Psiconautas, piratas y boloblás (parte 1)

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CAPÍTULO I

HIERVE LA SERRANÍA


La

ermita de Boyuyo de la Quebrada es pequeña y maciza. Siendo

espacio muy fortificado, siempre ofreció refugio y cabildo a los lugareños. Dentro carraspeaban incómodos al engañarles el curato alguna que otra misa tocando tal ahora rebato. Pero la última vez fue antes del verano, y hasta Navidad, o Nochebuena, no se esperaba otra encerrona. Así que el ímpetu con que berreaba la broncínea campanola debía tener un motivo fundado. Y sería, pues en el púlpito, ¡Y bien raro que Fraybuches cediese codo en tan escasísimo espacio!, compartía altura, ya digo, Tancredo el de la muda; que aunque era medio lelo, se hacía entender con bastante premura cuando los temas que le urgían tenían que ver con los cuartos o las muchachas. Y al no ser el páter portador del arcabuz, al menos las honras del lugar no andarían al trato. Por lo tanto se trataba del vil metal, e importante se intuía el asunto acometiendo el vago de Tancredo la ascensión al pueblo utilizando la vía rápida de la quebrada: La Cabritilla; la senda escarpada que sólo usan los mozos para impresionar a las serranas en la festividad de Todos los Santos; haciendo que el día propicie sonrisas y lágrimas. En silencio, tal que si oficiase el mismísimo mosén, escucharon a Tancredo. Era una historia conocida, una leyenda popular que saltaba con inusitados visos de veracidad todos los otoños. No faltaba año que algún pueblo u aldea de los contornos no refiriese el mito de los pardales de


ciudad, la tan traída y llevada presencia de extranjeros gastacuartos, ricos dilapidafortunas, que pagan por un capricho, ¡una seta!, lo que nadie podría gastar en dos vidas. Pese a que el cuento, y el cuentista, eran de sobra conocidos, las gotas de sudor, y las manos ensangrentadas por la ascensión, sin mentar sus codiciosos ojos vidriados, dieron carácter de verdad templaria al rumor. Entonces la campana volvió a repicar, volteando alegremente, cantando en el lenguaje del lugar que un día grande se acercaba. ¡Dindón! ¡Dindón! ¡A timar! ¡Dindón! ¡A engañar! ¡Dindón! ¡A esquilmar al forastero! Tan insistente redobló la ermita, que el viento llevó a oídos de Herejía el alborozo organizado. El zagal estaba tranquilo al pasar los dos últimos días, en cama, recuperándose de una pesca a mano frustrada en la alberca de los castaños. Rastrojo y Perdigón, al igual que el famoso día de marras y chapuzón, le acompañaban en su deambular por la floresta. Hermanos silenciosos de copa de ciruelo, de trucha recebada en el meandro, los tres indeseados parecían tener el mismo alma de puercoespín. Venteando, bajando la oreja al suelo, eran capaces de rastrear a las lagartijas escurridizas que huían de sus lazos. Herejía se detuvo, dejó escapar al reptil y prestó nuevos oídos al tañido. Escuchó risas. Jaleo. Júbilo compostelar que permitía aventurar que no se le asociaba a él, ni a los secuaces, con la bullanguera causa del alboroto. ¡El pueblo repicaba a fiesta! Pensando no dejar sin azuzar una mata saldrían los boyuyos, con voluntad de traer seis o siete canastillos de setas antes que llegasen los forasteros. ¡En un mes tan rancio siete canastos! Ja Simples. De haber tales ambrosías el chaval estaría sentado en el pilón, masticando satisfecho. Mas Herejía, y compañía, huroneaban taimados entre establos y


graneros. Y lo primero que buscaron, al dar con la plaza vacía, fue el almacén central con las viandas para la fiesta que imaginaron. Y no hallaron. Así que se dirigieron escamados al lugar de linchamiento habitual, a la picota, mas no encontraron tampoco alma alguna. El pueblo estaba desierto, incomprensiblemente para los muchachos faltaban los lugareños y sus cestos. - ¡Algo malo se avecina! -empezaba Rastrojo el día con cantinelaSospecho que los lerdos de la Santa vuelven a preguntar por nosotros. - Santa… ¿Compaña o Inquisición? -sin ganas entraba Herejía al juego- … Pal caso. Creo que nos buscan para llevarnos prendidos al corso. - ¡Ja! Malasombra -rió Perdigón mientras saltaba al armazón de un carroBastante se cuida el Santo Oficio de poner sus calzas por estos lares. Sus recuas de mulos hasta se niegan a tomar el camino largo de la quebrada. Y por Cabritilla… ¡No se aventuran ni tomadores de impuestos! - ¡Callad! ¿No oís? -señaló Herejía a lo lejosOigo gritos por la solana. Deben estar matando cochinos bravos por lo gordo de los gritos. - O eso, o una buena pelea -corroboraría el hecho las premoniciones de Rastrojo- Ojalá sea trifulca de hostias. Sí. Vamos a ver qué es. - ¿Vienes, Herejía? -se aprestaba a la partida Perdigón- No, yo me quedo. Aprovechando lo franco del lugar, Herejía se introdujo en la “Casa del Concejo” y extrajo del estante secreto, tras el sagrario, la caja de botellas buenas del cabildo para festejar las ocasiones. Se distribuyó la sisa por el chambergo y se escurrió hasta orilla del casón de Rui Bichomalo; el marido de la hechicera; mujer que por otro lado era entrañable y cariñosa. Así que a ella le dejó una botella buena y a él le levantó su mejor pernil. Guindando


pan y huevos en la tahona, enfiló prieto el paso a casa del sepulturero. Éste residía algo alejado del pueblo, su residencia hacía tapia con el cementerio y la zanja del basurero. Olvidado, de todos, disfrutaba el hombre sus tiempos de asueto dando forma a la montaña. Buena parte de la fauna del bosque circundante había tallado en la roca. Pájaros de presa, ciervos, ¡toros!, hasta animales exóticos, formaban el santuario particular de exvotos. Ante uno de ellos levantaba el sepulturero la maceta sopesando si hacerlo de perfil, o descargar un enérgico meneo y que renaciese chaparreta la escultura. Dubitativo ante la perspectiva halló Herejía al hombre. - A la paz de Dios, Nicasio -interrumpió con timbre risueño la reflexiónSalve al artista desconocido. Ah, y pulso firme para acometer esa nariz. Decididamente hoy tampoco sacaría el sepulturero cara a la figura, el nieto de Belcebú acudía a su vera con alguna calaverada nueva. Pediría prestado algún hueso olvidado, o un ataúd, quizá, ¡por qué no! el armón del arcipreste que pendía de barniz. El muchacho depositó los presentes en la mesa de almorzar y con gestos conminó a congreso a la navaja cabritera del sepulturero. - De dónde viene la pata, demonio ¿No te costará caro la hombrada? Recuerda lo que se dice de ti por ahí. - Hay fiesta. ¿No escuchaste la campana? - No. Hay ciertos ruidos que no atiendo. Blasfemia era la confesión, pues en el transcurso de sus inenarrables andanzas, el sepulturero sin duda también habría disfrutado de alguna melodiosidad en la música sacra. De ello estaba segurísimo el chico al ser muchas las noches que a luz de vela, o con Luna llena, escuchó al sepulturero hermanar el violín con el alma de los grillos y el ulular del mochuelo. Presencia consentida, usual, al ser casi costumbre diaria desde hacía unos años que Herejía se dejase caer por casa de su mentor para


cenar; llegando a pernoctar si arreciaba la tormenta o aullaba el frío. El cobertizo del cementerio era la morada socorrida del rapaz. - ¿Y a qué dices que se deba tanto badajeo, niño? - Ni idea -entraba Herejía a la loncha- Y el catarro, qué tal ¿Tomaste la escudilla esta mañana? - No hizo falta fregarla. - ¡Gato! - Miau. - Venga ese jamón. Con las primeras nieves se acabaría lo bueno. La temporada baja de mortandad le venía permitiendo al sepulturero entregarse a la escultura, mas con el invierno en puertas se entendería reparando las cajas viejas para la avalancha de gripes. Y a marchas forzadas. No tenía tiempo que perder para ponerse manos a la obra, sin embargo para Herejía siempre sacaba horas. Y cómo no hacerlo cuando el pernil llegaba avalado por el saber hacer de la hechicera. Oh, la hechicera ¡La Hechicera! Con un suspiro profundo el sepulturero recostó su enorme silueta contra la pared y preparó una pipa. Al encenderla, los mejores momentos vividos por Nicasio el trotamundos se dejaron intuir en su plácida expresión. Pipa, sol y compañía, dando suma cum laude a lo bueno del jamón, pusieron contexto a la charla: - ¿Se te resiste la cara de los hombretones? -dijo Herejía señalando a dos carrillos las simiescas esculturas- Los gorilas son muy suyos y cuesta sacarles el belfo, además, mis manos son demasiado zafias para plasmar lo bello de sus imperfecciones. Orgulloso estaría si consiguiese siquiera sacarles media sonrisa cabal. - ¿Ríen? -tragó por lo sinuoso del alegato- Sí.


- ¿Cómo reía Gosúa? - Tu perro sólo rió cuando lo encontraron congelado. Ese perro anormal que tuviste se amamantó de leviathan. - No era tan malo. - Sólo digo que tus ahijados curan sabañones con el rabo. - ¿Y los tuyos? - ¿Y tú me lo preguntas? - No te entiendo. -¡Oh, Satanás! -elevó sarcástico los brazos el sepulturero- Ofrécele recto camino o entre mareas aparece cualquier día al amanecer, y balanceando. En racha de intimidades el sepulturero se hallaba perdido. Soltaba pinceladas de un pasado, que por lo patibulario del contenido, le hacían crecer en la imaginación de Herejía de maestro carpintero a facineroso capitán. De todos era bisbiseado que el sepulturero arrastraba un turbio pasado en ultramar, una historia, que sin ser conocida, propiciaba que cerrojos y pestillos cayesen al ver su sombra por los suelos. En la noche, o a pleno día, ésa era la rutina que vivía con su pala. En éstas apareció Perdigón corriendo, y tras él, tranqueando su cojera, Rastrojo. Venían despendolados los muchachos al haberles sido confesada la nueva de los maravedíes facilones. Llamaban a gritos a Herejía pues haciendo causa común los tres saldrían de la miseria; en eso confiaban; nadie mejor que Herejía para olfatear hongos o setas. - Y dices, Rastrojo, que cambiarán a pelo doblones por setas, ¿es así? inquirió el sepulturero tras dejar que se abrazasen un rato los muchachos- Eso se dice -respondió Rastrojo temiéndose lo peor- Pero yo creo que será pieza por cesta. - ¿Lo mismo te dijeron a ti, Perdigón? - Al tiempo que a él. Pero nos lo comentó uno que decía no saber mucho del asunto.


Riendo orondo estuvo un rato el sepulturero. Luego se levantó, y con risa fina, procedió a recoger los aperos de esculpir montañas. En un santiamén puso todo bajo llave y sacó los instrumentos de la nueva temporada: cepillo, serrucho, martillo y clavos. Siguió riendo mientras apartaba tablones. Y finalmente tuvo que parar a llorar de risa al no encontrar el bote de encolar. Entonces los chicos se dieron cuenta. Cayeron en el engaño. Dolidos, aunque no humillados al ser colectivo el fervor desatado, Rastrojo y Perdigón volvieron por dónde habían venido, y Herejía, no entendiendo del día nada, marchó a comprobar el estado de salud de su rancho de níscalos. La única familia en varias leguas a la redonda que consiguió desarrollarse con un tiempo tan sieso. Lejos de todo ruido fueron a crecer. Siete ejemplares maduros, y cuatro aún chiquititos, que eran esta temporada el único tesoro del muchacho. Ocultos, bajo su manta de bosque, asomaban discretos los colores. Herejía se sentó ante ellos y aguardó en vano que le hablasen. Realmente no esperaba oír nada, pero eso, aun en minucia, resulta una gran cantidad. Ensordecido de quietud buscó con la vista el ruido del movimiento. Y lo halló. Justo frente a él se erguía otro pico pequeño pero escarpado. Una cornisa, siendo benévolo, cruzaba a la mitad tal que si fuese un sendero; en realidad una peligrosa escampavía de lobos para cuando se batía la maleza del monte alto. Allá, en medio de la roca y la nada, un bicho peludo perdió pata tras quebrarse el carcomido alero. Cayó como cae la montaña, aullando un eco sordo y luego un silencio. Después otro derrumbe, esta vez más pequeño, aunque con un gemido mayor. Y tras otra quietud un sonido de fardo mudo que apenas levantó reverberación. Interesado en la aparatosa caída Herejía buscó con la vista el lugar exacto dónde calculaba se hallaría el cuerpo. Casi controlaba toda la superficie, pero con tanto arbusto y matorral no se acertaba a certificar el destino final


de la bestia; aunque fácil era suponer que estuviese hecha migas. Media hora más tarde, cerrados matojos de romero y espliego le dieron la bienvenida al tocar la plataforma. El sitio era bonito, silencioso, un buen lugar para descansar entre cascotes. No obstante, Herejía estuvo de aquí para allá buscando el cuerpo, era cuestión de orgullo montaraz saber de él antes que los merodeadores del bosque. Por ello, a pie de derrumbe, reelaboró sus cálculos y concretó el lugar dónde estaría chafado. Y en efecto, allí estaba. Se acercó y retiró un par de piedras. Quitando dos meños de dos arrobas, y un peñasco de quintal, pudo ver que se trataba de un perro de aguas; una perra. Doblemente curioso pues el pobre animal sólo tenía tres patas; con muñón veterano por cuarta. Y un ojo; curtida la cuenca vacía con salmuera. La perra, fenómeno agonizante, sufrió un espasmo y vomitó sangre. Al poco volvió a convulsionar y Herejía pensó que en el viaje saldrían las tripas y parte de la dentadura, pero qué va, sólo trajo la arcada una moneda dorada que guardaba en el buche el animal. Bueno, y un hálito de expiación. Ante tamaño cuadro Herejía recogió un pedrolo y lo levantó. Alto. Tan alto pudo. Y pretendiendo afinar, volvió a buscar la mirada de la perra. Y la localizó. Y encontró luz, sí, tenue, pero ¡¡constante en su nariz!! Pompitas, inteligentemente intermitentes, que expresaban voluntad. Y la de vivir fueron las dos primeras. Armado con la roca no dudaba que podría acabar con el sufrimiento del bicho, mas la perra suplicaba y a él se le estaban cansando los brazos por mantener en alto tanto rato el meño. Y lo tiró. Tan lejos como pudo. - Mira, no me envenenes. Si tengo que levantarte del sitio, te mato. Y si no, te mueres en el trayecto. ¿Qué es peor?


…… Vale, sí, peor sería que murieses en casa de Nicasio; atenuante podría sacarle al cobertizo, pero cierto que me hace trizas el alma si te mueres siquiera en su felpudo. …… Y aun dándote techo de brezo, ¿cómo hago para curarte? Perdona la franqueza, pero Nicasio no apostaría una espiga de cinco granos por tu salud; me endilgaría un par de leches por alargarte la agonía y a ti te aplastaría la cabeza con la primera legona que a mano le cayese. …… Sí, la hechicera sí te atendería; pero lejos me hago que te quede su casona. …… Y si voy a buscarla, y te mueres mientras en mi jergón, al llegar con la señora, y estar el plato vacío, Nicasio, azorado, me estrangula allí mismo y acto seguido fumiga con azufre mis escondrijos. …… No. Si voy, y cascas entretanto, a mí me matan al regreso. Y aquí en el pueblo se lía la de Lepanto. El animal, perdida la mirada, expelió costosamente dos pompas y amagó ausencia. - Escucha, te advierto -habló desde lo alto al ojo que se apagaba- si te mueres en momento inoportuno le maullaré a mi difunto Gosúa hasta que entienda que tú eres la causa de su estridente invocar. Haré que te coja inquina de congénere para toda la eternidad. Con otra pompa la perra perdió el ánimo. Herejía, con todo el cuidado que pudo, se la echó al hombro y a grandes trancos comenzó a surcar el monte. Boyuyo de la Quebrada vivía su existencia de espaldas al risco; y al


resto del mundo por extensión. De abajo sólo habían llegado desgracias desde tiempos inmemoriales. Y al poder de la invocación, y dejando ridículos a los ojeadores que aguardaban la llegada de los posibles extranjeros, apareció sin ser anunciada una caravana de sillas de mano por el camino largo de la quebrada. Cuatro sillas. Cuatro negros por cada quinto blanco sentado. Veinte personas extrañas que era delicado lapidar. Y vergonzoso no haber divisado antes. Ante la estupefacción de los boyuyos la comitiva se dirigió a la plaza y junto al rollo de amillaramiento posaron las sillas los negritos. Por ellos no quedaría que les tosiesen encima a los ocupantes, pues sintiéndose protectores de sus clientes, nada más descorrer aquellos las cortinillas, y posar los pies, se situaron estratégicamente a su alrededor, se desplegaron en aro los porteadores evitando la mera ensoñación del contacto primitivo. Tal fue el calibre de la maniobra, que un paisano se quitó la gorrilla, y llevándosela al pecho, jaleó al terrateniente local y al obispo. Un segundo repitió ademán y mentó al rey. Y un tercero, más prosaico, pidió tres hurras para los caballeros de ciudad que tan buen aspecto se permitían perchar. Riendo la exclusividad del recibimiento entraron los forasteros en la ermita. Tomaron posesión del sitio con toda confianza y despacharon recado urgente para que se presentase lo meritorio del lugar. En cinco minutos todo el pueblo cuchicheaba que los pardales de ciudad venían a gastar a manos llenas. Nada tardaron los boyuyos en hacer causa común y poner bajo tutela divina los intereses de la pedanía. A hisopazos se abrió paso Fraybuches y llamó a la puerta de la ermita con dos aldabonazos de solera. Timbre de respeto insinuaba la llamada y por ello respondieron los forasteros pidiendo identidad a los golpes, a lo cual, malhumorado el cura por el exceso de confianza tomado, respondió que tocaba el amo legítimo de la casa, o al menos uno de ellos al aguardar el resto del pueblo a las puertas portando


los más exquisitos manjares que pudiesen parir el otoño y los suelos de la comarca; eso yendo por las buenas. Pero a las malas, ¡Ay, amigo! por algo estaba el pueblo en lo alto de la quebrada y el cementerio quedaba al quicio. La puerta siguió cerrada pese a lo severo de la advertencia, desde dentro, a la amenaza grave, se respondió con seguridad de acuño. Se voceó con acento contante y sonante lo bueno de las intenciones. Ellos, míseros mercaderes de telas y baratijas que se presentaron sin rubor, lo único que pretendían era darse una indecente jartatripa de níscalos. Esa seta, y no otra, era la que pintaba principal en la suculenta apuesta que estos caballeros se traerían. Comerse dos libras holgadas por cabeza. Y por si las moscas, junto con la declaración de intenciones dejaron caer tres o cuatro nombres de personas importantes que también estarían al tanto de su visita. Cinco, para ser exactos, siendo el último conocido citado el mismísimo confesor de la reina madre: don Opulento; muy respetado en la región porque salvo seis o siete burros el resto llevaban su trasquilón. Sí, desde luego que alguno intentó colocar una arpillerada de sartenes a rojo brocha, argumentando, descarados, que la comarca era puro yerro y que así era la realidad de los níscalos del lugar. Y claro, la patada en el culo que arreó Fraybuches al felón que intentó, acabó obviando que sólo los legítimos serían aceptados. Ni siquiera el sabroso boletus o la enteodélica muscaria. Sólo níscalos. Sabiendo ahora que deberían justificar los precios atendiendo a la categoría, se abrió la veda hasta la hora de la cena. Los forasteros y su escolta insinuaron a eructo cumplido que la Casa Consistorial por el momento había sido abordada, tomada, y consumida de todo lo secreto. Ondeaba bandera de puerto franco en plena sierra de Gredos. De la copa al rizoma se voltearon los bosques durante la tarde. Mientras hubo luz no dejó de fluir la ilusión desbordada del cántaro de los sueños: la


cerda, un buen retejado para el corral, un pozo bendito para regar hierbas y tomateras. Los sueños de todos se avivaron al frotar la lámpara del rumor, el genio, siempre extranjero, haría real el mundo de lo quimérico. Lástima que contra todo pronóstico, por la bonanza, el tiempo lo impidiese. Pasivamente. No se encontró ni un níscalo. Ni uno. Se dio la vuelta al monte pero no apareció ni un botón. Entonces el pueblo comenzó a temer despertar al ir viendo llegar la hora de dormir. Antes que su impaciencia tuviese forma de algarada, se abrió despacio la puerta de la ermita y asomó el caballero que desde un principio insinuó dirigir la expedición de buhoneros. Y habló. Seco. Conciso. Suave por lo curtido. Primero lo pintó todo negro, muy negro, negrísimo. Advirtió que no pagarían tocomochos y que sus porteadores también eran antropófagos, ocasionales, durante las cacerías; que no solían hacer rehenes; y raro si no tenían que permitir comerse in situ algo capturado, guardando, contadas las ocasiones, a los más entrados en lorzas para rituales satánicos. Y luego abrió la luz. Declaró que el enclave era único. El aire, el vino, las gentes, les obligarían a pernoctar allí. Quizá pasasen un par de días; una semana a lo sumo, que fue lo que los boyuyos aseguraron imprescindible para la maduración de la ansiada ambrosía. Promulgando una semana de sueños cerraron y volvieron a echar la tranca. Afuera, al otro lado de la puerta, el pueblo entero se puso a bailar, a tirar cohetes, a jugarse a los dados los cuartos que aún no habían soñado. Esa noche, y sin que el resto del mundo lo supiese, cambió varias veces de mano el oro transportado por la flota de Indias. A las cuatro de la mañana sólo permanecía un forastero despierto. Portento. Era el anfitrión en finca ajena, el promotor de la aventura que


para vivir hasta las últimas la experiencia necesitaba pasarlas putas. En cierto sentido se hallaba contento, lo normal que les ocurría en sus correrías era que les sitiasen al sexto día, que lo hubiesen hecho a los veinte minutos, cuando menos, apuntaba a inquietante. No dudaba que alguna razón tendría el viejo capitán Verrugo para insistir y marcar con tres estrellas la pedanía en las “cartas de navegación”. Año tras año, fiándose del pergamino, cayeron cual andanadas por toda la sierra. Recalando en aldeas y villorrios que ofrecían gustosos sus más sabrosas “miserias”. Y éste... ni una. Y tres estrellas. Sin verlas el joven Sacromonte dormía. Y que el gitano durmiese era bueno; espigado tal caña barruntaba el mal fario en las brisas, si él descansaba era que todo estaba tranquilo; que cerca estuviesen tirando salvas, y quemando molinos, no significaba nada, por esa noche, por los ronquidos, la ciclópea Illion no se hubiese sentido más segura. Pero Portento no, él no. Él, Portento, seguía con sus conjeturas de sarnoso. A la cuenta la vieja le salía que si escaseaban los níscalos debía ser por su excepcionalidad en sabor, presencia y peso; las tres “pes” del micólogo devoto que no está dispuesto a regatear refrán. Por el precio no era, desde luego, traían para gastar sin cuidado y estaban dispuestos a dejarse hasta el último ochavo. Y eso, a cada uno lo suyo, tampoco les escocía. Bueno, sí, al que llamaban Hammed sí; era al que más le costaba rascarse el tralarí. Y también dormía. Diametralmente opuesto en origen, sustancia y forma era Pastinaka. Corpulento, de excesos varios, igualmente dormía cual guijarro en el suelo; en derredor suyo roncaban los porteadores; exhaustos. Sólo Portento, sólo Portento, y sus cábalas, flotaban en la sala, afuera, ni disparos se oían. Sólo Portento y diminutos chasquidos. Portento. Portento. Portento. Portento.


¡Portento! Entonces despertó. En un ¡Ay! Igual que siempre le pasaba. Maldito. Condenado a no dar coscorrón seguido por una bruja que le hizo yuyu en Tortuga, se le hacían eternas las noches, aburridas. La dictadura de la vida diurna le traía malo. Por qué. Por qué esa obligación de vivir a la luz. La del día. La de la Verdad. La de la Fe. La de la Nación. La del Hombre. La del tempo de vacaciones que imponían los compadres. La oscuridad era mucho mejor. En la noche estaba el negocio. La oportunidad. La Paz Profunda. En ese pensamiento estaba cuando un chisquero en la tronera derecha le sobresaltó con el temor de una sanjuanada a finales de octubre. Temió que por el hueco metiesen candela y les hiciesen barbacoa sin más miramientos. Pero por fortuna resultó ser un pilluelo cojito que sin recato quería saber a cuánto estaban dispuestos a pagar el níscalo. “Un mundo si tuviese” casi se le escapó de los labios al hombre, sin embargo rió, sólo eso. Aunque lo dijo todo. No era raro que riese, no. Portento era del carácter risueño de los que tienen pocas ataduras, amarras, maromas que les unan a nada. Él era marino ante todo. Azul como la mar. La vida en el vaivén de las olas le marcaba el ritmo. Bien joven, en el Mar Rojo, había mercado con esmeraldas y perlas, y marfiles, pero nada de tratar con Hombres. No mon capitán Misson, no ¡Nunca! Y nunca, volvió a repetir al apurar la jarra con la que efectuó el solitario brindis. Sabía de la esclavitud en carnes propias. Seis meses. Sólo seis. Metido en un nicho, en una fragata negrera que hacía la ruta de las colonias. Encadenado a otros cuatrocientos cuarenta y nueve negros, mulatos y delincuentes de medio pelo, compartió tormento y temporales, hasta que una galerna pía partió en dos el buque. A lo más inhumano de Costa Esqueletos fueron a parar sus huesos. Los suyos y los de otro par de


desgraciados que sobrevivió al embate contra los arrecifes de la costa. ... ¡Portento! En la puerta del cobertizo aguardaba el sepulturero en traje de faena. Su enorme corpachón descansaba en la azada proyectando la sombra al camino. En la distancia así lo veía Herejía. Y Herejía tembló. No mucho, lo suficiente eso sí para percibirlo la hechicera. Se adelanto ésta un par de pasos y se dirigió al sepulturero decidida. Ante ella, el terror de campos y caminos ceceaba, se repetía a sí mismo atolondrado mientras estrujaba los faldones de la camisola. Él, y ella, sabían por qué. Y Herejía también. Pálida tal tez de Luna, la hechicera definió su silueta al tiempo que el crío fintaba a las tablas e irrumpía en el cobertizo. Y allí estaba la perra, hecha un ovillo difuso que no merecería ni curtir para yuntar al tiro. Herejía tragó saliva. Retrocedió silencioso a la puerta y se dispuso a contestar las preguntas. Mas no hizo falta historia alguna al entrar en ese instante la mujer. Se sentó en el camastro la hechicera y cogió con sumo cuidado la cabeza del animal. Y también escrutó el ojo. Y más adentro. Tocó la fibra que avivaba sus miembros y sintió una pulsión vital como nunca sintiese antes al ejercitar el don. Temió ir ella misma contra Natura y se apartó. Salió rápido del chamizo y a su rebufo los otros dos. - Oro es -el tacto le bastaba a la dama- Estas monadas, de dónde sean, al menos valen lo que pesan. Mientras la señora prescribía el tratamiento, Herejía daba aliento a la moneda vomitada buscando sacarle la cara. Él estaba por jurar, a ratos, que se apreciaba claramente la efigie de algún rey, ora resultaba que no, que ciertos arabescos sitaban ceca en La Meca. Y así de China a Polonia o de Macao a Reykiavik. Cuando por fin tuvo el sepulturero un rato de intimidad con el metal, el oro


le habló suave y frío. Perdido de mil pulgares declaró su origen noble. Era la utopía numismática, el salvoconducto de apuro para cualquier frontera de la Tierra; el visado perfecto para llevar encima. Así que no le extrañaba nada a Nicasio, en su opinión, que la perra se la comiese al amo en un descuido. Y que el dueño sería sin duda un avarungo que alimentaría al animal con chispas, y previsible, al destello dentellada furtiva y pies bajo pavesas. ¡La perra traía camino corrido! La explicación, muy al contrario, no satisfizo a Herejía. En absoluto. El sepulturero no calibró con acierto el peso de la piltrafa, cosa sin duda excepcional, pero comprensible, al turbar la presencia de la hechicera su balanza emocional. La perra, para Herejía, era pura Ley. No le bastaba una historieta de tres al cuarto, necesitaba un buen pedigrí para justificar que descansase en el serón del Gosúa. Y ahí fue cuando la hechicera brillo, más que el oro, al sacar los arcanos que guardaba en el pecho y hacer una tirada para el muchacho. Al instante el chico arrimó un taburete al sitio, abrió los ojos tal quiromántico novato y vio caer los naipes. Livianos, pese al renegrear del manoseo, tardaban una eternidad en caer. Aquí. Pum, pum, pum. Aquí y acá también. Letanías demasiado sencillas para entresacarle una lógica al destino. La hechicera, con las buenas, no mentía. - Tal lo veo te lo digo -no quiso pasar por alto algunas nimiedades la mujerNo te encapriches con la perra, pese a lo que te haya dicho este amortajador temprano, ni tiene dueño, ni ha tenido, ni tendrá. Algunas perras, pese a que llevemos collar, no tenemos amo. Taciturnos, la hechicera y el sepulturero trasladaron la velada hasta el hogar dejando a Herejía al cuidado del animal. Levantaba aire y parecía que olía a mojado. Junto al fuego de la cocina se harían las últimas confidencias pues seguro que hasta pasados dos o tres meses no pudiesen


volverse a ver. De ahí lo especial. No solía Nicasio cebar la lumbre con una mixtura de tronco y menta. Doctora en aires finos, le dio en la nariz a la hechicera que el sepulturero volvía a la carga. Siendo ella quien pusiese las distancias de ordinario, esa noche cedió un codo, en el arrebato de ternura asió la mano callosa del hombre y... ¡Leyó! Sí, aunque el otro se desasió al darse cuenta de la estratagema, leyó el futuro que le aguardaba. Y no vio nada reseñable, bueno o malo. No. La mano del sepulturero seguía siendo plana de planes futuros y penas pasadas. La palma era presente. Sin rayas. Tan sólo el callo allá dónde trabajaba el mango de la herramienta usada. Poco amigo de juegos, más por creyente que por ateo, rogó a la mujer por enésima vez que no lo repitiese. Jamás. Que dejase sus manos tranquilas al ser las que le labraban el jornal. Molesta se levantó la hechicera en un brinco y abrió, delatándose sin pudor fisgona, un enorme baúl que llevaba el yerro del maestro ferrojero Martín las Horas. Desblindó el candado con el pasador del moño y extrajo un costurero. Todo ello de plata. Tijeritas, lancetas, dedales y antiparras, hablaban de un hilván de lujo. Un capricho desmedido para un hombre que vive cavando fosas. Testigos igualmente extraños fueron una arqueta de cedro con incrustaciones de lapislázuli. Un gorro bien cebado de campesino del altiplano americano. Un cáliz armenio de al menos cuatro libras. Mapas. Cartas y planos. Un catalejo. Una brújula Van Pettha. Dos pistolas con cachas de hueso, media bolsa de pólvora picada y una daga de mano izquierda con empuñadura de plata. Había cosas curiosas, desde luego. Quizás que fuese ejemplo, deshizo la mujer el nudo de vuelta y media con pericia y esparció sobre el regazo propio las cuentas que preñaba el gorro Inca.


La colección numismática del sepulturero era bien completa. Carlos, jorges, felipes, luises, jacobos, en plata y oro, la monarquía europea adoctrinaba acuñando imagen. Pese a lo surtido y valioso del inventario, el sepulturero se confesó ignorante para dar proceso tafonómico a la moneda de la perra, monda y lironda, que dejase tal la patena el muchacho. Por mucho que comparase, sin tener una marca las tenía todas. ... ¿o no? El sepulturero sólo vio una parecida en cierta ocasión, hace mucho. Y al recordar el suceso se le pusieron los vellos del espinazo tiesos. La hechicera, que notaba todo, notó, inclinó levemente la cabeza y relajó el párpado izquierdo a medio asta. Era un gesto casero que albergaba confianza, a eso que suena algo así como un: “¡Te lo advertí!”. Ella percibió lo sobresaliente del ejemplar al primer contacto, mas poco insistió en recalcar la espectacularidad para no desvelar a Herejía, y por no alterar tampoco a Nicasio que seguía creyéndose cómplice en una simple eutanasia perruna. Largo y complicado de explicar era el asunto, así que la hechicera dejó la bebida a mano y encendió la pipa; sacó el tabaco de su propia tabaquera, pues no olvidemos, ella era la auténtica experta en yerbas, conjuros y saberes celtas. - Delante de Herejía no te lo he querido decir, no -timbró la hechicera a profundo tras hacer humareda- Esta perra no es un bicho cualquiera. Y aunque sólo fuese por el chico, más entendimiento tendría que vérsete . Al margen del valor que le atribuya Herejía, el animal es realmente extraordinario. Asemeja el soplo imprevisto que rompe contra el balcón de la quebrada... - ¿Conjuras versos? - Calla, desaborío.


La perra bien pudiera ejercer por los pulmones de un pastor anciano, el olfato de un furtivo forzado… o el tutor de un niño travieso. - Quién cuida a quién. La perra morirá. No insistas con su agonía, hemos acordado que si no la cascaba antes de dormirse el chico, lo haría al primer ronquido. No insistas. ¡No hay quien salve a la perra del agujero hecho! Poco le importó a la hechicera los aspavientos enérgicos del hombre. Despreció la pretensión con otro gesto mundano. Movió la cabeza diciendo sí y sus labios pronunciaron no. Rotundo. No. La perra, aunque bien es cierto que vino sin amo, al menos tenía padrino. Herejía. Y a él habría que preguntar a este respecto. ¡Y ni que fuese pesadilla concedería ahora el muchacho!


CAPÍTULO II

REGUEROS DE PÓLVORA


Con

horario de clero despertó el pueblo. Para cuando Fraybuches

repicó que las puertas del campo quedaban abiertas, se rumoreaba que los forasteros ya habían abandonado la ermita. Y lo malo, que ni siquiera se sabía con certeza si para intentar acometer la “caza” por su cuenta o poniendo los pies en polvorosa. Ajeno a todo chisme vespertino el sepulturero cogió la gubia maestra y frente al camastro de Herejía se sentó a acabar la obra. La réplica de la cruz orlada del túmulo de Casillas le seducía detalle hermoso que rematase la faena del animal, e impaciente, pedía opinión al muchacho; con intención de introducir en catálogo. Por contra, Herejía no le rió la gracia. Dejándolas caer a plomo el sepulturero habló con el chico. Le acorraló con la casuística de su oficio asegurándole que la perra dejaría de sufrir antes de ocultarse ése mismo sol. Mas un vistazo le bastó al mozo para esbozar ironía; resoplaba la condenada a belfo suelto. Canturreando se calzó Herejía las albarcas y como gato que escapa del cuarto de destete se perdió silbando en el monte. Tenía noticia gorda para propagar entre nutrias y cornejas, y a la búsqueda de los secuaces orientó los pasos. La senectud del año se manifestaba radiante en esta parte del bosque.


Rápido que le iban los pies, dio sin pretender con los forasteros junto al molino viejo. Al hilo de verles mover los ganchos niscaleros casó la historia de los amigos y se detuvo para observar. No lo hacían mal, mas allí no prosperaban setas comestibles y sí una horda de mosquitos que invernaba en la cueva de la muela; chupones de renombre, capaces en lo crudo del estío de desangrar al caminante ignorante en escasos cinco minutos; media hora a lo sumo a estas alturas del año. La verdad, a Herejía le traía sin cuidado que los insectos se merendasen al gitano que dormía al pie del molino, y que de postre incluso acabasen con los otros tres, al mozo lo que le llevó al encuentro fue regodearse en su fuero interno de ser el único en la comarca que conociese paradero seguro de tan suculento manjar ¡Níscalos! Y se dirigió a los forasteros. Hay que reconocer el fino instinto de Portento y algo receló del muchacho, sí, pero Hammed y Pastinaka no se mostraron hostiles u extrañados, de hecho ofrecieron lo primero un trago de amontillado y luego un puro habano; manufacturado en la tal Habana por una negraza preciosa que atendía por la Muslos; la cual, por cierto, sólo trabajaba para ellos. El trago, el tabaco y mil historias ostentosas le fueron bosquejadas antes de ir al grano. Sin más, sin siquiera interesarse por la presencia del crío allí, procedieron a escopetarle si tenía conocimientos de algún lanchar de níscalos dónde darse una jartá pudiesen. La mañana trenzaba mediodía y no habían cobrado aún pieza. Tenían hambre y tenían dinero. Mucho. Sí, mucho insinuaron derrochar. Pero cuánto más le ofrecían, más hueca era la sonrisa de Herejía y más se lamentaba él mismo por la escasez; no era buen actor, pero sembró la duda. De repente era evidente que a los forasteros se les planteaba un problema con el que no contaban, quizá, por temer de veras. Tener para


gastar pero no poder comprar nada. Despilfarrar, dilapidar de puro absurdo, sería una necedad hasta para ellos por mucho que se dijese. Si no había níscalos la visita estaba hecha y alguien tendría que dar cuenta con su fortuna particular por los excesos cometidos. Apurado, Portento se llevó al cabo de un tronco podrido a Herejía. Buscó intimidad para sincerarse y le explicó al chaval. Él era mercader, un rico, famoso y reputado mercader de segunda fila que tuvo un buen golpe de suerte. Uno sólo en la vida, que le sacó de pobre sin siquiera haberlo sido. Recién llegado estaba de Cuba a la Corte y se le vino el capricho de níscalos. Y con unos colegas, otros nuevos ricos, aunque no tan distinguidos, eligieron este lugar bajo recomendación de un tercero. Un tal capitán Verrugo. Querían comer níscalos y estar tranquilos. Disfrutar a la mesa del otoño. Nada más. Pero Herejía siguió diciendo que no, que no sabía y que sentía, que bien se dijo en las cabañuelas que sería mal año para setas; entre el clima, y el abuso en su recolección, e inadecuado manejo, esquilmó aparentemente la población hasta el punto de extinción para desgracia de los micófagos del orbe. Entonces un cofre lleno de monedas de oro se le ofreció a Herejía al contado. Y la corona de algún príncipe o princesa que nunca sería coronado. Mas en trece quedó el muchacho, que no, que no había. Portento no estaba de acuerdo. La mismísima Ramona, cuyo olfato jamás falla, aulló níscalos una legua antes de llegar a las estribaciones de la sierra y para él no existía mejor testimonio. Firme lo sostenía aunque Herejía no soltase prenda. Al brete llevó una y otra vez al rapaz con preguntas bien envueltas. Y pese a toda su picardía y astucia inquisitorial,


no fue logro de Portento que el chico se abriera. Él solo se perdió cuando aprovechando un silencio preguntó por la autora del docto aviso. Lo que supuso Herejía una pregunta nimia, y acurrucable en la conversación, tendría más miga de la prevista al codearse los hombres y sonreír como barracudas. - ¿Ramona? -nunca sonó más familiar el nombre de la perra en labios de Portento- Qué sabes tú de la vieja. Qué tratos te traes con ella. De no haber sido Ramona la perra que intuía, Herejía hubiese retorcido la pregunta, pero cogido en el juego, y demostrando iniciativa, el muchacho pasó a la carga y colocó la patata en manos del amigo, y de no serlo, amigos, ponía precio a las palabras. Si la perra era de ellos, la cambiaría por los níscalos. Ya estiraba el brazo Portento para cerrar el trato cuando una inexplicable punción se cebó en su axila obligándole a retranquear la mano. Tuvo que admitir que ellos no eran los dueños del animal, si acaso el mentado capitán Verrugo, que era el que andaba con ella ¡la mar de años! y que, a lo mejor, él conociese el afijo. Aunque poco se sabía de la perra por zascandil y reservada. Convencido de sentar entre iguales, Herejía contó por su parte el encuentro con el animal; hasta de la moneda habló con confianza. De arriba abajo le miraron los hombres sorprendidos, desconcertados ante la elección de Ramona. Le había tomado el alma a un muchacho sin saberlo él. A cambio, baraka y un doblón de oro. Y no un doblón cualquiera, no, era uno de los doce que manosease entre sus dedos el siniestro capitán Caimán; legendario pirata que enterró su fabuloso tesoro en alguna isla perdida, y que de llave y cruz, puso la cara de las monedas. Resueltas en su orden justo eran un mapa. ¡El Mapa!


