Erika Bruzonic
Underground
Y erba M a l a
Cartonera
Primera edición en Gente Común 2006 Segunda edición en Gente Común 2008
© Erika Bruzonic, 2013 © Editorial Yerba Mala Cartonera. 2013 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
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Telfs. 70751017, 70727847 Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.
Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi
Índice Intro/Under 5 The Guitar Man 7 Underground 18 Graffitti 28 Stalker 35 Westport, Connecticut 55 Made in Argentina 59 In – Law 68 Underminer 80 Adiós, Marelle (bonus track) 88
Underground
Intro/Under Underground fue publicado por primera vez en el 2006, y desde ese entonces los lectores no hemos tenido sueños tranquilos; no se podía concebir tanta malicia, descaro, lujuria y sangre en algo más de cien hojas. El 2009 Erika Bruzonic publicó Las malas fichas son para jugar redoblando aún más su apuesta y luego se llamó a silencio; comparable al que alguna vez decidió realizar Carlos Bianchi, el Director Técnico más exitoso en la historia de Boca Juniors. Cabe aclarar que Bruzonic es hincha de San Lorenzo, por lo que es muy posible que éste prólogo no sea de su agrado El Virrey colgó su saco de DT y se olvidó de los esquemas y alineaciones, le llegaron ofertas de todo el mundo, además de ser coreado por la hinchada cada vez que la Selección Argentina o Boca iban mal. Oídos sordos y respuestas esquivas, él prefería pasear por París. El fútbol y sobre todo Bianchi vienen a colación para hablar de lo que verdad importa: el silencio; esa decisión de apretar el botón de stop a toda la maquinaria y dejar de idear la mejor forma de vapulear a un personaje por su mal desempeño en la cama; o la manera en que el metro de Londres puede servir de escenario para venganza y renacimiento de una pasante en la casa de modas Versacce; o planear el modo angustioso de castigar la infidelidad del personaje de Fiona Terra: enviándole postales con fotos de putas gordas y mensajes amenazantes. A 7 años de su lanzamiento, Underground sigue siendo tema de conversación, con una Bruzonic como DT dando instrucciones a sus players para descender a lo subterráneo del pensamiento humano, al impulso animal mismo; abriendo la 5
cancha, jugando por las bandas para tirar el centro retrasado y mortal hacia el área donde el nueve goleador no perdona, ajusta la mira y coloca un remate al ángulo e infla las redes, mientras la tribuna delira y baja de las gradas para colgarse del alambrado. Vení vení, cantá conmigo que de la mano de Bruzonic, todos la vuelta vamos a dar. Es para Yerba Mala Cartonera un honor presentar esta re-edición de Underground que al igual que los discos, también viene con bonus track: un nuevo cuento salido de aquellas jam sessions donde Cortázar, La Maga y el jazz – otra de las pasiones de Bruzonic- se mezclan con recuerdos de la adolescencia ¿Se puede pedir más? Quizás sí, ya que hace un año atrás Carlos Bianchi salió de su año sabático y nuevamente se ha vuelto a poner el saco de DT. Entonces, si El virrey lo hizo ¿por qué Bruzonic no? Se vale soñar
Yerba Mala Cartonera
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2013 Año de la mudanza
Underground
The Guitar Man
He can make you laugh He can make you cry He will bring you down Then he’ll get you high Something keeps him moving But no one seems to know What it is that makes him go —Bread, “The Guitar Man”—
Era un hombre ordinario y vivía con la precaria dignidad del ser humano colgada de sus mangas, como dictan los tiempos. Pasaba desapercibido, no tenía a nadie que aplaudiera o censurara sus acciones, tampoco llevaba en sí ninguna idea sobre “el hombre nuevo”, ni utopía que se le pareciera. Se le veía salir por las mañanas, puntualmente a las diez, cubierto con una chaqueta de lana, bayeta de la tierra, que un día había sido colorada. Pantalones de mezclilla, siempre bien lavados y olorosos a detergente y cloro, cubrían sus piernas flacas, largas. Un par de zapatillas inmaculadamente blancas le abrigaban los pies de talla 42. El largo cabello negro y ensortijado destilaba agua. El hombre tenía, a diario, toda la apariencia de quien 7
está acostumbrado a largas y calientes duchas, con mucho jabón y champú de por medio; pero a esa conclusión se llegaba únicamente después de fijar la mirada en él dos veces —algo que casi nadie hacía. A nadie le preocupaba su nombre o a qué se dedicaba, desde que salía hasta que regresaba. Era un hombre común. Pero un día comenzaron todos a fijarse en él. Había cambiado su horario: ya no era regular. Entraba en el edificio multifamiliar a las horas más extrañas, o no salía de su piso en días y días. No enviaba por comida, no se asomaba para comprar el periódico. Tampoco recibía visitas. Su vestimenta, de desgastada pero limpia, había pasado a un patente estado de desaseo y descuido. Los vecinos notaron que el hombre era feo, demasiado flaco y que sus ojos, detrás de un par de pequeños lentes redondos, miraban siempre más allá de cualquier objeto o persona inmediatos. Era como si estuviera contemplando una dimensión de dolor más cercana que cualquier cosa tangible que se le estuviese cruzando en el camino. Su largo cabello negro había crecido desmedida y desordenadamente; ya no lo peinaba. Su negror le enmarcaba la delgada faz, tan pálida que semejaba una máscara de manteca rancia. Sin duda, el hombre llevaba una vida atormentada, como si su alma hubiera perdido el don de la palabra y él se hubiese metido dentro de un silencio rudo y miserable. Muchos habitantes del multifamiliar llegaron a esa conclusión, aunque sin preocuparse demasiado por el destino del extraño. No había para qué ocuparse de él más allá del comentario de ascensor, mezclándolo con la quiebra consecutiva de tres periódicos, dos estaciones de radio y dos canales de televisión, uno de ellos solventado por una iglesia de confesión evangélica. Sí, en los albores del siglo XXI, los profesionales y quienes no lo eran fungían de eslabones expendibles dentro de la cada vez más corta cadena de trabajo. Para que no faltara tema de queja en la ociosa espera 8
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del cruelmente lento vehículo de ruta fija inter pisos, la especulación en torno al hombre que siempre subía al ascensor de los pisos impares continuó hasta que una vecina, volviendo del mercado una mañana de sábado, lo divisó sentado sobre la acera de la Catedral, cubriéndose la cabeza con ambas manos. A sus pies, en completo desorden, unas partituras de música se dejaban inflar por el vientecillo matutino. La mujer dedujo que el morador del 901 era músico y callejero. Comunicó sus impresiones a quien quisiera oírla. Moviendo la cabeza, los vecinos lamentaban el cambio. ¡Pobre hombre! decían. ¡A lo que conduce el desempleo! Ignoraban todo acerca de esa palabra tenebrosa, de ahí les salía la compasión fácil de quienes no han tenido apenas un día de no marcar la tarjeta de asistencia en cualquier repartición del servicio público o de la empresa privada. El pelilargo notó un pequeño cambio en sí mismo, pero no se trataba de su apariencia, del lastimoso estado de sus ropas ni de su mirada perdida o del modo en que se ganaba la vida ahora. Para él, el mundo había devenido un vacío y el lugar donde él habitaba, un vortal negro. Veía más claramente que los demás cuán feo era el barrio que a diario atravesaba, cuán abandonado y desprovisto de color. Sentía el desdén de la gente que al pasar por su lado apresuraba el paso, como si de él emanaran ondas infectocontagiosas. Tenía la conciencia de que su mirada había cambiado y que las cosas se revelaban ahora ante sus oscuros ojos exactamente como eran, sin adorno alguno, sin ilusión o juego de espejos: ya no tenía que escribir sobre ellas. La ciudad, de un momento a otro, se había tornado un incomprensible laberinto de callejas, tan numerosas e intrincadas que le provocaban un perpetuo temor a perderse. Los vehículos transitaban, indiferentes, por el laberíntico asfalto, cual jaulas unipersonales sin barras pero con frenos y, cada que él comenzaba a contarlos desde su asiento en la acera, hallaba que la cantidad aumentaba insensiblemente. 9
Recordaba haber conducido uno cuando no les temía, y haber mirado a la gente de pies a cabeza, pero ahora prefería mirar los adoquines de la calle, seguro de que algo se le había extraviado entre sus intersticios. Estar ahí, fuera de la humedad glacial de su piso, era un castigo terrible, una crueldad infinita, desmesurada, exorbitante. Con una mueca resignada, se acordó de extender la mano y elevar el rostro hacia las rodillas de los viandantes. Generalmente se trataba de rodillas femeninas que se doblaban ligeramente para alcanzarle una moneda. El no se fijaba en las manos. Sólo veía el movimiento súbito de las rodillas y aceptaba la dádiva de ellas, no de las manos femeninas que se le extendían. Tanto los rostros como las manos eran horribles; por eso no levantaba la vista. Siempre eran feas. Las mujeres más feas de la ciudad eran, sin duda, las más caritativas. Aquella que siempre vestía de negro y tenía el cabello demasiado largo para su pequeña estatura, poseía el rostro más desagradable que él hubiera visto en ser humano alguno. Tenía impresa la maldad en su morena piel, en sus pobladas cejas que de tan oscuras, semejaban culebras de agua. Debajo de ellas, sus ojos parecían dos cloacas vivas. Ella siempre le estiraba una moneda de dos pesos, sujeta entre un pulgar y un índice con cicatrices por quemaduras. Una mañana, la mujer–alimaña le entregó una moneda de cinco pesos. Por primera vez él se dio cuenta de lo terriblemente quemada que tenía la mano derecha. Desde entonces, cuando ella le daba dinero, el mendigo a la fuerza enfocaba sus vacuos ojos en sus rodillas. Así era menos duro recibir la limosna. Usualmente guardaba ese dinero en lo profundo del bolsillo de su chaqueta —que llegaba hasta el forro— al menos durante unas tres semanas. Comprarse el pan diario con él inmediatamente, le hubiese traído el recuerdo de la agarrotada mano y habría vomitado hasta el agotamiento. Le daba limosna y no lo reconocía. ¡Qué chistoso! Dos 10
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años antes, dos veces por semana, casi cerca de la medianoche, el pelilargo y patiflaco ex – desempleado desempolvaba la conciencia superficial de la gente que, detrás de la pantalla, experimentaba enfermedad, divorcio, pérdidas, fracasos de cualquier tipo. Era el nuevo guru del espíritu humano y, la mujer – alimaña, su creadora, su madre: la productora. Un canal de televisión con poca línea y demasiada visión le permitían hacer un “programa diferente”, dándole la oportunidad de pagar sus facturas mensuales puntualmente y de comprarse un par de juegos de computadora, piratas y todo. Se acordó… Sin ritmo, sin razón. La mujer – alimaña era entonces la dueña de su alma. Un día sí y un día no él volcaba la mitad de su cuerpo a la cámara y comenzaba a hablar: — Hoy tocaremos el tema del Alma… ¿sabían ustedes, amigos, que se aloja en el cerebro? Los científicos la han hallado; tiene hasta peso específico. Nosotros, comunes y silvestres mortales, la sentimos y la conocemos —sólo que es tan difícil de definir… El cartón que sostenía la productora – mujer – alimaña le advirtió que tenía dos minutos para el corte y paso a publicidad. — hemos perdido la profundidad del alma… Y así habían sido sus días. En noviembre, cuando el verano comenzaba a hacerse sentir en la ciudad, el hombre se sentó —ya sin memorias — como acostumbraba, sobre el pavimento. Ahora venía un agradable calorcillo, presagio de tempranas lluvias. El amaba la lluvia y, si venía con tormenta eléctrica, mejor. Los truenos siempre le decían algo, luego de advertirle sobre su presencia con los fugaces haces de luz que les precedían. Sus ojos se mostraban impresionados por el fenómeno durante un instante; luego pasaban a manifestar una infinita tristeza el segundo después. Mantuvo la vista fija en el adoquín en el que apoyaba su pie 11
izquierdo. Escuchó el sonido de tacones de mujer acercándose y, automáticamente, extendió la mano derecha. —¿Horacio? Asustado, el hombre levantó la cabeza y vio lo que nunca más en su vida hubiese querido ver: cierto rostro tan real y tan luminoso que le provocó un zumbido en los oídos, dejándolo completamente sordo. Retiró la mano e inclinó el cuello hasta hacerlo desaparecer entre sus hombros. Su cabello se encargó de ocultar el horrible tinte plomo–cordita de su cara. La desesperación giraba en una danza frenética dentro de su mirada. —¿Horacio? La mujer se acuclilló junto a él, colocando su larga mano en un hombro cuya firmeza comenzaba a perderse, rauda, para dejar paso a un temblor de gelatina. Rápidamente se la sacudió de encima y, ágilmente, saltó entre los coches, llegando a la acera del frente. Casi corriendo, se perdió en el laberinto de calles del casco viejo de la ciudad, sin querer pensar en esa cara y esa voz que únicamente había pronunciado su nombre. Desde ese día, sus jornadas sobre la acera de la Catedral ya no se reducían a extender la mano y mirar las rodillas de las dadivosas. En su cabeza daba vueltas una canción que le obligaba a tomar su vieja Yamaha C-110 y a musitar palabras que alcanzaban una ligera melodía, concluyendo en una nota baja. Eran tres variaciones tonales con las que trabajaba, librando una titánica lucha interior. Las frases de la vieja canción hecha popular treinta años antes por Paul Anka, tenían un significado que a él se le escapaba. Lo hallaba tan lejano que no podía pararse a buscarlo entre acordes y pausas. En esa canción estaba todo lo que había amado y lo que se le había ido. Agravando la voz de tenor ligero, proseguía escala 12
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abajo, sosteniendo un fa para después volver a un mi menor tocado en marcatto. Sus dedos se deslizaban, curtidos, por las tensas cuerdas y la gente parecía entender mucho mejor que él, de qué se trataba la canción. Se paraban en semicírculo, en varias filas, mirando ese eje central que era él vestido con una chaqueta que había sido colorada, arrancar una melodía triste y dulzona de su garganta, para acompañarla con sus hábiles dedos que pulsaban cada acorde, cada cuerda, con la infinita paciencia de aquel que lo ha perdido todo y solamente osa recordarlo cantando. Entonces comenzaban a caer las monedas dentro del estuche de la guitarra, incluso uno que otro billete. Caían como flores dentro de una tumba aún abierta, y él continuaba cantando hasta que la garganta se le inflamaba y le dolía arrancándole un sonido espantosamente cercano al relincho: Having my baby... What a lovely way of saying how much you love me... Having my baby... What a lovely way of saying that you think you love me... I can see it... Your face is glowing... I can see it in your eyes... I’m happy knowing... That you’re having my baby... La menor, re menor, sol mayor, fa sostenido en menor. La canción se le hizo del todo monótona, pero no recordaba ninguna otra salvo esa. Se escuchaba a sí mismo repitiendo siempre la misma letra; la última frase en particular era la que salía de su boca con un tinte profundo y penoso. En ese momento, la gente daba un paso hacia atrás y las mujeres emitían risitas nerviosas. Ya no se escuchaba el clinkclink de las monedas cayendo dentro del estuche; más bien, le pedían que cantara otra cosa. El hombre siempre canta sobre una mujer y su criatura, comentaban. Está loco. 13
Lentamente, la pequeña congregación se dispersaba y él se quedaba solo con su Yamaha en la mano izquierda, mientras reunía la pitanza del día con la derecha, metiendo las monedas y ocasionales billetes en el bolsillo de su chaqueta. Aveces se topaba con un agente de policía que le conminaba a irse de allí de inmediato. Con gestos deliberadamente lentos, el hombre se incorporaba, se cargaba al hombro el estuche con la viola dentro y se alejaba calle abajo, la cabeza hundida entre los hombros, las manos en los bolsillos del pantalón y el largo cabello cubriéndole la cara. Seis meses más tarde, los policías ya no permitieron su ingreso a la acera de la Catedra. Debían evitar cualquier nota disonante con el ambiente gubernamental que rodeaba la gran estructura de piedra. Ni vendedores ni mendigos, ni siquiera lustrabotas podían ya asentarse allí. El hombre de la guitarra se encogió de hombros y volvió a su piso en el edificio que muchos llamaban, burlonamente, Hong Kong. En realidad, el monstruoso condominio llevaba el nombre de una santa, pero semejaba un conventillo moderno, de ahí el mote que le daban los esnobs del barrio. Una vez en la entrada, se sentó sobre el escalón que limitaba el edificio con la calle y sacó la guitarra del estuche. Se hacía rápidamente de noche, la gente regresaba a casa con prisa. Muchos vecinos se toparon, extrañados, con la presencia del hombre de la guitarra allí, en plena entrada a su vivienda. Cuando la oscuridad avanzó hasta dejar las calles adyacentes y la misma avenida sobre la que se erguía el conventillo, desiertas, comenzó a escucharse un acorde detrás de otro, gastando más y más las cuerdas de la trajinada Yamaha. El hombre, el mendigo, miraba la media luna que derramaba su palidez sobre el enorme edificio; una luna desnuda, inmóvil en el cielo frío de la alta ciudad. La canción que retorcía el corazón del misterioso 14
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pelilargo llenó el aire y el lobby del edificio. Su garganta moduló el resto de la canción: Didn’t have to keep it/Wouldn’t put you through it... You could’ve swept if from your life But you wouldn’t do it... No, you wouldn’t do it... Comenzaron a abrirse ventanas y desde los edificios sembrados uno junto a otro en esa misma cuadra, gritos obscenos saltaron en medio de la oscuridad. Un objeto pesado aterrizó a sus pies. La guitarra enmudeció, pero su voz continuó escuchándose mientras se erguía y dirigía cuadra abajo, al edificio vecino, colindante con un pequeño parque. Sólo se percibía el meneo de las ramas en los árboles, sorprendidas por el eco que denotaba una presencia humana en la bonanza de la noche. A diario se repetía la misma escena hasta que un viernes al amanecer, cuatro vecinos pertrechados con escobas propinaron una severa golpiza al hombre de la guitarra, dejándolo en medio del sendero que conducía de la avenida principal a las colinas del otro lado de la carretera. Los hombres y sus improvisadas armas regresaron a dormir lo que quedaba de la noche, pero iracundos y asombrados, tuvieron que escuchar sin poder hacer nada más, la voz del cantor mendigo en la distancia: Having my baby… En el barrio había un par de docenas de perros. Apenas lo oyeron, comenzaron a aullar impenitentemente; pero el hombre proseguía su canción, sentado en medio del sendero donde lo habían arrojado, sin ver nada, sin oír nada, sin entender nada más que el peso de su corazón traducido en su lamento musical. Un par de habitantes de las colinas frente a la carretera lo escucharon cuando abrían sus ventanas para iniciar su 15
temprano quehacer diario; eran mujeres. Lo que entendieron, más allá del idioma, les trajo un nudo a la garganta y forzosamente se preguntaron qué clase de tormento tan grande era ese, que podía caber íntegro en la voz de un hombre y despedazarse hacia afuera en el momento en que él lo cantaba. Intuyeron que él era apenas nada, sólo la agonía de su soledad y el destierro de sus recuerdos. Unos recuerdos que cabalgaban a la grupa de su voluntad y que no cesaban en su intento de asolarle el espíritu. Unos recuerdos que no cedían en su afán de arrancarle del alma la piel… En el momento en que se sintió lo suficientemente fuerte como para atravesar el sendero y perderse de lleno entre los pinos salvajes y los altos eucaliptos, el hombre tomó su maltrecho instrumento internándose sin rumbo dentro del bosquecillo. No se atrevió a cantar allí. Sin embargo, su corazón explotaba con el sonido almacenado dentro y a pesar de que sus labios estaban fuertemente apretados uno contra otro, el sonido y la melodía amenazaban con salirle a borbotones en cualquier momento. Se sentó sobre el suave colchón de hojas y tierra y retorciendo las manos, miró hacia arriba, hacia ese cielo que de tan azul parecía infinito. Al palidecer las estrellas y llegar el primer viso de aurora, la voz empequeñeció; el cantor callejero se tendió sobre las hojas caídas y cerró los ojos. Cuando el sol tempranero le hizo abrirlos, todavía pudo oír la melodía, más armoniosa y afinada de lo que él hubiese podido hacerla. Pero la letra era diferente. Se sentó en medio del nudo de pinos y sintió cómo su laringe y esófago se limpiaban. Era igual que si estuviese lavándose con agua de manzanilla y la fuerte esencia de los eucaliptos. La solitaria se había ido. Esa solitaria conciencia suya había hecho vigilia por él para, en definitiva, arrancarle de encima los espectros del pasado. Con obstinación enrevesada y extenuante, buscó en su memoria la letra y la melodía de su canción, pero no las 16
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encontró. En su lugar, otros versos que semejaban una voluntad dolorida rellenaron su boca sin esfuerzo: I’m a woman in love... And I love what it’s doing to me... I’m having my baby... I’m a woman in love... And I love what’s going through me... I’m having my baby... What a lovely way of saying how much you love me… El hombre de la guitarra se irguió cuan alto era, tomó su maltrecho estuche y se dirigió hacia el claro de sol, a la avenida principal. Hoy no sería él quien cantase. Sería ella, desde lo profundo de él. Se sentó en medio del parque que colindaba con su horrible edificio, sacó la guitarra del estuche y, con postura inconmovible, comenzó a pulsar una cuerda, luego otra. La voz siguió los acordes. Como surgiendo de la nada, gentes simples que se dirigían temprano a sus oficios; narigudas, pellejudas, de rostros hastiados y soñolientos, comenzaron a detenerse en seco delante del hombre que cantaba. Desde el suelo donde se había clavado, los sucesivos pares de rodillas que se aproximaban a su estuche, inclinándose sólo lo suficiente como para echar dentro la dádiva, le indicaron que hoy sería un día próspero. Vio monedas y más monedas cayendo a sus pies. Nuevamente la gente se paraba a escucharlo. Y esta vez no le decían que estaba loco.
