Los papeles de la Sra. Beiker

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Los papeles de la Sra. Beiker (narrativa experimental)

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© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2010. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Dulcinéia Catadora (Brasil) _____________________________________________________ Impreso en: Imprenta ―Río Seco‖, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto. Derechos exclusivos en Bolivia Hecho el depósito legal: 3-2-1109-08 Impreso en Bolivia ______________________________________________________

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las primeras frases calibre veintiuno: (DE LA RECOPILADORA)

La Sra. Beiker salía empapada a recolectar hojas. Nunca regresaba sin historias. Armaba anagramas que caían de las cornisas, inventaba palíndromos que le servían para peinarse y se cubría con palimpsestos, por supuesto estaba loca. Su tiempo era el de la lluvia y su ritmo el del incesto. Sufría alucinaciones y decía que le llegaban cartas. Nació bajo el signo de un mal cometa triángulo. Reunía papeles y a jóvenes a su alrededor, todos ficticios y ficcionales, amorfos, irreverentes y con las armas bajo el paladar. Un día encontró una cita que decía: “somos los niños x en una ciudad x‖ y otra que negaba: ―todos los astros, todas las logias, todos los cleros de la ciudad i griega: género desconocido‖; la realidad de sus anécdotas poco interesa tanto como la existencia de sus autores. Algunas de sus obras perdidas fueron seleccionadas para este volumen, el resto se encuentra en manuales dispersos y revistas de ocio, las que siguen son historias verosímiles por su vacuidad, hastío y calma luminosidad.

Yerba Mala

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rota LOURDES REYNAGA

Desde el principio fue obvio, no hacía falta más que mirarle la cara para saberlo. La expresión de sus ojos lo gritaba, bueno, ME lo gritaba, lo sabía, lo supe en cuanto lo vi y aún así no dije nada. Tenía una certeza, la que detrás de todo se escondía una buena persona y nada de lo que Ósmar pudiera hacer cambiaría esa certeza. Frente a mí sus dedos temblaban y sus ojos se esforzaban por contener el llanto. Sostenía entre sus manos objetos, durante un tiempo demasiado largo como si no estuviera del todo consciente de los movimientos de su cuerpo. No necesité más que nombrarla para saberlo. Una palabra y de pronto un millón de imágenes se agolpaba en mi cerebro y la otra certeza, la que rige mi vida desde hace más de una década, también llegó a mí. Así, mientras nuestros cuerpos, nuestras voces, seguían el rastro de Lars Von Trier, desde ―El Anticristo‖ en retrospectiva hacia ―Bailar en la oscuridad‖ y la insuperable ―Medea‖, nuestras mentes, a años luz de distancia se encerraban buscando distorsionar lo que nos golpeaba una y otra vez amenazando nuestra cordura. Nuestra, así se leía en cada torpe 5


gesto, en cada mirada encontrada que reflejaba al otro, que se hacía de ojos azorados ante el descubrimiento del encuentro mutuo de un secreto. El suyo, nombrable y nombrado: Geraldine, el mío innombrable. Ambos buscando a Scarlett O‘Hara, ambos repitiéndonos inútilmente que pensaríamos en ello mañana, como si aún fuera posible desligarnos, guardarlo como una pieza desmontable y tomarnos un tiempo, en un día lejano, para encontrarle un lugar adecuado en nuestra rutina, pero conscientes también de que pensar en ello, en este momento o cualquier día podría llevarnos a la locura, cada cual identificándose con un momento distinto del personaje, con un contexto

diferente

para

la

frase,

cada

uno

con

un

distanciamiento que, en otras circunstancias, haría impensable la posibilidad de la empatía que vivíamos. Un giro inesperado, la nada ahogándose con cada copa, el alcohol en nuestro sistema y mientras las bocas se desviaban por los tortuosos senderos de ―Fando y Lis‖, mi mente se desconectaba, se encerraba en el temor, en la duda, en sentirme y no saberme del todo la mujer de ―A la folie pas du tout‖. Y sin embargo, nada fue tan complicado. Un recuerdo de pocos minutos y yo, viéndome en tercera persona, me ponía a llorar. No sé bien cómo –el cristal se opacó y transparentó muchas veces, el contenido fluyó por mi garganta- pero el momento regresó. Me vi de nuevo recorriendo en flashes 6


distintos escenarios, el castigo a los 13, Hombre y su primera mirada, el convencimiento, que apenas se gestaba entonces, el concierto a los 14, la trágica separación (todo es tan trágico a los 14), los tormentosos 16, la adrenalina circulando por mi cuerpo, yo encerrada en su armario, enterrando la nariz en su ropa, vistiendo su chaqueta gris, rasgando mi piel, impregnando con sangre el tejido (una bobería que casi le cuesta el divorcio y a mí me costó...) la desesperación de la huída, los espacios silenciosos,

los

encuentros

añorados,

más

secretos,

la

incertidumbre de si volvería a verlo, la confusión, la eterna interrogante, él me conocía, me sabía capaz de todo y más y aún así nunca terminó de distanciarse... ni de aproximarse. Ósmar formulaba una teoría, ―Santa sangre‖ hacía cortocircuito en su mente, la sinapsis al máximo, escuché una palabra, ‗atracción‘ mientras volvía a lo que no comprendía, a la necesidad, a esa palabra que tan bien suena en portugués ‗saudade‘ y que no termina de encontrar equivalente porque estaba otra vez contando los segundos, días, semanas, meses desde el último encuentro mientras mi piel estallaba y los ojos continuaban anegándose. Y de pronto es Ósmar tomándome la mano y aproximándola a su boca, percibo la tibieza, su bigote me cosquillea y lo sé, lo sabía, aliviado ante la excusa, ante cualquier cosa que lo alejara de su secreto. Mi última frase, la última en el bar: ―Nosotros nunca tendremos París‖. 7


Lo siguiente no importa, es tan sencillo como que ninguno tenía el valor de permanecer solo y tampoco confiarle al otro la descripción de su perseguidor, simplemente ―a la noche se le fue la mano‖ en un alivio momentáneo.

