Perejiles y para Giles

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LUIS-K SANABRIA

Peregiles y para giles (cosas de la vida real y no tan real)

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© Luis Sanabria, 2010 © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2010. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Dulcinéia Catadora (Brasil)

______________________________________________________ Impreso en: Imprenta ―Río Seco‖, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto. Derechos exclusivos en Bolivia Impreso en Bolivia ______________________________________________________

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Un año nuevo no muy feliz Eran las seis y media de la mañana del primero de enero, el sol se erguía sobre la claridad del cielo oriental, con el usual frío refrescante de aquella hora, antes de que el calor volviera a sus faenas infernales, en la llanura de la pequeña ciudad de Trinidad. Julián había salido de su casa la noche anterior, llamaremos casa a la vivienda que tenía en un pequeño cuartel militar: el comando del distrito cartográfico, que tenía la labor de tomar medidas a terrenos, almacenar referencias cartográficas y topográficas, además de otras vainas correspondientes a la geografía. El padre de Julián, Teniente Coronel de ejército, Ingeniero geógrafo con un montón de diplomados en cosas que Julián jamás pudo entender —incluso, algunas, jamás pudo pronunciar—, comandaba esa pequeña unidad, explicando de esa manera la ocasional presencia de nuestro amigo en aquella llanura, ya que viajaba desde La Paz, donde estudiaba, cada fin de año para visitar a su familia. Bueno, así estaban las cosas, Julián había salido de casa la noche del 31 de diciembre luego de haber tomado una larga ducha fría, pues tenía todo el cuerpo sudado y pegajoso, después de haber jugado un match de futbol con el personal del cuartel: oficiales, sub oficiales, sargentos y soldados. Después del partido, tuvo la oportunidad de compartir un poco con el personal de su equipo, mientras tomaban una gaseosa fría festejando la victoria, a la que Julián había contribuido recibiendo blancazos con la dura pelota, en la portería. Julián se encontró entonces con el caso de un sargento de su equipo, en realidad el más joven y "mostrenco" de todo el personal. Era un sargento segundo, de veinticinco años de edad —casi la edad de Julián, que era unos tres años menor— llamado Jimmy Quisbert, que aparte de cumplir su función de topógrafo, comandaba la sección de soldados del cuartel —pues la unidad era tan pequeña, que solo contaba con una sección de soldados, para la seguridad—. Dicho sargento cumplía las órdenes encargadas con precisión y rapidez, era

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muy disciplinado y gran ejemplo para sus soldados. Empero, era iracundo, mal administrador —por lo que andaba lleno de deudas—, era celoso —lo que le daba muchos problemas con su novia— y le gustaba beber —lo que potencia mucho las mencionadas cualidades, y juntas todas, son una muy mala combinación—. Por ello mismo, es que recientemente había tenido un problema con un suboficial de la unidad: un vicioso y abusivo, que hacía juegos de galantería, molestando a la novia del sargento; y a raíz de eso se armó un quilombo, un día que el sargento Quisbert llegó a su vivienda en la unidad, ebrio, y ciego de rabia. Justificado por sus celos, e impulsado por el alcohol, fue a buscar al suboficial que molestaba a su novia, con la intención de reventarle la jeta a golpes. Sin embargo no pudo, un grupo de soldados llegó a impedirlo, obviamente por ordenes del suboficial que iba a ser agredido. Empero, hubieron gritos e insultos, lo que causó la alarma en toda la pequeña unidad. Era de esperar que esto repercutiera con un arresto para el joven sargento Quisbert; quien tuvo que sostener una charla con el Comandante, que trató de concientizar al muchacho, sobre la manera correcta de resolver las cosas, y el daño que el alcohol le estaba haciendo, no solo en su vida profesional, sino también en su vida sentimental —pues por ello mismo tenía también problemas con su novia—, y en su vida civil — pues también por eso se llenaba de deudas, se bebía todo su sueldo, y luego no tenia plata ni para comer, ni para seguir bebiendo, y como lo segundo es una prioridad, buscaba prestamos por todos lados—. El asunto es que a pesar de la misericordia del comandante, y todos los apelativos, si había cometido un par de faltas: llegar ebrio, y pasarse de liso con un superior, por lo que sería sancionado con cuarenta y ocho horas de arresto. Estaba en la orden del Día: El sargento segundo topógrafo Jimmy Quisbert Apaza, debía incorporarse a la prevención de la unidad, el Día primero de enero del 2009 a las siete en punto de la mañana, para cumplir su mencionada sanción. Bueno, Julián había salido de casa la noche del treinta y uno de diciembre, luego de una agotadora tarde deportiva, con ánimos de recibir el nuevo año solo. Cenó con su familia, y algunas amistades de ellos; fue un delicioso lechón al horno, con papas, choclo y k´allu, y

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de yapa, un plato de picana. Bien bañado y bien comido, Julián salió a caminar por la pequeña ciudad —¿o el pueblo grande?—, para recibir el año sobre su marcha, observando a las lindas muchachas trinitarias, que se pasean en motos para refrescarse con la brisa que se autogeneran, que hacen gala de su libidinosa naturalidad. Julián caminaba solo, con la angustia de haber dejado en La Paz a la mujer que el amaba, la única persona —¿muy aparte de su familia?— con quien le hubiera gustado recibir el nuevo año, con quien planeaba llevar una vida más adelante, y esperaba impacientemente el momento en que se puedan formalizar todos los compromisos. Llegó el nuevo año, y las primeras horas de esa madrugada. Sin haber hallado más consuelo a su angustia que una llamada telefónica a las doce en punto de la noche, Julián se dirigió a casa, para descansar, pues luego de una tarde de deportes y una noche de caminata, estaba agotado. Llegó a casa a las seis de la mañana, con su angustia evolucionada a una extraña ansiedad; Sentíase Julián con el corazón corriendo a mil por hora, le asustaba en sobremanera la probabilidad de una desgracia, que podía o no podía suceder. Los nervios lo estaban matando. Revisó el cuarto de sus padres, dormían tranquilamente, de la misma manera sus dos hermanos menores, en sus respectivos cuartos; por último llamó a la mujer de su vida, para asegurase de que ya se encuentre en su casa y libre de peligros. Después de una cursi charla con ella, y al saberla segura, trató de calmarse un poco, pues no había razón aparente para sentirse así; Julián tomó un vaso de leche fría, se echó en su cama, miró por la ventana, y vio la hora. Eran las seis y media de la mañana aquel primero de enero, el sol se erguía sobre la claridad del cielo oriental, con el usual frío refrescante de aquella hora, antes de que el calor volviera a sus faenas infernales. Sus ojos se cerraban, mientras se encomendaba para su viaje al reino de los sueños, cuando de repente… fue despertado de forma abrupta por el sonido de dos disparos, el segundo, unos tres segundos tras el primero. Alguien con el oído entrenado a sonidos bélicos podría reconocer con pericia, que se trataba de proyectiles de pistola calibre nueve milímetros. Acto seguido, probablemente unos siete o

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diez segundos después, alguno que otro grito que comandaba ordenes que no se entendían, correteos desordenados, y la voz de un centinela que se dirigía a la vivienda a toda carrera gritando: —¡Mi coronel! ¡Mi coronel salga rápido, por favor!, ¡es mi sargento Quisbert, mi coronel! El Comandante se levantó sobresaltado, dejando su lecho sin percatarse, ni que le importe, que se encontraba en ropa interior; mientras su esposa, la madre de Julián, preocupada, clamaba al cielo con plegarías llenas de nervios y angustia. Julián se aseguró de que sus hermanos aun durmieran, y salió corriendo tras su padre, no por curioso ni por morboso, en realidad trataba de cuidarlo, porque obviamente había alguien armado y probablemente peligroso, y muy aparte de aquello, por la condición de salud de su padre: emociones fuertes, estas podrían causarle una peligrosa descompensación. Al salir, Julián pudo ver a un grupo de soldados tratando de reducir a uno de sus camaradas, se trataba del soldado Quisbert, hermano del sargento Quisbert, que ebrio hasta la médula, trataba de librarse para correr en dirección del antes mencionado suboficial ―Don Juan‖ para romperle la crisma. Mismo suboficial se encontraba refugiado en la seguridad que una muralla de hombres le ofrecía. Pero el problema real transcurría —¿o estaba inerte?— en el cuarto del sargento Quisbert. El comandante llamó en seguida a Julián, pensado en que podría serle de ayuda, ya que él tenía conocimiento en primeros auxilios. Julián entro al pequeño cuarto, ubicado a un costado del furrielato de la unidad, en la misma estructura de la cuadra de los soldados; El sargento segundo topógrafo Jimmy Quisbert Apaza se encontraba ―decúbito ventral‖ es decir, boca abajo, echado de panza sobre un enorme charco de sangre, y con esporádicos temblores. Julián lo volteó y pudo percatarse de que aún se encontraba con vida, pues su cuerpo aún trataba de respirar, empero, sabía que las respuestas viscerales de aquel cuerpo se rendirían pronto; se tragaba su propia sangre, por lo que lo puso de costado, para evitar una bronco aspiración hemática, que acelere la muerte del inconsciente sargento. La sangre se mezclaba con el oxigeno, confundiendo aquella tráquea, que no sabía si sacar o meter ese liquido rojo y viscoso en intentos de

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tos y respiración, todo como reflejos automáticos de ese cuerpo. Había gritos, y nadie terminaba de saber o de entender que cuernos estaba pasando. —¡Aun vive!— gritó Julián, que percibió algo de esperanza en la mirada que su padre le proporcionaba— ¡pero no aguantará mucho tiempo, de todas formas, mejor es que muera en el hospital, a que muera acá! —¡Lo llevaremos entonces! —respondió el nervioso comandante, que fue corriendo a vestirse, pues aun se encontraba en ropa interior. Mientras, el sargento comandante de guardia —que se hallaba también en el cuarto— improvisó una camilla con frazadas, y con un grupo de soldados sacó al sargento Quisbert del cuarto. A la par, Julián, salió corriendo a acercar el jeep de la unidad, para cargar al moribundo en la parte posterior, en una especie de ambulancia improvisada. En menos de un minuto, el jeep se encontraba listo para salir al hospital, con el candidato a occiso, custodiado por un soldado, que tenía la misión de evitar que su sargento se asfixiara con su propia sangre, y que se lastimara aun más por alguna irregularidad del camino; así mismo, estaba Julián en el volante, con la intención de apretar el acelerador, como si su propia vida dependiera de eso, y el comandante, que ya se encontraba vestido —y bien vestido, pues por acceso y rapidez, se puso la misma ropa con la que recibió el nuevo año—. El sargento, exhibía en el auto las intimidades de su cerebro, que se pudieron ver con más claridad por la vaso constricción traumática, que hizo que la hemorragia sea más leve, y permitía una mejor vista de las heridas, de entrada, en sien derecha, y de salida en sien izquierda, este ultimo lado era el que permitía aquella macabra vista, pues el orificio de salida de un proyectil, siempre será más grande y destructivo que el de entrada; por esta misma razón, en el auto quedaron regadas pequeñas porciones de la masa encefálica del sargento, que junto a la sangre, daban una bizarra decoración. En menos de cinco minutos estaban en el pequeño hospital militar de aquella ciudad. El sargento Jimmy Quisbert, salió de la casa de su novia, la