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Ocho de la mañana. Martes. La estación del Metro sobre Baker Street aún estaba cerrada. —¿Cerrada? Annabel se desesperó y no porque fuese a llegar tarde, ella siempre llegaba temprano a todas partes; sucedía que quería darse una vuelta por St. James’ Park antes de enterrarse en el Foso de su oficina. ¿Cómo era posible que una mujer con alergia a otras mujeres acabase trabajando en Harvey Nichols? ¿Harvey Nichols? Sí. Ese lugar donde los trapos tienen el rango de religión y las modelos que lo habitan son las sumas sacerdotisas. El guru Lipovetsky ha declarado que finito está el “último grito”, “la autoridad de la Alta Costura” —haute couture suena mejor— las revistas y las stars. Así lo ha decretado en un libro, pontificando sobre ese “imperio de lo efímero”: la moda. El tipo ese, el Lipovetsky famoso, se ha equivocado, cree Annabel. No distingue un culo de un codo. Si lo hiciera, sabría que el “must” continúa imperando, augusto, entre esas pequeño burguesas de tercera de los países del tercer mundo y entre esa clase media tirando a un cuarto de todo lugar entre la República Dominicana y Haití. Ni que decir Rusia y todo lo que es la ex –URSS. ¿Y Japón? Ah, Japón, donde todas las mujeres quieren ser rubias y si es a punta de Blondor o agua oxigenada de 30 volúmenes, no importa. 18
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Harvey Nicks girl. El bueno de Harvey. Y ahora ella iba a llegar tarde a esa department store de Sloane Street y Harris Street, solamente porque a alguien se le había ocurrido plantar algo sospechoso – fuese una mochila o un sombrero no importaba – en la línea de Bakerloo del no menos real y augusto Metro de Londres, así con mayúsculas. Annabel es titulada en algo que no tiene traducción: Fashion Merchandising. Aspira a ser mercader de la moda, ya que ha sacado el perfecto promedio 4.0 en la universidad, motivo por el que ha sido seleccionada entre trescientas solicitantes para el puesto de… vendedora. Sí, en Harvey Nichols —de acuerdo— la tienda más hip, más cool, más wow de Londres… pero después de Harrods en ventas. Las sesiones de preparación de colecciones son tan aburridas que forzosamente ha de caminar antes de meterse de cabeza en ellas, aunque sea sólo durante media hora, sin rumbo, por puro andar y porque ha de aliviarse de un tedio trepidante. La otra media hora antes de ingresar por la entrada de Sloane Street, la pasa en la librería Waterstone’s, buscando sin demasiado ánimo la traducción de El Anatomista, de Federico Andahazi por Alberto Manguel. Un día la encontró, pero costaba doce libras con noventa y nueve peniques. Por ese precio prefería repasar a Proust en el metro. Total, sólo le faltaba completar la obra con los tomos uno y dos. El libro con la descripción de la taza de té y las magdalenas lo tenía. Amenaza de bomba en la estación. Ha llegado la policía, los bomberos, hasta el MI5, cómo no. Los agentes antiterroristas rodean el edificio del Metro. Ella vive en Londres desde 1998 y si no es el IRA son los separatistas y en el nuevo siglo, es Al Quæda. ¡Putaqueloparió! —¿Hasta qué hora va a estar cerrada la estación? preguntó ansiosa, nada convencida de tomar la única alternativa posible: caminar desde Marylebone hasta Marble Arch y desde ahí 19
hasta Sloane Square. La distancia que a uno le toma llegar desde su casa al trabajo da cuenta de la importancia de su puesto. ¿Quién era el responsable de semejante imbecilidad? —Acabamos de llegar, señora. ¿No se da cuenta de lo grave que esto puede ser? No se trata sólo cortar cables, le respondió un agente enfundado en el consabido chaleco plástico anaranjado. —¿Quiere un consejo? Tome el autobús. No quiere llegar tarde a su trabajo, supongo. —Gracias, murmuró Annabel, alejándose a paso largo. Dobló la esquina; se disponía a ponerse en la fila del bus cuando vio que las puertas de la estación volvían a abrirse, y que la gente entraba a la boca del metro con la mayor displicencia, tal vez ya acostumbrada a este tipo de incidentes. Ah, ¡cuán británica era esa actitud! La estación de Baker Street es vieja. Guarda en sus paredes pequeños azulejos con la silueta imaginada del famoso detective de Conan Doyle. Tres niveles más abajo se desplaza la línea de Bakerloo, la que va desde Harrow and Wealdstone hasta Elephant and Castle. Ella toma esa línea y, diariamente, conecta con la de Piccadilly, que la acerca bastante a su trabajo aunque, de todos modos, debe caminar. De dos en dos, Annabel bajó las escaleras hasta la plataforma 7. Otros subían, presurosos, pero por la izquierda, tomando un veloz desayuno de café y donuts. Eso era algo a lo que no llegaría; se dijo, como haciéndose una promesa. Prefería levantarse a las cinco, para tener tiempo de beber su café a sorbos pequeños mientras se untaba las pestañas de máscara negra. Cualquier cosa, todo —en fin— por no caer en esos hábitos tan agridulcemente solitarios. Siempre hacía calor en el andén de los trenes. Estaban en mayo —plena primavera— el calor se hacía sentir ya 20
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desde las ocho y poco de la mañana. Dentro del tren era peor todavía. A pocos segundos de subirse a un vagón, sentía que el desodorante no le era suficiente; que el flequillo se le empezaba a colar sobre la frente y que el after shave de cualquiera de los hombres que se parase a su lado olía a dos días de viejo… ¡Cómo costaba acostumbrarse a convivir con ese rancio olor de todas las mañanas! Dio una ojeada al reloj colgado sobre una de las plataformas del andén. Las 8:03. Si bien siempre llegaba repleto, el tren de las 8:03 era el que mejor se adecuaba al rígido horario de Annabel. Santo Versace, hermano del asesinado Gianni, era el causante de esa rigidez de horario y de su trabajo mismo. El viejo se había dado su importancia al aceptar una invitación de la universidad donde ella estudiaba para dar una conferencia sobre diseño, administración y moda. Annabel lo consideró positivamente cuando el Versace senior dijo que no tenía respeto por el dinero y que, para él, el dinero era solamente papel. Con todo, acabada su perorata —conferencia— se dignó honrar su acuerdo con la universidad que lo invitaba cada año para que se repitiera hasta cansarse y anunció que ese año la Casa Versace abriría cuatro pasantías con el incentivo de hacer carrera dentro de su imperio. Annabel era la alumna con mayor conciencia de la moda, de suerte que una de las vacancias recayó en su persona y, con ella, el traslado a las pasarelas más cotizadas de Milán, Londres, Roma y Nueva York. Los Versace eran pioneros. Habían sido los primeros en erradicarle el sentimiento de culpa a las mujeres por no obedecer la dictadura de la moda; habían abierto un espacio flexible que no solamente tenía que ver con los trapos, telas, patrones, sino con una suerte de alergia hacia lo “políticamente incorrecto”, reforzado por un sentimiento solidario hacia los animales de cualquier especie, hacia la tolerancia del Otro, y a una consideración sobre si tal vez —sólo tal vez— debería 21
desaparecer la crudeza de ciertas realidades apañadoras de la violencia. El asesinato del hermanode Santo reveló que nada de eso era verdad; era únicamente un figmento de la imaginación de muchas mujeres insatisfechas con sus maridos, amantes, y consigo mismas. Los Versace no tejían ilusiones, tejían telas sobre las cuales esas mujeres imprimían sus propias ilusiones. Ya iba irremediablemente atrasada por haber perdido el tren de las 8:03. Sintió erizarse los pelines de su nuca porque de golpe se acordó del desfile. Maldición, laputaqueloparió, era hoy al mediodía. Inclinando el mentón sobre su pecho, ojeó su vestimenta. Parecía lo que era: ropa comprada a descuento, porque su portadora vivía bajo la égida del “presupuesto mensual”. ¿Y ahora? En fin, un par de trapos de la tienda harían el milagro, para que ella pudiese presentar la colección micrófono en mano, muy seria, nariz empolvada, quijada sin brillo, orejas y frente coloreadas con colorete aplicado a punta de toquecitos de la borla de mink. Ah, ¡las exigencias de la Casa! Las manos de Annabel se crisparon a sus costados porque también recordó la parte más ingrata de los desfiles de colección: ayudar a las modelos a encajarse las prendas superiores, inferiores, zapatos, sombreros, medias, corpiños, calzones. Su mandíbula comenzó a contraerse por el disgusto. Siempre le tocaban a ella las borrachas ahítas de champagne, a las que había que buscar, perdidas en los baños; las hallaba una a una, idas de sí mismas y sin soltar el vaso. Eso no era lo peor, sin embargo. Lo más denigrante era tener que vestirlas como si tuviesen seis meses de edad, untándoles las piernas con aceite hasta la ingle, o repasándoles los pezones con cubitos de hielo, para que lucieran enhiestos debajo de una transparencia o de una seda pegada al cuerpo. ¡Estaba positivamente harta de tocarles las nalgas con una borla entalcada, cuando el traje se limitaba a un calzón y una camisola! ¡Siete años de tocar las tetas y el culo de cientos de mujeres demasiado huesudas y pagadas de sí mismas, estúpidas hasta el vómito! Era mucho, queloparió. 22
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Mirando sin ver, sus ojos se perdieron entre los perfiles que se adivinaban bajo esa humedad condensada, producto de los humeantes vagones que lanzaban su rápido aliento hacia los expectantes pasajeros. Ah —eran demasiados hombres y mujeres en espera del mismo tren. Nada tenían en común, excepto la prisa y la inexpresividad de sus rostros semi dormidos. Tendría que pararse exactamente sobre la línea amarilla si quería saltar al interior del tren. Cuando éste llegó, las puertas se abrieron y de adentro salieron docenas de personas, atropellándose unas a otras, con sumo apuro y sin compunción alguna. Annabel sintió un codazo en sus costillas, un hombre dejó caer su maletín sobre uno de sus pies y una mujer gorda la quitó de la puerta con un pesado caderazo. Estas mujeres entrenadas en largos trayectos diarios, sabían cuándo y cómo quitar de en medio a quien quisiera quitarles el sitio en un vagón. Perdiendo el equilibrio, retrocedió hasta los bancos del andén; al sentarse, hizo una rigurosa evaluación de los daños. Aparte del dolor en el pie por el golpazo con el maletín —¿qué llevaría el tipo ese, piedras?— estaba íntegra. Tomó su bolso y se paró, lista para colarse al próximo vagón, costara lo que costara. ¡Cuánta energía desperdiciada inclusive en pensar que tenía que montarse en un tren, sin importar el costo! Trasladando su pensamiento a lo que le esperaba este día, se estremeció. Había que abdicar de todo para trabajar y trepar en ese mundo inconforme, caprichoso, que regurgitaba todo lo que tragaba tal vez hasta antes de haberlo digerido, y hombres y mujeres seguían ese proceso en vociferante devoción; pero eso no era lo peor. Quienes se encontraban en el bajo de la escalera, eran rebajados, y sus convicciones duraban, en lo que concernía a la Casa, lo que un tijeretazo de la mano de una de las costureras. Subió al tren por milagro; era el de las 8:17, todavía tan 23
lleno que había trepado por la fuerza de la masa humana que la empujaba hacia adentro, más y más adentro. La empujaron tanto que quedó aplastada entre la valija de una joven que seguramente iba a Waterloo, y la espalda de un hombre de traje azul oscuro, ahora arrugado. Annabel respiraba sobre el hombro izquierdo del hombre, su boca casi pegada a él. Con los brazos inmóviles colados a sus costados, trató de colocar su peso sobre la pierna izquierda, pero no pudo y, no teniendo otra alternativa, hubo de continuar apoyada de frente contra la ancha espalda del hombre parado junto a ella. Sintió las ondas de calor emanar del cuerpo de él, pegándose a su propio cuerpo como una capa de ropa adicional. Putamierda. El tren oscilaba y, con cada movimiento, los pasajeros presos dentro del vagón se movían levemente al compás de ese ritmo tan lento, tan poderosamente sensual. El cuello del hombre se hallaba casi junto a la boca de Annabel, tal era la involuntaria cercanía. Él tenía las nalgas muy duras, lo supo de la mejor manera: al sentirlas apretándose contra su vientre. Suavemente se sobaban contra la superficie plana de su pelvis, masajeándola sin pausa. Una, otra, otra y otra vez sintió Annabel el roce de ese culo firme; y comenzó a desear fervientemente poder largar sus manos del manubrio para tocar esos dos globos de carne dura, para apretarlos mucho, mucho, mucho. Su espalda era una perfecta tabla rasa que recibió sus pechos con un rebote inicial. Luego, con la presión de la gente, Annabel incrustó sus senos y sus hombros en esa espalda azul que se cimbraba con el vaivén del tren. Sus pezones frotaron callada, acompasadamente contra él, por debajo de los omóplatos. Una ligerísima película de sudor brotó en el cuello del hombre, y ella sintió unas ganas irresistibles de lamérselo. Pasó la lengua por sus propios labios, y una sensación cálida se esparció por su garganta y continuó trepando por su 24
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cuero cabelludo hasta alcanzar sus mejillas y frente. La fuerza de sus ganas se asentó en su ingle. Sintió un hilillo de sudor escurrirse por su pierna derecha, hasta su rodilla; esa rodilla que encajaba directamente entre las piernas de él, en el hueco que dejaban sus dos pantorrillas, algo separadas por la postura. Su muslo, aprisionado contra los de él, se encendió, llevándole una sensación cálida hasta sus ijares. —Regent’s Park, la voz computarizada del tren anunció sin emoción. Más gente se apretujó alrededor de Annabel y el hombre parado delante de ella. Más gente, más presión. Más roce de sus senos contra la espalda del hombre, que ahora sudaba sin disimulo. Su mano derecha agarraba con fuerza el jalador del vagón. La izquierda sostenía un gastado maletín de cuero. Sus dedos se tensaban y destensaban, como si en lugar del agarrador estuviese apretando los pezones de la mujer parada detrás de él. Ese olor animal del hombre llegó a las fosas nasales de Annabel. Aspiró con fruición, era un olor a macho —a macho ansioso. —Oxford Circus. No pudo volverse, ni quiso. El tampoco. Ella movió ligeramente sus piernas, de modo que sus muslos encajaran mejor contra los de él. Siguiendo el movimiento del tren, tanto ella como el hombre se rindieron al contacto de sus extremidades, maldiciendo en silencio el hecho de que estuvieran enfundadas en demasiada tela, demasiadas barreras. Sólo esa presión, sólo la fuerza de alguna ley física de la que nadie se acordaba, los unía. —Piccadilly Circus, otra vez la voz. Bruscamente, la gente comenzó a bajarse del tren —casi
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en manada. El espacio llenó el vagón y se metió entre Annabel y el hombre. Con cierta agilidad, ella se volvió, dándole la espalda al que antes se la había dado a ella. No quiso verle la cara, porque no era su cara lo que necesitaba ver en ese momento. Tomó asiento, constatando que su ropa y su pelo no estuviesen demasiado estropeados. Poco a poco, volteó el cuello para poder ver ese cuerpo, por algunos minutos tan suyo. —Charing Cross. Impertérrita, la voz anunció la próxima estación. Ahí se bajaba. ¿Dónde estaba el hombre? ¿Dónde estaba su espalda, sus nalgas? No, no estaba más. Reclamando sin palabras su poco de lujuria, Annabel se bajó del vagón, presta a caminar rápido por St. James, a perderse entre anaqueles en Waterstone’s y a enterrarse entre los cubos de hielo para los pezones, el talco para las nalgas y las botellas de Evian y Tattinger’s vacías, colocadas boca abajo como recuento de lo bebido por esas boquitas ávidas de fama tanto como de alcohol. No sabía cómo iba a concentrarse en su trabajo. Imposible dejar de sentir contra su pelvis, el roce de ese culo perfecto. ¿Cómo se llamaría? ¿Nigel? ¿Ian? ¿Russell? Oprimió el botón del ascensor. Otra voz incorpórea dijo: primer piso... Caminó derecho hacia la puerta de vaivén, la empujó y cruzó rápidamente el corto corredor en dirección hacia la sala en la que, una vez más, pasaría el día. Hoy sería diferente, sin embargo. Recordó la sonrisa sardónica de Santo Versace cuando la había entrevistado y ella, toda ingenuidad, le confesaba que se veía a sí misma diseñando para “la Casa” en, digamos, cuatro años. ¡Qué buena venganza podía arrojar sobre hoy sobre la 26
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mesa del reto! Hasta este día la habían reducido a un repasador de narcisismo ajeno, todo lo que contaba no era ella. A partir del metro, renacía la verdadera Annabel. Hoy pensaría mucho en el hombre del traje azul. En el sudor lamible de su blanco cuello. En esos cabellos de color rubio sucio que se mojaban lentamente, en el rubor de sus orejas que se hacía más encendido a medida en que la gente iba abarrotando el tren, aplastando exageradamente los cuerpos de él y de ella, uno contra el otro. De hoy en más, Annabel Cherniak no tomaría más el tren de las 8:03. Esperaría el de las 8:13, el que hoy había sufrido cuatro minutos de retraso por la amenaza de bomba en la estación de Baker Street. Londres tenía demasiados hombres que poblaban el subterráneo dos veces al día, por lo menos. Se le abría un mundo de posibilidades. Imaginó varias nalgas apretándose contra suvientre. Infinidad de cuellos mordibles y espaldas duras contra las cuales apoyaría sus senos, rindiéndose consciente de su existencia, física e instintiva. No, la Casa Versace no le había ganado la partida. Santo, el viejo Versace y su sardónica contextura tendrían que rendirse a ella en los próximos cuatro años. Si cualquier hombre en el metro tenía la cualidad de despertar entes, ¡qué no podrían hacer por ella los ochenta mil habitantes del Underground londinense! El sistema de transporte público no era tan malo, después de todo.
