SANTIAGO RONCAGLIOLO
El Arte Nazi
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© Santiago Roncagliolo, 2007 © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2007 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), , Dulcinéia Catadora (Brasil) ______________________________________________________
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Biografía
Pasó parte de su infancia en Arequipa. Su familia dejó el país, concretamente en 1977, el motivo se debió al gobierno militar instaurado en Perú en 1968, que llevó a su padre, el analista político Rafael Roncagliolo a salir temporalmente al extranjero. La familia posteriormente regresó al país y Santiago cursó sus estudios en el Colegio de la Inmaculada. En Lima primero publicó libros para niños y una obra de teatro (Tus amigos nunca te harían daño). En 2000 se mudó a España y allí reside en la actualidad. Hasta ahora ha ejercido el oficio de negro literario (escribir libros publicados bajo el nombre de otra persona). Incluso hubo momentos en que se vio obligado a trabajar limpiando casas en España para salir adelante y poder subsistir, aunque hoy en día su nombre ya es un hito reconocido dentro de la literatura del mundo hispanoparlante. También es guionista de telenovelas, periodista de investigación y asesor político. Colabora con el diario español El País y diversos diarios iberoamericanos. En el año 2006 su novela Abril rojo, que trata sobre las peripecias de un esforzado fiscal dedicado a investigar los crímenes de un supuesto rebrote terrorista y en el camino descubre el oscuro y violento pasado de los militares del gobierno de Fujimori, obtuvo el Premio Alfaguara de novela. Otro aspecto de su carrera literaria, es que al comienzo Santiago Roncagliolo fue repetidamente rechazado y resistido por el mundo editorial. La tesis de Washington Huaracha (CIA, Sendero Luminoso, Guerra Política) en su libro Lima 1987 entrega una impresión bastante certera de lo que ocurrió en aquella época, dando a conocer anécdotas del conflicto y de las numerosas operaciones encubiertas que ocurrieron. 3
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Cuando era niño, estaba obsesionado con Adolfo Hitler. Una Navidad, le pedí a mi abuela el primer fascículo de una revista coleccionable llamada «El Tercer Reich». Pasé días contemplando los desfiles marciales, las botas militares, las banderas. En la portada aparecía Hitler ante una división de la SS perfectamente alineada que lo saludaba con el brazo en alto. A sus espaldas, se elevaba un águila negra con las garras prendidas a una esvástica. Era mejor que Rambo, o que Rocky IV. Con el primer fascículo, venía el «dossier privado del Führer»: un cartel de la publicidad antijudía del Reich, un retrato épico de Hitler vestido de general, fotos del caudillo alemán con su amante Eva Braun en su casa de campo del Obersalzberg, o con los miembros del partido en una cervecería de Munich. No leí nada de esa revista. Aún así, veinte años después, todavía recuerdo esas imágenes. Con el tiempo, me convertí en un fanático del tema. Me hice de una nutrida colección de revistas y artículos sobre la Alemania de los años treinta y cuarenta, que tampoco leí. Sólo me interesaban las fotos: los tanques de la Segunda Guerra, los desfiles, los uniformes. Los datos históricos y los argumentos ideológicos me confundían. Yo sabía que Hitler era el malo, pero eso no me impedía querer mirarlo. Supongo que, justamente, estaba fascinado con el mal. Era inusual poder verlo, saber qué cara tenía, que bigote llevaba, cómo era su insignia. Todos esos símbolos representaban lo más perverso que un ser humano podía ser. En las películas baratas, el malo es feo, a menudo contrahecho, y se ríe con una malévola carcajada que pone los pelos de punta, para que no te quepa duda de que es malo y no te identifiques con él. Pero mucho más inquietante resulta precisamente eso, identificarse con él, dejarse seducir, querer ser él, aunque sepas que es el villano. En el caso de Hitler, el atractivo no radica en su belleza física, ni en sus virtudes, sino en que toda su imagen —su actitud, su mirada, su atuendo, sus ejércitos— rezuma poder. Lo mismo ocurre con sus teatrales discursos, aunque uno no 5
entienda alemán. Hitler comienza a hablar muy bajito, casi para sí mismo, como si reflexionase y nos permitiese colarnos en sus pensamientos. «Antes, yo no tenía nada contra los judíos. Ni siquiera me parecían distintos. Para mí, eran unos alemanes como cualquier otro». Crea un clima de confidencia y un silencio expectante entre el público. Plantea todos los argumentos examinándolos lentamente, con sensatez, para aclarar que no es un fanático sino un hombre serio y sereno. Tras un rato, cuando parece muy satisfecho, repite la conclusión lógica. «De modo que no me parecía extraño el hecho de que Marx sea judío, Freud sea judío, los bancos sean judíos y los bolcheviques sean judíos, porque claro, eran como un alemán cualquiera». De repente, al mismo tiempo que su auditorio, parece tomar consciencia de lo que acaba de decir. «¿No es extraño? ¿No es extraño justo ahora que mi país se desangra entre las cloacas de Versalles? ¿No es extraño justo ahora, cuando los extranjeros acosan nuestras fronteras, cuando nos quitan el pan de la boca, cuando pisotean los cadáveres de nuestros hermanos?» Lo siguiente es el momento de la iluminación. Hitler se da cuenta de que ha estado equivocado toda su vida, y con él, su audiencia, que reacciona indignada. Excitado, comienza a revisar sus afirmaciones bajo una nueva luz, ahora todo tiene sentido, todos los problemas de Alemania no pueden surgir de un pueblo con esta cultura y esta historia, tienen que ser culpa de esos esbirros externos que son más peligrosos porque se parecen a «un alemán cualquiera». Entonces, sólo queda una solución posible: la solución final. Para este momento, está furioso, aquí aparecen los alaridos y espumarajos que lo han hecho famoso, cuando se da cuenta de lo inocente que ha sido, él que era tan bueno, cuando la única solución es el exterminio del enemigo. Y su público lo comprende, porque su razonamiento es el mismo de cualquier borracho de cervecería, pero él tiene el poder de realizarlo. Y lo está demostrando al gritar frente al mundo lo que su país quiere gritar con él. Él es Alemania. Alemania es él. En una era sin televisión, el discurso radial o el desfile callejero resultan puestas en escena impecables. Lo que es absurdo es el planteamiento: Hitler ama a Alemania, pero a una Alemania sin judíos o descendientes de judíos hasta la tercera generación, sin 6