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noche del treinta y uno de diciembre, después de una cena con ella, y tras una discusión, que no fue tan fuerte en realidad, pues la pareja, cansada de las peleas, habían procurado evitar que todos los ánimos se desborden —aunque siempre ese es comienzo de un epilogo en las relaciones— pues la discusión fuerte no fue, y terminó solucionando nada. Con la frustración atravesada en la garganta, el sargento Quisbert ubicó a su hermano, que era también su soldado, para farrear con él y otros amigos. Tomó hasta acabar con su dinero, y tuvo que empeñar su celular, su reloj y dejar su carnet de identidad de garantía para poder seguir bebiendo. Luego de una noche de abundante alcohol, y viendo la proximidad del amanecer, el sargento decidió retirarse con su hermano, pues ya eran como las cinco y media de la mañana, y debía incorporarse a cumplir su sanción a las siete en punto. Caminando como bailando morenada, se dirigieron a la unidad, bordeando peligrosamente las nauseabundas cunetas, que sirven a manera de alcantarilla improvisada; al llegar a prevención, el alcoholizado, se cuadro enérgicamente al sargento comandante de guardia que estaba por concluir su turno de servicio. —¡Buen día mi sargento!— dijo Quisbert. —Como es Quisbert… anda cambiarte. Fraile, que el coronel no te vea así, o te vas a ganar más problemas —No se preocupe mi sargento, todo está espich. Permiso mi sargento. El sargento Quisbert, entró a la unidad con su hermano, lo acompañó a la cuadra de soldados, lo hizo echar en su cama, para que descanse y duerma su borrachera. Luego, hizo formar a todos los soldados en la cuadra… —Soldados, ¡buenos días! —gritó Quisbert. —¡Buenos días mi sargento!— respondió el grupo de soldados. —¿Qué es eso? ¿a eso le llaman saludar? ¿Así les he enseñado? ¡¿Dónde está la energía!... ¡SOLDADOS, BUENOS DÍAS! —¡BUENOS DÍAS MI SARGENTO! —respondieron ahora enérgicamente

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—¡ESO!... háganme sentir siempre orgulloso. La patria es lo primero, nunca lo olviden. ¡Chao mis soldados! Habiéndose despedido de esta manera, el sargento segundo topógrafo Jimmy Quisbert Apaza, se encerró en su cuarto, a un costado del furrielato de la unidad y en la misma estructura de la cuadra de los soldados. Aseguró la puerta —nunca solía hacerlo— se desvistió para ponerse el uniforme camuflado, con el que debería realizar su servicio. Una vez puestos el pantalón camuflado, la polera verde y las botas. Sacó su pistola nueve milímetros, con la que debería presentarse a la sanción; entre lagrimas y sollozos, y animado por los demonios del alcohol, que no lo dejaban en paz y gritaban y reían macabramente en su cabeza, dirigió el cañón a su sien de recha, cerró sus ojos exprimiendo las lagrimas que aun no habían terminado de salir, dio un respiro profundo, y jaló con fuerza y de un solo tirón la cola del disparador. A la vez que el sonido explosivo de la pólvora que se quemó en el casquillo delataba el suicidio en la unidad, el proyectil rasgó piel, rompió huesos, atravesó meninges, pasó el cerebro como cuchillo por mantequilla, para volver a atravesar meninges, romper huesos, desgarrar piel, y luego caer por la fuerza perdida ante toda la mencionada resistencia. Esto pasó en fracciones de segundo. Inmediatamente después, el cuerpo del sargento se desplomó de bruces, pistola en mano, y con el dedo índice aun apoyado en la cola del disparador; por el impulso de la caída y una respuesta autónoma nerviosa, volvió a disparar, y este proyectil errante se estrello de inmediato con una de las paredes. La sangre empezó a borbotar. Un par de soldados pasaba por la puerta del cuarto, con curiosidad por la extraña actitud de su sargento, cuando todo esto ocurrió, de inmediato, uno fue a dar parte y llamar al comandante de guardia, mientras el otro trataba de tumbar la puerta para dar socorro. Inmediatamente el sargento de guardia, ordenó a un centinela que vaya a dar parte al comandante, mientras lograron tumbar la puerta. La conmoción y la bulla —desde los disparos hasta los gritos— hicieron que mucha gente del personal se levante, entre ellos, el suboficial ―Don Juan‖, y el aun borracho soldado Quisbert. Dicho

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soldado, vio el cuerpo de su hermano, y lo primero que pensó en su total borrachera, fue que su hermano fue muerto a manos del suboficial que le proporcionó sus últimos problemas, y se dirigió a él con el objetivo de reventarlo a patadas. Los soldados de la antes mencionada muralla de seguridad del suboficial, lograron reducir al violentado soldado, y lo llevaron a la cuadra para que siga reposando su borrachera. Despertó a las seis de la tarde, sin saber lo que pasó, pues no recordaba nada desde las tres de la mañana. Despertó a recibir la cruda noticia, y cambiarse para velar al hermano con el que estuvo bebiendo la noche anterior. Lo que pasó después fue ya relatado con anterioridad. La ambulancia improvisada llegó al Hospital Militar en menos de cinco minutos. El servicio de emergencias tuvo actividad después de una jornada sin novedad alguna. El cuerpo aun vivo, fue metido al hospital en una camilla, e inmediatamnte se limpiaron las heridas, tratando de estabilizar al sargento que a esta altura seguramente estaba persiguiendo la luz en el túnel. A los veinte minutos de luchar, y con la herida limpia y vendada, el doctor de turno decidió que el sargento debía ser transferido al ―Hospital Trinidad‖, pues era el único que contaba con Unidad de Terapia Intensiva, que era justamente lo que el sargento necesitaba. El personal médico lo subió rápidamente a una ambulancia —una de verdad—, pero antes de que esta termine de salir del garaje, Jimmy Quisbert falleció. Eran las siete y media de la mañana. Paro Cardiorespiratorio por traumatismo craneoencefálico, alega el certificado de defunción firmado por el médico de turno en el servicio de emergencias del Hospital Militar. Julián se encargó de ir hacia las oficinas de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen, a sentar la respectiva denuncia, donde le asignaron un investigador y un médico forense, que debían escrutar tanto al cadáver, como la ―escena del crimen‖. Los llevó primero al hospital, donde aun se encontraba el fresco cadáver, que estaba empezando a petrificarse para alcanzar el rigor mortis. Mientras tanto, el Comandante, tenía una labor más difícil: Avisar a la familia del occiso —sus padres vivían en Achacachi, su hermano estaba ebrio, la

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más cercana y lucida, era su ¿ex? Novia—; así como también debía dar parte a todas las autoridades militares correspondientes. Esto se hizo más difícil por ser la primera mañana del nuevo año, y todo el mundo encontrarse durmiendo, recogiéndose, o aun festejando. Cuando llegó el enviado, junto al investigador y al forense, encontró a la reciente pseudoviuda, botada en el piso, apoyada en un pilar, llorando desconsoladamente y como poseída por un demonio histérico; Gritaba. —¡Jimmy, levántate! ¡Vámonos!, dale… ¡solo estas durmiendo, levántate! —mientras no paraba de llorar. Fue dramático. Julián se acercó a ella, la conocía solo un poco. En silencio y sin palabras de pésame, o falsas conmiseraciones, se acercó y le dio un abrazo. La doliente lo miró con los ojos hinchados y llorosos: —¿Por qué joven?, ¿por qué?— le preguntó. Quedose Julián en silencio ante la pregunta, mientras se decía en sus adentros ―Por borracho… en los problemas y correteos en que nos ha metido por borracho…‖. El resto del día transcurrió entre afanes judiciales, declaraciones, preparativos, velorios, compras, certificados y tramites, pues resulta que morirse había sido todo un lío, un acontecimiento que no se escapa de los brazos de la burocracia. En la tarde, la dueña del local donde noche antes se encontraba el sargento bebiendo, llegó a la unidad queriendo cobrar la deuda, y se encontró a su deudor muerto. Se quedó un momento en el velorio. Eran las seis y media de la tarde del primero de enero, cuando Julián pudo por fin llegar a casa para descansar. Tomó una larga ducha fría y se percató que aun tenía algunas manchas de sangre en el cuerpo, luego las vio también en su ropa. Mientras se duchaba, pensaba. Tenía de frente a la idea de la muerte. Pensaba que el muchacho con el que jugó futbol un día antes, y con quien entre risas y chistes celebraron su posterior victoria, estaba siendo velado en una oficina de esa misma unidad, donde se realizó el partido y donde la misma persona trató de quitarse la vida, con un éxito posterior. Se

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le estremeció el cuerpo por la violencia del suicidio, y lloró un poco. Al salir de la ducha, tomó un vaso de leche fría; estaba agotadísimo tras esa jornada ajetreada, y tenía el sueño acumulado. Julián durmió como un angelito, mientras el primer día de su año empezaba cargando una muerte, un velorio, luto, muchas lágrimas; sangre y sesos en su ropa, en su mente, en el jeep, en el cuarto a un costado del furrielato, en la misma estructura de la cuadra de los soldados.

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El Brindis con mi soledad El otro día quise reflexionar sobre mis miedos, pues si me familiarizo con mis miedos, no tendré temor de ellos, y luego, una vez perfeccionado en amor, ya no tendría temores —Sin embargo, esto me dejaría con el pequeño obstáculo del amor—. Entonces pensé un poco en todas las cosas que alguna vez me causaron miedo, y encontré que tenía pocos; y son los siguientes: -miedo al fracaso -miedo a la completa soledad Respecto al miedo al fracaso, descubrí que al final de cuentas es con el que más peleo…día a día para que así no mueran mis sueños y deseos, y siempre pueda levantarme cuando esté caído, sacudir mis ropas, y seguir luchando —aunque es menester confesar que muchos días me siento un total fracaso en todos los campos que me ha tocado emprender y en los que aun me desenvuelvo—; mas con el miedo a la completa soledad, nunca hice algo determinante para mostrar lucha en eso, e incluso llegué a verlo de una forma más resignada. Entonces recordé una noche muy interesante en mi vida: El brindis con mi soledad. Esa noche, en la que descubrí la soledad como miedo, como la amiga que no me traicionaría, pero me envolvería totalmente hasta matarme. Apagué las luces de toda la casa, y dejé que sea una vela ayudada por la luz lunar quienes se encarguen de la iluminación, abrí una botella de vino y brinde con mi soledad. Yo siempre fui defensor, predicador y acólito de la soledad; pero nunca antes como a partir de ese día, la falta de control en la soledad se volvería un miedo. Quedo hipnotizado por una canción que escucho, es la inconfundible y profunda lírica y música de ―Sui Generis‖ y recita con una melancólica voz los versos de su canción, que lleva un titulo que estremece mi cuerpo: ―Cuando ya me empiece a quedar solo‖, y

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la voz canta: ―Tendré los ojos muy lejos un cigarrillo en la boca, el pecho dentro de un hueco y una gata medio loca. Un escenario vacío, un libro muerto de pena, un dibujo destruido y la caridad ajena. Un televisor inútil eléctrica compañía, la radio a todo volumen y una prisión que no es mía. Una vejez sin temores y una vida reposada, ventanas muy agitadas y una cama tan inmóvil. Y un montón de diarios apilados y una flor cuidando mi pasado y un rumor de voces que me gritan y un millón de manos que me aplauden y el fantasma tuyo, sobre todo cuando ya me empiece a quedar solo.” Entonces pienso cuando empezaré a quedarme solo, mientras sigo bebiendo el vino con mi soledad. ¿O es que ya estoy completamente solo? Aun no he podido responder esa pregunta después de varios años que me la voy formulando; porque, al fin y al cabo, la soledad no es dependiente de la gente que tengas o no a tu alrededor. Puedo asegurar que es una situación muy irónica el tener

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mucha gente a tu rededor, y aun así estar completamente solo. Me animo a asegurar que solo se necesita de una persona para no sentirse nunca más así, por la vía de eso que han llamado amor y que siempre se ha escapado de mí. Pero esa no es mi solución, no sabiendo que es casi imposible que alguien llegue a comprender un poco de lo que hay en mí, y del mundo que he ido construyendo con letras, sonidos, imágenes, algunos sueños rotos y colores psicodélicos; Sabores ácidos, lagrimas dulces, humor negro, humor rojo, humor verde, humor tonto, risas sin sentido y mucha mermelada de frutilla. Entonces la posibilidad de amar y ser amado se restringe a una ínfula de esperanza en la maraña de resignación, por no perder la total esperanza —aunque yo siempre digo que tus veinte años, son un relejo de tus diez, y tus cuarenta años, un reflejo de tus veinte—, tal vez por esa cualidad soñadora del niño que nunca crece, y que todos aun llevamos. En fin, antes que parezca que estoy tratando de marear a la perdiz, vuelvo a lo que empecé. Seguimos tomando aquel vino, y mi soledad me recordó los momentos que vivimos juntos: Las caminatas nocturnas bajo la lluvia, las noches-madrugadas, que sumido en insomnio salía a caminar, y llegaba hasta el montículo —aquel refugio donde los amantes paceños se entregan caricias sueños y emociones, ante la vista de el tata Illimani—, y en ese altar, vacío por la hora, ver el amanecer: el sol que se levanta sobre la ciudad dándole vida una vez más. También recordé los ocasos en los desiertos altiplánicos, donde veía el horizonte hasta el punto en que la tierra se confundía con el cielo, un fenómeno que entremezclaba colores y se juntaban rojos, amarillos, naranjas, y cafés, en distintos tonos. Se confundía la tierra con el cielo, dejándote sin saber en qué punto acababa quien, para transformarse en cual. O las llanuras verdes del oriente, pobladas de árboles, de lagos, de aves: simplemente llenas de vida; y cubiertas bajo un cielo perfectamente celeste, decorado con nubes dispersadas y estiradas. Pero lo muy triste es que siempre después de disfrutar de estos fenómenos en soledad, desear como nunca tener alguien con quien compartirlo, alguien a quien no pretendas amar, sino que ames, y te ame de la misma forma.