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Graffitti
Desde el bus que la lleva a diario a la zona sur, ella observa la ciudad bullir, enloquecida en su diario vivir. Una pared ostentosamente blanca muestra un graffitti negro, grande e irregular: TONKA AMA A HULK. Así que Hulk. ¿Se puede amar a un Hulk? ¿Qué sabe ella de Hulk? Sabe que su reputación es la de un gran seductor. Un encanto de seductor. Familia inexistente y de buen nombre, residencia en un barrio indeseable de la ciudad. Por ahora, eso es todo. Ah, sí, se gana la vida metiendo las narices en política. Es mujeriego, gran bebedor, fumador de marihuana —oveja negra completa. El colmo es el dinero que le debe al Estado, por cobros indebidos en ejercicio de funciones públicas. Okay, así que es bueno para nada —pero …ella lo desea. Lo desea tanto que apenas puede respirar cuando él está cerca. Suda frío cuando él le habla. Su cuerpo entero suda de tanto desearlo y los hilos de sudor se escurren donde más le escuece: desde su ombligo hasta el bienoliente coño cuyos vasos capilares se congestionan y le palpitan. ¿Por qué siempre le atraen las malas fichas, las ovejas cochinamente negras? El hombre no tiene palabra, no sabe más que de mañas y farras, curros y estafas. Una y otra y otra vez, ella ha podido comprobar que lo suyo es una calentura exacerbada, alimentada por una obligada abstinencia; hoy es todo tan complicado en el sexo. “Simple,” dicen muchos. “Espontáneo,” dicen otros. Mentira. El placer 28
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para una mujer nunca es simple y mucho menos espontáneo. Un hombre tiene que usar las yemas de sus dedos, sus nudillos, saber agitar bien la lengua y poder penetrar a una mujer con fuerza y poder; con garra y con ira; con una mezcla de lujuria y revancha. Por eso lo desea. Furiosamente. Desea sentir sus manos recorriéndole el cuerpo, todo el cuerpo. Quiere sus manos sobre sus senos —ambos senos, con sus dedos como ciempiés acariciando, apretando, recorriendo— su boca entre sus piernas; su lengua lamiéndole los pezones hasta volvérselos morados, inflados de sangre y deseo, mientras su pelvis se le pega a las caderas como un imán duro. Quiere sentir sus dientes hundiéndose en su carne, marcándola indeleblemente. Cuando se hace de noche y ella se acuesta, no evita el mismo derrotero de sus pensamientos. El temblor le trepa por las piernas y se detiene entre sus muslos. El teléfono suena y es su voz la que la enciende; siente tanto calor que no aguanta la ropa sobre la piel. Aprieta sus muslos uno contra otro; no puede resistir tanta fiebre. —Quiero verte, le dice. “Quiero acostarme contigo y morirme contigo dentro de mí,” es lo que quiere decirle en realidad. Al imaginarse lo que sería el sexo con él, se estremece, la razón o el límite se le borran. Se pregunta cómo es este hombre haciendo el amor. No — cogiendo— tal vez en una cama. Quiere saber, no preguntarse solamente. Quiere conocer y sentir su sexo; saber con certeza si su terrible deseo quedará colmado, o si —como otros— la dejará a medias, absolutamente insatisfecha.
Sería tanto mejor si él le diera unas cuantas tardes de buen disfrute, para que pudiese sacárselo de la cabeza y de 29
debajo de la piel de una vez… Ella quiere que suceda pronto, para librarse de él todavía más pronto. Siente que el corazón va a explotarle en cualquier momento. Ha despertado deseándolo, y le ha hecho el amor en su propio cuerpo, pero pensando en él cuando lo hacía; en su pecho desnudo cubriéndola y se ha sentido total, voluptuosamente llena. TONKA AMA A HULK… MAS . Otro día, otro deseo. El bus amarillo del transporte público continúa su marcha impávida hacia un destino insignificante. La vía no cambia, la ruta tampoco. Ella gira la cabeza para fijarse otra vez en la blanca pared, su letrero personal. Hoy, el mensaje la sobresalta. Más. Lo conoce más, porque ya sabe cómo son las manos de él sobre sus pechos. Tiene manos grandes que más o menos resbalan desde sus hombros, a cada seno. No se paran ahí, la toman por la cintura y las nalgas, en un círculo, y la aprietan mucho, mucho. La han hecho hervir, así encajada en los muslos de él, con sus brazos acariciando el cuello del hombre, la propia pelvis frotando sus caderas, exigiendo ese sexo al que todavía no ha podido llegar. Así que devoró su boca, enredó su lengua en los dientes de él, acarició al mismo tiempo esos cabellos cortitos que acaban en su nuca, resbaló las manos por sus hombros y subió nuevamente los dedos para recorrer su cabeza —deseó jalar sus cabellos con fuerza. Lamió sus dientes y sintió el sabor distante pero conocido del alcohol en el paladar de él, en la textura de sus encías… a la una de la tarde. —Mujer, me estoy incendiando, fue la reacción del hombre, y su propia respuesta: un gemido ahogado, rebosante de ganas. 30
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Ha sido lenta su decisión de hacerlo suyo; pero una vez que lo sea, ella se librará de esta pasión sin sentido por un hombre al que no miraría dos veces en otras circunstancias. No interesa su currículum de canallita con suerte. Lo que importa es él, el peso de su cuerpo sobre ella, enroscándose como una pitón… Sintió la boca del hombre en su oreja, sobre su cuello, en su propia boca —lo besó profundamente. La mano de él jugueteó con su pezón derecho, sobre el suéter que llevaba. Le acarició la cintura, la cadera. Su mano derecha se deslizó por el muslo de ella; muy lentamente la alcanzó entre las piernas donde se alojaba el fuego. Ah, si la gente que los rodeaba hubiera podido esfumarse sin hacer ruido… para que él la cogiera allí y entonces, sobre la mesa, en el piso, sobre la silla. —Me duele el cuerpo, le dijo. No estoy tocándote, pero me duele de tanto desearte. Entonces el hombre guió su mano. Lo fue palpando, hurgando su entrepierna hasta que encontró lo que buscaba: la erección de un buen pene. YA NO TONKA AMA A HULK… MAS. La pared recibe sin pena, los arrebatos de una mujer caprichosa, y la lectura de otra que viaja en autobús, pensando día a día en un hombre. Se da cuenta de que este hombre es una jugarreta —muy mala— de sus sentidos. Ella sabe que su vida es otra… a la cama entonces, luego a otra cosa. ¿Qué más cabe? El desparejo graffitti negro no es más que el gran eco de su instinto alborotado por una cogida que de tanto esperar, se ha vuelto casi inmaculada. 31
YA NO TONKA AMA A HULK …MAS Him, him, him, what’s she gonna do about him? She’s gonna have to do without him… La canción salía a todo volumen de la radio. El conductor del bus aumentó el volumen a pedido de ella. El tedio de la ruta se borraba un poco ante la perspectiva de su propia historia, pintarrajeada en una pared. Miró el graffitti con detenimiento. Su historia, ni más ni menos. La que terminaría de escribir esa misma noche. Fue hacia él en cámara lenta. Un auto la esperaba para llevarla hacia su casa, a ese lugar sobre el que ella había hecho toda clase de conjeturas. Toda clase. Ese lugar en el barrio indeseable de la ciudad. Se bañó, perfumó y vistió para él; inspeccionó su cuerpo y halló que sus senos tenían un tinte rosado alrededor de la aureola. El triángulo perfecto de su vello púbico se agitó de ganas. Poco a poco, una deliciosa humedad, fresca y viscosa aceitó su ingle; tuvo que cambiarse el pantalón. Ropa interior no llevaba. Si vestía una falda, le gustaba sentir la sorpresa de un hombre cuando su mano trepaba por su muslo y hallaba no un trozo de tela mezcla de lycra y algodón, sino el vello rizado y los pequeños labios como de adolescente, que había entrenado muy bien para abrirse al tacto de unos dedos, de una lengua o de un falo. Creyó que harían el amor hasta morirse un poco. Esperó la sesión de su vida, porque la de él era una señora reputación. Llegó a la casa, tocó el timbre. Lo pulsó con todas sus fuerzas, no fuera a ser que el hombre no escuchara y ella tuviese que quedarse allí toda la noche, frotando su pubis con ambas 32
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manos. Sintió un hilito de sudor que se escurría por debajo de sus pechos. Le escocía la ingle. Iba a decir al hombre cuántas ganas traía, pero el beso la hizo callar. Estaba echada allí, sobre la cama. La luz crepuscular hacía todo más real. Los colores comenzaban a desaparecer, con ella. Total, que él había necesitado de la tarde entera para conseguir una erección, y dos horas más para penetrarla. Demasiado alcohol y marihuana, decidió ella. Cuán falso resultaba todo. La fachada de una reputación se difuminó con la luz y los colores. Poco a poco, ella sintió que todas esas emociones encerradas se alejaban de su nuca, de sus hombros, de la parte baja de su estómago, de sus ijares, de su pubis. Todo el calor albergado entre sus orejas resbaló por sus brazos, y finalmente, salió íntegro, a través de sus uñas. Otro más. Otro inepto. Con él ya iban doce. — ¿Te acuerdas de Mr. Goodbar? le preguntó esa voz de bajo, matizada de licor bebido a pasto. Esa voz conocida en algunos matices más, como el que le daba un placer infinito con sólo murmurarle su nombre al oído. — Era Buscando a Mr. Goodbar, dijo ella; algo ida porque no entendía ese divorcio entre la voz orgásmica y el pene fláccido del hombre. Con sumo cuidado alargó el brazo para alcanzar su bolso. El hombre dormía con uno de los brazos cruzando el pecho de ella, ahogándola a medias. Cruzó por su cuerpo y mente un asomo de inquietud. Abrió los ojos y la inquietud se transformó en franco terror. El cuchillo como de cortar queso danzaba a milímetros de su estómago. Un ruido de escape de gas se elevó en el aire, despertando completamente al hombre, incrédulo ante el dolor. Jamás pudo parir el grito que se gestó en su boca. 33
Se quedó almacenado en su cerebro, haciendo ecos múltiples en su cuello, en sus nublados ojos y en sus crispadas manos bien manicuradas, mientras el afilado falo de acero inoxidable se enterraba, relampagueante, en sus entrañas. Nadie escucharía los estertores. Ella comenzó a vestirse, sin siquiera mirar la cama o al hombre. Supo, como siempre, que cuando se volviese para recoger su arma los ojos de él estarían velados por una película blancuzca de horror, dolor e incredulidad. Se encogió de hombros y estiró la mano para quitar su raspacallos de la inútil humanidad de un hombre más venido a la tierra para no satisfacerla. “…and then there were none,” tarareó mientras bajaba las gradas, abría la puerta y echaba un silbido a cualquier taxi que la llevara a ojear de nuevo los graffitti de la zona sur. En la casa, el volumen del CD player hacía las delicias de los vecinos, que se quejaban unos desde sus ventanas, otros maldiciendo en voz alta. A gritos, el todavía vivo Bob Dylan aullaba how does it feel?
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Stalker
El número 26 de la Calle Petley en Londres corresponde a una casa grande. Una casa de piedra arenisca con un gran jardín. Tres veces por semana —sábado incluido— un hombre moreno, alto y muy fornido, viene a ocuparse de él. Es lunes. Hoy se abre la puerta principal y un hombre asoma, oliendo el aire frío. Se estremece y vuelve hacia adentro. Minutos después, la puerta del garaje se abre y un auto alemán sale veloz. El coche gris azulado lo conduce ese hombre de ojos oscuros y cabello corto, a quien el frío ha hecho estremecer. La puerta principal de la casa se ha abierto y por ella sale una mujer joven aún, de cabello larguísimo y suelto, que le cubre los hombros. Eleva la mano, saludando al hombre que se aleja en el auto y espera al otro hombre que, bolso al hombro, se acerca con el correo. —¡Qué día frío, señora Terra! concedió el cartero. Rebuscó mucho en su bolsa y sacó un fajo de sobres, folletos y postales Hizo el ademán de entregarlas, pero algo atrapó su mirada. Apresuradamente, puso la pila de sobres en la mano de Terra, y murmuró muy tímidamente una despedida cualquiera. Se volvió y se alejó rápidamente. Frío, día frío, día cojudo. Fiona Terra comenzó a ojear su correo. No esperaba sino cuatro mil libras de su editor, ya estaba bueno de andar trabajando a plazos. En su mano, las tetas gordas de una mujer sobresalían desde una cartulina roja. Volcó rápidamente la tarjeta y vio una letra desconocida. 35
Sobre el dorso de la postal, alguien había escrito: deja de joder con mi marido, Fiona Terra. Las manos agarrotadas, el corazón latiéndole un poco más fuerte, entró en la casa. ¡A la mierda! ¿Qué era ésto? Buscó en la cocina un encendedor, una caja de fósforos, algo. No halló nada. Luego regresó a la entrada y cogió la postal de la mesilla. La miró, la releyó. Se puso a pensar. No la quemaría. Esto no era normal. No, era desquiciado y, por lo mismo, averiguaría de que se trataba. Seguía pensando, sentada y lacia sobre cualquier silla de la casa, cuando el regreso de su marido la sorprendió. David había ido a la exposición de Michael Aubrey, el acuarelista, y volvía de la sala en algún lugar cerca de Montagu Square, a pocas cuadras del Hotel Marriott, en Central London. Fiona no lo escuchaba. Escuchaba su corazón latiéndole muy rápido. Tenía que contarle lo de la postal con la foto de una puta gorda. —David, comenzó. Me ha pasado algo sumamente desagradable. Lo inglés le salía a flote apenas se preocupaba o se entristecía. Hablaba sin dialogar, como leyendo un guión. La fuerza de la costumbre, más la pelotuda dicción del internado, pensó. Después de veintidós años de aprenderse de memoria las reacciones de una mujer profesionalmente encantadora, David respiró hondo y se dio vuelta. Miró a la madre de sus dos hijas y su esposa, supo que no sería sencillo. Bueno, ¿cuándo lo había sido? —¿Qué te pasó hoy? ¿Recibiste las cuatro mil libras de Longman? Se había olvidado de toda esa plata que le debían. ¿Quién diablos podía acordarse de las cuentas cuando había descubierto que una persona, en alguna parte del mundo, sentía el odio suficiente hacia ella, como para amenazarle 36
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veladamente? Estremeciéndose, caminó hacia su marido, cartulina en mano. Se la entregó diciendo: —no sé de qué se trata todo esto, David. De verdad que no tengo la menor idea. David fue a sonreír viendo a la gorda de las tetas, pero la sonrisa se le quedó a medias después de leer el mensaje. —¿Qué es esto, Fiona? preguntó, poniendo el máximo desconcierto en su voz. Hay cosas que se adivinan. ¿Iba eso a ser realmente el inicio de algo? Sin duda, debía serlo. —¡Qué sé yo —qué me preguntas— David! Te acabo de decir que no sé. —¡Pero dice “Fiona Terra” y tiene nuestra dirección! ¿Qué significa? ¿Qué es todo esto? ¿Fiona? —No sé, le contestó ella, con un asomo de inquietud que comenzaba a treparle por los ojos; esos ojos intensos que habían mirado los ojos de tantos hombres. ¿Cuál de ellos podría ser? ¿O la mujer de quién? Los anónimos tienen el poder de desatarnos las emociones que más fervientemente deseamos ocultar; el miedo, entre otras. La oficina de Fiona Terra era más que eso. Era un punto de encuentro de sus actores, sus socios, sus amigos. También el correo llegaba allí. Puso el auto en su lugar, subió las pocas gradas que separaban la calle de la oficina y entró. Había varios sketches que mejorar. Luego debía preparar el viaje a República Checa. Ya le tocaba estar de nuevo en la ruta. ¿Qué podría esperar de este viaje? ¡A veces la gente en los congresos era tan rara! En ocasiones respondían a esa Fiona de grises ojos saltarines que tenían delante; otras, su aburrimiento cobraba dimensiones colosales y no había modo de sacarlos de tremendo marasmo. 37
—A la puta, murmuró por lo bajo. Ah, estaba además la corrección de su último libro. Eso era lo menos agradable, y lo que mejor le pagaba: escribir libros de inglés como segunda lengua para adultos que apenas podían con la primera. Abrió la puerta y vio unos sobres tirados en el suelo. Se agachó a recogerlos y casi no pudo pararse. Ahí estaba otra postal con su puta gorda. Esta decía: lo has hecho con mi marido hace diez años. ¡A ver si dejas de contar tus simpáticas anécdotas para trincarte a los hombres en la cama! ¡Puta! ¿Quién era el maniático? ¿Maniática? ¿Cómo era posible que alguien se estuviese ocupando de ella de esa manera tan morbosa? Esto estaba comenzando a disgustarle seriamente. El temor no enceguece pero entorpece; y Fiona comenzó a sentir plomo en los pies, en los brazos, en los ojos. Con suma lentitud se sentó y discó el número de su marido. David estaba en una reunión. Era urgente que le devolviera la llamada, dijo a la recepcionista del Westminster College. Muy urgente. Esperó una hora casi sin moverse. —Hola, ¿Fiona? ¿Pasó algo? La voz de David sonaba entre enojada y ansiosa. Y es que estaba enojado, realmente enojado. No era hombre de andar explotando, pero después de veintidós años de vivir juntos, después de… de ese hombre con semejante nombre: Heathcliff, muy Cumbres Borrascosas, muy Emily Brontë, muy puto él — ésto era por Heathcliff Earnshaw. Debía e iba a ser por él. Y por todos los demás también. Maldito hijo de puta, pensó para sí mismo. En voz alta repitió: —¿Qué pasó, Fiona? 38
Otra postal. Otro mensaje. Otra conjetura. David controló
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su rabia, mordiéndose el cachete por el lado de adentro para no ponerse a gritar delante de algún colega o —peor— algún alumno suyo. ¿Qué hacer ahora? La tercera postal llegó a las manos de Mia, la hija menor, una semana más tarde. Junto con un sobre de Longman, llegó a manos de la chica una tarjeta que decía: cazavergas, eso es lo queeres. Una vulgar cazavergas. Su hija le puso en las manos esa cartulina que ya se estaba volviendo familiar. —¿Qué es esto, mamá? le preguntó con voz insegura. Fiona no tuvo mejor respuesta que abrazarla y decirle que no tenía la menor idea. En verdad, no la tenía; pero sí comenzaba a tener mucho miedo. Mierda, ella tenía miedo, y ¿por qué no? Alguien la estaba acosando. ¿Era acaso Heathcliff que se vengaba diez años después? ¿Habría guardado resentimientos después de la ruptura? Los hombres hacen eso. ¿Le guardaba rencor a pesar de que el tiempo había por lo menos apaciguado, si no borrado del todo, lo que sucediera entre ellos? ¡Hacía siglos de eso! ¿Cuál podía ser la lógica detrás de toda la vulgaridad, de lo craso de las postales? ¿Qué carajo pretendía quienquiera que las estuviese mandando? Fiona no se explicaba nada. Nada tenía mucho sentido ya. Hay instantes en que la vida parece inmovilizarse, estar suspendida entre el aire y la nada. Fiona creía estar moviéndose peligrosamente en uno de esos instantes y no le gustaba. Afectaba su trabajo, su concentración, su familia… ¡su familia! Trató de pensar en otra cosa, en algo que le hiciera olvidar la crudeza de las tarjetas, la cara de asco de David, la tristeza de Mia —y sus propios sentimientos de culpa, culpa, mea culpa. Flo vendría para pasar el fin de semana con ellos. Podrían descansar todos juntos e ir a un cine o a comer fuera. Basta de miedo a las vacas locas. Su culpa podía comenzar a disminuir; al fin y al cabo, sacarían a la familia de recreo, aunque sólo fuera 39
