Heroinas sin Coronilla

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HeroĂ­nas sin Coronilla

Y erba M a l a

Cartonera


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©Heroínas sin Coronilla 2012 © Editorial Yerba Mala Cartonera 2012. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com Tel. 72262533, 73719741, 70727847 Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países. Impreso en: Imprenta “Magda I” Av. Oquendo 371 Cochabamba Impreso en Bolivia

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi




Índice Patada Inicial

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La Ciudad De Las Mujeres Sentadas Virginia Ayllón

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Pequeño Cordero En La Colina Liliana Colanzi

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La Exquisita Vida Familiar (Máscara Contra Máscara) Wilmer Urrelo

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El Percance Del Antihéroe Roberto Cuéllar Higa

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Último Día Weimar León Miranda Montaño

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Clara María Jairo Alfonso Ramos Jiménez

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Doña Forta Jorge Carlos Ruiz De La Quintana

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Una Cosa Es Lo Que Aprend铆 Y Otra Lo Que Creo Xavier Susperregui

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Culpables Sergio Le贸n Lozano

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Ictus Mijail Miranda Zapata

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Paula Acaba De Soplar Calamanda Nevado Cerro

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Horas Extra Patricia Requiz Castro

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Heroínas sin Coronilla

Patada Inicial Dejamos de observar con asombro inocente, ese mismo asombro con que se miran los fuegos artificiales por primera vez; nuestras sunchu luminarias se han consumido por completo, y para nuestra sorpresa lo que queda es un panorama más limpio con desafíos más reales. Yerba Mala se va transformando en algo más duradero e intenso que aún no sabemos definir. Estamos seguros, eso sí, que la gente alrededor tiene mucho que ver. En este panorama ideamos la convocatoria “Heroínas sin coronilla” hija bastarda de otras ideas copiadas de internet, pero única en cuanto tiene de heroína local, robusta y fornida; caminando airosa ante las publicidades de esqueléticas modelos que en nada se le parecen. Estamos ante un libro realizado por varias manos que intentan abordar la temática de la valentía de la mujer, pero desde un punto de vista alejado de aquello que ha sido fundido a fuego lento en nuestro inconsciente y pasado de generación en generación como un gen oculto que no se evidencia fácilmente, pero que brota de inmediato en determinadas circunstancias. No se necesita subir a la Coronilla 9


para encontrarse con una mujer de armas tomar. A 200 años de un suceso histórico, los dires y diretes de los hechos acontecidos no han podido apaciguar el poder de la literatura sobre el tema. Si bien es cierto que no existen registros verídicos de los sucesos reales, hay elucubraciones y suposiciones, pero todo documento pierde su importancia, cuando uno ve a su abuela (hermana, tía, o hermana) enfrentarse a la vida diaria que a pesar de no salir vencedora, continuar en la escaramuza. Esta publicación se alimenta de esos mitos que encuentran reflejo en la vida real. Heroínas sin Coronilla convocó a escritores y escritoras a compartir su narrativa en una suerte de concurso que tuvo dos rondas: una de preselección a cargo de Yerba Mala y una segunda a cargo del público por medio de nuestro blog. El resultado son los cuentos más votados, acompañados de una selección de la editorial y como cherry de tan suculento banquete literario, los cuentos de Wilmer Urrelo, Virginia Ayllón y Liliana Colanzi, todos juntos en este libro. Tenga usted la valentía de abrirlo y leer sus páginas. Lo retamos a hacerlo

Yerba Mala Cartonera 10


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Escritores Invitados

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La Ciudad De Las Mujeres Sentadas Virginia Ayllón Para Silvia Rivera

Es esta una ciudad poblada por mujeres sentadas. Incluso las casas pliegan las rodillas bajo las polleras y se ubican así en las montañas; unas bajo otras y otras bajo éstas. Coloridas son las montañas de esta ciudad bordada de casas sentadas. A las seis de la mañana, las casas sentadas arrojan filas de mujeres vestidas en tres partes: pollera, manta y sombrero. Tal parece que las casas se desprenden de sus cimientos e inician un camino siempre hacia abajo. Poco dura la marcha de las casa-mujer ya que pronto pliegan sus piernas bajo la pollera y así inician el matutino rito que extiende su compás hacia la noche. Vivir sentadas, dice Ella, es vivir. Sentada se vende, se cobra, se vigila, se ofrece, se regatea, se porfía, se come, se amamanta, se ríe, se pijcha y también se duerme. La vigilia es nuestro estado natural, el estado de las mujeres sentadas. Nada desaparece cuando duermes, tu ojo está siempre vigilante y en vigilia. Entonces, sentada se sueña el doble: lo que ves y lo que no ves y nos gusta la 15


vigilia porque se mezcla lo que ves y lo que no ves. Así, cuando una de nosotras despierta gritando, las otras sólo decimos: “seguro se le han mezclado los dos sueños” y te dejan seguir con el duerme-duerme. El día de referencia salió Ella a su sentadera cotidiana y apareció la Otra, la joyera, que hacía su oficio de pie, caminando; pero como era bajita, más bien parecía una mujer sentada arrastrando su hermosa humanidad por algún mecanismo que la llevaba y traía con las piernas plegadas por las calles de la ciudad de las mujeres sentadas. ―No hay venta. Me iré no más al Oriente. Creo que todo voy a poder aguantar pero eso de trabajar de pie me apesadumbra. De ese modo la Otra fue a parar a un verde y caliente paraje selvático, tuvo que dejar manta y sombrero y además empezar a vivir de pie. Cansada, lo único que anhelaba era la llegada de la noche para volver a plegar las cuclillas, pijchar, e iniciar la vigilia, la de los dos sueños. Sucedió entonces que una noche de duermeduerme se apareció Ella en uno de los dos sueños y le anunciaba que venía un gran peligro, que cuide su duerme-duerme porque allí estaría la clave del mismo. Despertada por su propio grito la Otra, 16


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asustada, ya no pudo dormir. Caminaba esta Otra transpirando y ofreciendo joyas a bellas mujeres, descendientes de antiguos árabes que llegaron a estas tierras trasponiendo la pampa argentina, dejando atrás el altiplano orureño, los valles de Totora y el chaco de Muyupampa. Las árabes eran su principal clientela; Zoraida, Amila, Layla y Samara tocaban las joyas de la Otra con singular placer; es que les hacía rememorar –muy adentro, en sus recuerdos― los largos pendientes que lucían sus abuelas, fuera de la vista de los ajenos y fuera de sus atrapadores velos. Ni idea tenían las árabes que los mismos pendientes eran motivo de grandes esfuerzos que las mujeres sentadas realizaban para ir adornadas a las fiestas andinas. Pero en caso de pendientes, lo mismo que en las vigilias, las joyas son mero motivo para atraer al otro sueño.