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El vino se fue consumiendo, y cuando ya empezaban las tres primeras horas del nuevo día, aun en penumbra, comenzó a llover. Tal vez impulsado un poco por el vino —pero aclaremos que no estaba borracho, por lo menos no por el alcohol— y por el reto de mi soledad, decidí salir a caminar un poco bajo la lluvia… al final de cuentas ya lo había hecho muchas veces antes. Mientras caminaba, pasó algo extraño: vi venir frente a mí a un viejito, caminando por apenas, con el dorso doblado y apoyado en un palo improvisado a manera de bastón, sobre la espalda cargaba un bultito. Sus ropas viejas, rotas y sucias estaban mojadas por el aguacero que caía, y él se alcanzaba a cubrir en lo que podía con un plástico viejo a manera de poncho impermeable. Sus pies estaban sucios y lastimados por los caminos que le habían tocado recorrer en esta vida, y vestían unas abarcas hechas de llanta vieja. Me extrañó verlo, ya que las calles estaban vacías, no solo por la hora, sino también por la lluvia que caía. Se me acercó, y balbuceo algo que no pude entender. ―¿Cómo dice?‖ pregunté, a lo que volvió a balbucear; pero esta vez me di cuenta que me preguntaba por un lugar. Yo no tenía la mínima idea de cómo explicarle la forma de llegar, pues sí había escuchado de ese lugar, y lo único que sabía era que estaba como a un cerro de distancia; así que solo pude decirle ―es por allá… lejos‖. El viejito, volvía a balbucear la dirección, y cuando se dio cuenta que yo ya no podía ser de más ayuda, comenzó nuevamente su peregrinaje por el camino que había señalado, y se fue lentamente, hasta que la silueta de su sombra desapareció por un callejón. Mientras veía eso, sentí una gran impotencia, por no haber podido ser ayuda, por haberme paralizado en ese momento, pudiendo llevarlo a casa e invitarle un plato de sopa. Me puse a pensar ¿Qué hacia alguien de su edad, caminando a esa hora y con ese clima? ¿Acaso tendría alguien que lo busque? ¿Tendría alguien que se echara de menos si amanecía vivo o muerto? ¿Llegaría al lugar que buscaba? ¿Lo haría con vida? En mi condición de estudiante de medicina, había tenido la oportunidad de trabajar con los cadáveres de personas que fueron olvidadas por el mundo, por las personas que alguna vez amaron, y

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por las que soñaron; y por ello, sabía que era muy grande la probabilidad, de que aquella persona a la que no pude ayudar, acabe en unos meses, sobre una mesa de disección, sirviendo a una nueva generación de estudiantes para los estudios de anatomía. Seguí pensando mientras la sombra de su silueta desaparecía, y vino a mí un pensamiento que estremeció mi cuerpo: ¿Acabare yo igual de solo, con los pies cansados de caminar, insensibles por los callos, buscando aquella dirección, preguntando entre balbuceos donde queda el amor? En ese momento todo intento de contención fue inútil, simplemente comencé a llorar, llore como un niño, y mis lagrimas se confundían con las lagrimas del cielo al caer a tierra. Me quedé estático un momento más y luego me fui. Llegué a casa, me quité la ropa mojada, me acosté, y seguí llorando hasta quedar dormido. Por muy patético que suene… era esa impotencia que me llenaba al saber que así como no había podido ayudar al viejito, yo mismo no podría ayudarme para evitar acabar así… era ese miedo a ser yo, y no podía dejar de verme en el reflejo de aquel viejito que jamás de los jamases podré olvidar, ese viejito al que honro con una copa de vino cada 28 de enero a las tres de la mañana, en honor a esa madrugada de domingo en la que me mostró como era en realidad vagar solo buscando un sueño. Ese fue el día en que la soledad, mi amiga soledad, se volvió también un miedo. Y mientras camino vagando por los caminos improvisados de la fregada vida, recuerdo en cada paso al viejito, como viéndome en un espejo, como esperando el día en que vaya a echarme en una calle a esperar la muerte; solo, como toda la vida, con el corazón mal remendado, parchado y repugnante. Reclamado por el amor que jamás conocí, que se escapó de mis manos. No es que yo no crea en el amor… es que el amor no cree en mi. Salud.

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Veintiséis de junio ¿viste corazón, que solamente en un papel puedo transcribir parcialmente lo que no me atrevo nunca a decir a cualquier oyente profano?

Victor Hugo Viscarra

Hoy toca confesar uno de esos dolores que el trago trata insistentemente de anestesiar, esos recuerdos por los que se queman neuronas en parodias de fogatas sanjuaneras, para enfrentar el frio del corazón y para embrutecerme hasta no pensar, no sentir, no recordar, y si la muerte es bondadosa conmigo hoy, no vivir. Pero todo este quilombo emocional viene a pasarme por tonto; por haber sido siempre un falible miserable con eso de los sentimientos, y habiéndome aferrado a su cariño natural y desprendido que es igual para mí, como para cualquier niño hambriento; estoy a un paso de la locura o de morir intoxicado, porque, la verdad en estos casos no es más que un verdugo que imprime golpes con terrible fuerza sobre sueños y deseos: la realidad que nos arruina la vida. Y ahora, como víctima de la verdad trato de por lo menos con algo de masoquismo disfrutar mi dolor, si, exacto, ¡de disfrutarlo!, no en vano es fuerte, exquisito y alucinante; no en vano me lleva a la autodestrucción, porque, sobre todos los fracasos que represento en todos los campos que he intentado emprender, una nueva derrota en el corazón es el perejil en mi suculento chairo de amarguras. Es que ella es única, es increíblemente bella. No se trata de una simple muchachita agraciada coqueta y juguetona. No; ella es más, sus ojos negros te llevan a navegar por las estrellas y te convierten en astronauta, su sonrisa te adormece al punto de no necesitar nada más para no sentir dolor. Sus labios no son de este mundo, cuando Dios los hizo, los vio tan perfectos que decidió dárselos solo a la más bella de sus criaturas, y de esa forma pararon en

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su angelical rostro; oír el trino de su voz, que canta aun cuando te habla, te da cierto placer de niño siendo premiado por haber hecho algo bien. De su cuerpo podría hablar aun mucho más, pero no quiero encontrarme pensando en ella con lujuria, porque si bien da para hacerlo, no combina los puros sentimientos que ella inspira. Vengo poco más de un año sintiendo eso, esa pretensión de amar —aunque de amor yo no sé ni nunca supe nada— y ese anhelo de ser amado, y lo cierto es que por buscar tener tan solo una oportunidad he debido mostrar que puedo dejar a un lado la miseria en la que vivo, que puedo tener mejor lecho que las bancas y aceras, que podría hacerla feliz; pero luego me doy cuenta que no es cierto, que en lo que emprenda buscando lo mejor por ella, acabaría fracasando, como lo hice buscando algo por mí. Que no puedo ofrecerle amor si yo no sé lo que es eso, ni por más que lo intente… yo no soy alguien atractivo ni interesante, ni agradable, no soy exitoso ni decidido; en realidad no soy nada que valga la pena. A pesar de ello, a su lado siento que no importa, siento que puedo ser todo por ella, si tan solo ella me dejara serlo… pero no, otra vez el verdugo de la realidad me chicotea con brutalidad: ella está enamorada. Él es un ser de naturaleza antagonista a la mía, libre de miedos, de manías, de fantasmas, de ―perseguidoras‖ —en realidad sus perseguidoras usan falda—, de cicatrices, de fracasos, de locuras, de delirios, libre de dolor, libre de amargura; Triunfador reconocido, querido por quien lo conozca. Él pulcro yo mugre, él civilizado yo bárbaro, él de cabellos bien recortados y rostro bien afeitado, y yo de melena rebelde llena de ganado, y pelos irregulares que crecen en mi rostro por falta de un espejo. Lo sé porque me lo ha confesado, con la confianza que un ser tan puro como ella puede tener en alguien con quien ha compartido por cientos de días consecutivos y sin saltarse uno solo del orden gregoriano, hora a hora, día a día mes a mes, y yo como confesor me golpeo el pecho después de oírla. La penitencia es solo para mí —por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa—, que acabo maldiciendo mi fracaso, mi miseria, mi forma de ser, mi realidad. Y después de oírla viene el fenómeno de los celos, de la rabia y el dolor, que solo puedo

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manifestar lejos de su santa presencia, de la forma en la que empezó todo este texto —y pretexto—: quemando neuronas y agotando lágrimas. Ahora me preparo para seguir adelante, sin dejar de frecuentarla, golpear mis sentimientos hasta dejarlos tontos, para que cuando la vea mi corazón no lata con más fuerza; no me encandile con su mirada, y no le ofrezca mi miserable vida a cambio de nada. Voy a golpear y agarrar a patadas tanto a mis sentimientos, para que escucharla hablar emocionada de su galán de caricatura, no sea para mí un viacrucis; y de no poder hacerlo, siempre tengo la ayuda de la brutalidad para golpear e intoxicar. Ya veremos qué pasa en el transcurso del año que sigue; si sigo vivo, o muero en mi frustración y soledad. Pero pase lo que pase siempre podré decir que esto fue lo más cercano al amor que pudo haberme pasado.

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COR (lipograma negro)

El frio siempre presente concluyendo el turno nocturno, funge su gobierno con increíble rencor; y en pique con el sol en reposo, Félix Dosserich bebe su whisky fuerte y económico, con el objetivo de embrutecerse todo lo posible: fuego líquido que se confunde con el gusto típico del fluido que emiten sus ojos. Con un poco de miedo y otro poco de emoción, se dirige por el sendero que sus pies conocieron por puro instinto, su intención es reunirse con los ―obreros ― que buscó vehementemente con el fin de concluir con su dolor; Conoce muy bien su destino. Bebiendo el último sorbo de su poción, pensó: ―por vos… Zoe, por vos todo este show… pero no te preocupes… siempre fue tuyo‖. Como se enciende un foco, después de eso, escribe un mínimo documento, un simple texto, un remedo de compromiso póstumo. Se reúne con los ―obreros‖, que convenció ofreciéndoles mucho dinero; son dos tipos fornidos y enormes, morenos con pómulos protruidos, de pelos irreverentes y mugres: son unos indios del submundo del delito, excesos con químicos xenobióticos y sexo sin orden. Se ponen cómodos por que su misión promete ser difícil. Previo comienzo, reciben con su comisión —dinero—, instrucciones de orden póstumo, Félix les entregó del mismo modo el texto que escribió. El tiempo incomodo, es el inicio del cometido: —Este tipo es un loco —dice uno de los ―obreros‖— pero es por un buen biyuyo. Félix no quiere perderse su dolor, quiere vivir todo lo que su cuerpo le deje. El inicio de todo este show, es un corte directo de serrucho sobre su pecho, con fuerte fricción, rompiendo huesos; Borbotones del líquido rojo y un poco viscoso del interior de su cuerpo se imprimen como hilos gruesos, fuertes y sin orden sobre los muros sucios. Este liquido rojo se extiende ídem por el suelo, en