por unas horas y únicamente comiesen hamburguesas. El ruido de la llave en la puerta la volvió al momento y a su casa. Ya oscurecía. Su hija mayor le sonrió desde su look de Victoria Beckham. Nadie como Flo para hacer siempre lo inesperado. —Hola, mamá, ¿qué hay? Flo era tan personal en sus cosas… ahora parecía la copia al carbón de la Posh Spice esa de las ex Spice. –Acabo de ver a Tony en el jardín. ¿Por qué sigue viniendo en invierno? ¿No le darán vacaciones? ¡Qué espaldas se carga ese hombre! manifestó con admiración pura. Fiona le sonrió, benevolente. Menos mal que sólo se limitaba a mirar la espalda del jardinero… Como si la hubiese visto el día anterior, su hija se puso a contarle una historia sobre un gato y la dueña de casa que odiaba cobrar los cheques del alquiler, pero que insistía en que se los dejaran personalmente en su casa. A medias la escuchaba Fiona, porque su cabeza era un remolino de pensamientos repasados y vueltos a pasar por su propio tamiz de miedo, de duda, de curiosidad, de ganas de tirar todo a la mierda e irse a cualquier parte donde ninguna postal la alcanzara. El timbre del teléfono la sobresaltó. —¡Ma! ¿Quieres que conteste? Flo ya estaba levantando el auricular. —Hola. ¿Hola? La chica se quedó callada. Luego escuchó y, lenta, muy lentamente, colgó el teléfono. —¿Ma? Te amenazan, mamá. Me ha dicho “si esa hija de puta se acerca a mi marido, se muere,” y me ha preguntado cuál de tus hijas soy. Dice que se llama Gemma Jones. ¿Quién es Gemma Jones? ¿Por qué te amenaza? La muchacha estaba descontrolada, y Fiona vio que iba a ser muy difícil ocultarle 40
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el asunto. —No sé, hija —no sé. Flo, no te asustes… —No me asusto, mamá —me cago de miedo. ¿Quién es la tipa? —¿Cómo te dijo que se llamaba? Fiona aprovechó para pasar al lado práctico del asunto. No podía entrar en otros detalles. No con Flo, no. Ni con nadie. —Gemma. Gemma Jones. ¿Conoces a alguna Gemma Jones? —Ni de casualidad. No me suena a conocida siquiera. Fiona se escarbaba el cerebro buscando alguna familiaridad a ese nombre. No la encontró. No, no la conocía. ¿Iba a tener que bregar con una mujer de nombre Gemma Jones de ahora en más? David entró en la casa, vio a su hija y gritó de alegría, pero la chica estaba tan ofuscada que no sintió el abrazo del padre. Sin más le preguntó por qué no había ido a la policía. Por decir algo preguntó, balanceando su peso entre una y otra pierna, con nerviosismo patente: —¿Fiona? ¿Crees que debamos ir a denunciar esto? —Francamente, no sabría cómo, Dave. Ella nunca agarraba la oportunidad por los cabellos, dejaba que la oportunidad la agarrara a ella. Así vivía. Así se iba a morir también, cada quién es como es. Total, que la posibilidad quedó allí, sin más que añadir porque a ella no nunca se le iría a ocurrir buscar a la policía para decirle que alguien le estaba acusando de acostarse con otro hombre que no era el suyo. El desayuno a la mañana siguiente fue un jaleo absoluto. Las dos hijas insistían en que debía llamarse a la policía, que pagaban impuestos para que les brindaran protección, que 41
ninguna de ellas se sentiría segura hasta que se hubiera hecho algo. Quién sabía, a lo mejor la Gemma esa las espiaba y sabía dónde vivían. Tal vez quisiera dañarlas para llegar a ella. Por primera vez desde que viera la postal de la mujer tetona, David sintió que tenía que hacer una pregunta. La hizo. Desde sus ojos oscuros, lanzó la interrogante. La voz le siguió naturalmente, pero los ojos preguntaban directamente a los ojos de Fiona. —¿Existe una razón real —real— Fiona, para que esta mujer nos persiga así? La negativa de ella; ese lento sacudir de la cabeza —confundido— no fueron suficientes. Nada podía ya ser suficiente. ¿Podía decirle a David que lamentaba haber sido tan pelotudamente ingenua? —Muy bien— y como hiciera desde hacía veintidós años, David decidió por todos. —Iremos a la policía. Esto no le estaba sucediendo a ella, Fiona. No era posible que estuviese haciendo fila para que atendiera su denuncia un detective que parecía apenas salido de la secundaria. ¡Ni vello en la cara tenía! Enrojeció hasta las orejas mientras contaba lo que le había estado pasando. El jovencito sin barba ni vello la envió a la sección de Violencia Doméstica.¿Violencia doméstica? ¿Cómo la mandaban allí? Ella no andaba a los pescozones con su marido. Sexo. Ahí sólo les interesarían las historias de alcoba con un salpique de adulterio y látigos o unos cuantos sopapos de aderezo. Así es como debían excitarse… —¿Señora Terra? El detective se acercó con la mano extendida, y le indicó la silla. —¿Esta sección es Violencia Doméstica? Increíble. Estaba preguntando las mismas idioteces por enésima vez. —Soy el detective Jason. No soy de Violencia Doméstica, vengo de Acoso y Persecución. Creo que es lo que usted anda 42
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necesitando. Fiona no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Acoso y Persecución? Casi se fue. Casi salió de allí dando tropezones. Luego pensó en Mia y Flo, en las reacciones de ambas, en la cara de desconcierto de Florencia, en sus manos sudorosas después de contestar la llamada de la tal Gemma Jones y se quedó sentada. Habló tendido con el detective Jason. Le contó que su prontuario no era impecable; que hacía ya diez años había tenido un muy largo affair con, nada menos que su socio, Heathcliff Earnshaw. La historia le salió desde el fondo, con los pelos y señales que nunca había querido dejar. Vomitó su aventura hasta el momento en que Heathcliff, el sexy moreno con quien la mayoría de las mujeres únicamente fantasean, harto de ella, le había aconsejado ir a un terapeuta, y ella había ido, epítome de docilidad. —No me exigía nada, explicó, excepto que fuera de gira con él lo suficientemente seguido. Eso nos venía bien a ambos. Sabe, detective, ese hombre tenía un apetito carnal muy desarrollado. El detective Jason se rascó la oreja, un tanto aburrido. Era un caso clarísimo de venganza. Lo que no cuadraba era el hecho de que, después de terminar la adúltera relación, el tal Heathcliff se había casado muy felizmente y durante cada uno de los cuatro años posteriores, había ayudado a su mujer a procrear un vástago. Con cuatro hijos, barriga cervecera, cintura inexistente, canas en las sienes y los dolores de cabeza propios de la hipoteca a años, era poco probable que dedicara el esfuerzo y el tiempo a mandar postales obscenas a su ex– amante. Era un camino a explorar, sin embargo. Jason contuvo un bostezo. Levantó las cejas, mirando a Fiona que movía sus manos, casi sobando la superficie de la mesa. —No sé qué más puedo decirle, detective. No se me 43
ocurre nada más. Fiona se secó las manos húmedas en los costados del abrigo. Se sentía por demás humillada, burda. Le olían las axilas. Su miedo se traducía en sudor. Se levantaba para irse cuando la pregunta del detective la colocó de nuevo, bruscamente, sobre la silla. —¿Tuvo usted algún otro amante posterior a su socio? Negando con la cabeza, Fiona Terra murmuró que no. No fue muy convincente. —Nada que se asemejara a lo que tuve con Heathcliff, aclaró. Mentira podrida, pero nada más iba a reconocer. ¡Faltaría más! Así que la mujer de la melena en cascada se las traía. Con gesto urgente, Jason volvió a indicar la silla. —Siéntese, le dijo. Todavía no hemos terminado y falta un trecho largo en todo este asunto. Déjeme decirle lo que toca ahora: va usted a llamar a ese hombre y a todos los que supieron de la relación de hace diez años, cualquiera que pudiera sentir algún resentimiento hacia usted o hacia su familia —porque quienquiera que esté haciendo esto sabe lo que hace, no estamos hablando de un amateur— y a contarles lo que está sucediendo. Nosotros estaremos allí cuando lo haga, grabaremos las conversaciones. A cada persona que llame, deberá usted advertirle. ¿Le parece bien este fin de semana? Jason iba siempre al grano. Resultaba torpe, pero se evitaba innecesarios circunloquios. —Ah, sí. Llame también a los otros. Honestamente, señora Terra, usted está en un atolladero. No le envidio tener que hacer post mortem de toda su vida amorosa. Era directo este detective Jason. Muy directo para ser inglés, y para ser de Scotland Yard, además. Jason levantó los ojos de los papeles que tenía delante y los fijó en Fiona. 44
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—Una cosa más señora Terra: necesito su permiso por escrito para grabar sus conversaciones telefónicas y para intervenir su teléfono. Esta ‘Gemma Jones’ podría llamar cualquier día y a cualquier hora. Queremos estar listos cuando eso ocurra. Firme aquí. Firmó Fiona Imogene Terra, como siempre. Estaba completamente entumecida. Completamente. Cansada, también. Cuando llegó a su casa, dos postales más le esperaban. Una de ellas traía matasellos de Bournemouth. ¿Cómo era posible? Ya David las había hallado, dejándolas bien a la vista, en la entrada, para que a ella no pudieran escapársele. Una de las postales era una cruda foto de una mujer de color fucsia, la otra era la de una morena tetona, con una dirección en Regent Street. Tiéntate. Visitas a tu hotel. Feliz de colmar tus fantasías. Ningún mensaje, excepto ‘Gemma Jones’. AFiona Terra le costaba ser fiel a su marido, tenía que admitirlo ante sí misma, aunque más no fuera. Se dijo que eran los viajes; que ella era débil —eso lo sabía todo el mundo— que a veces llevaba las cosas demasiado lejos, porque le gustaba el flirteo. Le gustaban los hombres, punto. Esos de torso largo, más largo que el de ella. O los de pelo muy corto y rizado, o los de dientes muy blancos. Todos le venían muy bien. Ella practicaba el sexo como otras mujeres respiraban. Flo la sacó de sus pensamientos, avisándole que el detective Jason estaría allí al día siguiente, sábado. Les había dejado un equipo de grabación, estaba en el estudio ¿quería verlo? —No, ni de casualidad. Me voy a bañar y a acostar. Hazme un favor, nena. ¿Podrías dejarle ese sobre al jardinero? Es su paga. Tu padre insiste en que se quede a dormir los viernes, así comienza su trabajo temprano el sábado. No quiero olvidarme de su sueldo y que se vaya sin cobrar. No le importó la cara de congoja de su hija. La tarea del
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día que venía no se le antojaba nada apetecible. Iba a remover el pasado con Heathcliff, iba en pos de tiempos olvidados; iba a remover los amores, calenturas pasadas y detalles que su marido no conocía, que eran de ella y su socio solamente, e iba a hablar con aquellas personas que sabían del asunto, para mayor mortificación de David y de las chicas. La campanilla la sobresaltó. Dejó la bañera a medio llenar y se abalanzó al teléfono —antes de que Florencia o Mia lo cogieran. —Contigo quería hablar, Terra. Fiona no reconoció la voz. La mujer ¿el hombre? usaba distorsionador. Encolerizada, ladró insultos llenos de furia, hasta que un acceso de tos le bloqueó el habla. Fue cuando escuchó el ‘clic’. Gemma Jones había colgado. Jason tenía experiencia en asuntos como ese. Entre él y dos hombres de la policía instalaron el equipo junto al teléfono más accesible, el de la sala de entrada. Luego informaron a la familia que su correo sería desviado hacia Scotland Yard y que Jason sería el primero en abrirlo. Pasarían la caligrafía de Gemma Jones por un análisis grafológico; normalmente eso rendía pistas. El matasellos de las postales, las fechas y la hora de franqueo también serían útiles. En la semana, escucharían y estudiarían las grabaciones de sus llamadas. Bajo ningún concepto debían enojarla. Cada uno de ellos escucharía a Gemma Jones y, sin importar lo que dijera, lo único que debían conseguir era que continuara hablando. Sólo así podrían llegar a alguna parte, posiblemente a su descubrimiento. Seguidamente, Jason puso a Fiona al teléfono, urgiéndola para que llamase a Heathcliff Earnshaw, su socio desde hacía diecinueve años y el hombre que compartiera su cama en las giras durante seis años mientras seguía casada con David. Ser el marido engañado era tan desagradable, pensaba 46
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David, en tanto se sentaba sobre el brazo de un sillón, observando los movimientos de los detectives, la cara tan pálida de su mujer, los ojos acusadores de sus hijas. Todo se desataba, tarde o temprano. ¿Cómo pudo haber sido tan confiado durante todo ese tiempo? ¡Seis años, por Dios! Un resto de rabia se removió en sus vísceras. David salió del estudio y se dirigió a la cocina, a acompañar a los gatos. La infidelidad era intolerable para él. No era inglés, no podía entender. Podía con el té, con el sistema de transporte público londinense, con la famosa mezcla de Marmite y arenque; podía con casi todas las pequeñas idiosincrasias de los ingleses, mas no con la estudiada indiferencia con que ellos tomaban la infidelidad. Cuando se hubo tomado un café para calmarse, creyó conveniente volver al estudio. Su realidad presente le rendía mucha incertidumbre, pero el pretender que no quería saber lo que Heathcliff tuviera que decirle a Fiona, era engañar a todos —incluyendo a si mismo. Fiona había telefoneado ya a Heathcliff. La grabación no contenía, como se lo imaginara David, ninguna insinuación o rescoldos del amorío pasado. Era una conversación educada, muy civilizada, en la que Fiona ponía a Heathcliff al tanto de la existencia de Gemma Jones. ¡Ambos eran tan ingleses! pensó, impaciente. Volcó el cuerpo hacia la ventana y vio la cabeza de Tony, el jardinero, inclinada sobre un hoyo en la nieve. Como si sus ojos lo hubiesen llamado, el joven de los músculos delineados levantó la mirada y le sonrió. Llevó una mano a la frente, en saludo militar. A su pesar, David sonrió. Se volvió a los hombres que hablaban en medio de los cables y siguió sonriendo. El turno era de Marilyn Best ahora. Amiga de Fiona desde su época de soltera, había sido una cómplice involuntaria en el asunto Heathcliff Earnshaw. El marido de Marilyn había descubierto el affair; era piloto, volaba seguido a los Balcanes. En uno de sus frecuentes vuelos a Hungría había llevado 47
juntos a Fiona y su socio, lo que nada tenía de extraño. Lo extraño vino después, cuando llamó a Heathcliff, cerca de la medianoche, para que se tomaran juntos una cerveza, y no fue él quien contestó el teléfono sino Fiona. Le había contado la historia a su mujer, recordándole los intentos de seducción de Fiona allá por la época universitaria. Las artimañas de esta zorra eran de larga data, rememoraron juntos. Marilyn no dejó de asombrarse, sin embargo, ante la historia que Fiona le tejía a través de esta inesperada llamada telefónica. Marilyn detectó suma angustia en la voz de su amiga. Desde lo más recóndito de su ser se dijo que bien merecido lo tenía. Esa mujer era capaz de seducir hasta a un saúco. Llamarían si recordaban algo, fue la conclusión general. Fiona meneó la cabeza. Todo ese nido de avispas remecido para nada. Miró al detective Jason, quiso alguna indicación de los pasos a seguir. Vio que David se movía con lentitud, sirviendo el té a los hombres de Scotland Yard. Por su cara no pudo saber lo que pasaba por su cabeza. Era muy hermético para ser latinoamericano. Recordaba cómo se había enterado de la infidelidad de su mujer —después de seis años de su inicio. El estado de aislamiento de Fiona lo estaba enloqueciendo. Ignorante de lo que sucedía entre ella y el socio, no entendía absolutamente nada. Sus colegas lo miraban con cierto embarazo; ellos, infelices todos, sí sabían el motivo. Recordó el fin de semana en que se enteró de los detalles. Aparentemente, Heathcliff odiaba que estando en Londres, Fiona se divirtiera con su marido. Era por eso por lo que estaba tan disociada de su grupo de amigos. No salían a ningún lado, no se reunían con otras parejas para tomar una cerveza y cenar fuera, no invitaban a nadie a almorzar —ni siquiera llevaban a las chicas a jugar con los demás niños, hijos de sus vecinos o amigos. El estado de cosas continuó hasta que Fiona confrontó lo que silenciosamente llamaba “su hartura” e invitó a su marido 48
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a un pub. Por primera vez en muchos años, se emborracharon hasta el amanecer, comiendo pescado y papas fritas con los dedos y bailando muy apretado. Los amigos intercambiaban intrigadas miradas y cuchicheaban entre ellos. Verdaderamente, la actitud de Fiona era por demás abandonada. Parecía como si el peso del mundo se hubiese descargado de su cuello. Todos concluyeron que el affair con Earnshaw estaba terminado. Uno que otro se atrevió a felicitarla, aunque sin decirle por qué. David estaba allí, después de todo. Cuando regresaron a su casa, David no dejaba de examinar las actitudes de sus amigos y conocidos, la de su mujer e inclusive la propia. Al irse a meter en la cama se le ocurrió lanzar un tiro en la oscuridad. Pasando los dedos por su cabello, a manera de peine, preguntó casi casualmente: —¿Me estás engañando con Heathcliff? Fiona no se sobresaltó. —Sí. Después de tanto tiempo —años— David fue todavía capaz de recapturar esa sensación de vacío en el estómago, como cuando uno se cae desde la copa de un árbol. Dos veces había experimentado semejante sensación. La última estaba aún frescaen su interior. Miró a Fiona y le tuvo un poquitín de lástima. Acompañó a los policías hasta la puerta de calle, se despidió cortésmente del detective Jason, asegurándole que si Gemma Jones llamaba, Fiona o él mismo se pondrían inmediatamente en contacto con Scotland Yard. Se mostró preocupado por el correo, él recibía cartas de Sudamérica, de su familia. ¿Demorarían mucho en hacérselas llegar? Jason le respondió que no, luego de revisarlas, las
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alcanzarían a su casa de inmediato. Al entrar en su coche, el detective alcanzó a divisar la sombra del jardinero. ¿Qué hacía allí en invierno? Los días pasaban, impertérritos; a Fiona la consumía una tensión inflexible. Gritaba a sus colegas, se deshacía en improperios contra los editores, contra la BBC, con la que tenía un programa y hasta contra sus gatos. El demonio de Gemma Jones le pisaba los talones pero ella no sabía cómo exorcizarlo. Llamaba a las horas más increíbles, a las tres de la tarde, a las diez de la mañana; a veces pasada la hora del desayuno. Era de lo más impredecible. Las cintas grabadas sumaban y seguían; carretes de carretes con las mismas amenazas, las mismas respuestas de parte de ella. David no había vuelto a contestar ni una más de las llamadas. Paulatinamente, Gemma Jones se había transformado en una parte muy activa del cotidiano de los Terra. Las postales habían cesado. El frío arreciaba en ese Londres de 1999. El invierno acusaba una crudeza impía, que no perdonaba ni a hombres ni a animales. Las ardillas morían en los parques, y la gente se arrebujaba en sus abrigos, gorros, mitones, bufandas. El cartero de la zona pasaba de largo ante la casa de los Terra. Sin saber por qué, sentía un ligero pinchazo de remordimiento cada que pasaba por allí. ¡Pobres señores Terra, víctimas de un criminal acosador! Los detectives no daban pie con bola. Eran unos inútiles, qué se le iba a hacer. Pagar impuestos era inservible. Fiona Terra creía que su vida no podía caer más abajo en la picada. Faltaba una semana para la Navidad; la nieve, la suciedad y las aglomeraciones en el centro la estaban enloqueciendo amén del estrés acumulado en los meses recientes, desde que esa especie de conciencia insana llamada Gemma Jones apareciera en su línea telefónica, para hacerle maldecir el momento en que había enterrado su cuerpo en cualquiera de los hombres de su vida. Alrededor de la segunda 50
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semana de diciembre, veinte postales llegaron repentinamente a la oficina del detective Jason. Ya no se trataba de las tarjetas crudamente impresas que las prostitutas dejaban a manera de publicidad en las casetas telefónicas del centro. Ahora llegaban cartulinas con fotos de revistas pornográficas y los mensajes eran cada vez más largos. El último rezaba:
Querida Fiona, ¿por qué no te conformas con tu propio esposo y dejas de buscar a los esposos de otras? La mitad de Europa conoce el abuso sexual al que sometes a tantos hombres que se cruzan en tu camino. Deberías avergonzarte. Tuya, Gemma.