católicos y también sin protestantes, sin comunistas ni izquierdistas en general, que esos no son Alemania, Alemania sin gitanos ni morenos, Alemania sin inmigrantes, sin ricos, sin pobres, cabría pensar, una Alemania en la que sólo quedaría él mismo. Toda su retórica, toda la disciplina ritual del partido, están montadas para que su audiencia, enfervorizada y casi en trance, no note lo ridículo que es su discurso. Incluso el nombre del partido nacionalsocialista era una treta de propaganda. No retrataba una verdadera ideología. Sólo era un símbolo vacío diseñado para conquistar a ultraderechistas, pero también a comunistas radicales (más radicales que comunistas) a la vez que Hitler procuraba comportarse decentemente en los salones de la aristocracia para seducir a los conservadores. Con la misma astucia política, durante los primeros años de su gobierno, al mismo tiempo que perseguía a los religiosos incómodos para el régimen, convencía a varios obispos de que era un hombre devoto y piadoso. Resulta absurdo, sin embargo, pensar que un líder puede mantener su popularidad sólo sobre la base de fotos y discursos. Hitler consiguió logros concretos en sus años de gobierno, aunque quizá, más que logros, fueron efectos secundarios. Redujo el desempleo, pero porque hiperprotegió una ineficiente industria nacional, desató una carrera armamentista que creó muchos puestos de trabajo, y reclutó para el ejército a los jóvenes desempleados. Además, todos los chicos y chicas hasta los 25 años tenían que cumplir seis meses en campos de trabajo educándose en el respeto al trabajo manual y el espíritu de obediencia, sin contar su paso por organizaciones como la «Liga de Jóvenes Alemanas» y otras secciones de las Juventudes Hitlerianas. Por su parte, las clases profesionales se dieron por bien servidas con la progresiva eliminación de la competencia judía, no tan numerosa entre los obreros pero sí entre los abogados y médicos prohibidos de ejercer. Por su parte, los judíos despojados consiguieron ocupación en canteras o fábricas de ladrillos, lo cual potenció la industria inmobiliaria. Su posterior confinamiento en campos de concentración puso un granito de arena en la solución del problema de la vivienda. La economía tampoco fue mal. La prohibición de importaciones y de retirar capital del país, los racionamientos e 7
incluso el impuesto para abandonar Alemania representaron un gran aliciente para muchos empresarios nacionales, que además tuvieron la oportunidad de asociarse con el estado para llevar adelante sus elefantiásicos proyectos inmobiliarios y bélicos.Desde el exterior, el fin de los efectos de la Gran Depresión y la negativa alemana a pagar las indemnizaciones internacionales de la I Guerra Mundial contribuyeron a reducir el déficit. Pero eso tampoco basta para explicar la asombrosa popularidad de Hitler ni su facilidad para arrasar con más del 90% en todos los plebiscitos que convocó. Todos esos plebiscitos fueron fraudulentos, seguramente, y en todos se enfrentaba a rivales ilegalizados, seguro. Pero no se podía fraguar el apoyo masivo del que gozaba Hitler —incluso su aparato represivo— ni las multitudinarias y espontáneas expresiones de afecto que recibió durante una década. La pasión popular denotaba algo muy diferente del voto rutinario y desencantado de las democracias modernas, de hecho, algo mucho más profundo: la fe. La más profunda creencia en algo, más allá de la razón, aunque sea en un hombre, en un elemento del mundo terrenal. Los católicos creen que un sacerdote «sabe lo que opina Dios», de alguna manera. Los simpatizantes nazis tenían a Dios en persona y a medida: un dios revolucionario para los insatisfechos, un dios en forma de emperador para los más nacionalistas, un dios sencillo y preocupado por los problemas cotidianos de cualquier alemán para los trabajadores, un dios que respeta la propiedad privada para los conservadores. Un dios que actúa entre nosotros, que es mucho más peligroso que el que se limita a observar desde el cielo. Hitler, o más bien Goebbels, era muy consciente de su necesidad de alimentar la fe popular en un sentido religioso. El momento era propicio. Hablamos de una etapa de la Historia en que la democracia aún no era generalmente considerada como la opción de gobierno más conveniente y razonable. Los gobiernos democráticos convivían con los regímenes comunistas y los imperios, y los fascistas proponían juntar lo mejor de estos dos mundos. La democracia, de hecho, había sido probada y había fracasado. La sensación de desorden y frustración suele resolverse con dictaduras en todos los casos (Chile, Argentina, España). Pero en éste, había un elemento 8
añadido: la «dignidad alemana», que los germanos consideraban mancillada por el tratado de paz de Versalles con la complicidad de los demócratas. Era la hora de una revolución nacional, y la más palpable señal de una revolución es la más sencilla: el cambio de estilo. La toma del poder nazi fue celebrada con una infinita procesión de antorchas que desfiló ante Hitler y Hindemburg mientras ellos observaban desde el balcón de la cancillería. Era el amanecer de una nueva era. Desde ese momento, el Führer se adueñó de la radio y convirtió sus apariciones públicas, especialmente los Congresos del Partido, en ceremonias militares con símbolos bastante más atractivos que los aburridos debates políticos y las desganadas celebraciones institucionales de la democracia. El fuego, las armas, la disciplina del partido, dieron forma a acontecimientos rituales catárticos, cuyos participantes se disolvían en la masa: todos formaban parte del cuerpo alemán y todos se consagraban a él. Esa dinámica de grupo penetró en todos los ámbitos de la vida pública y privada: los aspirantes a puestos públicos fueron obligados a pasar por campamentos de adoctrinamiento de las SS antes de rendir sus exámenes finales. En esos campamentos, los postulantes marchaban juntos y hacían juegos colectivos y deportes, recuperaban su entusiasmo juvenil y dejaban que los SS evaluasen su buena disposición mientras oían charlas y conferencias en un sano ambiente de camaradería. Sus madres estaban encantadas de verlos tan ordenados y uniformados, tan distintos a las hordas salvajes de bolcheviques y gitanos. Ahora bien, un dios no se construye sólo con misas y canciones. Un dios necesita, sobre todo, milagros. El carisma del líder necesita constantemente hacer posible lo imposible, conseguir éxitos espectaculares y arrolladores. Como un predicador televisivo, debe justificar la fe de la galería con demostraciones de poder supremo indudables. Y donde no sea posible un milagro, hay que inventarlo. Para Hitler, el primer milagro fue la represión tras la quema del Reichstag, apenas dos meses después de tomar el gobierno. Muchos alemanes opositores sospechaban que la orden de incendiar el Parlamento provino de la misma cancillería. En Berlín circulaba el 9
siguiente chiste: después de morir, Adolfo Hitler se encuentra con Moisés en el cielo. Se le acerca guiñándole un ojo y dice: «Vamos a ver, Moisés, aquí en confianza. Esa zarza la quemaste tú ¿Verdad?». Previsiblemente, un joven comunista y extranjero fue culpado por el incendio. Los jueces no encontraron ninguna evidencia de su participación, así que los nazis acusaron a los jueces de cómplices del comunismo. El muchacho fue ejecutado de todos modos y Hitler dio la orden de arrestar a todos los «enemigos del Estado», izquierdistas de todo pelaje y socialdemócratas, con el beneplácito de todo el país. La psicosis de emergencia le permitió, durante lo que quedaba del año, reducir las competencias del defendido Reichstag, disolver los partidos políticos y las autoridades locales (los Länder), y abandonar la Liga de Naciones. La única fuente de poder que sobrevivió fue el ala más radical del propio partido nazi agrupada en las SA y dirigida por Ernst Röhm, pero ellos fueron disueltos y asesinados un año después, durante la Noche de los Cuchillos Largos. Tras esa matanza, Hitler tenía el poder absoluto y la conciencia sucia. No sabía cómo presentar en público los hechos y tardó dos semanas en dar un discurso para justificarlos. Según sus nerviosas palabras, Röhm planeaba un golpe de estado valiéndose de sus fuerzas de asalto, entre las cuales se contaban sospechosos de comunismo y hasta repulsivos homosexuales. Quizá el mismo Führer fue el más sorprendido cuando descubrió que el pueblo alemán respaldaba plenamente la masacre, que la carnicería de junio demostraba, en la percepción del país, que Hitler estaba tan preocupado por Alemania que no vacilaría ni siquiera en matar a su propia gente para defender sus intereses. No es tan extraña esa reacción popular. En el Perú de los noventa, el presidente Fujimori apareció por la televisión paseándose satisfecho entre los cadáveres de los emerretistas que habían secuestrado la embajada del Japón. En un momento de la filmación, se detenía ante el cuerpo ensangrentado del líder para contemplar el fiel cumplimiento de sus órdenes. La comunidad internacional reaccionó con indignación ante esa filmación. El Perú, en cambio, se entusiasmó aún más con Fujimori, que tras esa intervención rozaba la categoría de héroe nacional. La ultraderecha chilena —como la 10