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pequeños ríos, furtivos y tibios. Consiguen romper el cofre seguro del pecho de Félix, quien sigue vivo; el dolor intenso y el shock hipovolémico lo tienen un poco dormido. Los ―obreros‖ ponen el fin en ese circo de gritos y dolor, es un nuevo Félix: el occiso, que, si bien tiene un rostro triste, pretende ser feliz. Los obreros sostienen el musculo de emociones que siendo seguro en el pecho de Félix, siempre fue de Zoe, como el mismo lo dijo. Todo este show de muerte sin sentido fue solo por exponérselo. Los ―obreros‖ se deshicieron del cuerpo por cierto río, y remitieron el musculo de emociones y sentimientos donde se convino con Félix vivo. Fuertes golpes en el portón de Zoe hicieron que deje su lecho velozmente, y su nuevo querer —un tipo fuerte y tremendo en todo: rico, inteligente, bonito, e increíblemente bueno en el juego del sexo— quedó un momento solo. Le estremeció el cuerpo un fuerte grito que llegó desde el portón, ―solo puede ser Zoe‖ pensó. Se puso en pie y corrió desnudo en dirección que guió su oído y divisó lo siguiente: Zoe en el suelo, entre los fluidos de sus ojos y sollozos, entre confusión y odio, ¿Cómo Félix hizo eso, después de ser él quien truncó ―los juegos de Cupido‖, con sus celos, sus frecuentes momentos de furor y los mil cuernos que le pintó? Zoe sostuvo ese musculo de sentimientos, que fue depuesto en su portón, junto, ese texto que fue como un golpe que se imprime con un odio tierno: ―SIEMPRE FUE TUYO‖

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Concierto en A + (La Mayor)

La noche enmudeció Y en todo el mundo el único sonido que existía Era el de su agitada respiración en mi oído, Respiración que más adelante se transformaría en una serie de sonidos casi musicales, Llenos de naturalidad apasionada; Un concierto que me hizo comprender que aquel fenómeno natural Quedaba lejos de poder ser plasmado en un pentagrama, Ni el mejor intento podría alcanzar esa perfección; Así que podré decir que hacíamos música: Ella fue mi instrumento, y yo el interprete que tímido trata de dar lo mejor de sí. Y se hallaron en un beso los bemoles y los becuadros, Las blancas y las negras se amaron, Las fusas duraron eternidades, Y las redondas se fundieron con las semicorcheas; Mientras toda esa música iba en crescendo, crescendo, ¡crescendo! ¡MOLTO CRESCENDO! Junto a los latidos de mi corazón, que se encargaron de la percusión de aquel concierto. Las estrellas fueron nuestro público, que atónitas y sorprendidas No se perdían ni el más mínimo detalle de aquella obra. Sus besos fueron el preludio, sus pechos las luces del escenario, Sus piernas cantaron entre las mías. Sus ninfas bailaron al compás de nuestra música, Saltando, girando Haciendo la coreografía al ritmo de mi corazón.

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Su cuerpo movedizo, nuestra respiración agitada Se encargaron del ―Alegro‖ Ella, con su parte: Un canto lírico en un idioma que no existe En un solo para soprano que canta, canta y canta hasta quedar sin aire. Y la intensidad de la música nos dice que el fin está cerca, Golpea mi corazón Y ella canta, los tonos altos se salen del pentagrama; Entonces se escucha el último sonido, que se extiende en el aire hasta desaparecer. Las estrellas se ponen de pie para aplaudirnos, Y el silencio nos hace una reverencia. Así el concierto más bello, intenso y deleitante llegó a su fin; Y tal vez no vuelva a oírlo, tal vez no pueda volver a sentirlo así. Y sin ganas de olvidarlo (Jamás lo voy a hacer) Debo pretender que solo fue un sueño; Y el único recuerdo que me llevo son algunas estrellas Que siguen aplaudiendo en el cajón en el que las tengo guardadas. Fue música, Ella es música.

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REM Es de noche, y estás acurrucada en posición fetal sobre tu cama, abrazas la muñeca que tu papá te regaló cuando eras una niña, y te acompañó por toda la vida; Del frio te cubre tu manta verde de tela polar, aferrándose a tu cuerpo, dibujando tu curva silueta de costado. La luz está encendida, la radio también, y entre balbuceos de cansancio, de rato en rato cantas las canciones que suenan. Estás tan cansada que esto ya no lo recordarás cuando despiertes en unas horas. Acaricio tu rostro, y rasco suavemente tu cabeza, mientras terminas de decir oraciones sin sentido, en una inútil lucha por permanecer despierta; tus parpados se abren y cierran esporádicamente, cada vez con más lentitud: ese par de blefaros están tan hinchados, que caen por su propio peso, dejando que tus pestañas se entreguen a sus opuestas en un fuerte abrazo, y abrigando así a tus lindos ojos de aceituna. Respiras más profundo, y ya no respondes a mis preguntas, no balbuceas ni hablas, solo respiras, sumergiéndote en un océano de sueños, llegando a los brazos de Morfeo; creando en tu cabeza nuevos mundos, de bailes de gala sobre las nubes, de besos apasionados, de juegos y sabores, de risas y más besos. Entonces contemplo tu sueño; tus ojos se mueven de un lado a otro rápidamente, lo sé porque sobresale el botón de tus pupilas sobre las lisas superficies de tu parpados, que corren de un lado a otro, como bailando al compás de la música que suena en la radio —la ciencia llama a este estado del sueño ―REM‖—. Tus pupilas bailan, mientras yo sigo el rastro de su danza, y me dejo hipnotizar con ese movimiento. Al cabo de un tiempo, tus ojos se detienen, tal vez cansados por el baile eufórico, y lentamente se dirigen a un rincón inferior interno en el borde de tus fosas, con la intención de descansar. Tu boca está entre abierta, marcada por esos imponentes labios tuyos, sensuales y apetecibles, tentación de moros y cristianos, que dan a tus besos un toque increíblemente adictivo, una sensación que estremece el cuerpo entero, y hace que las piernas tiemblen. No he probado

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mejores besos, ni antes ni después de ti. Veo tu perfil, tu nariz aumenta en sobremanera la gracia de tu rostro, y me pregunto si habrá algún fenómeno natural, más increíble que tu increíble belleza natural; sin necesidad de carmín en tus labios, sombra en tus parpados, rubor en tus mejillas y mascara en tus pestañas; eres naturalmente hermosa, y verte dormir es apreciar esa naturalidad apasionante. Ya pasaste la etapa REM de tu sueño, lo sé porque tus ojos ya no se mueven, y duermes profundamente. Lo sé porque respiras profundo: tu tórax se expande y contrae con marcada amplitud, haciendo bailar a tus pechos a su propio ritmo, en un paso lento, profundo y lleno de romance. Me acerco a tu nariz para llenarme con el aire que exhalas, tibio, con tu esencia, que sale desde tu interior, desde la última célula de tu cuerpo. Me llena y me marea. Es adictivo. Veo que mueves tus labios, como dando un beso, probablemente sea uno de esos besos apasionados de tus sueños en bailes sobre las nubes; con las yemas de mis dedos acaricio tus labios, jugando con los movimientos de tus besos de sueño, de izquierda a derecha, de arriba abajo, dibujando tu carnoso labio inferior, y junto todas mis fuerzas para evitar caer a tus labios dormidos con un beso. Con las mismas yemas recorro tu cuello, y sigo contorneando toda la torneada forma de tu cuerpo, por encima de la frazada verde que te abriga: dibujo con mi mano tu forma natural, tu forma musical, tu forma de guitarra; la curva de tu cintura, tus caderas, piernas y pantorrillas, como si con mis manos repasara las formas de una escultura de Venus. Suspiras. Enciendo una vela y apago la luz, me siento en el suelo apoyando mi espalda en la pared, a un costado de tu cama, mirándote de frente, con la opaca luz irradiada de la vela. No es la primera vez que contemplo tu sueño, pero siempre me causa la misma sensación. Recuerdo que la primera vez, me quede tan idiotizado, que no tenía control ni sobre mis movimientos, y cuando recuperé mis sentidos, te escribí un verso: “Soñé viéndote dormir, Sueño tan profundo como el océano,

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Entregando a una paz sempiterna; La tentación de tu apetecible labio inferior, Y lo linda que eres cuando despiertas… La melodía de una nueva canción Que algún día recordaré, Y la sublime sensación de atravesar llamas de fuego” Pasan horas mientras te veo, y siglos en los que juro seguir amándote; la vela se consumió casi por completo, y queda su leve rastro de fuego en una laguna de cera caliente. La radio sigue encendida, lo estuvo toda la noche, despierta como yo. El verso de la canción que suena me recuerda la actual situación: “jamás te pediré que reces hacia el sol”. Recuerdo haber susurrado está canción alguna vez a tu oído, fue cuando te dije que me gustabas. —Que malos gustos que tienes— me respondiste, y yo me reí. Nada más debió pasar después de eso, pero por las cosas del destino (¿tenía que ser así, o así lo hicimos nosotros?) se dio lugar a toda esta avalancha de emociones. —Cierra los ojos, voy a hacer algo, no te asustes— y yo hice tal como me dijiste, sin entender que pasaba. De pronto me diste un beso. Me quedé absorto. Cuando me di cuenta de lo que pasaba atiné a responder aquel beso, que, dicho sea de paso, abrió mi adicción a esos labios tuyos. Desde aquel día al presente, añoro tus besos, y vigilo tus sueños, mientras sigo con mi vida, y tú sigues con la tuya, cada quien con su cada cual. Soplo la vela para apagarla, pues el sol se está despertando, y aunque sigue algo oscuro, ya hay un poco de claridad. Apago la radio, mientras canto el verso de la canción que termina ―ya nos dormimos mi amor”. Me acerco a ti, y poso mis labios en tu boca, para despedirme con un beso, y de dormida respondes al beso mío, es un adiós. Camino rumbo a casa, después de haber soñado viéndote dormir.

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De un tal Oscar Hubo conmoción en casa. Resulta que el teléfono sonó trayendo noticias desde Tiraque —pueblo del valle alto cochabambino—. unos vecinos del tío Oscar, preocupados por no haberlo visto dos días, entraron a la casa, trepando muros, y lo encontraron en el baño (un cuartito de 2x2 metros), contorsionado y acomodado como pudo encontrar al menos un poco de comodidad, contemplando el inodoro, también echado con él, sin estar fijo a nada. ¡Gracias a Dios estaba vivo! Lo llevaron a su cama, y le dieron algo de alimento —aunque después de un rato lo vomitó todo— y llamaron a la ciudad. Una comisión de tíos partió para recogerlo —Tíos también sobrinos del tío Oscar—, y tras un violento y acelerado viaje, lo trajeron a casa, donde fue bien revisado por un conjunto de sobrinos nietos, estudiantes de medicina, quienes se encargaron de tranquilizar a la familia, explicando sus dolores musculares por la incómoda posición en la que se encontró ese par de días, y sus vómitos, por el haber comido mucho y muy de golpe, después de su ayuno prolongado y obligado; Empero, se recomendó mucha atención, por la probabilidad de alguna infección, ya que estuvo expuesto no solo al viento frio del valle, sino también a sus propias heces, casi en sus narices. El accidente ocurrió cuando al entrar al baño, el inodoro se deprendió del piso en el que se encontraba fijo, causando la caída del tío Oscar, previo golpe en la cabeza con la dura pared. El golpe no le causó ningún daño. —Es que el tío Oscar es de piedra —concluyeron sus sobrinos, tíos míos. Efectivamente, parece serlo, pues verán que el tío Oscar es hemipléjico, y vive como una especie de ermitaño. Cuentan las historias de la familia, que él era el más simpático y bien parecido entre todos sus hermanos, que era el dulce de las muchachas, codiciado por señoritas de todo tipo, disputado por hermosísimas damas; y todas, sufriendo por su altivez, arrogancia, y prepotencia, y

