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Tápate

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Olvidados

Olvidados

Elizabeth Téliz Martínez

Levanté mi cabeza de mis brazos cruzados y abrí los ojos. Bultos borrosos y brillantes fueron tomando forma conforme mis párpados daban paso a una luz intrusa. El sonido del teléfono, voces en el pasillo, tecleado en la computadora, risas en el otro escritorio, café sirviéndose en una taza y pasos constantes de un lado a otro. Sus ojos, los noté de la nada. Estáticos y bien clavados en mí. Moví el ángulo de mi mirada a otro lado, pero mi vista rebotó de regreso a su rostro. Hizo algo, ancló mis pupilas en las suyas y no me dejaba ir. El timbre de un móvil rompió las cadenas y pude huir. Intenté prestar atención a la voz en mi oído, pero algo a una distancia me lo impedía. Nunca antes lo había visto: saco desgastado, camisa blanca percudida, botón a punto de volar por una barriga, cabello alborotado y cejas que se intentaban alcanzar sobre su nariz. Eché un reojo: seguía ahí. Unos tacones comenzaron a acercarse a mi escritorio mientras que él seguía mirándome. Las palabras en mi oído derecho se comenzaban a enredar entre sí y el tacón sobre el piso empezó a sonar más fuerte. Las piernas cubiertas con medias baratas robaron mi mirada; una detrás de otra se movieron en cámara lenta al pasar justo a mi izquierda. –Tápate–, escuché a la derecha, seguido por el agudo beep del fin de la llamada. Volteé hacia atrás para ver marchar a las altas agujas con suela roja y cubierta negra. Al regresar mi cabeza vi el registro de llamadas del celular; la palabra “desconocido” encabezaba la lista. Al segundo me percaté de que ni siquiera recordaba la conversación, pero la última palabra punzaba en mi oído aún. Miré hacia el frente y ahora él estaba hablando con otro, después vi hacia mi pecho. Un botón se había zafado de su ojal y la línea entre ambos senos se hacía visible. Mis mejillas comenzaron a concentrar un calor que fue moviéndose hasta mi estómago y se empezó a hundir justo en el centro. Mis dedos se movieron rápidamente para abotonar la

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camisa y al ver si era libre de testigos encontré ahora la mirada de los dos hombres sobre mis manos. Me levanté de mi silla, tomé mi saco, arrebaté mi bolsa del escritorio y caminé hacia la entrada. –¿A poco ya se va?–, escuché detrás de mí. No tengo puta idea de quién es. Mi paso se detuvo de golpe y mi cabeza giró hacia él. Sus labios comenzaron a formar una sonrisa que descubría dientes amarillentos uno por uno. Volteé a mi alrededor, pero nadie parecía extrañarse del desconocido en la oficina. Me quedé callada frente a él y solo se me ocurrió asentir la cabeza; después seguí mi andar directo al elevador. El pequeño espacio estaba lleno de personas, pero mi urgencia por salir no podía esperar. Me metí entre corbatas, camisas y sacos para tener mi propio lugar; al ver las puertas cerrarse comencé a sentir calor a mi alrededor. Los números rojos en la parte de arriba comenzaron a descender y con ellos el ritmo de los golpes que sentía por dentro en mi pecho. Al marcar la planta baja, las puertas se abrieron y pude ver la calle poblada. Los de adelante comenzaron a salir y justo cuando di el primer paso afuera un toque delicado sobre mi nalga me hizo voltear. Él. Sus ojos me dejaron inmóvil unos segundos, pero los empujones a mi lado me obligaron a seguir. Comencé a caminar más rápido ahora sobre la acera de la avenida sin voltear en ningún momento hacia atrás. Dejé mis ojos pegados hacia el suelo y empecé a pensar a dónde iba. La casa estaba sola, ¿qué tal si me sigue? –Tápate–, a mi derecha se escuchó seguido por un empujón que me hizo perder el equilibrio sobre mis tacones. Me detuve y mi vista pasó de mis pies a mi pecho. La camisa estaba desabotonada una vez más, el calor en mi estómago se empezó a hundir de nuevo. En medio de la multitud mis dedos volvieron a dejar el botón en su ojal. Intenté disimular lo ocurrido, así que seguí caminando. Moví mi mentón hacia arriba para mezclarme en la normalidad de los demás. Los rostros de las personas se movían y se perdían entre sí. Los gestos eran serios e

indiferentes, pero unos ojos me tomaron sin aviso. Él de nuevo, justo al frente. Esta vez no me detuve y empecé a caminar en su dirección. Mi andar de pronto se alentó: la multitud comenzó a crecer de la nada y el espacio empezaba a hacerse cada vez más angosto. Mis piernas seguían una tras otra y pronto mis codos se unieron a la lucha por abrirme paso. Mis ojos, por otra parte, no podían moverse de los suyos. Atrapada. –Te veo todo– escuché a mi lado, pero esta vez pude ver de qué boca venía. Quedé anonadada e intenté pasar una mano a mi pecho, pero estaba tan apretada que mi brazo no se podía quitar de mi costado. Era una mujer de edad avanzada, arrugas en la cara, cabello blanco y unas pupilas viendo directamente a mi senos. –Ten pudor–, dijeron al otro lado. Esta vez no supe si el joven junto a mí fue la fuente de las palabras, pero sus ojos también estaban ahora clavados en mí. Volví mi vista al frente y él observaba la escena; parecía disfrutarla. Las voces empezaron a subir su tono y mi cabeza giró en su eje buscando una salida. Estaba encerrada por las miradas de la multitud. Cerré mis párpados y mi cuerpo fue liberado de la presión a su alrededor. Los cuerpos que me estaban sosteniendo en el mar de gente me dejaron caer sobre el piso. –YA TÁPATE– fue lo que distinguí entre los que ahora eran gritos en mis oídos. Mis brazos estaban extendidos sobre mi cabeza y mis piernas esparcidas sobre el piso. Moví mis manos sobre mi camisa y sentí el botón fuera de su ojal. La gente empezó a aumentar el volumen. Mis dedos hicieron lo posible por abotonar rápido la camisa y en cuanto lo lograron, silencio. Doblé mis rodillas hacia mi pecho y lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Cubrí mi cabeza con ambos brazos y me quedé quieta. Poco a poco las voces volvieron a tomar el lugar y escuché los pasos del ir y venir de la multitud. Levanté mi cabeza de mis brazos cruzados y enderecé mi espalda. Lo busqué entre todos y alcancé a ver su rostro voltear adelante. Sus pies comenzaron la caminata y lo vi perderse con los demás.

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