una forma extraña de hacerme sentir mujer. Es decir, que siempre todo lo que yo hacía tenía que estar según sus ideas, en base a sus principios y él además siempre tenía la razón en todo y mi opinión valía menos que nada. ¿Cómo no iba a 14
enojarme si me traba como lo peor? ¿De qué manera me iba a acostumbrar a un hombre que ni siquiera me tomaba en cuenta? ¿Cuántas veces dejó de escucharme para pensar en los libros que aún debía leer? ¿Acaso no era mi derecho vengarme de él, por todo lo que me había echo pasar frente a mis amigos? Yo no era una mala persona, pero él sacó lo peor de mi. Y la gente se dio cuenta de eso a medias, porque para todos él era el tipo bueno de grandes sentimientos y yo era la mujer arpía. La que lo hacía sufrir. La que jamás lo entendería y la que nunca volaría con él. Entonces pensé que si así pensaban sin motivos, yo misma me encargaría de darles los motivos suficientes como para que hablarán con razón y no por los fantasmas que él llevaba en su cabeza gracias a sus anteriores relaciones. Creo que de muchas maneras fui yo quien pagó los platos rotos de sus traumas y cuando quise dejarlo me dio lástima porque lo vi indefenso y me di cuenta, muy a pesar mío y contra mi voluntad, que me había encariñado con él. Luego supe que no era cariño, sino amor. Pero eso pasó antes, mucho antes. Luego le hice pagar todo. No lo embrujé ni nada por el estilo. Lo enamoré y ese fue su fin. Tejí mi telaraña de amor y el cayó redondo. Además logré que me creyera todo y ahí fue cuando aproveché para serle infiel de mil formas. Él viajaba mucho así que hombres y tiempo nunca me faltaron. Lo único que necesitaba era ser inteligente e ir a los lugares que él jamás iría y citarme con hombres en horarios en los que sabía que él estaba o trabajando o estudiando o escribiendo. Así iba por los bordes de la ciudad para que nadie conocido me reconociera en brazos de otros hombres. Después de todo, los hombres, ellos, los que me sirvieron para serle infiel a él, aceptaban todo porque sabían que serían retribuidos en exceso. Los hombres son así, pueden ser humillados y negados a causa del amor o del sexo. Son de lo peor, no se quieren ni un poquito. Las mujeres que sufren de amor son unas tontas, es cuestión de usar a los hombres y no ser usadas por ellos. Una tiene el poder ahí entre las piernas y es hora de que lo sepan de una buena vez. Pero ya que ha muerto no tengo porque ponerme a rezongar por sus desplantes o por su forma de ser. Sí, era un buen hombre. No hay dudas sobre eso, pero era tan ingenuo... y a momentos tan inseguro que lo odiaba cuando se ponía a dudar. Y supongo que él también detestó cuando yo demostraba miedo con respecto a la relación. Y sí algún error cometí fue ese, el tener miedo y no dar junto a él los pasos 15
necesarios para asentar lo que estábamos haciendo, pero es que yo quería vengarme de él y también quería que me quisiera como yo me merezco, luego me enamoré de él, y en ese momento se me mezcló todo. Ahora que a muerto creo que podré caminar por las calles con mayor libertad y no sentir que él está detrás de mí siguiendo mis pasos. En algún momento, durante la relación, me gustaba sentir esa sensación; que había alguien atrás mío cuidando mi andar, pero pasado el tiempo esa compañía me quitó el aire, me asfixiaba y me presionaba demasiado y él ni cuenta se daba, aunque se lo dije un millón de veces. Creo que a partir de cierta ocasión empezó a desconfiar de mí. Y claro que con razón porque en ese tiempo había empezado a serle infiel. Supongo que él lo intuyó pero no fue lo suficientemente hombre como para afrontarlo. Se fabricó una mentira enorme para seguir vivo y relativamente tranquilo. Nunca me preguntó mucho sobre el uso que le daba a mi tiempo fuera de casa. Sí se ponía exaltado por mis retrasos, pero luego se le pasaba y si yo lo complacía en la cama, él quedaba absolutamente convencido de que él era el único en mi vida y en mi cuerpo. Cuando se casó pensé que lo había perdido para siempre, pero no, él estaba aún conmigo. Yo no sabía qué hacer. Me dolía como mujer que él le haga eso a su esposa, pero también me complacía ser la otra. Así que lo dejé hacer todo lo que quiso, después de todo, la mayor beneficiada era yo porque recibía su amor y el de mis otros amantes y pretendientes sin complicaciones y sin ningún tipo de responsabilidades para con ninguno. Después de todo, eran ellos los que estaban pecando y yo pasaba a ser la mujer ingenua y enamorada que se dejó embrollar por unos mujeriegos traidores y desleales. Fue un golpe lleno de éxito que su hija tenga mi mismo nombre. Esa es, sin duda, mi mayor recompensa, saber que estaré en sus vidas para siempre. Estaré clavada en su mente día a día. Bueno, le queda cambiarse de nombre, pero sería ridículo hacerlo a esta altura de su vida y de seguro ella lo sabe. Además ¿Qué importancia tiene si su padre lo hizo y murió con ese nombre entre los labios? Pobre hombre. De verdad, pensándolo bien, me da lastima. Murió joven y aún amándome. Ahora más que nunca tengo el camino libre para hacer de mi vida lo que quiera y sin estar a la espera de sus delirantes llamadas. Ahora sí puedo casarme y dejar ésta vida. 16
Después de todo, ese otro tipo anda años detrás de mi y yo nunca lo tomé muy en cuenta y me parece que es un buen prospecto, tiene dinero y un empleo asegurado. Me da pena, pero no hay forma de sobrevivir en esta vida que no sea apartándose un poco del corazón y pensar más con la cabeza. Su vida lo demuestra, él siempre pensó más con el corazón y ya ven lo que le pasó. Vivió dos vidas paralelamente y estoy segura de que ninguna la disfrutó como debería haberlo echo. Me muero de ganas por ir a su entierro. Pero será mejor guardar compostura y no hacer barbaridades.
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EL MICROBÚS POR LISA SIMPSON a Rosemarie Kautsch Eres libre. Puedes vivir ahora. "Superior Stabat Lupus" – Luigi Pirandello 1 ¿Qué era lo que lo había dejado allí tendido sobre la arena caliente de la playa como si fuera un bulto lleno de desperdicios, así, sin más? Los ojos de González veían el calmo oleaje del mar, lo celeste viniendo hacia él yéndose y marchándose como si lo hiciera acercándose. Y ese olor tan penetrante, ¿por qué la sal lo mareaba aún más que el mismo sonido monótono del océano? González creía tener la boca llena de ceniza, imaginaba su saliva negra, la sentía amarga. Su mente era un inmenso papel blanco puesto contra el sol que cegaba sus pensamientos. Su memoria era una estatua invisible, llena de formas y recovecos irreconocibles, ocultos. ¿Dónde estoy?, se decía, la boca le dolía, ¿dónde estoy?, no podía moverse, su cuerpo rígido era casi una piedra, ¿dónde?, parecía ser que su propia desesperación era lo que agitaba sus cabellos, no había viento: había miedo flotando en la atmósfera, ¿dónde estuve? Y ese dolor, un dolor que lo doblegaba, un dolor que sentía en todos sus huesos, apretándolo, luchando por empequeñecer su cuerpo, tenía la misma esencia de la ceniza. Lo que él no sabía era que nada de lo que tuviera guardado en su desvanecida memoria podría servirle ahora, en este preciso momento lleno de desesperación, desconcierto y dolor físico. Y es por eso, por no saber, que luchaba consigo mismo hasta transpirar un sudor rojo en su esfuerzo por recordar. Pero no lograba nada, a decir verdad, no había manera alguna de lograr algo. Su batalla era inútil: guerrear contra una piedra. Casi contra sí mismo. 2 El último día de González lejos de este océano y que él mismo nunca recordará, fue un jueves de fines de noviembre. Se despertó a eso de las cinco de la madrugada, asustado, después de haber sido atosigado casi toda la noche por una terrible pesadilla en la que moría 18
cada vez que volvía a nacer de una manera cada vez distinta. Sentía piedrecillas en la lengua, piedrecillas con sabor a ceniza. Corrió a lavarse la cara con agua helada y cuando se vio en el espejo no pudo evitar decirse: hoy moriré, pero pronto rió de su ocurrencia. No, no, no. Alguna vez, antes de este jueves, se había dicho lo mismo y, por supuesto, su muerte no había ocurrido. Volvió a acostarse, con desgano, con profundas ganas de dormir y sin poder hacerlo. Cerraba sus ojos y luego los abría de nuevo. Su almohada parecía tener espinas y quizás eso fue lo que lo impulsó a arrojarla fuera de la cama, al suelo. Entonces, el teléfono timbró seis veces y González las contó una tras otra. Pero no quiso contestar. De pronto el teléfono calló, provocando una avalancha de silencio que casi lo ahoga. Sin embargo, volvió a timbrar, con paciente persistencia. Cada nueva timbrada penetraba en sus oídos como un clavo lo intenta hacer sobre la superficie del más duro metal. Se levantó, no pudo resistirlo más. Cogió el auricular y, cerrando los ojos, sintió el inmenso peso de una roca siendo sostenida por su cráneo. Escuchó una voz opaca, de mujer vestida de negro en un mundo muy distante. La voz le decía que A. S. había muerto durante la noche. Que no sabía a quién más llamar. Que contrariando las costumbres deseaba enterrarlo de inmediato. Que vengas a casa. Que perdones por haber llamado tan temprano. Que no sé qué hacer. Espera, le dijo él con la voz seca, casi rasposa, no te apresures, espera a que yo llegue. No hagas nada que A. S. no haría. González colgó el auricular inquieto. Todo alrededor de él era oscuridad. Oscuridad y frío. Esperaré a que amanezca, dijo a través de un murmullo. A pasos lentos se dirigió a su cama, que rechinó al recibir su cuerpo pesado como si estuviera lamentándose. La noticia de la muerte de A. S. lo había apesadumbrado, pero no tanto como para arrebatarle el sueño. Las fuerzas de las ganas de dormir seguían intactas, tal como la capacidad de su propio insomnio para impedirlo. A pesar de todo, recogió con una mano la almohada que había aventado al suelo y retornó al ejercicio de procurar permanecer quieto y cerrar los ojos imaginando estar dormido. La voz de la mujer que lo había llamado aún retumbaba dentro de las paredes de su cráneo. Se hacía cada vez más violenta, más desesperada. Pronto empezó a retumbar dentro de las paredes de toda la casa. Una casa grande y vacía, que solamente González habitaba. Una casa como un inmenso cráneo vacío. Comenzó a recordar a A. S. y su larga enfermedad, todos los meses que había estado postrado en cama 19
esperando por un fin que no llegaba nunca. Viejo amigo. Tu muerte no me alegra, por supuesto que no, me da paz. Tu propia paz por saberte muerto. Recordó su rostro pálido, su cuerpo empequeñecido y el sonido de su tos destartalada. Pobre Amalia. Te extrañará. Será mejor que vaya de una vez. Pero había algo que lo ataba a su propia cama, una fuerza que él desconocía y que no sabía a qué atribuir. Abrió los ojos súbitamente. Vio la oscuridad y se vio ineludiblemente inundado por ella. Dijo algo en voz alta: luces, y no fue capaz de escuchar su propia voz. Un calor gélido lo cobijaba. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos más. Por fin. Despertó con los ojos abiertos, es decir, como si no los hubiera cerrado durante toda la noche. Sentía sus párpados adormecidos y cuando quería parpadear o lagrimear, simplemente no podía hacerlo, todo estaba muy seco. La luz brillante del sol iba acuchillando las sombras que pululaban por los suelos de la casa. Es muy tarde ya, se dijo saliendo de la cama y recordando el hecho de la muerte de A. S., ¿o todo no habrá sido más que un sueño juguetón? Fue hacia donde estaba el teléfono con presteza y lo encontró descolgado. Lo colgó y se dijo: todo podría ser posible. Entonces parpadeó o creyó, al menos, hacerlo y se sintió inundado por una súbita marea de tranquilidad. Debería ir a casa de A. S. para cerciorarme de que todo está bien, y decía esto porque no recordaba incluso sus propias obligaciones y porque no quería aceptar que no las recordaba, le tenía miedo a esta probable aceptación. Se vistió apresurado con ropas negras, de luto, y pronto salió de la casa vacía. No desayunó, se olvidó de hacerlo, extrañamente no tenía hambre alguna aguijoneándole el espíritu. Había un clima común palpitando en la atmósfera de la ciudad montañosa: un viento frío batallaba por permanecer ante la rara violencia de los rayos del sol, que parecían estar hechos de aire también. González observó casi al descuido las nieves inconmovibles del Illimani y se sintió observado por un gigantesco monstruo hecho de hielo, se sintió congelado pero sin sentir frío alguno bajo sus prendas. Pronto el cielo celeste, sin nube alguna, pacificó su sangre dándole calor a su piel, un calor que no sentía pero que creía sentir. Hace frío y calor. Hace nada. A medida que iba bajando las calles para conseguir transporte, más sentía un extraño aroma a pólvora y más oía gritos desaforados y que, desde donde él estaba, nada significaban. Es temprano en la mañana, afirmó para sí, esto no puede ser, refiriéndose a las habituales marchas de protesta, esto no puede ser, y de pronto cayó en cuenta de que al salir de casa no se había 20
fijado en el reloj, revisó sus muñecas, luego sus bolsillos, y con susto se dijo: no traje mi reloj, con mucho susto, porque, desde que su padre se lo regaló hacía muchos años ya, no había día que lo olvidara. Esto es lo único que importa, le había dicho su padre refiriéndose al reloj de pulsera que le entregaba, lo único que podrá decirte estás aquí, vivo y a lo único que podrás creer cuando te lo diga; el tiempo es lo que nos hace seres humanos, el saber que hay un algo que se fue y un algo que vendrá. Pero ya era demasiado tarde para volver tras sus propios pasos hasta la casa en pos del reloj. sólo faltaba una cuadra para llegar al paseo de El Prado, una detonación violenta le hirió los oídos. No habían personas por donde él caminaba. Se detuvo y aspiró el aire para ver si habían rastros del gas lacrimógeno que suele usar la policía como repelente de disturbios. No había gas. Decidió seguir caminando y se paró en la esquina de la calle Colombia. Necesitaba algo que lo llevara a la zona sur, a Cota Cota, donde vivía A. S. Las calles estaban desiertas pero aún así se podían oír los gritos mas no descifrar su significado. Eran gritos excesivamente llenos de nada. Decidió continuar caminando, hacia arriba, hacia la Pérez Velasco. Ascender para después descender. Entonces, una multitud empezó a correr por el camino que él transitaba. Creyó que no le quedaba otra alternativa: corrió junto a ellos, fue partícipe de la estampida. Varias personas gritaban o vociferaban mientras corrían, él no. Vio varios minibuses repletos pasar con suma lentitud. Pronto llegó a la Pérez Velasco y la multitud fue disipándose poco a poco. Todo era muy confuso: no podía verse qué los había hecho correr tanto. Habían muchos automóviles del transporte público parqueados, unos iban a la ciudad de El Alto, otros a Miraflores, a Sopocachi, a Tembladerani, a Villa Fátima, pero no había ninguno que se dirigiera a la zona sur. Agitado por la carrera, se detuvo a esperar. Mientras esperaba se dio cuenta de que el aroma a pólvora iba siendo sustituido por uno a ceniza, pronto la ceniza se adueñó del sabor de sus labios. Un microbús viejo, pintado de amarillo y negro, y cuyos letreros decían dirigirse a la zona sur, fue aproximándose con lentitud. Estaba vacío de gente. El primero en subir fue González. Dentro del bus no podía percibirse el olor a ceniza y esto consoló sus sentidos abatidos en gran medida. Fue a sentarse al fondo, hasta el último asiento, a la derecha y junto a la ventana. Un trueno resonó en el cielo boliviano. El micro avanzaba muy lentamente. Varias personas que caminaban por doquier, personas que probablemente pertenecieron al 21
destruido bloque de protesta, obstruían la posible fluidez del recorrido. González no se sentía inquieto: ni apresurado ni desesperado, era como si hubiera olvidado adónde tenía que llegar. De hecho, ni siquiera recordaba los motivos por los cuales estaba ahora acomodado en ese asiento del bus dirigiéndose a la zona sur. Esto es extraño, se decía y pronto se había olvidado de por qué se había dicho eso. Su memoria acababa de convertirse en un líquido que se escabullía de entre sus dedos. En principio subieron cuatro personas además de él, todos varones; al parecer un viejo padre acompañado por sus tres hijos adultos. Fue el padre quién pagó con varias monedas de níquel que el chofer iba acomodando en su portamonedas de madera. Se sentaron en la fila opuesta a donde estaba González y comenzaron una charla animada en la que él no estaba dispuesto a husmear. Fijó su atención en el chofer y no pudo recordar si es que le había pagado al subir. Supongo que sí, se dijo, sino no estaría aquí, pero no había en su mente imagen alguna que le dijera sí, sí pagaste. Visto por detrás, el conductor le parecía a González alguien de aspecto siniestro. No tenía muchos cabellos, una incipiente calvicie estaba a punto de ganar la batalla contra una juventud ya desvanecida. A través del espejo retrovisor vio que las cejas del chofer se mantenían intactas y los ojos que estaban detrás de los lentes le parecieron extremadamente pequeños. González cerró sus propios ojos, extrañado, dudando, ya no se acordaba de por qué había decidido comenzar a escudriñar la imagen del conductor. Estoy empezando a sentirme cansado. Fue entonces cuando se desató la lluvia. No era una lluvia cualquiera, era una lluvia muy estable en su furor. No había viento que se atreviera a empequeñecerla ni calor alguno que consiguiera aplacar su descontento. Y González no sentía frío. Varias personas, a consecuencia de la lluvia, habían decidido subir al bus, veloz, atropelladoramente. El micro era uno de los refugios más seguros para huir de la tempestad. El bus empezó a andar con mayor velocidad. Ya transitaba la avenida Mariscal Santa Cruz y no todos los asientos estaban ocupados. González miraba todo sin detenerse en nada: la oficina de correos, los kioscos, los transeúntes mojándose, algunas tiendas de ropa, la ferretería Avaroa, múltiples escaparates, una librería sin nombre, la bombonería Chocolandia, los monumentos y fuentes que adornan el paseo de El Prado. A la altura de la chocolatería, subió al bus un joven tomado de la mano de una muchacha y con un charango 22
al hombro: se sentaron en la misma fila donde estaba sentado González pero al fondo hacia la izquierda. Luego subió un hombre viejo, que caminaba con los ojos semicerrados y dejaron de haber asientos libres. El micro pasó frente a la Biblioteca Municipal y la Universidad a mucha velocidad, haciendo salpicar algún charco de agua sobre cualquier escaparate. Un relámpago partió el cielo poblado de nubes oscuras por la mitad. González vio que una nube se parecía demasiado, excesivamente, a un buitre, tan sólo le faltaba el color y la vida para hacer de ella un monstruo temible. El microbús se detuvo una vez más, esta vez sobre la avenida 6 de agosto y por fin se llenó por completo. –Espero que ahora se apure –dijo González en un murmullo y el que estaba sentado junto a él asintió sin mucha animosidad y se acurrucó en su asiento. Una noche precoz descendió sobre todo alrededor. Y aunque el hecho de una noche adelantada era de por sí muy sorprendente, González no se inmutó. A ninguno de los pasajeros pareció importarle demasiado este acontecimiento tampoco, tal como si estuvieran por demás acostumbrados a noches repentinas que invaden tardes lluviosas. El cielo boliviano, además de invadido por la lluvia, estaba ahora oscurecido también. El hombre viejo que había ocupado el último asiento libre se apresuró a hablar. Comenzó musitando incoherencias, palabras que no conectaban unas con otras y monosílabos que muy poco significaban. González pensó que acaso estaría ebrio. No quiso prestarle atención alguna pero fue inevitable hacerlo cuando el viejo se puso a instar al joven del charango a que empiece a tocar algo. El joven hizo primero un mal disimulado gesto que quería asemejar un no rotundo para luego tomar entre sus manos el instrumento y empezar a fabricar música. El viejo aplaudió de puro contento. Las personas que abarrotaban el estrecho pasillo del bus dirigieron sus ojos hacia el improvisado concertista. El joven, con mucha habilidad, comenzó tocando una triste melodía potosina. Nadie se atrevía a hablar. González mismo casi no pensaba en nada. Otro hombre viejo, de uno de los asientos de adelante, quiso cantar y cantó una canción que entremezclaba palabras en quechua y en español. –Esto sí que es música –decía el viejo que había animado a tocar el charango al joven –¡cómo duele ser boliviano! –¡Antofagasta! –gritó el otro viejo, el que cantaba, que sí estaba muy borracho, esta vez cambiando de tonada –¡tierra hermosa!, 23