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no lo digo por decir, la tradición oral de mi familia lo afirma. Por eso, por esperar a la mujer que sea merecedora de él, nunca se casó, ni tuvo hijos. Empero, más adelante llegaría a arrepentirse, llegando a tocar el fondo de la soledad. Nunca supe si alguna vez estuvo enamorado de alguien, o si alguna vez padeció alguna decepción de esas dolorosas que vienen con el desamor. Era un talentoso mecánico y audaz corredor de motos, en una época en la que los deportes de alto riesgo, eran realmente de alto riesgo. No había quien le hiciera frente, quien lo alcanzara en la pista, tan temerario que no medía peligros, ni en la pista de carreras, ni en las calles y avenidas; controlando su excesiva velocidad, y con todos sus movimientos ―fríamente calculados‖. Incluso borracho manejaba con destreza. Un día, ya casi anocheciendo en realidad, se quedó un poco más de tiempo practicando en el circuito, pues debía correr al día siguiente. Daba vueltas por la pista a vertiginosa velocidad, mientras la luz del sol desaparecía, como compitiendo con el tío Oscar. Se alejó de la partida, y como su moto de carreras no tenía luces, porque no había necesidad de tenerlas en la pista, pues las carreras eran de día y porque sin ellas la moto era mucho más liviana y rápida, no hubo señal que alertara que él aun seguía practicando cuando el sol desapareció por completo. Entonces, al no haber la mencionada señal, trabajadores de mantenimiento ingresaron a la pista en una volqueta, con el objetivo de aumentar ripio en las partes donde fuere necesario. El tío Oscar venia corriendo, y al dar una curva cerrada, se encontró de frente a la volqueta estacionada, no pudo hacer nada. Sucedió lo inevitable. No hubo pajaritos ni estrellas alrededor de la cabeza del aturdido tío, mas en su lugar mucha sangre, y algunos movimientos esporádicos de su inconsciente cuerpo. Un traumatismo encéfalo craneal —TEC— severo, lo tuvo en coma, por alrededor de un mes o tal vez más, yo no lo sabría decir exactamente. A consecuencia del golpe en la cara, perdió el ojo derecho, y como producto del fuerte trauma en la parte derecha de la cabeza, perdió la movilidad del lado izquierdo de su cuerpo —

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hemiplejia—. Yo ni siquiera había nacido cuando todo esto ocurrió, y bueno, hay algunos detalles que nadie en la familia puede dar a ciencia cierta; así que no puedo precisar exactamente en que tiempo y como recuperó hasta sentirse relativamente bien, y mucho menos por qué extraña razón decidió irse a vivir solo al campo. Los recuerdos que tengo de él, son de sus ocasionales visitas a la ciudad, cuando coincidían con las mías, el de Tiraque a Cochabamba, y yo de La Paz a Cochabamba, esto era, para algún cumpleaños, su cumpleaños, navidad, año nuevo, y alguna que otra ocasión. Fui testigo de cómo poco a poco la vejez y la soledad lo fueron demacrando; la imagen fue siempre la misma: su brazo izquierdo, inmóvil, apoyado sobre el límite que hay entre su estomago y su pecho, como dibujando el diafragma, y haciendo un eterno puño; camina apoyado en un bastón, que le es apoyo para levantar y arrastrar la parte inmóvil de su cuerpo, como haciendo una guadaña, y así moverlo. Mismos miembros izquierdos, de músculos atrofiados por su nula actividad. En su cabeza, del lado derecho, se pueden ver las irregularidades de la superficie, producto del trauma, y el rastro de alguna cicatriz, de las operaciones a las que fue sometido. Jamás usó un parche en el ojo que le falta, si alguna vez usó —y usa— algo para cubrir su fosa vacía, tendría que ser un par de gafas oscuras ―ray-ban” tipo piloto, de las antiguas. De niño me causaba mucha impresión y a la vez curiosidad: su parpado superior cae, entrando en la fosa ocular, y cubriéndola hasta un poco más abajo de la mitad, y el parpado inferior, colgando como bolsa vacía, exhibiendo al mundo sus húmedas conjuntivas. Me quedaba viendo su fosa desocupada fijamente por mucho tiempo, tratando de llegar a ver su cerebro, o alguna estructura bizarra. Jamás olvidaré el consejo que me dio cuando yo tenía 12 años; del bolsillo interior de su saco, sacó una cajetilla de cigarrillos, se puso uno en la boca y sacó una cajita de fósforos. Con su única mano hábil, abrió la cajita, sacó un fósforo, y agarrando con la misma mano la cajita y el fósforo, lo encendió, con una habilidad que solo se obtiene con muchos años de práctica; en seguida encendió su cigarro

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y sacudió el fosforo para apagarlo. Después de haber dado tres bocanadas del humo de su tabaco, me dijo: —si te duele la cabeza, fúmate un pucho. Si te duele el estomago… fúmate un pucho. Siempre admiré la soledad en la que vive, y muchas veces pensé que yo podría llegar a acabar así de solo, tal vez seguir sus pasos. Incluso más de una vez quise huir de todo, e irme al campo a vivir con él, pero a la hora de la hora, las responsabilidades, los estudios y otras cobardías como esas siempre pesaron más, impidiéndomelo. El tío Oscar duerme todos los días a las siete de la noche, y duerme varios sueños: duerme y despierta, duerme y despierta, por lo menos unas diez veces por noche. Si pierde su sueño de las siete, no puede dormir hasta las tres de la mañana; tanto como para esas ocasiones, como para el día, su única compañía es la radio, captando las estaciones ―panamericana” y la “radio de salta”. Tan fuerte es su soledad, que discute con los locutores, les riñe si las noticias le disgustan, hace preguntas que casi nunca son respondidas, ríe con sus chistes, y alguna vez, creyendo encontrarse en un diálogo, charla con los locutores que no saben de su existencia. Tan fuerte es su soledad, que agradece a la voz femenina de su reloj de pulsera, después de que le da la hora cada hora, "la señorita hora" la llama él. Los vecinos de Tiraque suelen conversar con él, le tienen cariño, pues él siempre está dispuesto a ayudar a quien lo necesite, muchas veces pasando esa ayuda sobre sus propias necesidades. Conversan con él y toman cerveza y chicha, mientras el tío Oscar recuerda sus buenos años, y sus ojos quieren llorar. Pero los hombrecitos no lloran, así que trata de disimularlo, y contiene sus lágrimas, empero, en el lado derecho, le falta el bulbo ocular que a la vez tiene la función de tapón de lágrimas, por eso, se pueden ver surcos de líquido salino, haciendo caminos atreves de su mejilla derecha. Él las limpia con un pañuelo, como si nada estuviera pasando en realidad. Pero el asunto se pone más peligroso cuando, de borracho, olvida que alguna vez tuvo accidente, olvida que perdió el ojo y el movimiento de la mitad de su cuerpo, entonces, quiere correr

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como no lo hace más de treinta años, quiere saltar, quiere bailar cueca, como siempre le encantó, y no entiende por qué su cuerpo no se lo deja, ¡es injusto!, y se desploma en el suelo, mientras ríe o llora. Pero ahora que está en casa, procuraremos que no regrese al campo, a pesar de su obstinación por volver a su soledad, hay que cuidarlo y ese será el pretexto. El tío Oscar, es en realidad yo, viviendo en épocas diferentes y situaciones similares, de frente a la muerte en cualquier situación, sin miedo a ella, y a la vez orinando de miedo frente al amor; buscando y viviendo respectivamente un auto exilio, y no por cuestiones políticas; y la terquedad de permanecer en soledad, a pesar de saber que no hay razón para estar solos. Este asunto termina con una imagen del Tío a quien rindo homenaje, la mente dibuja un valle frio, y entre una de sus quebradas un rio, a la orilla del rio, sentado sobre una gran piedra, un sujeto vistiendo un saco un poco viejo y algo sucio, bajo el saco un chaleco plomo y una camisa blanca, pantalones de tela negros, y botines cafés, en la boca un cigarrillo, y en el rostro bien afeitado, un par de gafas oscuras ―ray-ban”. En la cabeza un viejo sombrero.

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Plus cuan perfecto ese no me parece un final feliz. Es más bien un frio relato de la enajenación moderna Lisa Simpson

El cuarto 206 del hospital, apestaba a alcohol. Sobre la cama yacía un sujeto despeinado, de facies inexpresiva, conectado a unos cuantos aparatos que monitoreaban sus dañados signos vitales. Estaba en coma, y en unas horas más, una pléyade de doctores ingresarían a su habitación para realizarle algunos exámenes y poder declarar una muerte cerebral. El sujeto despeinado no tenía la intención de llegar a ese punto, en realidad solo trataba de que su hígado falle y así muera de una vez, o que alguna ulcera se active y tenga una hemorragia digestiva. Esto estaba fuera de sus planes. El sujeto despeinado estuvo bebiendo por más de 14 días con sus noches, teniendo sueños breves y tormentosos, y sin comer casi nada. La verdad es que su cuerpo aguantó mucho más de lo que el mismo esperaba. En su departamento amplio y lindo, había botellas de todo, en un anárquico orden: bebidas desde las más finas, hasta las más infames, bidones de chicha, frascos de alcohol medicinal, botellas de cerveza, whisky, tequila, brandi, coñac, etc. Para alimentarse, sobre una mesa, una botella de ―Papaya Salvieti‖, un bolsa con tres pesos de marraqueta, y unos cuantos plátanos. Era extraño que ese haya sido el alimento del sujeto despeinado, pues hablamos de un joven y relativamente bien acomodado abogado. Con el alcohol en la cabeza, entró a su cuarto. La cama llevaba tres semanas sin tenderse —mismo tiempo que él sin bañarse—, tanteando entre el desorden, y a su torpe paso de borracho, tropezó y cayó de bruces, a un costado de la cama. Se rió como teniendo lastima de él mismo. Se levantó y se sentó. Era la primera vez que estaba en ese cuarto y apoyado en esa cama tamaño matrimonial, desde que hace tres semanas su novia y concubina decidiera terminar la relación, dejándolo solo, y marchándose con

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todas sus cosas. En tres semanas, no había podido siquiera pisar el cuarto en el que compartieron tantos momentos, tantas palabras, tantas travesuras… tantos recuerdos. No había podido conciliar el sueño sobre la cama cómplice en sus noches de romance, en sus sensuales aventuras y picosos juegos de amor, en la que una y mil veces habían afirmado con sudor, pasión y deleite su juramento de amor eterno. Tal vez adormecido por las ingentes cantidades de alcohol que había bebido, pudo estar ahí, sentado en esa cama. De pronto se sintió aturdido: es que sentía venir de algún lado el olor de su susodicha ex mujer. No había donde perderse, pues él, el sujeto despeinado, conocía muy bien aquel olor; jamás lo pudo definir como parecido a algo, lo más cercano a lo que pensaba que se acercaba, era que tenía un dejo dulzón a la vez de una pisca de amargo; esos eran los sabores fuertes, de fondo y más suave, un olor a campo, a libertad, a brisa y a hierva. ¿A que era ese olor? ¿Cómo se definía, o se aproximaba a algo? Era solo a ella, delataba solo su presencia. Era el olor que salía de su piel desnuda cuando se amaban, era el olor que se mezclaba con fragancias y perfumes durante el día, era el olor que se quedaba en cada una de sus prendas de vestir, sucias o limpias. No había olor parecido en nada o en nadie. Aturdido, se levantó, y dejó que su nariz se ocupe de las pesquisas para hallar la fuente de ese olor que lo estaba enloqueciendo. Recorrió todo el cuarto, y ubicó la esquina que concentraba. Tuvo miedo, pensó que ya había enloquecido. Se armó de coraje, y se dirigió a la mencionada esquina. El olor salía de un tacho de plástico, color verde lechuga, donde ella solía poner su ropa sucia. Abrió el tacho, y se encontró de frente con la fuente del olor: se trataba de una prenda íntima que había sido olvidada en el afán del escape. Era Sensual, como cada prenda de lencería que ella tenía. Era negra, con un pequeño moñito en la tela elástica de la parte superior frontal, que se encarga de aumentar la curiosidad y la pasión de las partes púberes. El sujeto despeinado, tomó dicha prenda, y la abrazó, sintió el olor concentrado de mujer y amor en esa prenda. Fue mucho para él, sus piernas no aguantaron, mientras su corazón marchaba acelerado. El alcohol acumulado en su cuerpo se encargó de lo demás.