Con la tarde encima el sepulturero reapareció en el cobertizo. Atestado de cachivaches que se encontraba el cuartucho, necesitó del cirio de un estante para no trompicar sobre la perra. Encendió el cabo, y ante sí, para fastidio, el animal hacía malas sus predicciones y con la aparición de la Luna se despertaba. Contrariado de todo prodigio, el hombre tomó asiento en el camastro de Herejía, a mano sopesó la calentura del serón del piso y sorprendido comprobó que estaba frío; sólo peso delataban las arrugas, mas nulo, si acaso negativo, rastro de vida digna; de merecida mención a domingo. Y de no ser así, y parecía ser el caso, se hallaba uno ante un ser demoníaco. Ilustres hijos del Tártaro que al torno de su casa habían cogido querencia. ¡Y qué le iba a hacer él! Extraordinaria le pintaron a la perra, sí, y aún a disgusto propio, y pese a ser funerario, nada bueno intuía en el milagro. - Hazme un favor y muérete -se dirigió el sepulturero al animal sin preámbulo- Nada bueno traerás. Seguro. Que te devuelvan la moneda y regresa al Infierno. Aquí no hay nada para ti que ya no tengas. Atenta, relamiendo las palabras que le dedicaban, pareció entender al sepulturero. Arrebujada en el serón, y sin mover ni la cola, la perra parecía capaz de poder arrancarse a hablar. Y pudiera serle factible, pero no hizo, le bastaba la alzada de ceja de las grandes actrices para dar la réplica. Algo le refrescaría al sepulturero la pose del bicho al arrancarse a rebuscar dentro de un tonel que tenía perdido pero no extraviado. Exorcizando el contenido, media docena de crucifijos oxidados hacían tapa. Envuelto en trapos estaba un trozo de madera noble que llevaba empezado muchos años y que el hombre había arrastrado en su hégira particular. Era la talla de la cabeza del gorila, la buena, la que esbozó con un puñal mellado en su juventud a orillas de un río inexplorado de África. Desde


entonces buscaba la cara, y en la perra, si trasquilarla pudiera, estaba convencido que hallaría el mismo cráneo. Al menos, en esencia. Sí, la hechicera le hizo recordar el encontronazo con el fabuloso animal, y ahora, igual que entonces, la congoja secó su garganta. Él también recibió un presente parecido. Tan semejante en lo simbólico que el cerebro no pretendía reconocer la concordancia. Por desgracia, él tenía comido por la carcoma de la memoria casi todo el episodio. Sólo le pervivía el vago recuerdo de una sonrisa en la maleza. Y para el chico no quería lo mismo. - ¿Nos conocemos? -dijo Nicasio mientras desempolvaba la vieja tallaDime, ¿eres tú? Presintiendo que su temor sería justificado el hombre volvió a sentar en el camastro. Clavó sus cinco sentidos en el animal y lo abrió en dos sin utilizar el cuchillo. Lo miró. Lo palpó. Acabó por tironearla de una oreja y ella gruñó enseñando amenazadoramente tres colmillos y cuatro muelas. Venía con la caja de dientes maltrecha desde origen; era vieja. Muy vieja. Vieja hasta para ser persona la perra aparentaba eternidad. Mas su cuerpo, duro y flexible que se presentaba al tacto, era acero perruno toledano; de subsistir corriendo liebres. Y al imponer las manos nuevamente, nuevamente percibía mejoría. Más puro, más flexible, más acero, la perra se levantó del serón ante los estupefactos ojos del sepulturero y se estiró; cómo sólo un animal en ayunas gusta estirarse. Tras desmembrarse y recomponer a lengua vista, volvió a echarse y se hizo nuevo nudo. Se sumergió en la pócima del sueño sin esperar otra. Atónito quedó el sepulturero. La perra estaba mejor ¡Qué digo bien! La jodía no habría recibido tantas atenciones en la vida ¡Un día entero durmiendo sin ser molestada! Sin tener que vigilar. Que poner orden. Que correr a destajo para justificar el dornajo. Un par de horas más y fácil que ella misma a la Luna en curso pudiese


aullarle las penurias. No le cupo la menor duda al sepulturero de lo posible. Por un instante pensó en dar hierro a la perra y que aquello no fuese a más. Y a punto estuvo, pero un ruido furtivo del exterior detuvo su mano y disipó la intención. Se asomó al ventanuco y con gran alegría descubrió a la hechicera atravesando el tapial del cementerio; por un resquicio que la madreselva tupía discreto para ella. Apenas gastó la señora en saludos y se centró en el animal. En esta segunda visita la mujer diagnosticó hambre canina. Entendiendo de miserias humanas y zoológicas, la dama extrajo del vuelo de la capa el remedio: dos chuscos de centeno, una caña de cordero a media roída y unas carcasas de queso que a la pobre bestia volverían loca. Con gran teatro la perra se levantó, y entre dejarse caer encima de su benefactora, y frotarse contra las rodillas mimosa, se restregó la pulga a conciencia y de paso se rió del sepulturero; al cual enseñó el colmillo. Mientras Ramona comía, que no es cosa de andar jugando con el pan de nadie, la hechicera y el hombre abandonaron el cobertizo. Fueron a la mesa de almorzar al Sol, que por la noche se convertía en mesa de cenar a la Luna, y con ella ahora arriba, se sentaron en la piedra. Fría. Tan fría como aparentaba estar la hechicera porque sí. Tocaba noche de cometas o barruntaba catarro de emociones. Siendo esto último la causa habló del caso. Contó que le había echado las cartas su comadre Úrsula para intentar concretar algo sobre la perra, pero en vez de información al respecto, lo que salió en los arcanos fue que la propia hechicera se iba de viaje. De ahí las trazas que traía y el proponer la aventura de escaparse juntos. Harta estaba de todo. O a punto de estar harta. El sepulturero tomó aire para contestar, mas no llegó a proferir vocablo al aparecer a lo lejos en el camino una partida de extraños. Y Herejía encabezando la marcha. A la altura del portalón forjado se detuvo el grupo


emboscándose en la sombra nocturna de la alcaparra, sólo Herejía siguió paso para efectuar las presentaciones, cosa que cumplió pero no evitó que Nicasio pusiese a mano el hachón de hacer encina. Marcada la finca propia se invitó a la comitiva a que traspasase el umbral sin miedo pues los muertos dormían. Estaban en su casa. Hammed pasó al momento sin dar mayor problema, pero Pastinaka y Portento, irreverentes vocacionales, trastearon tal chiquillos. El uno tocaba con cuernos la piedra de una lápida partida, y el otro, al acto, se santiguaba tres veces con el polvo de una hornacina. Vislumbrando mal adelanto en el comportamiento de los fulanos, quiso concretar el sepulturero a santo de qué la visita. - La perra -dijo Herejía- Que se la lleven si es suya; de todas formas poco le queda para irse ella sola o que salga a escobazos. - No. No quiero que se la lleven. Cara tiene de espabilada, y si me ayudas, a nada de recuperarse le buscamos oficio; bien sabes que yo algo flojeo, sin ir más lejos, al venteo de las perdices. - ¿Ventear?… Ja. Ésta tiene pinta de marcar, abatir, cobrar, y luego poder preparar sin ayuda en pepitoria. No imagino día que no le haya sido año en Salamanca. - Alguien que te espante los fantasmas a ladridos tampoco te vendría mal, Nicasio -poco mantenimiento presuponía la hechicera al animal- Y recuerda lo estupendo que te iba al calcetín que el Gosúa desfilase el último del cortejo rasgando los pechos con su aullido profundo y roto. - No te pongas de su lado, mujer -quejó el sepulturero la derrota previsible¿No entiendes que lo hago por él? Yo también tengo mis palpitaciones y éstas dicen que no es bicho de compartir techo.


- Si ése es el paño cuenta con mi amparo, Herejía. - Vaya hombre, a ver si ahora voy a quedar yo por vinagrero. Que haga lo que quiera que mi apoyo incondicional también sabe que tiene, que haga lo que le plazca, sí, pero si es verdad que el chucho es loba de mar, en dos meses se muere del asco ella sola; que el océano nos queda algo apartado. Ah, y ahí estaré yo para abrir nuevo agujero. … Además, ¿no era de un tal Verrugas? - Capitán Verrugo -corrigió Hammed mientras se alejaba unos pasos más- Pues capitán Verrugas. - Puede que tampoco sea de él. Pero él sabrá del amo -dijo Herejía con la victoria en las comisuras- ¡Buff! Vaya negocios planteas. - La compraré, sí. - ¿Con la moneda que ya era de ella, Herejía? - Con níscalos si fuese preciso. La hechicera no era mujer de cumplir con reloj alguno, pero casada, y enfriado un tanto el calentón con el que vino, decidió que era momento de volver a su cepo conyugal antes que reventase la tormenta que cernía. Mas no eran bramidos de trueno lo que movía el aire. Eran tiros. Pólvora, toneladas se diría por la humareda montada, aquí y allá, dependiendo del poblamiento disperso, surgían deformes los hongos. Gigantes de humo hechos jirones a la luz de la Luna, resultaron los únicos níscalos, fantasmagóricos, que se divisaron hasta la puesta. Y rápido que se cuajó el cielo eso era que la gente del pueblo daba por perdido el asunto de las setas sin siquiera haber expirado el plazo. El reguero de gatillazos indicaba que la multitud se congregaba ante la ermita. Cruzando carros y arados para defender una posible espantada de


los forasteros, pues nada, ni dientes si eran nobles postizos, saldría por las arcadas de la puerta sin rendir cuentas. Mientras instalaban los tenderetes del asedio se dejó que Tancredo hiciese un rato el mico delante de las troneras para ver si así se abría fuego por las buenas y se tenía excusa; en el peor de los casos, el danzarín del hijo de la muda acabaría sus días de correo persa. Mas conociendo la efectividad de las defensas, los lugareños se sentaron a rendir por aburrimiento o inanición. Los extranjeros estaban perdidos salvo por un detalle, un pueril compromiso que insta a los cuerpos a que no puedan hallarse al mismo tiempo ocupando dos espacios. Y ellos, en el cementerio, compartían una penúltima pipa junto a la hechicera y el sepulturero; comentando los propios arcabuzazos. Quienes aún permanecían en el fortín eran los negroides boloblás, y sin avisar, rompieron a sonar los tambores de las islas del Pacífico dentro de la casa del concejo. Rítmicos, fueron adquiriendo tempo y textura hasta que fácil fue reconocer dos o tres redobles que marcaban voz y diálogo, y uno, constante al fondo, que cursaba marchamo pie de rey. Era, si valiese la expresión, un conciliábulo de tambores. Poco musicales los habitantes del distrito, aquello no hubiese tenido mayor trascendencia en el plan del asedio que padecer una fanfarronada sonora por parte de los sitiados, pero, y he ahí el pero, alguien, y reciente, también habló de antropofagia, parricidio y bestialismo. Todos ellos muy buenos motivos para que a cargo del cabildo corriese el vino y se envalentonasen los habitantes. Tomando la oportunidad, Perdigón se agenció una barrica pequeña y Rastrojo arrambló al descuido con un mosquete y tres pistolas. La noche demandaba precauciones y ellos se sentían a precaver, amos de sus posibilidades, cautivos de los brindis, decidieron que lo primero sería ir a


buscar a Herejía; que no había aparecido en el día y se estaba perdiendo el jolgorio. Y luego sí, quizá regresar a la plaza para tirotear a placer a los forasteros. Y enfilaron el camino. A distancia les siguió Fraybuches en silencio. Él, y el resto del pueblo, algo imaginaron al no ser la banda de Herejía al completo la que intentase liderar la entrada a sangre y fuego en la ermita. De no estar presentes los tres, y hubo constancia de ello, el negocio, o la barbarie, estarían en otro lado, y dónde fuesen los muchachos ahora iría el vecindario en la persona del clérigo. Ajenos al seguimiento, los chiquillos acortaron por varias fincas para salir, al rato, en un bancal de almendros. Allí el sendero se bifurcaba en dos aunque ambas rutas llevasen al mismo sitio. El ramal principal era el más corto y usado tal atestiguaban las huellas recientes de un chaval y tres adultos, y quizá por ello tomaron la otra ruta que pese a lo largo moría más discreta en la trasera del cementerio. Nada les llevó encontrar gatera a su medida entre el enrejado de madreselva, pero al otro lado de la tapia les fue necesario tomar respiro mientras analizaban la situación: los forasteros, husmeando entre sepulturas, azuzaban con espadas y palos las zarzas y herbazales. Temiendo buscasen el fin de los amigos, rápido apuntó Rastrojo con un trabuco al más próximo, a Hammed, que entre los Izquierdo-Rojo y RojoMate se encontraba. Quiso Alá El Misericorde, en su infinita sabiduría, que la bala se estrellase contra una estela lanzando al aire esquirlas, lo que desconcertó al monfí y de paso dio tiempo a Rastrojo para extraer del cinto una segunda pistola. Y volver a tirar con toda su mala uva. Tras la detonación, y ver la humareda, Hammed escuchó el silbo del proyectil a una cuarta del oído. Por fin localizaba al tirador, al chico, que


con una tercera pistola le cuadraba en la alidada de la mira. Y apretar el gatillo. ¡¡¡Pum!!! Con un timbre agudo reventó el arma al tener probablemente aún la baqueta de carga dentro. Desconociendo, y con prisas, no se daría cuenta Rastrojo y ahora pagaba las consecuencias. Media mano le iba con la lección. Gritaba. Lloraba. Se retorcía. Se buscaba los dedos con ahínco no creyéndose su mala suerte; pie y mano chafados antes de cumplir los quince años ¿Qué sería lo siguiente? La consciencia. Exacto. Inconsciente se lo echó a los brazos el sepulturero. Con asombrosa diligencia la hechicera hizo vendas parte del ajuar de Nicasio y desinfectó con orujo bravo la mesa de la cocina. Allí quedó el muchacho al cuidado de la mujer, auxiliada por Herejía, que aunque no hubiese sido hermano montaraz del herido por nada del mundo se perdería un remiendo de la señora. Los hombres quedaron afuera por cuestión de espacio y eficiencia, a ellos quedó encomendado el vigilar al conmocionado Perdigón al tiempo que buscaban a la perra; que era también en lo que estaban cuando aparecieron los chavales a la tremenda. Del bicho, de lo último que se tenía constancia, era que se le dejó, ávido de diente, acorralando unos restos de comida en el cobertizo. Y después nada. Sin rastros, sin huellas, desapareció a la francesa. Por hacer que hacían rondaron y agitaron, mas al poco dieron por vano el trabajo y optaron por fumarse una pipa en la mesa de piedra. Sin temor, sin rencor, sin armas al seguir custodiándolas Sacromonte en el molino viejo con sus ronquidos, ofrecieron al turbado Nicasio de lo poco que tenían encima. Tabaco, chisca y aliento. Visiblemente preocupado, el sepulturero rellenó hasta la borda e iluminó


la noche con unas entrecortadas chupadas. Desconectado de las conversaciones las caras de los forasteros se le hacían conocidas. Del uno las canas y la barba rala, del otro la hermosura y la costumbre de hablarle al aire, ¡el moro!, si no eran ellos serían hermanos, a decenas, centenas, había conocido en sus andanzas. Él era de ellos o lo fue. Sabía de las rarezas y no le extrañaba nada que el tal Hammed se lo estuviese tomado tan bien. ¡Digo! Si hasta el hombre se reía imaginando su funeral, advirtiendo, entre dientes, que si se le enterraba con la cabeza a los pies haría que las plagas de Moisés quedasen mera anécdota. El incidente daba juego y ofrecía excusa para retrasar la partida, además, la bodeguilla del sepulturero tampoco estaba mal. Agriando el descorche de un tinto perlado salió la hechicera al porche con mandil de cirujana. El chico vivía ¡Vivía! ¿Vivía? Si sólo era una mano ¿no? Bueno, la mano, y el cuello, porque allá se alojó la varilla de la pistola haciendo calceta con las cuerdas vocales y algunas venas. No corría peligro siempre y cuando no se hurgase mucho. Aunque lo mejor sería que cagando leches buscasen un medio de transporte y a la comadre Úrsula, pues sin ella tampoco correría prisa el asunto al ser segura la defunción. Por lo demás, el chico, al menos con la mano derecha, no volvería a tomar clases de violín. Removida la conciencia, sin ofrecerse siquiera salieron corriendo Hammed y Pastinaka en pos de unos jumentos que recordaban haber visto trabados no muy lejos. Abreviando maniobras el sepulturero prefirió ir a pie en busca de la señora referida. Tardaría menos, seguro, e igualmente seguro, garantizado, se haría con las riendas de la primera calesa con la que topase para hacer el camino de vuelta. Úrsula, y sus trescientas treinta y tres onzas y tres adarmes, eran garantía de la necesidad.


Reacio a desplazarse a pinrel, y sospechando que su concurso sería necesario en el cementerio, Portento recogió las pistolas del suelo y se las llevó a la mesa de piedra. Quien fuese el dueño del trabuco que reventase mejor le saldría saldar cuentas con su armero u ayudante. Esta pistola llevaba fecha, sí. Al primer disparo, aunque no hubiese tenido el palillo dentro, de tener, habría explotado. Le querían mal al dueño, desde luego. Aun admitiendo que conocía poco del pueblo y que desconocía a sus habitantes, no se imaginaba Portento un luthier de bronces en estas altitudes, sin duda sería un regalo al estar inmaculada y ser un modelo de hace treinta años. ¡Treinta! Una venganza bien fría que firmaba un tal D. O para un tal F. B; que rezaba una chapita dorada en la cacha derecha de la culata: --------------------------------“Para F. B. Que la disfrutes con salud. D. O” ----------------------------------Con la mirada perdida salió esta vez Herejía a tomar aire. Delante de Rastrojo contuvo las lágrimas cuánto pudo, pero anegado el ánimo de imperceptibles rictus escapados a la hechicera, necesitó del alivio. Mudo se dirigió a la bomba y llenó un cubo para lavarse. Mientras accionaba el brazo las lágrimas le caían solas. Arrastrando los pies se dirigió a la mesa de piedra y con una pipa de maíz en la boca pidió lumbre. Dudando si darle luz o un guantazo, Portento sacó la tabaquera de plata y se la tiró al chico. Uno, dos, tres, la celdilla entera si le hubiese dejado habría prendido sin sentido. Al cuarto cerillo, y al chisteo, devolvió la petaca. Entonces Herejía habló profundo. Preguntas quintaesencia de la vida que no tuvieron mejor auditor que un desconocido. Un oráculo móvil que siempre respondía lo


mismo aunque le bailase el acento entre el corso y el marsellés: N´est-ce pas. Qui le sais. ¡C´est la vie! Agarrándose los vuelos de la sotana Fraybuches retornó con la historia atravesada en el gañote. Corrió a sandalia perdida y al llegar al pueblo lo encontró en momento candente debido al reparto alegre de vino; se prodigaban las amenazas al baluarte aunque no se tuviese más constancia de moradores que el sincopado tam-tam que persistía. Mucho no le costó al cura reclamar la atención al venir con la cara desencajada. En derredor del caño, en torno suyo, tan fría y cristalina como manaba el agua del oscuro manantial, brotó, y mojó, a los reunidos, la historia del niño, el demonio enturbantado y las tres balas. Murmuraban los boyuyos la encíclica cuando en seco cesó la tamborrada. Acabado en “tam-tam-tum…tum” cerró el concierto de tambores de la ermita. Salvajes, que no bobos, sabían los boloblás manejar las puertas traseras. Sin abandonar sus ritos y costumbres, antes de empezar cualquier confrontación debían bailar a sus muertos para que estos contemplasen desde el Más Allá la batalla y de buen grado avivasen las brasas del festín posterior. La funcionalidad del numerito bailongo era enseñar los dientes. Mostrar los tatuajes. Erizar ostensiblemente la cresta. Insinuar, en una palabra, que se eligió mal si lo que se buscaba era camorra ¡Ojito, con ellos no se bailaba sin pagar aunque fuese en carne! Tal que lo dijese el mercader, o lo representasen, u lo entendieran los compungidos centinelas, se disparó la alarma, corrió la pólvora que el Infierno había abierto la puerta trasera de par en par. A ras de suelo, dilatando los hollares, husmeando perdigueros los posibles rastros de sales corporales que deja el sudor humano, el dulzón olor a carne que sedujese a los Aguirre, se asomó, sabiéndose temido y aguardado, el grupo de


porteadores. Un grito, sólo uno y una evocación gestual de gran predador, bastó para que el pueblo en pleno abriese fuego exterminando a los caníbales. No dejaron uno. Más que morir en el empeño parecieron inmolarse ferinos. Eufóricos, los boyuyos festejaron con aullidos y pistoletazos el abatimiento de la fiera en la reyerta. Pronto comenzó el desmembrado y ensañamiento con los restos. Hasta los niños ¡Y a qué horas! ¿Y de la fortuna? El tesoro de los extranjeros. ¡Ay del oro! Nada. Rien de rien. Se entró con alforjas, sacas y cuévanos a la ermita, y tanto como entró, salió. Cero. Nada. Ni dineros, joyas u objetos codiciables. La fabulosa herencia de las Américas, de la que hablaron, y se hablase antes de llegar ellos, debía viajar en sus bolsas de esencia. Quizá por forasteros fuesen filosofales, y en el acolchado de la faltriquera transportasen el secreto alquímico y no necesitasen más estipendio que para salir del apuro al llevar consigo la gallina. Quizá. Lo cierto que allí no quedaba dote ni mejorá. Y el ánimo estaba efervescente. Consecuencia de todo ello fue que se pensase en volar hasta el cementerio y ver si con un poco de suerte se daba con los mismos mercachifles y se tenía una oportunidad de resarcirse, pues la verdad, hasta el momento, los dispendios ocasionados por el revuelo de las setas les amenazaba en rojo las cuentas de subsistencia. De no mediar oro o plata el año sería negativo. Annuus horríbilis. Peste de año, que por culpa de los forasteros se había torcido. Sí. Organizados en hueste chismosa, no bien se dijo dónde se iba ahora, y quién era el enemigo, se pertrechó especialmente la milicia; teas, bieldos,


hoces, trabucos, mosquetes… vamos, la parafernalia caudina mínima para arrasar establos y linchar monstruos. La turba boyuya abandonó el pueblo dejando atrás únicamente dos puntos de luz. La gran hoguera de la plaza y el pequeño quinqué labrado que en la mano llevaba Rui Bichomalo. Éste, jefe y maestre del clan Bichomalo, antes de unirse a la horda debía solventar un pequeño asuntillo en su propia casa, y sin esperar más zarandaja, exigió a mamporros se le dejase entrar al vergel que eran las dependencias de la hechicera. Aporreó la puerta pero no obtuvo respuesta. Y no estaba vacío el gineceo, no, Úrsula leía en la mecedora del patio, a la luz de la luna, los versos de amor satánico que siendo joven, y fermosa, le dedicase un curandero ambulante durante una primavera. Llevando el recuerdo a los ojos la anciana buscó en el claustro la boca del pozo, y cómo no, creyó ver asomar la cabeza del hurón por el brocal, el amante furtivo que siguiendo su cantinela daría con el paso subterráneo que llevaba a la fuente. Igual que entonces, se acercó silenciosa al encuentro y besó, dando sorpresa, los labios del desconocido. Pero éste, el que ahora asomaba, no se dejó caer asustado al agua para ahogarse estúpidamente tal aconteciese antaño, el enamorado, pero de la hechicera, se relamió y pidió ayuda para salir del pozo. Ágil, fluido de labia, al tanto puso el sepulturero a la matrona del descalabro de Rastrojo. Por toda reacción y respuesta, ésta empezó a manipular una manija que aparentemente era el asa inútil de un baúl, y por arte de magia, o de la simple mecánica, se accionó el llamador de entrada y rabió la campanilla. Estridente y molesta. Reincidente. Pendenciera. Escalera abajo se tiró Bichomalo con el quinqué y un cuchillo jamonero. Cogiendo al aire la ocasión Úrsula desencajó la puerta, con marco y todo, y salió al pasillo. Desde allí se dirigieron a la cocina y, retirando un rechapado falso tras la fresquera, dieron a un pasadizo que llevaba a las


cuadras de la misma casa. Ataulfo, que no se sabía si era un pony o un caballo desnutrido que dejó enano los recortes presupuestarios de la hacienda, mil favores, desde el comer, debía a las mujeres. Esforzado y cumplidor, por fin podría devolver los desinteresados cuidados que le dispensasen las señoras. Procurando no hacer más difícil el trabajo al castigado animal, Úrsula se limitó a chasquear la lengua sin rozarle las ancas. Y él tiró, intentó un vano arranque pues sin el arrime del sepulturero jamás hubiese podido echar a rodar la calesa. Sudando la gota gorda hombre y bestia fueron alejándose, con un residual chirrido del eje de la rueda que en un verano tranquilo bien podría difuminarse con los sonetos de las chicharras, mas en otoño, lindando al frío del invierno crudo, dejaba estela en el aire. Ocultando el deje a sus propios oídos el sepulturero continuó hablando, matizando las palabras y los hechos para que Úrsula se pudiese situar y explicar mejor. Sí, explicar. Él no tenía intención de viajar. Salir del pueblo. No le hacía ni pizca de gracia que la señora andase metiendo los naipes en los asuntos ajenos ¡Y menos en los suyos! Encauzando, sutil, la libertad de elección de la hechicera, y así abocar a un viaje, del cual daba fe, más probable que proporcionase sinsabores que deleites. Para rebatir el discurso Úrsula arrancó en un descuido un pelo al hombre; si no el más largo, uno de ellos. Tras cortar varias veces la baraja puso sobre las sayas tres cartas, y una de ellas, la que quedó a la izquierda, rodeó con el citado cabello. En una tirada tan simple se suponía que la carta central era el Presente. El arcano que vivía era la Parca. Huesuda y con hábito negro sellaba en la guadaña el frío extremo. Ése era su presente, asociado a la Muerte vivía en sus confines. Verídico.


La carta de la derecha, que encarnaba el Pasado, mostró al Ahorcado bailando en el bauprés de un velero que era la algarabía del muelle. Cierta metáfora, o verdad, también tenía la carta, mas tampoco hizo mella en el ánimo del hombre. La tercera, que yacía atada a la izquierda desconocida, no fue ni más ni menos que la Rueda en el Camino. Por respuesta el sepulturero arrebató el mazo de arcanos a Úrsula e hizo un simple corte. Imitando su ademán le arrancó un pelo, uno negro como el carbón, quizá, a mala sangre, del par de centenas que le quedaban mozos. Y ató. El naipe central, el momento presente, de orco la vestía en un puerto de montaña. Alimentándose de viajeros extraviados que no encuentran el paso. La de la derecha, Bichomalo potencial, traía con colores vivos la figura del Loco en la Torre de Londres; subyugados sus devaneos tragicómicos al humor reinante. Y a la izquierda, atada con la fuerza de un cabello, el Futuro, ciego siempre, mostraba al Ahogado en un mar embravecido. Perdida en la efervescencia de un naufragio entre corales. Lento hizo el despliegue Nicasio. Lentamente leyó las connotaciones, y al buscar los ojos de la mujer para seguir rebatiendo encontró en su lugar el horror. Un foso sin fondo ni péndulo que a Úrsula le habría comido la vida. Había alimentado los arcanos sin querer menoscabar su vanidad, su belleza, así que al formular los conjuros siempre utilizó las canas. Muertas éstas de preocupaciones, el tinte del sueño no las nutría. Y es más, al arrancarlas, dicen, se multiplicaban por siete. O por setenta veces siete que venía a ser el estribillo de una vieja canción. El Futuro, canoso previsible, en su caso blanca realidad, le había manipulado a ella. ¡A la gran manipuladora! A la que fuese niña prodigio en toda Mancia. Y lloró.


Con el crujido de las ballestas le salía el ¡ay! Y si de un hoyo en el firme se trataba evocaba un ¡Dios mío! Así se sumió en un gimoteo cavernoso durante el cuarto de hora siguiente, transcurrido el cual, y mentando no sé qué desastre pasado o venidero en la isla de Cuba, se mostró rejuvenecida. Ni recién untada con aceites de yoyoba y almendra que hubiese estado se le oscureció el pelo, y fulguró en sus ojos, otrora velados con la losa rosa del tiempo y la rutina, la llama del deseo. De la necesidad de hacer algo. De dar un fustazo al caballo y otro al sepulturero para que apretasen el paso. ¡Olía a quemado! Fuera lo que fuese lo que ardía sus llamaradas estarían iluminando el cementerio o sus contornos. Con dos canciones se plantó la tropa boyuya ante el cementerio, y desafinando en el bordón de la tercera quiso entender Portento que frontera segura la constituiría la tapia, así que corrió hasta el portalón y echó el cierre. No dijo palabra, pero en cuanto pegó un tiro de aviso tumbando sombrero y pluma del abanderado preceptivo, los que venían tarareando su presencia quedaron mudos. Suerte o destreza, nadie quiso hacerse el valiente y agazaparon en el sitio. Hablando a voces, gritándole a la nada sus “buenas” intenciones. Y el silencio por respuesta. Acuartelados entre peñas y troncos quedaron los boyuyos por obra y gracia de un viejo, que después del mosquetazo, se retiró despreocupado a la mesa de piedra. Y volvió sobre la pistola que reventase. El trabajo era fino, cuidado, caro en una palabra. Mientras todo esto se decía en voz alta al estar acostumbrado a pensar entre tormentas, Herejía le miraba con la boca abierta. Nadie, ni el sepulturero, tiraba así. ¡Ni el mismísimo Luzbel que se pusiese!


Portento. Era Portento por si no lo sabía el chico, capaz, tal que el que más, de lo vil y lo sublime. Así, cuándo entendió el viejo que se le miraba así, volvió a hablar. Los “N´est-ce pas”, “Qui le sais” y “C´est la vie” siguieron, aunque ahora resultasen acervos exactos. Llena la noche de confesiones y francés, Herejía también escuchó, y no de labios de Portento, un ruido asmático nuevo, metálico, que modulando su fluido agudo estaría dirigido a algún pájaro conchabado conocedor de los toques y silbos que se utilizan en la mar. Sabiendo de la materia, casi al tiempo que redoblaban unos cascos, Portento se daba otra carrera para abrir la cancela y efectuar nuevo disparo disuasorio, más logrado, con el que arrancaba de una mano ociosa el trabuco que incitaba al trabajo. Conmocionados los lugareños no pusieron pega, no se movieron de sus puestos mientras Hammed y Pastinaka atravesaban al galope y entraban en el recinto para poner a disposición del herido las cabalgaduras encontradas. Aunque el gesto quedó valiente y bravío, fue de un inútil supino al quedar los hombres con las riendas colgando en la mano tras desplomarse las bestias. Exhaustas, muertas quizá hace mucho, parecieron romperse a cachos y hacerse polvo ante sus propios ojos. Desaparecer sin haber existido al primer escobonazo de aire. Tardaron en reaccionar los boyuyos, sí, pero cuando comprendieron que al alcance tenían parche para la alcancía, la alegría hizo que burrumiesen como la turba que eran. Imaginaron peliagudo el conquistar la tapia, la estúpida frontera que protege a los muertos de los vivos, pero existiendo promesa de resarcimiento económico, con gran algarabía se fundieron los boyuyos en abrazos de despedida y hubo un impás. Un lapso ritual para adecentar los futuribles cadáveres; la adustez de la ropa, la pulcritud de una polaina que llorase una mujer por único reproche a la muerte del marido. Y el silencio. Un silencio de encomienda sólo roto por una calesa a la desbocada con


rumbo al portalón del fortín. Una mujer y un aborto de caballo. ¡Úrsula! ¿Úrsula? ¿No estaba muerta? No. Enterrada viva por el difunto esposo. Eulogio Bichomalo. Y la puerta se abre, y a uno de los acantonados entre las rocas se le vacía la cuenca del ojo de un plomazo por mirón. Y todo queda cómo al principio. Úrsula, sin tocar siquiera el suelo, entró a la casucha del sepulturero y se puso manos al negocio. Al poquito prudente salía la hechicera para transmitir nuevas e instrucciones. A la espera del sepulturero, que venía al trote por un camino paralelo, deberían ir ingeniándoselas para transformar la diminuta calesa en carroza; larga y estable, pues al chico le tendrían que llevar sin tardanza a Boyuyo del Valle. Su madre, la madre de la hechicera, si aún vivía, sería la única persona en el mundo que salvarle pudiese la vida y la extremidad. A cualquier tipo de hacha le tenía cogido el mango Pastinaka, y con dos meneos solventes hizo astillas lo superfluo habilitando espacio al artesano. Para entonces el sepulturero ya estaba, ya tejía la tarima para el cómodo viaje, ya punteaba y mataba todos los pormenores, y Ataulfo, que se olió la responsabilidad se echó a temblar. Discreto, équido consecuente, acabó relinchando de miedo. Calculando inminente el asalto dieron aceite a los ejes, y los cascos y ruedas envolvieron con sudarios para amortajar los ruidos de la calesa transformada en carromato. La grava, que quejaba al sentir su paso, les llevó al esquinazo dónde la madreselva tupía y a golpe de sable los forasteros confecionaron escape al carro. En el pescante, con las riendas bien asidas, manejaba Úrsula la tartana; a su lado, insignificantes, Herejía y Perdigón tomaron asiento sin pedir


permiso. Naturalmente en la caja iba la hechicera atendiendo al muchacho herido, y al pie del tiro, no sabiendo si subir o no, se quedó el sepulturero un segundo. Uno sólo pues necesitaba que los chicos le hiciesen hueco, pero ante el asombro de todos Herejía atravesó el brazo reseñando que el espacio estaba reservado para Portento; que de otro modo se negaba el viejo a participar del viajecito. Herejía arguyó que aquel hombre tiraba mejor que él y que nadie que hubiese visto jamás, y si la cosa pintaba de disparos para el sujeto no habría yerro. Refunfuñó Nicasio mas aceptó la lógica de la plática; andaría parejo a la carreta. También serían Hammed y Pastinaka escolta hasta la bifurcación que llevaba al molino viejo, allí se separarían para recoger a Sacromonte que seguiría durmiendo, y luego los tres, al alimón, podrían acometer una variante de La Cabritilla, conocida por Descarriada, que era con diferencia la ruta más abrupta y directa para bajar de aquellos riscos. Porque lo que era seguro es que antes o después los boyuyos atacarían el cementerio, y no existiendo contención tomarían livianos el enclave. Y comprenderían lo inútil y yermo de sus esfuerzos. Entonces una de dos, o retornaban al pueblo arrastrando su mala estrella por haberse volatilizado el vellocino; acto nada boyuyesco. O, se lanzarían frenéticos, violentos, en pos del oro que escapa; cañí. Si esto último fuese así, tan malo sería que les cogiesen en el camino largo como en la Descarriada. Suerte. Suerte a todos. El carro continuó ruta. Rápido murió la silueta entre las sombras de la luna dejando a la pareja de forasteros a merced de la Providencia y sus instintos. Sin problema encontraron a Sacromonte roncando entre las ruinas del molino viejo, y por puro situarse se acercaron al cortado. A pico, plano tal moral bucanera, el abismo aguardaba negro, inescrutable. Sentados al quicio de la nada esperarían el día, y éste llegó arrastrándose y saltando por


la quebrada. Con las primeras luces descubrieron el lecho tomado por las sombras que se resistían a la reclusión en sus escondrijos diurnos. ¿Difícil? No. Cosas más arriesgadas habían hecho. Ahora, eso sí, siempre con Sacromonte despierto. A ratos, cuando el camino tenía panza y sobresalía, podían ver desde la carreta las evoluciones de los hombres. Como el punto y la i se desenvolvían en la roca, admirando a propios y extraños al ser el ritmo, y no de solfa, un tanto peculiar. ¿Y qué es un ritmo peculiar? Una vitola de estilo, una denominación de ataque a la piedra que sólo disfrutan los entendidos. Aquí, en Boyuyo, se apreciaba el encare frontal, el hacerle saber a la montaña que toda ella es vía. Que avalanchas, cortados, o un volado imposible, no detienen a los boyuyos cuando han tomado determinación. Los forasteros, por decirlo de algún modo, bajaban finos, sueltos, demasiado elegantes para el gusto del lugar. La explicación a la escuela foránea vino por parte de Portento. Dijo que Hammed era el maestro de gavias, el jefe de velámenes y trapos y acostumbrado estaba a los saltos y cabriolas en las alturas, y Pastinaka, aunque llevase al hombro a Sacromonte, se ganó la vida desescombrando edificios y tugurios antes de ser enrolado. Estupefactos, porque de buenas a primeras hasta tenían barco ¡y mandaban algo! el sepulturero rogó al hombre que siguiese hablando. Cómo se llamaba la nave. Quién era el capitán. A qué se habían dedicado para hacer fortuna pues por sus ropas y ademanes no podían negar que eran unos arribistas. ¡Arribistas! ¿Ellos? ¡¡Nunca!! - Muy señor mío -dijo Portento con la intención de zanjar el tema a perpetuidad- ¿Qué me ha llamado?


- Más o menos pirata -entre la broma y el desafío respondió el sepulturero- Ah, le entendí otra cosa. Perdóneme usted. - Y qué creyó. - Por un momento le entendí que sugería la calaña de los sin escrúpulos ¡Corsarios! Puaj. - ¿Y no es así? - Me ofende. - No haga caso -dijo alzando la hechicera los ojos del muchacho- hace cinco… Cinco ¿no? Sí, cinco años lo menos, que tampoco hemos salido nosotros del pueblo. ¡Y encima lo del chico! ¿No es para estar nerviosos? Y no era para menos. Perdido en la memoria, que no recordaba, el sepulturero quedó prendado de la quebrada. Enamorado de su aislamiento encontró el lugar perfecto para que le olvidasen. Arrastraba sentencia de las de purgar con largos años de cadenas por cercenar a sable, digamos, la nariz de un favorito muy cercano a palacio. Expulsado de la armada y perseguido, la condena de los días dejó de agobiarle cuando casualmente topó con Boyuyo de la Quebrada. Allí pocas noticias llegaban ¡Ni importantes! En Boyuyo, que les dio el agua de la causa borbónica y por eso andaban tranquilos, el único conflicto supracomarcal que inquietaba era saber quién era realmente el mandamás en el país; estar seguros. Mas lo trágico, lo desesperante, era que tras el que hubiese, la Farnesio movería los hilos. Y con ella misma tenía la cuita el sepulturero. Con la propia reina, la gran matriarca, que ponía de sí todo para esparcir y resarcir a su grey por el orbe. - ¡Chato! -rió Portento- Tú eres el Violinista.


Ya decía que tu cara me sonaba. Sin parar siquiera el carro Portento saltó. Se acercó a la parte más saliente del camino y encañonó a los compadres. La bala cumplió al dar en la pared muy cerca de Hammed. Hizo que parasen un momento y prestasen oídos. Y oyéndole ellos, y tres o cuatro gargantas que harían eco, se propagó la identidad del hombre por el risco. ¡El Violinista! ¡El Violinista! ¡El sepulturero era el Violinista! ¡¡El Violinista!! Realmente no se conocían, jamás coincidieron en embarcación o puerto, pero los acontecimientos pintorescos, cómo todo en esta vida, saltan de cubierta a cubierta amplificando el suceso y haciéndolo propio. Las historias de zarzas y camposantos, de objetos brillantes en el cielo, del auténtico responsable de la crispación en Europa, nutrían de aire fresco las noches chichas en la mar. ¡El Violinista! ¡¡El Violinista!! En el último momento, en la retirada, encontraron coartada para justificar el viaje. El bueno del capitán Verrugo sabía lo que se hacía. Tres estrellas y ningún níscalo, mas una historia estupenda regresaría en el morral al haber conocido al hombre que agrió la dicha al Imperio. ¡Casi ná! En

la

Psiconauta,

palabra,

se

morirían

de

envidia.