argentina— aún considera que los asesinatos masivos de sus dictaduras militares eran necesarios, valerosos y responsables. El miedo hace que los humanos estemos perfectamente dispuestos a aplaudir la crueldad. Y es el miedo lo que sustentaba también a Hitler. El miedo a la muerte nos hace creer en Dios. En el Führer se creía por el miedo a la muerte de Alemania en manos de sus enemigos: los bolcheviques, pero también las democracias occidentales que, según los nazis, pretendían medrar con la miseria en que la I Guerra Mundial había sumido al país. Y sobre todo, los judíos, enemigos perfectos porque están por todas partes y pueden resultar invisibles. El tipo de enemigo que mueve los hilos sin dar la cara. En el mito épico nazi, Alemania era una víctima, una fiera enjaulada que sólo bajo la dirección de Hitler mordería la mano —y luego el cuello— de su carcelero. Y por supuesto, como en toda religión, al dios se le ama y se le teme. El miedo al propio Führer también jugaba en su favor. Varios testimonios coinciden en que, durante la primera mitad de los años 30, Hitler era consciente de que sus discursos, su apariencia, su violencia y su parafernalia visual no eran más que una estrategia de propaganda, fríamente diseñada para atribuirle un aura mesiánica. Pero a partir de 1936, según parece, él también empezó a creerse la leyenda. Quizá no tenía otro remedio. El tipo de liderazgo carismático de Hitler necesitaba de los milagros no sólo para que le creyeran los demás, sino para creerse a sí mismo. Ese año, comienzan los grandes logros de política exterior del Reich, y resultan realmente milagrosos: primero invaden Renania. Los alemanes temen que estalle otra guerra, pero las potencias occidentales no quieren desatar la violencia y ceden. El territorio es anexado sin disparar una sola bala. En 1938, bajo el mismo sistema, cae Austria. En 1939, parte de Checoslovaquia. Sólo tras la invasión de Polonia estallará la guerra mundial. Pero para entonces, Hitler se ha rearmado. Con la ocupación de Holanda, Bélgica, Dinamarca y Francia, nadie en Alemania puede atreverse razonablemente a dudar de su líder. Alemania ha vengado la afrenta de la I Guerra Mundial y ya no tiene rival en el mundo, como él había prometido. Sin embargo, también por esa época empieza a resultar 11
evidente, al menos para ciertos círculos, que todo es mentira. Los discursos de Hitler durante años han hablado de paz, pero han producido guerra. Los empresarios son conscientes de que las cuentas públicas y privadas se retocan y enderezan para guardar las apariencias: «Los nacionalsocialistas no quiebran». Los periódicos de verano celebran con bombos y platillos «La victoria del trabajo en Prusia oriental», pero todos los prusianos saben que en tiempo de siega nunca hay desempleo. Hasta los lemas del Partido empiezan a sonar francamente subnormales. Ante la escasez de mantequilla, el ministro Goering responde que el presupuesto estatal para lácteos había sido reorientado a la compra de acero para fabricar armas. Justifica su deber patriótico orgullosamente con la arenga: «¡El acero hace fuertes a los pueblos! ¡La mantequilla sólo los engorda!» Para los lectores de periódicos tampoco pasa desapercibida la actitud ambivalente ante la Unión Soviética. Hasta 1939, los rusos eran la «podrida conspiración judeo-bolchevique». A partir del acuerdo Molotov-Ribbentrop, la prensa se refiere a ellos como «el pueblo soviético». De hecho, el plenipotenciario alemán comenta que, entre los comunistas, se sintió como entre viejos camaradas del partido. En sus memorias, el judío Víctor Klemperer se sorprende de que inclusive los alemanes críticos justifiquen al Reich diciendo que es mejor eso que una revolución como la rusa. ¿Cómo es posible, se pregunta Klemperer, que no entiendan que vivimos en un régimen bolchevique, que no hay ninguna diferencia entre nosotros y ellos? Con mayor discreción, circulan las informaciones graves. Mucha gente conoce personas que han sido golpeadas hasta la muerte en los cuarteles de la Gestapo. Pero las autopsias consignan en todos los casos la disentería como causa de muerte. Los golpes y cortes en los cuerpos son, según los médicos, las «manchas cadavéricas prematuras» que produce la enfermedad. Los judíos han visto a Hitler jurar que no existió la noche de los Cristales Rotos, en la que turbas «espontáneas» casualmente vestidas con uniformes de SS destrozaron sus negocios e incendiaron sus sinagogas. Si alguien denuncia los abusos, es acusado de «publicidad de atrocidades», es decir, de mentir para perjudicar el Estado, argumento suficiente para acabar en un campo de concentración. 12
Asombrosamente, ni siquiera esas cosas afectan a la imagen omnipotente del Führer. En su estudio El mito de Hitler, Ian Kershaw sostiene que la opinión pública alemana era consciente de los excesos y la corrupción del partido nazi, pero pensaban que Hitler no tenía nada que ver con esas desviaciones, y cita a un miembro del Alto Palatinado que en 1934 afirma públicamente que «Hitler está bien, pero sus subordinados no son más que unos estafadores». Para los alemanes, su líder estaba demasiado preocupado con los grandes problemas del país y de la diplomacia internacional como para fijarse en menudencias. Por el contrario, cada prueba del salvajismo nazi aumentaba las esperanzas de que Hitler culminase su gran labor para que se volviese hacia sus propios subalternos y los fulminase con su poder justiciero, como el dios que era. Cuando los alemanes empezaron a descubrir la mentira, era tarde. Dios se la había creído. Los errores de los alemanes en la guerra muestran claramente hasta qué punto fueron derrotados por tomar en serio sus propias estupideces. De hecho, pudieron haber conquistado Europa Occidental. Sabían que la entrada de Estados Unidos en la guerra desequilibraría las fuerzas en combate, pero no hicieron nada por evitar el bombardeo contra Pearl Harbour. Tuvieron la oportunidad de concentrar sus fuerzas en su último enemigo, Inglaterra. Pero abrieron otro frente en el Este, para invadir a la Unión Soviética. Simplemente, se creían invencibles. En San Petersburgo, mientras decenas de miles de alemanes caían bajo fuego ruso, Hitler seguía ordenándoles «luchar hasta morir.» Ya para ese momento, en su cuartel general, el Führer había dado orden de que no le transmitiesen las malas noticias, con el argumento de que podían «afectar la moral de la tropa». El hombre que dirigía los ejércitos en persona se negaba rotundamente a mantenerse informado. En muchos otros campos, sus ideas se revelaron no sólo falsas, sino contraproducentes para sí mismos: pudieron haber desarrollado los fusiles semiautomáticos antes que los soviéticos, pero la oficina de Control de Armamento impidió su desarrollo durante años afirmando que las armas alemanas no podían usar de modelo la «tecnología de los comunistas». Pudieron haber experimentado con 13