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Entró en un coma etílico. Un grupo de amigos iba a visitarlo y subirle la moral —al mejor estilo de la publicidad de Entel—, preocupados por su desaparición. Lo encontraron justo cinco minutos después de que perdiera el conocimiento, botado en el suelo, y aferrado a esa prenda intima, fuente del olor que le brindaría su último éxtasis. Fueron esos amigos quienes se encargaron de llevarlo al hospital, y comunicarle la noticia a la dueña de la prenda. Ella asustada, acudió de inmediato, ingresó al cuarto 206 en el segundo piso del hospital. Apestaba a alcohol. Lo vio y se puso a llorar. Primero con algo de rabia. —¿Por qué siempre tienes que hacer cosas así? —Le reclamaba con dolor con frustración y con ira al cuerpo inconsciente ¿será que le escuchaba?— ¡tú y yo sabíamos que esto ya no daba más! ¡Pero no! Tenías que tratar de ser el víctima, como siempre… ¡ahora mira! Se quedó en silencio un rato más mientras lloraba, luego volvió a hablarle, con un poco más de calma pero igual de angustiada —Los doctores dicen que tal vez tengas muerte cerebral, harán un examen en unas horas para saberlo, pero por favor no me hagas esto, levántate, despierta… podemos hablar bien cuando todo esto pase. —Le tomó la mano— Estarás bien loco, pero de todas formas, se y siempre sabré, que nadie me ha amado como vos. En ese momento, un par de lágrimas se derramaron de los ojos del sujeto despeinado, al darse cuenta, la mujer llamo de emergencia al personal médico, para dar parte de lo ocurrido. Ni bien ingresó todo el equipo, el monitor de control de signos vitales, indicó que el organismo del sujeto despeinado, había colapsado.

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Luna de Miel Hoy te ves hermosa. Solo viéndote, entiendo como el arte, en todas sus expresiones tiene forma femenina, y sus mayores representantes, son bellas diosas llamadas musas. Es que no hay donde perderse, dejas un aire de inocencia pecaminosa que alborota y desordena los sentidos de cada hombre —y por qué no, alguna mujer— que por alguna u otra razón, tiene contacto contigo. Hoy tienes tus castaños cabellos peinados con una trenza, que reposa con gracia sobre tu hombro derecho, bordeando delicadamente la periferia de tu cuello. Vistes una blusa floreada, fresca, de delicada y delgada tela, que se aferra suavemente a tus hombros atreves de un par de tiritas, mismas tiritas que sostienen el resto de la prenda, llevándola a tu cuerpo, acariciando tu cintura, y cubriendo así tus monumentales pechos. Bien abrazada a tus caderas cae una falda relativamente larga, ligera y holgada; que cubre las intimidades de tu cuerpo hasta más o menos la altura de tus rodillas. Después se contempla la maravilla de tus piernas perfectamente torneadas, unas pantorrillas al mejor estilo cochabambino; tus altas canillas y tus pies delicados —pies casi desnudos, los cubren unas sencillas sandalias— de precisa forma, y esa curva plantar que desborda delirante sensualidad. Cada uno de tus dedos de calculada proporción, en orden de tamaño, y cubiertos por unas delicadas y decoradas uñas: Tus pies son una delicia que lleva a la locura. Tu rostro angelical, exhibe una perlada sonrisa, llena de alegría y gracia, delimitada por la fresa de tus labios rojos y carnosos, haciendo el contraste con tu piel blanca; hacia arriba se halla tu perfilada nariz, y tus bellos ojos cafés. Tu rostro se encuentra delimitado por tus tiernas mejillas. Tienes en los brazos y manos algunas marcas de heridas pasadas, y alergias, que lejos de quitarte gracia, potencia tu belleza y delicadeza. Caminas bamboleando tu cuerpo con un ritmo tan musical, que da la impresión que bailas a cada paso que das; y es que esa es

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otra de tus gracias, y justamente por esa, me enteré de tu existencia. Me explico, tu sabes bien, que por toda la gracia que tienes, la fraternidad de caporales en la que bailas, te eligió para que los representes en aquel concurso de belleza, tradicional de carnavales, en el que compiten todas las fraternidades; ¿Cómo no ibas a ganar? fuiste coronada como ―reina del carnaval cochabambino‖. Este hecho, excelentemente cubierto por los medios de comunicación, hizo de ti una imagen pública. Me encontraba desayunando la sagrada taza de café sin azúcar, con una tostada con mantequilla y picadillo, y mientras leía el periódico, cayó en mis manos el segmento de noticias sociales, que en primera plana y a todo color, exhibía tu fotografía que cubría toda la portada: tu pelo lacio enmarcaba tu rostro, sonreías coquetamente, y apoyabas una de tus manos en tu cintura. Me quedé absorto. Leí apresuradamente tu nombre, y la entrevista que te hacían. Descubrí así que estudiabas medicina, y que hacías el tercer año de la carrera — doctora por favor cúreme que muero de amor por usted—. Fue lo primero que necesité saber para empezar a conocer cada una de tus reacciones, cada uno de tus actos de rutina, y hasta tus expresiones. A tanta perfección tuya, es obvio sentirme intimidado por las tremendas cantidades de gavilanes que acechan cada uno de tus pasos, aprovechando la mínima oportunidad para coquetearte, tratar de convencerte, tratar de conquistarte; yo los miro desde lejos, preocupado por que alguno te convenza con todas las mentiras y habladurías que siempre te ofrecen, y así te alejen de mi. Esto no puede pasar, pues aunque aun tú no lo sabes, yo soy el hombre de tu vida. Estamos destinados a compartir una vida juntos, por eso debo obrar pronto. Tu no me conoces, pero veras que yo si te conozco a ti —y mucho mejor que nadie, podría afirmar—, esto no me preocupa, porque una vez que estemos juntos, tendrás toda una vida para conocerme y amarme; Sé muy bien que tal vez al principio no lo hagas, tal vez incluso me odies, pero solo es cuestión de tiempo, pues te darás cuenta que yo soy aquel que Dios preparó para ti, para cuidarte y protegerte como la reina que eres —y no solo del carnaval,

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sino también de mi corazón—. Decidí esto el otro día… yo me encontraba escondido entre unos arbustos, frente a tu casa —16 de julio, entre La Paz y Ramón Rivero—, siguiendo un oscuro callejón en el que tengo un buen refugio, y me brinda una prefecta visión a la ventana de tu cuarto — no te asustes por esta actitud de observarte, es lo más normal del mundo, lo hago desde que vi tu foto en el diario, por eso es que sé tanto de ti— y con los binoculares que llevaba te veía saltar, bailar. Luego te pusiste pijama, y te cambiaste frente a mi sin ningún pudor ni vergüenza —¿será porque me amas?—, te sentaste en la computadora, y te quedaste horas frente a esa pantalla, luego levantaste el teléfono y hablaste un rato. La expresión en tu rostro cambió, parecías angustiada y preocupada. Después de hablar casi una hora, colgaste y apagaste tu computadora; te acercaste a la ventana, la abriste, apoyaste tus brazos en el marco inferior, y encendiste un cigarrillo. Entonces viste hacia el lugar en el que me escondía, era como si nos estuviéramos viendo fijamente a los ojos, bajo la luna llena de esa noche estrellada. Fue el momento más romántico de mi vida; mi corazón latió como una estampita de búfalos. No me importó que en la tarde te viera bastante cariñosa con un imbécil de esos que te molesta, no me importó que al momento de tomarle la mano y regalarle un abrazo, yo me haya puesto rojo de ira y verde de celos. No me importó que haya querido morir ese instante. Eso ya no importaba, era el momento más bello de mi vida, y necesitaba perpetuarlo con algo. Terminaste tu cigarrillo y cerraste la ventana, apagaste la luz de tu cuarto y te acostaste; aquella era la oportunidad perfecta para conseguir ese algo que se encargaría de perpetuar por la eternidad ese mágico momento entre los amantes que aun no habían estado juntos. Después de un rato de oscuridad en tu alcoba, me acerqué a tu casa, trepé el muro, y me lastimé con el alambre de púas que supuestamente protegería tu casa, para no ser profanada por extraños como yo. No me importó, no me dolía. Caí a tu jardín, y avance lentamente, para no hacer ruido y no despertar a nadie, ni a tu mamá, ni tu hermana, y menos a tu perro. Y lo conseguí, nadie se percato de mi presencia,

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subí las escaleras, y caminé hasta el fondo del pasillo, donde se encontraba el umbral que dirigía a tu alcoba; ingresé y te vi dormir, pero no podía tomarme mucho tiempo, pues en cualquier momento podría despertar alguien, y más que traerme problemas, sería el fin para mis planes de amor contigo. Así que casi al vuelo, tomé unas tijeras de tu escritorio, me acerque a tu cama, y con delicadeza, corté un mechón generoso de tu pelo —olía como a naranjas y goma de mascar, además de llevar por su puesto, el olor tuyo— me arriesgué y te di un beso fugaz. Salí rápidamente, evitando que me descubran, lo conseguí. Llegué a casa emocionado y feliz, era la prueba de amor que estaba esperando de ti. Entonces tomé mi decisión, no hay tiempo que perder. Ahora espero en mi auto —disfrazado de radiotaxi, de la empresa que siempre utilizas— pues saliste a bailar con tus amigas. Espero que salgas de la discoteca, y yo ofreceré mis servicios, no desconfiaras. Justo ahí vienes. —¿Móvil señorita? —Sí, gracias. —Subes— a la 16 de julio, entre La Paz y Ramón Rivero, por favor. Mi corazón late aun más fuerte, estoy muy nervioso, ¡por fin estaremos juntos! Nos besaremos y haremos el amor. Seré tu hombre y serás mi mujer. No puedo distraerme, tengo en la guantera las tiras de tela de algodón para amárrate —no quiero lastimarte con cualquier vulgar cuerda—, un paño, y un frasco de cloroformo.

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Encuentro en El Prado Sentado en la fuente del prado —punto urbano de encuentro casual— miro sin esperar a nadie ¿o tal vez si? Observo cómo cada persona se va encontrando con quien espera: amigos, novios, amantes, confesores, compañeros, condiscípulos e incluso desconocidos; mientras el viento frio de julio se encarga de estrechar los vínculos emocionales, con manifestaciones físicas de cariño, aprecio y estima, O sea abrazos, besos de todo tipo y manos ajenas que prestan calor. ¿A quién espero yo? Probablemente sea que espere recibir calor de unas frías y huesudas manos; el abrazo de plata, frio y doloroso. El beso que seca hasta los huesos. Una pareja se encuentra, comparten un beso y huyen a la felicidad que buscan —sea en un escondite, sea a la vista de todos—. Yo me levanto y los sigo por las calles del prado, camino mirando a ningún lado; mientras del cielo, como dádiva, cae un ladrillo por descuido de un albañil que trabaja a vertiginosa altura. Cae y se destroza en mi cabeza, y yo huyo a la felicidad que busco.

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Encuentro en la Neblina Se encontraba un borracho perdido entre densas nieblas altiplánicas —váyase a saber cómo cuernos llegó allí—, bailando morenada aun sin quererlo, por verse su cerebelo afectado por el alcohol. Tanteando el borroso horizonte, vio una sombra difuminada avanzando entre las nieblas. Tratabase de un sujeto que andaba igual de perdido que él. —Disculpe señor –dijo el borrachito— ¿me podría indicar como llegar a la ciudad, o algún lugar donde reposar? —lamento no poder serle de ayuda —contestó el caminante— pues verá que yo ando vagando buscando la tumba. El borracho se asustó por la respuesta, pensando que es mejor encontrarse con la tumba que buscarla. Se Despidió preguntando antes el nombre del aparecido —por si acaso—. —Felipe Delgado —le respondió.