Desperté primero, casi al mediodía, con The Alan Parsons Project vibrando desde mi bolso. Me levanté perezosa a tomar el teléfono y no logré responder la llamada, excepto que no es cierto, mi estupidez no llega al punto de no asignar tonos de llamada diferentes a distintos números llamantes. Lo cierto es que me paralicé, la sensación de saberme al descubierto, el retorno al papel de criatura atrapada en falta me detuvo un par de minutos, los suficientes para poner orden en mis ideas y echar por tierra la hipótesis de una casualidad. Si bien el destino había intervenido en el pasado, de forma espeluznantemente obvia, propiciando encuentros, ese mediodía... Sin embargo, digresiones y elipses (mi tono se contamina con Ósmar) no se adecuan a este relato, basta con saber que mientras me vestía, se consolidaban en mí dos certezas, que Ósmar, por una razón desconocida, había asesinado a Geraldine (por alguna razón pensé en lo metafórico del asunto) y que no por ello dejaba de ser una buena persona.

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Una visión en negro, Marla frente al fregadero. Sus dedos se mueven en la pantalla, su cuerpo se agita levemente con la respiración, la fotografía se me antoja fantástica y mis propios dedos se inquietan en el apoyadero de la butaca. El gesto dura unos segundos, él alarga la mano y los toma, los recubre por un momento antes de entrelazarlos con los suyos, percibo la tibieza de su mano y una ligera humedad mientras, frente a nuestros ojos, Marla clava una mirada azorada en el hombre –ella no lo sabe- con el que no se acuesta. Y cómo podría saberlo, apenas mucho después se develará la identidad de Tyler, el hombre con el que se acuesta pero con el que en este momento, por supuesto, no habla. Los dedos se mueven con suavidad sobre el dorso de mi mano, la acarician y la otra mano reclama los otros 5 dedos que sé míos más que nunca, pronto 20 dedos se enfrascan en una orgía de proporciones abrumadoras, dedos fríos, tibios y calientes se entremezclan, se restriegan, se lastiman, la simpleza es encantadora, no median palabras, no requieren juramentos, se encierran en sus percepciones, en la sensibilidad de sus yemas y de los espacios intermedios, buscan calor, buscan pasión, buscan

la

extrema

experiencia

erótica,

se

sublevan,

independizan, dejan de ser apéndices de mi cuerpo, mientras, paradójicamente, mis manos son lo único que tengo. El brutal encuentro termina casi del mismo modo como 9


empezó, sin previo aviso y sin ninguna ceremonia, con una sola excepción, 5 invasores pequeños negándose a regresar a territorio propio, se sumergen en el espacio de la butaca enemiga dispuestos a obtener la victoria, sin embargo, pierden valor y permanecen quietos, estáticos, a medio camino sobre mi muslo. ―Por favor, no hagas promesas sobre el bidet‖ La imagen obscena que dura sólo un segundo al final, los estallidos, Marla como un perfil recortándose contra la noche de la ciudad, la mano ajena abandonándome antes del encendido de las luces, la boca ajena susurrándome al oído y de pronto todo vuelve a desteñirse, a volverse tangible y desagradable. Me demoro al levantarme, salgo sin voltear, afuera, entre la demás gente, él me espera.

Salimos sin prisa y sin palabras del edificio. Acababa de anochecer y la hora pico había pasado hacía menos de 45 minutos, sin embargo, la mayoría de las calles que transitamos estaban desiertas. No fue casual, ambos sabíamos bien que no era conveniente ser vistos por lugares más conocidos, preferimos un camino que involucraba algunos rodeos pero que, a cambio, nos ofrecía la discreción que necesitábamos. De rato en rato lo espiaba esperando encontrar en su perfil algo que sugiriera que lo sucedido momentos antes tenía un asidero real, que había pasado efectivamente y no se trataba 10


sólo de mi imaginación. No encontré nada. Siempre me pasaba lo mismo con él, apenas terminaba de convencerme de que algo en su mirada, en su tono de voz o en sus palabras, me había sugerido un segundo sentido, apenas detectaba en sus gestos una insinuación, directa o no, la impasibilidad de su rostro echaba por tierra cualquiera de mis hipótesis y sin embargo, algo sucedía entre nosotros que no era del todo inocente, algo en nuestra forma de mirarnos, de comportarnos a solas, de acercarnos cuando nadie podía delatarnos. Sabía que no podía estar tan loca, pero tampoco tenía pruebas tangibles de que no lo estaba. No eres la casa que tienes –murmuré sin gran convicción recordando una escena de ―The fight club‖. Su mirada sorprendida se clavó en mi rostro y sus cálidos dedos se enredaron en los míos. Me parecía increíble que fuera él quien siempre encontrara el modo más simple de iniciar un contacto conmigo. Por un segundo sentí que la estrecha calle que atravesábamos se transformaba en una especie de túnel extraño y que a través de sus dedos, llegaba a mí un llamado antiguo e imprecisable, un impulso fortísimo de inclinarme y echar a correr apoyada en mis cuatro extremidades. Esto, sin embargo, hubiera exigido que mi mano se desprendiera de la suya, algo que no estaba dispuesta a permitir. Caminamos 10 calles en silencio, tomados de la mano 11