¡Tocopilla, Mejillones, junto al mar!, ¡con Cobija, y Calama...! –y súbitamente su canto, tras ir debilitándose poco a poco, cesó, al parecer se había quedado dormido de repente. –Ahí tienen –dijo otra voz, escondida entre lo oscuro. –Hace frío –una mujer madura –mucho frío. González se había puesto a pensar en la música en sí, en su esencia. En cómo hacía el joven para sacar las distintas notas del charango. Duele, se decía repitiendo lo que había dicho la melancólica alegría del viejo, todo esto duele. Y González no pudo recordar el por qué de su vestimenta negra ni qué era lo que tanto le dolía. Entonces se dedicó a pensar en los quirquinchos, esos pequeños animalitos que viven en las extensas explanadas que hay en este país y con cuyos caparazones suelen hacerse la caja de los charangos. Dolor, dolor, se decía él. Era inútil, no podía concentrarse en nada. El joven seguía tocando melodías bolivianas y a veces se animaba a acompañarlas cantando. Todos los pasajeros, al finalizar cada canción, aplaudían lúgubres, como si lo hicieran con manos heridas, sangrantes, lastimadas por un fuego invisible y, quizás por ello mismo, indestructible. El primero que bajó del bus fue el hombre viejo de mirada torva, el que instó a tocar al joven del charango. La lluvia no había cesado. González se dedicaba a contemplar el paisaje que le regalaba su ventana. Ni siquiera se dio cuenta de que el bus paró para que el viejo descienda. La música del charango continuaba, como invisible fuego indestructible, acechante como una fiera silenciosa. En el asiento donde había estado sentado el viejo, muy cerca de González, se sentó una mujer gorda que hablaba con quien parecía ser hija suya, una adolescente que permanecía de pie y que asentía a todo lo que la mujer sentada expresaba. González, al percatarse de la presencia de la adolescente, abrió los ojos con sorpresa y le puso un nombre: Salomé. Se esforzó por recordar algo relacionado a este nuevo nombre y a la muchacha que tenía ante sí pero su memoria no respondía a la desesperación de sus llamados. Salomé, decía, mírame, mírame, con la esperanza de que ella fuera capaz de reconocerlo. Salomé no se volteaba. Y González se sentía desecho por la pura impotencia de no poder recordar. Entonces, bajó otro pasajero, un señor muy elegante y que, mientras caminaba hacia la puerta, no podía evitar toser mucho. González lo siguió con la mirada, quería apartarse de la imagen de Salomé. Allí fue cuando González de percató de que sucedía lo inexplicable: vio atravesar el umbral de la 24
puerta de salida al señor de traje elegante pero no lo vio caminar afuera, sobre la acera. Era como si hubiera desaparecido apenas cruzado el umbral. No, no, no, mi vista me engaña. Estoy mal. Muy mal. Tal vez enfermo. Salomé continuaba hablando con la mujer, su voz no intentaba ser melodiosa ni seguir ritmo alguno, pero para González era el mejor canto para las notas que imponía el charango. A la altura de la calle 17 de Obrajes bajaron muchas personas y González creyó que sería la ocasión propicia para vencer sus miedos, para confirmar que su imaginación era traidora y deleznable, que tan sólo estaba jugándole una mala pasada. Fue defraudado, sus ojos no vieron nada nuevo, es decir, nada lógico: persona que bajaba los dos peldaños que anteceden a la puerta y que cruzaba el umbral no aparecía en la acera, simplemente desaparecía. González no quiso mostrarse perturbado pero no pudo contener una gruesa gota de sudor que rebalsó de su acalorada sien derecha. Cerró los ojos y trató de convencerse: me duele la cabeza, pero la verdad era que no le dolía nada. Me duele la cabeza, me duele la cabeza. Me duele la cabeza, entonces, como aparición celeste y repentina, los ojos de Salomé quisieron mirar hacia los ojos de González. Fue una mirada fugaz, cuyo recuerdo no tardó en evaporarse. González se sintió súbitamente contento y ni siquiera se dio cuenta de que se había olvidado de las personas que bajaban del bus y de su inesperada desaparición. No despegó los ojos de Salomé. Procuró imaginarla en mil situaciones diferentes, sentía conocerla de toda la vida. Afuera continuaba lloviendo, con la misma furia con que había empezado, con la subjetiva promesa de jamás escampar. Una de las situaciones que González imaginó fue la siguiente: Salomé y él, completamente desnudos, en medio de un jardín de árboles frutales, caminando bajo un sol amable. Al principio se sintió un poco avergonzado por esta idea pero luego llegó a perecerle ridícula en extremo. Estoy volviéndome loco. Decidió, creyendo haber visto el claro peligro de descender hacia la locura, dejar de pensar en Salomé y cualquier otra situación que la comprometiera y, para tal fin, se dedicó a no despegar los ojos del paisaje del camino que iba recorriendo el microbús. Fue una fuerza desconocida la que lo obligó a ponerse de pie y salir de su asiento. La parte trasera de uno de sus muslos estaba adormecida, hormigueante. Salió con cuidado, lentamente. Salomé le hizo espacio y, cuando González pasó junto a ella, ella sorpresivamente le tomó de la mano con suavidad sensual, con cierto 25
cariño, con candor. Fue una acción que González no esperaba y que le maravilló. Luego de eso, empezó a sentir de nuevo el inconfundible olor de la ceniza y el sabor a ceniza se apoderaba de la saliva que bañaba sus labios. Pronto Salomé ocupó el asiento libre y en sus expresiones no había nada que pudiera remitir a lo sucedido. González decidió seguir su camino. Las personas del pasillo parecían haberse multiplicado, le resultaba muy difícil pasar entre ellas. González tenía la mente en blanco, actuaba como si fuera un autómata, ya hasta había olvidado el suave roce de las manos de Salomé. Cuando ya estuvo muy cerca del conductor, éste le preguntó: –¿Baja? –y González tan sólo asintió tímidamente. El microbús se detuvo y mientras descendía los dos pequeños peldaños tuvo una visión como un relámpago, todos sus recuerdos se agolpaban, desesperados por escapar de una cárcel desconocida dentro de su propia mente: la llamada de Amalia anunciándole la muerte de A. S., el no haber ido hoy a la escuela donde trabajaba de profesor, hoy debía visitar a su anciana madre también, recordó a Salomé que en realidad no se llamaba Salomé sino Eva, recordó a los pasajeros que desaparecían tras atravesar el umbral de salida, recordó su hambre también. Y quiso no descender, temía desaparecer, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Dando un paso dubitativo cruzó el umbral de la puerta de salida del bus y así fue como llegó a este océano. El olor a ceniza se había hecho repentinamente insoportable. Salomé, que en realidad se llamaba Eva, vio, a través de la ventana, que González descendía del bus y cuando quiso verlo sobre la acera, descubrió sorprendida que no había rastro alguno de él, que había desaparecido. El microbús continuó su marcha, imparable, implacable. 3 Cuando González despertó, tendido sobre la arena de la playa, no tardó en descubrir que su memoria había desaparecido. Sintió terror y miedo agitando sus huesos endebles. Había algo, una fuerza magnética y tal vez cósmica, que empequeñecía su cuerpo y, al empequeñecerlo, no podía evitar lastimarlo. González sentía un inmenso dolor que aplastaba sus huesos. De repente, sin anuncio previo, todo el panorama se trastornó. 26
Una tempestad empezó a azotar el océano. Se escuchaba una tormenta rugiendo varios kilómetros mar adentro. González temblaba de miedo y de dolor. De mareo, de sabor a ceniza sobre la lengua. Pronto el mar, ya no celeste ahora plomizo, empezó a invadir la playa y con ella invadió a González también. Él no podía hacer nada por evitarlo, cualquier reacción suya sería vana, inútil. No, no, decía e instintivamente, con los brazos extendidos y sus uñas haciendo un esfuerzo increíble, luchaba por aferrarse a la superficie. Sin embargo, el mar bravío era mucho más fuerte que cualquier nimio intento de sublevación propiciado por un pequeño ser humano. Finalmente, González, cansado, se dejó llevar y el mar furibundo lo arrastró hacia sus entrañas utilizando un remolino. González se sintió morir y el dolor lo emborrachaba de escalofríos, sus huesos estaban siendo compactados con mucha violencia. Llegó al final del remolino y, en lugar del fondo terroso del océano, encontró una luz, una tenebrosa nueva luz. Algo lo empujó hacia esa nueva luz y lo sacó de allí, alejándolo del mar y del remolino, y ya era demasiado tarde para intentar hacer cualquier cosa, y ya era demasiado tarde para un último intento de rebelión: había nacido de nuevo.
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LA PERSECUCIÓN DE ANDRADE POR PSICOSIS MASIVA Temprano en la mañana, antes del alba, Andrade se despierta y vuelve a pensar en Martha. ¡Qué más fastidioso que estar pensando en la infidelidad! Las noches se las pasa adivinando el paradero de Martha y ella... cuando aparece sólo lo mira con el rabillo del ojo mientras se esconde en los laberintos de la casa. Después de tanto tiempo intentando desentrañar los misterios de los motores, los engranes y de los fierros, se le empezó a desmantelar la maquinaria de su cabeza. Todo por culpa de Martha, su esposa. El hospital donde fue a caer Andrade tenía entre sus particularidades un frontis ataviado de graffitis de múltiples colores y grafías, unas de significado inexpugnable que asemejaban garabatos árabes y otras tantas de letras alargadas y agresivas que parecían hojas de espadas turcas. Andrade, por pura curiosidad, se asomó a la cocina del hospital. Mirando a todas partes, deseaba saber de dónde procedían a diario esos amasijos de arroz con alguna que otra arveja extraviada como un planeta en una galaxia blanca y humeante, lo cual dificultaba saber si era comida o basura. Al verse sorprendido en la cocina sin autorización del personal, Andrade se puso a correr como el loco que era. Los únicos que acudieron al espectáculo eran los internos que se encontraban en labores de terapia de soledad dando vueltas por una cancha de básquetbol siguiendo las líneas blancas en perfecto orden, dibujando líneas y redondos. Los internos miraban la persecución con la ilógica ambivalencia de temor y alegría. Unos se rompían en carcajadas y otros se tomaban la cabeza intentado atrapar sus pensamientos. Los indiferentes ni se inmutaban y sólo buscaban al líder de la fila para continuar persiguiendo las líneas de la cancha. Existía una habitación especial para los internos que agredían a otras personas o que se lastimaban a ellos mismos. Esa habitación conservaba pequeñas ventanas rectangulares con vestigios de cristal y corroídas rejas exteriores. Tenía gruesas puertas de metal con una diminuta apertura en la parte superior que hacía de visor. Las paredes estaban magníficamente forradas con colchones blancos y castos. En ese lugar se hallaba Andrade, con las manos atadas a las rejas de la ventana. En un espacio disímil al blanco enmugrecido de su pijama pataleaba intermitentemente, susurrando algunos nombres y 28
lugares. Un espacio de luz apenas se dibujaba en el horizonte de su mirada. Andrade podía distinguir una silueta y un olor familiar que se le acercaba. Esa silueta jadeaba como perro cansado y emitía carraspeos como silbidos desde la garganta: palabras apagadas, entrecortadas, algunas más altas y agudas que casi lo ensordecían, otras casi inaudibles y desesperantes. Entre cada palabra un pataleo, un intento de huida y otra vez el silencio. De pronto, como un albatros que le arrancaba las tripas, una mano le hurgaba las entrañas y un grito cortaba el silencio como una espada: ¡Andrade soy Yo! Andrade, sumido en violentos espasmos, recorría con la mirada ese perfil conocido que le traía voces del ayer. Voces perpetuadas a fuerza de lluvia y encierro. La misma silueta le enseñaba el filo de un cuchillo. La silueta era el propio Andrade que gritaba: ¡Andrade soy Yo! Después de estremecer los cimientos del hospital con sus alaridos, encontró alivio en la divina intermediación médica. De esta manera, esas espantosas voces y siluetas desaparecieron, convirtiendo el recinto en absoluta oscuridad y silencio. Pasó mucho tiempo, pero para Andrade la liberación fue como un abrir y cerrar de ojos. Una ciudad de demonios y remolinos de viento se agolparon ante él, jugando con sus cabellos negros. Andrade recogió su maleta, pensando en el significado de la palabra ―sopor‖. Atrás, la puerta y las inmundicias del asilo se despedían de Andrade como una boca a medio bostezar. Las ventanas entreabiertas, azotadas por la brisa de la tarde, le guiñaban los ojos. Las cortinas de tul escapaban hacia la calle cortando el gris de la ciudad como manos blancas y espectrales. La lentitud y el miedo lo perseguían atadas a esa palabra: ―sopor‖; el efecto siempre latente de la maldita medicación. A diferencia de otras ocasiones en las que había abandonado el sanatorio, nadie lo fue a buscar. Andrade era un hombre maduro y solitario, sin conocido alguno. Sólo Martha podría ocuparse de él. De vuelta en su hogar buscó infructuosamente las fotografías de Martha. Cuando no las halló, pensó que de pronto le habían sido robadas. Al final no podía saber si ese desorden lo había provocado él mismo o los policías que lo habían ido a buscar. Gracias a las pastillas, conciliar el sueño ya no era una preocupación. Lo que le desesperaba era no saber el paradero de Martha. ¿Dónde andará? ¿Con quién estará ahora? 29
Un día hace mucho tiempo, cuando regresaba del colegio, había escuchado pasos que se le acercaban por detrás. Antes de llegar a donde vivía, tenía que atravesar un antiguo callejón que siempre le había infundido temor por las paredes de barro de las viejas casas que lo conformaban. A través de los años, las lluvias esculpieron con perfección una gran variedad de caras siniestras en las paredes. Pero las caras sufrían: sufrían ira y dolor. Con cada lluvia abrían más los ojos y las bocas, emitiendo gritos silenciosos que ese día cobraron vida y finalmente fueron escuchados por Andrade. Los pasos que le seguían tenían dueño. Con fantástico estupor y terrorífica sorpresa, descubrió que su perseguidor era él mismo. Andrade, el persecutor, se deshizo de las sombras que lo envolvían atravesando los grises hasta revelarse con claridad. Lo miró con inusitados sentimientos de odio y desprecio, acercándose mordazmente con un enorme cuchillo, acercándose cada vez más con largos y presurosos pasos. Andrade, el perseguido, se encontraba perplejo e inmóvil. Escuchó todas las bocas de las paredes gemir, aullar y desgarrarse mientras el verdugo increpaba en un solo grito: ¡Andrade soy Yo! Desde entonces, Andrade transitó una vía crucis de psicotrópicos que lo dejaron en un letargo ruinoso. El rosario de doctores y falsos profetas lo fueron convirtiendo en un hombre mitad piedra, mitad masa: adormecido e infantil. Una tarde de medio sol, como por obra de caridad, llegó Martha. Rodeada de auras de misterio y bondad, versaba alegremente sobre el interés que le había despertado ese gracejo de Andrade. Primero como enfermera, después como madre y finalmente como casi esposa. Así fue evolucionando la relación de cuidado entre Martha y Andrade. El ser visto diariamente con interés y cuidado le fue abriendo de nuevo las puertas de un mundo que hace poco lo vomitaba con palabras soeces. Martha se volvió todopoderosa. Cumplía quisquillosamente el ritual de cada día. A primera hora cambiaba la ropa al maniquí que tenía a su cargo. Andrade, a su vez, cooperaba levantando y bajando los brazos como un autómata, sin chistar ni sugerir las órdenes del día. Incluso empezó a tolerar mirarse en el espejo cada mañana. Este acto, muy en el fondo, le hacía preguntar: ¿qué será de Andrade, ese hombre perseguido por sí mismo...? 30
Algunas veces -asaltada por arranques de optimismo, que no eran pocos- Martha le sacaba brillo hasta el último rincón de la tumba en la que se había convertido la casa. Andrade, monosilábico como siempre, ayudaba refregando pisos y paredes o simplemente no estorbando. Insospechadamente y sin que mediara algún gran acontecimiento, Andrade decidió dejar de tomar la medicación; la escupía o simplemente se negaba a ingerirla. Martha fue perdiendo la paciencia y Andrade la docilidad y facilidad del trato, convirtiéndose en un ser áspero y agresivo. Por otra parte, recuperaba ciertas facultades que sus ataduras químicas le impedían ejercer. Ya no era monosilábico, pero se ahorraba las palabras demás. A veces, Martha lo había notado desde un tiempo atrás, Andrade la tocaba con lascivia. Empezó a desconfiar de todo lo que Martha hacía; hurgaba su cartera, le impedía salir al mercado y no quería que ella se asomara a la ventana. En poco tiempo, ese fantoche sin voluntad se convirtió en un paranoico cancerbero. Martha, estaba cada vez más apagada y extinguida, rehuyendo de la presencia de Andrade como quien huye de un animal peligroso. Una noche Andrade le asestó a Martha un formidable palazo en la cabeza. Luego estalló en iras incomprensibles y repartía furiosos golpes e insultos a entes inexistentes. Ante tal escándalo, los vecinos vieron prudente llamar a la policía, que con no poco esfuerzo se llevó a Andrade a la comisaría y luego al manicomio. Meses anduvo deambulando por allí Andrade, con esporádicas visitas de Martha que lo observaba a través del visor de la habitación de aislamiento mientras pensaba que ella también estaría loca si continuaba viviendo ese calvario que bien podría acabar con su vida. Sin taconeos ni deformidades extremas, conservando aún el brillo de la mirada, misma que enfilaba al final del pasillo, Martha cruzó el umbral de la puerta del hospital, desapareciendo en el resplandor que le ofrecía la salida. En el ámbito desierto y penumbroso de su habitación, el eco del corazón de Andrade producía sordos y retumbantes latidos que le hacían percibir una presencia. Enredado y agitado como un pez en la red, con los ojos bien abiertos, Andrade se desesperaba entre las sábanas de su cama, hundiéndose en los remolinos que formaba con las piernas. 31
Temía abrir los ojos y encontrarse con su propia cara mirándose con rabia. De súbito escuchó horrorizado su propia voz amenazando con retornar. Un escalofrío lo paralizó, deteniendo al mismo tiempo las voces y los gritos. Un instante de sosiego le permitió abrir la boca para invocar a Martha, implorando su compañía. Buscaba un milagro entre los pocos claros que se esparcían entre las paredes. Deseaba la mágica aparición de Martha, que acudiría ante él para liberarlo de sus temores y para disipar su terror. Repentinamente y como si estuviera accediendo a sus ruegos, Martha estaba ahí. Vestida de una blancura impenetrable, con sus ojos verdes como esmeraldas fulgurantes, ojos confiados y prepotentes, desafiando a las locuras de Andrade. Sentada en la mesa, parecía que lo esperaba. Pero cuando Andrade trataba de acercarse a ella, se alejaba. Cada intento de acercarse sólo la alejaba más y más. Sin grandes esfuerzos, y con agilidad desconocida y desconcertante, Martha evadía las manos de Andrade, haciendo que se desesperara a tal punto que lanzaba iracundamente todo lo que encontraba en su paso. Martha, sin decir palabra y con sonrisa burlona e irónica, iba de derecha a izquierda, arriba y abajo. Parecía no importarle que Andrade ahora tuviera entre las manos un largo y filoso cuchillo. Después de realizar esforzadas acrobacias y piruetas, Andrade atrapó a Martha. Apenas tuvo tiempo para arañarle las manos mientras éstas le hundían el cuchillo, una y otra vez, convirtiendo en blanco el verdor de sus ojos y en rojo la blancura que la envolvía. Andrade, sumido en éxtasis, no comprendía las metástasis de ese cáncer que era su presencia. Se contemplaba fuera de su propio cuerpo, amenazante y con idéntico cuchillo, reclamándose tercamente: ¡Andrade soy Yo! Andrade deambulaba nerviosamente sin orientación ni control. Contenía apenas los violentos espasmos de terror que le provocaba verse, tal como si hubiera salido del espejo para reclamarse con ira desmedida y grito desgarrador: ¡Andrade soy Yo! Andrade se enfrentaba a Andrade. Ambos traían las manos ensangrentadas gritando: ¡Andrade soy Yo! Como la lucha de dos reflejos permanentes, hasta el más mínimo movimiento se repetía. Sincronizados ataques y letargos le hacían comprender a Andrade que sólo podría vivir si mataba a Andrade. Al verse amenazado para siempre por sí mismo, decidió ponerle fin a la persecución. 32
Cuán difícil será cortarse el cuello con tanta precisión, con una línea que divide perfectamente la cabeza del cuerpo, separando el corazón de la memoria, el dolor del olvido...