Pendientes, aros, zarcillos, aretes, brazaletes, sortijas, collares, topos, anillos y pulseras se enredaban con la diminuta imagen de una Virgen que acompañaba tan hermoso cargamento en un pañuelo que luego cabía en una bolsa plástica, misma que habitaba en el seno izquierdo de la Otra. Arribada a cualquier negocio árabe, la fuerte mano sacaba el cargamento y lo expandía en la mesa para deleite de las árabes cuyos nombres estaban anotados y borroneados en la libreta de deudas de la Otra. 17


A un año del día de su arribo y aprovechando bien su sangre de comerciante, la Otra había ya asentado el negocio lo que le dio la posibilidad de volver a su amado estado de mujer-sentada. Nada más abrió la puerta del cuarto alquilado y allí, sentada, ofrecía las joyas a quien quisiese lucirlas o regalarlas. Comía, pijchaba, recordaba, lloraba y dormía sentada. Este día, el duerme-duerme le juntó dos sueños: en el primero ella veía pasar por la puerta de su negocio a primorosas jovencitas acompañadas de hermosos mancebos orientales que se reían de su cabeza volteada para aquí y luego volteada para allá. En el otro apareció Ella bailando en la fiesta, bien enjoyada y borracha. Una lágrima tibia bajó por la mejilla de la Otra, cosquilleando sus recuerdos, y dejó que se secara dejando la marca de la nostalgia. Bailaba Ella perseguida y jaloneada por un hombre quien al final la venció, la arrojó al suelo con total aquiescencia de Ella que reía alocada. El hombre en cuestión tiró de sus trenzas, la marcó con un desbocado beso, metió la mano por el escote de la blusa amarilla y bordada. Ella gemía esperando lo siguiente, pero él tomó una bolsa plástica de entre sus senos y huyó. Creyendo Ella se trataba de una pausa, de un juego, permaneció en espera. La Otra despertó de su vigilia cuando aún las parejas de jóvenes hermosos doblaban la esquina, la 18


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lágrima todavía estaba húmeda y su mano apretaba el seno izquierdo. ―¿Qué me querrá decir la Ella? ―pensó―. ¿Será que me quieren robar? ¿…a mi…a mi mercancía? La noche siguiente la Otra acudió a la fiesta de elección de la Directiva de la Asociación de Comerciantes Migrantes de Occidente. Tomó algunas joyas, una para el sombrero y otra para la manta. La Directiva fue conformada por las dos familias arribadas hace más de cuarto siglo quienes además decidieron fundar la fiesta de dicha Asociación tomando como santa a la Virgen del Éxodo. Luego sirvieron una comida andina, bastante mala, porque el ají fue remplazado por un curry más bien extraño. Después, una ronda de cocteles y cerveza y baile y el hombre venido de tierras saladas que perseguía a la Otra y ella borracha y alegre y el tirón de las trenzas y el beso desbocado y la mano en el seno izquierdo y luego en el derecho y el sonido de la bolsa plástica y el golpe seco del paquete cayendo al suelo mientras su pollera le tapaba la vista que para entonces no le era ya necesaria porque todo, todo le empujaba a cerrarlos y abandonarse a los ensueños. La vigilia como lucidez de comunicación se aguzó en la Otra quien buscaba el sentido de peligro que Ella le había anunciado. Porque nada malo le 19


pasó: fue amada y no fue robada. Entonces, ¿cuál era el aviso del sueño? ―Es posible que la vigilia sea entonces un mensaje al revés ―se dijo, tratando de encontrar razones al acontecimiento― y los sueños amables podrían ser anuncio de desgracia. ¡Ay qué enredo y qué miedo! ―dijo en voz alta, y persignándose puso dos hojitas de coca en su sien. ―Mejor me voy a dormir, este calor me amodorra. Interesada como estaba en descorrer los secretos de la vigilia, la Otra incorporó la meditación a su quimera como forma de agarrar lo sentidos varios que se presentaban en los estados de somnolencia. Un día la vigilia le trajo los siguientes dos sueños: el primero, un avión que sobrevolaba la selva despidiendo humo negro por una de sus alas y arrojando carne por tres de sus cuatro ventanas sobre las calles de la pequeña ciudad. El otro sueño sucedió mientras los vecinos se arremolinaron sobre la carne bajada del cielo y cargando sendas piezas vacunas, algunos pensaban en el shawarma o las albóndigas kibbeh que prepararían, acompañadas por un pan de Laja que remplazaba a su añorado pan Pita y que también traían estas señoras sentadas. Otros pensaban en el pacumutu con plátano y yuca, y otros en el falso conejo con arroz y sin chuño. Un perro peleaba con 20


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otro y los ladridos no dejaban que el segundo sueño de la Otra revele el blanco que bañaba las montañas por las que bajaban arremolinados grupos de gente con poncho y ll’uchu. Con sus caras llenas de horror huían de algo que se acercaba tras la montaña nevada. Con espanto la Otra vio acercarse un algo más grande que la montaña, algo de metal que pisaba montaña y valle, todo en uno sólo. Los hombres de poncho perecían o quedaban mutilados en su loca carrera mientras la nieve se tornaba un gran río rojo que se llamaba Río Abajo. Luego mujeres gritando se abrían paso en ese demencial aprieto de huesos y fierro y allí la vio a Ella que le gritaba que se apure que ya llegaban, que ya llegaban. A estas alturas la Otra despertó gritando pero nadie la oyó porque ya se habían iniciado las peleas por la carne venida del cielo. ―¿Será que mejores tiempos llegan o será que Ella se ha muerto? Mas el sueño volvía y se repetía y ya no había vigilia tranquila, parecía más bien una pesadilla. Ni siquiera los jaloneos del hombre venido de las tierras de sal daban tranquilidad a la Otra. Hechas las cuentas, la Otra dedujo que las árabes habían finalmente llenado la bolsa plástica con bastante dinero y se dijo que era hora de volver, surcando el aire, a la ciudad de las mujeres sentadas. 21


El avión carguero semejaba un camión en ruta altiplánica por lo que el mecimiento le produjo deliciosas vigilias, las de los dos sueños. Deja el aeropuerto y al ingresar a la ciudad… ya está, ya se ha hecho claro el sentido: hay miles de hombres con poncho y ll’uchu, hay una montaña nevada, hay unas pesadas máquinas de metal que arrojan fuego y mañana habrá un río de sangre que se llama Río Abajo.

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Pequeño Cordero En La Colina Liliana Colanzi

A ella le cayó mal desde que él la dejara plantada a última hora para un trabajo de grupo. Era el primer año de la universidad. Estoy enfermo, dijo con el tono de voz neutro de quien no reclama simpatía. Esa noche, mientras ella regresaba a casa en el auto de su madre —el trabajo hecho y cuidadosamente copiado en un flash memory—, lo vio caminando por la calle de un mercado junto a una chica goth, las manos en los bolsillos y la mirada fija en algún punto indiscernible en la distancia. La chica le pareció un vampiro con zancos que movía agitadamente las manos mientras hablaba; él, en cambio, se limitaba a asentir, la cabeza levemente inclinada, avanzando hacia la oscuridad de la calle con la ligereza de alguien que no sabe adónde va ni tiene a nadie quien lo espere. La escena la tomó por sorpresa. Se quedó paralizada en medio del tráfico, demasiado aturdida como para decidirse a avanzar o llamar al chico por la ventanilla del auto. Más tarde, ya en su habitación, 23


regresó una y otra vez a la misma imagen, a la expresión atenta y desprendida de él y a la chica vestida de negro, semejante a una urraca o una viuda. Sintió náuseas. Cuando el profesor explicó días atrás que los trabajos se realizarían en grupo, ella se acercó de inmediato a él: lo había escogido. El chico nunca hablaba con nadie: ella creía que él estaría agradecido de que fuera ella la que iniciara el contacto y le propusiera trabajar juntos. Al pensar en lo comprensiva que se había mostrado con su enfermedad ficticia, en el tiempo que le había tomado hacer la parte del trabajo que le correspondía a él, en el maquillaje estridente de la chica gótica, algo en ella se agitaba como ante la presencia de una víbora. El mundo, de pronto, era un lugar hostil. Ella se consideraba una persona responsable y conocía del valor del tiempo. Al igual que todas las personas que poseen un alto sentido de la justicia, no olvidaba fácilmente. Quería graduarse con honores, de manera que pudiera postular a un doctorado en el extranjero y así alejarse para siempre de esa tierra de perdedores y fantasmas. Esta convicción la sostenía. La mentira del chico era una afrenta personal, un atentado contra el futuro que había diseñado para sí misma, contra su idea de la felicidad y del mundo, y de pronto se sintió impotente y humillada y a punto de llorar. 24