energía nuclear: el físico Heisenberg sugirió al ministro de armamento las posibilidades bélicas de sus investigaciones. Pero, desde Einstein, los nazis desconfiaban de lo que llamaban «ciencia judía». Mientras tanto, la «ciencia aria», creyéndose mucho más adecuada a la realidad, se dedicaba a inyectar colorante en los ojos de sus sujetos de prueba, a ver si conseguían volverlos azules. O a inocularles tétanos, viruela y lepra, firmemente convencidos de que esos procedimientos mejorarían la raza de la gente. Incluso en el interior del partido nazi, las contradicciones oscilaban entre lo absurdo y lo simplemente ridículo. El esotérico jefe de las SS Himmler, por ejemplo, avergonzado de que Alemania hubiese tenido que pactar para la Guerra Mundial con «la raza amarilla», descubrió milagrosamente un árbol genealógico según el cual Carlomagno descendía de guerreros japoneses y el propio Himmler descendía de Carlomagno. Sólo así consiguió sentirse mejor consigo mismo. La superchería y el racismo no sólo desplazaron al sentido común: también a la ciencia, la tecnología y la historia, hasta que todo el conocimiento quedó convertido en un montón de prejuicios cuya verdad había que probar por orden superior. A menudo me pregunto por qué los nazis no pensaron más razonablemente. Quizá realmente habrían logrado su propósito de expandir el imperio por todo el mundo. Quizá, si lo hubieran hecho, yo tendría que escribir estas líneas en alemán. Eran los mejor armados, los que tenían al pueblo más fanáticamente rendido a sus pies, los más poderosos. Sin embargo, creo que los nazis crecieron, ganaron adeptos y tomaron el poder justamente por no pensar razonablemente. En la Alemania de 1930, pensar se había vuelto demasiado complicado. Y sobre todo, inútil. La razonable democracia había hundido en la miseria a un pueblo que se creía con derecho a un imperio, a un país que se quedó sin disfrutar la gloria de las colonias. El movimiento nazi, como demuestra su errática ideología, reemplazó los argumentos con odio, las ideas con uniformes, el debate con prejuicios. En lugar de un orden de ideas, impuso un orden de desfiles, ejércitos y banderas. Creó una entidad nacional y un hombre que estaban por encima de todos los individuos, cuyos designios 14
justificaban cualquier atrocidad porque estaban por encima de la razón. Los juristas se esmeraban en demostrar con complicados argumentos teóricos que el espíritu de Alemania sólo se realizaba plenamente en el Führer, de modo que la ley debía interpretarse de modo que complaciese a su líder. O ignorarse, si hacía falta, o promulgarse retroactivamente para proteger a los autores de la escabechina de los Cuchillos Largos. Daba igual. La ley era la voluntad del pueblo, o sea, la voluntad de Hitler. Como decía Otto Dietrich en su panegírico por el cumpleaños de su jefe supremo: «vemos en él el símbolo de la indestructible fuerza vital de la nación alemana, una fuerza que ha adquirido forma humana en Adolf Hitler.» En palabras de otro nazi, «Hitler es la más pura encarnación del carácter alemán, la más pura encarnación de una Alemania nacionalsocialista». A un hombre así no se le pide que sea eficiente, ni se le evalúa con criterios administrativos. En un hombre así se cree ciegamente, sin más, porque él mismo es aquello en lo que sus ciudadanos creen. Y los ciudadanos alemanes de la primera mitad del siglo XX creían en una ficción, porque la realidad no les resultaba creíble. Hitler, pues, no le vendió a Alemania un proyecto político de bienestar. Le vendió un sueño. Un sueño en que el país renacía de sus cenizas para convertirse en un imperio (o para recuperar el imperio perdido), un país a la vez poderoso y amable, lleno de campesinos rubios retozando por las praderas pacíficamente pero dispuestos a empuñar los fusiles para defender su cultura, su tierra y su ley. Como todos los sueños, el sueño alemán era contradictorio. Mezclaba sin ton ni son la modernidad de la industria y el regreso a las viejas tradiciones, la paz de los corderos y los colmillos del lobo. El comunismo era un movimiento hiperracional, donde cada acción se justificaba en función de una lógica histórica para dar un paso adelante. El nazismo era irracional, proclamaba la pasión en vez del diálogo, y eso lo hizo congénitamente incapaz de valorar razonablemente la fuerza del enemigo, porque todo su razonamiento se basaba en el convencimiento de su propia superioridad. Como necesitaba demostrar lo indemostrable, se limitó a construir un sistema de símbolos sin programas detrás. Apenas un montón de 15
emociones, impulsos, sentimientos y resentimientos. Necesitaba de las mentiras porque no podía sostenerse sobre nada más y porque no le interesaba convencer, le bastaba con apabullar por su ostentación de poder. De hecho, lo consiguió. Pero a costa de mantener el sueño vivo, lo convirtió en una pesadilla. La lógica interna del sueño sólo permitía esa dirección, porque razonar implicaba despertar a la triste realidad, una realidad en la que todas las esvásticas, las águilas y las insignias no eran más que eso, figuritas vacías de un juego sin reglas, estampitas, apenas útiles para llamar la atención de niños con ganas de jugar a la guerra. En un sistema así, las formas son más importantes que los contenidos. De hecho, reemplazan a los contenidos. Los emblemas del poder nazi se pusieron de moda desde el principio del régimen. Miles de comunistas convencidos cambiaron banderas rojas, hoces y martillos o retratos de Lenin y Stalin por esvásticas, uniformes pardos y antorchas. Dejaron de cantar la Internacional y memorizaron el Horst Wessel Lied. Apropiarse de los símbolos adecuados creaba la ilusión de haber interiorizado las ideas de los ganadores. Dadas las circunstancias, los artistas cumplían una función social. Como productores de imágenes, historias o sonidos debían —por orden del Reich— reflejar la revolución del espíritu alemán, poner en circulación sus señales y pregonar sus eslóganes ante el mundo. O, si no, esmerarse en no decir nada que valiese la pena. Quizá la mayor mediocridad estética se concentró en la literatura. No es de extrañar. El régimen nazi era totalmente antiintelectual. Y por lo demás, como ya vimos, pensar era antinazi. Además, los escritores suelen ser periodistas o profesores universitarios, y en la Alemania de los años treinta sólo los había de dos tipos: 1) los propagandistas del régimen y 2) los muertos. Sebastian Haffner cuenta en sus memorias que trabajaba en un periódico rodeado de colegas críticos de la situación y plenamente antihitlerianos que se limitaban, a su pesar, a cumplir las órdenes de silencio o propaganda. Cabe suponer que no dedicarían su tiempo libre a la literatura para sufrir los mismos atropellos y limitaciones que en el periodismo. Y que, aunque decidiesen hacerlo, esa literatura nunca llegaría a la imprenta. 16