Las cartulinas llegaban de lugares distintos, unos cercanos y otros más distantes y difíciles de rastrear. Era como si Gemma Jones se desplazara de un lugar a otro en cuestión de horas. En noviembre, las postales llegaron de Bristol y Manchester. En diciembre, provenían de Bradford y Twickenham. La intercepción del correo de los Terra probó ser ineficaz, porque la oficina de Fiona, en Enfield Road, seguía siendo el lugar favorito de Jones para dejarlas. Las visitas a la oficina del detective Jason en Scotland Yard se incrementaron a dos por semana, sin arrojar un resultado satisfactorio. Ni Heathcliff Earnshaw ni los demás amigos fueron de mucha ayuda. Londres y sus habitantes constituyen un conjunto curioso. Nadie se fija en los andares y quehaceres ajenos, así como nadie vierte su honesta opinión sobre amigos o vecinos. Es un síntoma de hipocresía social profundamente enraizado; para el habitante citadino es, simplemente, tener gracia social. No mirar el ir y venir del prójimo es una regla que se observa estrictamente, no importa si se desnuda delante de uno, o si se cae muerto en el intento. La gracia social es el máximo obstáculo con el que Scotland Yard tropieza cuando trata de buscar testigos. El sonido del teléfono se convirtió en una agotadora
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maniobra entre el encendido del equipo y la grabación de cualquier conversación. Finalmente optaron por grabarlo todo, fuese o no Gemma Jones. La vida de los Terra era, sin vuelta, una apabullante pesadilla en la que Fiona los había metido, y la culpa la ponía en banda. Las Navidades les pasaron sin nada de gloria y con mucho de pena. Los Terra eran todos un hato de nervios imposible, y estaban contagiando hasta al detective Jason. Un buzón grande de color café rojizo se plantaba en una esquina cercana a Marble Arch. El viento se arremolinaba en la zona, silbando y arrastrando consigo cualquier cosa suelta. Un hombre de pelo corto e impermeable largo se acercó al buzón. Alisó su pelo con las manos enguantadas, como si se tratara de un peine. Luego, sus dedos titubearon con un paquetito de estampillas. Sostenía en la mano izquierda varias cartulinas de diversos colores, cada una llevaba colada encima la foto de una mujer desnuda, en pose francamente erótica. Con cuidado, lamió las estampillas y las aplicó sobre las cartulinas, del reverso. El viento es una bendición para algunos actos de la vida. El hombre alcanzó a meter las cartulinas en el buzón; pero, al hacerlo, dejó caer una carpeta llena de impresos de correo electrónico. Las hojas comenzaron a volar, desperdigándose por la cuadra. Todos los intentos por recuperar sus papeles fueron infructuosos. Consiguió hacerse de un par de hojas, que releyó mientras se alejaba en dirección a Oxford Street. Absolutamente nadie se fijó en él. De la nada casi, surgió un hombre joven, de espaldas anchas y músculos delineados bajo el grueso suéter gris de cuello alto que llevaba, muy adherido al cuerpo. Sostenía entre el índice y el pulgar una hoja de papel. En silencio, se la entregó al hombre del impermeable largo. Ambos se detuvieron a leer: 52
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No tengo idea de qué es lo que me ocurre, pero ya pudiste darte cuenta cuando tuve ese espasmo mientras hacíamos el amor. De algún modo, espero que haya sido producto de toda nuestra pasión. De ser así, el dolor bien vale la pena. No me molesta que me digas cómo debo llamarte… eso no es problema. Lo que necesito saber es si la imagen más vívida que tengo de ti es una que no te incomode. Tu orgasmo me hizo vibrar más allá de cualquier medida; tu piel, tu imagen encendida, los movimientos ¡tan expresivos! de cada parte de tu cuerpo, y los hermosos sonidos llenos de excitación saliendo de tu garganta. No puedes imaginarte cuánto te amé en ese momento. Fue como experimentar yo misma un orgasmo múltiple. Esos sonidos si no celestiales, provenientes de algún lugar similar para gente como nosotros, que no cree en el cielo. Fuimos muy buenos haciendo el amor juntos, ¿no es cierto? Siente mi lengua en ti mientras lees este correo…
El mensaje estaba en el e–mail familiar, como mensaje enviado. Enviado por Fiona Terra, claro. Luego se habían hallado otros recibidos en una dirección de e–mail directa y secreta. Hotmail, cuán adecuado. El amante de turno de Fiona, lejos del modelo Heathcliff, parecía un hombre más joven, y educado además. Fiona,
El domingo, tomé tu cuerpo como un vaso de leche antes de dormir; nos enredamos en la cama para calentarnos, hasta que algún comedido tocó la puerta para apurarnos, sacándonos de la gloria. Lo revivo hoy.
Impasible ante el viento y la lluvia, David pasó sus dedos por el pelo una vez más, y se quedó mirando el papel. Ayudado por él, el hombre del suéter gris y los bíceps abultados sacó de un bolsillo otra cartulina roja y escribió: Te voy a matar, hija de puta. Le pegó una estampilla y la metió en el buzón. Pausadamente, transfirió su saco de herramientas de jardín del 53
hombro derecho al izquierdo. Ambos se marcharon del área de Marble Arch con paso apresurado. David por lo menos, debía llegar a su casa para preparar la cena, era su turno. Ya se encargaría “Gemma Jones” de llamar a su mujer por la mañana; en la tarde, él le vería deshacerse de las hojas muertas en el jardín. Cuando Fiona llegó a su casa, las luces de la cocina estaban encendidas. Con calma, David preparaba dos filetes. —¿Sabes de lo que me enteré hoy, Fiona? La policía de Londres está enviando por correo tarjetas de cumpleaños a criminales y a sospechosos, con una imagen de la jefatura policial en la portada. Adentro aparece la fotografía de la puerta con las rejas de una celda y abajo, una leyenda que dice: estamos pensando en usted.
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Westport, Connecticut
Es una madrugada azulina, matizada de gris acerado. El cielo y el suelo se confunden y se unen a través de la raya gorda del mar. ¡Cuán oscuro está el amanecer! Cuán callado …y cuán oscuro, dueño de una oscuridad profunda y lenta. No hay gaviotas para soñar violencia, ni para despertarla con sus voces que, de tan estridentes, suenan a angustia. Su estado mental no es del Ostional. Es de Westport, Connecticut, pero un enorme esfuerzo la trae de vuelta al gris azulino, a la ausencia de voces casi angustiadas, como de mujeres haciendo el amor. Está ahora aquí, donde las mañanas son hondas como el agua honda y clara, y el cielo pare azul en abundancia … rebosando fluorescencia. Hasta ella se siente fluorescente. Está fuera del mundo en donde vive. Lejos. Fuera de las calles donde camina a diario y de los tejados a los que trepa para llegar a los guindales. Lejos de las puertas de su casa y de la cama donde ha amado. Ha cambiado. Está sola y está lejos. Lejos de los otoños soleados. De los paseos bajo los árboles de olmo y de las hojas que crujen al pisarlas. De la lechería que sirve la leche fresca con un añadido de café caliente. La estación se aleja, con él. Está sola y está en el Ostional. Se alista para ver un milagro. Se siente testigo y se maravilla. El horizonte comienza a palidecer, quitándose de 55
ncima todo el gris; tal vez ellas lo asimilan. Gordas y también medio grises, cargadas de un millón de huevos, ellas son cientos. No, son cientos de miles. Una vez más, el milagro de la flota se produce. No se sabe desde dónde llegan —si sabrá el cielo— cargadas del carapacho por arriba y de un montón de huevos por abajo. Con cada arribada, el Ostional se tiñe de loras listas para el desove. Fantásticas, las loras vienen hacia la playa. Lentamente, se mecen con el agua y se dejan arrastrar, un poco nadan y otro poco se dejan llevar, flotando su enormidad en el colchón de las olas mansas de estos lados. Hay que verlas …y creer. Siente la compañía de todas ellas, tal vez porque el mismo propósito las une. Hay olor a tortuga en ese aire tan puro. Hay nubes que amenazan, encendidas de gris metálico. Hay aroma de vida que se aproxima. Es bueno vivir, cree ella. Es mediados de noviembre. En Westport las calles se repantigan al calor del último sol de otoño. Aquí, en el Ostional, ella recibe un sol menos benéfico, más mordiente. Comienza a insinuarse en el lomo de las loras, mezclando el verde-gris del caparazón con un dorado intenso. Cuando el sol esté alto, ellas saldrán del agua. Vean, se ha desnudado ante el sol durante horas, para verse hermosa cuando el momento llegue. La marca del sol cae bien sobre ella: sus hombros, su espalda, el frente y hasta su cara; aunque sus pechos permanecen de un blanco invierno; y debajo de su vientre, donde ella se siente suavemente blanca y oscura a la vez. Incorporándose, ve venir a los del pueblo. Todos ellos corren a la playa para ver desembarcar a las loras. Escucha un ruido un tanto vago. Es como un zumbido, pero ni tanto. Las siente cerca, las loras llegan. 56
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Parada allí, piensa que por unas pocas horas ha conseguido olvidar de donde viene, lo que hace, lo que hizo. Y con quién. De todos modos, ni el sueño, ni la esperanza, ni el estar terapéuticamente enamorada del Ostional le permiten olvidar totalmente esas marcas de nacimiento oscuras al interior de los muslos de él; ni su elasticidad de pitón al enroscarse en torno al cuerpo de ella. O las escapadas a Compo Beach, para juntar caracolas. Tampoco olvidaría ese último grito: “Lillian, ¡mira!” O su propia respuesta: “¡Ella! ¡Soy Ella!” Las loras comenzaron a moverse fuera del agua y la gente a mirarlas, boquiabierta. Algunas están muy pesadas para salir solas del agua. Chapoteando, una docena de chiquillos ayudan empujándolas hacia la arena. Ahora las ayudan. Antes, los huevos de a docena en fondo alimentaban a mucha gente de por ahí; la carne se salaba y el caparazón iba a una pared, previamente lustrado con aceite de limonero. Hoy se las deja por lo menos descargar sus huevos; luego se ve. Las loras no se apuran; andan al paso, cachazudas. No se apuran porque la vida no exige apuro, sólo vida. Hunden sus patas en la arena mojada, dibujan sus huellas y arrancan un fin desde la orilla; todo es parte de ese abundante desove. A poco, muy poco de la orilla, muchas se asientan contra la arena, lentamente. Se aplastan bien aplastadas para luego mecerse muy suavemente, derecha, izquierda, derecha, izquierda; han de dejar todos sus huevos. Fascinada, ella las mira. El aire se ha puesto dulce, por hoy no se respira sal. ¡Son tantísimas tortugas que cuajan la playa de lomos ovalados! No parecen otra cosa que una resurrección. Con la boca abierta y la cabeza oscilante, la gente las deja pasar. Estas madrazas pesadas han venido a parir y partir. Una mujer que las viene viendo desde niña dice que antes las flotas ponían huevos por las calles, en las plazas. De día, de tarde, a medianoche. De a tres loras enganchadas una con otra 57
y otra más; listas para poner su carga delante de las puertas, en el pueblo. La fantasía de la vida y de las loras ha sacado su mente de Westport por un momento. No hay más, su cabeza está de vuelta, mientras su cuerpo se contagia del gris acero y se recubre de sol y playa. Connecticut, y las palabras de él, que le nacían …no las decía. Palabras suaves y dimensionales, con música en las vocales; palpables al ojo y a la punta de los dedos. Y esa risa exquisitamente curva, tan joven como las flores y los animales que van a concebir. A menudo se fijaba en sus labios formando palabras, su lengua rosada dándoles un empujón hacia su voz. Su voz cuando le hacía el amor; cuando le contaba anécdotas saladas, como que Josephine Baker quería “adoptar” a Toquinho, porque decía que le faltaba un brasilerito; cuando la llamaba —aunque fuera por un nombre ajeno— cuando gritaba; cuando ella ya no podía escucharlo …ni oírlo. Su voz como el zumbido de las loras; ellas, que le hablaban sin hablar. Ellas, que le avisaban que también estaba lista. Que la vida era igual para todos, hombres o bestias. Todos son iguales. ¿Cómo se aparean? ¿Cómo sienten sus huevos creciendo dentro? Ella lo sabe. Y por eso las entiende. Como ellas, despacito y tocando la arena mojada con su enorme vientre nuevemesino, se acuclilla a la orilla de la playa para depositar su propio desove.