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Al día siguiente llegó a la universidad con el trabajo impreso. Había borrado el nombre del chico. Esperaba la reacción de él cuando se enterara de las consecuencias de su mentira: el trabajo final era decisivo para aprobar la materia. Lo imaginaba confundido al verse descubierto, tartamudeando excusas para finalmente rendirse ante la evidencia de su mentira. Dejaría que le rogase un poco antes de volver a escribir su nombre en la carátula en un último gesto magnánimo, para enseñarle que ella sabía perdonar. Solo entonces el orden de las cosas sería restablecido. Sin embargo el chico no llegó jamás a clases y ella entregó el trabajo sin su nombre, y no volvió a saber de él ni a pensar en él. Poco antes de su partida al extranjero lo encontró en la calle. Se saludaron como si nunca hubieran dejado de verse a lo largo de esos años. Con el tiempo, notó ella, la cara de él había perdido la redondez de la infancia. Era una cara hermosa, afilada y distante. La cara de alguien que aún no es del todo adulto pero que nunca ha sido un niño. Ella cruzó la mano instintivamente sobre su cartera. Él dijo que iba al cine, ella no se sorprendió cuando la invitó a acompañarlo. Durante el camino se dijeron poco. Ella habló de su próximo viaje, él asintió como si las palabras de ella fueran importantes pero estuvieran dichas en un idioma desconocido. A la 25


entrada del cine cada uno pagó su propia entrada. Era la función de la tarde y una pareja de niños se entretenía arrojando pipocas al aire varias filas más adelante. Apenas las luces se apagaron y las letras ensangrentadas anunciaron el nombre de la película, los dedos de él se cerraron sobre su muslo. Tú eres aquel que viene y toma, pensó ella, y un espasmo le recorrió la espalda a la velocidad de un relámpago. En la pantalla, un enorme monstruo verde avanzaba en medio de una selva tenebrosa. Ella se estremeció. La lengua de él le hacía cosquillas en la oreja. Pequeño cordero en la colina, rezó ella, corre lo más rápido que puedas, tu vida ni siquiera empieza, ni siquiera ha empezado. El chico le succionó pacientemente los dedos de la mano, uno a uno, mientras sus propios dedos buscaban el camino hacia la boca de ella y en la pantalla una mujer aullaba, arrollada bajo una cosechadora mecánica que avanzaba enloquecida. Las tripas de la mujer salieron volando a un costado como el vómito de un borracho. La chica soltó un suspiro y mordió a ciegas las yemas de esos dedos que hurgaban en su boca. El se abrío la bragueta, y sosteniéndola por el cuello, forzó su cabeza sobre su verga. Ella empezó a lamer, a chupar, a ahogarse con los pelos de él, que la sostenía por la nuca y los cabellos sin delicadeza alguna, y entonces ella fue tocada por el rayo de la gracia como un haz cegador 26


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de luz que la inundaba. Era como si hubiera perdido su vida para haberla reencontrado en la oscuridad de la sala del cine, y entendió que había sido traída al mundo para ese momento, y que todo lo que le había sucedido hasta entonces —su infancia, el padre muerto, la operación en la rodilla, los años de estudio concentrado— no era otra cosa que una preparación para ese encuentro, para el momento de una revelación que la superaba y ante la cual ella se rendía por completo, como ante la corriente de un río bajo el sol del mediodía. El chico había visto la verdad sobre ella desde el comienzo, pensó, el chico la conocía de una manera en que ni su misma madre, cuando ella era una niña de pecho, la había conocido. El chico había esperado desde el principio de los tiempos para destruirla, pensó. Y por primera vez se sintió libre.

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La Exquisita Vida Familiar (Máscara Contra Máscara) Wilmer Urrelo

Jungla Maldita ganó. Le bastó una milimétrica llave para derrumbarme sobre la lona del ring. Luego el réferi contó los tres segundos de rigor y sentí que mi máscara temblaba. Ahora, por primera vez en 20 años de carrera luchística, la perderé ante un muchachito y todo el mundo conocerá mi rostro. Aunque, pensándolo bien, este hecho no será lo peor de todo. Jungla Maldita, quien ahora recibe los aplausos y gritos del respetable mientras su máscara dorada resplandece por efecto de los flashes, se enterará que yo, Gran Rencor Humano, soy su padre.

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Ganadores Del Concurso

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El Percance Del Antihéroe Roberto Cuéllar Higa

«La Humanidad proclama a María Bardo REDENTORA». Diario Puente (España). «María, bearer of light» (María, portadora de luz). Diario Now what? (EE. UU.). «María Bardo è Dio?» (¿María Bardo es Dios?). Diario La voce dei cittadini (Italia). «Entonces… simplemente volvimos», bisbisea un conmovido periodista sudafricano, frente a las cámaras de la cadena de noticias Ónix, a punto de llorar. «Ignoraba en qué sitio me hallaba. Ni siquiera podría asegurar que me encontraba en ningún lugar» (Hiromi Masao, Yokohama, Japón). «Me percibía como “algo”. Un vaho de etérea penumbra. Me convencí de que de ese “estar así” no saldría jamás» (Julio Suárez, Santa Cruz, Bolivia). «¿Cómo explicas sentirte a ti misma, pero sin alcanzar a ser lo que eres? Era el fin. Una especie de fin en expansión, sin final» (Kirsten Sorensen, Oslo, 31


Noruega). De su boca, resumimos la odisea de nuestra prodigiosa boliviana mundial, María Bardo, la dama que nos rescató de la ausencia: Aquel viernes, pasadas las siete de la mañana, mientras me duchaba, mi familia se evaporó. Los busqué con el alma en un hilo, y bastó salir a la calle para comprobar que el inverosímil horror era cósmico. Sin personas, sin fauna, sin destino. Solo plantas, tierra, agua, nubes, las invenciones del hombre y yo. Otra (y no menos espantosa) característica del nuevo estado de cosas fue la desterrada temporalidad. La temperatura, el viento y la danza de los átomos se habían fosilizado; el sol se estacionó sin dar paso a la noche y su luna. Sin embargo, pronto constaté que mi voluntad surtía efecto sobre mi entorno. Por ejemplo, un florero era susceptible de ser trasladado, roto, lo que fuera, conforme a las leyes físicas ordinarias. De hecho, despedacé mucho más que un florero en medio de aquella súbita orfandad. La parálisis del tiempo se manifestó también en mi reloj interno, al cual neutralizó. No experimentaba un mínimo amago de adormecimiento o somnolencia que me emboscara, hiciera lo que hiciese. Descansar o dormir se tornaron verbos arcaicos, postergados. 32


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Me alegré cuando sentí sed y hambre, síntomas de vida. Seré franca, una vez que hube llorado, considerado el suicidio, rezado e inmediatamente maldecido a quien correspondiera por la inicua condena a soledad y desamparo perpetuos, resignada empleé (lo que podríamos denominar brote rebelde) un pedazo de eternidad en sosegar las penas a cambio de gustitos, de esos imposibles con dinero de por medio. Arrasé como turbión las boutiques, me enfundé un millar de trajes, zapatos; me procuré pinturas, bisutería… Los supermercados atestiguan mi invasión: vinos, salsas y chocolates, sabores carísimos y deliciosos jugaron al tobogán en mi paladar, rumbo al estómago. Recorrí el mundo de cabo a rabo. Dejé mi huella en cada rincón. De tanto deambular, mis pies volvieron a hollar mi terruño. Había aprendido destrezas que la raza humana demoró milenios en sospechar o conquistar (quizá tardé lo mismo: mi condición de imperecedera me desorientaba). Me divirtió sobremanera pilotar aviones, escalar rascacielos, restituir a la tierra su oro, interpretar a Beethoven, adaptar cavernas como cinemas, traducir el Quijote al guaraní, cocinar exquisiteces perdidas de Babilonia, crear palíndromos. Engullí sinnúmero de tomos científicos y artísticos. Elucubré acerca de 33


la vida y la muerte, el bien y el mal, el ser y la nada. Casé disciplinas que el paradigma humano presumía incompatibles. Repoblé los bosques con su flora autóctona. Purifiqué ríos y océanos (hoy no me pregunten cómo). Pero cuando no quedaba afección por erradicar del planeta, salvo que eligiera descomponerlo para volverlo a armar, frente al espejo de mi recámara, que por un fenómeno inesperado ya no devolvía mi imagen, sucumbí –sin opción a salir a flote– ante la desesperación. Contra todo pronóstico, me conminé a traerlos de vuelta. Esbocé máquinas del tiempo, experimenté con genética de dioses, clonación universal, corporeización de ensueños… No daba con la clave. Así que emprendí un nuevo viaje alrededor del mundo. Me distraje en quehaceres modestos pero sublimes: terminé las tareas escolares de los niños (esos cuadernos abandonados me hacían llorar), lavé –sin desdeñar siquiera una media rota– las ropas de todos (fracs y taparrabos por igual), barrí las ciudades, desempolvé cada escritorio, remaché iglúes, llené de agua las fuentes sin mascotas que bebieran de ellas, removí de los muros los graffitis misántropos y pinté sobre blanco caritas sonrientes y mensajes de amor. En vano. 34