CAPÍTULO III

RUEDA CARRETA RUEDA


Alto estaba el Sol cuando el grupo de Rastrojo hizo receso en el hito medianero que era la fuente Pronta. Una vez saciados, y prestos a reanudar la marcha, alzaron la vista sin temor. La Descarriada se perdía entre las peñas y Cabritilla apenas era una línea insinuada en la pared. Lo que sí tenía una instantánea pictórica era el camino largo de cabras. Se ajustaba a los recodos de la montaña tal una segunda piel, mejor, semejaba la cicatriz no deseada que ha de acompañar hasta el final. Y arriba, miasmas de pulular úlceras y llagas, los boyuyos hicieron acto de aparición; y por fortuna, tarde. Sarcasmo de viajero, o aviso leal, Portento utilizó el carboncillo de una extinta fogata cercana para garabatear en los muros del vaso unas cuantas palabras: “Ojo, muerden” plasmó en la cara de subida, y “Aquí no hay níscalos” tatuó en la contraria. Al pecho, en el frontal del abrevadero, para que se leyese desde cualquier punto, dejó, para jodienda y extraño de todos, la leyenda: “¡Viva La Penco y los quintos de San Bartolo!” Quienes sí supieron reír la ocurrencia fueron Pastinaka y Hammed. Habían llegado a la cepa de la montaña hacía rato, y aún andaban buscando el campamento base, dónde dejasen hacía dos días los caballos y al resto de bandera, cuando entre un claro de la floresta acertaron a leer, a catalejo, el pilón lejano. Esto les produjo gran hilaridad, y por el risoteo fueron oídos de su grupo y salidos a recibir con preocupación evidente. De hecho, de no


aparecer hoy, con el día, tenían prevista una expedición de auxilio para la noche. Estaba todo empacado. Las luces, los disparos, los gritos descarnados que provenían de las cumbres, y sobre todo, los tambores que pidieron auxilio, casi provocaron un altercado con los porteadores que quedaban en el campamento. Antoño el artillero, y Blasfemo, jefe de cocina degradado a marmitón, tuvieron que imponer calma a tiros para evitar una desgracia. Los boloblás querían subir y comerse lo primero que encontrasen. Se corría peligro de motín. ¡La cosa estaba calentita! Gracias a que a Pastinaka se le sabían las manos almádenas, él solo se bastó y sobró para apaciguar a los boloblás y meterlos en vereda. Hammed, persona de otras virtudes, tampoco necesitó muchas palabras para poner a los socios al corriente de lo ocurrido en las cumbres. Cero. Cero níscalos. Y Portento que viajaba en carromato rumbo a Boyuyo del Valle, punto de encuentro por cierto, y lugar adonde encaminaron los porteadores los pasos y ellos las monturas. Con la caída de la tarde el carro de los heridos entraba en Boyuyo del Valle y orillaba a la casa de la madre de la hechicera. Sólo fachada quedaba. Y en ésta, una oxidada celosía floreada dónde ataban rienda los caballos de Hammed y Pastinaka. La mujer subió los pocos peldaños que se conservaban de la escalinata y en el umbral encontró el fin. Un solar de materia y recuerdos. Un vacío. La nada. No. Ésa no era su casa. El paraíso de la infancia. Reacia a aceptar lo que veía dio media vuelta con intención de huir, y a su pie, al girar, se encontró con Herejía. El muchacho, mientras se discutía en el carro el siguiente paso, se acercó a la casa. La cuna de la hechicera, que, por los cuchicheos, susurraban hasta noble.


- ¿Tu madre es la condesa? - ¿Me ves trazas de condesita? - No. - Entonces no digas memeces, niño. La Señora, la condesa de los Ursinos, cayó en desgracia tiempo ha y ahora moraba en el Adriático; se decía que en un peñón pelado junto al estrecho de Mesina; pero se decían muchas tonterías. Tras la muerte de la comadre Luisa Gabriela, su valedora ante el rey, todo cambió. O dejó de cambiar. Las estancias se espaciaron. Las visitas se excusaron. Las previsiones económicas para el mantenimiento del caserón serrano menguaron, y al final, sin aviso, el flujo cesó. Sin fondos, sin reales, pasó lo que tenía que pasar y la casa murió. - Y cómo era. - ¿Mi madre? - No. La casa. Tiene pinta de haber sido impresionante. Cortada en caliente la hechicera tuvo un vahído. Imperceptible para el chico, ella contempló, echados los párpados, las ruinas vivas del pasado. Al día sentía el calor, la luz tenue de un Sol bajito que doraba a oro viejo la calle. ¡Tilos! ¡Chopos! ¡Sauces! Mármoles blancos como peldaños pulidos, y una fuentecilla, traída de Roma, dónde un querubín meaba gracioso en una concha con floripondio. La puerta, de dos hojas, daba paso a una cocina que era todo hogar; en torno al cual se hacía la vida, al tanto que no se iba del ojo que se quemasen los pucheros. Risas, salsas y pringues borboteando insufribles. Enamoradizas muchachas sazonando amores en las artesas. Mujeres, en una palabra, conversando alegres. Somnolienta lo veía todo lejano. Niña, recordaba a su madre enorme. - Y ahora qué -inquirió Herejía rompiendo la evocación- Vas a intentar quitarle eso del cuello a Rastrojo, o no. - Sí.


- ¿Lo digo entonces? - Sí. Di que ahora voy. Que me dejen un momento. Que vayan adecuándome una mesa en el campamento que hayan previsto. - Bien, me voy yo también. - Pero vuelve. - Al acto. A solas quedaba la hechicera. La carreta, guiada por Hammed y Pastinaka, seguiría la calle principal hasta los arrabales, allí, otro camino, conducía al lugar donde echaron el ancla Antoño y Blasfemo en previsión de lo que pasase; por si el alto trocaba pernocta tal sucedió. El nuevo campamento no tenía pérdida, y en los caballos que dejaban no tardarían nada en alcanzarlo. ¡Arre! ¡Arre, Ataulfo! ¡Arre, por tus muelas! Herejía, fiel a su palabra, retornó con media hora de holganza en los labios, tiempo suficiente, conociéndose, para que la hechicera le contase lo que quisiese de la casa y de sus gentes. - ¿Tú viviste aquí? - Sí. - Dónde. - Aquí, en la cocina -dijo la hechicera abarcándolo todo- Quiero recordar que hasta dormíamos en los bancos; junto al fuego. La casa tenía muchas estancias pero preferíamos la cocina. - ¿Preferíamos? - De niña no distingues entre hermanas, primas y amigas. Y las adultas, salvo la madre, se te hacen todas tías o abuelas. Éramos una gran familia. - ¿Sólo chicas? - Sin adultos varones. Con los granos, o al cambio de voz, salían para instruirse en la capital y rara vez volvían.


- ¿Las chicas no ibais? - No. Aquí decían que estábamos a resguardo de cualquier intriga ¡Mira tú la ocurrencia! No pisaba la mujer las inmediaciones de Boyuyo del Valle desde hacía casi quince años, y su casa, ni se sabe. De viejo le era todo nuevo, o casi todo. Ayudado por los boloblás el carro se alejó media legua del villorrio. Sepulcral el paso, en el último repecho, con el último bache del último vericueto, Rastrojo pegó un respingo muy raro. Le manó sangre muy roja del cuello y en lo lívido progresivo se atisbó un padrenuestro. Sin miramientos, agarraron al muchacho en volandas y lo depositaron sobre la mesa adecuada que pidiese la hechicera; por simples gestos, sin palabras, el sepulturero entendió la necesidad imperiosa del saber hacer de aquella. Imprescindible era la presencia y saltó a la grupa de un alazán para ir en la búsqueda. Entretanto ya se había remangado Úrsula, y Hammed se aprestaba a presionar dónde se le indicase, Pastinaka ponía un yerro al fuego, y Portento, en su lugar, ejercía de coordinador, de práctico entre estamentos. Sin embargo, por mucho empeño que pusiese Úrsula aquello no aclaraba, no cortaba la hemorragia para espanto de la señora, y a su edad, no se sentía con pulso audaz para intentar nada desesperado. ¡Más luz! ¡Candiles, velas y espejos! El chico se iba de la mesa a borbotones y la hechicera sin aparecer. Entonces Portento, haciendo lo que más odiaba en el mundo, y esto era comprometer su palabra, afirmó sin pestañear que él haría el trabajo, que secaría la sangría y remendaría al chico para que pudiese llegar a Madrid, pues allí, y sólo allí, sí, encontrarían de verdad a la única persona capacitada en el planeta para extraer la baqueta y curar al chaval. Bulín de Aguiloche, físico de su barco, casualmente pasaba consulta en la Corte


estos días; solía hospedarse cerca de la calle de los Desamparados, haciendo esquina al negocio de meretrices más célebre de la villa. Estando seguro que en tan grata compañía demoraría unos días el galeno, propuso Portento, sin más rodeo, intentar dar con él. Úrsula no escuchó el discurso completo, se quedó en cortar la hemorragia y poco más. Era lo que interesaba, de lo que había necesidad. Argumentando que con mirones trabajaba peor, al no poder dar gusto a todos, rogó Portento le dejasen solo, y si acaso, la hechicera, cuando llegase, que entrase sin llamar. El resto debería contener la respiración y cruzar los dedos en otra parte. Y se hizo. Tal pidiese le dejaron a solas con el muchacho. Primero lo observó desde arriba, luego desde un lado y de otro. Más cerca y más lejos. A todos los puntos cardinales del zagal acudió para tomar la perspectiva. Mal. Delicado. La lengua como siempre le perdía y se metía en nuevo brete. Uf, jodidillo estaba Rastrojo. En un bolsillo interno de la casaca Portento guardaba la espuma de mar y tabaco de su hacienda cubana. Cuando hubo colmado la delicada cazoleta se tomó su tiempo, parecía buscar la armonía entre el encendido y el batir de los pulmones de Rastrojo. Acomodado al ritmo, acercó una silla a la mesa de operaciones y ejecutó la faena. La delicada intervención consistió en golpear, con temple de relojero, la punta que asomaba de varilla para que ésta volviese a obturar lo que Satanás quisiese que obstruyese antes. Sin otro alarde, pero preciso, Portento vigilaría el postoperatorio aplicando la oreja al pecho del rapaz. Con la presencia de Portento por lo menos también acabaron las protestas boloblás. Teniéndole por un príncipe entre los demonios del mar,


los nativos llevaban cuatro años bogando a su servicio por estos mundos occidentales, ¡tan lejos del hogar! de las playas paradisíacas que les viesen nacer y crecer, y de las que fueron arrancados con mentiras y patrañas para no retornar jamás. El Tesoro de Caimán ¡Ja! Antoño y Blasfemo pelaban patatas para la cena y no reían, frente a ellos los porteadores dormitaban. No convenía tampoco descuidarse, no dejaban de ser los mismos salvajes isleños que ante sus propios ojos se merendasen una familia de portugueses; padre y madre, seis hijos, una abuela y dos tías, sin olvidar un confesor dominico que les llevaba las cuentas en su vuelta al mundo. Los boloblás, que no distinguían el bien del mal, sólo entendían de carne y pescado. Y nada, nada, de religión. Blasfemo y Antoño entre monda y monda se quejaban. El uno por haber perdido todos sus derechos en una mano de naipes, y el otro por ser alérgico a setas y hongos, abocados estaban a seguir desempeñando el trabajo sucio de la expedición. Tiempo llevaban quejándose, exigiendo con toda justicia otra apuesta al hilo pero con quesos suizos o miel del Abeka. Nunca. Níscalos y gilipolleces, nada más. Desertarían... Pero no, por la puerta de atrás no. Mucho nombre tenía Antoño en las amuras para irse sin hacer ruido, y Blasfemo ¡Qué decir! Con lágrimas y retortijones tempranos le despidió el mismísimo capitán Verrugo desde la toldilla de popa. No dirían ni pío. No. Seguirían como si nada y al volver a la goleta pedirían la baja. Eso sí pondría las cosas en su sitio al quedar al descubierto los trapicheos de Portento. Se haría justicia y al año siguiente intentarían, quizá, la locura gastronómica pero con angulas de Aguinaga; las dos libras holgadas. - Te voy a decir una cosa -dijo Blasfemo parando el curso del cuchilloAunque me caiga la del pulpo por jugar a las cartas, a Verrugo le canto yo


lo que pasa aquí cómo que me llamo Torcuato. - Tú no te llamas Torcuato, Blasfemo -objetó inocente el artillero- Es una forma de hablar, Antoñín. Sí, tronado, Antoño, genio de la mecha, hacía agua en ciertos aspectos. Fino hasta el delirio de su gente, era capaz, si manejaba él en persona la culebrina o el cañón, era igual, de apagar la vida de una vela puesta en el castillo de popa de una galera o en la borda de una almadía; igualmente indiferente. A tanta distancia diese de sí el alma del artefacto, y el proyectil, a Antoño, por capaz, se le sabía de acertar. - Lo que quiero decir, es que tú debes respaldar mi historia ante Verrugo. - ¿Qué historia, Blasfemo? - El chanchullo que se traen con las setas. - A ti te dan tu parte. - Parte de una parte tendría. Y en este viaje dicen que ni eso. Que no hay. - Quédate con mi parte. - ¡¿Quieres tu parte?! - Al menos saber que disposición puedo hacer. - Bueno, sí. Aunque te den ronchas tendrás que tener una parte, Antoñete. - Pues hale, para ti. - Me temo que tu parte ya estará repartida. - Umm... ¡¡Portento!! Con el grito despertaron sobresaltados los porteadores y tres ardillas que lindaban el lugar. Temió el cocinero que le sobreviniese una crisis de las suyas a Antoño, mas todo quedó en un rictus de boca y el enroque que hizo a vista con las llamas. - Y níscalos hay -ahora malhumorado, dijo Antoño mostrando el envés de la mano- Algo he tocado que ha estado en contacto con níscalos. Níscalos, hay.


Ni los caballos de madera comerían adelfas, pero por vacaburras, y gangas, los que dejaron se envenenaron al ramonear en la reja; faena gorda hacían a su especie con lo bien que se había portado Ataulfo. A pie, y presintiéndose apremiados, Herejía y la hechicera comenzaron a andar; que no correr. Seguro que mandarían más transporte al percatarse de la tardanza, y cuánto más cerca topasen mejor. Para llenar el tiempo, y sintiéndose casi de hornazo, Herejía solicitó de la mujer más detalles. Le preguntó por el color de la valla, las alturas del edificio y sus ventanas, por las estancias, los sótanos, las cuadras, por todo aquello que la hechicera, nimio, había olvidado. La mujer recordaba sentimientos, impresiones, cuentos de fantasmas que al cuidado del fuego se contaban en las noches. Y las que eran lunas propicias, o señaladas, su madre adquiría las dimensiones de una Morgana, Circe que entre bisoñas meritorias a bruja conjura sin esfuerzo amores imposibles, aoja reyes y reinos, seca viejas cotorras, o pacta con quien fuese oficio para que cristalice el más rocambolesco sueño. Y más el de una hija. Única, cómo ella, y heredera universal de sus poderes, saberes y ciencias. - ¿Erais todas brujas? -a Herejía le vino la curiosidad a la boca- Por tales nos tenían. - ¿Y los chicos brujos? - No sé. La verdad que recordar, recuerdo varios muchachos, pero sólo de uno guardo retrato en la memoria. - ¿El dueño del estuchito verde de tu cuarto? - El mismo. - ¡El pánfilo y botarate! -gustaba Herejía utilizar la nomenclatura de la propia mujer- Ése. Mi primer marido. El que tuvo por costumbre morírseme y


reaparecer al tiempo. - ¿Y ahora estás segura que sí está muerto? - Enterrado está bajo un guindo escurialense. De todas formas para mí murió a la primera. Sus gracias, y prepotencias, conmigo no valían. Nunca le sirvieron de gran cosa. Mala mano al trato con los hombres era la contrapartida del Don. Lo sabía. Rebelde que era, fue y sería, por propia voluntad eligió tiempo ha cauterizarse de amores con el más golfo que hollase la comarca, y con tales referencias tenía uno conocido, un chiquillo que creció en la casa, hijo de la valedora, que siendo apenas niños jurase una noche por el antiguo rito de los riscos, sobre las resquebrajadas runas que moran en la sombra de la Luna, que el uno era del otro y el otro del uno. Y la niña lo creyó a pies juntillas y se durmió. Felices fueron aquellas primaveras, mas al final, él, cómo todos, volvió a Madrid. Y allí se debió malear pues al poco llegaron chismes a la casa insinuando que había casado ¡el bígamo! con una tal Luisa Isabel que se las hacía pasar canutas a él. Otro recado le susurró al oído que heredaba un Potosí. Y un tercero, que le provocó llantina, que había muerto de viruela en verano. Aunque ningún rumor merecería un suspiro al aparecer al cabo de los años in sepulto, in corrupto y coleando. Una mañana de abril, mientras cogía berros la hechicera, Luís, Luisito, que tenía nombre de hermano, apareció de buenas a primeras en un recodo del riachuelo y le contó la verdad de la suerte que había seguido. Entre arrumacos dijo que el negocio familiar por bueno salía malo, aburría y hastiaba, suponía horribles grillos a unas muñecas, tal las suyas, que no conocieron más argolla que la del capricho. Solidaria, amante y esposa no le dejó acabar. Le entregó el anillito con brillante, que preñaba el estuche verde, sabiéndose desde el instante viuda.


Y marchó el otro, renovando el juramento de rocas y runas, y agradeciendo no tener que contar más, puesto que al sentir peso y calor en la faltriquera tomó el alazán que sujetaba su lacayo y al galope desapareció. Otro alazán, pero con el sepulturero a las riendas, llegaba desbocado. Saltó a tierra el hombre e hincó la rodilla, y antes de abrir la boca ciñó el mosquete y tiró el plomo. A dar. Tras la pareja un grupo de unos veinte boyuyos, con Bichomalo en cabeza, se desplegaba en comanda de emboscada. Y al aire de sacar las pistolas Nicasio habló. El chico se moría. Ahí estaba el caballo, él, y Herejía, quedarían dando horma a los paisanos mientras ella acudía a la demanda. Sin otra, ni palabras o gestos, tomó la señora la traílla del jumento y picó talones a los flancos. - Carga rápido Herejía, ese rocín ronquea responso y estos bastardos vienen crecidos. Carga, demonio, que no conocen. ¡Pum! ¡Pum! A la orden de la espuela galopó el jaco, exprimió el bruto su nobleza dando a morirse en las inmediaciones del campamento. Sin hacer ruido entró la hechicera en la tienda. Aparentemente descubrió a Portento dando las últimas puntadas o auscultando al muchacho, aunque en realidad por primera vez en mucho, mucho tiempo, muchos años, conciliaba el sueño el hombre. Descansaba la oreja en el pecho de Rastrojo, acompasando el cabezón a los vaivenes torácicos. El colmo. El súmmum del intrusismo ¡¡De la senilidad hecha pabellón!! Poca queja aguantó de la mujer. Respondió el viejo encolerizado al ser despertado con zarandeos e improperios del primer sueñecito real en varias décadas haciendo el mal; siendo pérfido; ni media docena de buenas acciones, de coscorrones, en lo que llevaba de vigencia la maldición. El más sabroso que recordaba, seguro. No es de extrañar por tanto que el hombre se moviese instintivo


ante un nuevo reproche y dejase a un dedo de la garganta de la hechicera la punta de su acero. A la vez, y en pudendas sean las partes, la mujer apostó la navaja serrana. Reconociéndose en camino de no llegar a nada se separaron y enfundaron los filos. A hurtadillas contempló Portento el semblante serio de la mujer. Al imperceptible baile de las facciones, tras un rato de aplicar empeño, le sacó la coreografía. Las cejas y los labios, la nariz con otra pieza, se orquestaban sus rasgos en un todo que explicaba lo que le pasaba por la cabeza sin emitir sonido. A fin de cuentas el chico estaba tal que lo viese la última vez, con el gañote atravesado de males y una hipotética cura en manos de una entelequia. Qué más daba que fuese una anciana reumatosa y posible, si no seguro, despojo de gusanos y larvas, o un médico, putero y bribón, que probablemente sólo albergase vida y talento en la imaginación de sus mentores. No, si existiese ese hombre, con tal habilidad y ciencia, ella sería la primera en suplicar una cita, que le echase un ojo a Rastrojo al no verlo todo perdido. Hasta las cartas lo dijeron: “Prueba” “Ve a Madrid”. - ¿Qué le ha hecho? -concluía con la pregunta que no había encontrado cambio alguno- Nada. - Mejor. Por lo poco que me dijeron me asusté. - Na, ni caso. Cuando ha entrado usted vigilaba el sueño del mozalbete y me contagié. - ¿Usted? ¿No estaba maldito? - Rumores que propagan los que mal me quieren. Jamás arpía alguna pudo embrujar a este viejo cachalote. - Abuelo -le arrió la vela- Estoy casada y hasta tengo barragán; la bodega repleta.


De amores y vientos estoy colmada. Dicho esto, retornó a la memoria de la hechicera la situación en la que quedasen Herejía y el sepulturero. Contó al momento el abandono y rogó al hombre, por su espíritu de “caballero”, que le hiciese un último favor, que lanzase el destacamento mercenario en auxilio de los suyos. Portento expuso los pros y los contras de dar rienda suelta a la jauría boloblás. La única precaución que habría que observar sería no estar delante de ellos cuándo partiesen a matar y comer, pues de encontrarte allí, en adobo, crudos o barbacoa, presenció él mismo pasar a las tripas, y salir, a más de tres o cuatro incautos. ¡Y con bozal no bailaban los boloblás! Mejor la ferocidad, sí. Ya se cuidarían los porteadores de tocar un pelo a Herejía o al sepulturero. Aunque no falaban ni miaja boyuyero, la hechicera les hizo entender que lo que les hubiese dicho su rey, allá en su reino isleño y comedido, sería un vulgar juego de niños comparándolo con lo que les haría ella. Dijo bastante. Con la partida de los boloblás el campamento pareció relajarse, o, al menos, eso sintieron Blasfemo y Antoño porque eran los que estaban más saturados por bregar con ellos. Hartos, doblados, dormían ceporros junto al fuego, próximos a Sacromonte, que con sus ronquidos seguía dando aval bueno a la noche. Pastinaka también dormía. Y Hammed, envueltito hasta la cara en la chilaba. Y Úrsula. E incluso la hechicera terminó por sucumbir. Sólo Portento quedó escuchando el lenguaje de las hojas al pasar entre ellas un céfiro. Haciendo brasas la punta de un palo, fijo al fuego los ojos, Portento y sus cábalas rechinaron como acostumbraban cuando tramaba algo malo. Pese a imperceptible a lo ordinario viviente, dichos chirridos tenían la propiedad extrasensorial de alertar a Doña Genoveva, el espectro de la


madre de Pastinaka, que al acto e invocación comparecía, más que nada, por ver si su hijo andaba pringado en el ajo. Rondó la mujer el lugar en silencio, sin arrastrar cadenas ni ulular, y al comprobar que todos dormían tomó asiento. Estirando las etéreas manos buscó saborear el imposible candor de las llamas. Lo intentaba una y otra vez queriendo sentir en el aire un átomo de vida, de calor, porque de luz ya fue cegada y cargada con una misión. Uno, uno y un sino. Sacando a uno de ellos del mal camino, podría descansar en paz en vez de tener que vigilar al pazguato del hijo. Portento era pez viejo, y grande, para el cebo que gastaba ella, pero por probar, no quedaba, y así si veía un resquicio en la defensa se lanzaba la mujer al ataque. Y se lanzó. Pese a ello, Portento era Portento; casi imposible de abordar. - ¡Portento!... ¡Portento!... ¡Portento! - … ¡Coño! ¡Ah! Es, usted. - Perdona hijo ¿Te he asustado? - Genoveva, uno todavía no es de piedra. Verrugo y usted podrán decir lo que quieran, pero no me siento repuesto de lo mío y esta forma de presentarse no me parece de recibo. Avise. - Y qué hago. - Tosa. Carraspee. Lo normal que haga siempre para hacerse notar. - Pues date por enterado. - Vale. Me doy. En silencio siguieron por gusto de Portento. Prefirió escuchar los susurros de la noche. En su nave, a la buena de la Luna, cautivaba el ánimo


el crujir de los mamparos, el gualdrapeo del velamen y las olas, mantequilla a la quilla, golpeando maliciosas a lo largo del casco al ser surcadas. Distinto. Las noches, y los sonidos serranos, eran harina de otro costal. Gritos, tiros, seguían escuchándose en la distancia. Salmos, maldiciones y tambores, eran arrastrados a intervalos por el aire burlón. La noche pasada se revivía y aquello empezaba a no tener gracia. De la larga lista de encargos que le endosase el capitán Verrugo apenas cumplió dos. Y ni siquiera los más relevantes. Eran casi dos recomendaciones: pasarlo bien y no escatimar en gastos si merecía la pena. Y ahora, habiendo seguido al pie el consejo, meditaba la vuelta. - Qué te oprime, satanás -abría fuego doña Genoveva- ¿Vas al baño a tus horas? Por días se te ve más amarillo. - Son los mandaos delicados del capitán. Apenas llevo un par hecho. - O sea, que es verdad que volvemos sin setas. - Dicho así suena frío, Genoveva. “Por imponderables atmosféricos” es un empiece mucho más digno y poético. - A ti te van a cortar las pelotas, ¿verdad? -Intenciones habrá, sin duda. - Pero Ramona ladró, ¿no? -Más bien fue un aullido. - Portento… Portento -espació con intención- No quisiera estar en tu pellejo cuándo se entere Verrugo. Era la quinta hora de la noche, la menos querida para hacer guardia en las cofas por el frío y las apariciones. Todo marino rehuye, paga si puede, por librarse del turno, mas Portento, que doblaba maldito y vicioso incluso en tierra, era más una aparición que un ser vivo. Lo suyo, el achaque recurrente que nunca remitía del todo, le había comenzado a doler de mala


manera otra vez. Las tripas, el boquete que le hiciesen los asaltantes de su hacienda, no acababa de cerrar, de tomar el cuerpo por completo y llevarle a la tumba. Se resistía. A eso de las cinco o seis de la mañana cambiaba el vendaje y exigía un día más para poder llevar a cabo su supuesta venganza. Doña Genoveva acudía delegada al acto para dar fe, y constatar, que así lo quería el sujeto por libre voluntad. Y automáticamente se prorrogaba el compromiso. El pacto, sencillo, quedaba sellado con la ingestión por vía nasal de un poco de agua de mar. Inhalando salitres de una cantimplora se resistía Portento a la muerte. - ... snif... snif. ¡puaj! - … Aquam praebere, sine corpore vitae -se cumpliría el trámite a la voz de Genoveva¡Mare mater! - Eso es. Poco a poco todo se aviene. - ¿Dices? - Afirmo, Genoveva. - El qué. - Que vamos a todo trapo. - Hijo, si así fuese no estaría yo aquí. Portento… Portento, por qué no te enderezas y confiesas antes de morir. A ti te daría igual y a mí me quitarías la prenda. Se bueno. Muérete en paz. - Ni hablar. Y para demostrar que seguía en la brecha arrojó, sin venir aparentemente a cuento, una piedra a Blasfemo. Mentes más preclaras que


la suya recomendaban hace tiempo escribir una línea a diario para mantener la cordura, él, menos sabio, no había día que dejase pasar sin cometer su tropelía; cuando no una colección. Muerto en vida, Portento negaba la Eternidad por cuestiones personales. Al debe llevaba el oprobio de lo acontecido en su quinta. -¿Sabe usted algo de los vientos primaverales que nos esperan? -preguntó Portento al tiempo que encendía la pipa- No es mi especialidad. Y si supiese tampoco te podría contar. - ¿Tocaríamos La Habana? - No me preguntes nada. No me obligues a mentir. Y tranquila quedo porque sería venial. - Pecado ¡no más! - Lo tuyo sí es pecado. Qué manía con volver a Cuba. Si no tocamos puerto es por tu culpa. Las corrientes y los vientos nos alejan de la isla al saber de tu presencia. - Mala suerte. - ¿Mala suerte? ¡Ja! Media docena de veces puede ser coincidencia o mala suerte. La docena que los hados te son contrarios, desde luego. Aunque cien años vagando por océanos y mares, en multitud de embarcaciones… ¡¡Y jamás, según quejas, pudo tu pie acercarse a menos de doscientas yardas de la costa!! Eso, querido, es destino. Nunca es nunca. No pisarás. - Para lo corta que es la palabra “nunca”, intenta abarcar demasiado. - ... ¡Si yo te contase! - ¿De vientos? - Ja.


- Cállese en tal que no me interesa. Amanecía. Con la cara fría asomó el Sol. Levantaba el día perezoso iluminando el tranquilo pedregal serrano. En silencio. Ni revolotear osaban los pájaros. Embebido de paisaje, tarde llegó Portento a descubrir que Perdigón se escurría de la tienda sigiloso, y al galope, quizá por entroncado a Diomedonte, desertaba del campamento espoleado como alma que monta el diablo. No le podía pegar un tiro sin más. ¿O sí? En la disyuntiva Portento lo dejó escapar; e inútil consideró dar la alarma. Evidenciar más el bajón de sus variopintas aptitudes a esas horas no interesaba. Era el momento del día que se reservaba para sí. Con la luz angular y el campo cuajado de horizontes. Las broncas para más tarde. Tranquilidad y ronquidos corrieron parejos al primer tramo de día. Gris, pelo de borra, acabó abriendo el cielo con un manto de nubes. Perdigón notó la mengua de luz y la proliferación de sombras, pero su atención y aliento estaban en el camino, y, a ratos, en la distancia; a la vuelta de repechos y curvas esperaba encontrar ayuda. Sabía que los boyuyos les iban siguiendo al pie, y que los caníbales habían obtenido licencia para darse a lo suyo, aún así, confiaba en los boyuyos, en su serranía cantada y en su buen hacer con el cuchillo al trabar enganchada corta. Y no le defraudaron los paisanos. En el cercado de álamos de la yaya Micaela Reventum tuvo lugar el incidente, el choque entre las dos culturas. La matanza pura y cruda. Entre tanto plato para buitre también encontraron a un boyuyo que acabó


adoptando sin disgusto las costumbres extranjeras. Sí, infectado de barbarismo, se enganchó a una canilla suelta y la ronchó hasta extraer el tuétano, momento en que fue descubierto por Fraybuches y excomulgado de un plomazo. Sólo el cuerpo de Cristo, y en formato hostia bendita, se podría devorar en su presencia. - ¡Pum! - Joder, padre, le ha saltado los sesos a uno de los nuestros; y ni siquiera agonizaba -dijo Bichomalo protestandoAsí mal vamos. Si lo llego a saber no le presto el mosquete. - Ya mandé recado para que nos repongan miembros, por eso no te preocupes. Lo que no puedo tolerar -repuso Fraybuches devolviendo el arma- Aunque ellos sean malos, salvajes y forasteros, son esos usos… no los consentiré, no. Comprendo que queráis pensar como ellos para darles pronto alcance, mas no creo que sea la fórmula. - ¿Remilgos? - Espiritualidad. - Mal lo llevamos entonces. ... ¡Pum! A usted no le han robado carro, caballo, cuñada y mujer. En ese momento apareció Perdigón. Sin aliento, sin voz por el esfuerzo, en un hilo contó lo pasado y oído. A su boca prestaron atención los hombres y así leyeron en los labios que los llevaban a Madrid. Que todos, salvo Rastrojo, iban de buen grado al envite. - Pues eso -respingó Bichomalo- Usted no sabe lo que es que le roben a uno el carro. Sería para cantarlo en coplilla.



CAPÍTULO IV

RASTREADORES


Puede que debido al tiempo tormentoso, o que los caminos tomados fuesen apartados, pero hasta bien entrado el día no se encontraron con alma de andurrial; y escasa verborrea se observó en la marcha. Por parte de los mercaderes, la no comparecencia de los boloblás sólo supuso un problema al principio. Les costó bastante decidir qué baratija elegían para transportar consigo, y al final, lógicos, se decantaron por lo esencial: el arma, el zurrón y el tralarí. Libres de nuevo, ligeros sintiéndose a ratos, a nada que se descuidaba Portento orquestaban tras la carreta tonada alegre de silbos y requiebros, y no considerando el viejo momento ni lugar, cortaba en seco la serenata con una simple mirada. Así estuvieron hasta el alto de la comida, cuando fue inevitable que se escapase el ritmo del trabajo en forma de cancioncilla; Blasfemo necesitaba la música para cocinar, e imponía, a esas horas, su criterio al de Portento. Con una rama de laurel marcaba Blasfemo el compás sin dejarse amilanar por las miraditas del viejo. - ¡Ja, ja, ja y una botella de Ron! El Diablo y el Ron se llevaron el resto ¡Ja, ja, ja y una botella de Ron! - Psee, psee -chistó Portento- No seas paliza. Éntrale a otro ritmo... que bien saben. - ¿Quién? -buscó la apariencia y sólo la halló en el sepulturero- ¿El fúnebre?


- El Violinista, sí. - ¿El Violinista... ”Violinista”?... ¿El que le cortó la chorra al amante de la reina? - El mismito. - ¡Jodó! Blasfemo dejó la letra en suspenso, sí, mas la melodía fue la misma. Y siguió. Conociendo Portento la naturaleza chismosa del cocinero, y sus ganas de agradar, estaba seguro que el rancho del día sería especial, no la bazofia caldosa o espesa que de un tiempo a esta parte había cogido mañas de preparar. Y en efecto, tras otra hora de silbiditos se presentó, para alborozo del grupo, un tentempié de respeto: tortilla de patata, taquitos de jamón serrano, arroz campero ¡Y tintorro abulense! que soltarían, cuando menos para alagar, las lenguas más contraídas. - Espero que os guste -cínico ponía en duda Blasfemo su propio trabajo- He hecho cuánto he podido para alegrar el arroz, pero poco arreglo tenía a mano; poco mar. Acalladas las conciencias a la vista de la redondez del perolo, y el aroma del vino afrutado, le entraron a los platos con avidez. Únicamente un pero podía condimentar el ágape: ¡la vajilla! Rústica, de andar por el campo a cacharrazos, no era lo que hubiese deseado Blasfemo. La delicada porcelana que se tomase del sampán del Emperador de la China descansaba en el armarito del camarote del capitán Verrugo ¡Allí podría estar! Para los grandes compromisos o los pequeños agasajos. Recordaba el cocinillas una cena fría, loro al ananás, que les llevó a granjearse la amistad de un príncipe de las islas Mauricio. Y la tal cubertería, otra noche y otro manjar, a él mismo le permitieron conquistar las enaguas conyugales de un contramaestre de la Compañía Holandesa de


Indias. - Y bien -preguntó Blasfemo impaciente antes que acabasen el último bocado- Ni fu ni fa -se adelantó Portento para que no estallasen salvas- Ni caso -dijo Pastinaka a boca llena- Esto está de muerte. Henchido, seguro, Blasfemo buscó con la vista la aprobación de todos, uno por uno, y por último, se detuvo ante el semblante serio del sepulturero. - ¿Qué tal? - Muy bueno -quiso pasar el rondo- Muy bueno, sí señor. - ¿Sólo eso? - Todo cojonudo. La tortilla sabrosísima. - ¿Nada más? - ... um... mmmm... Extrañado, el sepulturero hubiese deseado saber qué apuntillar para que el otro se sintiese satisfecho, pero sincero, y desconociendo, se limitó a decir: - ... um… Yo en el fondo no soy muy de arroz. Diría que de trujillana tengo paladar. Peor que si le hubiesen pisado los testículos se lo tomó el cocinero. Triste. Vacío. Sin Arte. Quebrado en la llantina, Blasfemo se derrumbó en brazos de Antoño. Después Hammed y Pastinaka soportaron el mismo pasmo, y para rematar, se dejó caer cuán pesado era en el regazo de Portento. - Oíste, viejo -a ratos conseguía articular palabra entre hipos- ¡No es de arroz! ¡No es de arroz! ¡¡A qué mundo vamos, Señor!! Me ca... me cagüen... ¡¡Me cagüen en to lo que se menea!! Virulento, ofendido hasta el cucharón, se esperaba una retahíla de las de


acabar en excomunión, dama, potro, uñas y fuego; y barrer bien las cenizas para que no se junten pronto. Pero no, se contuvo. Una única vez se perdió Blasfemo, y fue por un clavo que yuntaba cuenco y asa a una sartén; un sofrito de pimientos, que caído de la mano, caído en desgracia, espantó al vuelo a su vez un cazo con aceite hirviendo. El aceite, la calentura, abrasó a varios sacerdotes que entre los fogones lameruceaban; la cara del secretario del señor obispo la primera, don Opulento, por entonces simplemente hermano Pulen al auspicio de monseñor, perdió media perilla y el anclaje natural de los pelos. Se desfiguró de tal forma el rostro que pensó perdida la carrera, aunque, por desgracia para Blasfemo, la media cara mala le cuadró buena para eso del trato con contritos. Daba pie a confesar. Al otro lado de la reja obtuvo conocimientos y poder. Tanto, y tan bien confesado lo tuvo, que no sólo se le cerraron a Blasfemo las cocinas de los mejores palacios, ni tabernas de pelagra le quisieron cuando de la noche a la mañana su cabeza y mandil tenían precio. Le tildaron de moroso y usurero con los guisos, de auspiciar el bastardaje en las bodegas, de reciclar pinchos y alguna aberración más. Al aire iban veinte años que sin disimulo ofertase don Opulento en toda Europa, y desde el Paraná al San Lorenzo, cien doblones de oro por alguna noticia que condujese hasta Azaruelo García, “El Pucheros”; cómo le hizo llamar en desconocimiento de la nueva identidad. - No se preocupe -quiso suavizar el sepulturero- Algún postre hará que me haga salivar. - Uy no, salao. Uno no, cientos -respondió Blasfemo presto- Y dalo por seguro también, cómo que a la estrella en apuros le crecen los dedos, que tu rancio cielo palatal no saboreará más las texturas que cuece mi horno. -¿Cómo? - Que me has ofendido, leches -dijo Blasfemo serio y cabal- De hoy en adelante, tú, te cocinas lo tuyo.


Molestar no le molestó, no. Pero tampoco le encontró la gracia. El sepulturero abandonó el sitio y se llevo su ración, y dos más, a la carreta. En ella la hechicera y Úrsula velaban a Rastrojo; ahora no se querían separar ni un paso, sudores, tiritonas, y lo que serían gritos si pudiese, hacían acto de aparición. - ¿Dónde ha ido Herejía? -preguntó el sepulturero antes de sentarse- Creo - y daba licencia la hechicera con la mano- que iba a ver si nos seguían. - ¡Y lo que te rondaré, morena! -opinó al respecto Úrsula- Ese marido que tienes, y el meapilas de su compadre capuchino, removerán cielos e infiernos hasta dar contigo como buenos boyuyos que son. Y para si pueden -y esto hasta ahora no se lo habían planteado- sacarle las tripas a Nicasio. - ¡A mí! -al sepulturero le pilló a medio viaje de tenedor la aseveraciónPor qué, qué he hecho yo que no hayan hecho ellos antes. - Hombre -la hechicera no estaba por el menosprecio- no todos los días se le roba a un Bichomalo la mujer y el caballo. - Y la cuñada -recalcó también Úrsula entre risas su excelente relación- Ea, caballo, cuñada y mujer. Sobre una roca vigilaba Herejía el camino. Era improbable que apareciesen los boyuyos, pero al sentirse inútil en presencia de Rastrojo, consideró de más valía su quehacer en retaguardia. Con los ojos puestos en la sierra pensaba, mal custodio para ningún interés al no darse cuenta, hasta pasado un buen rato, de la presencia de Antoño al pie. - Aquí, aquí abajo -delató su ubicación el artillero- Baja, te traigo algo de comer y vino. Y un purete. - Nicasio dice que quien mucho fuma pronto para. Pero hambre sí tengo. Y sed. Herejía bajó de un salto. Se acercó al lugar dónde descansase Antoño y


tomó de lo ofrecido, lo primero, la bota. Largo, muy largo, de apurar fiestas y bodorrios se daba talento el chico manejando el pellejo. Fino y prieto trasegó el hilo del invento, hasta que a criterio de Antoño la primera atacada estuvo hecha y le llamó la atención. Le previno contra los excesos o el atraganto, mas ni por ésas dejó el vino Herejía, se encogió de hombros y siguió empinando. Dio lección serrana, de ronda y tienta, al acabar matando de un trago el odre. Tiesa, vacía hasta de aire, Herejía dejó la pelleja y tomó el pote de la comida. Antoño estaba sorprendido. Él, artillero de prestigio, con sólo ver beber a un hombre sabía de su urdimbre. Había aprendido presenciando cientos, decenas, miles de millones de veces repartir el ron. Él no bebía, pero observador que era, e intuitivo, enseguida cogió ripio del chiquillo. - ¿Quieres ser artillero? -propuso Antoño- Puedo hablar con Portento, si quieres. - Para qué. - Para que te pongan conmigo en el barco. - Yo... Nosotros sólo vamos hasta Madrid. Tenemos que llevar a Rastrojo al médico. - Entonces después. - Después regresaremos al pueblo, que estará todo olvidado, o nos iremos a buscar a la madre de la hechicera. - ¿Por qué? - Porque ella querrá, me huelo. Está muy pesada, sabes. - ¡Ah! Ahí podría haber quedado la cosa, pero antes que ser descortés Antoño insistió. - También podría hablar con el capitán Verrugo; es muy amigo mío. - No, gracias. Lo único que me interesaría de tu capitán es su perra. - ¿Ramona?