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Made in Argentina
Podrido. Así estaba. Tan podrido de todo como eufórico se había sentido siete años antes. —¿Por qué los hombres persiguen a las mujeres? le preguntó Carolina, su mujer, esa mañana. —Las persiguen hasta que ellas los cazan, le contestó él, absolutamente sin ninguna convicción, para recibir acto seguido un “¡tarado!” además de un portazo como gesto de armonía conyugal. Entró en la cocina y abrió el horno. Peceto. ¿Desde cuándo Carolina había comenzado a parecerse a su madre? ¡Peceto, por el bendito camisón de Dios! Si salía con sigilo, ella no se daría cuenta. No contó con su agudo oído, el que la llevaba a detectar si un ratón cenaba o no en el sótano …del vecino. —¿Salís, Gerardo? Porteña como la grande Eva. —Salgo. —¿Para dónde vas? —¡Al planeta Urano! —¡No se te ocurra volver si no terminás de comer! ¡Cristo! Esa era, precisamente, la clase de lógica que le provocaba llorar –pero a gritos. Así que eligió el cine. El Astor, para ver la última de
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Tarantino, porque mejor Tarantino que Carolina, al menos él estaba lejos y no jodía con el peceto. ¿Cuándo se había convertido Carolina en una mamma sin derecho a reclamo? Quizás cuando se casaron y su padre le dijo que cada hombre tiene en su pareja una madre, una mujer y una hija. Sí, claro —como la Moulinex— tres en uno. Lo de madre se lo tomaba en serio, Carolina. Por eso lo suyo con ella era tan aburrido como chupar un clavo. Caminando sin mirar a nadie, ojalá que nadie lo mirase, porque no estaba de humor para firmar papelitos “para Sol, con amor, Gerardo Romano,” ni para recibir besos de abuelas que le decían “Víctor, tenés que pelear por Alma.” Gerardo Romano aka Víctor, el orillero, llegó hasta el Astor y se metió a ver lo que había hecho el incomprendido de Tarantino. Mucho de Pulp, mucho y bueno de Fiction. La vio nada más al entrar. Tropezó con un cenicero de pie, qué maldita costumbre de fumar tenía todavía un montón de gente. Tropezó también con dos adolescentes y la barra de la boletería para llegar hasta ella. Dejó pasar a un chico gordito y enfiló hacia la taquilla. —Una, dijo ella con una voz soleada que le entibió el alma. —Una, pidió él. Que por favor fuera a su lado, que le obligaran a sentarse junto a ella. Que se dictara una ley para que no pudiera irse del cine sin ella. El, Gerardo Romano —actor de profesión— iba ahora a ver una película porque era domingo a la tarde, porque estaba aburrido y porque la mujer parada delante de él era, o así lo creía él en ese instante, lo más próximo a ese milagro de ser humano buscado siempre, rarísima vez encontrado. Se sintió
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un super guacho con toda la suerte. Quiso acercarse. Moviéndose en círculos, dos mocosas se le acercaron para darle un beso. La siguió hasta la máquina de pipocas. Doble cucurucho y con mantequilla. ¿Qué no sabía de la vaina del colesterol? No. No lo sabía. Con esa piel y ese físico, el colesterol se habría tirado a sus pies para que lo pisoteara a su antojo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba haciendo él ahí, mirándola como un imbécil, cuando detestaba todo ese maíz grasiento? A ella no le molestaba, seguro. Comenzaba a comérselo con gusto, en tanto entraba a la sala ya oscura. Se sentó delante de ella, un asiento más allá, a la derecha. ¡Qué bestia! Tendría que voltearse para verla. ¡Cristo! El, que despertaba temblores — por no decir preinfartos— en las mujeres a partir de los veinte, ¿qué hacía allí azorado como un chico de frenos en los dientes, por una mujer joven que comía pipocas sin percatarse de su existencia? Seguramente ella no veía las tiras en la tele. O era turista. O no le gustaban los hombres. Ay, no. Si era eso por lo que ni lo miraba a pesar de que la mitad del cuerpo de él estaba volcada hacia ella,iría a su casa, se emborracharía como para tres días, lloraría a gritos y mandaría al diablo de una buena vez a Carolina y su peceto. Luego se concentraría en la tira y un día de esos, se moriría. Ella fijó sus ojos en él y le sonrió, y su sonrisa le paró el pulso. Sintió calor en la cara, frío en los pies, se le erizó el pelo en la nuca. ¡Sólo los ángeles pueden sonreír así! Así, perfecta, cálida, serenamente. Las estrellas son perfectas, no las mujeres. El lo sabía porque vivía con una y desde hacía muchos años. Como cuatrocientos más o menos. Conclusión: ella era un ángel. O una estrella. Ya nadie sonríe así. ¡Y decir que a él le habían reído y sonreído! ¿Qué edad tendría? ¿Veintidós? ¿Veintitrés? Ni un segundo más de veintitrés, decidió. No, ni uno. Ay, él 61
era un cuarentón. Si hasta las maquilladoras del set le decían “mirá que sós mayor, Gerardo, tenés que cuidarte.” ¿Y qué si era mayor? No era un sesentón todavía…¿Por qué se asombraban del papel que hacía en la tira? Era la de mayor rating desde que el uruguayo Laport se presentara en taparrabos, llevándose “más allá del horizonte” a cuanta mujer tuviera las hormonas justas. Las luces se encendieron y ella salió del cine. El continuó tropezando con cosas y gente para seguirla, seguirla y perderla en algún momento entre Figueroa Alcorta y Tagle. Ah, no. ¡No podía ser! A partir de ahí, mandaría a la mierda el amor, el sexo, a las mujeres y todas sus connotaciones. Trabajaría hasta que le reventase el cuerpo y maldito si se volvería a ocupar de mujer alguna, porque todas son conspiradoras. Aparecen, lo enloquecen a uno y se esfuman. O se vuelven madres —el cielo nos libre— y madres de uno, ni siquiera de sus hijos. Ya era tarde. Mañana se iría temprano a Mar del Plata, para contagiarse de la euforia insana por la entrega de los “Estrella de Mar,” los codiciados premios; tanto o más que el Martín Fierro, eran. Y el mundo artístico —amplio— argentino se conmocionaba. ¿Sería su noche la noche de mañana? Pateó una piedra. No lo sabía, ni le importaba. Ella no estaba más. Ella, la de la sonrisa perfecta, la que no sabía de tiras–teleteatro, ni que él era el galán de una —”el Víctor”— afincado en un conventillo del Buenos Aires del novecientos, allí donde todavía hay barrios en cuyos patios florecen los jazmineros. Romano conocía a Blomberg y le alcanzaba para citarlo, ya que no podía hacer nada más. No podía ser más joven, ni hallar a una mujer de hermosa sonrisa entre once millones de habitantes. Citar a Blomberg y mandarse a mudar de Buenos Aires, era todo lo que le quedaba. Más rápido de lo que era posible, el lunes y Mar del Plata se le presentaron agitados, llenos de esa electricidad con olor a premio. ¡Qué lunes! Vio a Carolina bañarse, peinarse y pulirse hasta brillar como un foco. Ya la había visto morirse de hambre 62
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para que el vestido le “cayera justo.” Era hermosa, admitió a pesar de sí mismo. Hoy, sí. Esta noche, sí. Con ese cabello tan negro y tan largo, y ese maquillaje tan pero tan blanco, parecía una visión; sólo que él estaba ya acostumbrado a visiones semejantes —toda una pared de ellas en su casa— por lo que únicamente veía enfrente suyo a una mujer muy maquillada, cuyo perfume podía oler a tres cuadras de distancia, o a tres pisos, para el caso. Cuando llegaron al hotel donde se daba el evento, Carolina se le adelantó dos pasos. Tal vez no quería posar al lado de él, un casi cincuentón de musculosa y pantalón de cuero negros. Ella, vestida de esa risa suya infecciosa y joven, seguramente sentía se podría decir que hasta vergüenza por andar al lado de un orillero, aunque fuese el actor más aplaudido y mimado por la crítica y el momento. Y bueno, tuvo que caminar detrás de ella. Tuvo que saludar. Tuvo que hablar. Sonreír un poco con ganas y un poco sin, al comparar a su mujer con su coestrella que, entre paréntesis, en los créditos iba antes que él resultando él también una suerte de coestrella, pero en la tira ella era el gran amor de su vida, la única: Alma. Saludó a la César que le levantó una ceja en respuesta, un poco cargada por su pantalón de cuero en una gala de luces. Vio a la coprotagonista con la cabeza llena de bucles, también brillando como foco, y al chico que hacía de cura enamorado. Joven. Jóvenes. ¿Cómo no sentirse papel de diario ajado, hasta medio roto, ante esa gente toda linda, fresca y rociada con más perfume que baño de teatro? Romano, que hasta a una mujer había interpretado en esa Marca de deseo quitada del aire por la censura después de dos capítulos, no quiso pero debió aceptar su inquietud. Juventud. Joven. ¡Cristo! Carolina le reía pelando cada diente a un locutor —
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joven— del canal nueve. Seguro que a él no le hablaba de peceto. ¿Qué edad tendría el carilindo ese? Unos veinticinco. Ojalá y pudiera multiplicarlos por once y ver cómo se convertía en polvo de puro viejo. Que Carolina tuviera que taparse la boca y nariz por todo ese polvo. No terminó de desear maldades porque quiso acordarse de sus propios veinticinco y todo lo que se le vino a la mente fueron muchos días de lucha y hambre, audiciones y rechazos. Tenía sex–appeal, decían las productoras. Ya se encargaba él de demostrarlo luego. Oh, sí. Absolutamente sexy, nena. Y te mira como si estuvieras desnuda. Sirve. Sonrió a medias, recordando. Bebió en dos sorbos su cóctel de fresa y champaña, qué más daba otra arruga. Pidió otro. Lo que se arrugó fue el ceño de Carolina. Levantó la copa en su dirección y se la bebió otra vez de dos tragos. ¿A qué hora entregaban el premio a la mejor tira? ¿Y a qué hora el premio al mejor actor? No, no podían hacerlo simple, como avisarle por correo —tanto si ganaba como si no. Lo hubiera preferido a toda esa feria de histéricas que gritaban bieeeen, fuerte y por arriba cuando una de ellas ganaba algo, y “¡qué gran macanazo! ¿Cómo se lo dieron a ella?,” por debajo cuando la ganadora no podía oírlas. Estaba cansado y casi muerto. La boca roja de Carolina no paraba de moverse. ¡Señor de los ejércitos, qué hastío! Así no era la vida “del Víctor,” ese orillero macanudo, porteño y cuidador de burdeles. Era un tipazo. Solidario, de ley. Tenía el alma fuerte, como de tango antiguo, de letra que mueve. Mucha mina, Eladia Blazquez, se acordó y siguió pensando en ese tango que mordía los labios, como un rayo de sol, cuando me quema. Así enfrascado lo sorprendió un aplauso, de esos que provocan sordera en los oídos, pero suenan como sinfonía en corazón y cabeza; el reconocimiento al triunfo. Escuchó su nombre, se levantó de su silla, mandando una piña al aire, gesto de ganador. Subió al escenario —más bien trepó— para dar sus gracias con 64
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la voz más ronca de Buenos Aires y ese toque de picardía, como de chiste privado, su característica. Escuchó la frase “en la madurez artística de su carrera.” Supuso que habían querido decir en la madurez de su carrera artística. Como fuera, lo maduro o la madurez ya no importaban. Importaba el Estrella de Mar en su mano, su cachet en los próximos dos años y el grito que no salió de su garganta porque de pronto vio a la mujer del cine. No se había parado a gritar bieeeeen como los demás. Estaba sentada, copa en mano —¡madre del divino!— dueña de esa sonrisa que lo llenaba todo. Alzó su copa en brindis callado. Su alegría por él, por su éxito, se manifestaban en una única y perfecta sonrisa. ¡También le sonreían los ojos! Unos ojos limpios, maravillosos, miel de azúcar prieta. No lo pensó dos veces. Gerardo Romano, allí mismo y entonces, bailaría con ella. Así fuese lo último bien o bueno que hiciese en lo que le restara de vida. Bailaría un tango con esa mujer, la del cabello como cobre bruñido, la de las pecas en la espalda desnuda; esa, la del vestido cortito al igual que su cabello. Empujó a medio centenar de hombres y mujeres para llegar hasta ella. La mujer se levantó y extendió su mano hacia él. ¡Qué mano! El acto concluía con la entrega de su “Estrella de Mar.” Ahora venía la cena y la fiesta. La llevó sin saber cómo hasta la pista de baile. El maestro de ceremonias olió el espectáculo y puso a tocar a la orquesta. Romano ciñó a la mujer contra sí para bailar ese tango con gusto a rabia; porque era eso lo que sentía, porque no le perdonaban que envejeciera, porque su mujer era indulgente con él aún teniendo quince años menos y porque no podía ser “el Víctor.” Un minuto. Ahora podía. Es más, él era “el Víctor,” ese orillero solitario enamorado de la vida, de Alma, del tango. El era el que tomaba mates cebados por la César; él era el amante 65
de la Picchio, mina de ley. ¡Qué maravilla sentir el olor a jabón y no a perfume de esta mujer que bailaba pegada a él, que sonreía con el calor del verano, que después de cada corte volvía a apoyar la mejilla en la suya! Abrazado a ella retrocedió a la Banda Oriental, al sabor a puerto, al río como mar, a un barco naufragante. —No me digás— tenés veintitrés años, le dijo al oído y pensó, es una nena. La mujer separó un poco su cara de la de él y le contestó “treinta y siete,” más bien sorprendida. Romano la separó un poco más de sí para poder reírse mucho, echando la cabeza atrás, con todas sus ganas. Esa piel tersa, esa boca perfecta no eran tan jóvenes. Le acarició el mentón con un dedo y siguió bailando. Mañana. Mañana enfrentaría su vida. Esta noche el orillero tenía baile, la suavísima piel de esa mujer de casi cuarenta le rozaba la cara; tal vez el barco naufragante de la tira los llevase a los dos, entre sus despojos, hasta una isla vacía donde él podría saciar su sed de tango y ternura con alguien que en ese instante, le provocaba morirme de amor, con mis deseos en flor, sobre tu boca. ¡Qué hermosa letra! ¡Hermosa mujer! Romano el orillero siguió bailando. Sentada en una incómoda silla, Carolina veía moverse la boca del médico, pero no seguía el hilo de sus palabras: “Quiebre sistólico…”, “condición preexistente…”, “en estos casos nada es predecible…”. —¿Quiere tomar algo, agua, café, té? ¿Señora Romano? Carolina miró al médico, sobresaltada. Luego bajó la mirada hasta su regazo. En él reposaba el cristalino Estrella de Mar de Gerardo. El maestro de ceremonias se lo había alcanzado luego de que llegara la ambulancia. Veinticinco 66
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minutos, interminables y desgarrados hasta el hospital, con el miedo como añadidura inmediata, Carolina no había soltado el Estrella de Mar. Tendría que acordarse, hizo una nota mental, de ponerlo dentro del ataúd. Sí, eso le gustaría a Gerardo. Mañana. Mañana Carolina enfrentaría todo lo que Gerardo jamás había querido enfrentar: la costumbre de vivir y su yapa inmisericorde, el desamor y la vejez. Ella era joven, pero tenía los viejos hábitos de él en sus días, tercamente instalados en su diario pasar. La insolencia del premio casi póstumo se le antojó chistosa. En fin, mañana dejaría que Gerardo disfrutara de él, con su vejez incipiente y esa negación casi, casi de adolescente.
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In – Law
No siente emoción alguna. Mira sin ver, escucha sin oír. Come sin hambre y duerme sin soñar. Puedo arreglarlo todo. Puedo hacer que parezca un accidente. Puedo hacer que se rompa el cuello rodándose las gradas de un piso a otro. La vieja en la sala de esquizos. O puedo hacer que parezca una borracha perdida que se ahoga en la tina por haberse bebido hasta el alcohol alcanforado. Le había resultado bien con tres: así, de esa manera tan sencilla, tan simple y tan singular de matar. Puedo hacer que hasta su marido piense que es una alcohólica. Puedo… O podría morirse con la sobredosis de un antialérgico. La prostituta de El Guereo, adicta a la cocaína, vecina de cama en la enfermería del hospital. Podría quedarse dormida con un cigarrillo encendido. Ah, pero ella no fumaba. ¿Algún accidente puertas afuera? Uno de tráfico, o una desaparición en el río mugriento y correntoso. El nadador experto en esa noche de sábado. Miró a Juana, pensando, pensando. Ella daba vueltas alrededor suyo y alrededor de la mesa del comedor. Tenía una energía casi histérica, enervante. Comenzaba a ponerse nervioso y era por ella, por ese gesto suyo de crispar la boca hacia un lado, ese mover sin terminar de mover la cabeza de arriba a abajo. El Parkinson lo había inventado esta mujer con cabeza de boligoma. 68
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¡Mierda! Se revolvió, desasosegado, en el asiento. No podía más. Esos ademanes de loca con quicio le hacían sudar hasta la ingle. Frotó ambas manos contra sus muslos. La pana de su pantalón absorbió la transpiración. Es más fea de lo que esperaba, eso lo hace menos interesante. Le gustaba contemplar la agonía de la muerte en un rostro hermoso; pero Juana era espantosamente fea. Dentro de un metro cincuenta se apilaban sus huesos uno sobre otro, sin mucha armonía. A los treinta y seis parecía una mujer de cincuenta y ocho años muy trajinados. Su delgadez anoréxica añadía siglos a su cara; los huesos de su cuello sobresalían en punta, como lanzas. Tenía unas ojeras verde oscuro rodeándole los ojos de iguana, tal vez no dormía mucho —¡había tanto que hacer en esa casa, y nadie para ayudarla! El sabía la mejor forma de colaborar “con los quehaceres.” El sabía de faena porque le habían enseñado en el hospital. Pobre Juana. Le esperaban cosas por vivir todavía. El espanto la aguardaba, paciente. Parece haber sufrido, parece haber padecido mucho dolor. Se lee en sus ojos. Pero sólo yo puedo enseñarle lo exquisito que puede ser el dolor. Lo disfrutaremos juntos, y cuando termine con ella, la mandaré donde ya no hay más dolor. Se irá hacia el Hacedor o al Horneador. Voy a disfrutar tanto de esto… voy a disfrutarlo infinitamente. Se convenció a sí mismo de que la fealdad de la mujer no le iba a quitar un ápice al placer que anticipaba por su plan. ¡Estaba tan bien elaborado! El era tan pulcro, tan preciso cuando de matar se trataba. Le deleitaban los detalles, las minucias. Se regodeó pensando en los resultados —en el resultado final— en este caso. Le costó, pero consiguió ese convencimiento que le dejaba relajado, hasta inútil, después de una buena mañana de organización. Respirando muy hondo, decidió que tenía que hablar, tanto si le gustaba como si no. 69
—Me gusta el budín de tapioca, Juana. Me gusta mucho, gracias; pero no puedo comer más. —A los chicos también les gusta, le dijo ella con su sonrisa crispada, medio histérica. Se le erizó la piel escuchándole esa voz como de apio rallado sobre las cuerdas de una guitarra. ¿Por qué estas centroamericanas hablarían mezclando la ele con la ere? Pobre mujer, era una retrasada. Su marido en cambio, parecía un demente ordinario, pero a eso en leyes le llaman “interdicto no declarado.” De eso sabía él. De eso y de todos los términos legales, porque estudiaba los expedientes. Todos. Los de homicidas frustrados, los de suicidas exitosos después de años de internación, los de accidentes. Todos, sin excepción, caían en sus manos en uno u otro momento. Cuando nadie podía verlo; cuando quien se le cruzaba en el camino hacía la vista gorda, porque se sabía que era mejor ignorarlo; él leía los expedientes. Se memorizaba parrafadas enteras: el retraso de los fenómenos putrefactivos se debe a la técnica de embalsamamiento. El cadáver ha sido vaciado desde la cavidad craneana, a través de las fosas nasales, se ha destruido el hueso etmoides… y se ponía a caminar por el jardín, de ida y de vuelta, de ida y de vuelta, de ida y de vuelta, repitiéndolas cuando venía la sensación. ¿Qué expedientes leería en la casa de su hermano, el marido de Juana? Allí no había. ¿Qué haría cuando viniera la sensación? —¿Quiere más aa–arepas, Carlitos? Coma caliente. Su voz. La mataría sólo porque su voz sonaba igual que una tiza demasiado larga y nueva sobre una pizarra limpia. Juana se llevó los platos sucios a la cocina, mientras sus tres hijos correteaban por toda la casa, disparados en todas direcciones, como gallinas sin cabeza. ¿Cómo era posible que hubiese tenido tres hijos ese retazo de hormonas inconexas? 70