Si alguien tenía alguna duda al respecto en 1933, la quema de libros de mayo dejó clara la actitud del gobierno ante la mala costumbre de pensar. Entre los veinte millones de libros devorados por las llamas figuraban títulos de Thomas Mann, Wassermann, Joseph Roth, Hemingway y Dos Passos. En su lugar, empezó a circular una narrativa llena de sagas familiares, memorias infantiles, costumbrismo paisajista e intimismo adolescente y bucólico de función esencialmente anestésica. Es comprensible que nada de esa literatura haya sobrevivido al régimen. Las buenas historias necesitan conflictos, y la propaganda del mundo perfecto nazi consideraba que los conflictos más graves que se podían tener eran la pubertad y el acné juvenil, todos ellos inconvenientes que se resolverían con una buena temporada en las Juventudes Hitlerianas. Hablar de la realidad en un país lleno de campos de concentración e histeria colectiva estaba prohibido. Ahora bien, sí era lícito escribir épica nacionalista. Uno de los grandes best sellers de la época, con más de 650000 copias vendidas, fue la novela Der Wehrwolf de Hermann Löns, que narraba la revuelta de una aldea campesina de la Baja Sajonia que decide defenderse de católicos y protestantes durante la Guerra de los Treinta Años. En realidad, «revuelta» es un decir, porque los supuestos enemigos no llegan a hacer nada. El argumento del libro ilustra lo que ahora se denomina «guerra preventiva». Tras la caída de Berlín, durante la ocupación aliada, la guerrilla nazi tomó el nombre de la novela: «Lobos de defensa». El segundo lugar en el orden de las catástrofes estéticas lo ocupó la música. El compositor y director Berthold Goldschmidt, por ejemplo, no sólo fue prohibido sino también perseguido. Le salvó la vida la admiración de la hija melómana de un oficial de la Gestapo, pero su familia no tuvo la misma suerte. Cincuenta años después, convertido en uno de los músicos de vanguardia más importantes del siglo XX, declaró que el concepto de «Música degenerada» le parecía imposible de explicar, porque «es imposible entender los cerebros estúpidos, idiotas, bastardos, de gente como Hitler o Goebbels». En efecto, las obras prohibidas no lo eran por judías o por vanguardistas. Béla Bartok, por ejemplo, no estaba incluido en los índex, algo que el 17
músico, por cierto, nunca le perdonó al régimen. En cambio Schönberg, Alban Berg y todo el jazz —música «de negros»—, sí tuvieron ese «honor». Si bien no es fácil definir lo que los nazis odiaban, ocurre todo lo contrario con lo que querían. El canon musical nacional-socialista se puede describir en pocas palabras: sinfonías patrióticas llenas de pompa guerrera, un montón de himnos para ser cantados a coro en los campamentos de la SS. Y Wagner, mucho Wagner, con todo su imaginario de cultura alemana elevado a la máxima expresión oficial del pueblo. La música, sin embargo, a diferencia de la literatura, no dice nada sobre la realidad exterior. No opina ni describe el mundo. ¿Era necesario prohibir una forma para hacerle lugar a otra? En primer lugar, es importante señalar que la música sinfónica aún formaba parte de la cultura de masas. Pero, sobre todo, yo creo que, para los gobernantes, era necesario prohibir, a secas. Para demostrarles a los intelectuales que el gobierno tenía el poder de hacerlo, para uniformizar el gusto de la nación y para extender la paranoia hacia los «corruptores de la cultura alemana». No hay que olvidar que la mejor justificación para una dictadura son sus enemigos, reales o falsos, distribuidos por todos los ámbitos, acechantes, tan invisibles que sólo el dictador iluminado puede distinguirlos y aplastarlos en defensa de su pueblo. Las artes plásticas no corrieron mejor suerte. En julio de 1937 se inauguró en Munich la exposición Entartete Kunst (Arte degenerado). Más de 700 obras —seleccionadas entre otras 16,000 sumando pinturas, grabados y esculturas— se mostraron colgadas irregularmente, a veces sin marcos, etiquetadas con el precio que los museos alemanes habían pagado por ellas y acompañadas de citas de la crítica y del mismo Hitler. Así, el régimen daba testimonio del tipo de arte «infrahumano» al que había llevado el siglo XX, un arte que los nazis se proponían «curar» de su decadencia, un arte que «ni siquiera se entiende», contaminado «de cultura judía, incluso negra». Dos millones de personas visitaron la exposición en Munich, sin contar sus tres siguientes años de gira por Alemania. Alrededor de 120 artistas expuestos en ella tuvieron que exiliarse, prohibidos de 18
realizar cualquier actividad, profesional o aficionada, relacionada con el arte. A algunos se les retiró la nacionalidad alemana, otros terminaron recluidos en campos de concentración. George Grosz logró huir fingiendo que era su propio mayordomo ante los SS que fueron a buscarlo. Entre los nombres de los «irresponsables culturales» se contaban Kandinsky, Klee, Kirchner, Modigliani, Matisse, Picasso, Ernst, Marc, Chagall, Kokoschka y muchos otros que ahora representan lo mejor del arte europeo del siglo XX. Lo que molestaba al partido —dirigido, cabe recordar, por un pintor frustrado— no era sólo la crítica social directa, que era relativamente poca, excepto por algunos dadaístas antimilitaristas como Grosz. Lo más grave para la mentalidad nacionalsocialista era que no se entendía nada. Y no es una ironía. Los nazis consideraban que toda la experimentación de las vanguardias y todos sus esfuerzos creativos por romper las barreras del arte moderno deformaban la realidad o retrataban sus peores aspectos, y por lo tanto no resultaban constructivos para el pueblo. El expresionismo, por ejemplo, ¿Qué enseñaba? Gritos, oscuridad, retorcimiento. Para el comité de selección de la muestra, era imposible que un arte así expresase la naturaleza del pueblo alemán. Un arte que proclamase la fealdad y distorsionase la realidad sólo podía gustar a deformes ideológicos o a razas inferiores. De hecho, en los territorios ocupados como Francia u Holanda, el arte de vanguardia circulaba con asombrosa facilidad y sin represión, porque Hitler sostenía que a él sólo le preocupaba proteger de su nefasta influencia a los alemanes. «Los demás, que se degeneren. Mejor para nosotros» afirmaba. Paralelamente a la de Arte degenerado —y, por cierto, con mucho menos éxito—, se inauguró la Gran exposición del arte alemán, llena de pinturas figurativas de laboriosos campesinos y familias abnegadas, junto a hieráticas esculturas clásicas pomposamente académicas. El mundo que pintan estas obras es uno solo y único: una Alemania llena de héroes arios robustos en el campo de batalla, junto a obreros y atletas, hijos de madres rubias, sanas y alegres oriundas de paisajes rurales. Se trata de un arte que reacciona contra la experimentación. Contra las deformidades de los 19
