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Cuento- Solo los perdidos pueden volar

Gabriela Almanza Caballero

Caminaba por esas calles anchas, llenas de murmullos, risas y olores tanto desagradables como dulces al paladar. Recuerdo que tenía mucho frío. Era el mes más helado del año. El viento te congelaba los huesos y el cielo era turbio como ese café que mamá prepara en las mañanas. Volaba, si cerraba los ojos sentía que mis brazos forrados de prendas, a mi parecer innecesarias, se sostenían en ese aire refrescante. “¡Eduardo! Ven para acá”. Un hilo de voz llegó directo a mis oídos y esa orden me detuvo de repente. Volteé a verla y le sonreí con una mueca llena de agujeros y dientes que prometían o amenazaban con salir. Corrí hacia ella equilibrando mi cuerpo fugaz en esas piedras frías y mojadas. Tomé su mano tibia y empecé a mover los pies, marchando al compás de la ligera lluvia. “Vamos Eduardo, debes estar tranquilo. No puedes andar por la vida como un demente y sobre todo en una ciudad llena de peligros” “¿Peligros?” Pensé. Exactamente. Peligros y hazañas propias de un aventurero en busca de temor y emoción. Como esas historias llenas de dragones, espadas y superhéroes que pueden volar. Caminamos otras tres calles y finalmente llegamos a la panadería, llena de delicias y olores que te hacen suspirar de lo exquisito que prometen ser. “¿Qué onda, Eduardo?” Don Felipe me sonrió con ese bigote canoso y simpático que posaba sobre su sonrisa, igual de imperfecta que la mía, pero con unos adornos dorados. “Don Felipe, vamos a querer tres bolillos y de esas deliciosas gelatinas que hace Doña Laura”, le pidió mi madre. Tuvimos la suerte de que no había mucha fila para pagar y salimos lo más rápido que pudimos antes de que llegara ese mar de gente que compra el pan para la merienda. Siempre tomábamos el mismo camino a casa: dos cuadras de la panadería a la derecha, una a la izquierda, y al pasar la postal atravesaríamos el puente de concreto que une los extremos del mundo. O al menos del mío. Al entrar finalmente a ella sentí una cálida sensación de seguridad. Corrí hacia papá lo besé y le dije: “¡Compramos gelatina!” Se limitó a hacer una

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expresión de sorpresa sin mirarme y segundos después siguió escribiendo en esa tonta máquina de escribir. Nuestro hogar era pequeño, no era una mansión ni muchos menos un palacio, pero era perfecto para escondites, juegos de piratas cobardes y caballeros valientes. “¡No puede ser!” Escuché decir a mamá enfadada. Caminé lento hacia ella, como si el piso estuviera lleno de bombas ocultas. “Eduardo se me olvidó echar esta carta al buzón, ¿podrías regresar y enviarla?” Cansado y con hambre, pero obediente, asentí de mala gana al ponerme de vuelta el gorro. “Y no me hagas esos ojos”. Salí corriendo de mi casa, el perro amarrado al poste en espera de su dueña seguía ahí, el vendedor de periódicos se calentaba con un pequeño cartón y los niños saltando la cuerda continuaban cantando. Todo seguía igual y cotidiano. Entré al puente para atravesarlo y me detuve casi a la mitad. Una joven mujer estaba sentada en uno de los bordes del puente que dan río abajo. Yo solo podía ver su espalda. Llevaba puesto un vestido blanco y su piel era tan blanca como la nieve. Seguro se moría de frío pensé, pero lo dudé porque no temblaba ni un poquito. Su postura era firme y parecía no importarle la altura a la que la fina barda la sostenía. Opté por seguir caminando. Vi hacia abajo y noté que había olvidado mis calentadores. Frunciendo el ceño seguí marchando, volteé y vi que algo faltaba en el paisaje. Ella ya no estaba. Giré para ambos lados del puente y al parecer se había esfumado. No pudo haber caminado tan rápido y salir del puente en tan pocos segundos, pensé. Caminé deprisa porque mucha gente se aproximaba. Logré echar la carta al buzón más cercano y me dirigí a casa. Al entrar, mi padre aún seguía trabajando en no sé qué y mi madre preparaba el recalentado de bacalao. Me encerré en mi cuarto. Estaba callado y muy tranquilo. Eché todo mi cuerpo a la cama y me recosté un rato. No dejaba de pensar en aquella mujer. ¿Dónde había ido? ¿Habrá volado? ¿Se podrá...? Pensaba en cómo ella lo había conseguido, cómo puedes conseguir aquella extraordinaria habilidad. Tan extraordinaria

que ya ni si quiera tenía frío ni miedo. “¡A comer!” Abrí los ojos de golpe, me levanté mareado y tomé mi bote de madera para entretenerme en la mesa. Ya sentados mi mamá hablaba y hablaba y papá sólo asentía callado pensando seguramente en trabajo. Los interrumpí de repente, un silencio surgió en el pequeño comedor. “¿Se puede volar?” pregunté. Ambos me voltearon a ver. “Pues con mucha imaginación todo se puede, ¿verdad Tomás?“ Mi madre se le quedó viendo a mi padre, este se quedó un poco confundido, como si por un segundo no entendiera qué pasaba. “Ah sí, sí, todo se puede si le dedicas el tiempo”.

Me quedé pensando en todas esas veces que pude haberlo intentado y no lo hice. Toda la cena planeé mi escape. Durante la noche saldría de la casa, me dirigiría al puente y por fin lograría volar como esa señorita. Al terminar la cena, corrí a mi habitación y emocionado me preparé para dormir. Un segundo más tarde cuando ya todo estaba en silencio escuché entrar a mi mamá. “Descansa corazón” y sentí un beso tibio en la frente. Combatiendo el sueño pero con la suficiente ilusión de saber que podría volar, esperé una hora. Salí por mi ventana que daba al jardín y corrí. Todo estaba callado, ya no había niños, ni puestos de periódicos abiertos, ni una sola alma. Los faroles alumbraban lo suficiente para no caer en las rocas y pude llegar a mi destino. Me senté como la mujer lo había hecho, intenté no sentir frío ni miedo, pero la verdad es que me estaba helando. Me armé de valor y pensé que si esto de volar fuera fácil todos lo haríamos, entonces me paré en el borde del puente, cerré los ojos y conté hasta tres. Uno, alce mis brazos equilibrando mi cuerpo. Dos, respiré hondo una bocanada de aire frío. Tre... Sentí una mano sobre mi hombro. Un brinco me sacudió todo el cuerpo y volteé hacia atrás. Una señorita me sonrió y preguntó qué hacía allí parado. Apenado le dije, al bajar de la barda, que quería volar. Noté que estaba descalza. “No se puede volar cariño. Solo las personas que están perdidas lo pueden hacer. Anda, ve a tu casa”. Decepcionado pero aliviado de no tener que pasar más frío en esas tinieblas, me dirigí a mi hogar. De camino me pregunté dónde había visto a aquella mujer tan familiar.

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