La Quinta, sábado 23 de diciembre de 1986 La División de Homicidios de la Policía Nacional se hizo presente la tarde de ayer en un domicilio de la calle Antonio Gallardo de nuestra ciudad para realizar el levantamiento legal del cadáver de un hombre que fue encontrado degollado en su habitación, donde según aseveró la gente que lo conocía, vivía solo. En el lugar de los hechos también fueron encontrados los restos de un gato blanco; el cual mostraba inequívocos signos de haber sido apuñalado en repetidas ocasiones con el mismo cuchillo que el infortunado habría utilizado para cortarse el cuello. Aparentemente se trataría de un suicidio, ya que según declararon algunos vecinos, el individuo en cuestión, de profesión mecåanico, sufría de problemas mentales desde hace mucho tiempo, motivo por el cual lo habría abandonado su esposa, M A. Hasta el cierre de esta edición, nadie había reclamado el cuerpo…
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LA VIDA EN UNA CASA DE CRISTAL POR DON PALABRA Las cortinas aún no dejaban entrar la claridad, sin embargo se podían adivinar las formas de todas las cosas, un ropero, un estante, un bulto sobre la cama subiendo y bajando con ritmo de respiración. Cuando la intensidad de la luz fue creciendo, tendido sobre la cama Jesús se dio vuelta y cubrió su cabeza. - Odio las madrugadas, más las de invierno, es como si el frío se hubiera instalado dentro de mis huesos. Aumenté dos frazadas a la cama, pero no hay caso, es el frío el que sale de mi cuerpo -. En julio se escarchan las ventanas pero la luz aumenta indiferente al frío, de apoco va dando forma y tamaño a las cosas. Un estante grande pegado a la pared tenía en la alacena central un equipo de sonido cuidadosamente cubierto con un paño, en cada costado un parlante. En la división inferior había varios objetos desordenados, rollos de papel, cajones vomitando telas, zapatos tirados y algo de ropa encajada con descuido. El resto de las divisiones eran pilas de discos compactos. -Me costó un año de trabajo comprar ese equipo, pero valió la pena. Nada como escuchar música a todo volumenJunto a la mesa hay un velador de proporciones poco convencionales, en su superficie frascos de diferentes tamaños, casi todos vacíos, un par de vendas languidecen, están a punto de caer. El polvo lo cubre todo. De repente la perilla se mueve con delicadeza, en la puerta entreabierta una silueta femenina se dibuja a contra luz, trae algo entre las manos, camina de puntillas, se nota en cada movimiento su esfuerzo por no hacer ruido. Tiembla, parece caminar en una cuerda floja, como si fuera la primera vez que estuviera ante aquella fatal prueba de equilibrio. Deja el pequeño bulto al pie de la cama, sus manos se relajan, suelta la mitad de un suspiro que vuelve a retener justo cuando empieza a retroceder sin dar la espalda, luego cierra despacio, con ademán ensayado, con la maestría de quien hace ese truco de silencio todos los días pero con el mismo temor a la desgracia. Es Julia, la hermana. -Se fastidiaba con facilidad, le irritaba todo, pero basta mirarlo uno no puede odiarlo así como es- dice Julia. 34
Es delgada apenas sale de la adolescencia, tiene 19 años, el pelo largo, los zapatos tristes y la sonrisa prematuramente resignada. Vivió desde siempre con su hermano, cuando eran pequeños antes de lo de sus padres, él la cuidaba, ahora ella cuida de los dos. - Nunca se lo dije, por que no había cosa que odie más que sentirse inútil, me lo repetía todo el tiempo, me hizo jurarle que el día que ya nada le mueva de su cama debía darle raticida en la sopa- dice Julia con ojos húmedos. La mano se desliza silenciosa por entre las frazadas, como una boa constrictor surca las arrugas y montañas de polar, encuentra lo que busca, lo tantea, lo estruja y finalmente presiona. El equipo de sonido se enciende con sus lucecitas movedizas, ajusta un botón más y el disco empieza a sonar. Abajo Julia prepara el café. - Ponía el volumen hasta que la ruedita del aparato no tenía ya a donde girar, nunca le importaron los vecinos, ni mis ruegos, tuvo siempre ese carácter testarudo - dice mientras se seca las manos en el secador amarillento de la cocina. Toma el bulto que ha dejado su hermana y lo pone entre las rodillas, siente enseguida el calor de la bolsa de agua, dentro de unos minutos el frío de las rodillas cederá un poco y podrá finalmente levantarse. -Que patética ceremonia,- pensó, no hace mucho lograba pararse sin necesidad de la bolsa. *** 8:00 La clase bulle, el escritorio grande y pesado del profesor está vacío, todos saben que llegará tarde. En la puerta una adolescente flequillo largo, zapatos con lazo cruzando sus empeines y mochila de dos tiros colgada de un hombro. - O sea sabíamos ¿no? que tenía algo porque era obvio, pero eso era solo un cacho, después comenzaba a dar la clase y hacía tan buenos chistes que nos olvidábamos de todoDiez minutos después el profesor aparece al final del pasillo, es difícil calcular su edad. Trae con su cercanía el silencio a la boca de los jóvenes y a las sillas que hacen rechinar el piso. Es alto y robusto, pero está lejos el tiempo en que aquella puerta podría enmarcarle alguna gracia. Saluda a todos, debajo del saco la polera reza ―la coca no es cocaína‖. Inicia su recorrido hacia el escritorio con un chiste sobre el clima y las faldas cortas. Está escuchando las risas cuando de pronto 35
resbala, el bastón hace una marca en la madera lustrada, el sonido sordo de los huesos en el piso calla las risas, por unos segundos todo se congela. Recuerda entonces que cuando era niño le gustaban las caídas, esos segundos en los que perdía el equilibrio y tenía conciencia de que el porrazo era inminente, esa sensación de vértigo le producía un pequeño placer. Casi podía verse tendido en el piso, los ojos desorbitados de los jóvenes sobre él. La chica de primer pupitre aparece a su lado, un par de muchachos la siguen, elevan al profesor de los antebrazos, otro le alcanza el bastón. -Ya chicos no se esmeren tanto, si no estudian ni con estos favores van a pasar de curso- dice mientras los dedos corvos de su mano derecha intentan quitar el polvo de sus rodillas. Todos ríen solo para borrar así la escena, a ver si con un poco de risas se olvida el sonido de las rodillas golpeando el piso. La clase empieza, el profe se sienta trabajosamente con el dolor del golpe aun palpitándole en las rodillas. Desde la tarima de su escritorio pasa su vista por las caras adolescentes, percibe la abismal distancia que los separa y llama la lista, les dice por sus nombres. Jesús López 32 años, el pelo más largo de lo deseado para un profesor de secundaria, pero no tanto como en los tiempos de la universidad cuando prácticamente le tocaba la cintura, tuvo que cortárselo un poco – ―sin perder el estilo‖ - como le había dicho al peluquero el día que le condicionaron en el colegio. A pesar de las miradas burlonas de los otros profesores y de las innumerables llamadas a la dirección, logró un atuendo digerible para los demás y cómodo para él, la polera siempre oscura por debajo de un saco, pantalones de mezclilla y los botines de siempre. El sol había superado las paredes del patio entrando por las ventanas del curso, adelante la niña del flequillo lee su composición, la luz amarilla le toca la corona justo en el momento que erecta su cabeza y suelta los hombros para intentar por segunda vez no reír mientras lee. Él ya esta ausente, recuerda con claridad cuando tuvo la edad de ella, desde entonces habían comenzado los dolores y las recomendaciones de reposo, esa quietud obligada le hizo un escucha de veinticuatro horas, podía dar nombres, letra y autor de cualquier grupo. Con toda la música que se había escuchado lograba impresionar a algunas chicas, incluso un par de besos pero fue también esa la época en que empezó a reconocer la mirada de 36
sorpresa oculta en los otros, esa que encontraba desgracia en sus dedos ya abultado e intentaba disimularse. Antes solía estar más atento a los alumnos, jamás lo diría pero le gustaba estar entre ellos, su vitalidad le resultaba contagiosa, lograba emocionarle la pasión que a veces les escuchaba en las discusiones. Antes se pasaba horas pensando la fórmula para hacer las mejores clases, sentía que preparaba una estratagema que de lograr ajustar correctamente las clavijas podría ver esa fuerza oculta en cada uno de ellos. Logró muchas veces ver esa escondida pasión en los ojos de los más tímidos. Entonces se sentía satisfecho. Pero los dolores se le fueron acomodando también en las tardes de los domingos cuando solía diseñar sus planes. De a poco fue dejando esas horas solo para la bolsa de agua caliente. Regresa, sonríe y dice – cálmate que al Carlos no le gustan las chicas nerviosas- la clase estalla en risas y la niña se cubre la cara con las hojas. – ya tranquilos dejen que lea, dale vos has de cuenta que no hay nadie- dice el profe mientras la niña toma aire y repite por enésima vez el primer párrafo. Más tarde suena el timbre del final de la clase. Marca la tarjeta, saluda a la secretaria y a sus piernas torneadas, le gusta recodar como sus dedos corvos pasaron por detrás del ángulo de sus rodillas. Ella sigue siendo amable pero le cuesta disimular la turbación que le causa su presencia. Fue algo extraño lo que pasó, esa vez fue también una caída pero en plena lluvia, no es fácil parar un taxi mientras te moja los pantalones. Pero esa falda logró la proeza. Es obvio que al principio fue pena disfrazada de cordialidad, pero luego fue la lluvia, la misma ruta de regreso a casa, el cafecito de agradecimiento, la toalla, la blusa mojada marcando el busto, la música, la hermana ausente. Esos recuerdos le estremecían, sobre todo el de sus dedos paseando por detrás de sus rodillas y esa risa. Una risa ya no de pena ni cordialidad sino serena, entera, cómoda, inmune a los dedos deformes, la cama ajena y la humedad de la tarde. -Nunca creía que algo así pasaría- dijo la secretaria días después a sus alborotadas amigas en un salón de té. Después de marcar la tarjeta pensó que una tarde así era más de lo que podía esperar, solo le quedaba la sonrisa del saludo y ellas cruzadas debajo del escritorio, distantes y descubiertas aún en el más frío de los inviernos. 37
A las 9:55 Jesús López salía de la escuela rumbo a su parada oficial de los jueves, Salteñería Dña. Feli rezaban las letras rojas. Se comió dos de carne super picantes y tomó una gaseosa personal, dejó el cambio a Dña. Feli -a cuenta de las salteñas del próximo jueves- le dijo al salir. La señora le sonríe agradecida, notó sin embargo que sus ojos resbalaron a sus manos. Le fastidió esa mirada, guardó el recibo en el bolsillo y salió pronto del local. Era como si todas esas miradas de miedo de espanto frente al horror se le hubieran acumulado, lejos de serle inmune de idear formas de contestar y hacer reír como había sido su especialidad, ahora parecían engancharse unas con otras, tantas en el día, tantas en la semana, siempre al menos dos en un día, incluso las de Julia cuando no salía de casa. Eran como una cuerda enorme que se le iba enroscando en el cuerpo. En uno de sus bolsillos sintió la textura de un papel, en su mente la cara de su hermana ―no te olvides de comprar las medicinas‖ le había dicho antes de salir. Odiaba que tome ese tono tan maternal, a fin de cuentas era su hermana menor. Decidió hacer una parada en la tienda de discos de la plaza. Un grupo de extranjeros estaban embobados ante la inagotable colección de discos piratas que su amigo les mostraba. Chema lo saludó con la mano en alto, el respondió levantando la cabeza, comprobó que el cuello también le dolía. El Chema se tomó su tiempo, cuando pudo distraer a los gringos se le acercó. - ¿Qué dices hermano, qué andas buscando?-Oye, ¿has escuchado este grupito?- le dice mostrando la tapa del disco. -Si, pero qué raro hermano esto no es pues como para vos, pero si quieres dale una escuchada solo para convencerte- el Chema, los brazos tatuados, la polera negra, el aro en el labio inferior, habla mientras busca entre los discos, pone play al aparato a tiempo de pasarle los auriculares. -Te dejo un cacho hermano parece que me voy a hacerme ricodice, mientras guiña un ojo y regresa con los gringos. Toma los auriculares y se los pone con desgano, escucha un tema, pasa al otro, se arrepiente de haber pedido, siente un mal sabor en la boca como si tragara algo rancio. Parece cada vez más lejano ese tiempo en que la música a todo volumen lograba hacerle despegar, solo bastaba el volumen alto para borrarle un poco del mundo, para hacerle olvidar el dolor de los huesos. 38
Retrocede, adelanta y pulsa play una vez más, luego la voz de su hermana ―deberías intentar otras cosas‖, decide escucharse un tema completo, lee en la contratapa de la caja perfectamente pirateada: Life in a glass house. Se decide a escucharla completa. No le gusta pero la vuelve a poner, mientras, su mirada se pierde en las blondas cabelleras de los gringos, sus ojos azules con un azul que jamás ha visto, recuerda a su hermana y como le habrían gustado ver aquellos ojos -ella que de todo se asombra- pensó. La vio en su casa cargando el agua caliente a la bolsa todas las mañanas, antes había sido diferentes ella tenía sus cosas, solía escuchar sus carcajadas cuando traía a sus amigas, pero a él le irritaban también esas risitas, parecían pincharle en los huesos, como si ellas podrían penetrar esa dureza ósea y hacerle sentir aún más dolor. Ahora Julia es otra, pensó. La imaginó frente a su cama vacía, sin bolsa de agua en la mano, viendo sus disco inusualmente ordenados, una sábana cubriendo el estante, todas las cosas hablando de su ausencia, de su no estar. Era una lucha inútil, una condena para ella solo diecinueve, no importa cuanto lo disimulara, debía pedírselo, decirle de una vez, ella lo haría, temblorosa y con miedo, pero lo haría si él se lo pedía. ―Cómprate las medicinas‖ le había dicho, se mentía la pobre, a ella misma se mentía. Pero para qué prologar lo inevitable, para que prolongar la angustia, ―para que frenar lo que ya sabemos que pasará‖ le había gritado él la última vez que discutieron, ella solo había atinado a cubrirse la cara y salir corriendo. Podía verla frente a todo ese espacio vacío, extraña en un mundo tan ajeno con las cosas gritándole todo el dolor que había callado, pero al fin libre, al fin sola. -¿Cómo es? ¿Te convence?- dice el Chema que acaba de despachar a los gringos. - Me lo llevo hermano, después de todo no había sido tan malosaca los dos últimos billetes y se los da al Chema. Caminando de regreso, recuerda el tema, sus dedos deformes acarician el lomo del disco mientras recuerda la canción, de camino a casa comprará algo para la cena. *** El cuadro es de una perfecta simetría, todo visto desde la calle enmarcado por la ventana parece puesto adrede como un juego de revista en el que hay que encontrar las cosas que están fuera de lugar. Con los ojos clavados en el plato dos hermanos cenan una sopa, 39
sentados frente a frente cubiertos por el silencio y el tic tac del reloj de cocina. Él rompió el silencio contando algunas cosas que le había pasado durante la mañana, estaba inusualmente cordial su miranda en el mesón donde algunas pepitas habían quedado desparramadas, la mano le tembló a Julia cuando las pasaba al plato y no tuvo tiempo de recogerlas, aún así las mezcló para intentar disolverlas. -… es una canción que habla de una casa de cristal, ¿te imaginas? vivir en una casa así, tendríamos que andar siempre de puntas y no hacer caer nada, cualquier cosa podría romperla, hasta la música la haría temblar- dice el hermano. Ella no dice nada, ha aguantado lo mas posible pero después de las últimas palabras siente la humedad de la lágrima marcándole la mejilla, ve los círculos breves que forma al caer en la sopa y levanta la mirada. -Es por mi, yo te lo he pedido, así lo quiero- le dice él mientras le toma la mano. -Sólo por eso lo hago- le dice ella, parece haber crecido como si una verdad que ocultaba por fin saliera a la luz, un alivio doloroso se veía en sus ojos aún húmedos. -Sólo hazme un favor, mañana cuando todo haya pasado tráeme igual la bolsa de agua, como si aún me dolieran las rodillas-
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GATORADE POR FANTASMA ROCK 1 Mi vida transcurre entre Gatorades. Me llamo Ernesto y odio mi nombre. Afortunadamente, todo el mundo me conoce como Checho, gracias al Caíto, mi mejor amigo en este mundo de mierda. Ocurrió que, estando en un boliche donde tocaba una ruidosa banda de rock, me presentaron al Caíto. Como te llamas? Carlitos. Yo escuché Caíto, y se lo dije, Hola Caíto. Y tú? preguntó, Ernesto, grité. Checho?, Buena onda y me estrechó la mano. Desde entonces somos inseparables, aunque no le perdono haberme traído a esta Granja de Desintoxicación. El Doctor Agreda dice que es bueno escribir un diario. Yo en realidad espero poder publicar esto como una novela de esas testimoniales que están de moda para ganar algún dinero y seguir chupando en cuanto salga de aquí. Es momento de decir que no encontrarán ninguna moraleja en este escrito. No pretendo ser un ejemplo para nadie. No creo en la rehabilitación. He desperdiciado todas las oportunidades que alguna vez tuve de una vida mejor. He defraudado a familiares, novias, amigos, jefes y mentores, en ese orden. Por ahora no me va mal. A las nueve de la mañana viene la enfermera gordita, la Magali, y me da unas pastillas que la primera semana me hacían vomitar. Luego bajo a desayunar y, como a las diez, hacemos sesión colectiva con el Doctor Agreda. Mi hígado está mejor que nunca y pienso destruirlo el próximo mes que será cuando me den de alta. O de baja, no recuerdo bien. En la primera sesión grupal de terapia hicieron que nos pusiésemos de pie y nos presentáramos al grupo. Yo me levanté y dije: Me llamo Checho y soy un borracho. El doctor Agreda me explicó que no estaba permitido el uso de apodos o sobrenombres en las sesiones y que debía decir alcohólico en vez de borracho. Cuestión de gramática. Yo pienso que lo que le molestó es que todos se cagaron de risa, hasta la Eva, y me gané instantáneamente un lugar en el corazón de todos esos maricones. Ya en privado, el doctor Agreda me puteó diciendo que esa fue una muestra de inmadurez y expresaba mis ansias de reconocimiento y el deseo de ser siempre el centro de atención. Entonces hablamos de mis viejos y mi infancia y me largué a llorar, no sé porqué me largué a 41
