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Olvidados

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Tensión

Tensión

Paulette Arrieta Chávez

“Iremos a la cárcel”, dijo Lorenza mientras comía tranquilamente en la mesa de la cocina. En cuanto se escuchó aquella frase el silencio invadió la habitación. No esperábamos escuchar salir aquellas palabras de su boca, mucho menos comprendíamos qué ocurría. Jamás creímos que pondríamos un pie en aquel sucio y desolador lugar que tanto habíamos visto en películas, marcando así nuestra imagen de ella. Veintisiete sería el número que marcaría mi vida, el día que me preguntaría sobre la naturaleza humana. Después de aquella frase, cada una de nosotras pretendía que el significado de esa oración no nos aterraba, no inmovilizaba cada centímetro de nuestro cuerpo, heladas, petrificadas ante la idea. Pero no, la pantalla que ponemos ante el mundo todos los días, aquella en la que nos escondemos regresaba a nuestros rostros. Mientras continuábamos desayunando se sentía el ambiente cada vez más denso, las miradas se concentraban en los platos. Nadie quería enfrentar lo que

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ocurriría en tan solo dos horas y todas queríamos demostrar, aunque no se nos había pedido, fuerza emocional. Queríamos ser “maduras” ante la situación que se avecinaba. Habíamos estado ya tres días como misioneras en uno de los municipios más pobres de México. Creíamos que ya lo habíamos visto todo; la suciedad que penetraba nuestro olfato y permanecía días en él; la insignificancia de nuestros problemas; la verdadera carencia; la soledad o indiferencia que se puede tener dentro de una misma familia. No, aún no habíamos visto nada. Durante el camino hacia la prisión miraba la ventana concentrándome en el panorama, sin pensar. Al otro lado del cristal el paisaje era gris, completamente cenizo, de vez en cuando una casa destacaba de las otras, tenía pintura. Las viviendas eran precarias, hechas con lo que se pueda, cartón, madera, adobe y los afortunados levantan un cuarto o dos construidos con ladrillos y cemento. Al llegar a la prisión nos encontramos con rejas, policías, controles, cuartos de inspección y sobre todo intimidación. Pasamos la última puerta de seguridad y de inmediato observamos tras unos barrotes la mirada penetrante de cinco hombres, amenazante y desconfiada. Por primera vez nuestras máscaras cayeron de nuestros rostros, se escapaban sin control de nuestros ojos verdaderas emociones, pero la que más permeaba el lugar era miedo e incertidumbre. Absolutamente nada era lo que esperaba. Los presos eran autónomos sin ser libres, carecían de esposas, tenían talleres de carpintería, fabricaban sillas y bolsas pero todos compartían la misma mirada desesperanzada, vacía, sin vida. “Inhala y exhala,” pensaba sin parar. A un costado se encontraban seis hombres y decidí acercarme. De inmediato guardaron silencio y sus ojos penetraron los míos, por un instante sentí su sufrimiento, un dolor inimaginable que dura una vida entera, sin salida.

Aquellos hombres fuertes, imponentes, temibles, tomaron la pequeña caja de madera que traíamos para comenzarla a pintar y fue ahí cuando me di cuenta de su propia fragilidad. Antes habían sido niños, adolescentes, hombres privados de las bondades de la vida. Seguimos conversando y por un momento escaparon de los cuatro muros que los separaban de su libertad y yo dejé de hablar con criminales. La barrera que cada uno había construido estaba completamente derribada, éramos personas, almas que buscaban lo mismo y que las circunstancias nos habían hecho cometer errores. Las palabras salieron con facilidad, sin control, sin darle gran importancia pregunté lo innombrable. “¿Qué pasó, por qué están aquí?” Eran asesinos, ladrones, supuestos violadores, pandilleros, algunos estaban injustamente condenados y cada uno de ellos estaba arrepentido. Temerosos por mi reacción contaron sus historias mientras una ola de sentimientos abrumaba mi pensamiento. Amor, compasión, empatía, lástima, enojo, miedo, eran un sin fin de emociones indescifrables. Contemplaba cada uno de sus rostros mientras narraban aquello que pensé nunca escuchar en carne propia, pero lo único que percibía era un grito de ayuda sin sonido. Querían ser vistos como personas y ese derecho se los habían arrebatado hace mucho tiempo, justo al pasar la primera reja.

Fueron olvidados; abandonados por todos; se encontraban en el limbo, ni vivos ni muertos, y muchas veces deseando lo último. Vivían a través de las anécdotas que contaban, de su vida pasada que cada vez más la veían alejarse y escaparse de sus manos. Una sonrisa podía cambiar aquel terrible pensamiento, encender una pequeña llama para seguir adelante y mejorar, a mí no me costaba nada regalársela. Solo me quedaba la esperanza de que algún día ellos saldrían y cambiarían su vida, pondrían por primera vez la balanza a su favor.

La tarde había pasado, mi vida había cambiado y era momento de partir. Al cruzar la cancha donde nos encontrábamos volteé para ver una última vez y un “gracias” salió de la boca de Miguel, Rogelio, Ernesto, Samuel y Rodrigo. Pero fui yo la que en realidad había cambiado.

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