- Sí. - Ramona no es del capitán. El capitán es de Ramona; vamos, ella es la dueña de todo. De la embarcación y sus tripulantes. - No me lo creo. Un perro no puede ser dueño de un barco. Y menos de su dotación. Entonces, ¡ay, amigo!, le cambió el semblante al sencillo Antoño. Osco, de morro fuera y mirada perdida, comunicó con aire frío el resto del recado que le había llevado hasta el muchacho. Anunció que se recogía y se preparaba la reanudación de la marcha. Y que según los últimos cálculos, quien quisiese podría oír misa en la basílica grande de San Martín de Valdeiglesias esa misma noche, siempre y cuando, eso sí, dejase de haraganear Herejía y acudiese al carro. De hecho, le estaban esperando. Independiente que era, tardó, dejó que se fuesen. Con buen criterio advirtió la hechicera que lo mismo el chico se retrasaría, pero que no importaba pues les alcanzaría cuando creyese oportuno al ser el paso del carromato cauto y conocer el camino. Y así quiso. Herejía marchó solo, a unos cientos de pasos siguió las rodadas de la carreta. Vio pasar paisaje y tarde mudo. Desde su montura, que más muerta que viva le obligaba a ser infante, Portento no dejaba de vigilar a Herejía, y éste, aunque no quisiese levantar la liebre tan pronto, rastreaba a los boyuyos, a los cuales, en un repecho, temía creer haber distinguido contra el Sol. Portento también vio algo, pero no estaba seguro, así que para contrastar sus sospechas se fue descolgando de la marcha del carro hasta enlazar con el muchacho. Trabado paso par, y mientras llegaban al altillo que dominaría el horizonte, Portento le preguntó por lo que había, temido, creído ver. No era un juego, no. No era normal. La astilla que representaba Herejía provenía de un bosque de nogales, hombres bravos, daba fe, que querían un…


- ... qué. - ¿Cómo? -no entendió Herejía el sentido de la pregunta- Por qué nos siguen tus paisanos ¿Qué quieren? - ¡También los has visto! - No. Pero tú parece que sí. - Yo les he llegado a ver en sueños. - Nosotros tenemos a doña Genoveva para la labor. - ¿Y doña Genoveva atiza leches? -dijo Herejía cargando la voz- No. A lo sumo arrea pellizcos de monja. Y si te ha oído estará condensándose. - Mis aparecidos sí lo hacen. - Por qué. - ¡¿Y por qué, no?! - ¿Sin ton ni son? - Eso creo yo. - Vaya rémoras infectas. - Sí. - ¿Y es de un tiempo a esta parte -quería saber más detalles que justificar- o viene de alguna fechoría antigua tuya? - De cuna quiero creer que me viene heredado. Y ahí fue cuando enganchó un buen cabo Portento al tener el inicio de algo. Un bebe, Herejía, que alguien habría parido. Es más, jodiendo dos como mínimo habrían estado para traerle a este mundo de palos. - Entonces, ¿el que nos sigue es tu padre? -preguntó Portento para disgusto del muchacho. - Eso quisiese él. - Quién. - Rui Bichomalo. El marido de la hechicera -dijo evidenciando que le disgustaba el tema-


- Sí, ya me he informado. - ¿Y por qué pregunta si sabe? No es bueno para la salud preguntar. - Tú pareces saber muchas cosas. ¿Las aprendes sin preguntar? - Sí. - ¿Cómo? Cómo haces. - Me hablan los arroyos... Me susurra el aire. Um... Huelo la noche y sus tragedias. ¡Sé cuánto hay que saber en la Quebrada! - ¿Y por qué nos siguen, lumbrera? - ¡¡¡Porque mi mad... Calló a medio grito con el estupor del centinela o el pasmo del delator. El Sol boqueaba día, habían llegado al alto y varios puntos furtivos se alargaron por un instante al otro lado de la explanada. Lejos, pero no tan lejos para escapar ahora al escrutinio de Portento. Eran varios. El curato, el otro pieza del que hablase el muchacho, y un tercero con el que tuviesen trato la primera vez que pisasen Boyuyo del Valle; el hijo de la muda. Tras ellos, que eran avanzadilla, otro grupo numeroso, aunque fuera de la agudeza de Portento, seguía a estos. - Tres. Y detrás de ellos la reala -contó en alto el hombre- Yo dejaría aquí las alhajas y el dinero -propuso Herejía- Todo lo que tengáis de valor; lo mismo sacian. - ¡Sí, sí, por los cojones! -divertida le pareció la ocurrencia a PortentoEsos, y todo tu pueblo, con perdón, nos bailan las pelotas. No son enemigo. - Poco sabe de boyuyos. - Yo tampoco desayuno salvado, hijo. Aquí mi cofradía y yo nos alimentamos con escoria de fundición. No menosprecies nuestro valor.


Y esos -desdeñoso invitaba a seguir el paseo- no son madera que no se tale. Ni un brote dejaríamos de ser preciso. ¿Te apuntarías a la luna, mocoso? - A qué. - ¡A podar y fostiar, joder! Y esbozó Herejía una sonrisa, por primera vez ese día, cuándo casi era noche. El campo, que mustio sintió el paso de su hijo, cambió el gradiente de sus colores y ofreció, para un extasiado Herejía, una explosión de vida campestre. En la escasa media hora que quedó de luz plena contemplaron el cielo ahíto de tordos gordos buscando encamarse, a la familia cervato, a la conejo ¡A la jabalí que desvió rauda su paseo! A zorros y gatos de campo que sobre los linderos, y tiesas las orejas, buscasen su sustento diario. Derivados del camino al paraje conocido como Canto del Guarro les cogió la noche. La villa de San Martín de Valdeiglesias distaba un paseo, allí tendrían figón y lecho de confianza, mas un candil en una ventana que no se usaba alumbró de lejos peligro y prefirieron hacer noche bajo un pino seguro. Plagado el cielo de estrellas hicieron el alto. A ratos refunfuñando, ora pendenciera la risa, Blasfemo a la greña andaba con ramas y palos montando el fuego. El muchacho necesitaba agua, vale, y si ingería sería milagro, excelente, mas que Portento tuviese antojo de patatas con magro no implicaba que tuviese que ser el propio cocinero quien también hiciese el acopio de leña y condimentos. Y todo por ir de farol. ¡Ay los boloblás, dónde trotarían si es que no les había llegado la Ola! Aun habiendo tenido sus más y sus menos, Blasfemo ahora echaba en falta los alegres pasos, las diligentes manos y pies que se ocupasen del menester. Lo mismo le pasaba a los amigos. Sentados en torno a la hoguera que nacía


comentaban lo oportuno que sería levantar un par de chambados al amenazar la veleta de Gredos tormenta. Uno para el herido y otro para ellos, así que Hammed, con su deje oportuno, instó al cocinero a gritos para que metiese riñones. Mientras, en el carro, se seguía al detalle un mal rato de Rastrojo. - Herejía, ven -llamó Portento a la reunión- Y tráete al alegrías. Deja a las señoras hacer. Ven. Ven a ver trajinar al maestro Blasfemo y a don Antoñito Voyconmiresto y no tengo una ful. - ¿Vienes, Nicasio? -preguntó exculpándose el muchacho- Voy. Ahora voy. Ve tú delante. De agradecer fue el detalle al irle demudando el ánimo a Herejía ostensiblemente. Quizá en compañía de la pandilla olvidase. Quizá, no. Seguro. Bien se entendían los goliardos y al cebo de la noche hicieron corro. Gordo. De esos que permiten verse las caras y reírse de los granos. Al cabo de chistes y anécdotas, por lo próximo del acopio de combustible, Blasfemo retornó junto al fuego con el jubón de cabrón. Silbando rones y muertos. Insinuando con medios gestos que todo lo sabía. Sí. Iba a cascárselo todo a Verrugo en cuanto tuviese oportunidad. Natural, mascullando nueva ronda de caña y difunto, Blasfemo se aplicó a los pucheros y en un santiamén preparó varios potajes. - No. El Alegrías me ha ofendido, y ése, no cata -dijo rotundo Blasfemo- No seas así -obvio que Portento tenía partido tomado- En el fondo debes sentirte alagado. Es hombre que sólo ofende a gentes de alcurnia; bien estén vivos o recién finados. Date el gustazo de sentirte noble y prepárale un desagravio de los tuyos. - ¡Ja! Ni jarto jerez. - Violinista. ¿Recuerdas?


Vi-o-li-nis-ta. - ¡Aunque fuese el Papa! - Díselo tú, Herejía. Dile por qué ha de llevarse bien con él. - ¿Yo? - Sí. - Bien se vende Nicasio solo. Yo, ni mu. El engranaje cerebral de Portento chirriaba. Nítido, tal axioma, lo escuchó doña Genoveva. Las tribulaciones del viejo se dejaron sentir en lo etéreo y a su vera se condensó la mujer. Herejía al principio no la veía. Observaba a Portento que a labio muerto discutía con alguien. O consigo mismo. Las conversaciones cruzadas radiaban el corro y cualquiera de los presentes podría ser la antípoda. -(Habla con doña Genoveva -informó el artillero masticando las palabrasLa madre de Pastinaka). -(¿Cómo?) -dijo Herejía cómplice de belfo- Doña Genoveva; la madre de Pastinaka. - ¿La de las apariciones? - Sí. También es segundo del capitán Verrugo. Si quieres puedo hablar ahora con ella; por lo de ser artillero. - Bueno, bueno -no quería que se disipase nada- ya veremos. Sin llegar a ser opaca, doña Genoveva, en su intangible voluptuosidad, no aparentaba las diez arrobas sobradas que dio en la soga. La muerte le había tratado bien. Colores que nunca tuvo sin vino flotaban ahora en sus pómulos. La beatífica mirada, la angelical sonrisa que pintasen por fuera a las puertas de Jericó, era su aspecto; tal que más viva que ningún muerto; aun vistiendo mortaja. Dados los contornos, y algo de relleno, Antoño entró en la fábula, la leyenda, lo que cuentan las malas lenguas en los pantalanes.


Llave de valles era el castillo de San Martín de Valdeiglesias. Y llavín de los tesoros forestales de la comarca, la venta del Almirante Olegario Kaspa. Tugurio dónde los haya, contaba con media docena de fieles parroquianos, entre ellos, varios con cédula de requerimiento y familia en los aledaños. Conocido por todos era el hecho, allí se daba cita lo peorcito. Por contra, la comida era buena y los lechos limpios y mullidos. Bichomalo esperó a que durmiesen los hospederos para levantarlos a chuzazos. Los sacó de la trastienda a hostias y por cuenta de la casa forzó la barra libre. A golpe de hacha, a mamporro y crujido, destrozaron la venta con saña. Barricas al suelo. Jamones y embutidos arrojados a los perros. Y al techo fuego. Y prendió tan rápido todo que supieron que hablaba en serio. - ¿Dónde están? -gruñó Bichomalo- Tenéis dos alientos para decirlo o el tercero os lo dará Satanás al bis. - Por quién dice que pregunta, maestro -de puro miedo le salió sainetero a Israel. - Los ricos forasteros. - No, no -y el tono de Lorenza no fue mejor que el del marido- Los que tienen cuartos se alojan intramuros; aquí sólo se detienen algunos a defecar para llegar atusados al pueblo. Busca mal. - Y, cariño, para echar la primera vomitona los poco acostumbrados al viaje. - Cierto, cierto. - Mi mujer. Mi cuñada. El sepulturero y mi carro. ¿Dónde ruedan? - Buscando los caballos sería lo suyo -dio Israel opinión- Otra y torrezno, palabra.


Medrando en las alturas, una maraña de diferentes humos tomó la casa. Esperaba Bichomalo que a la vista de las llamas se les aflojase la lengua. Pero no. Iban a socarrar sin delatar. Alegre, por libre, danzó el fuego fletando al aire un enjambre de pavesas. Luciérnagas enceladas que pregonaron la presencia a lo lejos. A leguas se diría que querían hacer llegar la noticia de su existencia.


CAPÍTULO V

BIENVENID@ AL PSICONAUTA


Después de meses carenando en la recaleta secreta de las Medes, el capitán Verrugo se daba por satisfecho si en un arranque del jolgorio no volaba una tea hasta la santabárbara. Y lo barruntaba. Por ello permanecía en cubierta en vez de andar apurando barriles con la tripulación; en la arena, junto a la hoguera, las venas del cuello de Tizón lo mismo desgranaban amores que tragedias. Entretenidos con la habanera no pensarían en lo sieso y desesperante que les resultaba estar varados. La culpa, ni dudarlo, fue de Portento. A Congrio, timonel en pruebas, espoleó las maniobras hasta que sacó la orza del agua y la ceñida acabó en cornada; al tiesto de unas lapas se instó al timonel novicio. Tarea de Portento era que los bisoños sacasen el máximo provecho a los ejercicios y zafarranchos, así que solía concertar carreras con barcos amigos. Sin transito de buques y mercancías, y prohibidos los naipes, las competiciones de remos o veleros eran la única distracción. La carrera se ganó, todo sea dicho. ¡Aunque a qué precio! La Psiconauta llevaba tres meses con la quilla al sol, y cuadernas y entresijos se resentían. A bordadas se desplazó Verrugo por la cubierta inclinada hasta alcanzar la amura. De allí saltó a los obenques y dónde creyó conveniente tomó acomodo. Ron en mano no se le hacían tan fieros. Grotescos sí. Repudiados hasta de


ferias, confesaría tener la mejor tripulación que se pudiese soñar; amantes de la muerte, al quedar los buenos novios, con ellos navegaría por el desierto si se diese la necesidad. Unos toques, unos nimios arreglos, varios remaches... sí, en fin, y Portento con los últimos encargos, y podrían zarpar en pos del fabuloso tesoro del capitán Caimán. Retornar. Con éste eran cuatro los años que habían pasado desde que abandonasen su refugio en isla Barrena. Su islita. Islote satélite de Ohe-Ohe, pendía ahora de un hilo su pervivencia si no volvían pronto. Boloblás III el Cumplidor, que les dio cinco lunas de peces luna para volver con regalos y presentes, quería a toda costa rehacerse con su “apéndice perdido”; así se refirió a él cuándo negociaron por última vez la compra del peñón. En la enésima cláusula, dónde nunca se mira al no existir, se mencionaban toda suerte de baratijas, caprichos y astracanadas, sin los cuales huelga seguir con esto. Tontería pensar en nada. Verrugo no era amigo de embriagarse. Sobrio tenía mal vino como para darle a probar. Le salían truenos y chispas de la barba tal que al mismísimo Morgan, al cual acusaba de plagio en eso del uso de las mechas. Él, Verrugo, lo inventó, y aunque no cuadrasen las fechas, la tripulación lo consideraba cierto por la cuenta que les traía. La palabra de Verrugo, al menos en el fragor de la pelea o a la mala mar, era la palabra de Dios. - ¡Tú! -y un “¡Tú!” del capitán Verrugo era mucho “tú”- Dónde vas con la antorcha, cretino. - Capi -dijo Tizón llevándose la mano al pecho- aunque digan que mi familia escucha voces en las llamas, y que goza con ello, el andarme con esta tea, a estas horas, y con los pantalones medio bajados, es porque me gusta saber que no me meo los pies. Vamos, que sé dónde apunto. - En otra parte te pones. Aquí, tan cerquita del casco, sabéis que no me gusta que se esté fumando. Y menos que se orine.


Un buen día, un día de buenas noticias, o teniendo razón, Tizón hubiese exigido, defendido, su derecho natural como hombre libre que era a mear dónde quisiese. Mas Verrugo con ron y pistolón, tocaba campanillas de mal momento. Refunfuñando, por no quedar cobarde, se alejó Tizón con viento fresco y Verrugo pudo volver a sus pensamientos por un instante. No tenía lo que se dice una lista convencional. El reyezuelo de los boloblás le contó una milonga, una historia de su tribu, historieta, de regalos y presentes a los Dioses. Ofrendas espectaculares que repercutirían en buenos vientos y muchos peces; aunque por lo extravagante del camelo, quedaba claro desde el inicio que lo que quería realmente era recuperar la islita. O pillar por todo lo alto. Algo sabía del tesoro. Sí. Boloblás III el Cumplidor tenía la mosca tras la oreja: Caimán, isla Barrena, los cerdos largos todo el año trajinando… Bueno, esto último a ratos. No todo era pico, pala y saeta. Por cada hora, cada día de trabajo, diez veces era el tiempo que se dedicaba al descanso, a pensar en musarañas, a privarse de la realidad. Y ejemplo era el momento. Aunque la tripulación que quedase no llegaba a las seis docenas parecían ocupar toda la playa. Los ecos de las risas, de las espitas sueltas y los odres flojos, no tenían oídos curiosos que importunasen. La cala era de ellos. Todas. Tan pronto les daba el venazo corrían de la mano por la arena para darse un pechazo, tonto, en la orilla del mar. Y volvían empapados al fuego, pidiendo más vino y cante. Y la verdad, de una fiesta sin guitarra poco se puede esperar. Sacromonte, con su mástil y sus cuerdas, estaba lejos, y que de un momento a otro se escuchasen pistoletazos era cuestión de imaginar; hasta los cañones usaron noches redondas. Sin embargo ésta era una noche normal. Con sus estrellas, con la marea a su hora. Con los brincos de los peces curiosos congregando al borde. Allí apagó Tizón la antorcha para unirse a la jarana. Creyendo extinto el conato Verrugo desmontó la pistola y con un


mordisco abrió el galón de ron. Ebrio, al igual que el resto de marinería, deseando estaban estos del gesto para avivar la juerga. Se habían conchabado de antemano, y a ratos, sabiendo la paranoia del capitán con el fuego, cual moscones zumbaban por los flancos. Vizcaíno, Jusep y Vicente, junto con Santiago y Guanche, aún siendo del mismo barco llevaban cuentas aparte. No eran marinos puros de los que viven en la mar. Querían tierra, no aventura, sus Américas consistían en vacas, en vides, en hijos y nietos feraces con los que poder degustar altramuces. Éste, para ellos, y con suerte, sería su último embarque, pero entretanto no pisasen suelo firme y propio serían uno más, y si el juego era incordiar al capitán, ¡con su riesgo!, allá iban los primeros jugándose la tierra que no tenían. Así hizo Vizcaíno, que tan rápido se acercó, con tan poco tino y disimulo, que Verrugo le dio el alto a tiros antes de llegar a lugar comprometido. Varios días duró la obcecación por quemar la goleta. Con mucho trabajo, y tirando de los tratados que dejase en el camarote Bulín de Aguiloche, aparentemente logró Verrugo convencer a la tripulación de las nefastas consecuencias que aparejaron actos similares cuándo se llegó a lo que se creyó las Indias. Habló. Disparó. Y acabó por aburrir. Y no inspirando el fuego confianza, se pensó directamente en hacer saltar por los aires la Psiconauta con Verrugo dentro. Y se intentó. Tal tortugas al desove, utilizaron los botes para acercar barriletes de pólvora al lecho dónde descansase la nave, Verrugo, por más que afinase con los mosquetes que tenía repartidos, no conseguía que los armadillos cejasen del empeño hasta que a las bravas, y con mucho sudor y tiento, cargó las culebrinas del puente. Entonces, ante el nuevo calibre de la situación, los hombres se retiraron a una cueva cercana. Estuvieron mucho rato hablando. Jugándose a pajitas o chinos quién daba el primer paso para


decirle al capitán que todo era una broma. - ¡Capitán! ¡Capitán! No dispare, enarbolo bandera blanca. - ¿Quién habla? - No se lo puedo decir porque luego tomaría represalias. - Que no, palabra. Quiero saber quién alienta a estos chicharrillos para ascenderle. - ja ja. - No te rías, calamar, que ya te reconocí. Esa risa estrábica es de la hiena de Atúnez. - ¡Antúnez, cabrón! -se delató- Olía que eras tú. Y, si no me equivoco, que se me haría raro, a tu lado estarán Gabacho... - Oui, se mua. - ... Doblefeo... - ¡Presente! - ... Narizotas... - ¡Verrugo joputa! - ... Calvorota... - No he venido, capi. - ... Y, temo a mi pesar, que Congrio y Patata también anden al cochifrito. Patata, Patatita cuándo era chica, fue encontrada entre unas matas una noche de retirada. Tuvo que cargar el difunto Facundo Ojos de Rabia con ella varias leguas en brazos para que no delatase la posición al destacamento de ingleses que les seguía las huellas. Y una vez pasado el peligro, y metidos varios istmos de distancia, se les hizo cruel abandonarla en plena jungla. Y siguieron cargando con ella por turnos. Verrugo advirtió ya entonces que hacerse abuelos en el oficio era sumamente peligroso, que mejor sería entregar a la primera india que encontrasen con pinta de matrona. Pero Patatita era rubiaja, blanquita de


piel y tierna para vivir entre salvajes. De entregar sería a la primera mujer blanca, y decente, que cruzase su rumbo. ¡Y más difícil que encontrar indias albinas les estaba resultando! Sí, trece años después del incidente aún iba a bordo con carácter provisional. Y ya no era tan chiquitita. Cierto que tenía tareas encomendadas y que se ganaba la plaza con holgura, pero empezaba a ser pimpolla y necesitaba un marido. Necesitaban. Todos estaban de acuerdo en ello pues después de tanto rato de roce se consideraban familia. - Patata, sal bonita, sal. Sal del recoveco, mal apaño te haríamos si te desfigurásemos siquiera una uñita. Sal, voy a cegar la cueva de un cañonazo. - (Joo). - (Vamos, que no bromea. Vete -instó Antúnez-). - (Yo no salgo si no viene Congrio conmigo). - (Claro -protestó Tizón- Y al resto que nos den por culo. Mira tú qué bien). Talismán era la chica. A la sombra de su suerte salieron pidiendo armisticio los revoltosos. Prometieron no alzarse en armas durante un tiempo y portarse bien, trabajar algo y beber menos. Pusieron cara de buenos y tornaron tranquilos a las llamas para soplar agua del carmen. Impasibles a los disparos, a las carreras, permanecieron los Disidentes. Dos ingleses de Inglaterra, y un inglés de las Américas, que con ellos estaban por intercambio, ¡y fueron cambiados por tres! Vaya, si los que partieron, Anselmo, Pestiño y Honofre, fueron despedidos con salvas, los que subieron, “Yon”, “Yaims” y “Zomas”, a carcajadas y pitos fueron llorados. Evidentemente eran inútiles hasta para los suyos y el intercambio le debió ir a la par. Después de varios años seguían siendo igual de ingleses y raros. - I think they´ll do it -dijo John- I think that at the end we´re going to work on Sunday.


- Atheistical -sonrió irónico JamesThey never have a relax, Sundays inclusive. - I´m agree whit them -opinó el inglés ultramarino que disentía en el seno mismo; Lortom a la postre- Everybody is free to choose their own religión, their own job and their free time. Las tornas cambiadas alumbraron el nuevo día. Verrugo, durante la noche, haciendo alarde de una fuerza sobrehumana, dio la vuelta a un cañón desmontado de la Psiconauta. Éste defendía la bocana, pero ahora estaba orientado para volar la boca de la cueva dónde dormía la tripulación. El ojo negro del cañón les dio los buenos días. Cuando asimilaron los nuevos roles, Verrugo les tiró una maroma y les ordenó que se anudasen por el tallo. Amarrados por la cintura les tendría hasta que diesen signo claro de redención. Unos a otros se ataron refunfuñando, y para evitar argucias pidió a los Disidentes que comprobasen los nudos. Los de Tizón y algún otro tuvieron que ser tensados al ir flojos, y los de otros, tal que Patata y Congrio, aflojarse por cumplidores. En hila les llevó junto al barco y obligó a que tomasen asiento en la arena. Y les echó la charla del Verrugas, discurso, soporífero de la muerte dónde los haya, se pagaba con las muelas la bula de la ausencia. El gato, la quilla, ¡el maroon!, cualquier evento resultaría más placentero. ¡Y ése era el problema! El tedio les minaba por dentro. En cuanto estuviesen a flote desde luego que habría acción, la Psiconauta capitán Verrugo aún tenía pólvora en la santabárbara para echar a pique la flota del Sha. Y eso derrochando. Escatimando, ni uniendo fuerzas moros y cristianos podrían expulsarles del lago Mediterráneo si se les antojaba. Sí, lago. “Dos clavos, dos clavos, palabra, y zarpamos” fue la muletilla que repitió el capitán para que de todo, algo, les quedase grabado. Y siendo


Verrugo cómo era ¡y que quiso ser aplicado! consiguió que el leitmotiv a alguno llevase a la locura. A Parruski en concreto; en ayunas, esa charla, fue inhumana. Parruski abrió el nudo con dos chanchadas e hizo ademán de agarrar una tea cercana, mas Verrugo, atento, le saltó sobre los lomos y de un mamporro redujo. Habiendo compartido suplicios con sus hombres, Verrugo estaba seguro que una simple charla no les iba a cambiar. Sol y sed, y algún palo que otro por si acaso, era la primera parte del exorcismo, que por decir algo, tenía pensado realizar. ¡Que estaba perpetrando! - ¡Vergüenza me daría! Siendo tantos y no habéis podido conmigo -buscaba Verrugo los colores al pabellón¿Así os aplicáis siempre? Vaya ristra triste de pulgas de playa. Ladillas de corsario. ¡Puaj! Asco me dais. La diatriba fue canónica. Empezó destrozando para luego construir. A todo recurso o resorte tocó la clave, hurgó cuanto pudo en los motivos particulares y para media tarde a alguno tenía ganado; un chusco de cena y vuelta a empezar, de abajo arriba, de arriba abajo, y un sueño ligero, un coscorrón sabroso, para seguir toda la noche. Tizón olió la dinámica y se unió a los dispuestos raudo. Igual que él hizo el sector “canalla” de la tripulación. Y los Disidentes. Y Sordociego y Antiguo, que aunque mucha ayuda no prestasen, en su senil cabeza guardaban un montón de consejos imprescindibles para navegar seguros. Sus conocimientos iban desde qué santo es el apropiado para el picor de manos, a qué es inadmisible en una relación contractual; de vastos e ingeniosos eran considerados tesoro. Estos hombres juraron por el poco honor que les quedase que acabarían de


arreglar la Psiconauta en una semana, o semana y algo, si como anunciaban las nubes renegridas no jarreaba mucho. - ¡Ja! Una semana, el Verrugas flipa -expresaba Antúnez en alto el pensar de muchos- En una semana no nos pondremos de acuerdo ni en el color del casco. - Tú todo es por no currar -refería también Calvorota el pensar de otros- Tú y Tizón. - Oye. Yo soy libre... - Y eso qué tiene que ver, tuercebotas. Además, sin barco eres negro y fugitivo, Tizón. Tienes tu libertad comprometida con nosotros. Igual que los Autónomos, que sin barco se quedan sin tierra. Hasta los Disidentes. Estamos todos en la misma nave. - ¡Por ahora! -reseñó dedo en alto James- Si mediase la oportunidad de cambiar, a un buque de

Nuestra Graciosa Majestad, nosotros tres

saltaríamos la baranda. - Yo no -disidió Lortom- al igual que muchos de mis conciudadanos de Filadelfia, pienso que empieza a ser momento idóneo para que nuestros rumbos se separen; si se diese la situación, yo me quedaría con Verrugo. - Allá tú -advirtió John- pero sabes que pase lo que pase, té seguirá mandando nuestra familia a la tuya. ¿Quieres que digamos algo de darse el caso? - Sí. Decidles que se pasen al café. - I will. - Thanks. Mancomunados a la lengua franca de la mar nunca fue problema la bandera de nacimiento, y ahora mucho menos, pero cuando la mar se agita se echa mano a lo que uno tiene más cercano; hasta Gabacho, que oriundo


de San Juan de Luz era trilingüe perfecto, nunca fue obligado a referir su patria. Rutinario como la guardia Portento sacó los lienzos limpios y los óleos de desinfectar. Todos sabían que tenía herida, y grave y dolorosa por las escasas muecas que se le iban. De haber visto medrar gusanos, y licuarse vísceras y nervios, alguno, sin duda, hubiese vomitado. Tan privado volvió el pulcro acto que la propia doña Genoveva debía girarse. Estúpida situación, la verdad, considerando que una vez aparecida la señora controlaba un sin fin de dimensiones. Pero así pedía Portento para tolerar. Le dio al zotal y se encinchó la gasa oportuna y acostumbrada, mas doña Genoveva, indiscreta y nasal, insistió en que algo olía a podrido en Dinamarca. Evidente que Portento se traía algo entre manos, mas el efluvio corrupto era mundano y sutil. Catando palatino el aire terminó dando con el lugar de emisión ¡El muñón del muchacho! Los dedos, que en ausencia, degeneraron en cangrena. Sin rendir cuentas a nadie Portento tomó la decisión de cortar por lo sano aunque luego le costase un disgusto. Sedó con zumo verde de opio y con el escalpelo de viaje amputó. Aprovechó bien el tiempo, y al filo de los primeros escarceos de la hechicera con la mañana hizo el último nudo al pañuelo. La hechicera, creyéndole ente del sueño, le permitió la huida. Sería al buen rato cuando se diese cuenta del detalle. Lo poco favorable que le iba a resultar al cojito quedarse sin mano ni voz. Adiós al virtuosismo y bienvenido a la limosna. Úrsula no se dejó llevar por las apariencias. La limpieza del trabajo, el remate de la obra, no era revoco extraño al pulso del autor. Y ya se olía la corruptela por la noche, sí. Ducho en mancar, siendo marino, uno se fragua experto en dos mares del


mundo. En Berbería, al negocio berberisco, o en los mares coloniales luchando al lado de Su Majestad. O en contra. Precisamente de ese lado instalada andaba la bosta de cabrón más infecta de Europa ¡Del mundo! La hechicera imbricó a estos colectivos en toda suerte de males. Buscaba la chispa, el gesto molesto que alguien del grupo expresase para tener con quién rebatir el tema, y, llegado el caso, abrir a la canal con el cuchillo. Enemigo pudiera haber sido cualquiera si al revuelo, y los gritos, no se hubiesen adherido incondicionalmente al pensar de la mujer. Con ella estaban al ciento por ciento, renegando del miserable puerco que al galope tendido les dejase colgados en la sierra; y sin otro caballo que el que empujase el carro. - Y eso no es nada, señoras -dijo Blasfemo por lo animada, y veloz, que se volvía ahora la marcha con un camino llano- Yo he presenciado el hurto, durante la siesta, de las babuchas de un emir en su serrallo; en uso las tenía el pobre anciano. - Babeando le voy a dejar. Sin dientes ¡No le van a retener las muelas las salivas! Así que babuchas tampoco usará en algún tiempo. Si saliendo le iba partiendo la hechicera los morros a Portento, al enfilar el paso del Alberche, para salir a Navas del Rey, le sacaba un brazo por una manga. Y llegando a Chapinería, que harían noche, ni un hueso sano le quedaba a Portento. Así pensaba la hechicera mientras avivaba el fuego que calentaba el agua, pero, tras la cena, dispuesta estaba a escuchar el alegato del viejo… eso sí, previo a partirle en dos. Por la mañana era fina, polvo, la arenilla del camino que les llevaría a Boadilla. Estos contornos eran nuevos para Herejía, así que andaba cerca de la carreta en vez de ir a remolque cómo había hecho hasta entonces. Mejor así. No estaban peor las cosas, pero tampoco mejor. La hechicera


recapacitó su postura, y a solas, íntima, le confesó a Úrsula que reconocía el buen trabajo del carnicero. Pero aquello quedaría entre ellas al haber conquistado el grupo una aceptable armonía; sin Portento rondando todo marchaba mejor. ¿Dónde estaría? No muy lejos, seguro. A ratos un bulto les precedía en la distancia. Era Portento, que poniendo el Sol por medio, exploraba el camino, mas hoy tendría problemas al morírsele definitivamente el caballo. Andando, y maldiciendo a todo tratante equino que hubiese conocido, llegó a Boadilla, con escarcha en la sesera y la nariz congelada, y se dirigió a tomar reconstituyente en un ventorro que conocía; si no limpio, sí discreto, dónde podría calentarse por dentro y por fuera tranquilo. Lástima que del antro no quedase ni picaporte. Consumido por las llamas aún humeaban rincones, fuera, en la pared más alejada, una hilera de agujeros insinuaban paredón. Los cuerpos no tardó en hallar, algunos desfigurados por la tortura le sugirieron métodos conocidos, pero la rúbrica y confirmación de sus temores vino al encontrar tirado en el suelo un guantelete rojo de montar a caballo; con las iniciales grabadas a fuego: ¡”D.O”! La pista, prueba, recogió del suelo y desapareció del lugar ligero. Portento necesitaba encontrar un sitio seguro donde tomar aliento y esperar a la carreta. Aunque temiese a la hechicera, más peligro entendía en un guante de viaje vacío. Oculto a los buitres dejó el cuerpo del jamelgo, junto a él esperó unas horas. Horitas... um... tensas... en las que a ratos vio cruzar destacamentos y gentes de a caballo con visos de ir batiendo la zona. Bien entrada la tarde remontaba la carreta del horizonte, y sin esperar a que llegasen a su altura, pues por otro camino veía crecer la polvareda, fue al encuentro Portento de la comitiva. Su figura, de enano a gigante, tomó


cuerpo mientras corría haciendo aspavientos, gritaba sin voz que no hiciesen ruido, que no relinchase Ataulfo ni suspirase el crío. Había oídos. Milicia y mercenarios pululaban los caminos. Mas en la distancia la hechicera sólo supo leer que la rancia silueta de Portento se acercaba crecida, en la misma línea simiesca que la viese menguar hace nada, e irritada, y rápida, sacó del cajón, bajo el pescante, el fusil de matar alimañas y pegó un tiro de aviso. La detonación tomó la estepa castellana extendiéndose hasta el infinito, y gritos, y entrechocar de metales, fue la respuesta invisible que creció tras unas tapias. Sin disimulos corrió Portento para unirse al grupo. Reorientó de la traílla a Ataulfo, que era cabeza y grueso del tiro, y se subió a él, acto seguido le mordió una oreja y el pobre bruto salió zumbando, arrastrando el carro, a los compadres y a Herejía; que se asió ágil a una estribera. Veloces tomaron caminos de segunda y tercera hasta lograr despistar. A la vista de Madrid acamparon. Durante la alocada huida la hechicera y Portento no cruzaron palabra, de hecho nadie profirió vocablo; salvo algunos monosílabos de terror o los polisílabos de alivio posteriores. Pero que Portento alteraba la normalidad era innegable. No a su gente, que sabían cómo era y en mutis aguardaban para no perderse un ápice del choque, alteraba a la hechicera, que en las hechuras del hombre entendía un mal ejemplo para el muchacho, para Herejía, que de reojo seguía los movimientos del viejo. El coitado Rastrojo difícil ejemplo tendría a seguir. - Las cosas claras. No quiero que le aplique más remedio, ni atajo, al chico -dijo la hechicera refiriéndose a Rastrojo- Para cualquier cosa me consulta, y si no tengo criterio puede que lo deje yo al suyo. Pero... Vamos… No lo vuelva a hacer o le mato. - A mí o al chico.