llorar. En el libro de autoayuda que nos dieron al ingreso a la Granja, dice que no hay porqué avergonzarse de llorar o de expresar sentimientos. Yo odié más al doctor Agreda por humillarme así. Reconozco que es un buen tipo, pero eso es precisamente lo que me exaspera más de él. Un día jugábamos fulbito en la cancha y el doctor Agreda se sumó al equipo contrario, al que le faltaba un jugador. Le metí un codazo que le saltó un diente, pero él no dijo nada. Todos me miraban con rencor pero yo los miré fijo. El doctor sabe que no es bueno que yo salga a la calle, que pase el tiempo que pase, no estaré listo para reintegrarme a la sociedad. O, más bien dicho: integrarme, porque nunca saqué membrecía del puto club que llaman comunidad, sociedad, civilización, humanidad. El doctor quisiera que me vaya directo a la cárcel o a un hospital psiquiátrico donde me inyecten todos los días hasta que me mee encima y los ojos se me vuelvan grises y acuosos y mire al mundo con temor y desesperanza y él pueda ejercer su poder de señorito doctor, graduado en Chile, peinado con raya a la derecha, novia comunicadora, autito a plazos, depto en edificio, raquet los sábados, reunión de ex alumnos, voto por tuto. 2 Odiaría el chaqui si no fuera el estado más óptimo para escribir, el más recomendable, definitivamente el mejor para captar la vida en el mundo usando palabras. Casi no recuerdo lo que pasaba entre un Gatorade y otro. El Gatorade es el único vicio que se me permite aquí. Al ser una bebida energizante es bienvenido en la Granja. Es lo único que me mantiene vivo. Si no puedo chupar al menos evoco el chaqui con el Gatorade. Mi madre me trae el de sabor limón, mi favorito, los domingos. El otro día nos hicieron ver la peli "28 días", con Sandra Bullock y algunos hasta lloraron. Yo me moría del asco, aunque reconozco que la Sandra Bullock siempre me pareció rica. Y medio sonsa. Lo cual la hacía una importante candidata a convertirse en mi esposa. Pero eso era antes, hace mucho, cuando aún creía que una mujer iba a solucionarme la vida. Mucho antes de que le agarre verdadero cariño a la cerveza, luego al singani y finalmente al Ron Panamá, bebida que marcó mi adicción y a la que le inventé un slogan: "Ron Panamá, como el amor de mamá". Si algún empresario 42
quiere usar el slogan y le interesa que protagonice el spot lo haría gustoso y sin cargo. Pero dudo que eso suceda, dado que mi look no encajaría en los standards de un anunciante de productos. Perdí muchos dientes en la pateadura que me dieron esa vez en Miraflores, cuando fui a ver al J., y el cabrón me hizo esperar media hora en la Puerto Rico, y aparecieron los Boricuas y me sacaron el alma a patadas. Recuerdo que sentí que estaban haciendo pipocas en mi cabeza. Y desde entonces me quedó esta mancha verdosa junto al ojo derecho. Así que una carrera como anunciante de Ron Panamá en la televisión está fuera de mis posibilidades. Menos mal. Las oportunidades, las opciones múltiples solo confunden a gente como yo. Es cierto que nunca quise que me dijeran qué tengo que hacer. Pero apreciaría mucho que las opciones se redujeran a dos o tres para saber por donde ir y no dejar que el peso del mundo me abrume las espaldas. El mundo es más complicado de lo que la gente quiere creer. Y se complica más cuando te das cuenta de que en realidad no tienes muchas opciones. Pero los profes, los padres y los amigos se cansan de decirte que uno puede hacer lo que quiera en la vida si se lo propone. Todas esas mentiras tienen que podrirte la cabeza. Incluso más que el alcohol. 3 Extraño los viejos tiempos. Lo único que me interesaba era conseguir una litrera de Panamá. Una botella era un camarada, una buena compañía. No crean eso de que los alcohólicos beben cualquier cosa. Esa vaina del aparapita no va conmigo. Eso es folklore. Pregunten a cualquiera que me conozca, yo solo tomaba Panamá. Y por supuesto cada mañana, un glorioso Gatorade. Por suerte siempre supe como conseguir dinero fácil. Para eso es muy importante no tener nada que perder. Y ser un mentiroso descarado y encantador. No uno compulsivo que termine asfixiado por sus propias mentiras. Yo les mentía a mis amigos, a las chicas, a mis padres, a mis vecinos, a la policía, a mi dueña de casa, siempre enseñando los dientes y haciendo chistecitos, mientras me llevaba su dinero en los bolsillos. Lo gracioso es que me trajeron acá no por mentir, sino por beber. Es que no hay granjas de rehabilitación para mentirosos. Lo más parecido a una granja para mentirosos serían los reality shows que pasan todo el día por la tele del comedor de la Granja. Otro slogan, ―Vivir el día a día‖, marcó mi existencia y mis 43
propósitos durante unos buenos años. No el vivir el día a día de abrir una cuenta en el banco, conseguirse una novia para ocultarle quién es uno en realidad, ni estudiar ninguna carrera lucrativa, para pasarles por encima a los demás. Para mí, vivir el día a día, era hacer lo que fuera necesario para conseguir dinero y comprar un par de Panamás diarios, mi buen Gatorade y algún brete del J. para mantenerme despierto todo el fin de semana. Eso, amigos míos, era vivir el día a día. Entre los libros que robé de las casas de mis amigos y conocidos, uno de los pocos que no vendí fue ―El Diario del Che en Bolivia‖. Nunca entendí demasiado de historia ni de política, pero lo leí como quien lee un libro de aventuras, excepto que este no era ningún marica como Miguelín Quijano. Mis amigos, que estudiaban Sociología y esas cosas, alucinaban discutiendo sobre la Revolución y la situación política del país. Yo bauticé a mi botella de Panamá, ―Camarada Tania‖, y ―Pombo‖ a mi buen Gatorade.
4 Mi diario, que es en realidad un cuaderno Líder con tapas azules que le robé a La Lidia, tiene ya casi todas las páginas escritas. En un noventa por ciento, como diría la Doctora, que es la que dirige este lugar y es una fanática de las estadísticas. Jamás supe el nombre de la Doctora, todos la llaman así, pero nunca me quedaron dudas de su autoridad. Cada vez escribo más asiduamente. Y, como notarán, mi léxico se ha enriquecido notablemente. Me está dando por la poesía últimamente. O al menos eso es lo que dice La Dani, que es la única con la que lo logré aquí. Con ―lograrlo‖ me refiero a tirar, sexo, coito, ¿cachan? El Doctor Agreda dice que tengo que evitar la jerga y significar todo lo que digo, ser claro con lo que quiero decir y expresar mis opiniones de acuerdo al contexto. Esto por supuesto no es parte de su entrenamiento como psicólogo; lo hace de puro buen tipo nomás. Pero estoy seguro que es lo único que me va a servir afuera. La Dani es la única con quien compartí mi diario. Es ella la que sugirió que debería intentar escribir más poesía. Dice que tengo talento. El doctor Agreda me pidió que le leyera algunos pasajes de mi diario, pero el pobre no sabe lo que pienso de él. Tengo que admitir 44
que es todo un profesional. Yo no sería capaz de ayudar a alguien que sé que me odia. Aclaremos que La Dani forma parte de la guerra privada entre el doctorcito y yo. En las primeras sesiones grupales me di cuenta que La Dani estaba camote del Doctor Agreda. Ese era el motivo por el que era una de las pocas que sonreía en la sesiones. La Dani había llegado dos semanas antes que yo a la Granja, después de una feroz intoxicación con flunis, jarabe para la tos y Bacardi Limón. Era imposible no mirarla: una flaca pálida y preciosa, con el pelo castaño seguramente cortado a la mala por ella misma, en uno de esos arranques que todos los que están acá ha tenido alguna vez. Todos menos yo, que cada vez que conozco más a este gente, me doy cuenta de que soy un auténtico sinvergüenza. Pese a ser flaca y ojerosa, La Dani tiene lo suyo. Me di cuenta un día en que ―las chicas‖ estaban jugando básquet en la canchita de atrás. Llevaba unos ajustados shorts azules y las tetas se le columpiaban de arriba a abajo. Me colgué del alambrado que separa la cancha del patio y le silbé. Ella se sonrojó, soltó la pelota y me hizo una mueca con la nariz. Yo me quedé como un pastor alemán con la lengua afuera. En los días siguientes, traté de llegar más temprano a las sesiones para sentarme cerca de ella. No sé si en verdad me atraía La Dani o quería joder de verdad al Doctor, que tenía un saludo distinto para nosotros, consistente en una sonrisa cordial, reglamentaria y una ojeada más bien evasiva, y otro: mirada directa y sonrisa hecho al putas, con todos los dientes, para La Dani. Al final de las sesiones, después que el Doctor nos dejaba una serie de ejercicios que nadie se molestaba en seguir, La Dani se le acercaba como una colegiala y le preguntaba cualquier cosa, y se quedaban los dos un buen rato hablando huevadas, sin dejar de mirarse fijamente a los ojos. Así conocí a La Eva. ―Mirála pues a ésta‖, rezongó una vez, en voz alta, señalando a La Dani despectivamente con el mentón. Yo vi el momento perfecto para hacerme de un aliado en La Granja: ―¿Qué dirán no?‖, dije acercándome a La Eva. La Eva era una divorciada de treinta y pico, que había dejado a sus chicos con su mamá en Cochabamba y tenía un talento especial para putear por todo. No creo que en realidad le importara mucho el Doctor Agreda, o que éste tuviera algo con La Dani, pero no podía dejar pasar la oportunidad de regodearse en la bronca. Digo que La Eva era, y no es, porque cuando volvía a Cochabamba para buscar a 45
sus hijos, la flota en la que viajaba se embarrancó setenta metros y La Eva falleció atravesada por fierros juntos a otros nueve pasajeros. Había logrado superar su alcoholismo. Pero el chofer del bus no. Voy a extrañar la saña y mala intención proverbiales de La Eva, que había accedido a internarse en La Granja no por que quisiera dejar de beber o por sus hijos, sino para echárselo en cara al cochino de su ex marido. "¿Porqué le dices cochino?‖, le pregunté durante un almuerzo, una vez que hubimos entrado en confianza, y nos divertíamos hablando mal de todo el mundo. “No molestes, estoy comiendo”. "Ya pues", insistí. “¿Sabes que quería hacer el cochino? Quería....por…atrás”. ―Uy, que asqueroso‖. “En serio, oye, eso no está bien”. ―Pero es renormal‖. “No para mí. Está en la Biblia. Y luego el cochino iba a buscar eso en la calle”. “Eva ¿Crees en Dios?‖. “Claro”. ―¿En serio? ¿Porqué?‖. “Porque Alguien tiene que tener la culpa de todo esto”. 5 ¡Ah, La Lidia! ¡Qué personaje! Yo pensé que eso de creer en Dios ya fue. Pasó de moda como Menudo o la Sopa de Caracol. Pero ella cree. De verdad cree en Dios, en los Apóstoles, en la vuelta de Jesucristo, en la Virgen María y en todos los barbudos de la Biblia, ella cre-e. Su fe apabullante mete más miedo que su ojo derecho muerto. Pero al mismo tiempo, por causa y efecto de su firme religiosidad sé con certeza que tiene una moral muy fuerte. Lo cual la hace más confiable que cualquier cura ordenado, y la persona ideal para sacarle dinero cuando salga de aquí. Cómo me divierto discutiendo con La Lidia, y hablándole de El Código Da Vinci y El Nombre de la Rosa, los libros que me prestó La Dani para mantenerme entretenido. La Lidia sabe que con La Dani y yo nos vemos en las noches a escondidas. Pero en vez de denunciarnos a la Doctora, prefiere darme relatos sobre los pecados de la carne y los diez mandamientos. Ese es el problema con la gente de bien. Nunca actúan, solo se preocupan por sus conciencias y no por el mundo en que viven. Casi me mata cuando compuse un rap con El Credo, y cuando le dije que ―Beata Plácida‖ es un oxímoron. Eso lo hice apenas supe lo que significaba la palabra oxímoron y que ella había trabajado en la primaria ―Beata Plácida‖ de Sopocachi. Lo del rap fue más bien accidental, pero me entretuve bastante buscando rimas para Todopoderoso. En las sesiones de Oración, que nos ocupan para mi 46
gusto demasiadas horas de la semana, siempre soy su ejemplo negativo. Y la verdad es que me gusta el rol que me asignó la piadosa tuerta. A veces pienso, con toda crueldad, que es en la invalidez de su ojo derecho donde radica la respuesta de su corta visión. En el fondo, La Lidia cree que tengo una oportunidad de redención. Y me perdona todo. Y a veces hasta me trae ocultos bajo su permanente chompa violeta los bizcochitos que sobran de la cocina. ―No robarás‖ le digo yo, mientras se aleja a trote lento por el corredor del Pabellón Hombres. 6 ―¿Qué tienes para mi ahora?‖, le pregunto a La Dani desde el quicio de la puerta de su cuarto, con mi sonrisa de dientes amarillos y mi mancha verde junto al ojo derecho. Estoy feísimo, pero radiante. Me encantó Ensayo sobre la Ceguera. Me volvió loco. Anoche soñé que yo era el ciego malo y obligaba a todas las ex borrachitas de La Granja a chupármela. Desperté contento y vine brincando a devolverle el libro a La Dani, y quiero algo más. Necesito más. “Tengo La amigdalitis de Tarzán, te va a gustar. Es de un trovador que va a Francia y …‖; ―A-a-a-a-a… no me cuentes pues el final, quiero leer‖, la atajo con la palma de la mano derecha en alto. Con la otra tomo el libro amarillo que me ofrece. “¿Y de que estás feliz vos?”, pregunta divertida. No respondo. Me limito a sonreírle. Ella sonríe también. Sus dientes blanquísimos relumbran y se reflejan en el catre metálico. Tiene los ojos vivos. Con ese moñito recogido sobre la nuca parece todavía más changa. Hace dos días que no la veía. La Dani me gusta de verdad, pero no logro imaginarnos juntos afuera de La Granja. Es relinda. Me pregunto cómo será enamorarse. O casarse. Llamarse uno al otro: ―Amor‖, ―Vida‖ y esas cosas, y después de unos años mudar a ―Hija‖ y ―Gordo‖, pero seguir queriéndose. En fin, creo que será para en otra. La felicidad no es para mí. Pero tengo que admitir que La Dani es la primera chica que me hace pensar todas estas macanas. Intento salir de la incómoda situación retrocediendo hacia la puerta, estoy a punto de darle las gracias, cuando dice: ―Esperá, quedáte, mi hermana me ha traído porro. Tengo lo último”. Se aparta un poco sobre la cama y palmea el lugar donde quiere que me siente, junto a ella. Me siento. Era una oferta que no podía rechazar. "¿Tu hermana la de la U?‖, pregunto, tomando suavemente, entre pulgar e índice, el joint. “Sí, ella, es comunicadora. Le encanta leer, quería ser escritora y meterse a Literatura, pero mis viejos le 47
han dicho que se meta a Comunicación Social, que ahí iba a escribir igual, pero con la diferencia de que ahí sí le iban a pagar”. ―¿Porqué a los periodistas les dicen comunicadores? Medio mamada eso", pregunto echando una nubecita de humo. La Dani fuma. “Ay cojudo!, hacen otras cosas, proyectos, conferencias, investigaciones. Mi hermana da clases.” Bota el humo. "Sabes full de eso, ¿no?". “Claro, estaba en tercer semestre”. "¿Y qué?". “Qué, qué?”. "Qué ha pasado. ¿Cómo has caído aquí?". “Ya te he dicho que no te voy a contar…¿Hay más?”. ―Sí, un poquito‖, digo acercándole el último cachito de yerba. Lo fuma con la cabeza inclinada hacia atrás. Su silueta se dibuja en la ventana iluminada de detrás de la cama. ―¿Nos vemos esta noche?‖. “No sé, leé más bien el libro y nos vemos mañana”. "La Amigdalitis de Tarzán, buen título. Alfredo Baibairs…‖; “¡Bryce, sonso!”. "Bueno, Yo Tarzán, Tú Dani", "¡Ay, sonso!", se ríe y me da un cariñoso almohadazo en el hombro izquierdo. Tomo el libro. Me marcho contento. Todavía se ríe conmigo, buena señal. Camino por el pasillo, hincho el pecho, me lo golpeo con ambos puños y grito a todo pulmón: AAAAAaaaaaAAAAAAA!!!!! 7 Las lecturas me están convirtiendo en un tipo más ilustrado y poseedor de argumentos cada vez más sólidos para derribar a mis ocasionales rivales de debate, que cunden en La Granja, incluidas La Doctora y La Dani, a quien me mata no poder salvar de su adicción al New Age y al esoterismo de luca, ni de su encamotamiento secreto con el Doctor Agreda. Pero eso ahora no me importa demasiado. Por primera vez en la vida siento que estoy aprendiendo algo. Y adivinen: NO es que el alcohol no sea la solución para a todos mis problemas. Es que ahora puedo valerme de mis nuevos conocimientos para utilizar a la gente, al mundo, a mi antojo. Eso es peligroso. Empiezo a disfrutar cada vez más de la perversión de los autores, de sus retorcidos juegos mentales y del vicio del estilo. Leo sin parar, como un adicto. Incluso leí la Biblia una vez que nos peleamos con La Dani, mi habitual pusher de libros. La leí toda, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, que hasta ese día para mi eran títulos de canciones de Vox Dei y nada más. El lunes me dan de alta. O de baja, no recuerdo bien. Me asusta empezar a creer que mi adicción por el alcohol podría ser reemplazada por mi adicción a los libros. Dios no lo quiera. 48
CUERPOS SUSPENDIDOS POR EL FAENERO Al irrumpir los militares, Julio César Castrillo, estudiante de la Carrera de Sociología, tuvo que dejar inconclusa la lectura del Diario del Chaco que evocaba la historia de un abuelo que no conoció. Desistió también, al último esfuerzo compungido que resolvería su estreñimiento contraído, sin tener los motivos muy claros, dos semanas atrás. Arriba, con cuidado. No tanto. A doce centímetros del suelo. Sí, por las manos. ―No sé. Estoy ocupada‖, dijo Charo Conde, la secretaria (anótese al lado gorda y fea) del Comando General del Ejército (CGE). No quiso contribuir con la investigación. Pregunté por los archivos de Julio César (la gorda hizo como si tecleara su máquina de escribir. Anótese que no tenía papel). Después de media hora, se levantó y fue hacia un extremo de la oficina. En aquella pared tenía colgado un póster enmarcado de Mata Hari: Greta Garbo, recostada en un sillón, miraba desconsolada hacia un costado derecho. La secretaria me mostró una pila de fólderes desordenados. Y una sonrisa. Mis superiores no estuvieron contentos (fueron dos días de búsqueda entre aquellos folios amarillos. Al tercer día, la gorda me dijo que se confundió de columna. Me llevó a la bodega de archivos y señaló unos cajones almacenados en el fondo. Sonrió otra vez y se fue. La gorda me jodió). Destornillador, pinzas, martillo, bisturí, alicate, cortaúñas, sogas, agujas, sal y limón. Diario de Augusto Castrillo 14 de enero de 1934 Verano con agua. Ver-ano -hablar con el doctor-. El Chaco está lejos, a cada punto cardinal que miro. Donde me encuentro, sólo es atendible el soliloquio de la noche -y el meneo húmedo de mi compañero-. Ya me olvidé de la sed, pero no del polvo. Estos escritos tal vez me absuelvan o me condenen. Llegué tarde, cuando el 49