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José, su hermano, comenzó a gritar a los críos. Los llamaba siempre a gritos, como si se tratara de ganado rebelde. Carlos odiaba los gritos.En el hospital le gritaban siempre. Aquí, su hermano le gritaba porque su voz era así, ruda y alta. Era un tonel de grasa con voz fuerte, decidió. Cuando le gritaba, él sentía la urgencia de ver chorrear toda esa grasa que sobraba en la tripa de su hermano por el agujero que quería perforar en su inmensa barriga. Entonces dejaba de hacer lo que estuviese haciendo y esperaba, con los nervios tensos, casi a punto de romperse de tan tensos; recordaba su plan y soltaba cualquier cosa que sostuvieran sus manos, tenedor, cuchara —sacaba los ojos con facilidad una cuchara, él había visto a una cuchara trabajar en unos ojos— la soltaba porque tenía que pensar. No iba a desviarse. No, no, no. Se forzaba a recordar lo que Juana la imbécil venía haciendo con él desde hacía unas semanas. Lo positivo de esa “terapia” era que le permitía esconder todo dentro de unas historias de “eventos importantes de tu vida.” ¡Había pasado su vida en un hospital, santa pelotuda! —El distanciamiento y la verbalización nos ayudan muchísimo a restablecer nuestro equilibrio individual. El asentía sin escuchar lo que la pobre mujer trataba de decirle; pensaba en las vértebras tan flaquitas de su cuello. Casi podía sentirlas bajo sus dedos, las empezaba a sentir… podían partirse como cañahuecas. —A partir de mañana usaremos otra arma muy potente: la regresión. Su voz le causó un pequeño estallido en la nuca. Yo te daré un arma potente, perrísima. Pero no todavía. No todavía, no hasta que convenzas a todos y primero que nadie a ti misma, de que no represento peligro para nadie. 71
Respiraba con suma dificultad. Empezaba la sensación y no era hora. Ah, no —aún no era hora. Respirando con afán, hurgaba en su cabeza tratando de hallar algo en que pensar, algo que le ayudara a calmarse inmediatamente. Caía la noche, pero no traíapaz. Debía procurársela, sin embargo. En la oscuridad, cuando hasta la pigmea cuñada dormía, luego de haberse embadurnado la cara con cremas que ya nunca la harían más joven ni le quitarían la cara de bruja sufrida que cargaba a cuestas, Carlos se puso a lavar ropa. No le importó si era ropa sucia o limpia o blanca o de color. El lavó, lavó y lavó; hizo montones de espuma con el detergente; estrujó sañudamente los pantalones de sus sobrinos, uno a uno; luego sus propias camisas, planchadas el día antes. Luego fue el turno de la ropa interior de la pigmea, se caía de vieja esa ropa. Lo más grande eran las camisas como carpas de su hermano, serían de cuello veintidós porque las capas de grasa eran demasiadas, aun para un equis–equis–ele. Carlos sentía que los días se le tiraban encima y lo atropellaban, aunque muy lentamente. Miraba a su cuñada, hablaba con ella, escuchaba el sonido de su cloqueante voz, olía su ordinario perfume. Un día quiso saber todo acerca de ella. Quiso saber de dónde venía, lo que hacía antes de irse a enterrar en la altiplánica ciudad medio muerta en la que vivía y en la que se iba a morir un día de esos, ya estaba cerca. Le gustaba verla moverse como un pequeño erizo, y se preguntaba cómo sería su cuerpo bajo el vestido. Esmirriado, seguro. Poca cosa. Tenía tan mala facha siempre… y todo el tiempo vestía como si hubiese salido de un baratillo, de un mercado de pulgas, o de donde se vendiese ropa de cuarto uso y tampoco muy limpia. ¿Cómo se vería sin ropa? Pronto lo sabría. Pronto, muy pronto. Apenas podía esperar. Juana le contó que originalmente venía de Santo Domingo, 72
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era hija de un matrimonio de pescadores, sexta entre nueve hijos. Había huido de su casa para irse a Estados Unidos. Una vez allí, conoció a José y se le dio en regalo porque tampoco veía mayor alternativa siendo pobre, chata, fea y sin luces. No la escuchó del todo porque estaba embebido en sus propios recuerdos y, luego, en sus planes inmediatos. Debe parecer un accidente. No quiero que nadie identifique su cuerpo. ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Había tantas maneras! Debía comenzar a hacer los preparativos. Si quisiera, podría cargarse a su hermano también y a su piara de críos de ojos de sapo, que le asqueaban. ¿Cómo se las ingeniaba ese barril de manteca para inseminar a semejante piojo de mujer? Echado, con la mirada ida, los ojos fijos sobre la pared a su izquierda, pensaba en ellos sobre la cama —jodiendo— y se dio cuenta de que tenía una erección. La muerte, para él, era el máximo orgasmo. Finalmente, vio claro el cómo sucedería. No habría cuerpo para identificar. Su voz interna se sentiría satisfecha. —Hemos logrado un milagro, José— sonriendo con nervios y miedo, Juana siempre temía a su marido— hizo el comentario. —Podemos probar que tu hermano no es peligroso. ¡Responde tan bien a la terapia! Va a ser mi caso de triunfo. —Ya decía yo que mi madre y mi padre estaban hueveando. Mi hermano necesitaba vivir con gente normal, estar con gente normal. El sólo necesitaba estar con su familia y sus in-laws 1, todos normales, nosotros. José se repantigó en el sillón, moviendo su gordo trasero hasta encontrar una posición más o menos cómoda, para poder seguir perorando. 1 Fanilia Política NdA
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Carlos escuchó la voz dos veces, y dos veces era demasiado. Sintió el comienzo de un deseo sexual incontenible que siempre le atacaba cuando la voz se dejaba entrever la segunda. Era como jugar a ser Dios. La decisión sobre la vida de los demás le competía a él. En esta ocasión volvió a asombrarse ante semejante poder. Había un problema, sin embargo. No podría llevar a cabo su plan tal como se lo había imaginado. Tendría que hacerlo inmediatamente; la voz se lo exigía y, si debía hacerlo inmediatamente, la improvisación campearía. El odiaba la improvisación, por eso planeaba meticulosamente todos sus pasos, uno a uno. Bueno, esta vez parecería un asesinato, ni más ni menos. Esa noche. No, esa mismísima tarde. Haré que el cuerpo se deshaga, sé bien cómo. Ah —va a deshacerse entre mis manos… Carlos llegó sin apuro a la escuela donde trabajaba Juana. Era la psicóloga infantil, a sueldo para tamizar a los alumnos con baterías de tests. ¡Pobres niños! pensó él. No se compadecía, sin embargo. Se divertía pensando en la tortura que representaba esa birria de mujer para unos cuantos mocosos. Ah, también la torturaría… Examinó sus bolsillos; halló las pinzas que debía usar. Halló también la cuchara que sacara del cajón de la cocina cuando nadie podía verlo. Bajo la manga llevaba ese escalpelo del que nunca más se había separado desde que se lo robara al cirujano Narvaez. Empujó la puerta del Centro de Orientación, y encontró a Juana literalmente enterrada en papeles, máquinas, libros. ¡Qué caos! Era peor que en su propia casa. La vieja oficina, adaptada de una ex–casa de hacienda, crujió desde las tablas 74
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del piso. A medida en que se acercaba a ella, crujían también las ventanas, el resto de las puertas. —Te mantienen ocupada, ¿no? Juana oyó los sonidos típicos de la gente que salía de la oficina. Se quedó porque, como de costumbre, no había terminado su trabajo. Nunca podía terminar a tiempo, a la hora. De haber sabido que su desorden era la causa, tampoco habría sabido qué hacer con él. Ahí estaba la pobre idiota, presa en su oficina durante al menos tres horas más, por su estupidez. Nunca había conocido a una mujer más desorganizada, sucia y estúpida. La vio ponerse el abrigo, levantar el mugriento portafolio regalo de caridad de alguien, y dirigirse a la puerta, los asuntos pendientes quedarían así hasta el otro día. Se sorprendió tanto al escuchar su comentario que largó al suelo el portafolio. —Hola, Carlitos. ¡Qué sorpresa! …verle aquí. ¿Pasa algo? ¿Los chicos están bien? Como era habitual, su voz tenía ese dejo de histeria. Carlos apretó los dientes porque la expresión de su cara no debía alterarse. No. No. Era por su voz tan mal modulada, tan chirriante; y su español era tan de barrio bajo delataba su infame origen. —Dígame Carlos, ¿quiere que tengamos una sesión aquí? Juana asió nuevamente el portafolio, metiendo a toda prisa los papeles que se habían desparramado por todo el suelo. —Dígame qué le sucede. Dígame en qué puedo ayudarle. —Puedes ayudarme para que nadie nos encuentre aquí. Sí. Nadie debe encontrarme aquí. 75
—Carlos, no es hora de jugar. Usaba su tono de psicóloga ahora. Como si realmente hubiese obtenido el título de tal. Como si no lo hubiese fraguado alegremente, junto con el título de administrador hotelero de su grasoso hermano. Ah, cuando no había expedientes que leer, existían documentos privados, dejados al desgaire en cajones abiertos. —Creo que alguien quiere matarte. La voz de Carlos no denotaba ninguna emoción más allá de un interés de cortesía. —¿Cómo dijo, Carlitos? ¡Cómo se le ocurre! ¿Está usted bien? ¿Quién podría querer matarme? —Yo. Se adelantó, luego de dejar bien cerrada la puerta. —¿Alguna vez se te ocurrió leer Cita con la muerte, Juana? No, piojo inculto, jamás se te ocurriría. Bueno, esta es tu cita, Juanita banana. No puedes escaparte. Resultaba hasta obsceno escuchar las palabras que salían de la boca de un hombre con una cara tan ingenua, tan de casi– niño bueno. La abofeteó con toda su fuerza. Vio con placer sus treinta y ocho kilos rodar por el suelo. Dolorida y asombrada, Juana se incorporó. —Carlos, lloriqueó Juana, ¡soy su cuñada! —¿Y qué, imbécil apestosa? ¿No puedo matarte porque soy tu cuñado? Vio el miedo desorbitarse en los ojos de la pigmea y sintió una gran satisfacción. —Sabes, tenía grandes planes para nosotros. Siempre me ha dado curiosidad tu cuerpo de vieja esmirriada. Quisiera verlo desnudo, pero probablemente no habrá tiempo porque 76
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el cerdo mantecoso de mi hermano viene en camino. Nos habríamos divertido, ¿sabes? Soy un gran amante. La mujer trató de llegar a la puerta, pero él fue mucho más rápido y el puñetazo la alcanzó en pleno rostro. El retroceso la tiró contra los vidrios de la ventana. Tenía la cara ensangrentada y, donde había estado la nariz, se veía una masa informe de la cual se desprendían numerosos y delgados hilos de sangre. La escasa cabellera se le pegaba al cuello y la frente. Sus ojos eran dos pozos ciegos de dolor. —¡Perrísima! Nunca trates de escaparte de mí. ¡Nunca! Carlos la sujetó con una sola mano. Le palpó todo el cuerpo con la otra, y sólo halló huesudas protuberancias donde debían haber existido curvas. Entonces comenzó a apretarle el cuello. Apretó. Vio en su cara los mismos ojos de sapo de sus hijos. Así que se los habían sacado a ella. Apretó y apretó y apretó. Sintió el ¡crac! entre sus dedos; le llenó la nariz un olor pútrido que, según toda apariencia, despedían los esfínteres de la mujer. En fin, siempre había sido apestosa. Agotado, Carlos se sentó contra la pared y esperó. Cuando su hermano apareciera, él habría ganado. El, Carlos, no debía haber salido jamás del manicomio. El lo sabía. ¡Qué imbéciles habían sido! En el psiquiátrico mataba bien y nadie se enteraba, podía matar sin publicidad, podía matar tranquilo. La voz siempre quedaba satisfecha. Aquí y ahora, sin embargo, Carlos había ganado la batalla y hasta la guerra. Había conseguido probar que su cuñada era una estúpida y su hermano un loco de atar. Ah, pero no homicida. Pequeña diferencia. Cuando José llegó al Centro de Orientación a buscar a su mujer, no vio nada que le hiciera sospechar lo que había 77
sucedido no hacía dos horas. Bastante fastidiado, regresó a su casa y la primera imagen que le asaltó luego de abrir la puerta lo espantó más allá de cualquier palabra: Carlos se hallaba cubierto de espuma de jabón; lavaba un enorme edredón azul a cuadros. A su lado, dentro de una palangana, un montoncito de ropa —ya lavada— chorreaba agua jabonosa. El color del agua era rosa fuerte, como cuando se lava la sangre y ésta se confunde con el jabón, destiñéndose mal. —Juana está muerta y no es psicóloga, susurró Carlos, sacándose de encima la espuma de jabón que le llegaba ya al cuello. —Y si no he matado a tus hijos es porque he estado lavando. José sintió una sensación para él desconocida. Su hermano lo miró sin parpadear. El sabía de lo que se trataba. —¿Te vas para atrás, muy atrás, José? Hacia atrás, ¿no? Sin remedio. Atrás, atrás. Hermano, más atrás no queda nada. Ni luces, ni sombras, nada. Nada más que… nada. En el psiquiátrico de Sucre, Carlos desató un paquete. Eran dos expedientes. Uno contenía los espeluznantes detalles de una mujer recién internada —auxiliar de contabilidad. Veía serpientes reptando por las paredes y su consumo de alcohol llegaba a los tres litros diarios. Conversaba con alguien llamado Bruce Lee; le preguntaba si sus serpientes eran iguales a las de ella. Ella sería fácil. ¡Tan fácil! Un pequeño reptil bastaría. O alcohol inyectado. Carlos respiró profundo. Se acercó a la ventana cruzada de gruesos barrotes y apoyó la cara contra éstos. Se sentía en casa. Una vez más, volvería a su oficio, a sus necesidades. El aire fresco del otoño entraba en sus pulmones y le gratificaba. Vio que las prostitutas machos se contoneaban 78
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por el parque vecino. Esos son fáciles. Para ellos es el escalpelo, y no tiene que parecer nada más de lo que es: crimen pasional. Carlos esperó pacientemente el retorno de la sensación. Aparecería hoy, junto con el paraldehido y la señorita Argüello, esa de la cara de cabra.
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Gabriel Arcángel avanzó delicadamente por la calle 18 en su trayecto hacia El Banco. Era funcionario nuevo, recién reclutado en la organización mundial a la que no reverenciaba ni temía. El sol brillaba todavía en octubre, el aire se notaba fresco luego de la intensa lluvia nocturna. Todo, absolutamente todo en la ciudad y en el mundo de Gabriel lucía colores brillantes, como recién lavados. Conocía a mucha gente en su ciudad natal, allí donde vivía y trabajaba; aquí, en esta enorme capital hastiada de monumentos a la libertad y a sus finados presidentes, conocía a una sola persona: su jefe virtual y de alguna manera real, sobre todo cuando marcaba su extensión telefónica y ella contestaba diciendo que no estaba allí sino en cualquier otro lugar, y la voz se extinguía pidiéndole dejar un mensaje. Era muy nuevo eso de marcar un interno en otro país y hablar con la gente como si estuviera en el mismo edificio. AGabriel Arcángel no le sorprendía la tecnología, porque era parte de una evolución predecible e imposible de parar si se trabajaba con ese tipo de potencias. En su camino hacia ese monumento —de ni sabía cuántos pisos— en el número 1818 de la calle H de Washington DC, se regodeó mirando a su alrededor, tratando de adivinar quiénes eran extranjeros iguales a él, de camino a un seminario de orientación y entrenamiento o, simplemente, turistas de ida hacia la Casa Blanca. Trató de recordar cuánto tiempo sin pausas había pasado trabajando en su ciudad y decidió que no 80
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valía la pena el esfuerzo: era un nómada. Por lo menos veinte de sus cuarenta años habían transcurrido entre Madrid, México DF, Alemania y ya no se acordaba en dónde más anduviera buscando qué estudiar y quién ser. A los treinta y ocho años, Claudia Olmos era la personificación del fracaso. No había crecido más allá del metro y medio; era la dueña de un cuerpo prepúber que proyectaba la personalidad de un cactus. El dicho de “perro del hortelano” era lo que mejor describía a esa mujer incompleta y torpe, escondida tras una cabellera negra, lacia y espesa, anteojos de culo de botella y vestimenta que siempre daba la impresión de ser de segunda mano. Sudaba mucho cuando se ponía nerviosa, y sus axilas despedían un olor que denotaba una falta aguda de agua y desodorante, impregnando el limitado ambiente de las oficinas locales de El Banco, donde fungía como “hazlo todo”, pero siempre a medias o mal. Había aprendido, sin embargo, a disimular su enconado resentimiento hacia cualquier otro empleado que tuviese un título profesional, aunque fuera en manufactura textil. Ella era una parte más de las estadísticas, bajo el encabezamiento de “abandono de estudios universitarios”. Las muertes en su familia, según propia explicación, habían sido el motivo. Le gustaba contar con una excusa para enmascarar sin compunción, su total ineptitud. No era del todo inhábil, empero: sabía chupar las medias que la protegerían de un despido seguro y era ducha en despertar la compasión de los funcionarios de mayor jerarquía, gringos naturalmente, compadecidos de la “humilde bolivianita que tanto, tanto se esfuerza por hacer bien su trabajo”. Estos jerarcas hubiesen elevado el grito al cielo al enterarse que la “bolivianita” llegaba al menos cuarenta minutos tarde todos los días laborables, que hablaba por teléfono con su familia y colegas de otros países durante una hora o más inmediatamente después de sentarse en su escritorio, que buscaba todo y nada en la red durante la tarde y que al menos una vez cada quincena 81
—el día de pago— llevaba al trabajo la contabilidad de su casa para cuadrarla. Así, el tiempo útil dedicado a trabajar no excedía las dos horas diarias aunque frecuentemente era la última en irse por la noche. — Mi abuelo fue un pionero de la zona Sur, solía comentar, abriendo mucho sus ojos arratonados. “Esta casa, justo aquí. Mi familia ha vivido aquí desde hace más de sesenta años. Mi abuela plantaba sus rosas para que todos los vecinos las pudieran oler, mi madre las regaba e igual las riego yo”. Claudia Olmos jamás regalaba una rosa. Para ella, las rosas eran patrimonio del barrio en que vivía, y le molestaba pensar que la gente quería llevarse “su tesoro”, ponerlas en floreros y tirarlas, marchitas, al basurero una semana después. Sus rosales eran todo o que ella no era: hermosas, fragantes, deseadas, perennes. Eran todo lo que tenía. En octubre, plena primavera, sus rosales eran una maravilla para los ojos y el olfato. Nada la enorgullecía más. A fines de septiembre, una maravilla más se añadió a su vida: Gabriel Arcángel, como parte del personal de El Banco. Que su incorporación se hubiese dado después de sus maniobras para que la predecesora en el cargo se mandara a jalar, harta de toda la estupidez contenida en dos pisos de doscientos metros cuadrados, era lo de menos: ella, Claudia Olmos, se había salido con la suya una vez más. Tal vez las universidades sí deberían dar título profesional en Insidia, pensaba sonriendo para sus adentros, cosa que sucedía cada que pasaba por esa oficina, ahora vacía. En realidad, cualquiera hubiese servido para los propósitos de Claudia: reinar sin competencia en un ambiente que no exigía destreza sino adulación era lo único que ella ansiaba. Sí, cualquiera que no fuese una cabeza y media más alta que ella, que no tuviese esa melena rubia llena de rulos; que no sonriese con luz y, sobre todo, que no le hiciese sombra. Eleanor era una amenaza; por tanto, debía ser eliminada. La decisión de mandarse a mudar 82
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una hora después de la expiración de su contrato no era algo que iría a remorder en la conciencia de la Olmos, todo lo contrario. Misión cumplida. Hasta le había organizado una despedida, con regalo y salteñas. Al cabo de tres meses, Gabriel apareció en sus días y era todo lo que una mujer como Claudia podía desear de un hombre. Suave, gentil y confiable. Cuando se reía, sus ojos verdosos adquirían un cierto brillo que se proyectaba más allá de sus anteojos. No era Kevin Costner, pero para ella era eso y Antonio Banderas en smoking. Un picaporte con pantalones también habría bastado, porque siendo poco atractiva por dentro y fuera, los hombres la ignoraban o la trataban con esa camaradería burlona que no compromete. Gabriel Arcángel era diferente. Desde su llegada, ella se sentía tomada en cuenta, importante. —El teléfono no ha sonado en los últimos tres minutos. ¡Qué maravilla! ¿Qué te parece, niña? Al principio, Claudia lo miraba con incertidumbre. Todos sus compañeros de trabajo montaban un tinglado diario de ocupación y diligencia. Si el teléfono no sonaba, eran ellos quienes marcaban números, sin despegar el auricular de la oreja, manteniendo la otra oreja ocupada con el celular. Todos la llamaban “Clau” o “Caya”. El recién contratado, en cambio, tenía una cortesía desconcertante con ella: la ayudaba con su abrigo, le encendía el cigarrillo que se fumaba al salir de la oficina, le aguantaba la puerta del ascensor hasta que ella terminaba de reunir los trastos que se llevaba de vuelta a casa noche a noche. Gabriel Arcángel pasó su identificación electrónica por el haz de luz del control y salió del edificio principal de El Banco, para dirigirse a su hotel. Después de la reunión con su jefa, la de la voz telefónica virtual, supo que al regresar a su ciudad nada sería igual. 83