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Hasta que, así nomás, de entre los escombros de la fe, floreció la solución. Paso a revelar la clave de tu retorno, amada Humanidad. El antídoto fue…». Mario Burdo despertó bañado en sudor. Se recobró en mala hora del desmayo que le sobrevino al saberse postrer hombre sobre la faz de la tierra. Reventó con iracundia y cabal pesimismo la palma de la mano contra su frente. Lejos de ser María Bardo, la redentora, Mario Burdo comprendió que con él todo se había ido a la realísima mierda.

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Último Día Weimar León Miranda Montaño

¿Por qué la maltratas? Dices que es su culpa, ¿verdad? Que es ella la que te saca de tus casillas, siempre contradiciendo y exigiendo dinero para cosas innecesarias o que detestas: detergente, ropa, verduras… Es entonces, en medio de una discusión cuando tú, con tu “método de disciplina” intentas educarla, para que aprenda. Encima lloriquea, si además vive de tu sueldo y tiene tanta suerte contigo, un hombre de ideas claras, respetable. ¿De qué se queja? Te lo diré: Se queja porque no vive, porque vive, pero muerta. Haces que se sienta fea, bruta, inferior, torpe… La acobardas, la empujas, le das patadas, patadas que yo también sufría. Hasta aquel último día. Eran las once de la mañana y mamá estaba sentada en el sofá, la mirada dispersa, la cara pálida, con ojeras. No había dormido en toda la noche, como otras muchas, por miedo a que llegaras, por pánico a que aparecieses y te apeteciera cogerla (hacer el amor dirías) o darle una paliza con la que solías esconder la impotencia de tu borrachera. 36


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Ella seguía guapa a pesar de todo y yo me había quedado tranquilo y confortable con mis piernecitas dobladas. Ya había hecho la casa, fregado el suelo y planchado tu ropa. De repente, suena la cerradura, su mirada se dirige hacia la puerta y apareces tú: la camisa por fuera, sin corbata y ebrio. Como tantas veces. Mamá temblaba. Yo también. Ocurría casi cada día, pero no nos acostumbrábamos. En ocasiones ella se había preguntado: ¿y si hoy se le va la mano y me mata? La pobre creía que tenía que aguantar, en el fondo pensaba en parte era culpa suya, que tú eras bueno, le dabas un hogar y una vida y en cambio ella no conseguía hacer siempre bien lo que tú querías. Yo intentaba que ella viera cómo eres en realidad. Se lo explicaba porque quería huir de allí, irnos los dos. Mas, desafortunadamente, no conseguí hacerme entender. Te acercaste y sudabas, todavía tenías ganas de fiesta. Mamá dijo que no era el momento ni la situación, suplicó que te acostases, estarías cansado. Pero tu realidad era otra. Crees que siempre puedes hacer lo que quieres. La forzaste, le agarraste las muñecas, la empujaste y la empotraste contra la pared. Como siempre, al final ella terminaba cediendo. Yo, a mi manera gritaba, decía: mamá no, no lo permitas. De repente me oyó. ¡Esta vez sí que no!37


dijo para adentro-, sujetó tus manos, te propinó un buen codazo y logró escapar. Recuerdo cómo cambió tu cara en ese momento. Sorprendido, confuso, claro, porque ella jamás se había negado a nada. Me puse contento antes de tiempo. Porque tú no lo ibas a consentir. Era necesario el castigo para educarla. Cuando una mujer hace algo mal hay que enseñarla. Y lo que funciona mejor es la fuerza: puñetazo por la boca y patada por la barriga una y otra vez. Y sucedió. Mamá empezó a sangrar. Con cada golpe, yo tropezaba contra sus paredes. Agarraba su útero con mis manitas tan pequeñas todavía porque quería vivir. Salía la sangre y yo me debilitaba. Me dolía todo y me dolía también el cuerpo de mamá. Creo que sufrí alguna rotura mientras ella caía desmayada en un charco de sangre. Maltrataste a mi madre y me asesinaste a mí Por ti nunca llegué a nacer. Nunca pude pronunciar la palabra mamá.

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Clara María Jairo Alfonso Ramos Jiménez

Clara María había dormido poco y mal, como presintiendo que algo grave iba a pasar en el pueblo. No sabía que era; sin embargo, estaba convencida que se relacionaba con ella o con su familia. Quiso contarle a su esposo; pero no tuvo tiempo. Las campanas de la iglesia sonaron anunciando que la misa pronto se iniciaría. Se preparó y salió para cumplir con el deber católico de asistir a la primera misa del domingo. Durante el acto litúrgico, imploró, con absoluta devoción, a todos los ángeles del cielo que apartaran la desgracia que se ceñía sobre su pueblo. Nadie la escuchó. De repente, una algarabía se formó. La gente corría de un lado para otro, gritando “lo mataron”. El corazón de Clara María se compungió presagiando que el occiso era un familiar. De inmediato, se dirigió a su casa con la mayor rapidez 39


que sus cansadas piernas le permitieron. Abrió la puerta de un solo empujón. Allí, en la sala, su familia la esperaba. Su esposo al verla entrar le dijo: ―¡El muerto es el hijo del compadre Humberto! El dolor fue inmenso. Aquel muchacho era como si fuera su propio hijo. Después de llorarlo, preguntó: ―¿Quién fue? La respuesta fue otro duro golpe. Los asesinos eran unos bandoleros que con la fachada de revolucionarios del pueblo, tenían asolada la región, imponiendo su ley por encima de todos. Se marchó para la casa de su compadre con la intención de ayudar en los preparativos del entierro. Al llegar, una desagradable sorpresa la aguardaba. No había cadáver. Los facinerosos, en un acto de total arbitrariedad, prohibieron que la familia del occiso recogiera sus restos mortales antes de 15 días, so pena de correr la misma suerte, con el argumento de dar un escarmiento a los traidores de la causa revolucionaria. Clara María protestó. No podía entender cómo sus compadres no salían a buscar a su hijo muerto. Los 40


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instó a hacerlo; pero ellos se negaron por la sencilla razón que el miedo se los impedía, lo mismo pasó con el señor Alcalde y con los cinco policías del pueblo. Nadie se atrevió a desafiar a los revolucionarios. ―¡Entonces, voy yo! ¡Mi ahijado no va a ser comida de coyotes! La resolución con que lo dijo, no dejaba la menor duda que cumpliría su palabra. Muchos intentaron persuadirla. Ninguno lo logró. Antes de salir, miró atrás con la esperanza que alguien se uniera a su expedición. Nadie lo hizo. Inició la marcha al lado de un viejo asno, convencida que su pueblo estaba lleno de cobardes y por lo tanto merecedor de la suerte que corría. Después de más de media hora de camino, llegó al sitio de los hechos. La escena era dantesca. El occiso yacía amarrado a cuatro estacas, una por cada extremidad. El cuerpo mostraba múltiples impactos de bala, y un lacónico letrero que colgaba de su cuello, anunciado que era un traidor. Clara María no lloró. Sabía que no contaba con 41


mucho tiempo para rescatar el cadáver. Con mucha dificultad lo desató y lo montó al lomo del animal. Todo parecía fácil; pero no fue así. De la nada, surgieron tres hombres armados con fusil. No se necesitaba ser brujo para adivinar que eran los revolucionarios. ―¿Para dónde va, doñita? ―preguntó uno de ellos Sin que la voz le temblara, respondió. ―¡A darle cristiana sepultura a mi ahijado! ―¿No sabe qué eso está prohibido? Antes de contestar, miró con firmeza a su interlocutor. Apeló al sentimiento cristiano para tratar de convencerlos que la dejaran ir. Ellos, sabían de sus buenas acciones en la comunidad, de su amor por el prójimo, de la bondad de sus actos; más sin embargo, se mantuvieron en la prohibición. Un silencio incomodo se produjo. Clara María rezó en silencio antes de decir. ―Me voy a llevar a mi ahijado, si quieren matarme, pueden hacerlo 42