con la naturalidad de 2 antiguos amantes, con esa cierta comodidad que hace innecesarias las palabras, en la que bastan leves gestos y movimientos para la mutua comprensión de un lenguaje altamente codificado. Sin embargo, apenas llegamos a una avenida más transitada, soltó de golpe mi mano y me despojó del abrigo que llevaba. Súbitamente recordé que en algún momento de la caminata me lo había prestado. Sonrió y comenzó a decir algo. El sonido de su celular lo interrumpió. Se alejó unos pasos para contestar, un gesto suficiente para atar fuertemente mis pies al concreto. Cuando regresó era otro. Si había logrado encontrar entre nosotros una pequeña intimidad, ésta se esfumó por arte de magia. Te

llamaré

en

una

semana

–dijo

Hombre,

el

innombrable, poniéndose el abrigo con tanta torpeza que me vi obligada a ayudarlo. Disculpa pero no puedo quedarme, hoy no puede ser –la última frase sonó diferente, el tono había cambiado y parecía más dicha para él mismo antes que para mí. No importa. No, sí importa. Esperaba que... bueno, pero será en otra. Levantó el brazo y detuvo un taxi, abrió la puerta, antes de abordarlo dudó un segundo. Me acercó tomándome de la cintura y me besó en la boca. Luego se sentó en el asiento trasero y se alejó sin voltear una sola vez. Supe que tenía una 12


expresión estúpida en el rostro –no me molesté en cambiarla- y supe también – hoy ya no estoy tan segura- que estaba completamente enamorada

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afasia narrativa LUIS-K SANABRIA

Café por favor. —No es que en verdad disfrute del amargo sabor del café, de hecho prefiero mil veces el gusto de una buena taza de té caliente con canela, clavo de olor, y unas gotitas de limón. Pero comprenderán que este sea el tipo de situación que amerita una taza de café ¿Será por eso de la vida bohemia, que a esta altura se ha vuelto una especie de cliché? Creo no tener la menor idea, pero ¿Se da cuenta de que hay una especie de patrón de dependencia a sustancias como la cafeína, la nicotina, el etanol, y algunos otros alcaloides, entre la gente que quiere demostrar que es inteligente, pensadora, creadora y solitaria? Justo ahora yo quiero dar esa imagen (confesándolo íntimamente), porque así mis palabras serán acompañadas de una seguridad visual, y aunque me ponga a hablar huevadas, serán escuchadas y algunas quedarán para siempre en la memoria de algún pelagatos de mente frágil. Sonará paradójico lo que estoy por decir, ya que yo vivo de la palabra, pero al final acabé tragándome el argumento que tanto en mi vida he refutado: una imagen vale más que mil palabras. Por eso voy a pasar el té caliente con canela, clavo de olor y unas gotas de limón para cuando me encuentre solo; la soledad que me 14


permite manifestar mi adicción a cosas que no me hacen daño, Así que… —Si, café por favor… El señor Valdés se encontraba en el espacio privado de una importante cafetería, acompañado de un camarógrafo y un reportero. Pidió un café antes de comenzar la entrevista que daría a un programa de televisión que cubría notas culturales; acababa de ganar un renombrado premio literario con su novela “granja de cerdos”, y se encontraba en plena gira de presentación. El éxito del que ahora gozaba no fue para nada repentino, pues había gastado casi treinta años de su vida codeándose entre gente que toma café, que bebe alcohol, que fuma (¿tabaco?), y camuflándose entre hábitos ajenos que no lo definían. Así, y mientras escribía fue construyéndose una imagen, aprendiendo armas de lenguaje y sociedad, y fue haciéndose conocer para así dar a conocer sus escritos. Cuidaba todos los detalles en sus palabras escritas, y todos los detalles de la falsa vida de aura autodestructiva que se creó. Toda una vida de trabajo estaban por fin dado el fruto más grande, permitiéndole disfrutar los veinte mil dólares americanos de su premio, en una gira internacional con todos los gastos pagados. … Ahora enciendo un cigarrillo frente a las cámaras, mientras el muchacho que tengo al frente (claramente emocionado de poder hablar conmigo) hace la respectiva presentación con todo el protocolo, que a la verdad, y modestia 15


aparte, me gusta mucho… —¿Cómo puede explicar el creciente éxito de su novela? —Creo que tiene que ver con el cómo está escrita, desde los juegos de voces, la historia, los intertextos, y un factor que no puedo explicar, una especie de hipnosis que se apodera del lector al meterse de lleno al mundo creado entre palabras. —―granja de cerdos”… singular historia. ¿De dónde sacó la idea de la furia destructiva e inexplicable de los cerdos? —De la Biblia. ¿Conoces la historia del Gadareno? El muchacho endemoniado que devastó toda una granja de cerdos con sus demonios… Quítale el asunto espiritual dejando la locura porcina como un misterio, añade una muerte y algo de sexo y ¡Boom! Esta se convierte en una gran novela. —¿Cómo fueron para usted los años previos a este tan importante reconocimiento? —De arduo trabajo, aunque no niego que fueron divertidos. Años en los que aprendí a vivir. Conforme se vive se escribe. Conforme escribes te encuentras, te reconoces y te reconocen… Y sigo hablando cuanta cosa se me ocurre (lo importante es que suene lindo), para llenarme de definiciones poéticas, para que la gente que algún día vea esta entrevista, me eleve a un concepto que se mantenga en la eternidad y la gloria, junto a los grandes y excesivos: Baudelaire, Saenz, Valdés… Por mi 16