degenerados, se impone el orden. Contra la renovación formal, lo fácil, lo obvio, lo figurativo. Contra lo grotesco, lo clásico: inmensas esculturas y guerreros teutones para imponer la autoridad de la raza. Recuerdo una imagen del dossier de Hitler que me regaló mi abuela aquella Navidad de los años ochenta. Era una acuarela del joven Führer, de la época en que fue rechazado de la escuela de Bellas Artes y se dedicaba a deambular por las casas de acogida bávaras. Representaba los restos de unas columnas, quizá ruinas de un templo, caídas en el suelo bajo un cielo oscurecido por las nubes de tormenta. Para mi mentalidad de chico de ocho años, no estaba mal. Se veía como se ven las columnas caídas en el suelo bajo las nubes de tormenta, sin personalidad, sin nada que decir, como en una acuarela de colegio. El arte que Alemania desarrolló bajo su batuta era exactamente así. Los nazis consideraban que el filtro del arte debía ser el gusto popular: todo lo que el pueblo comprendiese y sintiese como propio sería arte alemán. Lo incomprensible, lo que confundiese al espíritu del recto camino, iría a la hoguera. En realidad, no seleccionaron el arte que el pueblo comprendía, sino el que ellos querían que comprendiese. Tampoco seleccionaron el arte que retratase la realidad alemana. Ese régimen tétrico, represivo, basado en el miedo, quedaba mejor retratado en las siniestras pinturas expresionistas que en las rurales y pueriles obras de sus acólitos. Y sobre todo, no seleccionaron —porque no podían— un arte libre. Las obras que apreciaban son frías ejecuciones de patrones establecidos, sin la vida y la fuerza que sólo da la libre voluntad del artista, sin más valor estético que un logotipo de Coca-Cola. Las que atacaban, en cambio, eran verdaderos retratos de la realidad, tal y como la percibía la sensibilidad individual que el nacionalsocialismo temía y odiaba en nombre de la colectividad nacional. Al igual que los libros, ninguna de las obras canónicas de las artes plásticas nazis ha sobrevivido cincuenta años. Ni diez. Por el contrario, las obras de todo tipo que el régimen prohibió, con notable precisión, se cuentan entre las más importantes del arte contemporáneo. Quizá esa asombrosa puntería se deba justamente a la necesidad de producir un arte que no sirva para iluminar la realidad 20
sino para oscurecerla creando un mundo alternativo cómodo y estéril al servicio del poder. Por eso, son tan notables las similitudes entre el arte nazi y el arte bolchevique al que supuestamente se oponía. En ambos casos, se trata de artes de glorificación de un modelo social. Los comunistas ensalzaban la sociedad del futuro que debían construir, un mundo en el que no se retrataba más a aristócratas sino a obreros estajanovistas. Los nazis, en cambio, ultraconservadores a fin de cuentas, homenajeaban la sociedad del pasado, campesina y guerrera, con múltiples referencias a la Edad Media y a una inexistente cultura aria. Más allá de eso, ambas usaban los mismos recursos: compartían el culto al cuerpo y a lo monumental, y ese tufillo a propaganda pura que convertía a la expresión artística en una repetición mecánica de patrones, en una herramienta más del poder, como los campos de concentración o las tarjetas de racionamiento. Y sin embargo, para ser justos, hay que reconocer que hubo dos ramas del arte en que los nazis aportaron algo a la cultura del siglo XX: el cine y la arquitectura. Aunque quizá debamos formular esa afirmación de otra manera. No fueron los nazis quienes aportaron, sino dos de sus más fieles, más interesantes, en los que vale la pena detenerse un poco más: respectivamente, Leni Riefenstahl y Albert Speer. Riefenstahl era un caso único de carrera estelar y ambición creativa. Comenzó como bailarina de ballet clásico a los veintiún años, y ya entonces diseñaba su propio vestuario, elegía el programa musical y despreciaba los cánones tradicionales en busca de un estilo propio, que fue rápidamente reconocido y apreciado por la crítica y el público. Pero poco después, una lesión de rodilla echó por tierra su futuro sobre los escenarios. Lejos de venirse abajo, Riefenstahl volvió la mirada hacia el cine. Su belleza y su dominio corporal le forjaron una reputación como actriz de películas de montaña, un género de moda en la época, con poca historia y muchas imágenes de esquiadores y picos nevados. Riefenstahl consiguió cierta reputación de actriz de carácter, capaz de proyectar su personalidad inclusive por encima de sus acompañantes masculinos. Pero ella quería más. Soñaba con ejercer el control total 21
sobre sus películas, y sólo había una posición desde la cual hacerlo: tenía que ser la directora. Pasó cinco años tratando de ganarse la confianza de los estudios, que sólo la consideraban capaz de hacer películas de montaña. Al final, les vendió la idea de Das blaue Licht (La luz azul), una aparente película del género que, en realidad, era una especie de fábula romántica con elementos de cuentos de hadas e historias de terror. Los créditos del estreno, en 1932, señalaban a Riefenstahl como directora, guionista y directora de arte. La luz azul fue bien recibida y dejó a su directora bien situada en la incipiente industria del cine. Pero Riefenstahl tenía un proyecto aún más audaz y difícil de financiar: Tiefland. Necesitaba extras, necesitaba infraestructura, necesitaba dinero. Fue entonces cuando Hitler se fijó en ella. Y ella en él. En 1933, Leni Riefenstahl firma un contrato para hacer una película sobre el congreso del partido nazi en Nuremberg. El cine, al menos en lo que respecta a la propaganda, ya está en manos de una división del partido, la Hauptabteilung «Film» der Reichspropagandaleitung der NSDAP. A pesar de eso, la directora consigue el encargo del propio Goebbels, tras varias auspiciosas conversaciones con Hitler. Ambos han quedado decepcionados con las películas anteriores de los eventos del partido e impresionados con La luz azul. El ministro de propaganda cree que esa mujer es «la única estrella que realmente nos comprende.» La película Sieg des Glaubens (La victoria de la fe) se estrena sólo cuatro días después de la clausura del congreso. El montaje ha sido infernalmente rápido, pero hay suficiente material para salir del paso. El estilo es relativamente tosco por las prisas, pero logra conferir al congreso el aura de gloria que los nazis desean en el año de la toma del poder. El periódico de Goebbels, Angriff (Ataque), describe el filme como «una sinfonía artística sobre la experiencia de Nuremberg 1933, un documento contemporáneo de inestimable valor... una fuente de energía para la totalidad del pueblo.» Riefenstahl ha pasado la prueba. Un año después, tras el siguiente Congreso del Partido, aparece el mayor tributo al nacionalsocialismo jamás filmado: 22
Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad). Todo parece indicar que Riefenstahl ya estaba entonces embarcada en los preparativos de Tiefland, y que procuró hacer la película nazi a medias con Walter Ruttmann. Riefenstahl era especialista en rodar eventos al aire libre, de hecho, nunca hizo una película de estudio normal, así que ella filmaría el Congreso de Nuremberg. Ruttman, por su parte, reuniría material de la historia del partido para completar una película que en conjunto reflejase el desarrollo del movimiento nazi. El problema era que la mayor parte de la historia del movimiento había sido forjada por las SA de Ernst Röhm, que casualmente acababan de ser desmanteladas y asesinadas. De modo que la parte de Ruttmann fue eliminada y Riefenstahl quedó como autora única. La película comienza con un texto que anuncia la llegada de Hitler a la ciudad para pasar revista a sus tropas. A continuación, las primeras imágenes están tomadas desde la ventanilla de un avión en descenso. Vemos las nubes, el movimiento de Nuremberg desde el cielo, la ciudad cada vez más grande. No necesitamos explicaciones para comprender que estamos viendo desde los ojos del Führer, que desciende de las alturas como el águila imperial. Más adelante, el camino del aeropuerto al hotel se narra con noventa tomas en cinco minutos, alternando el punto de vista de Hitler con el de su reflejo: el pueblo que lo recibe alborozado con expresiones de felicidad y emoción. El juego de identificación es triple: Hitler con el pueblo, el pueblo con Hitler, el espectador con ambos. El triunfo de la voluntad es un desafío a los límites del género documental, igual que la prensa nazi era un desafío a los límites entre información y ficción. Esas primeras imágenes bastan para colocar al espectador en una actitud muy distinta de la habitual ante un documental. El punto de vista subjetivo y la presencia de un protagonista con rasgos heroicos son recursos narrativos de la ficción que buscan la identificación del público con el personaje. Pero Riefenstahl no sólo maneja recursos narrativos. La secuencia del camino hacia el hotel requiere de un mínimo de treinta cámaras repartidas por toda la ruta con acceso a cualquier punto de vista a pesar de las extremas medidas de seguridad. Eso sólo era posible si todo el Estado —o lo que era lo mismo, el Partido— se ponía al 23
servicio de la película. El resto de El triunfo de la voluntad establece una doble pasión: Hitler y su pueblo, Hitler y su ejército. Con el primero sonríe, se detiene a recibir las flores que le ofrecen los niños y las mujeres, se muestra pródigo en manifestaciones de afecto. Al segundo lo somete pero a la vez le muestra su orgullo en los interminables ritos de fuego y ejércitos que constituyen el Congreso del Partido en sí. Para conservar las sonrisas y las flores es necesario proteger al pueblo, como un padre de familia afectuoso pero severo. Un elemento más se incorpora en la ecuación: el pueblo se identifica con Hitler, pero también con su fuerza militar. Un pueblo, un líder, un imperio. El culto a la muerte se convierte en símbolo de vida. Y toda esa inversión de roles sólo es posible mediante un montaje cinematográfico tan perverso como la retórica del Führer, dirigido no a mostrar la realidad documental, sino a convencer al espectador mediante la emoción, en un campo donde la razón no tiene lugar. La última superproducción de Riefenstahl para el partido fue Olympia, el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín, que con casi tres millones de marcos se convirtió en la producción más cara de la historia hasta ese momento. Durante el rodaje se podía ver a Leni Riefenstahl gritándoles a los árbitros y mangoneando a las autoridades del Reich para que dejasen sus cámaras en los puntos de vista claves, aunque estorbasen la competición en sí. Incluso hubo tomas aéreas desde un globo. El resultado fue, sin duda, la mejor película deportiva que se ha hecho en la historia. A pesar de la aparición de Hitler asociada a los atletas alemanes ganadores, o de alguna aparición de la esvástica o del Horst Wessel Lied, no se puede decir que se trate de una película esencialmente política. De hecho, uno de los atletas más ensalzados por las imágenes es el negro Jesse Owens. Olympia sí es, sin embargo, una película de propaganda para el consumo externo, que exalta los elementos de la estética fascista como el culto al cuerpo, especialmente masculino, a la vez que muestra una sociedad sana, deportiva y competitiva en armoniosa reunión con los países del mundo. Tres años más tarde, Riefenstahl consiguió financiamiento para Tiefland. Y estalló la II Guerra Mundial. 24
Después de 1945, Leni Riefenstahl fue acusada de utilizar a 120 gitanos de los campos de concentración para darle un aspecto español a Tiefland, ya que no podía rodar en España. La directora respondió a las acusaciones diciendo que a ninguno de esos gitanos le había ocurrido nada ni durante ni después del rodaje, que se había vuelto a encontrar con ellos con el tiempo y que todos recordaban la filmación como uno de los momentos más felices de su vida. Lo cierto es que muchos de esos gitanos fueron gaseados. Los sobrevivientes tuvieron que esperar más de cincuenta años para ver a Riefenstahl admitir el holocausto. Según otra acusación, la directora presenció personalmente una masacre de judíos durante la ocupación de Polonia. ¿Era consciente Riefenstahl de lo que había ocurrido a su alrededor? Todo parece indicar que nunca quiso verlo. Estuvo fascinada con Hitler desde mucho antes del régimen, y la unía a él su obsesión por la perfección y la belleza física. Ya durante los años treinta, disfrutaba con su posición como mujer en un mundo de prepotencia machista. De alguna manera, siempre estuvo tan obsesionada con el poder como el Führer, pero canalizaba su obsesión mediante los proyectos creativos más ambiciosos y espectaculares, equivalentes al delirio político de su líder. Y sin embargo, las películas de Riefenstahl no fueron las más siniestras de la cinematografía nacionalsocialista. En la Alemania de los años treinta, se hicieron muchos otros filmes de propaganda, algunos de ellos francamente desagradables. Veit Harlan escribió y dirigió una película virulentamente antisemita llamada Jud Süss (El judío Süss) usando los recursos del melodrama para desprestigiar directamente a los «villanos» judíos. Wolfgang Libeneiner presentó en 1941 Ich klage an (Yo acuso), un drama protagonizado por las estrellas de moda, con triángulo amoroso y sala de juicios, que defendía la eutanasia de discapacitados físicos y mentales, es decir, promovía el asesinato contra los más débiles. A pesar de ello, ambos cineastas pudieron continuar haciendo cine después de la guerra. Leni Riefenstahl, no. Se puede decir que su delito no fue hacer propaganda nazi, sino ser la mejor, la más talentosa, algo que la historia del siglo XX nunca le pudo perdonar. 25
Es similar el caso de Albert Speer, arquitecto del Reich. Speer, además, es el único artista de los que hemos mencionado afiliado al partido, y el que tuvo una relación personal más directa con el Führer, tanto que supervisaba sus planos constantemente e incluyó al arquitecto en su círculo íntimo.En el juicio de Nuremberg, después de la guerra, Speer dijo: «si Hitler hubiese tenido amigos, yo habría sido uno de ellos.» En efecto, Speer fue ganándose la confianza del líder debido a su noción de la puesta en escena nazi, a su rapidez para el trabajo y a su capacidad de resolver problemas. Para el Congreso del Partido de 1934, concibió en tiempo récord el Zeppelinfeld, un diseño inspirado en el altar de Pérgamo, con una imponente tribuna de honor de 24 metros de altura al final de una escalinata. A 200 metros por lado se extendía una columnata flanqueada por sendos cuerpos de piedra rematados con esvásticas. Más adelante, durante el Congreso, nadie sabía cómo hacer desfilar a los funcionarios, que estaban bastante lejos del ideal marcial perseguido: demasiado gordos, demasiado lentos, demasiado decadentes. Speer propuso hacerlos marchar a oscuras. Como marco, les ofrecería la «catedral de luz». Pidió a la Luftwaffe 130 reflectores antiaéreos. Goering trató de negarse, argumentando que si exponían sus reflectores delatarían parte de su potencial militar ante los espías y corresponsales extranjeros. Pero Hitler apoyó a Speer: «si colocamos esos 130 reflectores sólo para una reunión pacífica, los extranjeros pensarán que tenemos muchos más.» El resultado fue visualmente impresionante. Ante la tribuna de honor que recordaba el imperio romano, los reflectores creaban un campo de luz que se perdía en el firmamento alrededor de los militantes y que podía ser visto a kilómetros de distancia, un contraste entre luz y oscuridad al servicio del Führer que transmitía con el mayor impacto el mensaje ideológico. Inspirado en los restos arquitectónicos de las civilizaciones de la Antigüedad, Speer desarrolló la «teoría del valor como ruina»: según él, lo único que recordaba la grandeza de los imperios con el paso de los siglos eran sus monumentos, de modo que las construcciones del Reich debían ser concebidas de modo que siguiesen siendo monumentales durante cientos de años. Mussolini 26