Tocada en la fibra la hechicera se acercó a Portento y le propinó una buena hostia a mano abierta. Le cruzó la cara con ganas y luego volvió a su sitio. Sin llegar a estar estupefacto, al esperar Portento el golpe a mano llena, fue ahora él quién se aproximase a la hechicera y de arriba abajo la mirase. Y soltar una hostia pareja. Antes que tocase suelo la mujer, el sepulturero tenía frente a la nuez el yambé de Hammed con su filo curvado para degollar, y éste, a su vez, apostada tenía la navaja de Herejía, que al tiempo, recibía en la sien la boca de la pistola de Pastinaka. Tonta era la cadena estando en el mismo bando. Aunque muy negra hubiese quedado la noche, esperaron a que una nube propicia velase los contornos para acercarse a la villa. Tranca echaban a la puerta a esas horas, mas a un toque conocido, o al tintineo de unas monedas, la puerta entornaba. Portento gestionó el paso y antes que pudiesen preguntar por el inmediato destino, se detenían ante una casa de dos pisos que tenía todas las luces encendidas por estar a pleno rendimiento el negocio. Era el obrador de Jose y Bego, pasteleros apasionados por las mariposas, que dispuestos estaban a dar la vida por las alas de un ejemplar exótico. Y les mandaban con frecuencia. Una vez en el zaguán de la pastelería pudieron hablar tranquilos mientras los hijos pequeños del repostero conducían a Rastrojo y Sacromonte a confortables aposentos. Ellos se dirigieron a un salón y entre mordisco y trago se enteraron de lo ocurrido en los últimos días. Madrid andaba revuelto. Se había detectado la presencia de agentes extranjeros, alborotadores y enemigos del orden, se decía, que en la algarada buscaban hacer tambalear a la Casa de Lis. Y además estaba el robo y ultraje padecido en sus territorios serranos nada menos que al confesor de la Reina madre, don Opulento, que por sí sólo, se las pintaba a cuadros para


encontrar complots y atentados detrás de cualquier mendigo. Aunque estuviesen dentro difícil lo tendrían para circular sin ser parados. Con esto no contaba Portento, no entraba en sus cálculos que le prohibiesen caminar por las calles, pero tampoco le contrarió mucho. Si no querían que utilizase las aceras caminaría por aleros, caballetes y cornisas hasta llegar a la Costanilla de los Desamparados. Después de reponer fuerzas y ultimar detalles, dejaron durmiendo a Sacromonte aunque a Rastrojo lo instalaron en una parihuela casera y se echaron a las tejas. Brete fue pasar de una casa a otra con la calle por precipicio, mas la propia camilla del chico hizo de puente y pasarela. A ratos también necesitaron recurrir a la umbría de portales y corralas para evitar topar con los corchetes. Tanto como el oído, la astucia o la vista, les resultó proverbial el encontrarse próximo un antiguo convento desvencijado. Muchas veces contempló Portento desde las ventanas del prostíbulo la urdimbre semiderruida del tejado, de memoria sabía qué vigas morían al vacío y cuales mantenían conexión de una punta a otra llegando al palomar. Primero pasó él para mostrar lo sencillo del camino, y después animó seguro, mas en un susurro, el paso a uno de la compañía. Lentos, cruzaron invocando en el intento a Santa Bárbara y a la Virgen de los Remedios, patrona de Boyuyo, que apego especial decían que tenía a equilibristas y fulleros. - Y ahora qué -acabó preguntando la hechicera al darse cuenta que Portento había encontrado la trampilla del lupanar asegurada- Nos liamos a trompadas o tiramos piedrecitas al primero que pase por abajo. Antes que retroceder sin necesidad, o darle la razón a la mujer, Portento se quitó el fajín e invitó a la cuadrilla a que le echase una mano. Uniendo su faja a la de Pastinaka le daría para llegar a pie de calle, pero no necesitaba tanto. Si le sujetaban, y aguantaban el balanceo, correría por la fachada hasta agarrarse a un balcón o ventanal. Y allí ya le atenderían pues


en todas las habitaciones estaba pegada la cama al visillo. - Tic, tic, tic -golpeó con las uñas el cristal- Tic, tic, tic. Bulín, Bulín. No te hagas el Sordo y abre. Soy yo, Portento. Tic, tic, tic… Ponte los calzones y abre la ventana... tic, tic, tic. Bulín, por tus muertos, si no me ayudas me voy a partir la crisma. - No son horas, Portento -por fin respondían con voz cazallera desde dentro- Ven más tarde y te abro. - Más tarde, de no abrir, me pasas directamente a buscar a la morgue. - ¿Es urgente? - Estoy colgando del fajín de Pastinaka, hazte cuenta. - Vuelve por dónde has venido porque seguro que sois capaces. Dejad de hacer el chorra de una vez. - No es broma. Ábreme y te cuento. - A ver, dime, qué es tan importante -asomó a la reja con trazas de farra reciente- Quién coño se muere que no puede esperar hasta mañana. - No soy yo. Abre. Es un muchacho que traemos en camilla. - ¿Volando cómo tú viene? - Más o menos. Ábreme la puerta de la calle que me descuelgo y entro. Y te cuento. - Vuelve mañana, Portento. Dentro de un ratito he quedado con Maruja; antes del gallo. Vete. - Bulín, cacho cabrón, abre o te meto un paquete que te cagas. - ¡Serías capaz! - ¿Lo dudas? - … Dame un instante para vestirme. Nunca es más eterno un instante que cuándo le ocupa al doctor Bulín de Aguiloche el atusarse la imagen. Dandi, bello de espejo, se tomó su tiempo, y cuando bajó, se creía Portento en el olvido y con la daga de vela intentaba


saltar la cerradura. A cogotazos le hizo pasar Bulín y le llevó a la única habitación del edificio que no tenía lecho al ser para vicios. - ¿Qué es tan importante para joder la puerta? -preguntó molesto Bulín- Tú no riges bien, viejo. No se puede uno aparecer a estas horas así. Venga, vamos, más te vale que sea importante. Qué sucede, desembucha. - ¿De verdad has quedado con la Maru, golfo? - Maruja y Terete. Y tu prima la golosa nos dará aire. - ¿Me harías sitio? - Ni hablar. Qué es tan importante. - No nada... ¿A qué hora dijiste que vendrían? - ¡Portento! - Bueno. - ¿No me habré levantado para nada? - Depende. - Depende de qué. - De lo que seas capaz de hacer, Bulín. Seamos sinceros, tú estás muy mayor para el negocio... - ¡Qué! ¿Habéis asaltado una bodega? Ésa será la única excusa que acepte. Vienes a mi cas... bueno, vienes a altas horas, hecho un guarro, estropeándome una noche deliciosa y una madrugada que me prometía de odaliscas. ¡Coño, si hasta me has hecho envainar! - Ves. Cuándo inútil te consideramos para lo de la medicina te lo tendrí… - ¡Inútil! ¡¿Qué carajas pasa?! - Pues que traigo un chaval con un cortecito en el gañote, y le he


comentado, que quizá tú no le dejases mucha señal. - Ninguna si depende de mi pulso el zurcido. Quién es. - Un garrulillo aprendiz de bribón. Una auténtica tripa de sardina. - ¿Otro gato callejero? - No, y ahí está lo bueno. Son gatos de campo. En la matriz de Gredos dimos con ellos... - ¡¿Ellos?! Cuántos aeronautas traes. Corre que te corre, incansable, cruzó Ramona media península lengua al viento. Volvía a las Medes con nuevas, y lo más rápido y sencillo para ella, como perra de aguas que era, sería enrolarse en un mercante. Sabía que del puerto de Denia zarpaba regular un capitán con novia en Estartit, un gallito, que para dar gusto a su prometida, solía realizar desafíos vacíos en dirección a las islas de los ladrones; a nado, si no pudiese con artimañas desviar el rumbo, llegaría Ramona desde ese barco a la cala. El navío aún existía. El Salmonete Voraz capitán Felixcarpio Requena fondeaba el esqueleto en el citado puerto. En la bodega pieles y cueros para vender en Barcelona, dónde cargaban rafias y sedas con destino el resto del litoral. Pequeñas chapucitas y apaños perpetraba el Carpio, y en consonancia le iba la nave; artesanal, al igual que los productos que transportase, el lanchón lucía los colores de la Corona por agradar. En cuanto abandonaban puerto arriaba trapo y su arrojo era cautela. Tres docenas de enseñas y gallardetes llevaba en la bitácora, a mano del catalejo y variopintos documentos que diesen salvoconducto de puerto y carga a cualquier autoridad que abordase una inspección en ruta. Era, lo que se dice, un zorrón de mar. Habiendo lidiado galernas en cayucos y trirremes a Ramona no le asustaba la mar ni sus gentes. Y menos su fauna. Buceaba como el mejor de su raza y a las veinte brazas tenía certificada la apnea. Y ésa era su


jugada. Muchachos y perros locales entretenían el ir y venir de los ociosos con arriesgadas zambullidas en el grao. Saltaban desde jarcias y cofas por una simple moneda de cobre. Ramona observaba, aguardó mañana y tarde hasta que con las últimas luces divisó a lo lejos al chaparrete Felixcarpio, entonces brincó de un bote a otro hasta que llegó a primera línea de juego; compartiendo borda e intenciones con dos críos y tres perros. Eran los campeones en esto de recuperar monedas arrojadas, y a esas horas los saltos eran de exhibición. Las últimas florituras, los tirabuzones y clavados más intrépidos, buscando que aflorasen metales nobles, se realizaban a la caída del Sol. Tramposa, Ramona se tiró antes de tiempo al agua y recogió una moneda de plata que apenas comenzaba el aleteo. Abuchearon los espectadores, ladraron los perros y los chicos amenazaron con cortarle el pescuezo, pero ella no hizo caso a la bulla y nadó graciosa con la moneda entre los dientes hasta hacerse izar al barco con mejor arboladura. En cuanto llegó a cubierta se escurrió del cubo y se echó a los obenques. Trepó a la gavia mayor y se dirigió al penol. Allí le miraba todo el puerto, había captado el interés general al salirse de lo normal, y siguió a excepcional al ser ésa la intención. Escupió de lado la moneda, y ésta, de ley, cayó plomo al agua. Saltó tras ella la perra y en el vuelo hizo teatro de sus dones. Giró, hizo ovillo, abrió las patas molinillo y al último momento, cual martinete, entró flecha al agua. Al ratito, rato para mirones, salía por sus propias patas y subía al muelle. Allí se sacudió antes de regurgitar una piedra del fondo, varios pececillos, una muela y la consabida moneda de plata. Y sin más, emparejó Ramona su paso al caminar casual de Felixcarpio. Abriendo camino al dúo recién formado la muchedumbre murmuró. Orgulloso de gorra abajo, el marino se dejaría acompañar por el animal en vez de alejarlo a patadas como hubiese sido lo suyo. Más feo que él era el


perro, desde luego. Perra. Mucho más. Y pese a ello decidió que engalanaría el morro de su embarcación al albor. Sin duda. E hizo. Mascarón por unas horas fue Ramona en la punta del bauprés. El Salmonete Voraz puso proa a mar abierta y en poco tiempo navegaban a raya de costa. A media mañana el capitán dejo la caña a un subalterno y citó a la perra en la toldilla de proa. Le puso ración y extra para almorzar, y tal que a hija de mar habló de la travesía. Aunque en los papeles iban a tocar Ibiza con toneles de melaza, la idea era llegarse a las Columbretes a una cita. Cita, comprometida, en la cual traspasaría carga y compromiso por una bonita suma. Luego sí, el Salmonete Voraz recalaría en el puerto que quisiese, pero, por lo más sagrado de la mar, suplicó que no le amotinase la tripulación ni le hundiese la nave. Y menos hacerle arribar a puerto dónde le malquisiesen. Indudablemente caló a Ramona al vuelo. Parecía saber mucho de ella, o saber más de lo que le convendría a nadie que estuviese al tanto. Felixcarpio, para mejor hacerle entender a Ramona sus ideas, desplegó ante ella una rudimentaria carta marina de esas que se transmiten de capitanes a grumetes. Y con el dedo marcó el curso en el papel. Las intenciones. Los puertos dónde trocarían la lana en café, éste en tabaco y aquél en especias y tapices. Tras las Columbretes, que recalcó prioritario, tocarían puertos varios entre Cartagena, Barcelona y las Pitusas. Dónde quisiese echarían el ancla. Ramona, comprendiendo, pisó la Costa Brava en el pergamino, y diligente, el capitán mandó traer otro mapa, el cuál volvió a pisar la perra marcando el golfo de Roses. De allí, no en carta, sino en la memoria, guardaba lista de fondeaderos y plazas amigas Felixcarpio. -... ¿Cala Bona?... ¿Cala Joncoise?... ¡Empuriabrava! ¿no?... ¿Cala


Montgó?... ¿Cala Satuna? Son los fondeaderos más discretos. - Guau guau. - No te engaño. Novias tengo en muchos puertos, pero la oficial que me retire, planta rosas y azucenas en su jardín de Estartit. Podría, y puedo, ¡con la niebla de la boca de un perjuro! mantenerme a cuatro pasos de los fondos. - ¡Guau! Buena mar tuvieron hasta las Columbretes, e incluso llegó la bonanza a permitir cruzarlas de cabo a rabo; entre Mancolibre e isla Churruca no se atisbaba otra vela que no fuese la del Salmonete Voraz. Aunque Ramona supiese que de un vistazo la visita estaba hecha, no puso reparos a una segunda pasada. Y a la capa de La Horadada echaron por fin el ancla al confirmarse el plantón. Esperarían. Pero cuánto. Eso era lo malo de hacer negocios con señores, ¡y peor con sus vasallos! Rápido adoptan estos las costumbres del mando y se hacen esperar. Más de un rato, media noche, estuvieron ellos. Y cuándo apareció el navío se le retrajo el belfo a Ramona. A la luz del fanal que se acercaba reconoció la cara de uno de los tripulantes. Un lugarteniente de don Opulento que en especial le tenía cogida alergia a la perra. Aparentando cumplir con su parte del trato previo, Ramona se retiró al camarote del armador y tras la puerta plantó la oreja. Escuchó el abordaje y los breves saludos que se intercambiaron los hombres. Al poco bajaron a la bodega y entre todas las mercancías sólo un barril apartaron, los demás los destrozaron en el sitio tras la selección. El tonel marcado fue izado y transferido al bote. Quedaba pendiente el pago, y acordar el extra, pues alguien tendría que limpiar los destrozos. ¡Y se rieron por la ocurrencia! Pensaron que en la bolsa iba todo incluido, hasta quemar el cascarón si les daba la brisa. Mas se confundieron porque el acuerdo era por la melaza. O


al menos por el contenido de uno de los barriles. El quemarle su Salmonete Voraz no se acordó, y aunque en la bolsa hubiese para cubrir el quebranto, al capitán Felixcarpio Requena se le antojó despecho, y molesto, descargó sus pistolas contra los más cercanos, a otro atravesó con el sable y a un cuarto hundió el cuchillo. Limpia la cubierta de marinería extraña se dirigió al oficial, que por un parpadeo se sintió sujeto. - Di que no pasa nada. Grítalo -le instaba Felixcarpio al oficial con el cuchillo en las costuras- Di que le has pegado un tiro al capitán de este puto cascarón y que ahora vais a quemar la nave. - Qué… Co… ¿Cómo? -dijo aturdido- Grita que vas a liarte a tiros con todos. Que no vas a dejar uno vivo. Y te ríes. Ríe de verdad como loco o te abro el vientre ahora mismo. Dilo. Dilo. Ni qué decir tiene que lo dijo. Lo gritó, y hasta creyó que era juego al reír todos; la marinería, el capitán, hasta la perra rió tras la puerta presintiendo las intenciones. Embarcando de suplentes Felixcarpio y su gente marcharon a la goleta con el barril. Aparentaban ser quienes no eran y entre improperios y bufonadas consiguieron ocultar los rostros hasta subir a cubierta. Tarde se dieron cuenta los otros del engaño y no pudieron evitar el asalto. Se tomó el puente bajo una tibia escaramuza, y con pocas bajas, ninguna propia, se zanjó la ofensa. Pero puestos... El Salmonete Voraz Revenge estaba tan bien artillado que daba miedo subir en frío. Demasiado buena era la aleación de sus cañones para que el propietario no echase a faltar el juguete. Capricho era. Mal distribuido de trapo y lastre, eso sí. Mal gobernado. Pero tomándolo en sus manos Felixcarpio le recordaría lo que era navegar. Se prometía unos meses de


acomodo, y después, saltaría a las Américas, cruzaría el océano y visitaría las Antillas cuando menos. Cuando más, se imaginaba personaje principal fondeando en la playa de las Salinas, invitando a una buena comilona a la familia política. Y siendo honestos la mujer tenía su trago. Mejor le hubiese salido al hombre darse al libertinaje, mas sus hechuras contrahechas, de marino y carpiano, conllevarían que todos los ligues fuesen de pago. Mujer. Sí. Y propia. Y qué carajo, la quería. Tenía los ojos y la voz de las sirenas. ¡Y olía muchísimo mejor! - Sabes, amiga, creo que me has traído suerte, y como mi suerte la comparto, vamos a poner rumbo a tu destino. Querías Roses, ¿no? Pues ya está hablado. Diciéndoselo él todo mandó levar anclas y poner rumbo al Golfo de Roses, encallado en las rocas, y ardiendo, quedaba el cascarón con la vieja tripulación de su nuevo navío. Afianzado el rumbo con sogas, celebraron la adquisición con productos de la bodega; vinos de todos los confines que en tiempos difíciles tenían valor de moneda. Y se abrió la caja fuerte. Rularon vinos añejos y jóvenes con espíritu intergeneracional, se llevó la cata al extremo de tentar un cubo por barrica, y si por exquisito venía embotellado el almíbar, se escanciaba el contenido en un dedal. ¡Pero era tanto a probar! A la salida del Sol hacían eses, la mar se revolvía y la marinería parecía empecinada en abrir el barril misterioso y catar su contenido, a estas alturas de la borrachera estaban convencidos que, si camuflado llevaba tinto, sería el mismísimo que pisase Santa Teresa. Y echaron mano al hacha.



CAPร TULO VI

ยกLA CORTE!


De ordinario la reina recibía, y tomaba hostia, tras el desayuno. En su propia cama. Pero para los pecados de Estado, o los retortijones de conciencia intempestivos, tenía reservadas varias estancias en el cercano convento de San Miguel, próximo a Palacio, del cual tenía llaves y planos don Opulento también. Conectaba la receptoría de dicha joya arquitectónica, vía subsuelo, con distintos emplazamientos de la villa, así a Su Alteza lo mismo le valía la visita para obtener perdón, consultar, o coger carrerilla y volar. Hoy, sin embargo, el motivo era un batiburrillo de cuestiones. Dejando a un lado los problemillas de familia, que de por sí era la política de Europa, había ciertos asuntos que no le permitieron descansar bien, e hizo venir, a maitines, a su oreja favorita; su confesor. Estuvieron departiendo un par de horas, en las cuales sólo abrieron la puerta para demandar algo de comida, vino y una bola del mundo si la hubiese; que la hubo. Mientras la reina y el ministro conferenciaban, Bichomalo y Fraybuches aguardaban el fin de la entrevista en otra dependencia. En la celda del hermano Gladiolo, asceta que alcanzó los ciento tres años, dos meses y un día, se encontraban velando el cuerpo; por recóndito y profundo, el habitáculo lo mantenía incorrupto, y no molestando, no oliendo, se convirtió en reliquia y reclamo para dádivas perdidas. Decían que la propia reina aportaba. Y don Opulento. Aunque nadie en su sano juicio pagaría por bajar a la cripta a contemplar el pellejo; u echarse unos rezos. De ello


daban fe los boyuyos, y superado el respeto inicial comenzaron a manosear los restos, y no aguantando estos el sobe, acabaron por convertirse en polvo. - Vaya, te lo dije -quejó Fraybuches- Te he dicho que no toques nada. Tienes azogue en las manos, sacrílego. - Lo que tengo son ganas de matar a alguien -respondió Bichomalo mordiéndose los labios- ¿Por qué? - Me lo grita la sangre. Eso sé. Y temo que aquí encerrado sólo estás tú conmigo. - No me asustas. Con medio zurriagazo del crucifijo te escorromoño. Y si me pongo, hasta con el rosario te breo las costillas. - Ya veo lo valiente que te vuelves entre los faldones de tu señor obispo. - Tú estás loco. El bajar tan rápido del monte te ha debido alterar la cabeza -objetaba Fraybuches el comportamiento reciente y pasado- No se puede ir por la vida destruyendo reliquias, matando hosteleros y quemando fondas. - Yo necesito hacer, lo noto; siento la pulsión interior que me recuerda mi blasón. ¡He de picar a mi mujer, a su querido y al bastardo de ambos! - Herejía es muy mayor para ser hijo del sepulturero. Ha de ser otro el padre. - Tú tuviste mano en la casa de la vieja. Tú fuiste amigo de mi mujer. - De críos. Y nunca hice buenas migas con ella ¡Tenía un pronto! - A mí me lo vas a decir, que en la noche del débito, si no me encierro en el cuarto por dentro, no sé yo lo que hubiese pasado. Sonoro, por muerto, el aire que llenaba la catacumba pareció zumbarles en los oídos. La capa de don Opulento trazaba volatinas, y hasta los finados, y las reliquias, mantenían la respiración mientras pasaba. Don Opulento era grande. Medio barbo y panzón de buena vida. Con ojos


de cruce entre chivo y golondrino había que reconocer su peculiaridad, el magnetismo animal que toda fierecilla, o manso, percibía. Fraybuches era un elegido, un suertudo reconocido pues casi en trato de igualdad tenía licencia para tratar con su tío. Al beso del anillo le obligaba el protocolo, pero los dos besos que le plantaba en las mejillas le salían de dentro al sobrino, y, aunque parezca mentira, eso era lo que más dentera le daba al obispo. La grima le ponía carne de pollo si sentía un cariño sincero, y si además le daban ósculo en el lado frito, se le revolvían las tripas para días. Es de imaginar que siendo el curilla serrano el único que tuviese costumbre de realizarlo, evitase tener contacto con él. Meses, años, mediaban entre sus visitas. - Me alegra verte, tío -dijo FraybuchesMuac. Muac y muac. - (Ag). - Excelencia, es un honor que nos reciba. Muac... Muac y muac. - (¡Agg!). ¡¿Éste quién es?! - Es Rui, tío. Rui Bichomalo. - Ah, ¡Ruin! me suena. Sí, me suena. Bien, qué queréis. Qué tiene este humilde servidor de Dios que anheláis al modo de interrumpir sus asuntos privados. ¿Sabéis acaso quién era la dama con la que departía? - Un ligue -propuso Fraybuches campechano- (Aggg). - Una pecadora rica -creería Bichomalo que era juego en la familia- (Agggg).


- ¿Una vendedora de abalorios tal vez? - (Aggggg). - Ya sé. Su señora esposa; o que le haga la función. - ¡¡Basta!! -le empezaba a escocer la cara a don Opulento- Rápido, qué queréis, no tengo tiempo que perder con vosotros. Altos asuntos de Estado requieren mi atención. - Perdona tío. - (Agggggg). - Se trata de mi mujer -tomó Bichomalo la defensa de su propio caso- Me ha desaparecido. - Sí, y he pensado que usted, tío, podría ayudarnos. - Yo, por qué. Si le abandonó la mujer sus razones tendría. Claro que razones no faltaban para abandonarle, pero también Bichomalo hubiese podido aportar muchos motivos para no casarse con ella, y sin embargo aceptó el compromiso, dio su palabra, cogió las arras y la dote que le ofreció el mismo don Opulento por mediación de Fraybuches. Pudo apuntalar la casa solariega, sanear los negocios y saldar las cuentas tabernarias. Casarse con la hechicera fue lo mejor que le sucedió a la familia Bichomalo en varias generaciones, mas ¿mereció la pena el precio? Siempre en boca de todos. Siempre ridículo al vivir la mujer su propia vida. - Resulta que mi mujer es la hechicera, sabe usted. - ¿Quién? -sorprendido agitó el obispo la papada- La hechicera de Boyuyo de la Quebrada -respondió Bichomalo raudo- La misma por la cual usted pagó en su momento una buena suma; para que alguien se casase con ella y la entrase en cintura. Aunque no hubo forma. - Y ha desaparecido -dijo Fraybuches- Se ha ido - ¡Me la han robado!


- Más despacio -exigió don Opulento- ¿Ha desaparecido o ha sido secuestrada? - Robado. - O se ha ido. - ¡¡Robado!! Que el carro no era de ella. - ¡Ag! Basta. Siendo sobrino segundo algo de sangre opulenta portaban las arterias y venas de Fraybuches, mas poco. Todo lo que veía don Opulento en él era tomillo. Poca casta suya reconocía, hasta Rui Bichomalo, que no le tocaba más pariente cercano que Adán y Eva, se parecía más a él. - Sal sobrino. Espérame en mi carruaje, a la puerta. Voy a hablar con tu amigo y luego charlo contigo; tengo unos mandados por hacer. Espérame en el coche. Sin poder objetar nada, al haberle puesto en la puerta, Fraybuches hizo lo que se le ordenaba y subió al carro. Aliviado con el aire fresco, su recuperación fue inmediata al entender que al menos él quedaba al margen de los asuntos sucios de Bichomalo. - … “Ruin Bichomalo”… un nombre para campear, sí. - Decía, eminencia. - Decía, y digo, que desde ahora mismo te retomo a mi servicio. Como pariente de pueblo Fraybuches estuvo danzando de convento a monasterio todo el día. Dando recuerdos y abrazos, y recados de don Opulento, a viejas tías y primas que salvo por el grosor de cejas, o corte del bigote, le eran idénticas. En algunos sitios dejaba sólo nota tal se le indicó, en otros debía esperar por si existía respuesta. Y fue en una de éstas cuándo pudo oír furtivo un fragmento de conversación. Había entregado un sobre lacrado a un portero de convento, primo tercero, que a su vez, llevó el mensaje a una celda en la cual dos hombres discutían. Tras un silencio para la lectura privada, se repitió a viva voz el escueto mensaje:


“¿Y mis vinos? ¿Y mi barril? ¿Y mi goleta? D.O” No una ni dos, tres, fueron las veces que se leyese la misiva. Y tras cada una de ellas en todo el convento flotó un halo de temor, que no justificaría de ningún modo la buena fama de bebedor que rodeaba a don Opulento. A toda la progenie Buches por extensión. Y luego vino lo sabroso: - ¿Tenemos noticias para dar? - No. Aún no. - Vaya por Dios. ¿Qué vamos a hacer? - Esperar. - Y si no es correcta la información. Y si no llega. - Nos quedaría el olvido en las diócesis de Nueva España. - Esperemos que no haga falta llegar a eso. Qué decimos ¿Qué respondemos? - … Di... Escribe que... - ¡Que está al llegar! Que debería estar aquí. Sí. - En tránsito. - Eso es. Y el marrón al mensajero. Importante tiene que ser el asunto para que don Fritangas mande a su mano derecha. - ¡Cuidadito con las palabras porque los muros oyen! Peor que le preñasen la yegua de paseo, que la reina le alejase de la Corte, peor que le excomulgase el Santo Padre, sería para él oírse llamar don Fritangas por un advenedizo. Ojo a tus palabras hasta en el lecho de muerte. - También en el lecho ¿Ni en mi nicho voy a poder descansar? - Ni ahí. Precisamente hoy me han comentado que se ha desecho de las


reliquias del hermano Gladiolo. Ésta misma mañana. - Y por qué. Qué daño le hacían. - Nada. Una rabieta le dio. - ¡Ay, del que le haya mordido! - Por lo visto dos tarugos han sido. Dos palurdos que han venido pidiendo consejo y le han sacado de sus casillas. Un sobrino y otro. Me han jurado, sobre el peroné de Santa Raspa, que se le ha oído murmurar entre dientes que al uno le iba a echar a pique y al otro a los leones. - Aviados están. Aviados están. Aviados están. Aviados están. Y por qué. Por qué. Por qué. Sobre el polvo que fuese el hermano Gladiolo yacía a la noche Fraybuches. En el sonoro habitáculo sólo hacían eco sus pensamientos. Quieto, como el aire estancado, no conseguía dar explicación a las palabras. Deseando estaba que llegase Bichomalo para narrarle lo escuchado, buscar significado a lo dicho, pues en su tío percibió algo que no le gustaba. Lo que fuese, que todavía no había logrado concretar, le olía mal, y a mal olor peor sabor. Sabía que sus sentidos alerta estaban, mas ¿por qué? Uno de los hombres del cuarto habló del olvido en las Américas, quizás con lo de “echarlo a los leones” se refiriese a un traslado a las nuevas misiones, que tal hongos, estaban proliferando en la orilla de la costa africana. Mas si esto fuese así, a Bichomalo le tocaría irse a pique, y hundirse, morir ahogado, casi era imposible en los picos de Boyuyo de la Quebrada. ¿Y de no ser así? De darse el caso contrario, sería Bichomalo el enviado a luchar en Berbería; pues obvio que su casta no media ni pacifica. Y él, Fraybuches, a pique de cabeza. Hundirse, ahogarse en agua, a él le pasaría quitándole el vino.


¡¡Dios!! Abstemio. Imposible. No. No se puede ofrecer al Señor pan mojado en agua, igual que a peces y aves, para cerrar la Comunión. Tampoco sería entonces esto. ¿Qué querrían decir? A quien no le iban a quitar el vino era a Bichomalo. Apareció más borracho que el ocho, rodando las escaleras de la cripta y pese a ello sonriendo. Era un hombre nuevo, o al menos llevaba indumentaria de serlo al aparecer vestido de almirante; arrastrando un sable enorme. Fraybuches le levantó del suelo e intentó depositarlo en el polvoriento nicho que hiciese las veces de cama al hermano Gladiolo. Pero no quiso el otro. Evitó tumbarse sobre los despojos y ocupó un travesaño que sería considerado asiento. - Ya se ve que en Madrid es carnaval todo el año -con desdén dijo Fraybuches- ¡Cómo vienes! - Lo dices por mi uniforme... burp... Envidia cochina. - No le envidio el hábito a seglares ni a laicos. Visto de negro por convicción. - Y que es más socorrido, verdad. - También. Viendo cómo iba, y que venía de la armada, prefirió guardarse para sí el asunto de lo oído. - Se puede saber de dónde sales. Qué has estado haciendo ¿Has ido a ver a los nuestros, Rui? - ¿Eres mi mujer? - No. - Pues a ella tampoco le consentiría. - (Je, je) - Te ríes, gordo cabrón.


- ... ¿Perdón? - Sí, he dicho: “gordo, cabrón”. Gordo cabrón. jo, jo. Que se sepa ésa fue la última vez que Bichomalo luciese ordenada su sonrisa. Fraybuches le espantó los dientes de la boca de un puñetazo y lo dejó inconsciente. Registrando sus ropas encontró en un bolsillo interior de la casaca un sobre con el lacre roto. A un lado del rojo quedaba la letra D y al otro la O, dentro, cartas de presentación y documentos para entregar en su nuevo destino. Bichomalo portaba sello plenipotenciario de agregado catedralicio a la goleta Nuestra Señora De La Rioja, barco novísimo, prototipo, que debería estar en esos momentos fondeando en el puerto de Valencia; aguardando órdenes. Embarcaban en misión especial, ¡A un boyuyo!, sin otra formación académica que la de matarife y peleón de taberna. Sin duda a la muerte le enviaban. Siendo así, Fraybuches se hizo a la idea de África. Y no le gustó. Ni un pelo. No podría vivir en tierras que prohibiesen fermentar las pulpas. Impulsivo, abandonó el lúgubre acomodo y fue en busca de su tío. Imaginó que haría noche en el mismo convento, en algún aula digna de su prosapia, y dio con ella, y con él, al acertar con un paje dormido al pie de una puerta de doble hoja. Bajito, al no querer tampoco montar escandalera, tocó con los nudillos. - Toc, toc. Toc, toc. Tío, abre. Toc, toc. Soy yo, tío. - Ag. - Toc, toc.


Tío. - Agg. - Toc, toc. - Aggg. - ¡Tío! - Agggg. Pasa. Pasa pero que no se enteré medio convento del parentesco. Pasa y cierra. Lo de pasa y cierra lo dijo clavando los ojos en el paje, que en el umbral, debió notar el timbre especial con el que profería la frase. Y cerró temblando. También temblaba Fraybuches, o mejor dicho su voz, la decisión le había abandonado y ahora el cuarto se le hacía caverna; apenas iluminada por la hoguera raquítica que supone una vela. - Que no, que no -no sabía cómo empezar Fraybuches la exposición de sus temores- Tío, usted perdone, pero a mí no puede mandarme a África. - Cómo. - Si me manda me muero de tristeza. ¡No pienso ir! - ¡Tú irás siempre dónde yo te mande! Eso lo primero, y lo segundo: ¿De qué hablas? - No iré, no iré y no iré. No quiero ir a África. - Y no irás, de eso puedes estar seguro porque lo digo yo. De aquí no te mueves; por lo menos en un rato. Por rotundo convenció. Fraybuches se sintió más relajado y se sentó sin venia en una silla. Cogió de una caja un puro y se puso una copa. Entre chupada y trago encontraría explicación a sus temores. - Tío, he oído cosas terribles. - (Ag). - Había oído que me mandabas a las misiones. - No (agg). Tengo planes para ti y para tu amigo.


Además, no creas lo que te digan de mí; siempre será inexacto. Por cierto, dónde, y a quién, se lo oíste. Y el qué. - En el último sitio dónde paré, a dos hombres que no vi. Uno se refirió a usted, tío, llamándole “don Fritangas”. - Qué -no lo pudo creer- “Don Fritangas” le han llamado. - ¡Qué! - “Fritangas”, dijo. - ¡¡¡Cómo!!! - Fritan... - ¡¡Agggg!! Basta. Imbécil, memo. Idiota. ¡Sietemesino! … ¡¿Dijiste en el último?! - Sí. Allí, de dos hombres que hablaban, uno se refirió a usted llamándole don... - ¡¡¡Basta!!! Cállate. Ya sé más de lo que me hace falta saber. Don Opulento llamó al momento a su paje y cursó órdenes. También se preparaba para despachar a Fraybuches cuando una idea cruzó su frente. - Antes de irte tienes que hacerme un último favor (agggggg) sobrino. - Lo que mandes. - No sé si sabrás pero me han llamado del Vaticano. Y le llevo unos presentes a su Santidad el Papa. - ¡Quieres que los lleve yo! - No (ag). Quisiera que les dieses de comer. Son cinco gatitos preciosos. Están en una celda vacía al final de este pasillo ¡click! -abrió un pasadizoDe las dos puertas que te encuentres al final coge la pequeña de la derecha


y entra confiado. Tienes la cena de los gatos y la de su antiguo cuidador sobre la mesa. Come algo si quieres pues él no cenará. Buen provecho. ¡Ah! Y no se te olvide cerrar las puertas que abras. Si el capitán Felixcarpio Requena cambió de bravura de la noche a la mañana, la tripulación le fue a la justa. Todos valientes, todos enardecidos por el vino y los sucesos recientes, se hicieron hombretones de sopapo. A la mala mar trabajaban huertas y cestería, naranjos y tencas sosegaban en tierra los malos vientos, pero ahora, ya digo, feroces pirañas eran. Salvo el capitán y Ramona el resto formaban bando, turba conquense ruidosa que exigía con malos modos la cata del barril. Como único arma visible ostentaron en un principio un hacha de abordaje y quince vasos, mas en trinchas y fajines, navajas tenían dispuestas para lucir. Y conocía las hojas, todas las leyendas enmarcadas entre las puntas y los filos le eran familiares al carpiano. - Venga, soltad el hacha y a los palillos; no me gusta nada el rizo que trae el agua ni el color de aquellas nubes -reseñó muy serio FelixcarpioHay que recoger trapo. - Nano, deja que le demos un buchito y nos ponemos -dijo uno por todosEse barril lleva nuestro nombre. - Dejaos de hostias. Al tendedero que esto no es el gabarrón. Y no lo era. Para bien y para mal. Más marinero sí, pero también más necesitado de gente por si les abordaba una ola con intenciones; mal se verían. Y se vieron. La citada ola acudió, y con ella vientos confusos que dejaron de hinchar las velas para alborotarlas. En nada, a lomos de montañas marinas tan pronto subían como bajaban. El barril rodaba por cubierta y tras él iban unos, otros, mientras, asumiendo el temporal por día de paga y cobro, se echaron a los dientes los cuchillos e intentaron ajustar


cuentas con el capitán. Querían quejarse de lo que consideraban malos tratos, desajustes monetarios y un par de días de licencia al debe. Duró una eternidad o un segundo. Para Felixcarpio fue lo mismo pues tan pronto veía que se hundían, como que un fiel subalterno se le tiraba a los pies para cortarle los dedos. De su gente podría seguir huyendo, saltar de un camarote a otro, zafarse de marañas de drizas y trastos rodantes, para él, siendo carpiano, tampoco tenía ningún secreto, y aunque el barco fuese nuevo, lo primero que hizo fue recorrerlo de la sentina al banderín. Mas si el buque se quebraba por la mitad, y se adelantó el mastelero, por muy escurridizo que fuese ni Santa Bárbara le protegería. Y cayó un rayo que unió mar y cielo. A la luz de ese hilo azul vio Felixcarpio que el timón no estaba loco, Ramona, en la ruleta, enderezaba a dentelladas un rumbo de escape. Sabiendo que no era leyenda Felixcarpio rió para sus adentros, jamás hubiese creído que en circunstancias tan comprometidas se sentiría aliviado al pensar que un perro le patroneaba la nave. Perra. Y con mar gruesa ¡no más! Contento. Palabra. En mejores garras no podrían haber caído. Él y su gente. Aunque por zotes y borrachos, los suyos, no se mereciesen el salto. No estaban preparados para las grandes rutas. Para recorrer “desde Alejandría a Calpe, desde Calpe a Barcelona, a Marsella, a Ostia, a Sicilia, a Creta” en una goleta. Esperaba Felixcarpio que la perra de un momento a otro se lanzase sobre ellos y a zarpazos y dentelladas limpiase la embarcación de amotinados. Y no. Ni por asomo. Afianzado el rumbo, ¡que sí hizo!, se fue el animal a la cepa del bauprés y desde allí respiró, plácida, la mar. - ¡Tusa bicho, tusa! Muerde, mata, ataca a estos mamones -se dirigía Felixcarpio a la perra aunque estuviese encarado a los hombres- No me salgas gata porque cualquiera puede enderezar un rumbo. Hasta estos borrachos podrían si supiesen coger la estrella.


- No me engañas una miqueta, che, no me engañas. Esa perra lo único que ha hecho en el viaje es engullir por tres y llenarlo todo de cacas. - La culpa es vuestra por darle a probar y no quitar las mierdas. - Ja, probar. A lengüetazos, sin parar, se ha bebido dos cubos ¡Y del mejor! - Tonta no es, no. Tened cuidado con nosotros. ¡Ataca, bicho! Ramona ni siquiera atendía la pugna, a la deriva aparente, arrastrando sus costillas por la mar, la goleta se iba desarmando demasiado rápido. Perdía su entidad de navío y ganaba marchamo de pecio. - Si queréis echar un trago al barril por mí que no quede, va -quería zanjar a última hora Felixcarpio haciéndose el avenido- Pero yo creo que no es tiempo. Mirad el cielo. Aclarará. Aún salvaríamos algo si nos ponemos. - Ni hablar. Entrecejo te tengo cogido hace tiempo y antes de amainar te mato. - ¿Por qué, Luciano? - Siempre me has pagado menos que a los demás. ¡Ya sé sumar! -Ves, pero has acabado aprendiendo. - Sí. Eso sí. Llegados al cuerpo a cuerpo rodaron por cubierta siendo un trasto más. Cualquier apero era bueno para la lucha, y tan pronto se enfrentaba un bichero a un sable, como una buena punta de maroma mantenía a raya a tres machetes. Entre golpes y tajos estuvieron liados sin darse cuenta que la tormenta tocaba cenit. Grado que es el ser carpiano y capitán, acabó Felixcarpio por arrojar al último de los hombres por la borda. Sólo la perra y él, y el dichoso barril, quedaron en cubierta. Ahora valía menos el barco que el esquife de su antiguo Salmonete Voraz.


El Revenge, aunque efímera, tuvo una vida intensa y llegó a prometer más de lo que cabría. Pero todas las potencialidades del navío quedarían en el limbo al descubrirse alidada a la proa la Punta del Racó. Escollera afilada, haría inevitablemente trizas la barriga del navío. Y para colmo de males con Salou a la vista, plaza que estuvo esquilmando hace un par de temporadas Felixcarpio y que aún no habría olvidado sus antiguas fechorías. Le iba a salir caro el haber vendido abadejo por bacalao de Groenlandia. El faro de Salou recibiría a sus pies lo que quedase del Salmonete Voraz Revenge. Poco, la verdad. Lo que no hubiese barrido la mar acabaría quebrándose contra las rocas. Aunque tosco y tocado, el bote que arrió el capitán Felixcarpio Requena se declaró capaz, y desde él contempló junto a la perra el final del sueño. La agonía del navío ardiendo y con rumbo de naufragio si tuviese tripulación. No teniendo, al negocio del desecho acudían gentes desde las poblaciones cercanas. Corrían buscando algo que salvar. Podrían gritar. Ladrar. Anunciar su presencia. Mas de Salou bien conocía el capitán la opinión, y de la equidistante La Pineda no podría esperar mejor trato. No. A la mar. A la corriente. Al destino de las olas que, caprichosas, les llevaban mar adentro. Y más adentro. Perdieron el perfil de tierra y acabaron por no distinguir luces. Conociendo la costa de memoria no necesitaba planos ni estrellas el capitán. Navegaron en silencio. Muchas horas y mucho silencio. Ni un ladrido. Ni un jadear. Nada. Ni una palabra. El viento en la raída vela y la constante de la mar. - Sabes, amiga -dijo Felixcarpio con una media sonrisa- Desde ahora mismo bautizo este bote el Sardinilla Inquieta. Y arreglado. Y cómo soy de palabra, ni dudar, te llevo primero a Roses. Tal que si este discurso disipase muchas dudas abrió la cesta de socorro


y sacó dos botellas y un cuenco. Él, a morro, bebió, y Ramona lamió con fruición lo que el patrón consideraría el bautismo de la nave. Dos botellas más. Y dos. Y dos. Y dos. Sería lo que el capitán estimase celebración. Las siguientes dos, desayuno al salir el sol, las tomaron acompañadas con galletas secas. - Mira, aquello que acabamos de pasar es Mataró -señaló Felixcarpio al tiempo que repartía ronda de tinto y torta- Allí sí que no me hubiese importado recalar. Una hembra que me sé, siempre se alegra de verme. … Lástima que este año se case, sí. Aunque feo de cojones, y contrahecho, el capitán Felixcarpio debía tener oculto algún encanto. O eso, o ser un mentiroso inveterado. Lo mismo dijo de Areyns, de Canet, de Pineda de Mar. Malgrat, Blanes, Lloret, Tossa y Sant Feliu. Por sus palabras podría pasar por el semental del litoral. Falso. Más cómplices que amantes eran las mujeres a las cuales reseñaba. - Pero te juro, por la flotabilidad de todos los barcos que he tenido y tenga, que no atiendo amor más puro que el que le profeso a mi bella Paulita. Y aunque descendiente de conversos sea ella, me hace creer en Adonai y el Gehenna. Con el recuerdo fresco en los labios miró al frente y se hizo idea. Cabo de Planes, de San Sebastián, Begur y tendrían a la vista Estartit. Entre el pueblo y la punta de las Salines estaba la masía. Un caminito de tierra batida llevaba de la playa a la puerta. Discreto y alejado, solía fondear, con mar plana, lo más cerca que podía; yendo en esquife pensó subir a la arena. La ruta fue su idea y uno a uno fueron dejando los salientes peninsulares. Queriendo que la perra disfrutase, y más que nada por revivir la experiencia, Felixcarpio se ciñó a tierra pese a que la mar en esa zona da nombre a la Costa Brava. Sin mediar aviso una bocanada de aire llenó el trapo, el bote se lanzó


soberbio sobre las crestas y el capitán rió a pleno pulmón. Y eso que el pulso a la mar casi rozó la tragedia en Isla Negra, se fue el hilván del remiendo mayor de la vela y llegaron a tocar un promontorio de erizos y lapas con los bajos; al coger mal una ola. Mas siguió riendo el capitán aunque quedase vía nimia de agua tras el roce. Y por fin, ante sus ansiosos ojos, las Medes y Estartit. El capitán asido a la botavara botaba de alegría sin saber el motivo. De capitán de lanchón pasó a patronear una goleta, y de ahí un esquife que cargaba sal; y no para comerciar. Se hundían. Vuelto a estos pensamientos trocó la alegría por seriedad. Pasada la boca del Ter, lengua dulce y oscura, tanta agua cargaban que apenas era linde la borda. Allí abandonaron el esquife, y uno cómo perro, el otro hombre, se defendieron en las olas que seguían juguetonas y de un humor ambiguo. Sentados en la vigas, tal albañiles puntuales en el tajo, aguardaba el grupo de Rastrojo que descorriesen el cerrojo a la trampilla. Llevaban tanto tiempo, cogida semejante confianza al vacío, que unos sobre otros se cruzaban por los palos para ir a interesarse por el muchacho, tantear otra vez la compuerta, o simplemente aliviar la vejiga desde una esquina. Portento también caminaba seguro. En todas las habitaciones que le caían al paso paraba un instante a tocar la puerta, asomaba el morro discreto, y en un bisbiseo coqueto invitaba a la princesa del cubículo a que despachase a su cliente. “¡Portento!”. Planta tras planta, en tramos y rellanos, las cortesanas festejaban la llegada. Los eventuales, o malos clientes, fueron despachados tibios, mientras habituales y caídos en gracia fueron invitados a participar en algo excepcional, una forma de entender la vida que no tenía parangón en la ciudad. Echarían el cierre una semana. Atrancarían puertas y ventanas para


darse holganza sonora durante la bacanal. ¡Con ellos llegaba la fiesta! ¡El despilfarro! Y ¡pum! ¡pum! Un río de cava derrochaba su espuma por otro piso. Seguían al doctor y a Portento, jalonando de copas y sonrisas el camino que llevaba al palomar; gallinero en esencia, al ser el lugar habitual dónde se ocultasen los maridos sorprendidos in fraganti. Tras rato de manipular el cierre consiguieron abrir, y queriendo apuntarse el tanto de la hazaña Portento asomó la cara el primero. Y recibió lo que buscaba. La hechicera le arreó un directo que le hizo bajar rodando las escaleras. Los tres pisos. Al recibidor le mandó del puñetazo. La orgía quedaría postergada. La comitiva a su paso desinflaba los ánimos, las mujeres bajaban los ojos y Bulín de Aguiloche renegaba. “¡Por qué abrí! ¡Por qué!”. Portento le embarcaba en una aventura cirujana de la cual no era momento. Ja, un cortecito de nada. Al chaval si oliese ya le habrían enterrado. Haciéndolo bien, con cuidado, quizá el día le llevase, y Maruja, vestida de pastorcilla, con oveja y cayado, ahora lloraba cual Magdalena por el chico; decentes, por doloridas, las muchachas ofrecían sus sales y vestidos para que se adecentasen las señoras. Los hombres de Portento podrían vestirse de impagados del desván, mas para Herejía, pese a tallo, no encontraron talla. Algo de ropa quedaba de una vieja inquilina, enana, que gustaba ganarse la sopa disfrazándose de emperatriz diminuta. Pero el rapaz se resistía y cuasi en pelotas recorría la casona vociferando: “¡Jamás!” “¡Ni loco!” “¡Ni capocómico de Trufaldines!” - Que se calle -exigió el doctor Bulín de Aguiloche que en faena ni siquiera atendió a las presentaciones- Que hagan callar al energúmeno ese. Pégale un tiro si es necesario, Portento ¡Así no hay forma de concentrarse! - Te vuelves viejo, te lo advertí -rió Portento- ¿Acaso un simple mocoso berreando te altera el pulso?