imagen estudiarán mi vida, y por mis escritos mi obra; sin saber que la vida que llevo no es más que una de mis obras. Se enterarán que tengo una maldita úlcera péptica que me quema el estomago por tanto café que sigo tomando, sin saber que lo que en realidad a mi me gusta hasta la adicción es el té. Tomo café, me embriago por días, fumo como chimenea. En secreto tomo té, bebo refrescos hervidos y me cuido de los triglicéridos. ¿Quién soy? Emilio Valdés: escritor de vida bohemia, y secretamente adicto a la aburrida y sana normalidad. … Y por tu poética a la larga te conocerán. Todos los textos que he escrito llevan ese algo, esa marca personal de la que muchas veces trato de huir, pero me persigue. Esa es la vida, y de ahí surge la obra. Paciente Varón de 50 años de edad, de profesión escritor. Padece de Afasia de Broca, producto de un accidente cerebro vascular de tipo isquémico causado por una trombosis en vasos cerebrales, causando infarto en tejidos neuronales del área de Broca, en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo. Informes fono-audiológicos no dan cuenta de avance en emisión y articulación del lenguaje, aunque revelan un avance en la comprensión del mismo. Se derivará al paciente al servicio de psiquiatría para tratamiento antidepresivo. Hago un chiste, todos nos reímos: desde el camarógrafo hasta el mesero que amablemente me trae otra taza de café, y 17


reemplaza mi cenicero por uno limpio. Espero que esta parte no la editen. Ahora la cabeza me empieza a doler. Es inefable el placer que este dolor me causa. Le dolió la cabeza con una punzante intensidad que sentía perforarle el encéfalo, se mareó, y antes de desplomarse vio con su borrosa vista la preocupación del joven reportero. En su cabeza, y para colmo de desgracias en la zona especifica del cerebro que controla el lenguaje, sus neuronas gritaban desesperadas; no recibían oxigeno y otros nutrientes, y una a una fueron muriendo. La causa de esta escasez de alimentos fue un bloqueo en uno de los vasos cerebrales, donde un coagulo de sangre quería denunciar las malas condiciones, y los químicos lesivos que lo habían transformado en ese monstruo de plaquetas aglutinadas… extrañaba sus días de ser sangre fresca. Su medida de presión llegó hasta las últimas consecuencias. Se desplomó ante la mirada de la cámara (memoria que no olvida), y el jefe de prensa de aquel canal de televisión se valió de ese morboso recurso para batir récords de rating en las noticias de las ocho. Inmediatamente después el video fue un éxito en Youtube. Paciente en observación. Alimentación por sonda nasogástrica. Despertó en una unidad de terapia intensiva, conectado a una serie de aparatos que controlaban sus signos vitales. Jamás 18


imaginó que el dinero ganado en aquel importante premio, y todos sus ahorros de vida, mermarían en el afán de pagar a todos los médicos —que él comparaba con cerdos en su novela— que lo acompañarían en su larga y tortuosa convalecencia. Presión arterial: 120/90 mmHg. Frecuencia cardiaca: 89 Latidos por minuto… Emilio escritor afasia Valdés nombre tener. Poder lenguaje no doler, poder, poder, poder. Escucho lenguaje vivo bien no puedo. Ironía. Poética existe no, patética vida si ¡Mierda! ¡Mierda vida toda! Sana. Bohemia Salud. Mierda. Patética … —Café favor.

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día PABLO LAVAYÉN

Esta mañana Oliverio ha despertado inusualmente temprano con la tenue sensación de haber olvidado algo. Aun envuelto entre las sabanas, lucha por volver a sumergirse en la oniria pero sus párpados se tensan con terquedad y sólo consiguen alivio cuando finalmente logran abrirse. Oliverio observa con flacidez el techo y descubre manchas de humedad. En ellas cree descubrir algunas figuras: las volutas de humo que produce el café cuando está fresco y recién servido, los caminos sinuosos que delinean la ciudad en la que habita de calles ojerosas de puertas, una piedra antropomórfica, un animal a punto de ser descubierto por una cámara fotográfica o un cortejo fúnebre. Finalmente se levanta y sus pies golpean con el helado suelo de parquet, congelado por una noche de tempestad. Se dirige, aun con sopor, a la cocina y en su refrigerador tan sólo una bolsa vacía de leche del día anterior y en la alacena una bolsa con medio pan endurecido. Oliverio decide no tener hambre, por lo tanto. Con cierta torpeza quiere dirigirse a otra habitación a recoger su bata de baño. En el camino se tropieza con una olla que cae estrepitosamente sobre el suelo de 20


cerámica y que resuena con un eco profundo en todas las habitaciones de la casa. Cuando llega al baño, se quita la ropa y se precipita con recelo al interior de la ducha, que lo recibe con un cálido humor pero insuficiente. A pesar de esto, Oliverio se siente con cierto entusiasmo para empezar el día y sin perder el tiempo se pone la ropa, se lava los dientes, se peina el cabello y olvida ponerse el desodorante, pero esto último no es un gran inconveniente pues el día se perfila más bien frío y nublado. Para salir a la calle Oliverio elige una chompa de lana de alpaca que recién habría recibido como regalo

de cumpleaños. La

verdad es que él hubiera preferido ponerse el sobretodo negro pero este se encontraba sucio y tirado en un rincón del cesto de la ropa. Antes de salir Oliverio se paraliza en el portal ante la incertidumbre del paraguas o no. Finalmente se decide por dejarlo atrás y se asegura de dejar bien cerrada la puerta, dando tres vueltas al cerrojo y comprobando, con un pequeño empujón, la eficiencia de la cerradura. Antes de bajar por el callejón que desemboca en la avenida principal, Oliverio se aproxima a la tienda de abarrotes y compra algunos cigarrillos. La variedad de marcas es bastante colorida pero en esto Oliverio tiene sus gustos definidos. Sus cigarrillos favoritos son dos: aquellos que tienen un aroma bastante fragante y agradable, poco rasposos para la garganta; segundo, aquellos que le brindan un cierto efecto narcótico 21