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Amantis Aqua el otro día fui un río Andrea Padilla

Tal cual el agua corre buscando libertad estaba ella. Los cantos, las palabras y las imágenes siempre mojaron nuestros sentidos, y absortos dejamos de ser para ser. Ella estaba ahí, fría y arrasadora, peligrosa en su conjunto y mansa en su percepción: arrastrando, golpeando, ahogando, y a la vez refrescando, acariciando y dejando flotar sobre ella todos nuestros miedos y dudas, hacia un océano incierto. Todos los ojos estaban sobre ella, y ella en el mundo que siempre quiso construir, ondulante se movía como olas, abrazaba con sus largos brazos y te hacía sentir amado; consiente de ser observada, consiente de llevar más de lo que puede cargar, consiente de querer más de lo que puede amar, consiente de dañar más de lo que en realidad le gustaría —en realidad no quisiera dañar a nadie, pero es su naturaleza: benéfica y destructiva—. Sin ella no se vive, y ella te puede llevar a la muerte. Todos los ojos estaban sobre ella, y —con esa bipolaridad tan marcada que causa el teatro— aumentaban el nivel del rio, adelantando la sal que la transformaría al llegar al océano, en esa metamorfosis de dulce a salada. Los ojos estaban sobre ella, los ojos la observaban, los ojos la amaban y los ojos lloraban; mientras ella fluía sobre el escenario, el escenario que es el mundo, la obra que es la vida, y ella la actriz que se desenvuelve con tal habilidad, que ella misma cree a su personaje, ella cree amar. Y mientras ella fluye, las manos se golpean las unas a las otras en esa acción casi masoquista que se llama aplauso, porque ella cree, tú crees, yo creo, todos creen, y el aplauso —nótese que aplauso y amor empiezan ambos con "A”— es el testimonio de la fe ciega. Ella seguía fluyendo, mientras unos navegaban sobre ella,

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otros jugaban en sus orillas, niños reían mientras batían sus pies, y yo sediento, me agaché a beber de ella. Bebí y bebí, pero jamás me sacié. Tenía en mi boca el sabor agridulce de su amor —amor de teatro— y me hice adicto, pasé semanas, meses y años bebiendo; sus aguas me embriagaron y ya no podía dejarlas; solo quise morir bebiendo, ebrio de ficción, creyendo como las aguas creían. Entonces todo se aclaró ante mis ojos —ojos que también estaban sobre ella—, y supe que debía morirme en su caudal, ahogarme en sus besos. Me sumergí, y seguí bebiendo, llenaba mi boca con su sabor, y mi estomago con su frescura. Me sumergí y seguí respirando, sintiendo su acuosa fragancia, y llenando mis pulmones de ella en lugar de oxigeno. Me sumergí en su profundidad como buscando en sus entrañas la esencia de mi ser, que alguna vez había sido dejada ahí. Mis ojos veían el paisaje de su interior cual solo se ve atreves de lagrimas, mientras me sumergía inerte, buscando el fondo… mas no morí. Y ahí estaba yo, inerte pero con vida. Sin cambiar de forma asumí mi nuevo rol inanimado, y sin poder volver a salir de ella, tomé lugar en su profundidad. Fui una piedra Soy una piedra, una de las que se encarga de delatar su presencia con el ruido que genera mi arrastre. Piedra que siento, piedra que amo el agua a mi rededor, piedra que sumergido en la forma de ella, que habitando la profundidad de su interior, jamás seré parte de ella. Todos los ojos están sobre ella, los míos ya no… ahora están dentro de ella

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En el Valle de la Sombra y la Muerte En el valle de sombra y de muerte habitan los desgraciados. Aquellos para los que la felicidad de verdes praderas, arcoíris detrás de cataratas, jardines de rosas, jardines de cartuchos, jardines de girasoles, cometas en el cielo, manos que se entregan, besos eternos, sexo con amor y corazones que sonríen, fue negada. En el valle de sombra y de muerte habitan los desgraciados. Entes sin forma, sombras con aliento a alcohol y olor a pastillas; con sogas en los cuellos a manera de corbatas, surcos en las muñecas, y pechos abiertos que exhiben sin pudor y sin vergüenza corazones zurcidos y parchados, remiendos superpuestos y asegurados con agujón e hilo de grueso cáñamo —acá el glamour de hilos absorbibles estériles y suturas quirúrgicas no existe—, exhibiendo zigzagueantes caminos de fibras, hilos que son en realidad cuerdas, y estás jamás serán removidas; negras y putrefactas en algunos casos. En el valle de sombra y de muerte existe un pantano, los más optimistas lo llaman laguna; un espacio que en su interior contiene la mezcla de agua salada —por las lágrimas de los desgraciados que se echan a llorar sus desgracias a las orillas— y alcohol dulce —que se filtra desde su propia fuente interna, en las profundidades, tal vez desde el Hades; algo así como las aguas termales—. Por demás está decir que es la única fuente de líquido en todo el valle, y todos los desgraciados beben de ella con embriagante dolor. En el valle de sombra y de muerte no existe el Amor, sino que desgraciados y desgraciadas entregan sus cuerpos los unos a los otros, sin reparos ni temores, sin pudores, sin ilusiones y mucho menos sueños de amor. Se juntan y luego se olvidan. Disfrutan el éxtasis que la carne les exige, y luego regresan a sus miserables miserias, parodias de muerte. En el valle de Sombra y de muerte cuelgan de los árboles sujetos inertes y rígidos, con la soga en el cuello, y el otro extremo bien amarrado a una rama, imitando angelitos en los árboles de

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navidad. Están distribuidos a diferentes niveles y en algunos casos saturando la totalidad de la copa; al caminar, uno puede golpearse la cabeza con los pies de los colgados a más bajo nivel. En el valle de sombra y de muerte existe la risa. Es la expresión de los desgraciados más antiguos, pseudocurtidos a su dolor, que se mofan de todo: del odio, del amor, de la paz, de la guerra, de su dolor, del dolor ajeno, de la felicidad y la alegría. Sus risas sardónicas muestran también su temor, pues la usan como espada, y queriendo protegerse, siempre hieren a un tercero o a un segundo sin que realmente lo merezca, sea habitante del valle o no. En el valle de sombra y de muerte rio, saludo, me junto, estoy, bebo, lloro, aúllo, me cuelgo, muero sin morir, remiendo mi corazón y saco sus gusanos. En el valle de sombra y de muerte habito, soy un desgraciado.

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Una loca histeria de amor El viento soplaba con algo de fuerza, bamboleando con sabor cubano los molles vallunos del patio del hospital psiquiátrico. Nadie podría precisar a ciencia cierta porqué razón ahora se llaman así y ya no se utiliza el término ―manicomio‖. Algunos dicen que es porque no viene al caso, porque viene de la voz ―maní comió‖, y allí maní no se comió, ya que el maní no es la fruta del pecado original, o sea de la locura, o sea la manzana del conocimiento del bien y del mal; aunque aún hay dudas de que realmente se trate de una manzana, probablemente sea una metáfora. ¿Metáfora de qué? Vaya usted a saber, aunque quizás Freud o alguno de sus discípulos dirían que se trata de algo sexual, de la relación que le dio Adán a la forma de manzana con la espalda baja —por ser educados— de Eva, y esto, por la ausencia de una imagen femenina de control, llamada madre. Probablemente por esta misma razón, Adán tendría un serio problema en su etapa oral, y una terrible frustración por la falta de complejo de Edipo. Eran las ocho y media de la mañana, cuando el ambiente se vio interrumpido por la llegada de los nuevos internos —Entiéndase también: pongos, lacayos— recién saliditos de las aulas, con la misión de sobrevivir a su breve rotación por el hospital psiquiátrico, y salpicarse un poco de la locura colectiva de ese recinto, ya que sólo unos cuantos optarán por convertir esa locura en una religión, o sea una especialidad. El director de aquel nosocomio —porque como dijimos, allí no se comió maní— decidió empezar el día con una reunión en el auditorio, para presentar al personal a sus nuevos lacayos, y a los nuevos lacayos a sus nuevos mentores. Aquel Hospital psiquiátrico era dirigido por el doctor José Antonio Sossa Medrano, y los docentes encargados para los nuevos internos serían el doctor Julio Del Rio Luna, y el doctor Luis Alberto Salamanca Prado. La reunión no duró más de diez minutos. Acto seguido, los doctores Del Río y Salamanca procedieron a la repartija

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de alumnos. Del Rio —diez veces divorciado— prefería a las señoritas, y salamanca—infelizmente casado— a los ―sopla mocos‖. Quedaron dos a tres, el doctor Del Río con dos exuberantes y sinuosamente torneadas señoritas, y un despistado muchacho, un caído del catre. El Doctor Salamanca en cambio, tenía en su dominio un par de chupamedias profesionales, corchos hasta lo enfermizo. Empezaron la visita juntos, mientras los mentores probaban poco a poco los conocimientos de sus internos. Pasaron la mañana, explorando cada caso y cada paciente, para llegar a tomar familiaridad. De pronto la situación se puso extraña, estaban parados en la puerta del cuarto 206. Era todo un cuarto para un solo paciente, y eso sólo se veía en casos extremadamente peligrosos y en recintos de mayor seguridad. Ante el miedo que no disimulaban los internos, el doctor Salamanca se adelantó y les dijo con el aire de autoridad encontrada que tanto le gustaba: —Bueno muchachos… Creo que van a encontrar a este paciente interesante. Pongan atención. El paciente acá internado, es el doctor Lucas Andrés Santibáñez. La razón por la que goce de un cuarto para él solo, y otras comodidades más se encuentra en que también era psiquiatra, y no cualquier psiquiatra, era uno muy bueno. Era docente del Doctor Del Río y mío, cuando hacíamos la materia teórica en la universidad. Dicen que amar demasiado puede ser peligroso… Acá esta la prueba. Por favor sean respetuosos. —Además —agregó Del Río— es amigo personal del doctor Sossa Medrano… Dicho esto ingresaron al cuarto. El ambiente era interesante. El antiguo mentalista tenía las paredes atiborradas de textos pegados, canciones —en su mayoría cuecas—, poemas, cuentos, ideas sueltas de una o dos líneas. El poema que más llamaba la atención, por ser el más grande, con letras en perfecta caligrafía ―palmer‖, y de situación privilegiada, era: ―Al pasar un cometa (en lo alto de la ciudad oscura)‖ de Jaime Sáenz. El doctor Lucas Andrés Santibáñez se encontraba sentado en el piso, con la mirada fija en la nada, una larga y plateada cabellera, y una gris barba criada con una estética muy irregular. Los pies descalzos, con las plantas sucias y curtidas, que revelaban que no usaba calzado nunca, y las uñas de regular tamaño pero irregular forma, que delataba que el loco ex-loquero realizaba su pedicura con

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cualquier objeto que encontrara a la mano. Al momento de ingresar, se encontraba recitando las últimas líneas del susodicho poema favorito. No interrumpió su declamación con la llegada de las visitas. —―...Me cortaré una mano por cada suspiro suyo… Me sacaré un ojo por cada sonrisa suya… Me moriré una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, mil veces… Hasta morir en sus Labios… Con un serrucho me cortaré las costillas para entregarle mi corazón… Con una aguja Sacaré a relucir mi mejor alma para darle una sorpresa los viernes por la tarde… Con el aire de la noche, cantando una canción, me propongo vivir trescientos años en su hermosa compañía.” —Buenos días doctor —saludó Salamanca, tal vez interrumpiendo el finalizado poema—. Venimos a la visita diaria, y a presentarle a los nuevos internos. —¡Qué bueno, han llegado los carteros! —Sí doctor, nos llevaremos la carta de hoy —prosiguió Del Río— pero antes queremos saber si es que ha vuelto a aparecer… —Sí, Anoche vino y me dio un beso… dijo, que lo sentía, que no dejó de amarme, se recostó a mi lado. Nos abrazamos, nos besamos con intensidad, e hicimos el amor. Pero así desnuda como estaba, volvió a desaparecer. Al decir esto, se quebró la voz de Santibáñez, y los ojos se le humedecieron un poco. Ese era el demonio que lo perseguía, el del amor fugitivo, frustrado e irreal. Le pasó cuando de profesional, la mujer que amaba con intensidad y delirio, se marchó de su lado, con todo el derecho que tenía de buscar un amor verdadero, y no la parodia de sentimentalismo y lástima que vivía con el ser que daría la vida por ella. Pasaron seis meses de depresión clínica —que era tratada por su colega y amigo José Antonio Sossa Medrano— para que las alucinaciones comiencen, y vea como su ―negrita‖ —que así la llamaba él— venga buscando redención, y vuelvan a fundirse en una llamarada de pasión. Las visiones eran tan reales, que Santibáñez experimentaba en cuerpo la orgásmica sensación de estar entre las piernas de la mujer que aún amaba, y que se le aparecía en la mente para hacerlo saber amado. Al no tener familia que vele por el estado de su colega, Sossa Medrano consiguió internarlo con muchos privilegios al Psiquiátrico en el que ambos trabajaban, y del que luego sería director. Santibáñez tenía un patrón de conducta bastante tranquilo, los únicos problemas que podría haber en relación a su