- Cómo ciervo, sí. Parece que le quieran desollar a él en vez de a éste. ¿Qué le hacen? - Pretenden vestirle con la ropa de la enana. - ¡Ah! No me extraña entonces. Vaya mal gusto tenía la mujer. Llegados al punto de tener la garganta totalmente abierta el doctor Bulín pidió espacio en torno a la mesa, necesitaba holgura de movimientos para poder atar y restañar cuerdas y venas. - Y dices -retornaba a ratos- que este truhán viene así desde la sierra. - No. Algún remiendo le eché en el trayecto yo; venía peor. - ¿La mano? - Sí. - Imaginaba por lo chapucero del apaño. Mientras el doctor cosía y cortaba unos colgajos que aparentaban ser delicados, Portento tomó la palabra y contó la expedición, lo fructífero, o desastroso, que había resultado el viaje. - ... y eso es todo. Ni un níscalo hemos visto. - ¿Ramona no iba? -paró a dar puntada fina Bulín- Ya sabes cómo es Ramona. - Y tú cómo es el capitán. - Algo llevo. - Qué. Qué encontraste de valor que pueda compararse a los níscalos. - ... um… Nada. - Lo suponía. - Pero tú me vas a ayudar a cumplir el encargo o caerás conmigo. Si te has vuelto a quedar en Madrid para golfear también has participado implícitamente en el fiasco de la empresa. - Degenerado, como no quieras que le ponga un palo a las amígdalas del chico, y las intentemos hacer pasar por setas, no sé qué quieres que haga. - Sencillo, tienes que...


- ¡Portento! No entiendes que si hilvano mal esta arteria el chico se queda. Déjame. Vete. No necesito ahora ayuda. Ve a hacer callar al de los gritos. - Voy. Pero tú piensa en algo. - O le arreglo el cuello al muchacho o pienso; a un tiempo no puedo hacer ambas cosas. - ¿El muchacho podría esperar? - No. - ¿Seguro? - Ya te digo. Ves ese punto rojo -reseñó el doctor- Sí. - Pues es la primera gota de sangre que manda la presión salir al exterior. Tras ella un chorro vendrá y necesito tranquilidad. Que se calle, por Dios, la mierda del crío que chilla. - Bueno, le haré callar al zagal. Pero más redaños tienen los mocosos estos que muchos que yo conozco; me llevará un rato. Si oyes gritos exacerbados quizá sean de él, de Herejía, que se habrá sentido ofendido por tus palabras. - Lárgate de una vez. - Vale. Pero recuerda que las setas que necesitamos son anaranjadas y chiquititas. Mira a ver si le sobra algo parecido. ¿Crees de verdad que colarían las anginas? Por respuesta Bulín de Aguiloche le lanzó el escalpelo. - Necesito paz. Dispuesto a conseguirla Portento abandonó la habitación de los vicios y subió a la primera planta. Brincando de una cama a otra Herejía huía de las mujeres, tomándole por muñeco de trapo persistían en las intenciones de vestirle con perlas y brocados. Y dar maquillaje. Aunque huía el grito era risa, iba para la hora que intentaban echarle mano al chico, y él, ahora encantado, ignorante estaba de lo que abajo sucedía; a todas traía locas. La


Morros y la Chata. La Melones. La Toledana y la Gorgolona. La propia Maruja y otras muchas. ¡Coño, hasta la madame! Que con noventa y seis años cumplidos no se le tenían más que media docena de salidas de su habitación conocidas, acudió presta al alboroto; bueno, correr no amagó al ir en silla de ruedas, y bajarla por el montaplatos llevaba su tiempo. - Hombre, hombre, hombre -no falseó su alegría Portento- La perla de Madrid. El zorrón verbenero más resalao que ha cruzado nunca la mar océana a remo. ¿Tiene tiempo para un baile, doña Opalina? - ¡Ni cuándo he tenido tiempo y ganas he gustado perderlo contigo! Ven a mis brazos, Belcebú. Es de suponer, el grueso vocabulario, y proferirlo a gritos, consiguió que Herejía se quedase clavado al sitio y mudo. Observó la escena fascinado por la franqueza, la limpieza de sentimientos aun esgrimiendo tamaños vocablos. La mujer y el hombre se conocían bien. Se querían. Debía venir de antiguo la amistad pues tras Portento, y en fila, acudieron los muchachos a presentar sus respectivos respetos a la anciana. Y eso sí fueron respetos. Hammed, muy moruno, deseó lo mejor de corazón, palabra y pensamiento. Pastinaka la levantó, con silla y todo, para poder besarla mejor. Antoño fue él el besado. Y Blasfemo, niño, diez veces besó una mano, quince la otra, y veinte fueron los amores que depositó en la frente de la dama. - ¿Y esto qué es? -señaló la mujer a Herejía- ¿Es por ventura la misma reina quien visita mi humilde casa? - No señora. Soy Herejía. - Y tú -evidentemente ahora era el sepulturero el aludido- Tú eres así de agorero o eres hijo de grajo. - Graja, señora, los grajos no ponen. - ¡Ah!


Por parecer, podría, que no se llevaban ni se llevarían. Hostil, que fue educado fino, el sepulturero se atragantaba con el trato grueso. Francachelas y licencias de libertino no le acudían a la boca en el coloquio diario, y por muy natural que viese su uso entre ellos, cuando le tocó el turno se puso a la defensiva. Tal le hablaron habló. - Y usted, perdone, pero debe ser la alcahueta jefa del garito, ¿es así? - Así es. Robustiano, acércate -reclamó la proximidad de Pastinaka doña OpalinaRobustianín, cariño, coge a este señor de negro que ha sido tan zafio al hablarme, y tíralo por la ventana. - Estamos en el primero, doña Opalina -se ofrecía elípticamente Pastinaka a subir a la azotea- Es verdad; déjalo, Robus. A ver -y enlazó esta vez la mujer la mirada con Blasfemo- Clávale tú un tenedor en la rodilla. - ¿Yo? -se reseñó el cocinero- O dale un cucharazo si te es más sencillo. - Tengo que ser por fuerza yo. ¿No puede ser otro? Cuatro habitaciones necesitaron para dar cobijo al grupo que quedase; algunos nuevos había al moverse la noticia, pero pocos, por muy altas conexiones que se dijesen poder demostrar, la madame declaró el aforo completo y dio la vuelta al cartel que avisaba vacante. Ni un alma más. La noticia entonces sí corrió tal la peste. En tiempos buenos, de delegaciones y embajadas numerosas, sí se puso el rótulo rojo. Pero fuera de su fecha resultó escandaloso. Blasfemo no durmió, no. Lo que quedaba de noche lo dedicó a hornear. Trufó pasteles y bollos de leche, tortitas de arroz con chocolate, caramelos y siropes. Y la inefable tarta de no-cumpleaños tampoco pudo faltar. Una vez, sólo una, tuvo el compromiso de hacer para el día del natalicio de doña


Opalina. Y marró. Se embriagó cerdo y viajó de Burgos a Burdeos en una semana. Desde entonces, a diario si podía, intentaba subsanar la laguna del incidente. Y, cochina memoria, tampoco recordaba ni qué día fue aquél en el marasmo de esa etapa de su vida. La señora se lo tomó bastante mal y, como decana del gremio, emitió edicto de cuarentena al sujeto, y adónde le conocían, no tenía crédito. Por eso en cuanto atisbaba la oportunidad intentaba restañar la herida con una tarta original. En ésta, pese al esmero de piñones y calbotes, lo meritorio era la cantidad de oro espolvoreado. Media onza. Entre los dientes quedaban restos y la sonrisa tornaba brillante. Deslumbrante por artificial y gusto a yerro. - ¡Oh! Buenos días, Herejía -dijo doña Opalina desde la cabecera de la mesa escupiendo pepitas- Qué tal estás. Qué tal has dormido ¿Tienes hambre? Ven, siéntate a mi lado. Ya te hacen sitio estos mamarrachos. ¡Haced paso al crío! Una cosa te digo, no pruebes la tarta que sabe a mina -siguió hablando la mujer mientras se le acercaba el chico- Y si te gustan, por menos malos, te recomiendo los bollos de chocolate. Y si te vas a untar, eso sí, éntrale a la confitura de la Vera que no tiene igual. Más vital que el nuevo día, doña Opalina por la mañana daba el pego de octogenaria. Diez años largos le echaban las sombras encima. Tenía la cara afable de una manzana reineta, y los ojos tan oscuros y profundos como el pozo de la hechicera. Y precisamente ésta sentaba a su diestra, y Úrsula a siniestra. Y el sepulturero más allá. Sin hablar. Serios, pues antes de sentarse pasaron por la habitación de los vicios, y Rastrojo, intervenido durante la noche, se encontraba crítico. Herejía no era tonto y a la vista de las caras no le hizo falta preguntar, contribuiría al ánimo general disipando


su atención y la de todos. A las cuatro esquinas de la mesa hizo pasar el ruego de hacerle llegar azúcar, mantequilla, leche y pan. Le llegó lo solicitado al instante, y ni que nunca hubiesen visto a un chico sano, el lúmpem matritense coreó la debacle de la hogaza ¡Hacía barquitos! Sí. E igual que fueron capaces de contener sus instintos y emociones por la noche, ahora no pudieron. Estalló en aplausos el comedor. Licorcillos de manzana se orearon, se empezó con lo salado, se rieron mil chistes malos y tres canciones, y se llegó a proclamar aquella mañana la primera amanecida de los días venideros. Todo eran votos. Todo intenciones. Y Herejía y compañía aparentemente contentos. Pues no. No señor. Bulín de Aguiloche se hacía cruces. A partir de ese día se juró que no le abriría la puerta a nadie por la noche. Ni a San Pedro que se pusiese a fingir dolores de muelas. Ni a él. Bien se la jugaron. Del piso de arriba con el polvo que caía del techo le llegaba melodía de sarao. ¡A pleno día! La Tacones, que por algo lucía apodo sonoro, era un torbellino bailando. La tarima vibraba al zapateo y el eco llegaba a la calle. Los curiosos se agolpaban, formaban corrillos en puertas y ventanas buscando un resquicio que ofreciese espectáculo. Algo furtivo que se viese, aunque nada tan escandaloso como para que no lo presenciase un muchacho ni se le hurtase a los mirones. ¡Bailaba la Tacones!, y Arte, y trono, y éxtasis, y poderío, acabaron los zapatos por llevarle al balcón del segundo piso. A Madrid bailó. A su gente. A la calle, que colapsada de muchedumbre y carros, convertía en insufrible la vida diaria. Bailó. Bailó con vehemencia. Machacó de tal forma el catalá que acabaron por quebrarse las viguetas que sustentaban el dintel al aire, cayó la balconada con tiestos y Tacones sobre el gentío y hubo masacre. Aparte de la bailaora, allí echaron el bofe un panadero y un botijero que atendió tarde a ¡Melquíades! llamándose Malaquías. También fallecieron


dos amas de cría, dos soldados y dos mocosos de babero. Y una mujer que aparentaba llevar currículum a la casa. Y un cura; que no podrían faltar a misa. ¡¡Murió poca gente teniendo en cuenta las dimensiones del mirador y la densa concurrencia!! La tragedia tomaba la Costanilla de los Desamparados. Aunque el estruendo de la caída se dejó sentir en el interior de la casa no hicieron caso, si la Tacones sonaba tal que Vulcano al yunque y con encargo, la Peanas se deslizaba por el suelo sin tocarlo. Sin un ruido, sólo las gasas de su vestido plañían el lujo de la seda, la orientalidad que aprendió en un cafetín de Argel le sirvió bien para ganarse la vida en Europa. Y su vientre, tan perfecto como para adornarlo con un diamante, o un zafiro, era para Hammed lo que para los cristianos la Capilla Sixtina. Sensual, erótica, arrancó a los presentes desgarradores aullidos de excitación. Fingidos, o no, el resultado sería el mismo, pues oyéndose desde afuera los cierres comenzaron a crujir. Se batieron arietes rítmicos contra las puertas y contraventanas. Con el ímpetu del celo y la venganza, la masa, el gentío, exigió de muy malos modos el acceder al edificio. - ¡¡Qué es esto!! -clamó desde la segura balconada de la tercera planta doña Opalina- ¡Bastardos, uno a uno me vais a pagar los destrozos y marcas que hagáis a la casa! - Corte el rollo, vieja, y abra -gritó un obseso desencajado que era cabeza de las arremetidas contra la puerta y, de ahí su enojo, asiduo a la hora del aperitivo- No puede cerrar. Es ilegal sin aviso. O abre, o llamamos a quién competa. Abra o abrimos a las bravas y no pagamos los servicios. - Anda -dijo la Sopores- ése es cliente mío. Es frailecico en San Miguel. Mas tarde, tarde era para arreglarlo al bis. La ronda se enteró en una tasca cercana del jaleo, y aunque ebrios y fuera de servicio, acudieron.


Seguramente el incidente no se relacionase con la movilización general, pero si al fleco sacaban tajada, bien en metálico o pescado, compensaría las penurias que brindaba el turno de noche. Llegados al punto comprobaron lo serio al haber carne en el suelo. Con muertos la cosa cambiaba, habría que redactar papeleo y quien comandaba la unidad de la vista siempre andaba mal para escribir informes. - ¡¡Alto!! -ordenó el jefe echando el freno a la marchaMedia vuelta, ¡ar! - Oiga, oiga, oiga ¿Dónde van? -no podía creerse el fraile que se fuesen sin preguntarAquí tenemos varios fiambres. Y además ¡No abren! ¡De esto hay que dar parte! - (¡Ya nos salió el enterao!) Vamos a ver: documentación. El frailecico entregó al sargento el puñado de papeles que portaba en los bolsillos y que acreditaban su vida, su identidad. Estaba la cédula, sí. La orden de adscripción y servicio al citado convento de San Miguel. Un par de escapularios dedicados, algunos encargos de plaza y un sobrecito pequeño; delicado, fino, la notita que portaba en las tripas la rubricaba el sello de don Opulento, y decía: “Este hombre trabaja para mí, sí. Aunque si esgrime la presente para librarse de condena o prevaricar, debe ser más imbécil de lo que sospechaba. Ruego, a quien bien leyese la nota, actúe. D.O. P.D.: Si filo afilamos. Pólvora reponemos. Y soga cambiamos. No hay gasto que no se subsane.”


Varias veces leyó la nota el sargento. Y el cabo. Y algunos rasos que sobresalían. El ambiguo pelaje de las letras tentó al sargento a la cautela y procedió a husmear mejor el caso. Como las aceras estuviesen a rebosar, y carnaza pedía la plebe, el sargento optó por preguntar a voces a doña Opalina, que al ser propietaria de los desechos, al menos debería barrer la calle. Limpiar su trozo de acera. - Buenos días tenga usted, doña Opalina, y su elenco de primaveras. -Buenos días. Qué pasa. - Cómo que qué pasa, doña Opalina. El balcón. No ve que tiene las macetas en la vía. Se le ha caído el cuadro flamenco y la alcayata. - ¡Salió la dichosa alcayata! - No me cambie de conversación, doña Opalina, no conduzca a que me cierre. Écheme una mano con el asunto. Qué ha pasado. Por qué está esto aquí. - Ay hijo, ya lo quisiera saber también yo. Yo no soy la dueña del balcón. Los balcones son de la antigua propietaria de la casa que gustaba venir y ver los pasos de Semana Santa; y mezclarse luego con las chicas. - Y dónde está ¿Dónde podría localizarla? - Murió. - De qué. - De una venusiana muy mala. - ¡Cuándo! - Yo qué sé. Se pudrió de dentro a fuera. No creo que nadie tenga contados los pedos que se echó. - Lo siento. - Tú qué vas a sentir, desgraciado. ¿No tienes nada mejor que alterarme al vecindario? Anda, disuélveme la


calle y te abro. De esperar en estos casos, al estar la muchedumbre al tanto del soborno, los ánimos se encendieron contra la brigada al apreciarse en los ojos, y las miradas, que aceptarían muy gustosos la mordida. Y eso no. Bramando contra la corrupción, y a la capa de un sombrero, un agitador profesional coreó estribillo gracioso, elevó la moral de los presentes y clamó por la igualdad. Prendió la soflama en la boca de muchos y se propagó el incendio: “¡O follamos todos o la puta al río!” De truchas y truchos bajaba repleto el Manzanares. Poco agua llevaba el río por lo sieso del año, y los buenos aguadores hasta los meandros del Lozoya se iban a cogerla para llevar a las casas nobles. Pagaban bien. Decían que traía sabor a pino y nieve. Pero era mentira. Bajo los mismos ojos del puente Toledo se llenaban botijos y cántaros. Fraybuches lo vio. Bebía a morro de un brazo limpio al no tener dinero ni para pagar el vaso. Allí conoció a Fulgencia, que pese a quedar viuda por la mañana tras aplastar una cornisa al marido, al inicio de la tarde llevaba caduco el luto y se hacía cargo de la empresa familiar. Y rápido. La competencia era despiadada y feroz. Cualquiera llenaba una barrica y ofrecía el líquido sin tener cuidado por si antes había transportado arenques o polvorilla. Intrusismo. Mucho intrusismo y poco profesional. Mil circunloquios utilizó la mujer para preguntar al curato si le interesaría el negocio del matrimonio; con la dote de las aguas. - Gracias, pero no. Soy sacerdote. - Vaya, yo le he visto harapiento pero mocetón y me he dicho: Aquí está el sustituto de mi Malaquías. Perdone usted, padre. - Cá hija, cá. No me ofendiste. Es la primera cosa hermosa que escucho


desde hace mucho. - ¿Ex-galeote? - No hija, serrano tal el jamón de Boyuyo. - ¡Boyuyo! ¿Es boyuyo de verdad, páter? - Boyuyo hasta las cachas. - ¿Del Valle o de la Quebrada? - Del cielo, del risco. De dónde manan las aguas más límpidas. Boyuyo de la Quebrada. -¡¡A mis brazos, paisano, que yo soy del Valle por parte de padre y de la Quebrada por mi madre!! Chica es la comarca y poca gente habita por lo agreste de los medios, mas es salir de los términos y uno acaba encontrando primo. Tuvo suerte Fraybuches, gracias a Dios era del sesgo familiar que no tragaba a don Opulento. La mujer le llevó a su casa y le restañó los zarpazos. Don Opulento, vaya ser. Precisamente en la muerte del marido estuvo metido un esbirro suyo, y cristalino entendía la señora que el incidente, en el fondo, fuese un caldo de familia. Su difunto marido, aunque aguador y botijero y boyuyo, fue también espía, topo y doble agente al servicio de la Casa Ursinos. Y ciento una veces dijo que a punto estaba de desvelar algo, gran misterio, que haría cambiar su sino y rodar cabezas. Y la del tío Fritangas la primera. Fraybuches notó que un escalofrío le recorría el cuerpo a la mención. Aún no sabía muy bien qué había pasado, lo mismo él entendió mal las explicaciones y se metió por error en la cueva de las fieras. Gatitos no eran, desde luego. Aunque pelo y hábito le dejaron a raya al final se hizo con ellos, sí, y comieron en su mano, pero durante un buen rato lo tuvo peliagudo. Entró esperando mininos, no tigres como caballos y de un humor canino.


- Tío no es malo -se sorprendió por sus propias palabras Fraybuches- Lo que a tío le pasa es que es muy difícil cogerle el pulso. - Su tío es malo. Desengáñese. Parece mentira, que usted, que se habrá criado en la Casa de la Señora ¿no es así? Acabase traicionándola con el hereje del Fritangas. El sujeto tiene caca. Todos sus asuntos son sucios. Sus hombres, sin ir más lejos, es fácil encontrarlos hasta en las casas de putas intentando colarse. - Y tú cómo lo sabes, ¿También eres espía? - A mí no me cogieron por lengua larga; ya se habrá dado cuenta. Lo sé por mi difunto marido, que al pie de la que hay en la Costanilla de los Desamparados ha muerto de un garcilasino cascotazo, y al ajo, me ha dicho Jenara, una amiga que bajaba de Santa Ana y lo ha visto todo, que al principio había uno, un hombre del Fritangas, pero que al cabo, cuando aquello ha tomado dimensiones de algarada, varias cohortes de jinetes con su yerro en las sillas corrían las calles repartiendo mandobles y membrillos. Estopa a tutti plen. - Y qué hacía tu marido allí, si se puede saber. - Hombre, vicioso era y yo le tenía a morcón propio. Pero me inclino a pensar que era ese dichoso trabajo suyo que le obligaba a visitar esos sitios. Esos y peores. Devanando la madeja Fraybuches daba hilo para hacer ovillo mientras recuperaba fuerzas y echaba un coscorrón. No estaba prestando atención a la mujer, mecánicamente asentía o repetía las últimas palabras que hubiese escuchado poniendo entonación de sorpresa. Los ojos perdía en la bola, que crecía. Al ser de justicia que a cada uno lo suyo, a eso de las siete de la tarde trajeron en una espuerta los restos de Malaquías. Bueno, cachos sueltos que se recuperaron entre los escombros y que costó lo suyo disputárselos a los perros y despegar de los ladrillos ¡Y más delicado aún fue atravesar las


calles con la que estaba cayendo! El barrio vivía la revuelta y los ecos eran tiros. - Sí -dijo Jenara, que acudió a las y cinco, a dar el pésame al saber que el cuerpo no estaría más completo- Yo estaba allí, en la Costanilla, cuándo te han matado al marido. ¡Porque te lo han matado, cariño! La flamencona de la casa le ha despachurrado. Madrid se cae a cachos, qué te voy a contar. El velatorio, al ser boyuyo el finado, fue un congreso de palurdos y avispados. Paisanos y conocidos corrían cautos las sombras para asistir al velorio de Malaquías. Gran fumador, gran bebedor, gran fornicador, también resultó un pésimo comerciante al cargar su agua con pelotazos de anís, y aunque clientes y amigos hiciese a montones, y fieles, no era negocio. Inevitable fue por ello que la casa se llenase de gorrones que esperasen convite, y como en el fondo Fulgencia, amén de cotilla, también fuese de carácter disoluto y alegre, casi sin quererlo el luto se convirtió en fiesta. Fraybuches despertó con las risas y buscó el foco de esta alegría. El epicentro del jolgorio al pie del muerto tenía sito, los velones alumbraban una partida de prendas y algunos lucían las menores. - ¡Fulgencia! -quejó Fraybuches- Al menos cierra la tapa. - Venga. Acérquese. A muchos conocerá, pero la mayoría somos descendientes de boyuyos. Le voy a presentar a los hijos de la emigración. Gallegos, irlandeses y boyuyos poblarían el mundo al parecer de Fraybuches. En rostros lozanos o curtidos entreveía infantes parecidos alejados en el tiempo. Las narices, los piños, la complexión chaparra de montaraz aunaba en molde el fenotipo de la nación boyuya, y en sus hijos, lo mismo que en padres y abuelos, la tez recoloradota por el frío extremo garantizaba la filiación; salvo dos casos, renegridos por la latitud de


nacimiento, que se decían hijos naturales de un boyuyo viajero y guasón que por nombres les dio Baltasar y Tostao, todos los presentes eran fieles contrastados en la causa de la Señora. De la condesa. - ¡Ah! ¿Pero tenemos hasta causa que defender? -de sorpresa en sorpresa iba el cura- Yo creía que boyuyos éramos todos e íbamos a una cómo en los negocios. - No padre, no -decía Jenara jarra en mano intentando parecer pía- Para ser boyuyo completo hay que adscribirse a un bando. A un patrón. - ¡La Virgen! - Vamos, no se haga el sonso. - No sabía que hubiese bandos en Boyuyo. Y mira que soy el párroco de allá. Díscolos sí. Extravagantes y desprendidos también, pero que se pudiese optar a un santo, y ser boyuyo pleno, es la primera noticia que tengo. - Eso es porque usted, padre, sólo se ha nutrido de fuentes oficiales -experta a este respecto se declaraba Fulgencia- Dónde coge el agua ¿Del caño, del río, o tiene pozo? - Me traen; lo que tengo es sacristán. - Y dónde coge él. - No sé. Tancredín me deja lista la jofaina de la mañana, y por la noche, que es cuando vuelvo a necesitar, otra palangana preparada me tiene. - ¿Y no bebe? - No, si puedo. - ¿Tancredo el de la Muda? -preguntó Jenara que veía que se quedaba apartada y el supuesto curilla era partido- Sí. El pequeño de los Tancredo. - ¡Toma! Pues es primo mío. - Caramba, vaya casualidad. Su primo está aquí, sí, muy cerca, río arriba, pasado el meandro del farallón de Palacio estarán acampados los chicos.


Hasta Bichomalo, Rui, debe andar por algún lado haciendo el mal. - Sí -no pareció sorprendida Jenara- Su mujer, precisamente, he visto yo esta mañana. - ¡¿Dónde?! - Dónde estuviese la balconada que ha matado al pobre Malaquías. En la casa de putas de la Costanilla de los Desamparados.


CAPÍTULO VII

HASTA LA REINA TOMA CARTAS


Acorde a costumbre las nubes fueron tomando los cielos de Madrid, y por la noche, deseadas, abrieron su vientre. Una vez en el aire las hijas del algodón pasaban a ser antojo de gravedad y vientos, en manos de otros elementos su destino era incierto. Podrían acabar siendo charco, aljibe o torrentera, incluso algunas nunca llegarían a nada al quedarse en mero empape. Y bien de ellas toparon con Fraybuches. Desde que se enterase que la hechicera y su gente hiciesen parada y fonda en la casa cercana, el tiempo no le cogió ocioso. Con la excusa de traer al primo a la concentración boyuya se acercó al campamento extramuros y reclutó a Tancredo. Al hijo de la muda le contó que había sepelio alegre y que era oportunidad única; medio engañado acudiría, y no al velorio, sino a la casa de putas de la Costanilla de los Desamparados que sufría asedio por una multitud. La elite de las tropas de asalto de don Opulento, y lo más barriobajero del barrio, cercaban con un mismo empeño el edificio. Tancredo observó con interés la situación. Se estaba en que era fiesta privada y aquella barahúnda de jetas pretendía entrar sin conocer. Ellos, por contra, siendo del pueblo, eran parentela lejana y no tendrían obligación de esperar cola alguna según Fraybuches. Sólo necesitaba animar al furtivo Tancredo Chico a que encontrase el camino o inventase el modo de colarse. Y nadie mejor que él, nadie, pues allá dónde no se le desease ver, por muchas puertas o cadenas que se interpusiesen, siempre acababa dando el


sacristán con la reserva del vino bueno de oficiar. Tras un rodeo por calles cercanas buscándole los puntos flacos al edificio, la mangosta acabó por informar que si fuese cuestión de entrar sin ser vistos, lo tendrían jodido. A ras de suelo no veía el modo. Deberían subirse a algún tejado para tener otra perspectiva, y aún así, creía, cómo todos allí, que sólo por puertas y ventanas se facultaba el entrar o salir. - No veo la manera. Si hubiese otra forma esa multitud habría irrumpido hace rato; hasta escalas llevan. - Es una casa. No es un fortín, hijo. - Los de adentro se defienden con uñas y dientes. Tiran a matar. - Es costumbre en ellos. ¿No te acuerdas que en el pueblo hicieron lo mismo? - ¿Son los mismos forasteros? - Sí. - ¿Y vienen a ver un velatorio típico? - Sí. - ¿Y el sepulturero a hacer su oficio? - Lo mismo. - ¿Y dejarán enterrarlo en la bodega? - No, por lo visto aquí los secan. O curten. - Padre, me suena raro todo lo que me dice. Por qué no retornamos y damos la noticia. Y usted se toma algo que le veo muy afectado. Muy cambiado. Una tisanita y un copón de tinto le harían bien. - Calla idiota. Imbécil, memo… Sabes -confesó Fraybuches tras un largo silencio- Te engaño. Te miento. Esto es mentira. No estamos invitados. Eso es una casa de putas y yo quiero entrar. - ¡Haber empezado por ahí! La vez que estuve...


- ¡La conoces por dentro! - Sí. Bueno, poco. Por costumbre no visito el mismo negocio dos veces. La primera, si te las ingenias, te vas sin pagar. Ahora, si tentas suerte con una segunda, y te reconocen, ¡ay!, lo menos que te hacen es tirarte por un balcón desnudo. Yo, tras el asunto, de ésta me escapé por el palomar. ¡Y es de las más difíciles de Madrid, ojo! - ¿Y tú cómo supiste? - Los hermanos, los Tancredo, somos así de puteros y nos pasamos la información. - Creo que voy a charlar con tu madre un día de estos. ¡Vaya sacristán golfo estás hecho! ¡Vaya familia me ha debido servir! Empapadas, y de noche, la urdimbre de vigas mantenía su precario equilibrio entre chasquidos e hinchazones. Si hubiese algún sendero seguro entre las tablas las indicaciones que se transmitían los hermanos lo habría previsto, siendo la firmeza cuestión de días y antojos atmosféricos, hasta el pequeño de los Tancredo afinaba en los movimientos. También Fraybuches apretaba los dientes en los vados de aire pese a ir a camino hecho. A temer tenía la caída y la muchedumbre, que agitando antorchas y cachiporras, jaleaba enardecida al ver acercarse por el final de la calle un pelotón de voluntarios arrastrando un cañón; rescatado de un acuartelamiento de figurines, aún estaba por demostrar que sirviese al cometido. La puerta, que se sabía recia, a prueba estaba de rondas de alguaciles y borrachos cachondos, mas a prueba de bala de cañón sería mucha fortificación para una casa de meretrices. Y se pensaba que no. - Padre -dijo Tancredo dando opinión- mejor lo dejamos porque lo que traen al trote es una máquina de hacer agujeros. ¿Por qué entrar por el tejado si van a volar la entrada? - Tenemos que entrar antes que ellos.


Date prisa y no mires abajo. - No nos dará tiempo. - ¿Ves que traigan la carga? - No. - Pues calcula otro viaje que se den por pólvora y otro para las garrapiñadas que tiren. - ¿Usted cree? - Vamos, vamos, no tengas miedo y prosigue; les dará el gallo y todavía no estarán preparados. Nosotros entramos y salimos en un suspiro y no se entera ni Dios. Dos palabras sólo tengo que decir a los de dentro. Dos. No tardaremos ni diez minutos, hijo. Tomando por promesa las intenciones Tancredo fue un poco más osado y con dos saltos se plantó en el tejadillo del palomar. Y no sin trabajo también el cura hizo pie. Tenían ante sí la compuerta, cerrada por dentro, tan inviolable a las intenciones que comprendiendo Fraybuches su gozo en un pozo la emprendió a patadas y empellones. No importaba que hiciesen ruido, las carreras, los disparos, las amenazas que se cruzaban de la calle al edificio silenciaban la frustración de los que llamaban. Y no hubo respuesta, no, hasta que haciendo coincidir con un trueno Fraybuches descargó las pistolas contra la trampilla. Y eso sí se debió sentir, pues al rato, buen rato, asomó Portento la cara, y al igual que le pasase la vez anterior que descorriese el cerrojo, recibió en pleno rostro una hostia de solvencia que le hizo bajar rodando de nuevo al recibidor. Temiendo se hiciese costumbre Portento desenvainó el sable y subió rugiendo las escaleras. Dispuesto estaba a destripar al villano que respondiese a su cortesía con un golpe traidor, ¡ni que fuese sacerdote!, pues aunque no vio al agresor, entre el mentón y las muelas llevaba marcas de cuentas de rosario, y ni con rezos, juraba en alto, ampararía el del


sagrario al loco. Con los gritos hombres y mujeres dejaron sus quehaceres y se congregaron en torno a los boyuyos, que chorreando, indiferentes se mostraron a los inquilinos. Buscaban entre sombras y humo a los paisanos. Tenían recado que dar. - Buenas noches -no por ser de pueblo carecía de modales Fraybuches- Por decir algo, claro. - Buenas -la concurrencia, y Tancredo, respondieron mecánicos- Perdonen que interrumpamos pero necesitamos hablar con unos amigos… - Quién es usted, por quién pregunta -dijo doña Opalina cerrando con la silla el paso a Portento- Soy el padre Buches. Párroco de Boyuyo de la Quebrada, y necesito hablar con mis paisanos. Nos han dicho que están, que han estado, aquí. - Y estamos -tomó primera línea la hechicera- No hace falta que mientas, Fraybuches, porque sabemos que nos sigues. Qué quieres. - Qué quieren, sí -Portento significó su enojo- Nada. Sólo decir dos palabras: Nos vamos. - ¿Volvéis? -a Úrsula se le hacía extraño- Nosotros sí. - (¿Nos vamos ahora?) -parecía también contrariado Tancredo al oír el paño- (Calla, sátiro). Me vuelvo con los muchachos. De nosotros podéis perder cuidado. - ¡Ja! -rió doña Opalina- Si los chicos son cómo el sinvergüenza que le acompaña, y los de ahí abajo, lástima Herodes no os hubiese cogido a todos en la cuna. - Señora, con los de ahí afuera no tenemos vínculos. Y al golfo este, no se


apure, le voy a poner de penitencia limpiarme desnudito las chumberas del Vía Crucis. - No pierda cuidado usted tampoco -respondió muy segura doña OpalinaDe aquí sale ése vestido de brea y pluma lo primero. Lo segundo que salga volando desde el tercero. - ¿Os vais de verdad? -volvió a centrar la hechicera el tema- ¿Y mi marido? - Él se queda. Le ha cogido mi tío a su servicio. - Hace tiempo que lame del velón del obispo -dijo Úrsula como si todos estuviesen al tanto- Él, tú, y toda vuestra purriela. - Bueno, lo dicho -quería zanjar Fraybuches con la despedida- nos vamos. - ¡¡Pum!! ¡¡pum!! De eso nada -habló bajito Portento pues sus pistolas vocearon por él- De aquí no se mueve nadie hasta que no se aclaren ciertas cosas. En el covacho se guarecían del grueso aguacero. Llovía de lado. La mar venía picada y a la recaleta, que era fondo de saco, acababan derivando todos los desechos del Mediterráneo. Ramas y maderos, artes, botellas, barricas, y hasta los propios hombres de Verrugo si se buscase la metáfora. Mas no era así, ellos, poco poéticos, no disfrutaban de la lírica que suponía ver a su capitán revolviendo entre las basuras. Si encontraba lo que buscaba en el derribo de las olas, lo bello, lo plástico de su caminar encorvado a la luz de la antorcha envuelto en poseidoneas, perdería la gracia. Así que le silbaban, imponían a intervalos sus pulmones y labios al cantar del mar y sugerían a Verrugo que saliese del agua. Que dejase por hoy la chatarra y disfrutase de la hoguera. Del ron. De Antiguo y Sordociego, que a la luz de unas pocas astillas contaban cuentos de marinos. Historias increíbles de serpientes de veinte varas, calamares de cuarenta y ballenas de cien. Sirenas. Olas ciclópeas con mala leche. Acantilados y arrecifes afilados tal colmillos de morsa. Vientos calidos que hinchaban las velas de fuego, o tan


fríos, que hasta la Parca acudía con abrigo para llevarse algún finado. En las narraciones no faltaba la verdad, ni la mentira, y así, en muchas, la propia tripulación se escuchaba referida. Tizón, por ejemplo, siempre pedía que se contase la historia del saqueo al Gran Zimbabwe, y en particular la parte que narra los naufragios sufridos por los barcos furtivos que perdían timón frente a Costa Esqueletos. Allí se le hacía mención especial por un elegante duelo a pistola que, obvio, terminó bien para él y mal para el capitán del barco negrero. Doblefeo y Narizotas se decantaban por las campañas en torno a bahía Campeche. Y Patatita, incansable, una y otra vez exigía la leyenda del tesoro del capitán Caimán; su propia vida. El capitán Verrugo solía dormitar mientras escuchaba. Rezongaba con los pies al fuego. Él conocía las historias, las había presenciado o tomado parte. O noticia fidedigna le dieron si no quedaba a mano su presencia. Decía ser del linaje de los reyes piratas de los siete mares y enterado estaba de todo. Descendiente de Polícrates, Godekins, Stertebecker, William Hawkins, Arajub, Killigrew. Y por la veta de sangre materna le gustaba reseñar que entroncaba con Zugarramurdi, y por tal, difícil que se refiriese leyenda alguna de la que él no pudiese dar más detalles que nadie. Batallitas, no obstante, raro era que llevase la contraria a los rapsodas. - ... Y eso es lo que hizo el capitán Caimán, en plena euforia festiva, a una señal convenida con el rey de los boloblás, se apuñaló a toda la tripulación y luego se la comieron. - ¿Cruda? - Sí Patatita, crudos -dijo Sordociego sin importarle las abundantes interrupciones- Los boloblás de aquellos tiempos sí eran fieros y comilones. Pues bien, Caimán, no saciado con el festín que duró dos semanas, acabó matando uno a uno al rey y a sus negritos.


- ¿Y también se los comió crudos? - Algunos se dice que escabechados o a la vinagreta. - ¿Y cuándo se come a sí mismo? - Ahora, Patata. Se comió a sí mismo cuándo se quedó sin provisiones. Primero se jaló los talones y anduvo de puntillas. Tras ellos las orejas, las cachas del culo y toda lorza, o lorcita, que considerase inútil. Y al final, puesto a buen recaudo todo su tesoro y secretos, se comió a sí mismo desde los pies hasta el sombrero… para que no quedasen testigos. ¡Sin testigos! Sin testigos no podría haber historia al secarse la fuente. Patatita se anclaba a lo que entendía verdad y no dejaba pasar la oportunidad para resaltar los fallos. Solía gritar entre imparables risotadas que aquello era imposible. ¡Imposible! Imposible que los boloblás, tan cariñosos con ella, tan buenos, se comiesen a nadie. Imposible que nadie pudiese pasar a cuchillo a cien boloblás. E igualmente imposible que alguien se devorase a sí mismo. ¡Y menos hasta el sombrero! Jamás podría nadie morderse una ceja o la nuca. Jamás. …… Falso. Bien sabía de lo factible. El propio Portento lo haría. Arrugaba tanto la cara que estirando el belfo se mordía los pelos largos de las cejas, y en la nuca, sencillo, dejaba prendida la dentadura postiza del capitán Verrugo si coletero le faltaba. Exhausta de leyendas y risas Patatita cayó rendida al coy. Dormía la niña que era ajena al derrotero de la noche. Verrugo esperó a que durmiese la chica para anunciar por sorpresa que había encontrado lo que necesitaban. El mar o el cielo, que para el caso es lo mismo, les dejó en la playa una amura casi nueva. Un buen cacho de naufragio que echaría parche perfecto al desgarrón de la Psiconauta.