aunque sean ásperos y penetrantes. En este día Oliverio elige el segundo tipo. Una vez en plena avenida principal, Oliverio no está muy seguro por dónde emprender su camino. Aun es muy temprano para que la Universidad esté abierta. Decide tomar camino rumbo al sur. Camina algunas cuadras sin mucho apuro y se cruza con algunas personas con las que siente algún tipo de complicidad por esa manera de habitar la madrugada. La luz aún es muy tenue como para distinguir con nitidez los contornos de las formas. En realidad a esa hora el sol ya debería haber iluminado por completo las aceras y las calles pero una gran nube, de color gris bermellón, filtra los rayos solares y produce un extraño efecto en la temperatura de la luz. Después de algunas cuadras más, Oliverio se topa con un café cuyas puertas están tímidamente abiertas. Vacila antes de entrar. Primero mira a través de los vidrios que lo separan del interior y tan sólo ve muchas sillas vacías, mesas relucientes por haber sido recién limpiadas y detrás de la barra ninguna presencia más que un vaso de leche semivacío y una radio que suena una música en sordina inidentificable. Oliverio sigue observando con paciencia, esperando algún movimiento y de repente surge por debajo de la barra un hombre de mediana estatura, de rasgos afectados por la edad y de cabello completamente gris, peinado con todo el cabello hacia atrás y 22


fijado por gel. Oliverio decide entrar y el hombre detrás de la barra lo mira con amabilidad. ―Buen día‖, le dice y Oliverio responde de la misma manera. El hombre con el cabello brillante le pasa la carta a Oliverio y explica: ―Perdón, sólo hay café, café con leche y té. Perdón, es que sólo hay café. No ha llegado la cocinera‖. Oliverio acepta la pequeña taza de café expresso que busca una mesa junto al cristal de las paredes. Se sienta cómodamente en uno de los asientos, que por lo acolchonados que están invitan al cliente a asumir un cierto reposo. Oliverio saca del bolsillo de su pantalón un libro y lo empieza a leer. Se trata de la obra de un poeta contemporáneo que publicó tan sólo un par de libros y que murió joven por problemas en los pulmones. El cuento que Oliverio retoma trata de un hombre antiguo que visita a un pariente lejano, muy lejano, del cual sólo tuvo noticias hasta entonces por medio de las historias de su esposa. El hecho es que este hombre antiguo es un viudo reciente y tiene la firme intención de recuperar algunos escritos hechos por su esposa que estaban por muchos años en poder de este pariente lejano. Cuando el hombre llega al pueblo del pariente lejano, inmediatamente se interna en pequeñas callejuelas, tan estrechas que apenas cabrían tres personas andando una al lado de otra y después de mucha confusión da con la casa del pariente lejano. Toca el timbre y nadie responde. Insiste y sale una mujer muy anciana, mucho 23


más antigua que este hombre antiguo. A ella le explica su situación a lo cual ella responde: ―Lo siento mucho. Quién usted busca es también un enigma para nosotros. Lo siento mucho.‖ El hombre insiste hasta que la mujer finalmente desiste y aparece con un manojo de manuscritos que los entrega con violencia al hombre y cierra la puerta violentamente. El hombre saca un mechero y escondido por algunos árboles tísicos detrás de un callejón sin salida arma una pequeña fogata con los papeles. A los pocos días el hombre muere sin poder llegar a su lugar de origen. Llegado a este punto Oliverio se da cuenta de que aun no ha probado ni una gota de su café. No se molesta en añadirle azúcar y se lo toma con asco de un tirón. Inmediatamente el café desata una mínima sensación de acidez y en ese momento ve a través de los cristales a un joven con un par de auriculares colgando de su cabeza y se siente terriblemente extrañado. Sin necesidad de recorrer un gran trecho Oliverio llega a la Universidad justo a tiempo para su primera clase. El docente es un hombre aparentemente hosco pero en verdad cuando se llega a conocerlo es muy amable. La clase inicia con algunas preguntas referentes a la anterior sesión. Oliverio se esfuerza mucho en recordar pero no consigue llegar a nada. Revisa sus apuntes y no logra encontrar ninguna relación con las palabras sueltas que parecen formar un esquema laberíntico en su 24


cuaderno de notas. De todos modos se esfuerza en decir algo y hace un comentario tangencial al tema y recibe la aprobación de su maestro. El resto de la clase permanece callado, pensando aún en ese hombre con auriculares sin saber por qué razón pudo haber sentido tal extrañamiento al verlo. La clase termina y continúa otra y así sucesivamente hasta que ya empieza a atardecer. Oliverio siente una profunda sensación de vértigo que se origina en su estomago y piensa que la causa es que no ha comido ni un bocado desde el día anterior. Sin embargo, aún no siente nada de hambre y decide continuar sin comer. En el camino entra a una sala de cine y elige una película extranjera. En la primera escena se ve a un hombre sentado al borde de un precipicio y balbuciendo palabras incomprensibles. Pronto se levanta y se aleja. A continuación se ve una casa de familia en la que están cenando el padre, la madre, el hijo y el abuelo. Hay una cierta tensión entre los miembros de esta familia que se expresa por miradas preocupadas que surgen de unos a otros. La cena transcurre en silencio y el primero en levantarse es el abuelo. Entonces el padre dice: ―temo lo peor, no ha mejorado en nada‖, y la madre responde: ―hoy tuvo un ataque‖ y ambos se miran mientras escuchan el ruido de vidrios quebrados en la sala contigua. La cámara permanece enfocada estáticamente en la mesa mientras la familia se levanta y se dirige al lugar de origen 25