campamento ya había sido tomado. Hoy es el primer día en que nos harán limpiar el sendero para abrir un camino. Prefiero eso, a morir de sed. Ver-ano -pedir consejos al doctor-. Caí prisionero. Tuve que hablar. No quise hacerlo, lo juro. Tal vez no fue así. Cuando escapé, todo había terminado. Caminé tres días a la deriva. En medio del desierto me derrumbé, esperando no volver a levantarme, pero fui encontrado por un indio que me llevó al campamento. Traté de establecer comunicación con él. Grité en aymará, quechua y guaraní. Fue tarde cuando comprendí que el indio tenía un uso correcto del español. -Además, era sordo- Fui juzgado. Me acusaron por omiso y delator: mentiras a medias, pero todas podrían ser verdades. Del sol, a la mierda. Hace dos semanas nos trajeron en camiones a la ex–Fundidora de plata Yerbani, en los yungas, muy cerca de La Paz. Las habitaciones son galpones que no tienen final, tan similares que parecen confundirse unas con otras. Dormimos en hileras de a veinte –paraguayos, bolivianos, ¿qué importa?-. Francisco Hernández, mi compañero, es omiso del regimiento Ingavi o, por lo menos, eso le dijo al capitán. No le creo. En este lugar todos somos mentirosos. Me toca todas las noches desde que llegamos: Ver-ano pedir vaselina al doctor-. Ayer la garúa nos sorprendió mientras despejábamos la carretera. El clima es traicionero. La niebla está suspendida ante mis ojos. Engendra imágenes confusas. (Página 68) Palo, palo, palo, palo, palito pa-lo-e. ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! Palo, palito, ¡pa-lo-e! Los militares voltearon la puerta de calle de dos patadas (otras versiones mencionaron tres). Ingresaron hacia el patio, abrieron la puerta del baño y encontraron a Julio César Castrillo en plena actitud de pujanza. Tenía el rostro ceñido y los ojos cerrados (sin duda, debió de ser un estreñimiento crónico). Dejó caer las hojas del Diario del Chaco y un bolígrafo de color negro. Julio César fue llevado en un jeep al Estado Mayor (o al Comando del Ejército. No existen especificaciones). Calienta las pinzas al rojo vivo. Sólo vasta un giro y se zafa. Así evitas la sangre. Tania: -A Julio César lo conocí en la U, pero no recuerdo muy bien. Yo: -Según datos que recopilé, me dijeron que usted… Tania: -Sí, sí. Usted sabe. Mi esposo está por llegar. Julio 50
César no debió estar en Sociología. Haber, Tito, no te frotes los ojos con las manos sucias. Bájalas. En esa época estábamos en primer año o creo que en segundo. Cuando lo llegué a conocer más, me dijo que entró a la Carrera porque no pudo hacerlo a la milicia. No supe si creerle. Yo incomodando: -¿Una ironía? Pero tengo entendido, señora, que ustedes estaban en contra de los. Tania: -¡Tito! ¡Ya, baja las manos! No sabe… a Julio César lo conocí cuando formé parte del Grupo. Nos reuníamos todos los martes en las noches, aunque no lo recuerdo muy bien. Julio César era muy cerrado. Nadie pudo saber lo que él pensaba. Creo que jamás lo pude saber. No hablaba. Se quedaba escuchando a Hinojosa y al Lic., mientras dirigían la reunión. Yo irritando: -Mientras hacían planes. Tito: -Señor cara de bacín, je. Tania: -Ya, Tito. ¡Baja las manos! Qué va ha decir el señor. Eres un niño malcriado. ¿Le hablaron sobre Hinojosa? Murió creo hace dos años por un cáncer en los pulmones. Y ni siquiera fumaba. Eso me dijeron. El Lic. era quien se acababa cajetillas enteras. Tal vez fue una confusión de papeles. Sabe, uno debió morir por otro. Yo importuno: -Julio César fue su. Tania: -Sí, al principio y al final. En el medio, sólo fuimos amigos. Odiamos a quien debíamos odiar. Fue el mensajero del grupo, aunque no tenía un trabajo específico. Llevaba documentos importantes o eso es lo que decía el Lic. Mi esposo está por llegar, sabe. Tito: -¡Señor calzonazo! Je. Yo descontento: -¿Usted no trató de buscarlo? Tania: -Tito, sabe. no ve bien. Necesito llevarlo al médico. Sus ojos están irritados. Quien entraba al Matadero de Achachicala no regresaba jamás. Cada uno veló por su vida o por lo menos, eso quiero creer. ¡Tito! ¡No te muevas! Eres un niño malcriado. Tito: -Señor cara de poto, je. Yo confundido: -¿Cuándo se enteró que Julio César.? Tania: -Mi esposo ya llega, sabe… Debo irme. Ya pasaron tantos años. Después de volver de Chile, aunque no lo recuerdo bien, podría mentirle, no estoy segura. Todo quedó en el pasado. Tito, despídete del señor… Tito: -Señor cara de… ¡Papi! ¡Papi! Tania: -… 51
Coronel Roberto Estigarribia: -… Yo sudando: -… No importa si se le cayó. Puede seguir hablando. No te preocupes. Todavía tiene 31. El apretón de manos me reiteró los grados que tenía el coronel. Y sus deseos de llegar a general. Al día siguiente, mis superiores me conminaron a terminar este caso antes de finalizar la semana (mi alto patriotismo hizo dirigirme al bar Perfidia. Anótese que canté el himno nacional, coro general, después de unas cinco cajas de cerveza). Al llegar a mi cuarto, desordené las fotocopias del historial de Julio César, tratando de encontrar una respuesta a esta investigación (Lloré sobre los folios, escuchando por la radio a los Bukis. No sé si fue por los cuernos heredados de mi última relación o por la angustia de tal vez ser despedido. Todo me daba igual). Parece que está llorando. No, parece que nos sonríe. Se mojó el pantalón. Tácticas militares en contra de los rebeldes. La Paz, febrero de 1977. (Confidencial) Al capturar células rebeldes, actuar inutilizando a las mismas, para luego iniciar la etapa de interrogatorio. Las zonas de insurrección se especificarán 72 horas antes para una planificación detallada. Etapa de interrogatorio: El encargado 1 deberá asumir control físico y psicológico del rebelde. Para este efecto, utilizar un nudo lasca y amarrarlo a una silla. Los nudos: llano de rizo, al revés, de gaza o de guía no son aconsejables (pedir mayor información a su superior). Si se encontrase en la división de desaparecidos (Matadero de Achachicala) colgar al insurrecto a los ganchos mediante una soga. Realizar un nudo boca de lobo (ver figura 1). El cuarto o la habitación deberán estar oscuros, caso contrario, utilizar técnicas especiales (ver figura 2). Alistar al sujeto para el interrogatorio. Si es posible echarle agua fría cada dos horas. Este recurso se utilizará para ablandarle la piel (ver figura 1 y pasar a figura 2, después volver a figura 1). Utilizar técnicas psicológicas (ver folio 2). Primeros daños físicos al sujeto: golpes en las articulaciones (rótula, falanges de extremidades superiores e inferiores), partes blandas del cuerpo (oblicuo externo del abdomen, grácil, sartorio, extensor corto de los dedos, vaso lateral, vaso medial, gemelos y sóleo) Ver figura 3, figura 4, figura 5, organigrama 1. 52
En caso de pérdida de sangre, por utilización de las técnicas 2, si todavía el insurrecto no habló, se recomienda hacer transfusión (volver a figura 1). El encargado 2, después de pedir permiso al encargado 1 y, éste, a su vez, haber mandado una carta membretada (del folio 9 y 10) al comandante de su regimiento, deberá utilizar instrumentos otorgados por su superior (volver a la figura 1 y 2. Si se tiene dudas, ver figuras 3 y 4). Aunque el insurrecto hable, se aconseja seguir las siguientes instrucciones (para corroboración): Desnudar al hombre y/o mujer (ver figura 3). Utilizar instrumento 4 (en caso de hombre) y engancharlo al escroto (ver figura 4 y volver a figura 1); utilizar instrumento 5 (en caso de mujer) e introducirlo hasta el cérvix (ver organigrama 2 y mapa conceptual 3). Iniciar cargas eléctricas (ver recuadro 1). En caso de que el insurrecto todavía no proporcione la información requerida, utilizar técnicas avanzadas (ver folio 4). Acta número 1 del Comando General del Ejército. Firma y sello seco del General. No lo balancees tanto, parece una piñata. ¿Y si le introducimos algunos dulces? Julio César Castrillo estuvo recluso tres semanas (o cuatro). Su estreñimiento se agravó al llegar al Matadero de Achachicala (según versiones, Julio César no habría sufrido de estreñimiento, sino de un cólico miserere). Fue sometido a un interrogatorio. Los militares quisieron indagar sobre la existencia de documentos confidenciales que el grupo Juventud por la Liberación poseía y que podrían haber develado alianzas del Presidente con un grupo inversor italiano. No tan fuerte, sino se nos duerme. Más arriba, a la derecha, al centro y adentro. -Julio César fue el líder de Grupo -dijo Hinojosa Junior-. Papá sólo se encargaba de registrar las reuniones. -Las averiguaciones contradicen esa información -dije pensando en Tania-. -Entonces fue el segundo al mando –dijo Hinojosa Junior. No me miraba. Estaba llenando un crucigrama o subrayando una sopa de letras, no recuerdo bien-. -El Lic. los adoctrinaba. Tengo entendido que su padre era el segundo al mando –afirmé, pero me quedé pensando si lo que dije era verdad-. 53
-¡Cojudo! –Respondió Hinojosa Junior. Enrolló la hoja de periódico, la acomodó entre sus axilas y entró al baño. Me hizo esperar quince minutos, tal vez dieciséis-. -Papá encomendó a Julio César unos papeles importantes –dijo Hinojosa Junior saliendo del baño. Se acercó y escupió a mis pies-. -Esos papeles pueden condenar al Presidente. Necesito encontrarlos –le dije y escupí a sus pies también. -El General ya está condenado –contestó Hinojosa Junior. Sonrió y me dio una palmada en el rostro. Parecía que no se había lavado las manos después de salir del baño-. -Esa no es la respuesta que estoy buscando –le dije. También sonreí y le di una palmada en su rostro-. -Papá me contó que Julio César era muy descuidado –me dijo Hinojosa Junior. Me miró fijo. Estaba serio-. -¿En qué sentido? –le dije. También lo miré fijo. Me puse serio. -Anotaba en cualquier papel. El Chaco está perdido –susurró Hinojosa Junior. Después se acercó a mi rostro y me besó en la boca. Fue un beso largo-. -…-callé y me acerqué a su rostro y lo besé también-. Si le echas agua reacciona. Ablándale el cuerpo. Mira, hace burbujas con su boca. La conversación con Hinojosa Junior me dio la respuesta que estaba buscando (el beso fue gratis). Regresé al CGE para pedir a la secretaria el permiso de rebuscar entre los archivos de Julio César. ―No sé. Necesito la autorización, vía carta del Comandante‖, me dijo (la gorda todavía tenía ganas de joder). Me dirigí ante mis superiores y pedí que me firmaran una autorización. No supe si fue el director del Comando o uno de sus subalternos, pero al día siguiente conseguí entrar a la bodega (anótese que la gorda fue despedida. Se fue llorando con Mata Hari en mano). Busqué entre las hojas que quedaban del Diario del Chaco. Mientras leía sobre las vicisitudes orgiásticas que pasaba Augusto Castrillo y su compañero Francisco Hernández (agaches y remaches incluidos), en la página 69 encontré una dirección escrita con bolígrafo negro y letra temblorosa (al parecer Julio César Castrillo sí estaba estreñido). Se me fue la mano. ¿Qué dice el manual? Esperemos cinco minutos a ver qué pasa. 54
Carta de negociación boliviano-italiana. La Paz mes de agosto de 1976 (Copia sellada) Amigo Genaro: Saludos a tutti la familia. Mi cuerpo de investigación me dijo que estás de vacaciones en Grecia, pero cuando mandé la carta a la dirección convenida, me rebotó. Lo intenté tres veces. Espero que esta cuarta sea la vencida. El mes pasado firmé el pacto que resolvimos. Me contacté con tus abogados. Conseguí los terrenos que acordamos. El precio fue negociado entre los pobladores. Balas y más balas. Te enviaré la factura. Son quince mil hectáreas entre el hito 88 del Chapare que te las concederé a cambio de algunas facilidades monetarias, caso contrario me veré obligado a iniciar una acción bélica contra tu país. Mentira cumpa, je. Chiste de mandatarios. Volviendo al tratamiento de nuestro acuerdo, a esta carta le adjunto los papeles de propiedad de los terrenos a nombre de Franco Costas Fernández. Cuando llegues a La Paz, te doy la cédula de identidad. Me dijeron que los negocios por allá marchan bien. Las especificaciones de nuestro trato te las adjunto para que no existan problemas posteriores. Lo haremos pasar como un contrato de compra y venta de terrenos, o prefieres todo legal. Una broma de gentlemens, cumpa. Bueno, bueno, espero que recibas esta carta. Sin más, querido amigo, me despido. P.D. ¿Viste la biografía en película de nuestro colega? Creo que exageraron personificándolo con Marlon Brando, pero Al Pacino está bien para su hijito ¿no? El General Firma y sello seco. Cuarenta y nueve, cincuenta. Descansemos diez minutos. Se me entumeció la mano. Julio César Castrillo soportó el interrogatorio, pero no el estreñimiento (según versiones, falleció en el baño del matadero y no mediante las tácticas militares). Su cuerpo fue empaquetado y llevado al aeropuerto de El Alto. De un avión del Transporte Aéreo Militar, 55
los paquetes fueron lanzados a las aguas del lago Titicaca (otras versiones dijeron que fue sepultado en la caballeriza del Comando General). Introduces el destornillador por el orificio. Hazlo lento y girando con la muñeca. Llegué a la casa de la dirección que Julio César escribió antes de ser capturado por los militares (una vivienda de Ciudad Satélite). Golpeé la puerta y salió un hombre de alrededor 78 años (o 79). El hombre parecía saber lo que tenía que pasar (aunque estaba algo nervioso). Me miró por la puerta falsa y volvió a entrar a su habitación. Esperé cinco minutos (o tal vez fueron seis). Vi su cuarto a través de la ventana enrejada. En una de las paredes tenía un diploma con el título de licenciado en sociología y a su lado una pintura del beso de Judas, de Beato Angélico (la firma en la obra era legible). El hombre salió con una maleta de viajes. Me la entregó. Conversamos. Encendió un cigarrillo. Tosió. Su voz era ronca y apagada. Me dijo que Julio César, al aparecer, tenía enlaces estratégicos con los militares (su prima estaba casada con un coronel), pero uno de sus compañeros de Juventud por la Liberación, los tenía también (la bisabuela de Hinojosa había sido amante del abuelo del General). El hombre me confirmó que Julio César había negociado con los militares. Al parecer, a último momento, se arrepintió (su prima había dejado al coronel por un supuesto guerrillero) y decidió ocultar los papeles (no se supo si lo hizo antes o después de su estreñimiento). Parece que ya no respira. Acerca un espejo a su nariz. Ya habló. Terminamos. El hombre se despidió. Me fui a sentar a una plaza y abrí la maleta. Sonreí. Unas palomas negras caminaban por el cordón de acera. Del bolsillo interior de mi chaqueta saqué una versión pirata de Macbeth. No lo leí. Ya conocía el argumento. Decidí renunciar a mi trabajo y mandar a la mierda a mis superiores, diciéndoles que mi búsqueda fue inútil. Llamé a un amigo periodista. Acordé venderle esta investigación. Me dijo que la información sería noticia de tapa entera al día siguiente. No supe si creerle. Al parecer, el negocio no sólo fue entre los dos. El Matadero de Achachicala no es tan feo, después de todo. 56
LA SOLEDAD ESTÁ ACOMPAÑADA PITUFO TARTUFO Aparentemente al gordo Francisco no le falta nada, más bien le sobra. Sus carnes sobresalen sus ropas y le dan apariencia de abundancia. Nadie sabe que el gordo sufre de la tiroides. Sus amigos lo quieren o eso dicen decir ellos. Cuando el gordo invita, todos quedan satisfechos, será por eso que el gordo tiene tantos amigos. Quien podría creer que el gordo come con tranquilidad, con elegancia y es sobrio en los placeres de la carne. Francisco ama la música, él es feliz escuchando la canción que su difunto padre escuchaba: Soledad no te vayas de mi lado/ Soledad quédate un rato conmigo/ No me dejes solo, Soledad/ Es feo morir así, en la soledad... Hay en sus ojos una tristeza inexplicable y es inexplicable porque él lo tiene todo: casa, comida, dinero, tranquilidad. El gordo se esfuerza por ser bueno, su madre, la Pancha, le decía que uno es feliz cuando hace algo bueno cada día. Él cree en eso. Se levanta temprano cada mañana y prepara el desayuno: una marraqueta y un café bien cargado, como Don Eusebio, su padre, que desayunaba tempranito todos los días mientras escuchaba su viejo bolero: Soledad no te vayas de mi lado... Después de haber ingerido sus alimentos y haberse dado una buena fregada en la ducha, el gordo se viste, revisa cada cuarto de la casa para apagar las luces, cierra cada puerta de su vacío hogar y sale a la carnicería. Allí siempre le esperan las caseras para comprar la carne del día. Un cuarto de rabadilla, un kilo de lomo, medio de pulpa, tres cuartas de molida. El gordo atiende solo, sonriendo, bromeando con la clientela, sirviéndoles atentamente, tapando aquel dolor que sus ojos tristes delatan, las despide amablemente mientras suena en su cabeza: No te vayas, Soledad, amada mía/ no me dejes, solito, con está soledad... Llegada la tarde, limpia cada resquicio del local, lava la sangre que tanto asco le produce. Si algo odia el gordo es tener que ver como aquel líquido cobrizo mancha su blanco mandil, ver cómo la gente puede comer la putrefacta carne que él vende, talvez por eso el gordo no come mucho, talvez piensa en las vacas faeneadas en el matadero y prefiere abstenerse de alimentar su cuerpo con tan desgraciada comida. Con abundante detergente y agua, limpia las paredes 57