Y sin embargo la noticia fue recibida con escepticismo. Sí, en innumerables ocasiones habían oído otrotanto o cosa parecida. Pero lo que arrastraba la mar era de deleznable calidad, o ellos eran torpes para casar los remates, o algún ocioso saboteaba a modo la reparación; y no avanzaban nada. Ni el clavo. Esta vez no. De ésta reparaban la nave, informó, o les enterraría hasta el cuello entre las mareas. Siendo seria la amenaza, mas el ambiente festivo, en el eco de la cueva las risitas murieron al enseñar Verrugo su última baza. Pólvora. Más de la necesaria

para

mandar

las

Medes

a

Cullera

estaba

escondida

estratégicamente entre bultos y petates. Y uniendo los barriletes, en simpatía, una mecha rápida que sólo necesitaría rascar con la uña. Y de uñas se ponía el capitán a la mala mar, y estaba, aunque para sus intereses fuese tan buena como un día plano de viento inclinado, lo mismo. Los hombres cogieron las antorchas y salieron a comprobar las palabras. El cacho de casco era bueno, no grande, pero tampoco lo era la cornada. La madera sería de árboles primos y fácil que hiciese el servicio. Verrugo tenía razón. Daría remiendo perfecto al velero y volverían al tajo. A buscar. A dejarse la piel por llevar al rey de los boloblás sus puñeteros regalos. - Entonces, Verrugo, qué nos falta -preguntó Sordociego que a su edad olvidaba lo que quería- De las patochadas del gordo cumplidor, tenemos todo ¿no? - Casi. Falta lo de Ramona, lo tuyo, lo de Portento y alguna chuminada más; nada imposible. - ¡Puff! -bufó Antúnez- Pues estamos buenos. Cierto que entre sus propios compañeros Portento tenía fama de dilapidador de intenciones. Verrugo mismo hasta el último momento estuvo dudando si enviarlo al mando de la expedición o no, no se fiaba un


pelo, el incidente de la ceñida obligó a decidirse rápido, y aún así, por si acaso, fue Ramona mandada con él. Y con ella Hammed, que controlaría el gasto, y Pastinaka, que daba buenos sopapos. Y Bulín por putero. Antoño y Blasfemo fueron por ver mundo y jugar a las cartas; que todo se sabía. Y doña Genoveva, porque tenía voluntad de cuajo y no se le podía prohibir nada. Los boloblás, ¡ay, los boloblás!, los sicarios del tostado reyezuelo fueron obligados a ir por insidiosos, por ser demasiado listos y adoptar rápido los hábitos del mar. Se amotinaban. Sí. Sí, porque sí. Le cogieron gusto a la revuelta y la tripulación estaba harta. A medianoche el capitán Verrugo vagaba por la playa. Entre rachas y bramidos se sentía envuelto por la mar, padre y madre, que nunca le habían fallado ni le habrían de fallar. Y de muestra, la amura. Nueva, mas de un casco viejo, sabía muy bien qué barco le hizo el puzzle. El pabellón del armador. Don Opulento, su flota, se decía que batía desde hacía meses los golfos de León y Valencia ansiosa de revancha. Los huesos de la Psiconauta y de toda la Hermandad se tenían a precio, y desde las cofas de esos siniestros mercenarios se escrutaba el horizonte con un “¡Verrugo a la vista!” prieto en los riñones. Cien doblones, cien de orondo oro, ofreció el señor obispo a quién primero viese, y diese, voz de resoplido en lontananza; y mil para el capitán que lo atrapara. Pese a ello Verrugo estaba tranquilo, con temporal estaría la flota amarrada y sus patrones a buen recaudo en cantinas y bodegas; tampoco les buscarían con ahínco. El único barco que les siguiese a ratos la estela ahora poblaba hecho astillas la arena de la cala. El fragmento más grande les cuadraría padre, pero si por los demás restos fuese, mala hoguera siquiera hubiesen levantado. Probablemente de quienes hiciesen dotación al naufragio vio pasar dos cadáveres para la siguiente playa, y en la suya uno también varó, mas la mar lo volvió a llevar para adentro al no satisfacerle el lugar. A capricho


los iría desperdigando sólo para darle trabajo a Verrugo a la mañana siguiente. Y no por los muertos, no, que allá se pudrieran o se los comiesen los cangrejos al interés del capitán, el trabajo se lo darían sus propios hombres si intentaba alejarles del espectáculo de los amoratados. No podría. Curiosos, lógico, perderían dos días ¡Y una semana! No. No lo harían. De ser necesario lastraría los cuerpos con meños. Sí. En la tripa les pondría piedra, y para empezar, se acercó a la cala siguiente, dónde para su sorpresa y alegría, Ramona se espulgaba. Bichomalo no aguantaba un piojo en los huevos, siendo ascendido a Rui Bichomalo, alférez, no aguantaría una ladilla. Montó en cólera al enterarse que Fraybuches se llevó consigo a Tancredo y no a los demás. Algo planeaba. Por lo visto también le falló al tío con unos regalos que preparaba al Santo Padre. Había piciado el asunto, y don Opulento ordenó a Bichomalo que saliese en su búsqueda y lo cobrase. A buenas, o malas, pero el señor obispo exigía la comparecencia del sobrino. Y pateó Madrid el otro. En vano visitó Bichomalo iglesias, ermitas y hospicios dónde un tipejo vestido de cura gárrulo no levantase recelos. Atestados de semejantes tales encontró los albergues de caridad, y dio señas de a quién buscaba sondeando a cuanto borracho despertase a su zarandeo, mas ninguna noticia obtuvo hasta hablar con los suyos. Había estado, sí. A un velatorio dijeron ir, uno gordo por la premura que se dieron. Bichomalo en el deambular de sus pesquisas escuchó a dos deshollinadores referir lo acontecido en la Costanilla de los Desamparados. Muertos hubo en abundancia, y había, pues a dos días de los hechos seguía la escandalera a los pies de la casa de putas. Era la comidilla de las corralas, el oprobio


jocoso que reían los gatos, don Opulento, con la parafernalia y el poder de confesar a toda una reina, no tenía palabra de autoridad para que a sus órdenes se abriese una simple casa de señoritas. No. No abrían. Era fiesta privada y no admitían visitas. Acreditándose al servicio del señor obispo, Bichomalo se presentó al capitán que llevaba el asedio; el tercer oficial que se hiciese responsable de poner fin al revuelo desde que lo notificase el sargento. Cedido del regimiento personal de la reina, el bello oficial al sobrenombre de guerra le aireaban El Ariete. Certero, brutal y bien dotado, apenas hacía unos meses que servía de palafrenero a la litera de Su Majestad. Se le cedió el mando a cambio de un beso. La dama esperaba que se significase ante Madrid, la Corte, y el mundo entero, pero sobre todo delante de ella y don Opulento, que escondidos en un edificio próximo observaban tras visillos. Algo más que un simple tumulto era, se había confirmado la presencia de agentes extranjeros, y lo más delicado, lo que les atrajo al mirador, era que también se detectó boyuyos, y en concreto a María del Mar Ursinos, hechicera e hija de la princesa de los Ursinos, que para disgusto de la reina volvía a la luz pública después de toda una vida muerta. E intrigando y sin decoro como era costumbre en la familia. - ¿Seguro que es ella? - Desde luego, majestad. - Y será tan bella cómo dicen. - No creo a juzgar por el marido. - Quién es. - Ruin Bichomalo se llama. Ése de ahí abajo tan engolado. - Menudo nombre. - Sí. - Y el memo que les casó, ¿Aún vive el fraile impío que les casase? Ese sobrino tuyo perjuro.


- Lo lamento majestad, una y mil veces. - No lo suficiente, me temo. - No tiene perdón lo que hizo, a mis ojos ni a los ojos de Dios, y cómo bien sé, y reitero un millón de veces mis lamentos, también sabe vuestra merced. - Fritangas -dijo la reina con real acritud- no avives la llaga, por mucho que volviese a casar después ese majadero pariente tuyo a la muchacha con el otro canalla que ahora es el marido, no tendría que tener yo este alma mía en ascuas. Mi cabeza está ocupada por altos intereses de Estado. ¿Crees que es fácil llevar los reinos de mis hijos? No. No puedo distraer mi atención con la mujer, ¡Que no lo fue!, de un mocoso que pasó por ser rey de España durante nueve meses. - De todas formas quede tranquila, el matrimonio nunca fue legal. - Calla, canalla, calla. Bien sé el sabor del vino que dan las cepas de montaña. Claro que fue legal, y consumado al tiempo. No me tomes por simple, igual que te encumbré confiándote mis secretos, puedo hundirte dedicándote mis desvelos. Lo que te hizo despreciable a mis ojos, e interesante a mis negocios, fue que te prestases de buen grado, y consiguieses, aunque ahora veo que no, arreglar este desaguisado. - Majestad, mis intereses son los vuestros. Nadie creería, nadie apoyaría la causa del hijo bastardo de un rey muerto en vida. Aunque corra de nuevo el rumor de la existencia de un heredero varón del egregio y efímero Luís I, la corona Borbona y Farnesia de vuestro hijo no corre peligro. - Ja. No hables de lo que no entiendes ni debes, lenguaraz. Ordena que echen abajo la puerta del burdel y trae a mi presencia a esa mujer y a los compinches. Y al hijo. Y a tu sobrino si vive. No quiero tener que preocuparme nunca más por los fantasmas de los Saboya.


Al otro lado de la calle Bichomalo compartía un cuartillo de clarete y unas llamas con los adelantados de la brigada. Se guarecían de la lluvia y el paqueo. Seguiría siendo imposible rendir el edificio si no se volaba antes la puerta, y por un aire u otro, no se disponía de un cañón en condiciones para reventar la cerradura. Pólvora trajeron con moho y picada, y las cargas una y otra vez erraron el calibre, y el propio cañón, y sus operarios, no se pusieron de acuerdo para hacer apaño. Cantó un gallo, y otro se mojaría para cantar esa mañana antes de hacer uso del devastador poder de la artillería. Desde luego que hubiesen podido rendir el lupanar con otros modos, bien seguros estaban los que compartían frasca, se podría pegar fuego al edificio aunque prendiese al acto medio vecindario. O hurgar en los cimientos hasta que se hundiese por sí solo. Ante la lluvia, con el fuego y al vinillo, más de cien modos de tomar la casa de putas se bosquejaron, y diez veces esa cantidad fueron los pensamientos que ampararon el derecho de conquista; la pernada, y a las chicas de doña Opalina bien surtidas se les sabía, se soñaba con lujuria. Y eso no le agradó a Bichomalo, macho hispano, que escuchó rechinándole los dientes como el propio sargento, lascivo, pormenorizase sus intenciones si es que del botín, al haber dado aviso, se le dejase elegir a una morena de ojos verdes y tallo de avispa. Sin duda era la hechicera. Quién sino ella cautivaría de tal modo al necio. Desconocidos, extraños en una palabra, y ya estaban faltándole al respeto malmentándole a la mujer. Daba igual si sabían o no quién era ella y quién era él, lo mismo le daba el pastel a Bichomalo, pues envenenado, y cogiendo dos pasos de distancia para tener ángulo y espacio, se despachó al sargento de un tiro y al cabo con un mandoblazo por reírle las babas al jefe. En silencio quedó la calle, el insignificante ruido de las gotas de lluvia impuso solemne fondo a los pasos de Bichomalo. Se dirigió a la puerta de


la casa con el sable y la pistola aún humeando. Y picó la aldaba. Dobló. Aporreó con los puños. - Quién llama -se asomó doña Opalina al balcón de la tercera planta- ¡Un cabrón confeso! -grito el hombre para que viesen que nada le importaba y estaba dispuesto a todo- Abra la puerta o a topetazos si fuese preciso la derribo y no pago desperfectos. - Botarate. Malnacido. - Sí señora, también. - ¿Quién dices que es tu mujer? - Ella sabe muy bien quién soy yo. - Aquí, las que tienen, todas tienen un marido cabrón. Vete a saber quién es tu mujer. - La que haya llegado con dos mocosos, una vieja con barba, una urraca de cementerio y varios forasteros. - ¿Busca un lote? - No. Me interesa un carro y un caballo, pero dando con los unos daré con los otros. - La visita que hemos tenido no debe ser porque de añadido, y no ha dicho, trajeron un cura y un sinvergüenza que nos debía. - A esos también busco. Que salgan. - Ja. Coja número y espere vacante. Más debida a la justicia que las putas, nadie. Doña Opalina trataba a pelo a los alguaciles, y a oficiales y mariscales de tú a tú. Si alguien tenía buena mano en el reino ésa era la vieja alcahueta, tratante de ganado humano que al actual rey, y a su padre y hermano antes que a él, había servido bien ofreciéndoles bocado. No tenía miedo, no, proveedora de la carne de tienta de Palacio le bastarían dos letras y un correo para que el monarca en persona mandase a la flota remontar el Manzanares y darles cobertura artillera.


- Aquí no está su mujer, váyase, y llévese, disuelva, este circo -urgió la mujer insinuando que también ella tenían buen valedor- Ya mandé recado. Y estarán al caer. - Que salgan. - ¡Que no están, cansino! Aquí no están. Y era verdad. Se habían ido. Portento, las mujeres, los niños, hasta el doctor Bulín de Aguiloche, y el curato, y Tancredo, desaparecieron por dónde habían venido. Y de eso hacía dos días ¡Vaya usted a saber dónde andarían! ¡Dónde estarían haciendo noche! Palabra, no lo sabían ni ellos mismos. Al igual que en la costa, batía la península el temporal típico del otoño. El cielo estaba más poblado de rayos que de estrellas, el aire esquilmaba los chopos áureos y la lluvia sería nieve en los altos. Dónde quiera que estuviesen el tiempo era de perros. -¿Y el capitán me vendería su perra? -preguntó Herejía arrebujado en la oscuridad de la majada dónde se guarecían- Sí -susurró Portento entre truenos- Si necesita dinero te venderá hasta su dentadura de madera y la mía si tuviese. Pero no puede venderte a Ramona porque no es de él. - Eso me dijo Antoño. Que no era de nadie. - Antoño no tiene un pelo de tonto aunque lo parezca. - ... chiss… Se intenta dormir... -no eran horas de chismes a criterio de la hechicera- ... chiss… - Antoño es especial -musitó HerejíaEs... es... Especial. - Eso es. Cómo todos. Buenas noches. Duerme. El temporal y el silencio siguieron. Y la vigilia de Herejía. Y la de la


hechicera. Todos salvo Antoño, Rastrojo y Sacromonte, que fue recuperado de su letargo en casa del pastelero, estaban despiertos, meditando sin sueño los futuros posibles. - ¿Antoño también es pirata? - Cómo -reprimió a duras penas Portento la carcajada- En la casa las chicas me dijeron que erais piratas. - Quién lo dijo. - La Gorgolona y la Chata. - Bah, ni caso. - Bueno, y doña Opalina también. Vamos, ella dijo abiertamente que erais piratas. Las chicas lo insinuaron. - Si te lo ha dicho doña Opalina eso sí puede ir a misa. Por muy bajito que pretendiesen ser las confesiones el oído tísico de la hechicera cubría hasta los hitos. Sin mover una pestaña seguía el hilo al igual que el resto de camareta. - Y qué diferencia hay entre un bucanero y un pirata. - Muchas y no son horas de relatar -el mutismo de las respiraciones circundantes aconsejó a Portento ser discreto- Y un filibustero. Qué es. - Calla. A dormir que hay ropa tendida. - ¿Y un corsario? - Puaj. No me revuelvas las tripas, muchacho, que no son horas. - Qué diferencia hay. Qué es un privater, qué es un caballero de fortuna… - Palabras. Palabras. Palabras. Qué sabes tú de palabras, mocoso. - Mucho. - ... ejem, ejem... -carraspeó el sepulturero- Bueno, poco -rectificó sin dolor Herejía- Me cansa lo negro.


- ... las letras -tradujo Úrsula- Dice que le aburren. - Qué vergüenza -masculló Portento en tono audible- Estoy durmiendo con un analfabeto y cuarenta zoilos cotillas. La indignación de Portento puso broche a la noche. Se alejó del refugio unos pasos, y muy pomposo y afectado, empezó su guardia nocturna. Su enorme silueta, ora negra, ora azul a la luz que desprendían las nubes, apaciguó, aunque parezca descalabro, el corazón de la hechicera. Sí. Ese hombre se comprometió a llevarles a Madrid para ver a un gran doctor. Y cumplió. Y nueva promesa les hizo en la casa de putas, les llevaría hasta Barcelona, dónde el doctor recuperaría su instrumental de una casa de empeño y daría remate a la operación. Aseguró el doctor Bulín de Aguiloche que con su utillaje, y la prótesis que acoplase, quedaría el chico “recuperado” para deshojar margaritas, pero estando tan lejos los útiles, y el camino siendo arriesgado para el estado grave del muchacho, él, mortal que era y se sabía, no podría poner su palabra a prueba. Mas Portento sí. Qué tenía que perder. Total, ¿qué había cambiado en dos días? Nada. Bueno, nada no. Ahora tenían monturas frescas e incluso el chico lucía otro color, y el doctor, pese a no querer responsabilidades en el trayecto, también iba con ellos. Y hasta a una de malas se unió a la marcha Fraybuches y su asistente; por si milagro se necesitase. El cura, al enterarse que Rastrojo se encontraba agonizante, se negó a abandonar el lado del yaciente hasta que no viese trasmigrar el alma. Su deontológica postura le embarcaba a lo desconocido. Y eso con él no iba. Silencioso cual credo se reunió con Portento, y tras disculparse por el incidente del palomar, preguntó abiertamente. - Dónde vamos. - Ya lo sabe, usted a ningún sitio porque el chico no se va a morir. Vuelva a su pueblo. - Es parroquiano mío y tengo obligaciones -puntualizaba Fraybuches dedo


en alto¿Adónde vamos por este andurrial de chivas que no lleva a ningún lado? - No se le escapa una, ¿eh? - Hombre, otra cosa no, hijo, pero la iglesia orienta y sé que por aquí no vamos bien si el destino es Barcelona. - Nos hemos desviado un tantito pero es necesario el paso. - Por qué. - Tenemos que cumplir un encargo. - Y tan importante será que nos retrase y se tolere. - De obligatoria parada. - Por qué. - Por qué tendría que decirle el motivo a usted; si apenas le conozco y va de borde. - Porque... ¿porque sí? - Bien, es una razón… - ¡Madre mía, y nos llamó cotillas! - Pues ahora no se lo digo, hala. - Perdone, diga, diga. - No. - No sea niño. - No me sale de los cojones ahora, ¿vale? - Bien, bien. Le contaré yo primero mi historia, mi pecado, y si le place, después, me cuenta usted los suyos. Hasta su hora de baldeo Portento no tenía mejor tarea. Y ya podría el otro contar las bacanales del Olimpo si pensaba que le haría cambiar de opinión. Ni hablar. Si había dicho que no, era que no, pero por escuchar a un mosén contrito tampoco quedaría. - Tiempo ha, impío de mí, fui practicante del culto a la Naturaleza -dijo


Fraybuches echando los ojos al suelo- Novicio de los antiguos ritos. Un niño precoz en el manejo de los Grandes Libros. Prometía tanto, que junto a otros niños se me llevó a la casa de la Señora, y tras una temporada de adiestramiento, marché a la capital para confirmar. Y salí malo. Muchos son los llamados y pocos los elegidos. Mi poder, por desgracia, desaparecía al salir de la comarca. Y renegué de aquello. Abracé la fe Católica Apostólica y Romana con fervor al traerme más dividendos. Sí, sin salir, sin necesidad de recolectar raíces y florecillas entre cantiles y rocas, me caen los denarios. De aquí y allá cojo. Una misa... tanto. Una extremaunción… lo otro. Hasta a los exorcismos le saco un brindis. A nada pongo reparo si el oficio me ampara la alcancía o la bodega. Vamos, tanto es así, que a una misma mujer case dos veces sin pasar por viudedad o repudio. Y a sabiendas que lo hice. - La hechicera. - ¡Cómo lo sabe! - Si usted flores, yo datos recojo del campo. Zumbándole los oídos por el viento, o por el presentimiento de ser mentada, la hechicera no encontraba la postura. O la lluvia, o los rayos, o las sonoras risotadas que profería Portento, no permitían pegar ojo. En el carro lo más confortable para el muchacho resultó echarle dos mantas a los flancos de la carreta y mullirle los bultos por lecho. Bulín de Aguiloche, pese a poner mil impedimentos al viaje, al final se resignó a participar, mas prudente, a su juicio, siempre era todo malo. Lo mejor sería de una vez llegar a Fuendetodos y que les diesen el puñetero cuadro; si


existía, claro. Y hacer noche. - Y qué se necesita de allí -tampoco a la hechicera le cuadraron las nimias explicaciones por el desvío- para apartarnos del camino aun a riesgo de la vida de Rastrojo. - Señora -franco siempre fue Bulín- No nos hagamos ahora los inocentes. La vida le pusieron en peligro al dejarle jugar con pistolas. La carreta no rueda sola y si han llegado hasta aquí, no será por falta de momentos para haberle echado cepo a las ruedas. Váyase a dormir que bastante me arrepiento del instante en que les vi. - Vaya, es usted arisco. ¿Le molesta que me interese por el chico? - Me molesta que le haya costado media mano y casi la vida. Son unos salvajes. ¡Ah, mon capitán Misson, cuánta razón! En la noche cruzada de rayos podría haber esperado la hechicera encontrar cualquier cosa salvo la verdad desnuda. Ésta le salió al paso por labios del doctor. Y como ella quedase compungida en el sitio, y Bulín volviese su atención al paciente, entre relámpagos y bufidos le siguió cayendo la charla, aunque claro era por el tamaño de las lágrimas que estaba al tanto de todo. Y lloró. Lloró cómo sólo una mujer fuerte puede llorar en presencia de un desconocido. Un hombre bien dispuesto y parecido, que pese a consolarla, no lograba que cejase de hipar. - No llores, mujer; no llores más que te pones mustia, carita de azúcar morena. Cómo te llamas. -A mí no se me llama porque atraigo muy malos farios. - Venga, va. Dime. - Mar. - María del Mar.


- No. Mar a secas; aunque suene imposible y fatal -dijo entre mocos- Mar de lágrimas por lo que veo. No llores más, mujer. No llores. Yo sí tendría motivos para gemir, al cambiar los placeres de la Corte por una insalubre existencia en ultramar. Galán de folletín, el doctor Bulín de Aguiloche inventaría la órbita terrestre para que una mujer no sufriese. Con tal de no ver lágrimas en esos esplendorosos ojos albahaca haría cualquier cosa. Observó que mientras hablaba de temas livianos, propios, y por lo tanto ajenos a la hechicera, ésta cortaba la moquera y parecía recuperarse. Levemente. Creyó intuir que le distraía la vida marinera y así empezó a hablar de sus viajes, del último en concreto, y de la razón de haberse desviado. De haber recalado allí. Era sencillo. Ellos tenían una isla en régimen de explotación en un pequeño archipiélago casi llegando a la Conchinchina. Les expiraba el plazo en breve y decidieron al final ejecutar la opción de compra. Pero en aquellos lares, tan carentes de piedad y avances, la moneda de cambio que se utiliza es el aliento del aire. No hay. Pero lelos no son. Para obtener un baremo fiable el rey de los boloblás les sometió uno a uno a consulta. A toda la tripulación de la goleta. Arteramente les pidió que escribiesen en un papel el manjar de los manjares, el sueño quimérico de cualquier saciado y que le dijesen el motivo. Y ése resultó el precio. Oro, diamantes, perlas... De una mecedora que no crujiese, a un concierto de zambomba y pandereta, fueron también los rocambolescos tesoros que anhelaron en privado. Y Boloblás III el Cumplidor, glotón cabal, no sabiendo por cuál decidirse los eligió todos. Y puesto que la lista era larga, y su dignidad real, a los deseos de todos añadió el suyo propio, y éste fue tratar directamente con la Casa Real. Que le trajese los presentes el rey de los cerdos largos; y él pondría la bebida. - Y en este pueblo, Sordociego, dice que está el mejor pintor de todos los


tiempos. O que estará. Y que quizá aquí encontraríamos la pintura que él querría para adornar la chimenea; o parte del tríptico que sueña. - Y por qué un cuadro pudiendo pedir la Luna –sugirió la hechicera- ¡Quién lo sabe! La gente de la Psiconauta es pintoresca y vaya a saber el motivo. Además, ahora que no es secreto profesional, “colega”, le puedo comentar que el hombre que lo pidió no rige bien. Confunde presentes y pasados. El futuro. Es muy mayor. Demencia de abuelo le tengo diagnosticada. - Infusiones de lechuga silvestre le irían bien. - Kava-kava se receta él solo. - Y eso qué es. - Una guarrería que mascan los isleños y que a él parece reconfortar. - Y cuál fue su sueño -espetó la hechicera sin más- Qué escribió usted en el papel. - Yo, tras pensarlo día y medio, pedí una bola nueva para ceñirme al pie. Dulcificada la noche entre prescripciones y posologías, a la hechicera le quedó patente que aquel hombre también era raro. Distinto a los otros. Parecía actuar en cierto modo contra su voluntad. Contó que cuándo subía al barco ciertamente se calzaba una bola de cañón al tobillo; para sentirse preso de ese mundo y no desviar su atención a pueriles disquisiciones. Él era ilustrado, un hombre del siglo, que quería entrar en la Historia escribiendo un vademécum de olas. Todas. Todo tipo. Sería un compendio exhaustivo de crestas y espumas. Algo de lo que no le sustraería el ¿qué hago yo aquí? o ¿a qué hora se come? Un hombre de libros metido a morrallero se le hizo doblemente extraño a la hechicera. Tenía entendido desde siempre que los hombres de letras no juntan con bribones ni piratas, mas confundida debía haber estado la dama de parte a parte.


CAPITULO VIII

HUテ好A DE LA CORTE


Que Ramona lo había pasado mal era obvio al faltarle la pata de palo y el parche; y posiblemente algún diente más. Pellejo que siempre fue, a ojos del capitán Verrugo había rejuvenecido no obstante ciento cincuenta años. En circunstancias normales Verrugo despertaría a gritos a los hombres. El retorno de Ramona siempre era noticia, mas sabiendo que todavía le quedaba tropa con ganas de sabotaje prefirió callar. Despertó a unos cuantos, a los fieles, y les comentó que con Ramona presente no haría falta esperar al día para empezar las reparaciones. Y accedieron. Trabajaron en silencio durante la noche. Midiendo. Serrando y cepillando. Impermeabilizando el casco con un mejunje que trascendía a chirla muerta; manteca, azufre y aceites. Y probar. Desmontar y vuelta a empezar. Toda la noche. Con los consejos y objeciones de Ramona echaron remiendo perfecto a la goleta. Algo se notaba el tomate por las dispares vidas que siguieron las maderas, pero si de grano y mujer se tratase, cabría quizá comentar que la bella embarcación tenía un lunar entre la comisura de la boca y la punta de la nariz. Nada que desluciese su gracia y finura de damisela de la mar. El capitán Verrugo estaba enamorado de la Psiconauta. Sí. Ahora yacía de tripa y sin trapo. Sin entrañas marineras que son su alma. Sin cañones, sin dientes, sin hombres. Nada diría, salvo sus letras de bronce, que aquel velero era la Psiconauta. Terror de océanos, ríos y lagos, y terror de los terrores allá dónde hubiese agua. Y eso faltaba.


Aunque empeño pusieron, y acabaron pronto, les cogió a trasmano la primera marea del día. Deberían esperar a la siguiente o utilizar el remolque que ingeniase el doctor Bulín de Aguiloche, y unos troncos, para sacarla del agua; meterla en este caso. Mientras enganchaban la roldana, el capitán Verrugo sintió los lamentos de los entresijos del barco cómo si fuesen propios. Absorto oía, y llegaba a identificar, la pobre cuaderna cansada que había emitido el quejido. El saber de las partes, que suman más que un todo, resulta la primera observancia de todo capitán, y capitán que también era, sin ser consultado, Felixcarpio Requena se sintió en la necesidad de opinar. - ¿De qué se lamenta? -significó Felixcarpio su presencia al grupo, que hasta el instante, entre la alegría y el trabajo, no había reparado en él- Qué le ha pasado para que se queje así. - Se resiente del poco uso y de una andanada del quince que nos acertaron los genoveses el año pasado. Limpia entró y limpia salió. Y ha debido herrumbrar por el hueco la pobre. Al cabo del giro de la manivela, con cada vuelta para soltar cable, a la embarcación se le escapaba el suspiro de un chasquido. Normal a cualquier oído, Felixcarpio miraba de reojo a Verrugo. El soslayo bastó para mantener una conversación sin palabras, reproches, que cerrando los ojos del todo el hombre supusieron el punto final para Verrugo. - ¿Y bien? -dijo el psiconauta molesto- Qué -respondió Felixcarpio sin desfallecer- Que qué opina. - De qué. - De todo. Si va para largo lo de los ingleses en Calpe. Si se levantarán las colonias con sus colonos. O si subirá hoy el precio del apio u el opio. - Opino que le han dado mala vida a la nave.


Y eso no es de un cañonazo, no, a esta cuitada le ha pegado un quillazo un mal timonel; mal Artista. - ¿Ostenta usted, por casualidad, el grado de Capitán o Piloto? - Ostento el de Almirante de mis zapatos. - Sí. Oficio se le ve al andar. Y nadar, ¿sabe? - Por qué. - Porque en medio de la mar te dejo si mientes o me apetece. - ¿Me da trabajo y tuteo? - En grado de tentativa. Ayudante del ayudante del tercer timonel. - A quién se supone, entonces, que debería asistir. - Al ayudante del tercer timonel; aunque no tengamos. - Luego sería asistente directo del tercero. - No. Tampoco tenemos. Ni segundo, ni primero. Y menos piloto. Necesitamos uno, y esta tontuna que te acabo de largar, es para que te enteres que aquí serás el último chinche aunque dejemos la dama en tus manos. Sólo a mí obedecerás en las maniobras. Y en lo demás lo acostumbrado, claro. ¿Firmas? - El qué. - El contrato. Felixcarpio Requena en cierta ocasión tuvo en sus manos un legajo que enumeraba en seis o siete párrafos el decálogo pirata, sin embargo, que se refiriese de palabra era lo normal. ¿Sería acaso tan austero el capitán Verrugo que no revestiría el acto con alguna solemnidad? No, bien sabía de la importancia, aquello, laboralmente hablando, era un precontrato con escandallo. Deberían esperar a que la Psiconauta tomase agua, y entonces sí, con todo el boato de los relatos, se le daría admisión al


buque. El ron, el hacha y la Biblia del capitán Misson, contó Verrugo al carpiano, amén de flotar y no tener amarras, eran de imprescindible presencia y uso en el ritual de la jura. Hacerse pirata, por mucho que a indultos y armisticios digan acogerse algunos, se hace el Hombre de una y para siempre. Sin saberlo Felixcarpio firmó su enganche en lo que llegase a ser la cubierta del Salmonete Voraz Revenge; con pólvora y sable. Que se sustituyesen por hacha y Biblia no le afectaría; ni el ron, aunque al rioja le sacaba mejor sabor. - Y cómo se reparte -quiso saber Felixcarpio- ¿Se va a la vizcaína o lleváis otro sistema? - Vaya, veo que alguna milla que otra sí es verdad que has corrido. - Delante y detrás. - ¿Y de consorte has ido también con barcos de Su Majestad? - Si se ha pagado bien, ahí hemos estado. - Pues vamos a partes, sí -entró en materia Verrugo- A parte por barba, y mejorás. ¡Ah! Y treinta y seis partes fijas para el barco; para eventualidades, mantenimiento y arreglos varios. A mejorá acordada va el capitán con una parte, contramaestre y maestros varios media parte. Y un cuarto de parte y día libre para los músicos. La mejorá variable se vota por la noche si se ha producido captura, de no, a fin de mes; son cuartas partes que se adjudican a quien descubra presa, al que primero salte al barco apresado, en fin, a aquél que de alguna manera se ha significado y merece un reconocimiento pecuniario y social. ¡Anda! Que se me olvidaba, y media parte fija también para el cirujano... - ¡Cirujano! ¿Lleváis a bordo? - Discípulo aventajado de un tal Epicuro. - Le advierto que tengo prometida en Estartit y al tanto de las veleidades de


griegos y romanos me hallo sólo por haber tomado el fresco en el porche de su casa. ¿Es cirujano bueno o metido a ello? - ¿Por qué? - Tengo fístula por estar aquí tumbado y necesitaré sajar. - ¿El divieso? - No. La cuerda. Corte el cable y vayamos a comer algo. Y a dormir. - ¿Aceptas? - Ya veremos. Lo que sí le digo es que por aquí a esto lo llamamos Marea Muerta. No creo que vaya a subir mucho más la siguiente teniendo a triángulo la Luna y el Sol. - Puesto que sabes, veo, el puesto es tuyo si lo quieres. - Lo querré. Pero tan buen momento es éste cómo el siguiente para cortar la soga y que el barco entre al agua solo. - A ver si te crees que me votan capitán por plantanabos -se sintió Verrugo azuzado sin razónEn la vida me he alejado, tierra adentro, más allá de un par de millas de la pleamar; arados y cultivos conozco por ver desde la ribera de los ríos; y que soy muy viejo y sé cómo tal. El primer puñado de sal se lo eché yo al océano, no te digo más. - Corte entonces. - No. Necesito ver la cara de esos indeseables cuándo despierten. Se refería a la tripulación. Al resto. A todos aquellos que le malquerían o habían cogido gusto a verle fuera de sus cabales. Encabronado. Verrugo era tan capitán en alta mar cómo en tierra, tan respetable, sin embargo, “on dry” que decía Lortom, era más ameno tomarle el pelo y contrariarle. Se volvía vulnerable y sabiéndolo se aprovechaban de ello, se resarcían de los prontos del hombre a la mala mar. - Y volviendo al tema del galeno -no quería firmar sin preguntar


Felixcarpio- Qué tal mañas exhibe. No lo digo por nada en especial, pero aprensivo que soy, ¡y viendo el lustre de la perra!... Bueno, entienda que miro por mi pellejo. - También tenemos criterio para cubrir los imprevistos. A fondo perdido pagamos las inclemencias y desdichas de la Suerte, así, por ejemplo, si se te va la mano derecha con una driza, y eres diestro, del fondo común te entregamos ochocientas piezas de a ocho. A la zurda tonta le corresponden seiscientas. La pierna buena lo mismo que por el brazo malo. Y por la pierna lela también su precio; quinientas piezas. Hasta los dedos, si se es tiquismiquis y se reclama, se tienen tasados. Doscientas piezas; lo mismo que un ojo. - ¿Han pensado que es más rentable que te quiten cuatro dedos a la mano entera? - Claro. Mejor eso, que llegado el caso, uno mismo se ampute un dedo para salir ganando. - ¿Su tripulación tiene muchos tullidos? - ¿Cerebrales? - En cualquier modalidad. - Que se pague no. Con la otra llenamos la bodega. La verdad que mucho se le debe al médico, de hecho, se le ofrece media parte fija más para redondearle al entero. Aunque no acepte. - Entonces ¿no coge parte extra? - Del reparto no. Pero una pieza de a ocho al mes nos cobra a todos por mantenernos sanos. Los días que no se está no se paga, eso también. Así, el uno por enfermo, y el otro por irle los cuartos en ello, se aplican las partes a la recuperación y pocas bajas tenemos. Con esto, y otros pormenores, el capitán Verrugo le fue explicando la


estructura filosófica del navío, serían los parámetros bajo los que se desenvolvería mientras durase su filiación a la Psiconauta. Se dedicaban a todas las variantes de la vida en la mar: el honesto comercio libre de aranceles, a la recuperación de cargamentos hechos pecio, al acecho o merodeo a cualquier fuente de bienes que saliese a su rumbo y sin escolta. En una palabra y sin ambigüedades, eran piratas y a vivir su vida se entregaban. Felixcarpio lo supo al vuelo, le bastó presenciar la zambullida de la perra en el grao, para dar por cierto que el patrón del animal al alambre se dedicaría. Perezoso y entre brumas levantaba el sol. El capitán Verrugo se irguió para ingerir mejor su ración de mañana y sonrió. Le cayeron de los ojos todos los males y de un sablazo, y sin avisar a Felixcarpio ni a nadie, cortó el cable del barco. Rodó la nave los troncos y al entrar en vacío al agua poco caló; aunque su reflotar brioso fuese el de una potranca. Siguiendo la estela de una maroma Verrugo se lanzó al agua y tras tres poderosas brazadas se asió al cabo suelto. Remontó la soga cómo chaval, y antes que se pudiese exclamar nada, se había encaramado a la cubierta y echado el ancla. Júbilo, chillidos de Patata y Congrio, contrastaban con el asombro de la tripulación que despertaba. Atónita por ver reparar en una noche, unas horas, tres meses de holganza. Entonces fue cuando todos comprendieron que era día de mudar, de vuelta a la realidad mal que le pesase a algunos; entre otros a Parrusky, que asqueado, cogió una tea y se dirigió a un cañón que cubría la línea. Pero allí, siendo previsible la reacción, estaba sentada Ramona y enseñaba los dientes. ¿Ramona? ¡Ramona!