de los ruidos. Tan sólo se escuchan más ruidos de vidrios quebrados, al niño llorando y al abuelo cantando una cueca cuya letra no se puede distinguir. Entonces Oliverio pierde la concentración y cae dormido. Empieza a soñar. Se encuentra en pleno desierto, rodeado de arena y de viento. De algún lugar llega un hombre y le entrega un papel. El hombre desaparece. En el papel dice: ―te espero‖. Entonces despierta súbitamente y por vergüenza espera a que la película termine. En la última escena se ve al mismo anciano que antes estaba sentado en la mesa, ahora sentando al borde de una playa, con el mar mojándole en su vaivén los zapatos y el pantalón. El hombre cierra los ojos y entonces el audio se pone mudo. De su pantalón extrae un pedazo de papel con alguna escritura inscrita, la moja con agua de mar y se la traga. Entonces el escenario se pone negro y salen las siguientes palabras: "Errol Laynte vivió hasta sus 103 años. Nunca se arrepintió de nada. Siguió escribiendo y pintando hasta el último momento". Cuando Oliverio regresa a casa no se anima a prender las luces por miedo a perder el estado crepuscular al que el sueño lo habría conducido. Se dirige directamente a su habitación y con la misma ropa que lleva puesto se acuesta en la cama y cae dormido. No sueña con nada. Al

día

siguiente

se

despierta

muy

tarde,

aproximadamente al medio día y siente un dolor profundo en el 26


estómago por algo que él supone es hambre. Cuando sale de su habitación se encuentra con el sarcófago reluciente en la sala. Se acerca cautelosamente y tropieza con algunos lirios que aún están desparramados. La suciedad del piso revela las huellas de innumerables tipos de zapatos. Las sillas se hallan organizadas alrededor de la sala y un fuerte olor a incienso aún impregna el ambiente. En algunos ramos de flores descubre unas pequeñas tarjetas, siempre las mismas, que en colores negros llevan el nombre escrito de su madre. Se acerca al sarcófago y levanta la tapa. El rostro lo mira, Oliverio baja la mirada. Piensa en pedir perdón. No lo hace. Entonces vuelve a mirar el rostro.

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la ubicuidad del diablo IRIS KIYA TICONA VACA

Homilía primera Melmoth/ Papini El demonio, al menos como se ha aparecido hasta ahora, es una figura que se sale de lo ordinario. Es alto y muy pálido, aún es bastante joven pero con esa juventud que ha vivido demasiado y que es más triste que la vejez. Su rostro blanquísimo y alargado no tiene particular más que una boca sutil, cerrada con hermetismo y una arruga única, profundísima, que se alza perpendicularmente entre las dos cejas y se pierde en la raíz de los cabellos. No he podido definir aún de que color sean sus ojos, porque no los he podido ver más que un instante y no sé tampoco del color de sus cabellos, porque los esconde siempre con un gran sombrero que no se quita nunca. Y viste con un laborioso y fino pantalón negro y sus manos están indefectiblemente enguantadas, hasta ayer era todavía un rufián. Aquí los feligreses copian su vestidura y son dadivosos en ofrenda y no hacen sino gemir y rogar por su alma, susurros y más susurros. Él me dijo ayer antes de… que los hombres rezarían tanto que mórbidamente cada culto pasaría de ser solamente palabra (cuerpo), a través de sus cabellos espesos 28


entre las sienes. Además de esto, sé muy bien que él tiene miedo de morir, de que sus ojos vivos se inflamen y que nunca más pueda escuchar como lo veneran, es así que prefirió el suicidio. Acaso se postró en su lecho y anidado de velas, mientras el sol salía, componía canciones con un cuchillo, al final del día se había dibujado como hombre, para volver al infierno mientras escuchaba las voces de su letanía, que a continuación copio, para que no se me olviden:

Primera letanía Por: Anseb Melville Alain!

La ciudad de Boaz se come aquella (Tú) exquisita delgadez. Segunda letanía

Adonais!

Decálogo para un suicida Me desprendo entonces de mi escondite, sé que debo morir en la emigración de humo que suplanta toda tu careta, tu disfraz, tu envejecida piel que sedienta de plumas espigadas se convierten en un paisaje libidinoso de mar rojo. 29


árbol a ti me doy (O) de mí tal obrA ANDRÉS VILLEGAS

Duermo. Despierto sobre mi árbol, no hay más que unos hilos de sol colgando entre las hojas. Es una burbuja de alta tentación, sólo se respira oxígeno verde y uno puede subirse a la espada del viento, esconderse en el aire.

Por las calles del árbol, hay gente de toda especie, reino, de distintos plumajes, quilates, tallas, lingotes, procedencia e intenciones.

Bajo el árbol una banca con luz solitaria. Despierto. En la puerta, Hades Can ladra agudo por su boca negra. Es un mimo que juega consigo mismo y los ladridos parecen ser sus aplausos, el Hades Can lo disfruta, quiere hacer que grite de dolor. El mimo no para, le regalo una manzana y aplaudo. Se va sonriendo.

El tiempo no calma, todo está a punto de llover. Vuelve 30


el Hades Can a la cama, ambos de un bostezo entramos al sueño.  Comienza la ciudad en mí, tras la puerta de casa el campo de luz. Pasando las cuadras se abre el universo probable de apariciones y encuentros, juegan las fichas rotando sin girar; en toda falda tu silueta, todo tatuaje me lleva a tus manías. Tus alergias al olor de esta ropa, cada tropiezo mío a tu displasia, iris con el que roce camino tu luz. Me detiene un malabar de nueve bolas peleando en el aire contra un cubo de colores armándose a dos manos y una cabeza. Gira la nariz con una mueca, me reconoce y yo a él, sonríe y busca aplausos. Sonrío y me voy aplaudiendo.  Terminado la luz, izquierda a paso doble acera central, tomo derecha y sigo caminando al techo sobrepasando el campo de luz. Subo a mi árbol. Toda luz se apaga, puedo dormir. De una rama nacen mariposas, es mi árbol que da frutos, se permuta con las letras. Comienzo a escribir:

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―Árbol a ti me doy (O) de mí tal obra‖.