manchadas, la cortadora, el mesón, no deja ni una sola mácula en aquel lugar. Guarda las carnes en el frigorífico y una vez acabado todo ese sucio trabajo retorna a casa con asco y apesadumbrado. Ese asco a la sangre que el gordo tiene quizás es producto de aquella vez que vio a sus padres ofrendando a la tierra una llamita, “Huilancha” le decían sus padres, es para que la tierra nos trate bien, le decían mientras rebanaban el pescuezo del pobre animal y bañaban cada intersticio de su casa con el liquido vital, que ya no era tan vital. La cena del gordo es como el desayuno: marraqueta con café cargado. Enciende el tocadiscos, que es herencia de familia, y escucha: Soledad, no te vayas de mi lado/ quédate pues, Soledad/ mi corazón está latiendo/ mi alma está solita, Soledad. El gordo no sólo es bueno, también es creyente, la Pancha, le decía: el que no cree, no vive. El gordo cree en Dios, los santos, la tierra, pero cree más en la tierra, sólo que ahora ha decidido dejar de creer por un tiempo, quizás por eso de la sangre, de la llama, del asco. Según él, la tierra sólo da dinero (le ha dado una casa, una carnicería, harta plata) no da amor, y a él, dinero es lo que le sobra al igual que le sobran las grasas que rebalsan sus ropas. Lo que el gordo Francisco necesita es amor, eso le falta, es por eso que él aparenta felicidad: Soledad, quédate Soledad... Pero el Francisco no es perfecto, es humano, tiene su corazoncito, es carne y sangre, como las vacas que vende en su carnicería, como la llamita que ofrendan a la tierra. Le gusta frecuentar lenocinios, y lo digo así y no de otra manera, porque el gordo no habla disparates. Les dice a sus amigos: Cómo es ¿vamos a donde la doña Clota? Y ellos sin chistar lo acompañan a ese tugurio porque saben que el Francisco invita trago, comida y mujeres. Lo más feo del gordo es eso, ir a esos lugares de mala muerte con todos los manq’agastus que dicen ser sus amigos, pero se entiende, es malo estar solo, es malo vivir en soledad. Ahí, en ese lupanar, ahí mismo la ha conocido, mientras se servía una cerveza, otra de sus debilidades: La cerveza es buena cuando es con mesura, después se convierte en algo malo, algo degenerativo, le decía Doña Pancha. En los prestes, en las ch'allas, ella junto a Don Eusebio (pero más ella que don Eusebio porque él solo tarareaba aquel viejo bolero de la Soledad) regalaban a sus convidados con cerveza, hasta que los pisos se inunden de líquidos ambarinos y borrachos conocidos, sin embargo ni doña Pancha ni su esposo se atiborraban de esos alcoholes, solo observaban y disfrutaban compartir con la gente. El gordo no quiere degenerarse, él 58
siempre pide una caja de cerveza, se toma una y el resto invita a los parroquianos y camaradas del lugar, el gordo va a sentirse acompañadito, solamente eso, no le gusta revolcarse en sus vómitos. Cuando uno vive solo necesita alguien que lo acompañe: Soledad, me duele tanto la soledad/ cuando te vayas, Soledad/ voy a quedarme solito, Soledad... Mientras el gordo toma su cerveza es donde la ve, está escondida en un rincón, lejos de las miradas sucias de los borrachos pervertidos, de esos viejos verdes que van a llenar sus vacíos cuerpos con otros cuerpos vacíos para salir más vacíos. Cuando la mira siente cómo late su corazón y se asusta, tiene miedo que sus grasas le hayan hecho dar un problema cardiaco, no son normales esos latidos, piensa, mientras se presiona el pecho para que no le estalle. ¿Qué será? vuelve a pensar, me da miedo, se dice, mejor voy al médico a ver qué me pasa. El gordo no se da cuenta que eso sucede solamente ahí, en ese lenocinio. El doctor le dice al Francisco que no se preocupe, que él está bien, debe ser el stress, le dice, le pasa la jugosa factura y se va, así el gordo se queda más calmado. Él toma aspirinas por si acaso, sus amigos siempre le dicen que es bueno tomar aspirinas, él hace caso a sus amigos por eso al gordo lo quieren en el barrio. Cuando, nuevamente, vuelve el sábado o el domingo, Francisco se alista para ir a ese burdel. Ahí está bien, no está solo. A veces cuando se embriaga, y eso es muy rara vez, abraza a una de las chicas y se duerme en su regazo, ellas lo quieren porque es el único tipo que no las toca. Talvez el gordo conoce mejor a las mujeres que todos sus amigos, talvez, el Francisco está loco.. Pero un domingo de esos, el gordo decide hablarle a esa que está escondida en el rincón del lugar, se le acerca medio chispeadito después de haber tomado valor y entabla conversación, con palabras simples y los nervios en punta le dice cosas bonitas, ella, la choca que se oculta en la esquina de ese tugurio le sonríe, se ríe, lo mira con felicidad, ahí, el gordo se da cuenta que no está enfermo, que su corazón acelerado no es un soplo o una angina de pecho, el gordo por fin descansa tranquilo porque sabe que no va a morir de un paro cardiaco, sino que va a morir de amor. Él se da cuenta que eso que él siente es amor, pero el verdadero amor. Cada fin de semana se ven en la puerta del local. Sin amigos, sin parroquianos libidinosos, los dos, solitos los dos. La recoge temprano, a eso de las seis de la mañana y van a tomar café con marraqueta. El Francisco no se atreve a preguntarle su nombre, tiene 59
miedo que ella se ofenda, es que en ese negocio, él lo sabe, todas se llaman Lulú, Tifany o Deborah, y ella se llama las tres. El gordo hace caso omiso a las mentiras, sabe que lo hace porque ella tiene miedo al igual que él lo tiene. Hasta que un día se decide y le pregunta su verdadero nombre, ella sonríe tímidamente, primera vez que el gordo la ve sonreír de esa manera, con sus ojitos brillosos, con ojos que dicen más de lo que las palabras pueden decir, ella le dice Soledad, mi nombre es Soledad. Aquella Soledad de la canción existe, es la que ponía melancólico al padre de Francisco. El gordo cree, también, en el destino. Su destino es ser gordo y ser carnicero, lo acepta, no dice nada aunque su corazón se haya estrujado como papel higiénico. Pero también es su destino haberla conocido, por eso el gordo está feliz, parece que el destino le depara mejor futuro, no va a terminar viejo y solo escuchando en el tocadiscos: Soledad... Los meses pasan y el gordo enamorado, en uno de sus arranques de locura, se ha casado, la Soledad le ha dicho sí. Ahora es Señora del Francisco, los amigos ya no lo visitan, todo el dinero va a parar a la casa, ya no hay cerveza, ni tugurios de mala muerte, ya no hay a quien sacarle para los tragos. Francisco y Soledad se han comprado un cd player, una televisión 40 pulgadas, un autito. Al fin y al cabo dinero es lo que sobra, lo que faltaba era amor y ahora hay a raudales. El viejo tocadiscos está archivado, ya no suena ese bolero que dice: Soledad no te vayas de mi lado/ piensa un poquito, Soledad/ yo te quiero Soledad/ como tú, Soledad/ solamente la soledad. Ahora sólo cumbia, reaguetón, HBO y MTV. El gordo come mejor, pero extraña el café bien cargado y esos panes con mosca incluida, como mi marraqueta no hay, se dice el gordo, aunque ahora coma puros panes baguette. La Soledad prepara bifes con papas fritas, pan de yuca, arroz con queso y otras cosas, y eso porque la Soledad es rubia, es de ojos verdes y tiene un acentito medio oriental, y eso porque ella es camba. El gordo es feliz, y ahora sus ojos parecen decir más de lo que decían. Atiende a las caseras con mejor ánimo, ya no esa sonrisa fingida, les da con sobrepeso, el precio justo, el gordo es feliz y nadie ni nada le van a quitar esa felicidad. Los amigos andan diciendo, que todas las cambas son unas lisas. El gordo no les cree, su camba, su choca Soledad es fiel, aunque recuerda al papá escuchando: No te vayas, Soledad... y ahí su tristeza vuelve. La gente rumorea cosas, bien mala es la gente, por eso cuando 60
te vayas a vivir con tu rubia, lejos de la gente tienes que ir a vivir, en algún rinconcito del campo, allá donde no hay amigos, familia, allá donde sólo la Soledad te acompañe. El gordo lagrimea cada vez que escucha esos comentarios ofensivos contra las cambas, él quiere a la mujer que se lo hace pollo con arroz, él la quiere mucho, demasiado como para que la felicidad sea real. La vecina de enfrente, que también es camba, se ha ido con un gringo, le dice una de las caseritas, con saña se lo dice, y eso que ella era amiga de la Pancha. Si la Pancha lo viera, lloraría a mares: Cuando te cases, con una mujer buena y trabajadora tiene que ser, no con cualquier orcochi. Cuando escucha esos chismes su corazón palpita y parece querer reventársele, el gordo sufre, y piensa en aquella sangre que derraman las llamitas, las vaquitas, para alimentar las perversas bocas de esas viejas que la odian a su Soledad. Siguen lloviendo los chismes, siguen cayendo historias de infidelidades, el alma del Francisco parece que se va llenando de bilis y cicuta. Amargo se siente el gordo, cuando las caseras entran ya no las atiende bien, viejas arpías, les dice para su adentro, sólo para él, porque él solamente conoce lo que es una arpía. También se guarda algo de su malestar para la Soledad, la saluda indiferentemente y ya no le hace el amor, hace semanas que no se lo hace, y eso que el gordo está recontraenamorado. A la Soledad tampoco parece afectarle, parece algo distraída, algo distante, algo enferma: la soledad te hace sentir bien solito... No se besan, no se abrazan, nada se dicen, comen esas mescolanzas cambas, el gordo extraña su café con marraqueta, come por comer sin saborear, recordando el matadero, las vaquitas, los toros, las vísceras, la sangre, los cuernos, todo, y le da asco. Se levanta de la mesa dejando la comida a medio comer, dejándola a la Soledad sola con su tristeza y su soledad. Todos: los amigos, las caseras, todos le recalcan que las cambas son unas lisas, él parece que ya no quiere escuchar, siente algo adentro, algo feo, muy molestoso. Se siente con ganas de llorar, con aquella sensación de miedo que no se puede decir porque no se sabe dónde está. El gordo está cansado, más agresivo, más paranoico, más malo, no era así el gordo, lo que hace el amor, lo que hace el no hacer el amor, los humores se te suben al cerebro, se te descargan en tu rostro, en las palabras.
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Las malas lenguas dicen que la Soledad no está tan sola, está bien acompañada. ¿Por qué la desatiendes gordo? le dicen. Cuando hay mujer, hay que saber cuidarla, le siguen diciendo. Si el gordo la pesca, la puede matar, así como es bueno, aunque ya no lo es tanto, así con lo gordo, sabe que puede tener sangre fría como cualquier flaco. El gordo siente que va a estallar, pobre gordo dice la gente, se está volviendo loco, loco de celos porque la Soledad parece que es una zorra. Han llegado a sus oídos los últimos chismes, dicen que la Soledad está con un hombre en este momento, dicen que lo ha dejado entrar una vez que el gordo ha ido a trabajar. Sus oídos no pueden creer eso, su corazón estalla en llanto, en aquel bolero que se ha estado olvidando: Por qué te vas, Soledad/ por qué me dejas solito /si tu te vas Soledad/ yo te voy a matar mi Soledad. Así suena la melodía, así suena la voz de su madre: ésta mi wawa, bien buena es, cuando sea grande me lo van a hacer sufrir, qué nomás me lo harán. Nada Pancha se dice, nada Pancha, no soy ningún burro, le dice, ahora mismo lo vamos a arreglar y vamos a volver a la normalidad, le sigue diciendo. El gordo saca un cuchillo, el más filoso, aquél con el cual filetea, lo saca de su sitio y se lo guarda entre sus ropas. Así sin cambiarse, sin nada, sin cerrar el local, sin ver quién está, así nomás sale corriendo, haciendo rebotar sus grasas hipertróficas, su cuerpo rollizo y bonachón, sabiendo que la maldita choca, la maldita Soledad nunca más lo va a engañar. Pobre gordo, lo que hacen las malas bocas, sólo tragedias hacen las víboras esas de las caseras y los amigos. Como en aquellas novelas mexicanas a llegado a su casa, ha abierto la puerta de un golpe, la ha buscado gritando, desaforado, la Soledad ha salido corriendo, saltando de una pata, feliz, con la sonrisa de oreja a oreja, estoy embarazada de tres meses le dice al gordo, un hombre vestido de blanco con maletín en mano lo saluda: Es el doctorcito. Así es Francisco, le dice, vas a ser padre. El gordo estupefacto la mira, saca cuentas rápidamente, hace dos que no hacen el amor, el gordo se acongoja, se arrodilla y besa a la Soledad. Mira al doctorcito, estos son mis honorarios, le dice al gordo, él saca un puñado de billetes de sus bolsillos grasientos y se los da. El doctor se despide, ¡Enhorabuena! le dice al futuro padre y se va con los billetes en la mano. Realmente estaba sola, estaba tan sola como aquel bolero que cantaba don Eusebio. Ahí mismo el gordo llorando la mira, la abraza 62
y no la quiere soltar, pero sabe que debe hacerlo. La aparta de sus rechonchas manos, le dice que lo perdone, la mira con pena, con nostalgia como si nunca más la volviese a ver, vuelve a llorar y a recordar a la Pancha, a su padre, sus marraquetas, sus cafés bien cargados, los boleros del tocadiscos, su vida pasada, su carnicería, su soledad. La mira lagrimeando, la besa en la frente y se aleja de ella. Ahí desde ese su lugar donde contempla el mundo logra entender todo. ¡Gracias mamita! es lo último que dice con una sonrisa de satisfacción, mientras dirige el cuchillo contra su cuello de chancho y se lo clava haciendo que un estallido de abundante sangre choque en el rostro de su amada. Así la deja a su choca, a su camba, la deja gritando, llorando, manchada, la deja con el corazón partido, en una desesperación desesperada, la deja viuda y preñada, solita como la vieja canción que escucha el Francisco: Solita te quedas, Soledad/ solita te dejo, en soledad/ mejor morir antes que perderte, mi Soledad...
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NO ME JODAN POR METODORO Lo que seguro nadie sospecha, incluso a pesar del chisme, es que el Vladi siempre quiso dejarse el pelo largo, solo que no se animaba; es más, en los últimos veinte años no ha dejado un día de pensar en eso. A veces, solo (no se olvide que el Vladi es soltero y tiene treinta y cinco años, que vive con su hermano Wilson, dos años menor y también soltero y que encima trabaja en Padcaya y solo se ven los fines de semana y a veces ni eso, porque el viernes a la tarde comienzan a farrear y no la paran siquiera hasta el domingo, que están de chaqui), el Vladi pasaba largo rato frente al espejo, imaginando su tersa chasca, pensando que a lo mejor moriría sin atreverse a dejarla larga. Es que en el barrio casi nadie usaba pelo largo, únicamente el chueco Zenón, pero estaba loco, y el Choco Baldemar, que tenía en el cuello una enfermedad cutánea, una suerte de sarpullido. Algunos changos sí que llevaban, los que iban a la universidad, pero en el barrio todos los cargaban, también el Vladi. Les gritaban cortate el pelo maraco, payaso, pareces una mocha, mi amigo es peluquero (el Vladi lo decía con un dejo de dolor, de oscura angustia). Sin embargo, lo que el Vladi debía hacer -o no hacer- era dejarse nomás el pelo largo, que para colmo le crecía desesperadamente (o eso le parecía al Vladi) y cada vez que se lo cortaba era un nuevo fracaso. A veces dejaba de cortarse por tres meses, haciéndose el descuidado se decía dale Vladi, un mes más y lo tenés, pero le daba vergüenza asomarse a la calle, pasar por el club, porque podían gritarle cortate el pelo maraco, payaso, pareces una mocha. Y se sentía que estaba sucio, desprolijo, que lo miraban mal, sabiendo que los primeros días eran los peores. Por eso, con una bronca lógica, remasticada, visitaba al sempiterno peluquero, se sentaba demasiado callado, sin siquiera mirarse al espejo. Al quitar el peluquero la toalla se sentía morir. Después en la casa, lo ganaba una depresión que pocos percibían, bajón que le daba a su rostro cierto aire de melancolía que hacía suspirar a las solteras y viudas de la zona. Al verlo, las vecinas de confianza le decían: -Joven, urgente tiene que casarse -No me joda, señora –respondía con forzada cara de sarcasmo. 64
En el club Royal Obrero, entre bocha y bocha, amigos de la infancia, algunos casi abuelos, repetían: -Che Vladi, juntate con una mina, mirá que el invierno es frío pues. -No me jodas, alcahuete. Incluso los hijos de sus viejos amigos, parranderos con varias novias, choleros de vieja escuela, le decían: -Tío Vladi, ando con una perra que tiene la madre separada, si quiere le pecho el carro. -No me jodan. No me jodan. No me jodan, es que nunca lo entenderían, si lo único que quería era tener el pelo largo; lo peor de todo era no poder aclararlo; ni siquiera al Wilson porque seguro se reiría. Es que había que hacer una promesa para justificar unas mechas largas. Al menos los hombres grandes, claro, los muchachos ya no: era otra época. Particularmente los que estudiaban se las dejaban crecer, al igual que la barba o las patillas largas o cualquier tipo de bigote; se dejaban el pelo hasta la cintura, otra época, seguramente mejor. Lamentablemente era un hombre grande, y los hombres grandes debían justificarla, por ejemplo con una promesa, que se salve la vieja o la abuela, que no se muera tal tío o padrino, ganarse la lotería, que salga campeón Ciclón, o también dejarse el pelo por homenaje, por ejemplo después de la muerte del padre, del hermano, cosas del barrio. Pero no había ninguna promesa a la vista, era un solterón, la madre había muerto veinte años atrás, al padre ni lo conoció y su hermano Wilson andaba muy bien de salud, cruzo los dedos, no jodas. Entonces el Vladi fue cortándose el cabello cada mes durante varios años, resignándose a putear cuando en el micro (por el centro) miraba tipos pelilargos; cuando yendo por la plaza tropezaba con trenzas masculinas, colas de caballo, rastas, incluso mechudos de calvas incipientes, gallardos peinados cuidadosamente descuidados, melenas pelirrojas, chocas, azabaches, canosas, ah. Después de un día de esa especie, el Vladi regresaba a su casa derrotado, amargado, podría decirse con ganas de llorar –que siempre supo muy bien disimular- y que le daban ese aire de melancolía que hacía suspirar a las solteras y las viudas de la zona, y a las vecinas de confianza decir: -Vladimir, urgente tiene que casarse. -No me joda. Revolviéndose en la cama, viajando en micro para el trabajo, 65