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Arreó al asno. Los hombres se miraron entre si. No cruzaron palabras, sólo caminaron al lado de la mujer, sin pronunciar nada. Ella sonrió. Agradeció al Dios por haber escuchado sus plegarias. A pocos metros de llegar a la entrada del pueblo, uno de los hombres se le acercó a Clara María. ―¡Usted es muy valiente! ¡Vaya con Dios! La mujer agradeció el gesto y prosiguió su marcha. El estruendo de un disparo se escuchó. Todo terminó. Clara María perdió su vida porque tuvo el valor de desafiar a los opresores de su pueblo.

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Doña Forta Jorge Carlos Ruiz De La Quintana

Dirigía el lugar como una capitana en Normandía. ¿¡Qué capitana!? Era el mismísimo General Paton al mando de su ejército ficticio. En el patio del fondo estaba siempre ella, detrás de un mesón; iluminada por la luz azul de un naylon grueso, que hacía unas veces de techo y las otras de sombrilla. La entrada era un zaguán largo, angosto y oscuro. Terminado el trayecto a través de ese embudo se llegaba el cuarto biaypi. Mesas de plástico percudido y sillas de madera renegrida llenaban el espacio. En las cuatro paredes se podía ver, en el siguiente orden, de izquierda a derecha, un poster gigante de Sandro, un aguayo colgado en rombo, otro poster de una ñata con las tetas al aire, un espejo 50x50, otro aguayo y finalmente Silvester Estalon con ametralladora y anabólicos frunce el ceño nos mira a los ojos. Bastaba cruzar el vano del zaguán para deslumbrase con la luz soleada proveniente de la puerta del frente del cuarto biaypi. Entonces, por algo parecido a un estado imantado, uno elevaba los pies y se aventuraba a cruzar esa resplandeciente 44


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luz como dentro de un vientre. Se podía viajar con los ojos cerrados, y casi siempre era Marayu, los Ronisch o Iberia, la cohorte que nos acompañaba para cruzarla. Luego, ahí estaba, bañada de luz azul toda rechoncha y delirante la gloriosa doña Forta. Vení papito, vení. Tomá servite, bien rica siempre está. En aquel tiempo era su vecino y debo reconocer que al principio era un verdadero tormento. El tormento por lo general comenzaba jueves y se extendía casi siempre hasta el lunes. El lunes era especialmente terrible, pues empezaba temprano y se acaba tarde. Con el tiempo llegan las costumbres y así es cómo uno finalmente se a-cos-tum-bra. Como muchas relaciones de amor, comencé odiándola; hasta que un día... En el patio de mi casa, que quedaba a la misma profundidad del patio del lado, oímos unos ruidos combinados con quejidos de burro. Cuando fuimos a ver había un borracho gigantesco tumbado sobre el cemento, llorando como niño. Tardé más en encarar a Doña Forta que en salir de mi casa. Le dije que si no se lo llevaba venía la policía y haría clausurar el local. Ella tardo más en oírme que en sacar al gigante. Pedazo de mierda. Decía, armada de un quimsacharaña, que erguía iracunda y con ganas de 45


matar. Te levantas o te levanto. Pero mamay, pero mamay. Contestó y ella soltó el primer chirlazo. Vas a disculpar papito. Me dijo al irse. Desde entonces comencé a quererla. Al día siguiente su hija tocó el timbre y me entregó un balde repleto de chicha. Mi mamá dice que le manda estito aunque sea, y que le disculpe. Delicioso, impostergable y divino jugo de maíz. Me gustó tanto que hacía propaganda por todas partes. Saludable, entrañable, comprobada fuerza telúrica y maravillosas consecuencias románicas. Así, de vez en cuando, llegaba con dos botellitas de dos litros. Llenámelo Fortita, es para la comida. Una vez al mes o quizás un poco menos, allí nos congregábamos los amigos. Nos íbamos siempre al patio, bajo la luz azul sentados, en una banca larga compartiendo tutumas con los hombres de todos los días. Cierta vez fui con mi novia y la vieja condenada adornó la chicha con frutillas, vieran cómo me amó mi imilla esa noche. Don Forto le decíamos al marido, nadie sabía su nombre. El caballero tenía la cara más roja que sandía madura. Su panza era un pequeño mundo orbitando bajo la pollera de la Forta. Pasaba sus días conversando con los clientes; yendo y trayendo baldes a las órdenes de la matrona. Forta testamos pagando el colegio de tus wawas y el nocturno de tu marido. 46


Heroínas sin Coronilla

Le decíamos. Todos nos reíamos y la gorda le miraba bien fijo a Don Forto y le decía: ¡Viejo manqagasto carajo! En efecto, nosotros y los asiduos, habíamos pagado no sólo la escuela y el nocturno, sino además los tres pisos que se sumaron a la humilde casa de adobe y zaguán oscuro. Un día Don Forto amaneció dormido. La chichería cerró por un mes. La Forta no se quiso levantar de la cama ni siquiera para llevar flores al cementerio. Cuando las puertas se abrieron todos supimos que ya nada era lo mismo y la comprendimos. Nos duró once meses más. Para el cabo de año, ya muy enferma, organizó tremendo agasajo y dos días después ella misma decidió morirse. No supe quien era exactamente Doña Forta hasta ese aciago domingo de noviembre. No cabía la gente en la casa, humanos por miles pululaban como hormigas el camino del zaguán. Afuera, vehículos estacionados por cientos: carros de lujo, camionetas 4x4, taxis blancos como de los cogoteros, motos y bicicletas. Además, cinco camiones con chata incluida. Uno de esos era el que traía la chicha cada mes hasta la puerta del local. Bajo la carrocería, el chófer y los ayucos, chupaban solitos alcohol mientras lloraban en quechua. Ahora aprovecho la vejez de mis huesos duros 47


para visitar de vez en cuando a la hija. Forta también le dicen. Pero todo es ya muy distinto, es ella la capitana de su propio ejército ficticio. Yo sólo llego como un recuerdo y nos reímos.