- Al silencio del poeta (Una calma maldita).

Al humo y su manto de aros tragándome en espiral. A ella, sopa de letras en cabeza de maga, a su pozo de violetas. A la ciudad que espera en alguna casa tener mi cama. Al desierto y su infantil fábrica - la palabra.

Despierto. Veo mis dedos negros por haber pintado la noche. El árbol no se mueve pero todo se ve sin ruido, voz ni eco. Las motos y sus escapes, los choques y las peleas, las campanas y los enanos. El mundo es silente, el tiempo y sus recortes continuos ni pestañean un ―crack‖.

Asombra dándose paso por el mutis, el mismo silencio a la banca. Se ve solitario y ya no actúa y sin vista que lo rodee no busca aplausos ni tiene las manos ocupadas dibujando el espacio. Come su manzana y toma de su alforja gotas de lluvia y se despinta girando en círculos la figura de su cuerpo. La 32


transparencia del banco, las maderas que arman su molde, toman el fijo mental que forma el habitual espaldar de luz vacĂ­a de banca. Amodorrado sobre mi ĂĄrbol aplaudo y sonrĂ­o no sabiendo despertar.

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el otoño en llamas de 1939 SERGIO TABOADA GARZÓN

And I will show you something different from either Your shadow at morning striding behind you Or your shadow at evening rising to meet you; I will show you fear in a handful of dust. T.S. Eliot: The Waste Land

COMO

SE PODRÍA PREDESTINAR,

igual los ardores

florecen en todos estos campos que cuidamos, igual la vigilia oculta su madriguera diseccionada; miente la ciudad y mienten los orgullosos nombres. Así era la estación en que vivíamos, porque vivíamos en una estación; en otoño; salíamos recogiendo hojas por doquier para enterrar a alguno, a un cierto cuerpo inanimado, en pleno momento de su muerte, lo cual nos dejaba siempre con sed y solo encontrábamos borrascas de hiel a la vuelta de la esquina.

La cosa era simple, la vida era simple, como partir una nuez ahumada. Antes de que uno cayera, nuestras facciones se mostraban desahogadas y ásperas, confinadas, como si los viajes que pudieran esperarnos, que pudiéramos hacer si no estuviéramos inscritos en esta llaga coagulante, encarnaran y se 34


sentaran, reposaran ahí, en la tranquilidad insoportable y alienante, moviendo sus ojos lánguidamente, haciendo presente el pálpito de sus más tiernas confidencias. Así la premonición atacaba los reposos. Con diluvios parecidos solíamos conflagrar contra el tiempo, así como lo hacen los topos. Nos alzábamos de nuestro sueño entonces, para concurrir amordazados; nos alzábamos desde los profundos y fríos tonos que removían juncos y desmayos, adoquines y ráfagas de nostalgia, era al fin de cuentas, algo así como una traición expectante. No hubo circunstancia alguna en que silenciáramos nuestros humildes y bienintencionados ademanes de jactancia extrema; pero era por el juego, lo puedo jurar. Uno piensa que las cosas se pueden poner tan graves cuando en realidad nada ha cambiado frente a los ojos, y esa sensación a suplicio trágico se mancha en una sabana nueva o torna en concurrencia olvidada; puede que, laver-dad, como dicen algunos, en el rocío de media noche, en una mirada acallada, en un gesto de entrega y negación; confluyen las imágenes en una memoria con las facultades trastocadas, recuerdo, recuerdo que se mete en la cabeza de uno o algo que se olvida y lo recordamos de golpe y abismos y muchas felicidades y risas y milagros y prados barridos y ten mucha fe y el crepúsculo reventado. (Aplausos y silbidos)

Siempre fui respetuoso por el mundo, en especial por los 35


sinsentidos que podían aparecer en alguno de nosotros; para dar un ejemplo me encontré una mañana, mientras raspaba en un charco piedras para sacarles brillo, a uno que tosía cerca del viento, ¿no tienes vergüenza?, le decía, eres un viejo boludo, ¿cómo puedes toser con este sol que nos baña los ojos?, mírate, estas todo babeado; cosas así. También era común ver a uno que iba así: existe su suspensión, las aristas de un cuerpo que, va ahí, corriéndose ríe como condenado, cae desprevenido, haciendo trizas las escalinatas y gimiendo como si fuera a parir, se para orgulloso. En fin. Uno es en cierta forma, capaz de inaugurar una costumbre, ensalzándose en vislumbres ceremoniales o mejor, incluso cuando tan sólo se espera unas cuantas gotas del cielo, se forman procesiones entonces, compañías azarosas, unos cuantos delegados tienen la jubilosa tarea de desenterrar a un cuerpo para alumbrar de noche, cavan la tierra, ven una carne, cavan la tierra, ven un carbón conservado, quemamos los cuerpos en la noche para ver quien muere después, y el lluvias quemamos muertos y recién nacidos, lo hacemos con mucho cariño, cuidando las conservas y las manchas que puedan mostrarse tiernamente. Ya lo he dicho. Poco importaban los desastres, poco importaba recurrir a ínfimas acciones como comer o dormir; cuando uno cierra los ojos se ven secuelas de las penumbras, y sabemos bien que una sensación vicaria le 36