asesinándose en la silla del peluquero, sentándose con cumpas en el club, viendo hacer carambolas al Tripa Aróstegui, el Vladi pensaba que tenía una única esperanza: la muerte del Wilson. Pero toco madera, no jodas. Muchísimas noches soñó con su melena. Mechudo caminaba y las mujeres lo miraban, las vecinas de confianza se la tocaban, jóvenes muy pronto enamoradas se la acariciaban, él conversaba en el club haciéndose unos bucles, ordenándola, desenredándola, las minas no le sacaban los ojos de encima cuando caminaba por la plaza. Y también soñó que estaba en su casa y que en una ambulancia lo traían muerto al Wilson: un accidente, una pelea, un infarto de nada, un cáncer fulminante; entonces gritaba como loco, lloraba, y allí, ante el cadáver y la mirada angustiada de las vecinas de más confianza, juraba dejarse el pelo largo en memoria de un hermano amado. Y el sueño continuaba con su pelo cada vez más largo y solo en su casona, y las vecinas de siempre le repetían joven tiene que casarse, pero ahora les decía no me joda sin malicia, ausente se diría, si total tenía sus mechas. Al despertar se tocaba la cabeza, y la sentía terriblemente lisa, desamparada. Se quedaba un buen tiempo mirando el techo, con la certeza de que nunca, pero nunca tendría una crencha. A la par, al recordar que había soñado con la muerte del Wilson, decía en voz alta, si total estaba solo: -Cruz diablo, cruzo los dedos, no jodas. Una tarde de feriado, mientras muy solo tomaba mate en el patio, cargado con un cabello de tres meses, huraño, prometedor, el Vladi se preguntaba por qué no se lo dejaba crecer y listo. Pero no, él ya era un hombre grande, todos le preguntarían qué diablos le pasaba, y no tendría valor para decir no me jodan. Lo gastarían todo el día, pelate maricón, no podría vivir tranquilo, ni pisar el club, pensarían que se había vuelto loco, peor aún: maraco, tendría que mudarse de barrio: abandonarlo, después de treinta y cinco años, por una chasca. Y además, ¿qué le diría al Wilson?. No, no mientras el Wilson no muriera (dios mío, toco madera, no jodas). Además que una crencha voluntaria no la respeta nadie; por una promesa es distinto, tiene un sentido, es admirada y respetada. Sobre todo eso, admirada, se dijo chupando el mate lavado, pensando que el Wilson viviría cien años, si es un roble ése. (Y no dijo no jodas). A la mañana siguiente, después de peinarse, con la mirada 66
perdida y melancólica volvió a matear; había pensado mucho mientras no dormía. En efecto, el Wilson no era lo único que tenía, también estaba el Tom, un viejo perro solterón como los hermanos. Y el canario, un choquito que por la mañana alborotaba el patio desde la jaula, con un canto que hasta a veces le alegraba la vida al Vladi. Pero decidió que nadie, obviamente, respetaría una promesa por la muerte de un perro o de un canario. Por si no bastaba, en verdad el Tom era más del Wilson, y al choquito -entre nosotros- jamás le tiró pelota. Nuevamente se había lavado el mate cuando comprendió que a menos que muriera el Wilson, nunca, pero nunca tendría el pelo largo. Le dio mucha bronca saber que no tenía esperanzas, y que su vida estaba ya signada entre la fábrica, el club, viernes de chupa, tardes de mate y domingos de chaqui. Ya nunca le pasaría nada emocionante. Entonces claro, más melancólico aún que de costumbre salió de su casa el día que ocurrió el acontecimiento. Iba a su trabajo cabizbajo, pensando que el destino se había ensañado con él, caminaba despacio hacia la calle del micro, total le sobraba el tiempo, comiéndose siempre con minucia el coco, cuando justo al subir al vehículo vio sentado en primera fila a un tipo de pelo largo. Lo miró con detenimiento, y de inmediato se dio la vuelta, lo único que faltaba, se dijo, que me tomen por maraco. Se agarró del pasamanos, se corrió hacia el fondo, viajando parado como nunca, hasta que ocurrió el suceso: De repente subieron al micro cuatro policías, dos con revólveres en la mano y dos con ametralladoras -lo cual era un milagro en una ciudad tan tranquila- y dos tipos que estaban sentados al fondo, con pinta notoria de peruanos (o eso pensó el Vladi), sacaron pistolas y empezaron a tirotearse con los pacos. El desbande en el micro era increíble, pero el Vladi no lo notó, si apenas oyó los ruidos y los gritos, porque se arrojó instintivamente al piso, se cubrió la cara con los brazos, soportó medio minuto de balazos en otro mundo, con los ojos bien cerrados. Cuando los abrió, apartó un cachito el brazo para ver: dos cadáveres a su lado, y mucha sangre. Temblaba, pero oyó la voz de un jacho: -Salgan todos con los brazos en alto. Ahí fue cuando el Vladi se iluminó: -Si salgo ileso de esta, me dejo crecer el pelo, por cinco años...por la Virgen de Chaguaya. (Sin embargo, el Vladi no podía levantarse, no tenía fuerzas, temblaba, gritaba como enloquecido no me maten, solo soy un obrero 67
de Setar). Hasta que pudo levantarse, con los dos brazos en alto, aunque ocupados, uno con el bolso y el otro con el carnet de afiliado a Setar, caminando hacia el estribo, donde aún le apuntaba un policía, pero no le dispararon. Salió en todos los diarios, radios, canales televisivos, hasta un libro escribieron sobre el caso, dos ladrones cochabambinos (fue lo que los medios locales sobre todo recalcaron) muertos en un histórico caso, el Vladi se había salvado por un milagro. -Por un pelo, vecina -contaba. Refería entonces la historia a los vecinos, los amigos, en el club, en la usina, en el barrio, mientras le iba creciendo el pelo. Toda la ciudad respetaba y admiraba su melena. Era una chasca auténtica, fundada, justificada, acaso un poco gris, tupida, con algunas canas, que obviamente le quedaba maravillosamente. El aire melancólico había desaparecido, pero igual las vecinas de confianza le decían tiene que casarse joven; aunque ya no le molestaba, ni siquiera respondía no me joda: total, tenía su melena. Mechudo caminaba y le parecía que las mujeres lo miraban y que en el fondo estaban enamoradas, él conversaba en el club haciéndose algún bucle, ordenando cierto remolino, desenredándolo, las hembras lo fichaban, pensaba, qué hermosa le quedaba su chasca. Contaba que por cinco años había echo la promesa. El hermanito del Iguana, el que la va de músico, le dijo al verle la melena de varios días sin ducha: -Estás igualito a Bob Marley. Se lo dijo a los gritos en el karaoke Amor, mientras presenciaban Tarjetita de invitación a dúo entre el Ñato Urquidi y Jorge el Misquinchero. Después de un brindis el Misquinchero le dijo: -Dame fuego, Bomalei Y desde ese día hasta el Wilson le decía Bomalei, pero tampoco le molestaba: total, tenía su chasca. Y lo que probablemente nunca se sospeche, es que Bomalei a los pocos meses ya se había aburrido de su pelo largo, y había hecho la promesa por cinco años, toda la ciudad lo sabía, y estaba la Virgen de Chaguaya de por medio. Se notaba más viejo, sucio, descuidado, ya todo el mundo se había acostumbrado a su pelambre y nadie le decía nada. Pensaba, mientras mateaba solo, cómo podía hacer para cortársela: únicamente con otra promesa que reemplazara la promesa de dejársela. Una noche soñó que le traían al Wilson muerto, en una ambulancia, y nítidamente veía el cadáver en el cajón, las vecinas de confianza lagrimeaban, mientras él gritaba Wilson, Wilson me dejaste 68
solo, y llorando entonces ante al cadáver prometía que se cortaría el cabello, en homenaje a su memoria. Al despertar se tocó la cabeza; al notar ese peso de pelos se sintió como muerto. A veces, frente al espejo, con una tijera en la mano amagaba con cortarla, y cada vez que abandonaba el instrumento era un fracaso, se arrastraba por una depresión que casi nadie notaba, bajón que le daba a su rostro cierto aire de melancolía que hacía suspirar a las solteras y las viudas del barrio. Al verlo, las vecinas de confianza le decían: -Joven, pronto tiene que casarse. No me joda, respondía.
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CLAUSTROFOBIA
POR ERASMO
apagaba la luz. Ni bien se abría la puerta, mis manos se encargaban de acabar con aquel resplandor que tanto me despreciaba. Off, y la penumbra transformaba nuestros volúmenes en generosas planicies por explorar. Nunca me gustó contemplar mi desnudez, ¿sabe? Ese huesudo animal con un nudo en el estómago y seis centímetros de hombría, jamás lo reconocí como parte de mí. No se lo confesé, claro; pues mis dedos también delataban en la penumbra las miserias que ajaban su cuerpo: abultadas carnosidades, un par de senos que luchaban por emigrar al centro de la tierra y éticas cicatrices que dejaron sobre su vientre cesáreas mal practicadas. Nuestra noche artificial también nos permitía pasar por alto los clandestinos nidos de lujuria que respiran en la avenida América. Cada martes, esos olorosos universos habitados por despotricados catres metálicos y colchas de alpaquita endurecidas por urgencias ajenas eran nuestro refugio. Licen, que tal un cafecito a la salida. Mmm..., Taborguita, creo que un café con lechita calientita me caería de peli. Susanita, usted ya sabe..., la leche está siempre hirviendo en mi cafetera, le susurraba. Minutos después, la batalla estallaba en las escabrosas sucursales del pecado. Debo confesar que no era una relación sencilla; debíamos guardar las apariencias, ser cuidadosos para que lo nuestro no llegara a los oídos del gerente, su suegro. A veces, hasta de tácticas de tipo militar se requería, ¿sabe? La metodología era casi siempre la misma. La lic salía primero del banco y me esperaba cuatro cuadras más allá, en un callejón: con el coche encendido, la cajuela abierta y envuelta en una peluca que cada semana cambiaba de color. Yo llegaba a la entrada y me detenía allí, sudando como pescado al vapor. Encendía un cigarrillo, constataba que no había nadie cerca y sólo entonces corría hacia el auto, brincaba hacia la cajuela, me enrollaba en su interior y listo..., se iniciaba mi tormento. ¿Sabe?, jamás me animé a decírselo, pero soy claustrofóbico. Es un resabio que dejaron en mí los ingeniosos 70
escarmientos de mi padrastro cuando yo era niño. El muy cabrón solía meterme en cajones de cartón, sellaba las tapas con diurex y me dejaba allí mientras él se desfilaba a la vecina. ¡Ahh!, ¡ahh!; ¡así, así…, déme bien duro mi Calimán!, chillaba la mujer. De rato en rato ella se acercaba a mí cuarto, arrastrando a su paso el olor del sexo. No eres mariconcito, no papacito. Ahí te me aguantas calladito un ratito. Quién sabe,hasta tu mamita podría ser. Y luego volvía al laburo. ¡Ahh!, ¡ahh!; ¡más, más; potro andino! Ahora, claro; yo digo, ¿no?..., quién podría juzgarle. Después de todo un hombre hace cualquier cosa por un culito. Pero bueno, ése es orín de otro tacho, ¿no cree? Lo cierto es que en la relación con Susanita, las ideas salían de ella; yo sólo seguía a pie juntilla su juego. ¿Cómo no hacerlo? Qué me importaba estar ahogándome cada martes dentro de esa cajuela de mierda, abrazado a la llanta de auxilio junto a los aparecidos de mi infancia. Al final, mi mayor recompensa se hallaba entre sus piernas. Nunca tuve un gran éxito con las mujeres, ¿sabe? Por eso la cosa era mentalizarse dentro de la cajuela de ese Mercedes. Tranquilo, tranquilito, Taborga… No seas marica, ya llegamos, ya casi. Ella planificaba nuestros encuentros hasta en el último detalle, ¿sabe? La primera vez hasta me lo dibujó en un papelito: Instrucciones a seguir para el cafecito: a) Mantener bien limpia la cañería, OjO. b)… Creo que la excitaba elaborar tanta estrategia, no por nada era doctorada en el primer mundo en negocios para el tercer mundo. Este pecado requiere de constante reingeniería, Taborguita, me decía, mientras alocada me volvía a arrancar los calzoncillos con los dientes para idear entre mis piernas un nuevo plan de fuga del motel. Para mí lo complicado era mantener el secreto en el banco, ¿sabe? Después de todo, allí era un programador de sistemas sin más trascendencia en la vida que la de una cucaracha en medio del Polo Norte. Ay, pobre cojudín, ¿no ve? Demasiado cagaleche como para salpicar los ovarios de una hembra. Murmuraban, se reían en los pasillos. Yo los escuchaba mordiéndome la lengua hasta hacerla sangrar. Me moría de ganas de escupirles en sus caras ese rojizo caldo envenenado. ¿Saben?, el pajero de sistemas se tira cada martes a la jefa de Recursos Humanos… Je, je, je. Bueno, la verdad es que ella me tiraba a mí. Lo hizo desde aquella primera vez que los tragos me acercaron a sus piernas. Fue en la inauguración del nuevo edificio 71
administrativo del banco. Yo estaba borracho, ella también. La encontré en el corredor y sin saber por qué le lancé un piropo. Lágrima de la noche, llueve mi planeta. Ella me apretó los huevos y me arrastró al cuartito de servicio. Me dio pavor esa estrechez, apague la luz. Sabe, lic; tengo que decirle algo. Es que de niño, ehh; mi padrastro… Cajón…, espacios cerrados... ¡Shh…, Taborga!, porque mejor no se come la peluda de abajo. Me hizo arrodillar, se levantó la falda y allí se me olvido la famosa claustrofobia. Era mi cura, ¿sabe? El cielo se acordaba de mí… ¡Aleluya! Que equivocado estaba. Creo que Dios se divierte con nosotros desde su infinita soledad, ¿sabe? Somos sus peleles, no los retoños que nos quieren hacer creer desde los púlpitos. ¿No me cree? A ver, yo le pregunto, ¿qué clase de padre, pues, se desgañitaría tanto inventando nuevas formas para joder la vida de sus hijos aquí en la Tierra, tal y como lo viene haciendo Él desde el principio de los tiempos? Que Satanás, que los 10 mandamientos, que el Sida, que Wall Street… No hay límite para su imaginación. Sólo fíjese no más en la situación en que Dios nos ha metido a usted y a mí. ¿Le digo una cosa?, diviso al gran creador con la panza rebosante y las manos entretenidas en sus divinos huevos; sentado sobre su nube de poder, observando a sus insectos en una pantalla plana digital de unas 120 pulgadas. A ver, a ver: ¿a quién jodo hoy? Cierro los ojos y lo distingo, clarito, ¿sabe? Está bostezando, sacando de su sacrosanta manga la aguja descomunal que utiliza a diario para pinchar a unos y hacer cosquillas a otros; ya para ponernos zancadillas, ya para hundirnos en lo más profundo del fango cuando ya no le divertimos más. Ya ve, ni su heredero, Jesús, se salvó de esa pinche saeta. En fin, no vaya a creer que le estoy dando vueltas al asunto que nos congrega. Sólo quiero que le quede claro que la celestial aguja ahora se posa sobre mi cuello; no es este pedazo de vidrio, no es mi mano que la sostiene, no soy yo. ¿Entiende? Al final, en este caso sólo soy un títere más de los designios del barbudo de los evangelios. Mírela, no me diga que el manto de la muerte no la hizo más bella. ¿Sabe?, nunca me imaginé mandando al otro mundo a nadie, en especial a Susanita. Me siento…, que sé yo, una extensión más de la aguja justiciera de Dios. Qué ironía, ¿no cree? 72
¿Sabe?, la claustrofobia resume en pequeño lo que será el fin del mundo. Los muros del universo se abalanzan sobre uno. Una sensación horrible aplasta el cuerpo. Te acorrala, te deja sin aire... Hace unas horas, mi fin del mundo llegó. Susanita, sácame de aquí, ya llegamos ¿no?… Susanita, ¡sácame de aquí! ¡Abra la cajuela, carajo! Yo pateaba, arañaba, me ahogaba…, lloraba porque esa estructura metálica invadía mi cuerpo. A mi lado estaba mi padrastro; lo juro, lo vi claramente. Se culeaba a Susanita. Se reían ambos. ¡Ahh, ahh, Calimán! Tranquilo, Taborga, no haga escándalo. Se trancó la llave. Un ratito, ya abro hombre. No grite, no sea maricón. Cuando abrió la cajuela, yo no era el mismo. Nunca más seré el mismo.
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JUGAR A ESCRIBIR POR ANTÍLOPE Lo hice. Acabo de matar a mi padre. Estaba sentado a su escritorio. Agarré el cuchillo de cocina que le regaló a mamá en Navidad y le adorné la espalda. Así de fácil. No culpo a mamá por esto, yo asumo plenamente la sangre dando brincos, liberada al fin del lomo raquítico, como en una fiesta. Dice mi abuela que no es sano guardarse las cosas. Sólo ahora que las he sacado todas, me doy cuenta de su inmensa sabiduría. Cierro los ojos y puedo verlo: se acomoda los lentes, lee el periódico. Estoy sonriendo… No sé por qué. Mamá llega en unos minutos. Mi padre está tendido sobre la alfombra de la sala. Y yo, sentado a su escritorio, juego a escribir. Lavé el cuchillo porque es el preferido de mamá y es infaltable en los días de asado. Da gusto verla cuando lo levanta delicadamente sobre el pedazo sangrante antes de hundirlo en las venas y los nervios. Muchas veces imaginé ese placer sobre mi padre. Muchas veces la imaginé a ella, despeinada y chispeante, subida en los hombros del viejo, dando rienda suelta al goce de cortar carne. Pasé varios trapos por la estela de sangre. Y ahora están empapados. Y hay manchas en la alfombra inmaculada. No sabía que la sangre fuera tan oscura. Llena de reflejos a la luz de la lámpara, parece un caldo de cultivo, de esos que nos muestra, con el microscopio, el profe de biología. Ah, el espantapájaros. El otro día se mandó una. Que las cosas vacaciones están hechas para estudiar –eso dijo. Se lo conté a mi padre antes de matarlo. Creo que asintió. No llegué a oír su voz. La cabeza de pronto recostada sobre los papeles de su nuevo manuscrito, dilatándose como tentáculos, me recordaron el café que derramé un día. Entonces se quitó los lentes y me miró con unos ojos. Algo así como tumores helados. Y luego, nada. De nuevo las sienes pálidas, el perfil de piedra, las manos crispadas sobre los papeles y las letras. Muchas veces imaginé que esas letras le subían en un río de insectos por los brazos y se le metían por la boca y apagaban poco a poco esa respiración ajena, tan ajena como ahora, en que bajo la vista y lo veo retorcerse apenas, mover un dedo rojo, escribir quizá su última línea en la alfombra inmaculada. Acabo de oír la puerta. Será mejor que me acueste ahora 74
mismo. Olvidé hacer la tarea. Olvidé hacer la mochila. Tanta sangre, tanto olvido para llenar una página. Pero aquí la tengo, y las manos me tiemblan todavía. Ah, la sorpresa que se va a llevar mamá.