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Una Cosa Es Lo Que Aprendí Y Otra Lo Que Creo Xavier Susperregui

Cierto matrimonio del País de los saharauis acudió a un Cadí o Juez en cierta ocasión por una disputa que había surgido en su vida familiar. Todo había comenzado algunos días atrás, cuando al regresar de trabajar, el marido se encontró algo insólito, su hija cuidaba de los animales mientras que su hijo preparaba la cena junto a la madre. Enfadado, les pidió que dejaran lo que estaban haciendo y fueran a hablar con él. Después les dijo a modo de riña: ―En esta familia cada uno tiene sus labores; yo las de hombre, vuestra madre las de buena mujer y vosotros tenéis que ir aprendiendo para algún día ser un buen hombre de la familia uno y una esposa ejemplar la otra. ―Pero padre… ―comenzó a decir la niña. ―¡No vale ningún pero a lo que os he dicho! Así, por vuestro bien espero que sea esta la última vez que ocurre algo tan lamentable como lo que he 49


tenido que presenciar. Los niños quedaron pensativos y fueron donde su madre a quien preguntaron qué le parecía aquella cuestión; la madre entonces les dijo: ―Una cosa es lo que aprendí y otra lo que creo. Aquello fue suficiente para que los niños tomaran conciencia del sentir de su madre. Por eso, cuando regresó el padre al día siguiente, se encontró a su hijo llevando agua a la jaima y a su hija nuevamente cuidando de los animales, desobedeciendo así lo que les había ordenado el día anterior. No dijo nada entonces, pero aquello era la peor señal; pues el padre solamente callaba de esa forma cuando realmente estaba enfadado y muy pocas veces le habían visto así. Estuvo sumido en sus asuntos y en sus pensamientos hasta que se sentaron todos a cenar, fue entonces cuando pidió explicaciones: ―Creo que me debéis una explicación. Si no estáis de acuerdo con las cosas que digo, pues me lo hacéis saber, lo discutimos y tomamos una decisión. Ahora decidme; ¿por qué me habéis desobedecido? ―Creo que debes escucharles a ellos también ― dijo la madre. Pues adelante, que digan lo que tengan que 50


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decir. Es muy complicado para nosotros también padre –comenzó a hablar el hijo. ¿Complicado? Sí padre ―dijo la niña―. En la escuela nos han pedido que empecemos a ayudar en casa haciendo todo tipo de labores, sin distinguir las que son de chica ni de chico. ―¿Eso os han dicho en la escuela? ―¡Si, padre! Nos enseñan que niñas y niños somos iguales y debemos aprender por igual, sin diferenciarnos. ―¡Maldita sea! Llevarlos a la escuela para esto. Si se vuelve a repetir, deberéis dejar de estudiar. Sólo me falta venir mañana y encontrarme a mi propio hijo escoba en mano barriendo la jaima. ¿Tú qué opinas, esposa mía? ―Una cosa es lo que aprendí y otra lo que creo.

Aquellas palabras dejaron desconcertado al hombre, que sin mediar palabra, dejando el plato a medio comer, abandonó la cena y fue a dormir; o más bien a tratar de hacerlo porque estuvo mucho 51


tiempo dándole vueltas al asunto, sin poder conciliar el sueño. Cada poco tiempo le venían a la cabeza las inquietantes palabras de su esposa que lo dejaban descolocado: ―Una cosa es lo que aprendí y otra es lo que creo. Al día siguiente, de regreso del trabajo, fue a encontrarse el hombre con su hijo barriendo la jaima, tal y como deseaba que no hubiese ocurrido. Entonces creyó haber encontrado una fórmula para solucionar el asunto y estaba seguro de salir victorioso. Cuando se hubieron sentado todos, les dijo: ―Mañana, hijos míos, no iréis a la escuela. Esto que esta ocurriendo en casa me está dando muchos quebraderos de cabeza. Yo respeto que tengáis una opinión, pero creo que estáis equivocados, por eso mañana marcharé con vuestra madre a la ciudad y consultaremos al Cadí esta difícil cuestión. Por eso os pido que os hagáis mañana cargo de nuestras labores y al anochecer estaremos de regreso. Así fue; muy temprano cogieron los dos camellos y marcharon hacia la ciudad, donde al mediodía se entrevistaron con el Cadí. Le expusieron entonces la cuestión y el juez así le dijo: ―Conozco una historia que es casi igual a esta. 52


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Cierto día, la loba le dijo al lobo que ella se encargaría de cazar y que él cuidase el hogar y protegiese a los lobeznos. Al lobo en principio no le pareció mal y menos al ver la buena caza que había logrado su esposa. Así ocurrió que durante algún tiempo fueron turnándose las tareas y todo marchó estupendamente. Pero ocurrió que pronto empezaron las burlas del resto de animales, que al ver al lobo se metían con él diciéndole que el lobo feroz se queda cuidando de los lobeznos. Finalmente el lobo no pudo soportarlo más y le dijo que la loba que a partir de entonces cada cual haría lo que tenían por costumbre y que él sería quien iría de caza. Entonces el hombre, dirigiéndose a su mujer, le dijo: ―Lo ves, ¿te das cuenta cómo tenía razón? ―¡Espera! No te equivoques ―dijo el Cadí. El lobo es lobo y por mucho que pretendamos enseñarle, morirá siendo lobo. Pero nosotros somos humanos y sí podemos aprender. ¿Eres humano o acaso eres lobo? El hombre salió del lugar enfadado y sin decir nada montó en su camello y comenzó el camino de regreso. La mujer iba por detrás y en el largo trayecto no mediaron palabra. No podía quitarse de 53


la cabeza la historia que les contó el Cadí, ni tampoco las palabras de su mujer, de que una cosa era lo que creía y otra lo que aprendió. Al llegar, se encontró aquel hombre con su hijo escoba en mano, barriendo la jaima y le gritó: ―¡Dame esa escoba ahora mismo! Después de acercarse y ya con voz más conciliadora, añadió: ―Dame la escoba que hoy debo de hacer yo esta labor. Tú puedes ayudar a tu madre con la cena.

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Selecci贸n Yerba Mala Cartonera

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Culpables Sergio León Lozano “Manos crispadas me confinan al exilio. Ayúdame a no pedir ayuda Me quieren anochecer, me van a morir Ayúdame a no pedir ayuda” Alejandra Pizarnik

Un montón de voces me confunde, mientras trato de escuchar ese diálogo dentro el consultorio. El ruido de los motores aleja las ansias de saber qué dicen ahí dentro. La espera me trae loco. Las manecillas del reloj son cómplices de la tortura del tiempo. Observo los adornos de la sala de espera, para no ver que el reloj avanza a paso lento. Hojas empolvadas de plantas que nunca serán regadas, por ser artificiales; amarillentos cuadros con recomendaciones para la salud; algunos de ellos, carcomidos por los años; asientos estropeados por pacientes nerviosos y el reloj que aún no avanza. La impaciencia hace que me levante y salga a la puerta de calle. La gente que pasa tiene rostros maliciados, visten harapos; algunos, con frascos de alcohol; mientras que los comerciantes, temerosos de ser asaltados, esquivan la mirada. Vuelvo a sentarme y me doy cuenta que, por la zona donde está situado, 57


estoy en un lugar clandestino. De pronto se mueve la manija de la puerta y se abre, lentamente, con un sonido de bisagras oxidadas y un grito ronco: ¡Pase! Temeroso me dirijo al cuartucho; el hombre de la bata blanca me señala una silla, tomo asiento; su escritorio desordenado, una camilla forrada con cuerina al fondo, a lado un estante con embases de medicamentos vacíos, empolvados y desparramados. Sus diplomas al igual que sus cuadros de salud se encuentran roídos y amarillentos. Uno de ellos, extendido por una reconocida Universidad estatal, menciona el nombre y el titulo profesional que tiene el hombre. Él se retira a otro cuartucho, quizá sea otra sala donde solamente ingresan los hombres de bata blanca y sus homólogos. Las rodillas no paran de batirse, me agarro la mano una con la otra. El reloj aún me martiriza. El tic-tac y los latidos de mi corazón son golpes que apuñalan el pecho. La culpa del delito invade e inunda de pena mi alma. El silencio y la preocupación se mudaron a mi forma de ser, desalojando a la tranquilidad quien fue una gran aliada. Hace un mes que las noches se tornaron largas y los días pesados. Si hubiéramos podido controlar nuestros instintos lascivos cuando la tentación y el deseo se abrazaban, 58


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con piernas y brazos, no habría sucedido nada. No nos encontraríamos en este lugar clandestino. No sentiría esta culpa, igual a la de un criminal que hiere a una persona y da muerte a otra. Las manecillas del reloj al fin dieron un giro brusco de 90 grados. El hombre de la bata blanca sale del cuartucho y me dice: ―Todo tranquilo, sin ninguna preocupación. Una media hora más y podrá levantarse. ―¿Será que puedo pasar a verla un momento? ―Unos minutos. Ingreso lentamente al cuartucho, busco el rostro de ella. Está dormida, sobre una camilla, cubierta con una frazada vieja; el brazo derecho extendido hacia un lado, con un suero que cuelga de un perchero; el hombre de la bata blanca me dijo que era un tranquilizante. Al verla ahí postrada, dormida, quizá desmayada, con el rostro pálido, la tomé de la mano y le dije: ―Perdóname por hacerte esto Me retiré de aquel cuartucho, suplicando que no sucediera nada más. 59