había usado las ruinas romanas para insuflar nacionalismo a Italia. Alemania no tenía equivalentes, así que tendría que construirlos. En realidad, no hay nada de nuevo en esa teoría. Inclusive los grandes edificios de los Estados Unidos y Europa Occidental recurren a un majestuoso neoclasicismo que recuerda a los imperios antiguos. Pero la particularidad de la arquitectura nazi es su descomunal tamaño. El proyecto final de los campos de Nuremberg, que nunca llegó a realizarse, incluía un campo de 1050 por 700 metros dedicado a Marte, dios de la guerra, y destinado a maniobras militares, del cual emergía una avenida de dos kilómetros que llevaba a un estadio con capacidad para 400000 espectadores. Cada una de estas edificaciones sería la más grande del mundo en su género. El estadio era tan grande que Speer tuvo que advertirle a Hitler que excedía las dimensiones olímpicas reglamentarias. El Führer respondió: «No importa. En 1940, los Juegos Olímpicos todavía se celebrarán en Tokio. Pero después van a celebrarse en Alemania para siempre, en este estadio. Y entonces decidiremos nosotros cuánto debe medir el campo de deportes.» Eso fue sólo el principio de los colosales proyectos con que el Reich trataba de demostrarle al mundo su superioridad. Para Berlín, que debía ser la capital del imperio germánico, los proyectos eran aún más delirantes. Hitler y Speer planearon una avenida central de cinco kilómetros de longitud y 120 metros de ancho. En el extremo norte, debía colocarse una sala de reuniones para 150000 personas coronada por una cúpula de 250 metros de diámetro. Al otro extremo, el proyecto preveía un arco del triunfo de 120 metros de alto en donde estarían grabados los nombres de los dos millones de alemanes caídos en la I Guerra Mundial. Al examinar las maquetas, el padre de Speer comentó: «Se han vuelto completamente locos.» La idea básica —y pueril— de Hitler era superar a Viena, y sobre todo a París, una ciudad que no conocía pero cuyos planos sabía de memoria. Recién en 1940, tras la ocupación de Francia, Hitler —y con él Speer— visitaría la Ciudad Luz durante tres horas. Ese día recorrió el edificio neobarroco de la Ópera, los Campos Elíseos, la Torre Eiffel y Los Inválidos, donde se detuvo ante la tumba de Napoleón. De regreso a Berlín, le dijo a su arquitecto: «¿No es verdad 27
que París es hermosa? Pero Berlín deberá superarla en belleza. Cuando hayamos terminado, París ocupará siempre un segundo lugar.» La nueva Berlín debía estar terminada en 1950. Para ese año, los únicos proyectos arquitectónicos fueron las reconstrucciones de una ciudad aniquilada por las bombas. Sin embargo, Speer sí logró llevar a la práctica algunos de sus planos. Crucialmente, el pabellón alemán para la Exposición Universal de París de 1937, una torre iluminada desde el suelo y rematada por el águila imperial sobre la esvástica, que se llevó la medalla de oro del certamen. Y sobre todo, la nueva cancillería. Hitler siempre se había burlado de la austeridad de sus antecesores, que le parecía indigna. El edificio que Speer diseñó para él medía 400000 metros cúbicos y había sido concebido con el fin de aplastar a los visitantes extranjeros desde su llegada. Los diplomáticos debían recorrer un pasillo excepcionalmente largo sobre pisos de mármol resbaloso para llegar a la sala de recepción. En toda la extensión del camino, los mosaicos de las paredes representaban águilas y las pesadas puertas estaban flanqueadas por esculturas de gladiadores. La marquetería del escritorio de Hitler representaba una espada a medio desenvainar. La afición de Hitler por la construcción produjo, por pura adulación, un enorme fanatismo entre sus secuaces. Goering quería un Ministerio del Aire aún más grande que la Cancillería con la escalinata más grande del mundo y piscina. Hess quería escaleras en tonos rojos chillones. Himmler encontraba cruces católicas y signos cabalísticos en todos los planos. Y todos exigían, con infantil insistencia, que Speer construyese sus alucinadas edificaciones. Al igual que Leni Riefenstahl, Speer procuró mantenerse al margen de las decisiones políticas, al menos hasta su nombramiento como Ministro de Armamento durante la guerra. Años después, encerrado en la prisión de Spandau, escribiría: «No me inmiscuía en asuntos políticos. Mi misión era sólo dotarlos de un escenario imponente.» Pero, también al igual que la cineasta, o aún más, su cercanía con el poder hacía imposible, o por lo menos irresponsable, que no supiese lo que ocurría. No es casual que las dos únicas figuras relevantes del arte nazi 28
estuviesen dedicadas al cine y la arquitectura. Se trataba de los dos artes de masas de mayor impacto. En las cinco mil salas de proyección alemanas se difundían las noticias del Ministerio de Propaganda, y en las calles, en las manifestaciones públicas y los nuevos edificios, se sentía el poder del Reich. Riefenstahl y Speer sucumbieron a la tentación de desplegar sin límites su talento y de creer que al hacerlo encarnaban el sueño de una nación. Para un creador, es una tentación difícil de resistir. Fueron ellos quienes crearon la simbología homoerótica nazi, con todo su despliegue de poder, masculinidad y muerte. Fueron ellos quienes dieron forma a una estética que, para la historia, quedaría asociada al imperio del mal. Una anécdota en los diarios de Speer refleja el trabajo de ambos artistas y su papel en el Reich. Ocurrió después de uno de los congresos de Nuremberg que filmaba Riefenstahl. Algunas de las tomas de los principales oradores se habían echado a perder, y la directora exigió que se repitieran en un estudio. Speer diseñó una copia del estrado de Nuremberg sólo para el rodaje. El día de la filmación, Hess, Rosenberg y Streicher, uno tras otro, repitieron los mismos parlamentos que habían recitado en el congreso, con la misma emoción y los mismos movimientos, como actores profesionales. —Mein Führer, le saludo en nombre del Congreso del Partido. El Congreso continúa ¡Habla el Führer! A Riefenstahl le pareció que, de hecho, las nuevas tomas eran mejores que las originales. Speer cuenta que a partir de ese día dudó de la sinceridad de los oradores en sus emotivos discursos al partido. Le parecían actores que hacían de sí mismos. Fue quizá la primera señal que percibió de lo que ya no se podría ni querría detener, del gran teatro de la destrucción al que él, junto a Riefenstahl, dotó de un escenario imponente.
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