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HISTORIAS DE UNA CIUDAD POR ZAPATOS DE PAYASO El viento frío soplaba en el rostro de Wara, ya eran las 7 y 30 de la noche y a esa hora las calles de la ciudad se abarrotaban de gente, rostros cobrizos de una ciudad andina y bella se transformaban en un mar agitado. Cada individuo salía de su trabajo con dirección a su hogar, los vehículos del transporte público se iban desplazando lentamente con muchos pasajeros, en medio del ruido de las bocinas, las charlas ininteligibles —de cientos de personas— y el océano de rostros humanos. Wara esperaba tranquila en una esquina. Su cuerpo era esbelto, estatura elevada y su cabellera lisa resaltaban a la vista, pero lo que más destacaba era su rostro con unos hermosos ojos azules. Ella tenía los ojos azules como el cielo andino, azules como el lago sagrado, azules como los cuadros de Picazo, azules como los sueños olvidados. Wara esperaba y recorría el panorama con la mirada, con esos únicos ojos, y de pronto vio como navegando, entre la gente, se iba acercando Jaime. Con una suave sonrisa y con el corazón rebosante le dio un fuerte abrazo y besó sus labios. Se saludaron con mucho cariño y tomados de la mano cruzaron las avenidas, esquivaron a la multitud de personas, a los lentos y ruidosos autos del transporte público. Caminaron por las calles desgastadas por el viento, por los sitios antiguos de la ciudad, por el casco histórico y entraron a un pequeño bar. Se sentaron, se miraron con mucho cariño e intensidad y acompañaron la charla con un par de cervezas. Te quiero mucho Wara porque eres una estrella azul que ha dado alegría a mis días. Siempre he pensado que quizá mi vida no sería como es sin ti, siento que has transformado muchas cosas en mi interior y te doy las gracias, le decía Jaime. Wara siempre fue una mujer muy perspicaz y a pesar de las palabras bonitas que le comunicaba su amado sabía que detrás de ello se escondía algo. Quizá un dolor o una pena muy grande. Yo también te quiero mucho Jaime, soy muy feliz de tenerte a mi lado y de haberte conocido aquel día que tengo fresco en la memoria. Siempre agradeceré a la vida que nos hizo coincidir, pero sé 76
que detrás de nuestras confesiones se esconde algo gris que no me quieres decir. Jaime miró los vasos de cerveza y se percató que estaban vacíos, llamó al cantinero y le pidió que por favor les llenara las copas, calló, miró a Wara y le dio un beso que la dejó perdida entre el deseo y la duda. Cambiaron de tema, como si inconcientemente quisieran huir de cualquier conversación que pudiera generarles dolor, hablaron de música y de arte. El arte era lo que más amaba Jaime y toda su vida se había dedicado a él. Desde luego el arte aparte de ser su pasión era su trabajo y vivía de ello, por lo que tenía temporadas de pobreza total, así como épocas en las que la venta de alguno de sus cuadros le aliviaba la vida y el hambre. Después de concluir con la quinta ronda de cervezas, los dos amantes se marcharon del local, tomados de las manos y en silencio caminaron sin rumbo. Las noches eran bastante frías en la ciudad, pero el amor suele hacer llevadera cualquier temperatura por lo que decidieron caminar perdidos, luego tomaron un taxi hacia el sur de la ciudad. En esa zona se localizaban muchos cerros hermosos con los cuales, según Jaime, uno podía sostener largas conversaciones. Wara quedó sorprendida cuando miró el cielo, las estrellas brillaban como nunca, eran todas tan hermosas y las sentía sus hermanas; además del nombre ella sentía que algo estelar habitaba en su alma que la fraternizaba con éstas. Qué bellas son mis hermanas, repetía una y otra vez con los efectos del alcohol en sus venas y con la magia de la noche encantadora. Wara, mi estrella, quiero decirte que te quiero muchísimo, abundó Jaime y Wara con la mirada fija en él y con sus divinos ojos le dijo que ella también lo quería mucho. Ambos se miraron, se abrazaron y reconocieron que se encontraban muy etílicos; sin embargo Jaime afirmó que había llegado la hora de hablar y que quería comunicarle que algo muy bueno le estaba pasando. Él le comentó que después de varios años de postular a un sinfín de becas y ayudas para artistas había conseguido un puesto y que esta maravillosa beca le otorgaba un curso para especializarse en arte en Europa y además percibiría un sueldo que le permitiría liberarse de sus penurias económicas. 77
Wara lo abrazó y lo felicitó, le dijo que le deseaba mucho éxito y que esperaba que la recordase cuando se vaya. Jaime miró a Wara y le dijo ―me voy mañana, no pude decírtelo antes porque sentía temor a que tú sufras por mi ausencia.‖ Wara no respondió ni una sola palabra, lo miró fijamente y se marchó. Jaime no fue en su busca y entendió que saber que él se marchaba le había dolido mucho. ―Tus ojos son la alegría de la vida‖, ―Cuando te vi por primera vez me iluminó el alma tu mirada azul‖, ―Cuando sentía pena me bastaba con mirarte y perderme en esa alegría vestida de mar para sacar el dolor‖, una y muchas frases eran las que Jaime le había dicho y ella evocaba. Todo había sido bello e impensado y saber que de un día para otro, sin previo aviso, él se había ido de su vida le rompía el corazón. ***************************** Wara tenía 20 años, vivía en una calle antigua en la que muchas mujeres y hombres indígenas habían montado puestos de venta de artesanías. El lugar era precioso por la riqueza cultural que lo adornaba y además de vivir allí, la mujer de los ojos azules, había nacido en aquel lugar y previo a eso el romance de sus padres se había desatado en el mismo sitio. Flora, la madre de Wara, era una mujer indígena de los andes y artesana, quien con la mayor de las agallas había dejado su comunidad, muy jovencita, guiada por la idea de vender y dar a conocer sus textiles en la ciudad. A su paso por la urbe había logrado vender artesanías en aquella calle, donde ahora vivía con su hija y su marido, y también había encontrado al amor de su vida. Una tarde, un hombre de nacionalidad alemana miró a Flora y le pidió que le muestre sus productos, ella tímida le ofreció los tejidos que confeccionaba y él aparte de quedar maravillado por el impecable trabajo quedó fascinado por su rostro. Qué bella es, pensó y empezó a hablar con ella. Emprendió la tarea de conocerla y después de muchos intentos y de resolver el problema de la interculturalidad, ambos se despojaron de sus miedos, sus costumbres, y prejuicios y se entregaron al dulce amor. Una noche fría y oscura se encontraron alumbrados por la luz de la luna, ella se quitó su bello atuendo —característico de su región— y él se despojo de la ropa de algodón. Encontraron en sus 78
pieles el cobijo, y mientras él acariciaba su piel lisa, bella y morena, ella se hundía en la blanca suavidad de sus abrazos belludos. El tiempo pasó y decidieron quedarse juntos, cuidarse, entregarse el uno al otro y amarse hasta el último momento. De aquella unión nació Wara, nombre que ambos le pusieron en honor a las estrellas andinas. En la casa de Wara un balcón daba a la calle, todas las noches antes de dormir y las mañanas al levantarse, ella miraba desde el balcón. En aquellos días de tristeza vio varias veces a un hombre, mucho mayor que ella, quizá de 40 años o más, la barba le daba un aire de antigüedad por lo que ella no podía determinar con exactitud su edad. Lo vio varias veces, en todas las ocasiones él estaba ebrio y acompañado de dos hombres con vestimentas quechuas. El hombre sintió una mirada oculta, pero ella no dejó que la viera, escondiéndose rápidamente tras el balcón. Aquel hombre, tan misterioso, generaba en Wara el interés de conocerlo y hablar con él, sin embargo esa idea era opacada por el dolor que había dejado la partida de Jaime. Aquella tarde Wara recibió una visita, era su querida amiga Neghi. La muchacha, de casi la misma edad de Wara, era dueña de El Sultán, un local nocturno no muy bien visto por mucha gente, pero que generaba ganancias extraordinarias a la huérfana Neghi, quien con su corta edad había logrado administrarlo y darle marcha. Después de fraternales abrazos, las dos bellas mujeres se sentaron a hablar y con la memoria que trae el pasado al presente evocaron a Jaime. Aún recuerdo aquella tarde en la que corríamos por las calles y de pronto en nuestros juegos tontos nos metimos a una casa grande y muy vieja, yo me escondí para que me buscaras entre los pasillos del lugar y tú sin darte cuenta entraste al estudio de Jaime, comentaba Neghi. Wara asistió con la mirada y narró el momento en que sintió que el corazón se le salía del pecho, ella recordó que cuando miró a Jaime y él le tomó de la mano, dijo que agradecía su presencia y que pensaba que nadie asistiría para colaborarle con su arte y mucho menos un ser tan bello. Ella rememoraba cada instante, como cuando muda e impactada por Jaime, quien le gustó a primera vista, no dijo nada y dejó que él se le acercase muy suave y le levantara la chompa, le 79
quitara la blusa y revelase al aire su piel. Ahora te pintaré, me dijo Jaime, comentaba Wara a Neghi, y yo sin palabras observé como sacó los pinceles, la pintura y en un lienzo blanco empezó a trazar líneas. Él me pidió que me quitara la ropa por completo y en ese momento entraste tú. Todo era como un sueño. Neghi le aseguró que cuando la vio estaba muda y perdida, como encantada por un conjuro. Tomó su ropa y la jaló del estudio; tú saliste de tu mutismo y le dijiste que volverías. Wara con melancolía y gran dolor rememoró esos capítulos ya pasados de su vida, repasó los siguientes encuentros con Jaime y recreó cuando la pinto desnuda y ella embelezada por él permaneció horas, durante días, desnuda mirándolo para que la retrate. También recordó que el día que terminó el cuadro, él la llamó para que lo viese y cuando encontraron sus ojos la maravilla de verse a si misma, como en un espejo, bella azul y halada sintió un amor latiendo en el pecho por el autor de aquel cuadro. Ese día festejaron, fue la primera vez que se besaron y que sintieron sus pieles, cuerpo con cuerpo, boca con boca y alma con alma. Ese día Wara y Jaime decidieron acompañarse aunque el romance terminó, de un momento a otro, con su inesperado viaje. Pasaron los días y una mañana, muy temprano, Wara salió al balcón y encontró a aquel hombre misterioso ebrio, tambaleándose por la calle, esta vez estaba solo y caminaba sin cuidado. De pronto un auto apareció de la nada, sin que el etílico se percatase del riesgo que se le presentaba, Wara desde el balcón gritó ―cuidado‖ e hizo que el ebrio reaccionara y saltase a la acera para no ser arrollado por el vehículo. Él la miró impactado por el susto y por lo bella que era. Gracias, le gritó y ella sonrió. Ambos se miraron por un pequeño pero largo tiempo, recorrieron con sus miradas sus rostros como una caricia del viento frío y sin más, cada uno siguió su camino. Él se marchó y Wara dejó el balcón. ************************************** Neghi bailada todas las noches en el Sultán, aparte de ser la administradora y propietaria era un de las atracciones del lugar. Con la piel morena, rizos oscuros y unas protuberantes caderas, la joven, hija de dos libaneses que habían muerto víctimas de leucemia, había conseguido acarrear a una exclusiva clientela masculina. El Sultán impecablemente adornado con un estilo libanés y atendido con esplendorosas bailarinas, que amenizaban el sitio, se 80
caracterizaba por atraer a altos funcionarios gubernamentales, empresarios, ejecutivos y a toda la clase alta de la ciudad. Una noche de brillo y despilfarro en El Sultán, cuando al ritmo de las caderas y con los movimientos sensuales de una serpiente, Neghi ejecutaba una danza sus ojos se encontraron proyectados en los ojos de un joven. Aquel joven no encajaba con los usuales visitantes del local, pero provocó algo nunca antes sentido en Neghi, ella siguió bailando pero sin perder de vista al muchacho, quien con una mirada dulce y limpia la contemplaba. Los movimientos cesaron, la música llegó a su fin, los aplausos rebalsaban de las manos masculinas y la bella mujer dejó el escenario. Sin pensarlo dos veces miró al muchacho, le dijo qué le invitaba una copa y que quería conocerlo, él con toda timidez accedió ante aquella exótica belleza. Aquella noche Negui y Pablo hablaron de todo, entraron en confianza, bebieron más de lo que estaban acostumbrados y prometieron volverse a encontrar con un tibio y amoroso beso. Los días pasaban, uno a uno rodando por la pendiente del tiempo, y con ellos Pablo y Neghi iban consolidando un amor limpio, desprendido y maravilloso. A diferencia de ellos, la pena y la soledad iban calando en Wara, sus padres preocupados por ello le dijeron que debía seguir hacia delante, olvidar a su amor y empezar a vivir plenamente. Los consejos de los padres ayudaron para que un día, después de un encierro inútil en la casa, donde el único contacto con el exterior era el balcón, saliera a la calle a reencontrarse consigo misma. Aquella tarde la mujer, de los azules ojos, decidió reconciliarse con la alegría, mirar a la ciudad esplendorosa y andina, saborear el olor a frutas y flores de los mercados, deleitarse con el cielo y dejar a un lado el luto. De repente, un seco golpe sacó a Wara de sus pensamientos, era él, aquel hombre de barba a quien siempre veía. Ésta era la primera vez que lo veía frente a frente y que se encontraba aparentemente sobrio. Yo te recuerdo, tú me salvaste de ser atropellado por un carro, cómo olvidar esos bellos ojos de cielo y mar, le dijo Rodolfo a Wara. Ella petrificada por la sorpresa no pudo responder pero él siguió hablándole, con lo que ella fue acoplándose. Los dos se presentaron, ella aún se sentía impactada por la 81
presencia de Rodolfo. Cuán alto es y qué bonita cara tiene, pensaba Wara mientras charlaban. Rodolfo por su parte quedó encandilado por la dulce belleza de la joven. De dónde vienes, le dijo ella y él le respondió que regresaba de trabajar, ella sonrió y preguntó en qué trabajaba y le contó que era periodista radial y que se encargaba de un programa cultural donde se leían poemas y se entrevistaban a personajes. Wara había escuchado el programa por la radio y conocer al locutor la impactó aún más. Cuando arribaron a la calle de las mágicas artesanías se miraron, ambos con el temor de decir adiós pero Rodolfo, con mucha habilidad, le propuso que le acompañase a una fiesta y Wara le dijo que sí. De repente se encontraron en un patio, al aire libre, en una de las antiguas casas de la zona- Los dos sonrieron porque ya los asistentes habían consumido ―bebidas espirituosas‖, como aseguraba Rodolfo y bailaban desinhibidos y alegres. Ya la noche empezaba a caer y en el patio se condensaron muchas mujeres con polleras de colores, mantones y sombreros elegantes. Hombres con todo tipo de atuendo (traje sastre y sombrero borsalino o si no abarcas, camisa de bayeta y awayo). Bello lugar, exclamó la joven fascinada por los recuerdos que le acarreaba el sitio. La infancia, los viajes a la comunidad de su madre, la música y el amor. Charlaron, bebieron y bailaron para posteriormente mirarse los rostros, detalle por detalle, para acariciarse con las miradas y para por último calcular sus edades y besarse sin suspiro y descanso. Desde aquel día Rodolfo y Wara se encontraban, se veían, se acariciaban, soñaban con sus espíritus y se amaban. Él le contó a ella que tenía hijos de aproximadamente su edad. ―Son dos, mi hijo se parece mucho a mí pero mi hija no quiere verme porque la madre asegura que soy peligroso por el alcohol.‖ ―Ella dice que estoy loco y prueba de ello es que vivo con mis amigos Rubén y Juan, ellos son de Tarabuco y por ser indio en esta sociedad te subvaloran y discriminan, mi ex mujer piensa que vivir con ellos es lo peor del mundo, sin embargo es lo mejor que me ha pasado en esta vida‖, narraba Rodolfo. Wara le comentó que ella vivió muy de cerca el proceso de discriminación cuando salía con su madre. Rodolfo escuchaba atento, ella comentó que muchas veces la gente le decía cosas horrorosas por ser indígena y por amamantar a una niña de ojos azules. 82
Después de un momento Wara le preguntó por su hijo y él comentó que se encontraba muy bien y enamorado de una mujer hija de libaneses. La ciudad no es muy grande, es un poco chica, pero el destino se alarga y ensancha juntando a las personas, caviló Wara y le informó que conocía a Neghi y a Pablo. Los días, las horas iban pasando en la ciudad de tantas historias, el amor había reinado en ese tiempo. Amor entre Wara y Rodolfo, entre los padres de Wara y entre el hijo de Rodolfo y la bella amiga de Wara. Los corazones latían y retumbaban en los pechos, los dolores estaban en el pasado. Wara había olvidado a Felipe y Rodolfo ya no bebía tanto porque sus penas se evaporaban con la mirada de su amada. Una fiesta maravillosa fue organizada por Rodolfo, sus amigos Rubén y Juan, los padres de Wara, Neghi y su amado Pablo, en fin todos los amigos. La fiesta se desarrolló en el Sultán, con comida, bebida, música andina y felicidad. Todos festejaban, todos eran felices aunque lo peor se avecinaba. La ciudad diversa, llena de historias, mares de sueños, lagos de dolor, historias individuales pero también colectivas. El gobierno tenía problemas ya que sus malas políticas habían generado gran malestar social. Las masas se habían movilizado por las calles, decididas, y seguras de derrocar al mal gobierno que generaba hambre en el pueblo. Mientras esto pasaba en el Sultán parecía que el mundo marchaba sin novedad. De pronto en medio de la alegría se escucharon petardos y voces estrepitosas y descontentas en las calles. Colectivamente todos sabían que algo muy fuerte se venía pero decidieron ignorarlo, lo que no tomaron en cuenta fue que, en medio del alboroto, Pablo se había marchado. Neghi conocía la razón y no quiso angustiar a los demás, se quedó callada. **************************************** En medio de la estrepitosa bulla de voces y petardos mezclados con la rabia colectiva, Pablo era uno más de los marchistas. ―Indios, obreros y campesinos oprimidos pero no vencidos‖ replicaban los protestantes. A toda voz y con euforia la masa humana se fue acercando al Palacio Gubernamental, rodearon el lugar, incendiaron neumáticos y 83
durante ello los uniformados aparecieron en el sitio. Ruidos de disparos, peleas, los palos estrellándose en los cuerpos, el humo, la violencia había tomado por asalto a dos grupos en las afueras del Palacio Gubernamental. Al final de la contienda únicamente quedó sangre y dolor. Muertos, la mayoría civiles y también algunos uniformados. Según informaban los periódicos el gobierno tomó la decisión de emplear armas de fuego y las muertes quedaban sepultadas en la impunidad. Desde la desaparición de Pablo todo cambió, tanto para Neghi como para Rodolfo, ella cerró El Sultán y tras sus puertas se quedó negándose a recibir a nadie. Por su parte Rodolfo se refugió en el alcohol, ya ni la mirada azul de Wara apaciguaba su dolor. Las relaciones entre todos se fueron deteriorando, Wara no encontraba la forma de calmar el dolor de su amado y él se iba alejando de ella y el ambiente ya no era el mismo. Durante una semana entera y sin descanso Rodolfo bebió, quizá esa era su forma de llorar, quizá con el líquido en sus venas olvidaba. Toda la semana bebió sin descanso y sin remedio hasta el último minuto de la madrugada del lunes. Wara sintió un gran dolor, Rodolfo la había olvidado y ahora el alcohol lo era todo, sintió que estaba por demás y que el final había llegado, y en efecto ella no se equivocaba porque cuando fue a buscarlo, a su cuarto, lo encontró frío, sin habla, sin aliento ni vida. Una intoxicación alcohólica, el hígado deteriorado y la falta de auxilio durante la asfixia habían sido los detonantes para el fallecimiento, contó el forense. Todos lloraron y ese mismo día Wara decidió partir lejos de todo mal. Los meses pasaron, Neghi salió del encierro y reabrió El Sultán, la noche de la reapertura un vientre abultado y rebosante la acompañaba, un hijo de Pablo se alojaba en sus entrañas: ―Un milagro‖, aseguraba ella, que la había salvado de la oscuridad y el dolor. Los padres de Wara intercambiaban correspondencia con ella, las cosas marchaban bien, les contaba y opinaba que el cambio de realidad la iba sanando del sufrimiento, además escribía a sus padres que la vida en Alemania era preciosa y que le estaba gustando mucho conocer a tantos familiar y sitios nuevos, aunque no negaba que extrañaba mucho a la ciudad de sus amores. Su corazón iba sanando. Los dos amigos de Rodolfo seguían en las mismas andadas y siempre recordando al occiso con quien habían compartido tantas 84
cosas; por último la ciudad era la misma andina, fría, mágica con historias individuales y colectivas, con sueños y derrotas, con odios y amores. Una ciudad que nadie podría olvidar nunca, ni dejar de amar. Felipe regresó de Europa con sus pinceles y sus nuevos estudios, buscando a quien más había amado en la vida. Volvió dispuesto a entregarle todo a su bella amada y a estampar en sus cuadros las historias que ella poseía, las infinitas historias de la ciudad a la que no había olvidado, ni en la distancia, y la única por la que retornaba.
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Ediciones Yerba Mala Cartonera
Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.
Otros títulos:
Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos Christian Jiménez, El mareo Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, De muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Gabriel Pantoja, Plenilunio Premio de concurso breve Óscar Cerruto, UMSA 87