Ictus Mijail Miranda Zapata

Nanométrica molécula de fuego expandiéndose vertiginosamente en el lóbulo frontal izquierdo. Sinapsis tortuosa. Espasmos. Un segundo. Un solo segundo y el mundo deja de ser lo que había sido. Mi vida quebrada en dos. No puedo alcanzar ninguno de los extremos. Abismo. ¿Cuánto tiempo más? Mierda. Un latido intenso invade mi pecho. Desesperación. Ausencias. Ayuda. Frío, el piso está muy frío ¡Por favor que alguien me levante! Nadie, como siempre. De chiquita era feliz. Las tardes en el río Grande eran calurosas. Los primos, el pequeño Santiago, Manuel, Alejandro, Martita y Esther. Éramos felices. Navidad, villancicos, pasteles, jigote dulce, mi mamá, ya se ha muerto mi mamá. ¿Qué será de mi mamá? Nadie, nada, vacío. Apareciste. Gracias. ¿No me oyes? ¿Por qué lloras? No, prometí que nunca más te lo permitiría. No me abofetees. No me toques. He olvidado tu tacto. ¿Hace cuánto que no me acaricias? De tanto no sentir ya no siento nada. ¿Dónde está el Angelito? Mi hijito. Ingrato. ¿Y ellos, qué quieren? ¿Médicos? No 60


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quiero ir. Déjenme con el Angelito. ¡Escuchen carajo! El sutil vínculo que me unía al mundo se ha roto para siempre. Así había sido la muerte. De alguna forma sé que lloró. Mi cuerpo es ahora esta lágrima que fluye abriéndose camino hacia unos labios muertos que presumo desencajados. Aiquile, éramos felices. La abuela Pachila, mote con queso, canela a la tarde, cántaros y cántaros de chicha. La Pachila ha muerto de pena, dice mi madre. La Pachila estaba enamorada, Gregorio, mi abuelo, nunca pudo entenderlo. La Pachila murió triste, a lado del Gregorio, lejos de su amor. ¿Cuánto tiempo estoy aquí? Hay mucho ruido. Estertores, oxígeno, monitores, zumbidos, el tiempo. Enfermeras, sus chismes, el médico que no deja de mirar su reloj y este opa que no dice nada. Es un vegetal, eso piensa. El doctor me alumbra los ojos, arde. Pellizca mi muslo derecho, duele. Cierro los ojos. Evolución favorable, dice. Entonces nos deja solos. Me voy, anuncia el cobarde. ¿En la salud y la enfermedad? Vete, yo también quiero irme. Huir de mi, de esta piltrafa inerte que alguna vez fue mi cuerpo, tú cuerpo. Escapar de mí, de la sala de cuidados intensivos, de la soledad. Viajar, eso quiero. Aiquile, Mizque, Totora, Cochabamba. El papá Cayetano vendiendo abarcas con la docilidad del plebeyo que nunca veíamos en casa. Humilde, 61


sumiso y torpe. ¿Quién hubiera querido un padre así? Nadie los escoge, por eso la Ruth prefirió desecharlo. Viajar. Las vacaciones en Punata. El abuelo Gregorio y su fusil Máuser. Que inútil la guerra del Chaco. El abuelo, su fusil y el Víctor, charango en mano, refugiándose en la tienda de doña Matilde. La Pachila, el Gregorio, papá Cayetano, todos sufrían por la inútil guerra del Chaco. Todos habían perdido un pedazo de su alma. El Víctor no. Tenía el corazón intacto, listo para amar. Punata, su río y mi cuerpo desnudo. Eres una sirena, decía el Víctor. Otro río nacía entre mis muslos, él trasmutaba a portentosa roca. El primer amor, el único. La primera ausencia. Ausencia es lo único que ocupa esta antesala de la muerte. ¿El Angelito? Se va conmigo. ¿Visita? Ruth Barrios. Es mi hermana. ¿Cómo me encontraste? La sangre llama, responde. Brazos gruesos y fuertes, trenzas eternas de núbil canicie, anchas caderas, senos generosos, capaces de alimentar los bosques, el desierto y los mares. Sus pechos encarnan mi esperanza. La esperanza del mundo. Llévame contigo, por favor. ¡Chola puta! gritaba el Cayetano arremetiendo patadas contra mi madre. ¡Ninguna puta, maricón! Respondió la pequeña Ruth. Mi padre nunca se había sentido tan derrotado. ¡Bastarda! Retumbaron los tímpanos de Ruth, las paredes del viejo pueblo, se detuvo el 62


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río, las aves migraron sin rumbo, el tiempo huyó y la vida cayó fulminada en su ausencia. Ruth, como Lilith, sintió el universo expandirse en sus entrañas. Parió el mundo en ese instante. Madre de todas las madres. Única madre. Se supo dueña de sí misma, como en el principio. Cayetano, murió esa misma noche. En la oscuridad nocturna del monte, el viejo Máuser desapareció en silencio, olvidando aquella chaqueña desolación. El Víctor viene a verme todos los lunes. Chocolates de sucre y un nardo. Para que me recuerdes en su fragancia, dice. Envejecido y enfermo este es su último refugio, el hogar que nunca tuvo. Anochece y buscamos Las Tres Marías. El Víctor, la Ruth, sus hijas y yo. Siempre las encontramos.

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Paula Acaba De Soplar Calamanda Nevado Cerro

Paula acaba de soplar las luces que iluminaban su tarta de cumpleaños. Cuarenta y dos velas sobre nata fresca y chocolateado bizcocho. Fijamente la mira, ve apagarse sucesivamente una vela tras otra, al recibir el impacto de su aire fresco, extendiéndose sobre todas ellas. El brillo artificial y rojizo desaparece de los rostros; también de las cincuenta caritas que embobadas la miran. Sus alumnos de guardería la rodean coreando un cumpleaños feliz poco ensayado. El gran corro bordea impaciente, la mesa de manualidades que sus compañeras han convertido, para ella, en un banquete improvisado. El momento es especial, y aunque lo vive, solo despierta en ella una leve sonrisa difuminada; destacada por el resplandor de las llamitas que han dejado de brillar. Su mirada como la luz anaranjada se dispersa lánguidamente, y aleja del pastel, para ir a posarse mecánicamente, sobre los rostros de los niños, que ajenos a su melancolía ríen, mientras esperan su turno, con la ilusión intacta de probar el pastel. 64