atormentará, le mostrará en un espejo los bastos desiertos que tantas penumbras han peregrinado. Entonces un día, en 1939, cuando nuestras pupilas empezaban a dilatarse, porque el zumbido provocado por la combinación de la nada con un límite nos reventaba los tímpanos (algo tenía que ser; y estas vacilaciones corrían desde tiempos in-conmemorables) se escucha Quién ha encendido fósforo! Se reprendieron los movimientos dejando un espacio de silencio; arguyeron las piedras en los caminos, las piedras en desuso. ¡Ah! Maldita sea. Cayeron los delirios en una sarta de certidumbres desconocidas, en un mar que tiene una sola gota de agua. Sería difícil describir o intentar atisbar las expresiones de sorpresa y pasmo que acarrearon desolando el fluir de una comunidad relativamente tranquila y respetable, con su propio grado de orgullo trastocado. Se emitieron tantos tonos, tantas palabras una vez hecho lo que todos llaman transgresión. Como gimiendo a uno se lo observaba impaciente, nervioso, mascullando pequeños alientos quién sabe de qué; entonces mira arrebatado y repite sin sentido quién-ha-encendido-fósforo. Shhht. Qué me importa se escucha. Se lo veía a punto de expulsar nuevamente, a ese pobre, se lo veía columpiarse. Entre las luces rojizas que cobijaban las alamedas doradas, incluso ahí, se partían las insinuaciones. Se propagó la bacteria (porque tenía que ser un bicho, un desplazamiento, ¿un mal sueño?) 37


hasta las entrañas mismas de nuestra cultura, y eso era demasiado, demasiado para un día, demasiado por haberse encarecidamente manifestado en un estallido de calma. Teníamos que ejecutar, eso era lo peor, convertirnos en asesinos. Y es que estaban las ardientes llamas en juego (yo sabía de un día parecido en los feroces temores de las nubes grises.) No dejaba de reírme cuando sonaban las campanas, se dilucidaban las formaciones en el alba, se armaban los ejércitos, las órdenes corrían en las bocas y los gritos esparcían una flema quimérica; se preparaban las armas, fusiles, navajas, máscaras, adrede… las instalaciones estaban enraizadas y las miradas se restablecían furiosas. Y entonces una voz decía: pero esto no es ser un asesino. Ah, de nuevo, la maldita certidumbre tajante. Pensamos ahorcarlo pero era demasiado tarde, resignados sabíamos bien que ya dentro de la matriz del juicio final, solo faltaba esperar la divina destrucción. Pero pasan los momentos, y ojalá pudiera decir que ese era el día en que el hielo arreció, en que el vino arreció, por más que uno buscaba los relámpagos de esperanza destrozándose, cumplido en vista, las vibraciones de mi corazón limpio y frío. (Expresiones de trastorno y movimientos fuertes sincopados, como un ataque) Qué se va hacer se escucha, como se podría predestinar. Nos movemos como acariciados por el cielo. Pero el fuego sigue ardiendo, y es tan hermoso estar vivo. Uno sabe que es 38


flameado en aquellos embriagados sonidos, por toda la eternidad, una y otra vez, hasta que se muera y sea quemado, una y otra vez, por toda la eternidad.

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las amatistas del horizonte PEDRO BRUSILOFF

Llegó el día que se le había anunciado y la arena del reloj dejó de caer, a excepción de un grano imperceptible que parecía suspendido en el aire, despeñándose delicadamente a través del cristal cóncavo. X lo veía absorto junto a la ventana desde la cual se divisaban los edificios de la ciudad, aún trémulos de desafiar a las montañas. En especial a la que resaltaba entre todas de modo tal que a veces no parecía una montaña, el Illimani.

Hace mucho que X

veía discurrir

los días en el

descenso de la arena. Hora tras hora, día tras día. La arena suave, pesada; como el tiempo, como el hombre; la arena incesante

se filtraba pacientemente a través del cristal

socavando

una plenitud para profanar un vacío. El reloj

fascinaba cada vez más a su dueño que pasaba largas horas meditando frente a él, sin cansarse de contemplarlo.

- En los relojes, el minutero se mueve una vez en lo que el segundero

se ha movido sesenta veces. De esta

observación obvia se deduce que la franja que nos separa de 40


los inmortales es que nuestra vida puede estar medida por un segundero y la suya por un minutero. Pero aunque revelen ese misterio, los relojes que yo acostumbro ver parecen pretender el olvido del olvido. Los minuteros, segunderos y números están siempre allí, sin recordar nuestro constante enfrentamiento a la nada, que se revelará en algún momento. Pero hay que saber que el mundo es una actividad de la mente y la forma que damos al espacio depende de la temporalidad que somos capaces de comprender

X entreveía

el secreto, lo intuía porque

conocía

aquellos instantes dadores de olvido en que la vida nos es. Pero para Said el olvido del olvido no era un olvido de la nada, sino la inconsciencia de haberse olvidado de uno mismo al formar parte de la unidad del mundo. Él había vivido brevemente esa unidad y pensaba que seguía latente en algún espacio, en el ámbito que habitan los dioses. Desde entonces el tiempo se convirtió en un problema irresoluble, en un escollo.

Y ahora el reloj, con su arena inmóvil, negándole la instancia que deseaba. Aquel estado en que todas las cosas se corresponden en una complejidad inagotable. X no lo soportó y

empujó violentamente

el cristal

reposaba. No supo si lo hizo por

ira

del escritorio donde o pensando que así 41


regresaría a la comunión de aquella eternidad perdida. El reloj se partió en mil pedazos. Entonces X volvió a recordar sus propias palabras. Las recordó porque vio absorto que la arena se expandía, cubriendo y sepultando todo en la ciudad hasta dejarla convertida en una gran playa. Al fondo, El Illimani era una enorme ola coronada de espuma, cayendo en un tiempo propio, precipitándose estrepitosamente sobre la arena. X entrevió las mil ciudades, las mil voces que habían existido en el instante que la ola se desplomaba, y supo que ese instante era la vida de los dioses. Todo antes de contemplar el infinito deshabitado.

(hasta aquí esta breve selección de los papeles perdidos de la Sra. Beiker)

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos:

Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles Yancarla Quiroz, Imágenes Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito 44


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