Eleanor, Eleanor, Eleanor. La voz ya no era virtual, y le contaba todo sobre la animosidad extrema de Claudia para con su antecesora. Le advirtió que tuviera cuidado, no fuera a ser que también le cogiera ojeriza; poco podría hacer ella desde Washington para ayudarle. El le aseguró que se mantendría al margen, que no se preocupara; conocía las inquinas de oficina y sabía lidiar con ellas. Lástima por Eleanor, se escuchó decir, porque supuso que eso era lo que su jefa quería oír. Recordó la tarde, hacía ya casi una década, en que contestara el teléfono de la redacción de La Razón y escuchara su nombre: Eleanor. Y el día en que la vio por primera vez: tenía los ojos muy enrojecidos y el cabello mojado, pegado a su cuello y cara. Riéndose le había contado que tomaba clases de buceo y que nunca tenía tiempo de secarse bien: “Mira, todavía tengo la ropa colada al cuerpo”. Era todo un original. Tres años más tarde, reunió el coraje para buscarla. Si se había tardado tanto era porque en un tiempo previo, cuando todavía tenía hambre y sed —de gloria como de una comida caliente— Gabriel Arcángel había sostenido lo que se conoce como relaciones pederastas con su jefe, aunque su noción de pederastia estaba ligada exclusivamente a la idea del confort. Cuando despertaba en la cama de un hombre, sabía que al levantarse encontraría una buena máquina de afeitar, una bata que le quedaría bien, y un cierto modo de expresión —vigoroso o extravagante— pero que no le tomaría por sorpresa. En la cama de una mujer, por el contrario, lo que encontraba al día siguiente era una servilleta atada a su cuello, una gran bandeja de desayuno sobre sus rodillas y una mucama sorprendida. Partiría no menos contento que de la casa de un hombre, pero sí bastante peor afeitado. El sexo, entonces, para Gabriel Arcángel, se hallaba estrictamente confinado al aspecto de La Casa Ideal. Bendecido con un vehemente apetito sexual que satisfacía tan fácilmente como se satisfacía, y habiendo 84
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retenido la habilidad de dormir como un tronco y despertarse razonablemente vivo, era el prototipo del bisexual hasta los treinta, de los que es capaz de sacarle la madre a cualquiera en un bar, o permitir que le sacaran la madre para gratificación de algún viejo intelectual todavía libidinoso o de una de esas ancianas de cabello azulado y tobillos gruesos. Gabriel Arcángel era un producto incierto de tiempos inciertos. Su única certeza: que el dinero que se embolsillaba era indispensable, inmerecido pero, en todo caso, ahora estaba a su alcance. Consecuentemente, cuando se topó con el muro indiferente que yacía detrás de la mirada de Eleanor, se sorprendió muchísimo. Como era lo suficientemente joven y lo suficientemente vulnerable como para sorprenderse, supo que sufriría. Nada podía ser más desastroso para un joven lobezno que el encuentro con la afectuosa pero inaccesible “cabra del Sr. Seguin”, pero un Sr. Seguin cosecha 2000, claro. Eleanor. Nunca había podido acercarse a ella lo suficiente como para ser su héroe u hombre al rescate. Sabía, sin embargo, que estaba totalmente desprovista de cálculo o de vulgaridad y que le habría sido humanamente imposible enfrentar las armas de una turra como la tal Claudia; ahora él, por virtud de la decisión del panel de entrevistadores que le había reclutado estaba, quien sabe, a punto de correr la misma suerte. Algo tendría que hacer. Sí, uno de esos actos que denotan una gran fortaleza de espíritu, algo que de saberlo Eleanor, haría que se sintiera plenamente reivindicada. Lamentablemente, Gabriel Arcángel no era un valiente. Era un hombre no demasiado alto, flaco y de nalgas fofas que probaban fehacientemente su inhabilidad para cualquier suerte de práctica heroica, ni qué decir deportiva. Encontró la medida del castigo casi sin proponérselo; un lunes después de su vuelta. La gringa vieja y mala traza, en opinión de Gabriel, pero jefa absoluta de la oficina, hablaba deslumbrada del “hermosísimo jardín de Claudia”. Según toda apariencia, la aduladora profesional de El Banco había invitado 85
a la jefa a su casa, en algún momento del fin de semana sin otro objetivo más que el de ponerla al día de los chismes que se tejían en las horas de trabajo. Esa era otra de las especialidades de Claudia: verter cizaña en las orejas de la ingenua gringa, para hacerse imprescindible. Normalmente, los chismes eran falsos e insoporta blemente maledicentes, pero la gringa agitaba su pelirroja melena asintiendo ante cada palabra y agradecía la generosidad de la “bolivianita”, trayéndole de Estados Unidos hasta las medicinas para una escoliosis crónica que la tenía a mal traer. Ese día, Gabriel Arcángel bajó a su oficina sofocando espasmos de risa. La actitud de la gringa, positivamente cuáquera, denotaba a una mujer de cuna relativamente modesta que ha adquirido algún renombre junto con lo que, en su horrenda jerga, llamaban status. En sus ojos descoloridos se hallaba el Mayflower y con él, el cuaquerismo, la Biblia, lo que se hace y lo que no, la casita en la pradera, la Constitución Americana, el Lejano Oeste y los bancos de Boston. Esa pelirroja regordeta que debía su disfrute más a los dólares del banco de fomento para el que trabajaba que a los preceptos bíbilicos, emanaba indignación desde cada uno de sus poros ante las “noticias” provenientes de su “mujer de confianza”. Confianza. Para ganársela él no era manco. Tardaría unas semanas, pero Claudia Olmos pediría misericordia. Little Mary, quite contrary, how does your garden grow? pensó Gabriel con la seguridad, en su fuero interno, de que Eleanor hubiera aprobado sus planes. Puso la toalla de vuelta en el toallero e inspeccionó su quijada en el espejo. Últimamente, prefería afeitarse en la soledad de su propio baño y desayunar en compañía de alguien con quien no hubiese dormido. Después de experiencias que podrían, como mínimo, calificarse de variadas, había ingresado en una etapa sedante y sedada. Todo marchaba bien. Ya no tenía hambre; era un funcionario internacional con derecho a pasaporte diplomático y ese famoso Laissez Passer de cubierta celeste le estaba abriendo todas y 86
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cada una de las puertas que hasta un día antes de la firma de su contrato, se encontraban cerradas. Levantó de su escritorio un gran sobre y caminó hasta la puerta de su departamento. Cerró la puerta detrás de sí y pensó: Eleanor. Para Claudia, el proceso de despertar era duro. Cada día que pasaba le costaba más y más abrir los ojos. Los días eran tan iguales en su rápida sucesión que dormir era, con mucho, más interesante que tener que vestirse y correr, a veces con los zapatos en la mano, hacia el decrépito Volkswagen Escarabajo amarillo para encenderlo, sacarlo del garaje y enfilar por la avenida Ballivián, con la velocidad de los malos conductores. Este fin de semana era diferente, sin embargo. Su sueño se hizo ligero y abrió los ojos con una sensación de euforia: después de un intenso lleva y trae por fin Gabriel iría a buscarla y, por primera vez en más de sesenta años, ella quitaría un capullo de los magníficos rosales de su abuela, para regarlárselo a él. Contra costumbre, esa mañana Claudia no sólo se lavó la cara, también cepilló sus dientes, para luego vestirse con cierto cuidado. Luego bajó las gradas tratando de decidir si los waffles o los panqueques eran el desayuno apropiado para una visita masculina. Prepararía ella misma la bandeja y colocaría encima el florero pequeño, junto con la servilleta. El primer capullo regalado, se asombró y, casi, casi, sonrió. Eran las diez pasadas. ¿Dónde estaba Gabriel? En el suelo, junto a la puerta de entrada, vio un sobre azul oscuro además del periódico; alguien lo había deslizado hacia adentro. Parecía uno de los sobres oficio de El Banco. Las manos de Claudia no temblaron mientras rasgaba el sobre y desdoblaba la hoja de color verde que contenía; temblaron después. En silencio leyó la misiva y, sin necesidad de más, comenzó a llorar. Dale una mirada a lo que fueron tus rosales, decía el mensaje. 87
Adiós, Marelle (bonus track) No bañarme, como en dejar de sentir el roce del agua sobre la piel, igual que hacía La Maga, no era mi idea de revolución a los catorce años. Yo era una furiosa cultora del jabón y de la colonia de baño. El agua tibia y jabonosa, el vapor oloroso a lavanda o a sándalo me podían, como me podía un montón de otras cosas, entre ellas el jazz. En aquello de la escasez de agua sobre la humanidad de La Maga, el proceso de identificación con Rayuela era inexistente. En ningún momento busqué esa edición de fondo negro con el juego rayado en amarillo. Andaba por ahí, perdida en la casa, sin abrir. Ché, tampoco es que el libro me haya encontrado, queloparió, a quién le gustan los clichés y quién sabe quién la colocó entre un libro de Agatha Christie y otro de Graham Greene. A veces creo que siempre estuvo allí, a merced del sol que perforaba ese estante brotado de libros. Siempre como en antes de la memoria, pero también después. Parece así que el encuentro era inevitable pero —no. No fue sino hasta después de tropezar con Distribución del Tiempo, en que uno escucha —no lee— al Jules Florencio decir, no escribir: “…al recuerdo de Lionel Hampton tocando Save It, Pretty Mamma como nadie lo tocó salvo Louis Armstrong”, que me decidí a desempolvar el libro del juego de tiza marcando el suelo de TIERRA, de CIELO, de números y de brincos de a pan cojito o de a dos pies sin apenas doblar las rodillas. También hube de pasar por la versión poética de la misma pieza, tocada en clave de pameo, cuya letra va más o menos: 88
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“la voz de Satchmo y ese grito que te sumía en lo más hondo del amor; save it all for me, save it all for you, save it all for us, aunque no salves nada, sálvalo mamita”. Si el hombre escribía sobre jazz, había que leerlo. Me equivocaba. A Cortázar no hay que leerlo, hay que escucharlo en esas nueve partes entre la Tierra y el Cielo, sobre todo entre los capítulos diez y dieciocho. Será lícito dibujar en cada página una clave de sol o de fa; colocar una nota negra sobre la palabra superstición, una redonda sobre la palabra boca, y una fusa diestra sobre la expresión “pequeña muerte instantánea”. Escuché Rayuela —creyendo que la leía— sin vino, sin chocolates; sin otra cosa que dos orejas bien atentas, mientras los ojos se me enrojecían por horas y horas de posarlos en sus páginas hasta terminar la última sílaba… No: la última nota. Después… silencio. Días de silencio y una callada determinación: “Este libro no se lee”. Así, la fiesta recién comenzaba. Se inició con esa referencia al Hampton, tan pura como un adagio, tan perturbadora como un silencio del Elvin Ray en la batería: Lionel Hampton balanceaba Save it pretty mamma, se soltaba y caía rodando entre vidrios, giraba en la punta de un pie, constelaciones instantáneas, cinco estrellas, tres estrellas, diez estrellas, las iba apagando con la punta del escarpín, se hamacaba con una sombrilla japonesa girando vertiginosamente en la mano, y toda la orquesta entró en la caída final, una trompeta bronca, la tierra, vuelta abajo, volatinero al suelo, finibus, se acabó. Después de ese párrafo de Rayuela o Marelle que equivalía a tres barras de coros me asaltó una pregunta con respuesta incluida: ¿Verdad que aquí uno no escucharía a la mamita bonita, sino al Elvin meditando?
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Otro día, otro capítulo; como una biblia, como un poemario, como un longplay en el que se toca primero la última canción del lado be: Por encima o por debajo Big Bill Broonzy empezó a salmodiar See, See, Rider, como siempre todo convergía desde dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación demasiado brusca de la realidad. Y… es que Marelle tiene esas cosas, ¿vio? Aquí, en este preciso punto, por supuesto que el oído registraba See, See, Rider; como un rezo, como un salmo macizo, con el plus de la aguja siseando sobre el surco inagotable. Más tarde, a la vuelta del colegio, en lugar de hacer deberes tan desubicados como aceituna en ensalada de frutas, me enganchaba con otra melodía: Earl Hines proponía la primera variación de I ain’t got nobody, y hasta Perico, perdido en una lectura remota, alzaba la cabeza y se quedaba escuchando, la Maga había aquietado la cabeza contra el muslo de Gregorovius y miraba el parquet, el pedazo de alfombra turca, una hebra roja que se perdía en el zócalo, un vaso vacío al lado de la pata de una mesa. Ay, Marelle. Bueh… ésta se escucha sin zapatos pero con medias; con el uniforme del colegio a medio quitar y con un vaso de leche y un trozo de pan con manteca mordisqueado con gusto. Escuchando también se ve… Se ve al Fatha con esa mano derecha agilísima pero serena, variando lo que era el sello del Louie Prima, mientras su mano izquierda toca sosegadamente, sin apuro. Más tarde todavía, con la geografía ya bien memorizada para el día siguiente, proseguía la lección particular con mi maestro de música, el Jules Florencio rayuelero: 90
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Era casi sencillo pensar que quizá eso que llamaban la realidad merecía la frase despectiva del Duke, It don’t mean a thing if it ain’t got that swing… Así que la realidad no es realidad si no tiene swing. Lo mismo que la literatura. Entre la conciencia de tener que despertar al alba del día siguiente y las ganas de seguir escuchando —esta vez todos los ritmos el ritmo— el sueño se encargó de dirimir el dilema, porque yo sabía de antemano que esa mañana después, terminado el examen de geografía, por debajo del asiento asomaría la partitura de Rayuela de entre mis rodillas desnudas para que yo pudiera escuchar: Arrancándose a todo como si desplumara un viejo gallo cadavérico que resiste como macho que ha sido, suspiró aliviado al reconocer el tema de Blue Interlude, un disco que había tenido alguna vez en Buenos Aires. Ya ni se acordaba del personal de la orquesta pero sí que ahí estaban Benny Carter y quizá Chu Berry, y oyendo el difícilmente sencillo solo de Teddy Wilson decidió que era mejor quedarse hasta el final de la discada. Wong había dicho que estaba lloviendo, todo el día había estado lloviendo. Ese debía ser Chu Berry, a menos que fuera Hawkins en persona, pero no, no era Hawkins. ¿Quién era “Chu”? ¿Qué tocaba ese “Chu”? Se escuchaba una batería poquita cosa, el solo que mencionaba el Jules, el piano discreto hasta su minuto de solo. A partir de ahí se volvía atrevido, como debía ser; y si ese solo previo al piano no salía del saxo del Hawk, ¿de dónde salía? Ni idea, pero el solo viajaría conmigo en el micro de vuelta del cole, en el asiento de al lado. Las curvas llenas de peligro de esa avenida servían de tablero de resonancia y tenían la virtud de dejarme bien adentro de ese saxo que sonaba como si fuera a volar. Al bajarme, se colaría por la ventana abierta para desaparecer ante lo que seguía en el juego de la tiza y los brincos, que no era poco. 91
Encontrar una barricada, cualquier cosa, Benny Carter, las tijeras de uñas, el verbo gond, otro vaso, un empalamiento ceremonial exquisitamente conducido por un verdugo atento a los menores detalles, o Champion Jack Dupree perdido en los blues, mejor barricado que él porque (y la púa hacía un ruido horrible) Say goodbye, goodbye to whiskey Lordy, so long to gin, Say goodbye, goodbye to whiskey Lordy, so long to gin. I just want my reefers, I just want to feel high again He vuelto del colegio al hoy. Me ha traído el Champion Jack y los blues aguardentosos que salen de su boca. … I just want to feel high again. El Junker’s Blues es el himno de mi generación, aunque a esta altura del juego —cualquiera sea el que estemos jugando hoy— todos estamos más lejos de la ginebra que de los antiácidos, y todos queremos feel high again pero, ¿cómo? Es cierto, no sabemos cómo. Querríamos un martini bien seco; tan seco que fuese un desierto; tan seco que pudiese declararse área de desastre; tan seco que pudiera morirse de sed él mismo. Difícil. Más todavía si tenemos en cuenta que el Chianti ha sido reemplazado por el té de zanahoria. Lo que sigue corrobora lo que acabo de escribir.
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…les daba nombres y melodías como cifras para reconocerse y adentrarse y sentirse menos solos rodeados de jefes de oficina, familias y amores infinitamente amargos, una música que permitía todas las imaginaciones y los gustos, la colección de afónicos 78 con Freddie Keppard o Bunk Johnson, la exclusividad reaccionaria del Dixieland, la especialización académica en Bix Beiderbecke o el salto a la gran aventura de Thelonius Monk, Horace Silver o Thad Jones, la cursilería de Erroll Garner o Art Tatum…
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—Querida, parece decir el Jules en ese párrafo, arrastrando bien la ere, estás empezando a sonar nostálgica. Comienza a sonar el Bix Beiderbecke, y la nostalgia con aires de reacción se hace patente, con una corneta de sonido ominoso e irresistible. Me dan ganas únicas de gritarle, por ejemplo, al Hugh Jackman: “Ché, ¡no sós el único Wolverine! El Bix te ganó de mano cuando entró a tocar en la Wolverine Orchestra en el ‘23…”, y después de gritarle pasarle los dedos por esa maraña de patillas, milagro del maquillaje, que le daban el aire del reo más reo en las no menos de tres dimensiones de X–Men. En realidad, me estoy yendo al joraca junto con uno de los últimos brincos de Marelle. Sin ganas, sin lástima, como eso que está soplando Dizzy, sin lástima, sin ganas, tan absolutamente sin ganas como eso que está soplando Dizzy. Ajá. Exactamente así como el Dizzy, que “soplaba” Good Bait. Simplemente por eso, la rayuela se volvió a dibujar, y yo me encontré en el colegio una vez más, sin transición, sin pausa. “De modo que el Dizzy ‘soplaba’”, me digo meneando la cabeza y tirándome sobre el césped durante el recreo largo. Tengo que tirarme boca arriba y reírme de esa pedantería rioplatense del Jules Florencio, porque a esa altura de la pieza de música, dentro de las primeras cincuenta páginas escuchadas después de la número 130, ya el CIELO se ve venir de un salto con ambos pies, como canguro, como oso grizzly. Jelly Roll estaba en el piano marcando suavemente el compás con el zapato a falta de mejor percusión, Jelly Roll podía cantar Mamie’s Blues hamacándose un poco, los ojos fijos en una moldura del cielo raso, o era una mosca que iba y venía o una mancha que iba y venía en los ojos de Jelly Roll. Two-nineteen done took my baby away... 93
Panza arriba, partitura en mano, me fijo que igual que al Morton, al Jules Florencio se le ocurrió escribir estas cuatro líneas a partir de un ritmo marcado, lo que significa leer Jelly Roll, Jelly Roll, Jelly Roll —tres veces de a cuatro por cuatro tiempos— porque “Jelly Roll” inicia la primera frase, la segunda y termina la tercera. Como dos acordes y una pequeña variación, tal vez de dos corcheas, casi nada… y un silencio cargado de inocencia, sin futuro, como la totalidad de los silencios. ¿Ven como a esta pieza hay que escucharla con todos los sentidos? En serio, podría seguir y seguir, como esas adoradoras, como esas fanáticas sin vergüenza, como esas groupies idólatras, en un inacabable viaje hacia el lado más hondo de la memoria; la tentación es más grande que yo. En realidad, es grande y pesada, como vaca en brazos. No, me digo. No, no y no. Ya no. Tal vez sea mejor, sólo por espíritu de contradicción y en vista de que el Jules Florencio no quería escribir sobre él, dejar el CIELO y volver a la TIERRA en un Surrey With The Fringe on Top, con el muy, pero muy Muted Miles. Me fui, Rayuela. Adiós, Marelle.
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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.
Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, De muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Vanm Jaliri, Los poemas de mi hermanito Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Gabriel Pantoja, Plenilunio Roberto Oropeza, Invisible Natural Premio de concurso breve Óscar Cerruto, UMSA