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Luna de sangre
Emma Aurora Flores Campos
Una madrugada de diciembre escucho el zaguán, pero estoy tan inmersa en un sueño que no abro los ojos para saber de qué se trata, lo que logra despertarme es mi celular vibrando a mi lado.
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Torpemente lo tomo entre mi manos y contesto, en el fondo se escucha el sonido de unas sirenas y los gritos de alguien agonizante. —¿Es usted familiar del señor Flores? —Es mi padre —contesté confundida y adormilada. —Soy paramédico, tiene que venir rápido, sufrió un accidente muy fuerte y no creo que llegue al hospital…
Mi sangre se hiela y en menos de dos minutos salgo de mi habitación medio vestida y medio despierta. Busco a mi madre en la casa, pero no hay nadie;
pienso para mis adentro que seguramente se volvieron a pelear y por eso ella no está en la casa. Salgo corriendo hacia el lugar que me había indicado el paramédico y en menos de cinco minutos estoy ahí, no es lejos de mi casa, quizás un par de cuadras hacia el sur.
La escena me impacta: hay pedazos de coche por todos lados, los vidrios forman un fino tapete en el asfalto que decora la sangre expandida por charcos alrededor del Mini Cooper rojo de mi papá, o lo que queda de él. Hay un poste de luz tirado en medio del camino y empiezo a atar cabos acerca de lo ocurrido. Las llantas y puertas quedan a mi lado mientras corro hacia la camilla donde está mi padre. El ruido y las luces me aturden, no sé qué pensar o sentir, pero no debo perder la compostura o nadie solucionará esto.
Entre los curiosos alcanzo a ver a mi madre, quien discute con un agente de la policía que al parecer no quería dejar pasar la ambulancia que lo transportaba. En cuestión de segundos arregla el traslado y sube al vehículo para irse con él. Yo me quedo en el lugar, parece que ella no me vio, es entendible, yo tampoco lo habría hecho entre todo ese caos.
Todo transcurre en cámara lenta… la gente, los ruidos, el momento. No alcanzo a descifrar qué acaba de pasar y estoy confundida. Llegan bomberos y más policías, sé que no es mi lugar, pero me siento en la banqueta al lado de una parte de su auto. —Despiértate —me digo a mí misma.
Recupero la compostura y empiezo a sentir una ansiedad imperante que me paraliza el cuerpo… primero mis manos, luego mi cuello y al final mi rostro. No dejo que me domine y me levanto dirigiéndome a casa. Llego y despierto a mi hermana, llamo a mi abuela y dejo todo preparado antes de salir de ahí para irme al hospital. Recibo una llamada de mi madre, quien se sorprende al saber que yo estaba enterada de todo. —Te explico cuando llegue —exclamo.
Pido un taxi y en el camino el conductor me cuenta que hace una hora vio un coche rojo estrellarse contra un poste. —Estuvo terrible, señorita, seguro el conductor no sobrevivió.
Me río con coraje hacia adentro. ¿En qué estaba pensando papá? Dejo de escuchar al taxista y busco una respuesta a mi pregunta. Recuerdo cómo la noche previa lo había dejado bien en casa antes de irme a una cena navideña, donde di gracias por todo menos por mi familia.
Qué irónica puede ser la vida, ahora que estoy cerca de perder una parte muy importante de ella, la valoro.
La llegada a mi destino me distrae de mis pensamientos. Entro a la sala de urgencias y veo a mi madre pálida en una esquina, camino hacia ella y me abraza, yo no sé qué decir, me siento vacía. Antes de hablar entra un doctor a dictaminar la amalgama de problemas de mi papá —Tiene cuatro costillas rotas, la pierna fuera de órbita que si no colocamos va a perder, la nariz también está rota, uno de sus pulmones colapsó, hay sangre alrededor de su corazón y lo más importante es que tiene dos vértebras de la columna rotas, necesitamos que firme estos papeles para autorizar los procedimientos.
Mi mamá firma los papeles y yo solamente me quedo viendo al médico, no puedo creer que una persona pueda estar así de mal, parece que está al borde de la muerte. Como es de costumbre mi mente empieza a pensar lo peor, recuerdo con nostalgia todo lo que mi padre me enseñó como si él ya no estuviera aquí, pero olvido que está a unos cuantos pasos luchando por su vida. —Vamos a tener que ser muy fuertes —me dice mi madre.
Yo asiento con la cabeza y vuelvo a sentarme en la silla del hospital, pasan dos horas, las peores de mi vida, la incertidumbre me invade, es un sentimiento terrible, estás en el borde de la miseria y no sabes en qué momento la vida te va a empujar al vacío. Mientras el nudo de mi garganta va creciendo y mis manos se congelan de nuevo, escucho a un par de enfermeras platicar por una esquina. —Ayer hubo luna de sangre, ¿sabías?