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Paula en todo esta jornada, no ha dejado de pensar en los últimos meses, y días trascurridos desde su anterior cumpleaños hasta hoy. Se ve con otro año más, tirado, y muchas oportunidades perdidas. Un año que disipa, ante sus ojos, sus ansias de maternidad. ―Otro año más, que cae ante mis ojos. Otro que me empuja y tira de los anteriores, como hacen las fichas del dominó. Doce fechas de posibles esperanzas, siempre rememoradas. Doce ocasiones pérdidas que viajan por las cloacas―. Por un momento, le atormenta también el recuerdo de las bajas laborales, con sus largos periodos hospitalarios, y sus partes llenos de explicaciones. Siente que es demasiado tiempo el que lleva sometida a nuevas técnicas hormonales. ―He sido “paciente” de viejos y nuevos fármacos, son cada vez menos esperanzadores. He pasado los doce meses últimos, junto a la mala suerte, aunque sin flaquear en mis intentos de ser madre ¡Si no han encontrado razones fisiológicas que me lo impidan! Debo convertir esta frustración en esperanzada―. Pero de nuevo, vuelve a evocar el pasado, y los últimos tiempos. En ellos se asoma, el rostro de su marido, su voz, acude a su cabeza. ―Miguel, que buen hombre es, y bien a menudo que me disuade, y cariñosamente, me lleva a descansar 65


cuando mis empeños fallan, y se convierten en dolor y estrés. Siempre me recuerda, que este deseo de maternidad comenzó de forma natural, ¿por qué con el tiempo, ha pasado a ser mi gran obsesión? No sé qué decirle, la verdad, ni por dónde empezar―. Sobre ellos, los últimos años se ha colocado un nubarrón, que no les permite felicidad. Él sugiere la posibilidad de ser medianamente felices juntos los dos, sin la prescindible presencia de un hijo. Ella sabe que le comenta a menudo… “Tu trabajo te permite vivir cerca de muchos niños, compartes ocho horas diariamente con ellos, tienes a tu cuidado su educación en la guardería. Allí puedes mirarles a los ojos, y llenar tu mirada con las suyas, hilvanar sus deshilvanadas palabras con tus susurros cariñosos, asegurar la torpeza de sus pasos con la seguridad de los tuyos; sus llantos con tus caricias, sus preocupaciones y miedos con tu compasión y experiencia. Conozco como tú, la dificultad de no acariciar al propio hijo, y es difícil sustituirla. Aunque si les pones amor a esos niños que quedan a tu cargo, saldrás a la calle con los labios pintados por ese hilillo de felicidad. En cada cruce, en cada encuentro con otros niños, en nuestra pequeña ciudad, les irradiaras toda tu fuerza; captaran en tu rostro realización y 66


Heroínas sin Coronilla

seguridad, y poco a poco la alegría, se irá acercando a ti”. Paula si siente el contacto de los niños a su cargo, y el bienestar que le proporciona el regalo de sus primeros años de infancia durante ocho horas cada día. Pero no le basta. Aturdida aún por el clima de alegría, que reina en la habitación, siente que las fuerzas por un momento la abandonan; deja de percibir con claridad las siluetas del cuarto. A sus compañeras tampoco las distingue bien. Todo se le emborrona. Una sensación incómoda de saliva desbordada, se desliza entre los dientes, y le invade la boca ―¡Este síntoma puede ser de tensión baja, o de calor; que aquí hace demasiado ¡Aunque parece más vahído, y me es familiar! Sí, creo que ya lo experimenté. Recuerdo la última vez que estuve si, si… la última vez que seguí el tratamiento… Si… cuando…fue. ¡Si, si lo recuerdo perfectamente, me sentí así en mi último embarazo!

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Horas Extra Patricia Requiz Castro

¿Qué es ese sonido?, ¡Dios! 7:00 A.M., me dormí otra vez -¡Carlos, Daniela levántense se hace tarde para la escuela! Cuantas veces les he dicho que deben alistar sus útiles la noche anterior, rápido a lavarse la cara y los dientes que se hace tarde. Buenos días, doña Julia, cuatro panes y tres huevos, ¿es posible que lo anote a mi cuenta?, vamos que es lo último, vea que ya llega fin de mes y pronto me pagarán y saldare todas mis deudas, vamos no sea malita que se hace tarde para los niños. Gracias. ¡Qué les dije sobre la leche! Tenían que apagarlo a los tres minutos, ¿Y ahora quién va a limpiar este desastre? No puedo encargarles nada son unos irresponsables. Y Carlos por favor métete esa camisa dentro el pantalón pareces un chico de la calle. Listo niños, como siempre paso por ustedes al medio día ¿Tienen todo en los bolsos?, Carlos ¿Y tú cartulina azul?, ¿en la casa?, ¡mierda!, te repetí tres veces a noche que lo alistarás. Mira, entra de una vez al curso porque si te sigo viendo te doy una paliza 68


Heroínas sin Coronilla

delante de todos tus compañeros. Y no llores que tomo un taxi y te lo llevo a clases. Déjelo en diez pesos señor, si no están lejos la escuela es como diez cuadras, no traigo más suelto en la cartera. Dios se lo pague. Señor Rodríguez, lo que pasa es que me atrase en la escuela de mis hijos, es la última vez no vuelve a pasar, no por favor se lo prometo, no me deje sin empleo, si quiere trabajo horas extras ya sabe para recompensar el tiempo perdido, no para nada me lo estoy insinuando ¿Cómo cree?, ¿Acoso sexual?, ¡Jamás! Señor Rodríguez entienda tengo dos hijos que mantener, ¡señor Rodríguez! Si, si, así como lo oyes Martha, él muy cabrón pensó que me lo estaba insinuando, me vino con acoso sexual y toda la cosa ¿Y qué más va a hacer? me despidió, que por treinta minutos de atrasó, claro como el lleva a sus hijos en coche para él es fácil. Por eso te llamaba para que hables con tu jefe y me puedas hacer un espacio ahí donde trabajas, dale si no te cuesta nada preguntar, te llamo más tarde ¿sí?, ya se hizo dos pesos y no tengo más, chau nos vemos. ¿Cómo estuvo la escuela?, Pero si repasamos historia toda la noche Daniela, ¿Qué es lo que no entiendes?, lo que pasa es que estás todo el día con 69


la bendita tele, por eso no aprendes nada. No, no, Carlitos que esta vez no hay para helados, y no me hagas berrinche que suficiente tuve con este día como para estar aguantado tus malditos caprichos. Vámonos de una vez a la casa, que se me viene un dolor de cabeza terrible. Bueno vayan, pero no quiero estar yendo a buscarlos por todo el vecindario, están aquí a las siete en punto ni un minuto más y los juguetes que están llevando me los traen toditos de vuelta a casa ¿me oyeron?, vengan denme un beso. Ya ahora así váyanse a jugar. ¡Carlitos, ojo con Daniela! ¿Hola, Pepe?, te cuento que los niños se fueron a jugar. No, ni te preocupes no regresan hasta la tarde. Pepe no me digas eso, tuve un mal día y quiero verte. Ven y te cocino lo que quieras. ¿Sí? Bueno, te espero en casa. ¡Me cago en el agua fría! Esta ducha no sirva ni para calentar huevos, ya estuvo que ni podré bañarme. Vaya manera de mejorar mi día. ¿Ahora que viene?, dime Dios ¿Qué viene? ¡El estofado!, si seré bruta debí ponerlo después de que entrara al baño. Esto ya no sirve para comer, esto no lo quieren ni los gatos. Pepe en serio se quemó todo, lo siento, pero 70


Heroínas sin Coronilla

todavía queda la ensalada. ¿No, no quieres?, te puedo preparar unos huevo fritos si deseas para que no te quedes con el estómago vació. Quita esa cara era solo comida, ven vamos al cuarto que los niños pueden llegar en cualquier momento. Y no sé, a veces vuelven por más juguetes, que importa. Perdón, pero tú sabías que yo tenía hijos cuando me conociste, y dijiste que los ibas aceptar hasta incluso querer. No me vengas con esas cosas Pepe, ellos son mis hijos por lo tanto son mi vida, y tú te puedes estar largando por dónde has venido. Y al hijo de puta de su padre ni me lo menciones, para eso estoy yo para insultarlo, tú no. ¡Pues vete entonces!, sí total lo tienes así de chiquito. ¡Carlos, Daniela! A casa. ¿Cómo la pasaron, bien? ¡No te creo! ¿Así de grande? ¿Y no tuvieron miedo? ¡Ese es mi hijo!, ¿Y la mamá de Santiago que dijo? Seguro se orinó del susto la vieja esa. ¿Y a ti Danielita no te asusto?, me parece muy bien que Carlitos te haya cuidado. Bueno, ya se hizo muy tarde a ponerse los pijamas y cepillarse los dientes, que enseguida voy.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, De muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Vanm Jaliri, Los poemas de mi hermanito Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Gabriel Pantoja, Plenilunio Roberto Oropeza, Invisible Natural Premio de concurso breve Óscar Cerruto, UMSA


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