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cuidado, eran que se tenían que cambiar las sábanas de su cama a diario, por el resultado físico de sus alucinaciones mentales, y que se comía una piña al día. Andaba siempre descalzo, leyendo o cantando, pues era fanático de la música, pero sobre todo de la cueca, y se pasaba las tardes cantando en una trabajada voz de tenor, aquellas cuecas corta venas con versos desgarradores; tales como “He de morir borracho, hecho pedazos, loco de amor”, o “No le digas que me has visto, no le digas que la quiero… en un rincón del olvido no le digas que la espero”. En sus momentos de extraña lucidez, aún tenía la capacidad de diagnosticar enfermedades no sólo mentales, sino también físicas. Podía aconsejar a sus colegas en conductas terapéuticas, e incluso podía dar consejos personales. Escribía una carta a diario, a su "Negrita", que lo volvía a dejar noche tras noche, diciéndole que jamás volvería. La carta siempre decía lo mismo, si alguna vez variaba un poco, eran simples detalles que no tenían importancia. La conversación prosiguió. —No entiendo a esta mujer… jura que me ama y me dice que no me ama, ni me amó, ni me amaría, ni me amará. Tomen la carta, saben donde dejarla. —Sí doctor, así lo haremos —prosiguió Salamanca siguiéndole el juego, y añadió— pero no se olvide tomar sus medicinas, de lo contrario no habrá piña hoy. Dicho esto, salieron del cuarto, dejando solo a Santibáñez. Del Río llevaba la carta, que obviamente no se dejaría en el lugar indicado, sino iría a parar al escritorio de su consultorio. Mientras los internos y sus mentores hacían el análisis clínico del caso, una de las simpáticas internas, Susana Vásquez, tenía la mente en la romántica idea de amar hasta enloquecer, por eso, le parecía admirable la pasión y locura del caso que acababan de presenciar. Estaba absorta. Tuvo tal interés en el caso, que luego de la visita, preguntó al doctor Del Río Luna, si podía ella leer la carta, para estudiarla y así encontrar nuevos aspectos escondidos entre las líneas escritas. Del Río accedió, no con la esperanza de que su ―prodigiosa‖ —que así la consideraba él, pero no precisamente por ser un As académico— alumna encontrara una nueva clave en el cuadro clínico del paciente, sino respondiendo simplemente a sus bajos —bueno ni tan bajos, del medio un poco más al sur— instintos de galán empedernido. Después del descanso del medio día, y habiéndole costado un

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almuerzo con el doctor Del Río, la atractiva interna consiguió la carta. Susana Vásquez era el ejemplo de la divinidad hecha pecado, era una delicada y torneada figura de tez morena y pelo lacio, recogido y peinado con un sobrio moño; rebosante en gracia. Acabada la jornada de trabajo, Susana llegó a casa, se acostó para dormir, y tomó la carta, leyendo y re leyendo cada palabra y cada oración del loco corazón, que exigía una explicación. La carta decía: “Negrita: ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuántos años desde aquel veintiséis de junio, cuando debajo del tercer pino, al costado derecho de la entrada principal del coliseo de la universidad, nos besamos por primera vez? Desde que te has ido, dice el Antonio que he enloquecido, y me han metido de paciente al psiquiátrico en el que yo mismo trabajaba de médico… ¿chistoso no? Los locos tenían razón en una cosa: la comida es horrible en este boliche, pero no me quejo, porque me dejan comerme una piña al día. Ah… no te expliqué eso; bueno resulta que desde que te fuiste se me da por recordarte con todo, y ya me creé el habito de comer a diario tu fruta preferida sólo por recordar al mundo que sigues en mi corazón. Y es que a mí no me gustaba la piña, creo que nunca te había dicho eso, pero me llena la boca de heridas. Pero por vos, y con vos aprendí el gusto no sólo a sabores exóticos, sino también a situaciones exóticas, a detalles simples y hasta a cosas pequeñas que rompen la cotidianidad. Con vos aprendí a caminar descalzo, y a disfrutarlo. Bueno negra, sólo quiero saber cuándo volverás. Este es un juego cruel. Como terapia alternativa, Antonio me contó que ya hace varios años que te habías enamorado de un cojudo, un galán de caricatura, y encima más feo que pegar a tu mamá. Que te habías casado y tenías tres wawas. Me resistí a creerlo, debe ser una mentira de Antonio que investiga alguna forma de innovar con mi tratamiento. Además cuando te fuiste llevabas en el vientre una criatura mitad mía. No me lo dijiste, pero yo lo supe casi al mismo tiempo que tú, pues no olvides que soy médico, noté tus síntomas, y me lo

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confirmaron unos resultados de laboratorios que encontré entre tus cosas. Te fuiste a los dos días, no sé por qué, si un niño era lo único que estábamos esperando para poder comenzar un hogar. Hablando de eso… ¿Cómo está mi hijo o hija? ¿Cuántos años ya tiene? ¿Fue el varoncito que pedía para continuar con la tradición de mi apellido, o la niña que me robaría el corazón? Bueno negrita, yo te sigo esperando, en el cuarto 206 del manicomio. Tuyo: Lucas” Terminada la lectura, Susana Vásquez llenó su pecho con exagerado aire, para dar lugar a un suspiro tan emocional que ella no lo entendía. Fueron pasando los días en el hospital, con la rutina clásica a la que ella ya se había acostumbrado: Lidiar con los locos de los pacientes, y lidiar con los locos de los doctores, sobre todo, con el doctor Del Río, que seguía llenándola de indirectas e invitaciones. Ella no estaba en la voluntad de ceder a los caprichos del promiscuo mentor. Empero, si había desarrollado una atracción extraña por uno de los doctores del nosocomio, pero se trataba justamente del único que siendo médico, era paciente; esto había pasado por el extremo interés que había puesto al caso; pues no dejaba de seducirle la idea del romanticismo extremo y literal —esto es priorizar los sentimientos antes que la razón— de su paciente, y se sentía conmovida por la espera autentica a un amor. Con el tiempo, llegó a la conclusión de que el amor es lo más falso que existe, que sólo se trata de un juego practicado por masoquistas y que a la larga no deja nada de utilidad. Aún así sentía algo extraño al entrar al cuarto de Lucas Andrés Santibáñez y verlo sentado en su cama, recitando todos los días el mismo poema, cantando todos los días las mismas cuecas, comiendo todos los días la misma fruta, andando todos los días con los pies descalzos. Sandra sentía que eso era amor en su esplendor y gloria; su

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mejor definición, y se conmovía al punto de estremecerse su cuerpo. Sentía algo extraño, cuando todos los días leía la carta nueva, igual a la anterior que Santibáñez había escrito para su amor fugitivo, dándole siempre las indicaciones de donde dejar esa carta: el pino bajo el cual, hace muchos, muchos, muchos años Santibáñez besó por primera vez al amor de su vida. Susana Vásquez se vio en conflictos, pues sentía la historia y la locura de Santibáñez con tanta intensidad, que esa historia se fue haciendo también suya. Ella estaba de turno aquella noche en el hospital, la oscuridad era envolvente, y el silencio absoluto. Fue como en ronda, para controlar que todo esté en orden cuarto por cuarto, paciente por paciente, por último se vio de frente a la puerta 206. Sintió un escalofrió por todo su cuerpo, sintió que el corazón le latía con más fuerza, sintió que sus piernas no la sostenían, sintió la respiración dificultarse, sintió una tibia y húmeda sensación por su cuerpo, siguiendo una trayectoria caudal. Respiró profundo y entró a la habitación, teniendo el deseo de sorprender al paciente en una de sus alucinaciones de amor, y así, ser testigo de lo que realmente significa ―hacer el amor‖ aunque sólo uno de la pareja este ahí. Sin embargo, llegó tarde, pues estas alucinaciones acechaban al doctor Santibáñez siempre antes de dormir, y al momento de entrar ella, lo encontró plácidamente dormido entre sábanas húmedas. Empero el anhelo de Susana por hacer algo con pasión y amor por esa pobre victima de Cupido, lejos de irse había aumentando; así que aprovechando la oscuridad, se quitó sus ropas de hospital, dejándolas bien acomodadas sobre una silla, y quedando ella perfectamente desnuda. Caminó bamboleando con sabor cubano su cuerpo detalladamente torneado, como haciendo antojar la manzana del pecado original —según Freud o alguno de sus seguidores—, con la complicidad de la noche, que daba a su inmaculada desnudez un brillo plateado, cortesía de la luna. Descubrió las capas que envolvían al loco y se recostó a su lado. Lo despertó con un beso. —¿Negrita? —preguntó aturdido. —Shhhhh —respondió Sandra mientras presionaba los labios de él con su dedo índice—. No preguntes… hoy haré que te sientas

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amado. —¿Pero… desaparecerás otra vez? —Debo hacerlo, de otra forma no podré amarte. En este punto de la conversación Susana no sabía si hablaba por ―la Negrita‖, si hablaba por ella misma, o si hablaba por ambas; pero no le importó. Le dio un beso para evitar más diálogos que lleven a enfrentarla con ella misma en lugar de continuar con su misión, que era la de hacer sentir por lo menos un poco de amor al hombre que había enloquecido por la fuga de este. Mientras lo besaba, fue despojándolo con cariño de sus prendas de vestir, una a una, hasta que ambos quedaron en la libertad de la desnudez. Santibáñez le acariciaba el cuerpo, le besaba el cuello, pasaba la lengua con delicadeza por la oreja, que eran acciones que enloquecían a la ―Negrita‖ a la hora de calentar los motores para la pasión, y que ahora tenían el mismo —o incluso mejor— resultado con Susana. Se acomodaron para el amor. —No tienes idea de cuánto te amo. —No tienes idea de cuánto te amo yo —respondió extasiada Susana, y añadió para confortar el corazón de su paciente—, de cuanto te amo, de cuanto te amé, de cuanto te amaría y cuanto te amaré. Los dos cuerpos prosiguieron en su intención de ser uno, jugando rítmicamente, haciendo formas, atravesando corazones, limpiando respiraciones, redimiendo sentimientos. Por fin, explotaron en amor. Después de un rato de permanecer juntos en silencio, Susana le dio un beso, se levantó y caminó desnuda hasta la total oscuridad, donde estaban sus ropas. Antes de desaparecer totalmente del rango visual de Santibáñez, este le dijo: —Chau Negrita, estuviste acá, conmigo, eso me basta para saber que no estoy loco. Me basta para seguir amándote… —Adiós Lucas, estuve acá con vos, que eso te muestre que yo también te amo, sea en tu mente o sea donde sea. Yo también te amo. Susana Vásquez terminó de vestirse y abandonó el cuarto 206, con la satisfacción de haber vengado a una de las victimas de Cupido, y con la sensación de sentirse amada, a pesar de no ser ella a quien en realidad Santibáñez amó. Pensó de regreso a casa la noche del día

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siguiente, que lo gracioso puede tornarse triste de un momento a otro, que el amor se vuelve dolor el rato menos pensado, que la comedia se vuelve drama sin avisar a nadie, y que el humor se hace cursi, si se hace con amor. Volvería a la habitación 206 para retomar el mismo juego de roles, cada turno que debía cubrir, por el tiempo que le restaba en su rotación de psiquiatría; regalando amorosamente a Santibáñez, aquello que el doctor Del Río se moría por tener.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos:

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