Ni que fuese sortilegio u exorcismo se pusieron en danza, sin pedir explicaciones ni refrigerio matutino. Laboriosos cual hormigas en cadena cargaron los botes, y luego borda a borda a la Psiconauta. Y a la bodega. En ausencia del maestro artillero y de gavias, Verrugo, como de todos los demás oficios, se encargaba a viva voz. En poco tiempo fue cogiendo cuerpo la goleta. Se emplazaron los cañones, se armó el aparejo, se izaron las velas y apenas pasado el mediodía se aprestaban a dar sus primeras bordadas. Parte de la tripulación quedaría en la playa para ordenar los últimos bultos y hacer ovación. El goce de la reentré, de volver a tomar espuma y olas, aunque se votó, fue en justicia, designó a los autores de la obra. Patatita parloteaba eufórica, decía haber olvidado, no recordar el placer de surcar, y ansiaba a alarido en cuello se pusiese proa a mar abierta, Congrio, paradojas, lo temía. Temía que se le pusiese a la rueda y pifiarla otra vez. Si fue trago aguantar los gritos, los insultos, la presión a la que le sometieron los veteranos su día de novicio, ahora, con Verrugo a bordo dirigiendo las maniobras, se le hacía tarea ciclópea. Y sufría de verdad. Querían estar a la altura. Y Verrugo lo esperaba. Él en persona fijaba el timón aunque lo considerase rebajarse, y por ello a su lado llevaba a Felixcarpio. En cuanto pasaron la barra le cedió el gobierno de la pala y le rogó que la midiese, que a sus ojos de buen piloto les recordase de lo que era capaz la Psiconauta. Al tiempo, y para no perderlo, pidió todo el trapo y ahí dejó la nave. Corcel que brinca loco encabritó la embarcación, hasta que hecho el tacto a la rueda Felixcarpio sintió desde la nuca hasta el talón la esencia de la hembra que llevaba entre manos. Con fuerza, brava, atacaba las olas con la elegancia del cuchillo. El viento acompañaba y las velas henchidas crujían. Desde tierra se siguió con entusiasmo las evoluciones del navío. Sin


saber de Verrugo, sólo por las maniobras que ejecutaba el barco, se imaginaban los varados que el capitán en persona estaría dándole un repaso a las olas. Jugando a pídola con los delfines. Pero era Felixcarpio el que pilotaba a gusto propio. Tanta alegría como el reencuentro con la mar le supuso a la tripulación comprobar que habían hallado Artista. Y con mayúsculas de verdad. Dignísimo sucesor del emérito Faustino Ojos de Rabia. Estaba dando Felixcarpio recital de gala y hasta en tierra batían palmas. Pero aún quedaba una prueba. La Corná. Y rumbo Creus ordenó el capitán provocando un estallido de entusiasmo entre la tripulación. Lo significaba. Iban a testar la pericia en una carrera imaginaria. Las carreras solían partir de Portbou o poco más allá, y el objetivo era transportar lo cargado hasta Isla Pedrosa. Y ser el primero. Siendo solitaria la competición, para compensar la dificultad que ponen de ordinario los cañonazos y la carga frágil, exigió Verrugo, pérfido, el paso al rape a la contraria. Y por barlovento. La mar tampoco reconoció en esta ocasión la planta de Felixcarpio Requena, e igual que ante cualquier otro que no fuese Poseidón, empezó a levantar, y a poner de muy mala baba, aunque no tan mala, pensaron, para poner nervioso al capitán Verrugo; que sin proferir palabra se limitaba a fumar su espuma. No habló, no, ni cuándo se ciñeron de tal modo al espolón que creyeron escuchar las conversaciones de erizos y lapas. Y una de ellas dijo, para disgusto de Felixcarpio que lo entendió, que cómo todo el mundo esperaba el mediano de los carpianos se había hecho pirata. Y Felixcarpio carcajeó pletórico pues se sentía uno con la nave. No acertaron con el encargo de Sordociego en Fuendetodos. No. Quizá no fuese momento. Sólo en Benaoján, Málaga, tiempo ha dieron con algo que se ajustase a las indicaciones del viejo, y aún así podría decirse que


marraron. Allí, en vez de personas, debían buscar una cueva, y de ésta, desgajar una loncha de pared, que a criterio del anciano, contendría la obra más bella que diese el Arte Pictórico, y dé, a la Humanidad. Una simple cabra que vio dibujada en su juventud, cuatro líneas inconexas que sublimarían el ánimo de quién las viera. Y verdad fue, pues negándose a sí mismos ante ella, pidieron a un lugareño que hiciese por ellos el trabajo, que reprodujese, si pudiera, y sobre fragmento de piedra parecido, una copia del tesoro que legasen los tatarancestros. E hizo el hombre. Tan idéntico y original al tiempo, que ellos mismos dudaron si aquel paisano no habría considerado mayor trabajo, repetir, que arrancarlo de la colgadura. Cuando tuvo en sus manos la hechicera la susodicha plaqueta percibió en lo rústico lo bello. Sí, si en Fuendetodos hubiesen encontrado algo maduro de calidad pareja, desde luego que el desvío hubiese merecido la pena. Rastrojo se recuperaba, el chico mejoraba a horas vista aunque su relación con el mundo de la vigilia siguiese siendo esporádica. Iba sedado con zumo de adormidera, y desde la noche pasada, y la otra, al menos no había vuelto a intentar arrancarse los vendajes. Dormía. Soñaba. Se le veía feliz - Y Caimán… ¿Se comió? -Herejía lo ponía en duda- Así lo cuenta Antiguo -dijo muy misterioso Antoño- Del talón a la cabeza y no dejó ni el sombrero. - ¿Y los dientes? - Se los tragó. - ¿Y la lengua y la boca? - También. - Ja. Te ahogas si te tragas la lengua. - Y si hablas cuándo comes. Pero es verdad, se jaló hasta la monda. Eres igual que Patata. No te crees nada, bah. - Ja. “Patata”. Vaya nombre. - Ojo, es princesa. Nieta del capitán Rackham; El Hortera Jack; Cálico


Jack. Y de sus mujeres. - ¿Tenía varias? - Eso dice Antiguo. Dos. Dice que sus abuelas fueron famosas. La reina Anne y la reina Mery. - ¿Y tú te lo crees? - Eso me han obligado a memorizar por si me pregunta el rey de los boloblás. Boloblás III El Cumplidor. - Y por qué. - Por lo de comprar la isla que te conté. Tiene que ser el rey de Europa, o uno de sus herederos en persona, el que le lleve los presentes. - Tú qué pediste. - Un amigo. - Amos, no me jodas, Antoño. Podías haber pedido una montaña de oro. O un cuchillo que no pierda filo. Algo que de verdad te sirva para algo. ¡Pero mira que pedir un amigo! Sin faltarte al respeto, podrías haber querido ser más listo. - ¡Más! - Podías haber pedido a Ramona. - Y el Sol si cogiese lazo. Sabiendo de lo imposible Herejía azuzó a Ataulfo para que mordiese al jumento de Antoño; así empezaría la carrera hasta el bosquecillo distante. El aire racheaba frío y entre los troncos quizá mitigase. - ¿Y por qué queréis una isla? -llevó Herejía el bocado del caballo al pecho- Para qué. - Para tener un sitio dónde volver. El mar cansa mucho. E ir de tapadillo en todos los puertos más. Yo estoy harto de ser quién no soy. Soy Antoño, el maestro artillero. No soy el hermano pequeño de Blasfemo ni de nadie.


- Ahí estoy contigo. - Pues entonces, si quieres, podrás dormir en mi camarote. Si vienes, claro. - Ya te he dicho que no sé. No depende de mí. Primero está Rastrojo. - La isla es rechula, te advierto. Tenemos hasta un volcán chiquitito adosado. - ¿Y será seguro vivir allí? Nicasio, cuándo alguna historia me ha contado, dice que los volcanes son de lo más impredecibles. Y aconseja no acercarse. - Bueno, éste sólo duerme, y se tira pedos, tal que Sacromonte. - Vaya porquería de volcán ¿no? - Tampoco faltes. Que los volcanes, hasta los más chiquititos, son compuerta directa al Infierno. A estos pagos llegaba el Ebro desbravado, suave de regato. Los caballos abrevaron a rienda suelta mientras ellos tomaban asiento en un fresno seco de azufre y olvido. El grupo venía lejos, no deberían siquiera haber llegado al soto, con lo que de sobra les holgaba para chupar una pipa. Una o dos. Pese a que sacaron al tiempo el tabaco, y Antoño insistió, por primera vez impuso Herejía su voluntad y se fumaría de lo suyo. Ni que reliquia bendita fuese conseguiría hace bastante, por lo mustio que salió, unas semillas de maíz que le dijeron provenir de la misma reserva secreta de la tumba de Atahualpa. De aquél maíz, hecho panocha, y afeitado con Luna llena, salía una picadura de la que estaba especialmente orgulloso el muchacho. ¡Aquello era infumable! Bravo y peleón como el vino de polvos ¡Peor! ¡Ni piciétl! Nadie hasta la fecha había logrado fumarse una cazoleta entera. Ni sus compadres Perdigón y Rastrojo, o su mentor Nicasio, consiguieron la proeza. De ahí que Antoño probase suerte y llenase su cachimba hasta los bordes.


- Cof, cof… cof… cof. - Sólo es hasta que escupes el pulmón -bromeó Herejía- Luego el cuerpo se hace y te la puedes dejar sin miedo en la comisura. - ¿Tú fumas esto? - Siempre que puedo. - Te vas a quedar canijo. - Ja, ja. Y ciego y desnarigado. Ya me lo recuerda Fraybuches a gritos cuando me cruzo con él. - ¿Y por qué viene ése con nosotros? - ¿Le tienes gato? - No, no. - En el fondo es un desgraciado al que nunca he hecho caso, y mira que ha habido años en los que le daba fuerte, por decir que padre era, mío y de otros, y me seguía campo traviesa con intención de arrebatarme al demonio. ¡Agitando el hisopo gritaba que era mi tutor! - Te llevas bien para haber corrido de él. - Claro, yo cada vez corro más y él menos. - ¿Y quién podría a guantazos? Sardónico rió Herejía. La misma pregunta se había planteado él muchísimas veces a la carrera. Pero el hombre era montaña con hábito a sus ojos. - Y Portento -cambió Herejía de asiento- Qué pidió Portento. - Portento... Portento eligió un enemigo digno. - Cómo. Para qué. Vaya gilipollez también ¿no? - No. No para él. Te has fijado acaso que va herido. - De madrugada el otro día me levanté a mear y le vi encintándose un


lienzo en la tripa. ¿Es eso? - Sí. Tiene un agujero en el estómago que se ve de lado a lado. - ¡Anda ya! -Te lo juro. Sólo doña Genoveva puede estar presente cuándo se limpia la herida; se pone hecho un basilisco. Tuviste suerte si no te vio. Ni a Bulín deja. - Y dónde le hicieron el siete. - En su quinta cubana. Estaba durmiendo la siesta en la mecedora y le acertaron desde el muelle con una moscarda de borda. Y mira que es difícil, que te lo digo yo. - Le dolerá mucho. - Hambre tiene todo el día. Y quien bien va de muelas suele quejarse por vicio. La verdad, mucho caso no se le hace cuándo habla de lo suyo. - Vale. Pero, por qué un enemigo digno. - No lo sé, la verdad. Y si se ha preguntado, o dicho, yo no he prestado atención. Si quiere decirte te dirá. O pregúntale. - Y el capitán Verrugo. Qué pidió. - El capitán Verrugo… pidió una mecedora que no hiciese ruido, sí; yo creo que lo hizo para chinchar a Portento. Pero todos sabemos que él lo que quiere es la isla. Y juraría que el rey de los boloblás no le pilló desprevenido. Él quiere la isla en sí. - ¿Y doña Genoveva? - Ella tiene su misión y no se apea. - Y Hammed y Pastinaka.


- Una fuente portátil de agua pura el uno, el otro un jamón de seis cuerdas. - Y el que duerme. - Sacromonte siempre desea el doble. - De qué. - De lo que sea. - Vaya sarta de estupideces. ¿También eso le vais a llevar por presente al rey? - Eso parece. Sibilino que es el Cumplidor, nos sonsacó con engaños que era lo que más deseábamos en este mundo. Y para bien, o para mal, nuestros sueños son el precio de la isla. Que se joda si en el morral van algunas pesadillas absurdas. - ¿Y una vez que los tengáis en vuestras manos, que los hagáis realidad, vais a ser capaces de entregárselos al rey de los boloblás? - ¡Buff!... No sé yo. Aunque hacer real un sueño se plantee goloso, el tesoro del capitán Caimán se decía desbordar las dimensiones de lo onírico. Diamantes, perlas, amatistas, ágatas, y esmeraldas, para adoquinar la Vía Apia y todo camino que entre a Roma. Finas sedas que envolverían de lujo al mundo por su ecuador, y especias, y vinos, y obras de arte, y cualquier cosa elegante que pensase el Hombre para usar o gozar. Y mucho más. Se decían tales maravillas que las Siete juntas hubiesen sido bolsa de calderilla. - Y Ramona. ¿Ramona pidió? - Sí. La perra tiene obsesión con los níscalos. Ella los ventea a leguas. - Y qué pasa si no lleváis todo. - Huelga ir. Él también tiene albarán para puntear, y si algo faltase, además de no vendernos ni coral, se quedaría con todo lo que hubiésemos llevado,


y que nuestro, quede en la isla y en el barco. - ¿Se lo quedaría todo? - Si volvemos sin lo que pone en la lista, sí. - ¿Y tenéis mucho allí? Entendiendo lo tonto que sería ir de vacío, Herejía supuso que ya lo tendrían todo. O casi. Debían necesitar los níscalos y alguna nadería más, y sabiendo de lo apañados que se mostraban, imaginó que en el camino hallarían lo que les faltaba. Si faltase, claro. La reina dormía en el cuarto de al lado, ajena a los desvelos de don Opulento por satisfacer sus órdenes. El hombre llevaba dos días, y tres noches, cambiando despachos urgentes con todas las comandancias. Una alarma prioritaria cruzó la piel de toro expandiendo la noticia. Se buscaba a cualquier precio a un grupo de espías y desertores. Era vital para el país dar con ellos antes que se diluyesen en el agua. Que saliesen de las fronteras de España. Y no llegaban noticias. No llegaban. Y cuándo las hubo, fueron desconcertantes. De Cariñena trajo un palomo recado diciendo que Fraybuches, con unos señores, había dejado a cuenta, a un afamado vinatero, una bonita suma de tres números. Al debe de don Opulento se puso la minuta al ir el sello de su sobrino dando conformidad. ¡Era el colmo! Se pasaba de nuevo al otro bando y con toda impunidad le endosaba los gastos. Ay, cuán raros resortes mueven el cerebro de un boyuyo. Y nada mejor que otro boyuyo para borrar el manchurrón. Bichomalo fue elegido para la misión por dos motivos. Uno que era boyuyo, y dos porque era malo y estaba motivado. No necesitó mucho el señor obispo para que aceptase el encargo de ir por


ellos y traerlos vivos o muertos, que a su gusto y criterio quedaba la posibilidad puesto que de ambos modos cobraría cien doblones de oro. Con el eco de los cuartos salió Bichomalo a caballo con órdenes precisas. Al avistamiento de Cariñena le siguieron ecos parecidos desde Belchite, Caspe, Mequinenza, Firx ¡Y hasta Tortosa! Rápido viajaban, demasiado. Incluso calzados con las alas del miedo se diría que mucho, y no le extrañaba pues su mujer, seguro, tendría que ver en el asunto. Era capaz de eso y mucho más. Bichomalo estuvo cabalgando ese día entero, cambiando en postas concertadas y otras encontradas al paso. Montó alazanes, bayos, negros, garañones, y borrico de una poza al pueblo al ahogársele el caballo. En carreta y andando estuvo, hasta que al séptimo día, domingo, entró muy deteriorado en la taberna de la Palaya, en Ruimar, para enterarse que el grupo, en esos instantes, zarpaba en un mercante. Sin beber, sin recuperarse, llegó a tiempo a la orilla para distinguir una vela en lontananza. Lejos, chiquitita, ponía un mar por medio entre él y la venganza. Y los doblones. - ¡Por las bilis de mi abuelo! -apenas podía creer su mala suerte el boyuyoUna hora, una mísera hora, lo que tardó de más el pollino en llegar, es lo que les ha salvado. ¡Maldita sea la hora impar! - Decía, buen hombre -respondió, lanza en mano, un lugareño que reparaba al pie el arte- ¿Le ocurre algo? - Sí. Debía haber cogido ese puto barco ¡Me cago en las migrañas! - Hasta mañana no zarpa otro para Tarragona. - ¿Va a Tarragona? - Casualmente sí. Mañana voy a recoger a mi mujer; ha ido a ver a una


hermana que tiene monja; clarisa. - Digo aquel barco, estúpido. - ¡Ah! Sí, a Tarragona con hijuelas, sí. El Sultán recoge lo que baja de valioso por el Ebro y lo planta en la ciudad. En la plaza de Tarragona al día siguiente lo encuentra sin ir más lejos. Trigos, vinos, mantecas, madera, lana elaborada o viva que baje, coloca a buen precio en los mercados. De Barcelona a Valencia suministra de interiorismos a la costa. - ¿Quiere ganarse un dinero, abuelo? - ¿Es legal? - Sí. - Entonces no. Estará lleno de formulismos burocráticos y a la que le pueda dar uso no quedan ni peces. ¡Y para qué querría yo una red nueva! - Por eso no se preocupe. Si me caza ese barco, yo le sabré recompensar. - Qué me promete. - Qué barco tiene usted. - Una balandra. La Jacinta. - De cuántos años. - Fue de mi padre, y los que haga conmigo cuarenta y siete. - Yo se la rejuvenecería cinco lustros. - Si me pone dos palos hasta le hundo el Sultán, mire usted. Si es preciso utilizo la colisa o les envisto. O nado hasta él y le barreno la panza con el cuchillo. - Le diré sobre la marcha. Ahora vayamos a su barco porque apenas queda trapo que ver. Exigua era la dotación de La Jacinta, reclutada entre parientes y amigos, no más de cuatro marineros necesitaba el barco para gobernarse. Y con Bichomalo eran seis. Libre de marca por tanto también iba el hombre con


el que hablase. El barco era de su hijo, Rosauro Barbier, que al menudeo del pulpo y el contrabando se dedicaba. Había “heredado” el barco no hacía el año, por lo que su voz que se diga era relativa en el mando, seguía de patrón de facto el viejo Barbier. - … O sea, que es su mujer -dijo el abuelo Barbier sin asomo de sonrojoLo supe en el instante que le vi. Esos ojos acarnerados que luce sólo los engendran las mujeres. Las cornamentas, en una palabra. - ¡Abuelo! -Bichomalo tuvo que contenerse una mano con la otra¡Abuelo!... Aunque estemos en su barco, con su gente, no se propase un cacho porque le saco las tripas. Y si es impertinencia además le hurgo luego a mano. - Si tiene cojones lo intenta. Haga intento otra vez de sacar esa mierda de sable, y le meto la botavara por el culo. Y si parpadea le sigue el ancla y el lastre. - No provoque -dijo Bichomalo comprendiendo lo que tenía enfrente- no provoque y no habrá desgracias. - La suya será si no calla ahora mismo. Venga, el colorao, saque lo que lleve y no se haga el valiente porque no se ve la costa. Suelta la bolsa, bacalao de río. - Qué dice. Qué es esto -reculó llevando la mano al instrumento- Qué pretenden. Silenciando lo allí ocurrido, diré que al palo le ataron bien, a doble vuelta, pues lo que encontraron entre sus ropas aconsejó tomar tal medida. Portaba carta de puño y letra de don Opulento, instando a quien leyese a que actuase en consecuencia. Y por tal le inmovilizaron. El propio Bichomalo aconsejaba a sus víctimas confesar antes de empezar el apalizamiento, y siendo fiel al principio, largó a la mera insinuación del látigo.


- Sí, es mi mujer. Y qué. Bastante calvario tengo con ella para que se ría usted. - Dése cómo entre amigos y siga. - No lo estoy. - Y quizá nunca lo vuelva a estar si no prosigue. Explíquese. - ¿Y? - ... Quizá... puede... que salve la vida. - ¿Por qué persigo a mi mujer? - Sí. - Porque así tiene que ser, ¿no? - Pues no -le empezaba a costar al abuelo Barbier ser imparcial con él- Qué quiere de su mujer. - Eso es cosa mía. - Y nuestra -no dejó que se creciera- Está atado al mástil de mi hijo. - Eso es ¡”Mío”! -habló para todos Rosauro- Va siendo hora de poner las cosas en su sitio. A ver, padre, qué pasa aquí. - Na hijo, el atontado este que me huelo que es gañán. Y malaje. - Pues por la borda, hale, y al aparejo todos que levanta. Aquí poco pulpo va a quedar. Haciendo amago de obedecer, otro Barbier, el más chico y primo del capitán, sacó una faca fina e hizo ademán de rajar. Entonces le salió del pecho a Bichomalo una voz que no reconoció como propia. Le brotó otro yo que tomando las riendas de los labios habló. Por orden de las más altas instancias, dijo, estaba a la caza y captura de un grupo de maleantes. Facinerosos en toda regla. Enemigos de lo propio y amantes de lo ajeno...


Sí. Mala táctica era seguir por ahí. Mal plan. Si dorar la píldora al demonio era la vaina del momento, lo haría. Con clase. Fijodalgo venido a menos, daría el do de pecho si se necesitase. E inventó un pasado tremendo y truculento, aduciendo lo sencillo de su rendición por no tener miedo al dolor. Y no llevar nada encima. ¡Ah! Y sobre todo a estar muy cansado debido a unas fiebres intermitentes que le sorprendieron en el cañaveral. Y al junco abundante, y al volar de patos y follas, atribuyó el encontrarse tan fuera de su sitio. - ... Y por eso voy tras ella. ¿No harían ustedes lo mismo? - No, por un carruaje no montamos estos chochos. - Venga, majos, soltadme y traedme algo de comer. - ¿Tiene hambre? -parecía el viejo Barbier seducido- Sí. - Si me contesta otra bien le suelto. - A ver, dispare; todo sea por nutrir. - Por qué se ha cagado. - Porque mal obedece el esfínter a las fiebres o al frío de un cuchillo, ¿o no? - Muy bien. Le voy a soltar. Pero lo de la botavara sigue en pie. Si intenta algo le hago carnaza. - Menos monsergas y a ver si es verdad que corre esta castaña. Casi era estrella del firmamento el farol del castillo de popa. El Sultán navegaba a raya de horizonte, fijo a la marca predicha por el capitán Rosauro. El plan era académico, ciega de avisos, La Jacinta se acercaría poco a poco durante la noche, a la espera de ocasión para… volver a renegociar el precio. Sí, el desgraciado de Bichomalo había caído en las redes de la familia Barbier, chamarileros de la mar, que le irían sacando a catas lo que


trajese en la faja por haber vendido el melonar; el payo que les cayó del cielo, de no la nave entera, parchearía con cuatro perras lo perro del invierno venidero. Disculpado a la discreción de unos toneles Bichomalo cambió de indumentaria. El viejo Barbier aprovechó para pasar consigna, y excusando una maniobra perentoria, volvió a quedar a solas con el boyuyo. - Qué, cómo se siente ahora -inquiría el viejo por ánimo y vientre- Bien. Mejor. Más limpio de conciencia y esas cosas. - ¿Se marea? - Depende de lo que pimple. - Pruebe con esto -ofreció aromas de cantueso- Déle dos traguitos e intente levantarse. Si lo consigue la botella la pago yo, de lo contrario se la apunto. - ¡Ah! Pero, ¿tengo cuenta? - Abierta está. Anotado le tengo un barco nuevo... Y ahora que ha probado le clavo el aguardiente. - ¿No invita por el gasto? - Es pronto para dar ronda al cliente. - ¿Y desde cuándo lo soy? - Cuándo me llamó “estúpido”. De no haber dicho, hasta puede que hubiese viajado gratis. - Vaya. Para la próxima ya sé. Pasaron los escollos por barlovento. Por sotavento. Se disponía a exigir la maniobra con venda en los ojos cuando la tripulación se le echó encima. El capitán Verrugo tuvo que claudicar y admitir que habían hallado lo que les faltaba. Piloto. Felixcarpio Requena se hacía con el puesto para contento propio y delirio de extraños.


De vuelta a la isla quedó la mar sumisa. Bella, pictórica, el regreso a la recaleta se hizo entre chanzas y peticiones. Se le rogó al nuevo piloto que pasase también al rape Punta Figuere y Punta Falconera. El Golfo de Roses, con Ramona por mascarón, se surcó con tal elegancia y presteza que ni las sirenas que allí moraban tuvieron tiempo para ver algo que no fuesen los ventanales del castillete de popa. Zigzagueando hicieron islotes y rocas desde la Punta Trecabraços hasta Cala Pedrosa, dónde doblaron la mar para llegar a Estartit. Y fondear. Maniobra que se precie ha de dar oportunidad para lucirse a la artillería. A petición, esta vez del carpiano, se cargó la línea de cañones para salvas. Bueno, sólo quince de los treinta y dos que artillaban la Psiconauta, y uno, que hacía el medio par y revancha, y sin que supiese el piloto, cebaron con calibre cabal. A la señal del capitán se dio chisca al susto. Los quince de saludo atronaron a una, y el decimosexto, el que ex profeso apuntase a la hacienda de su suegro, llevó la munición real hasta el tejado de la casa. Caería en mal sitio el obús, el caso que la masía salió mal parada. En breve el distante resplandor del incendio informó del “desacierto”. Al ver que aquello crecía, y que del pueblo zarpaban chalupas soliviantadas, se decidió levar anclas sin llegar a parlamentar. Sin luces, huyendo, salieron de nuevo a mar abierta. Felixcarpio no era consciente de lo que acababa de suceder, Verrugo sí. Si debía jurar el código, requisito se le dijo era no tener amarras. Y con las llamas le desaparecía la última a Felixcarpio Requena. Tras meses, recogido todo desperdicio y extintas las pavesas, la recaleta parecía un campo lunar. Al menos la luz de ésta bañaba el sitio y tal aspecto le confería. Desierta. En el esquife se iban. Ramona, última inteligencia que abandonaba el refugio, muy digna flexionó los cuartos traseros para orinar. Dejó una marquita nimia en la playa avisando que la


isla tenía dueño. Se iban, sí, pero ahí dejaba la firma para poder volver cuándo gustasen; la añorarían, desde luego, habiendo sufrido el mal de mar en esa tierra también la consideraban propia. Parte del barco. Parte de los recuerdos de la tripulación. Y un brindis era lo mínimo. ¡Hasta la cría! A botella por gañote, se dieron cuatro hurras al escondrijo y a los demás santos habituales. Y otros cuatro y trago. Y otros cuatro. ¡Y en ayunas todavía! Aquello llevaba marchamo de oficialidad. Salvo Felixcarpio todos los allí presentes sabían los siguientes pasos. Lo que iba a suceder. Se trajo el hacha y la Biblia del capitán Misson. Y otros cuatro hurras con sus tragos. Y Felixcarpio acabó por olerse algo al hacerle desnudarse y subirse a un tonel. El capitán Verrugo entonces se descubrió, y a voz de alma, hizo el preámbulo. - Hoy, a tantos de tantos, de mil setecientos tantos, la Psiconauta, y su gente, se halla reunida en consejo propio, ajenos a toda persecución y traba, en el fondeadero de las Medes. Libres, por tanto, reitero, decidimos renovar el pacto que nos une. Al introito puso Verrugo punto levantando su copa e invitando al brindis. Tomando ejemplo repitieron el gesto del capitán, y tras los cuatro hurras de rigor se procedió a repartir nuevos licores, pues algunos, ansiosos por celebrar y molestar, ya habían acabado su ración al tener el garganchón de buen diámetro y acostumbrado a trasiego. Repartida nueva ronda, con sus santos y buches de prueba, elevaron las jarras, quién tuviera, y en esa posición aguardaron, atentos a Felixcarpio, al cual se le entregó, ahora sí, una botella de ron, y de él se esperaba que matase el envase, tras beber, contra el palo mayor.


De fallarle la puntería, para eso estaba el hacha, para separarle la cabeza del cuerpo al tenerse por prueba fehaciente que el hombre no merecería para esta vida incierta. Nadie pondría la vida propia en manos de tamaño inepto. Aunque ni qué decir tiene, tras indicarle lo que debía hacer, cumplió. Y a una apuraron las bebidas. - Llano voy a ser -prosiguió el capitán Verrugo- No os voy a embotar la cabeza con retóricas sutiles. Voy... - ¡Al grano! -se gritó temiendo lo peor- Voy, cómo decía, a hablaros claro. Hay quien dice que en este mundo no se puede vivir sin leyes. Y mienten, aunque no les falte razón. La única ley buena es la que está por escribir. Y falso también es, decía, al ser nosotros mismos la prueba. No hay ciudad a la que obedezcamos los usos. No hay cantina, alcalde, u ronda, que nos prohíba cantar, pero ¡ay! La mar no es la tierra. Y un buque no es un pueblo. Y a la mala mar, ni gentes, ni marineros, tienen ningún derecho. Sólo el deber de obedecer. - Cort... - ¡En plata!, sigo diciendo, cuando se toque puerto y se baje a tierra, se hará la capa un sayo, lo que se quiera. Libre se es. Pero ¡Ay, ay, ay!, que dije, a la mala mar o faenando sólo mi voz es la que se escucha en el barco. ¡¿Estamos?! -¡Amén! -respondieron a coroHip, hip… ¡Hurra! -y también bebieronCon la carne de gallina, más por el frío que por la posible emoción, Felixcarpio Requena comparaba este evento con aquél que viviese de niño con sus tíos, cuando tras el primer buen negocio en la mar, le embriagasen con cantueso y le mandasen a buscar la punta madre de las drizas y los


cabos; el extremo maestro de todas las maromas. Y en la búsqueda le tuvieron toda la noche, mientras sus tíos, en tierra, daban cuenta en la taberna de lo que habían sacado. En este caso lo que se dilapidaba raudo era la bodega del barco, él, sobre el tonel, buscaba sentido a la ceremonia. En ese instante se coreaba, bien ebrios los asistentes, la segunda norma de la casa. Gritaban ¡Ni botín ni soldada! ¡Ni botín ni soldada! Y bebían y hurreaban; era la parte que más les gustaba al hablar del sistema de reparto de lo aprendido. El tercer apartado, por sabido y de mal fario, se pasó por alto al tocar, ¡lagarto, lagarto!, el tema de las indemnizaciones, y de fiesta, celebrando, no era apéndice recomendable. A la cuarta norma le acompañaron risotadas y silbiditos, pese a ser punto serio ¡ocultar parte del botín para disfrute propio!, se toleraban pequeños quebrantos pues todos ellos alguna vez quedaron prendados de una alhaja. Una se consentía, dos, poseerlas al tiempo y no albergar intención de entregar antes de cuarenta y ocho horas, se consideraba abuso, y entonces sí se ponían drásticos y se incautaba toda la parte del infractor; y a expensas de castigo se quedaba. El artículo quinto siempre estaba en tela de juicio, detractores, y tahúres, opinaban que no era bueno prohibir los naipes para fomentar otros juegos ¡Aunque estos fuesen deportivos! Y al sexto punto, contradictorio cómo la misma tauromaquia, también le sacaban sus inconvenientes y ventajas. - Ni hostias ni nada -se cerraba en redondo el capitán Verrugo a este respecto- Nada de fueguecitos. Nada. Al que le pille fumando cerca del trapo, o eso de ir por ahí con las bujías sin casulla, o me ande alguien tonteando con el chisquero, si le veo yo, aviso, me lo cargo. Siendo más o menos lo básico, y que rodaban muchos por el suelo, Verrugo, no alcanzando, y no queriendo delaxar, optó por colocarle la


Biblia entre los muslos a Felixcarpio y exigirle que jurase, o prometiera, porque a su Conciencia quedaba, aceptar de buen grado, o no, las escasas normas que seguían a bordo. - Y si no cumplo que me hagan beber el océano a dedal -rubricó FelixcarpioY espero, aunque suene inoportuno, poder demostraros cuanto antes que habéis hecho bien confiando en mí. - Con un sí o un no hubiese bastado -no estaba Verrugo tampoco por mentar más contrariedadesBien, habéis oído. Se une. Cuatro hurras por... - Ferlixcarpio Requena Montgó. - Ea, que sean cuatro por el nuevo Artista. - ¡Por Corcovado! -quiso hacer gracia Antúnez sondeando patronímico- ¡¡Por Corcovado!! -se jaleóPuesto en boca de todos no habría forma de moverlo. Y lo sabía. Felixcarpio, maldita la gracia que le hacía, se diluía en la noche muriendo para siempre. Lejano incluso le sonó a él su propio nombre cuando dos o tres veces lo pronunció para sí. Felixcarpio. Qué extraño sonaba. Qué raro era todo. Fijándose, ahora no rodaba la dotación, eran enanos, sí, y otros gigantes. Otros más anchos que el barco, y quien era tan delgado que le salía por babor la amura de estribor. ¿Ditirambo o la botella? ¿Casual? No. Causal. La botella que le dieron no era cómo las demás. No llevaba sello. El ambarino oscuro lo había achacado a lo añejo, y el regusto ácido a no ir limpio de estomago ni de lengua. Pero debía ser otra cosa. No era ron,


no, era una droga muy potente que virtualmente le estaba matando. Se le fue el mundo entonces de los ojos y quedó la negrura. De onda y eco. Con un punto de luz al final de la nada que se correspondería con la Estrella Polar. La que no se mueve le tenía sorbido alma y cuerpo, y en esa posición, que se me olvidó comentar que tomó horizontalidad previa, quedó preso para el resto de noche, mientras la tripulación, ajena al óbito, se entregaba a tumba abierta al frenesí de la jarana. De ese ensimismamiento salió Felixcarpio antes del alba. Aterido. Con paso tembloroso esquivó los restos de la fiesta que pululaban por cubierta y se agenció una manta. Iban a medio trapo pero no veía trajinando al oficio a nadie. Sola marchaba la embarcación. Si la perra era lista, miedo daba la nave. Desde luego que buscó la explicación, y dio con ella, al dar con Verrugo. El capitán Verrugo estaba tranquilamente sentado en la mecedora, leyendo. Fijo dejó la caña y el candil para darle un tiento al último libro que le prestase Bulín. Y aunque estaba en francés no era éste el motivo que le arredraba, por viejo y paseado dominaba todas las lenguas que tuviesen ribera, lo que siempre le echaba para atrás era lo aburrido de los temas. Para Cartas Persas las que mantuvo él con la hija del Sultán de Bizancio. Y si Zaire, río que come ríos, fuese, él había vivido la experiencia de remontar sus peligros hasta la cepa. Libertades, derechos, parábolas y simbolismos, para explicar, para esbozar un asomo de Libertad, tonto era escribirlo. Bastaba echarse a la mar y aprovechar la energía gratuita del viento. Libre de tasas el aire, y hecho uno a la idea del viaje, no existe nada en el mundo más sabroso que navegar. - ¿Dónde vamos? -le salió la voz llena de graves y agudos a Felixcarpio- Acaso importa -ofrecía Verrugo asiento al tiempo que abría debate- No. - Pues baladí resulta la pregunta. Afina.


- ¿Está muerto? ¿Es un muerto viviente? - Soy reliquia de pasados mejores. Y sombra menguada de lo que puedo llegar a ser. - ¿Y yo, estoy muerto? - ¿Tienes síntomas? - Tengo. Siento ajenos los miembros. Y aunque frío ha de hacer por fuerza a estas horas, el que me llegue tan adentro es la primera vez que me ocurre. Los carpianos somos de buen pellejo para la humedad. - Los qué, Corcovado. - Los carpianos. - ¿Quiénes son esos? - No sé. Creo que yo soy. Era. -Bueno, venga, sigue durmiendo que aún no te es hora. - ¿Usted no duerme? - Yo sí; a Portento es al que le huye el sueño. A mí me coge en el ataúd cuándo me busca. - Es contradictorio. Sois contradictorios. - Al menos somos. Reflexionó Felixcarpio sobre esto último. Forajidos que se rigen por leyes. Ladrones que aspiran a poseer honradamente sus bienes. Marinos que desean tierra firme. Y él, simple, suspirando por pellizcar un pétalo a una estrella. Y volvió, aunque parezca retruécano, a hacerse la noche para él. En la otra punta, en proa, a ratos oscilaba otra luz. Ramona. Únicamente ella estaría fumando por cubierta rondando Verrugo. A ella no le ponía pegas, no había razón para reprocharle nada pues suyo era, según se decía, el barco y el alma de todos. Al menos era la que más tiempo llevaba embarcada. Aunque bien llevada a todos, Ramona mantenía su independencia por


escaldada. Iba y venía según antojo pese a que la mar tuviese puestas olas de crespón. Saltaba sin más por la borda para aparecer a los dos meses, o las veinticuatro horas, en el lugar más inesperado. Ahora fumaba dando codo al mascarón, pero dentro de un rato podría lanzarse al agua para reaparecer sepa nadie el lugar y los meses. - Oye, Ramona… Ramona eres ¿no? -dijo Corcovado tomando asiento entre unos fardos- Bien, me parece estupendo que montéis todo este berenjenal para salvaguardaros de aficionados, pero eso que me habéis dado me ha partido por la mitad; peor que corteza de iboga que caté de joven. Y cierto que el final de la ensoñación ha sido de cuento, pero cuándo he empezado con los estertores, me he sentido morir. Y siento. Necesito abrigo, esta manta raída no me tapa nada. Cómo vine al mundo vengo y no quiero quedar así. ¿Dónde está mi ropa? Ramona lucía para que le pasase revista un teckel de pelo duro. Ella sí aprovechó el tiempo para restañar sus mancaduras. Bien cepillado el pelo, bien lamido, cómoda en su escueto atavío acompañó a Corcovado hasta unos arcones dónde guardaban la sastrería humana. Allí había toda clase de pelajes y fundas corporales. Limpias eh, pero no por ello pasaban inadvertidas algunas pequeñas taras. Un peto de cuero, por ejemplo, sufriría la visita de dos polillas o una bala, y una vistosa camisa charra cantaba estilete a la altura del corazón; y así el general. Era la ropa de faena. La ropa buena la encontraría en otro arcón, mas ahora el animal azuzaba para que se calzase algo liviano y subir prestos a cubierta, entraban en un banco de niebla. Con franela de Amberes y un zamarrón de la Hansa subió impelido por la perra. Pese a que no pudiese distinguir nada, cosa nada nueva, por seguro tuvo que algo habría que ver. U oír. U oler. O sentir.


Pero no. Nada. Cerrada en banda la noche, y sosa, seguían en el mismo punto. - Ya entiendo -dijo el carpiano en voz alta mientras tocaba la campana del puente- Uno a uno me vais a ir viniendo. No es así, ¿eh? Vais a hacer entremés conmigo. Sé que estáis escondidos. Que soy personaje del coliseo hispalense. Salid que os vea. Salid. …… Me da igual, os advierto. Si plan tenéis de hacerme pasar, sea. Mas abreviemos los lapsos porque no creo horas de seguir la broma. Ni repetir. La niebla espesa y no hay estrellas; mal se pone. Hace falta gente al aparejo rápido. Bien me conozco a estas horas esta parte de la mar, y tan pronto se vaya la Luna levantará temporal. Tiende a desperezarse brava la Señora por eso de ser mediterránea. Por ahora no parecía posible tal cambio. La mar sonaba muerta, sin hálito. A ratos, siguiendo el impulso marino, Felixcarpio volvía a hacer sonar la tonta campana, carente de funcionalidad, al no haber otro barco, ni alma, en varios horizontes. Ton, ton. Estamos aquí. Tan, tan. Allá vamos. Arropada en la niebla de su pipa Ramona acabó por desaparecer también. De popa a proa estaba solo. Y de la sentina al banderín. A no ser que fuesen nadando tras la nave allí no quedaba nadie salvo Felixcarpio Requena. ¿O era Corcovado? El Sultán, capitán Benito Mosca, se dedicaba también al contrabando. Era un Barbier político, sí. Yerno. Casado con una hermana de Rosauro


hijo. Algo estaría tramando su suegro al ser argucia de familia el acercarse con disimulos y pocas luces. Intentando navegar y guardar la ropa se dejó que La Jacinta cogiese la querencia del Sultán. De todas formas el capitán Mosca no estaría dispuesto a poner en juego su barco o su persona, ni por asomo imaginó que su pasaje saliese mal parado. Y sin embargo no fue así, y mira que el plan era sencillo. El yayo Rosauro llegó al acuerdo de hacer teatro, de vestirle un abordaje fallido al tal Bichomalo desde La Jacinta si con ello conseguían sacarle algo; hasta las entrañas, palabras del viejo Barbier, que insistía en que su instinto no le fallaba y que aquel barrabás sería cepillo. Tenía respaldo económico. Bichomalo, creyendo un imperio cien doblones, pedía que se tomase al asalto el mercante, hablaba de pasar a cuchillo, de hacer un estropicio corriendo los gastos de su cuenta. Y rieron, como no. Se ofrecieron a intentar eso y algo más si pulían acuerdo. Tres. Tres palos. Si le firmaba una goleta al abuelo Barbier, su hijo y los nietos harían lo imposible. Y aceptó el otro, al casi tener a tiro de pistola al Sultán. Silenciosos prepararon el abordaje, se aprestaron al paripé con toda profesionalidad, hasta la colisa cargada a salva dejaron al manejo de Bichomalo por darle papel y hacer más verosímil. Y ése fue el error, no llegar a entender que el hombre sería, como buen vengativo, revisor, y la falta de carga tomó por descuido, y subsanó el olvido metiendo la bala más mala que encontró. Una de fragmentación, que por su trabajo, sólo portaba el barco como medida desesperada. Y eligió la de mayor daño. Y al invitarle a que diese la señal a la función se encontraron con el descalabro, la supuesta salva hizo diana en un paramento y éste escupió sus astillas al aire, mas un trozo de la metralla fue a dejar seco a un hombre. Un pasajero del Sultán, que ni que hubiese presentido la muerte masculló lapidaria: “Ya dije yo en su momento que no debíamos salir de la Quebrada”.


Sencilla tenía la huida el barco de los boyuyos, de hecho ése era el propósito de la representación, tirar una salva aparente y luego cobrar la intentona porque el Sultán era más rápido. No se pensó en la desgracia ni se calculó que el Sultán se revolviese. En redondo viró la nave bajo mano de Portento. Cuatro cañoncitos artillaban el cascarón, y aunque viejos, con chatarra y cadenas los cebaron buscando daño parejo. Mientras ejecutaban las maniobras, rápido de labios el capitán Benito Mosca confesó entre gimoteos que en la otra embarcación iba su suegro; tampoco podrían hacer mayor escarnio entre la tripulación Barbier, pues al leer en el viraje que se hizo mal la jugada, optaron por saltar la borda y a los siete mares del mundo desperdigarse a braza. Sólo quedó el vil Bichomalo, que en el puente de mando, al no saber nadar, se guareció de la embestida. Del primer bandazo se levantó la cubierta y se hizo trizas el aparejo, a la segunda, mano que dio Antoño en persona, se hizo saltar en mil pedazos la balandra al acertarle a la santabárbara. Y se pobló la mar de restos. Pese a quedar el sepulturero en el sitio, por Bulín no quedó. Por intentarlo. Quería encontrar el camino al mal para restañarlo con las manos, mas no podía, entre los dedos se le escurrían las vísceras a cachos. La hechicera lloraba, y Úrsula. Y Herejía. No pudo contener las lágrimas el chico y lloró. Por un momento, que fueron horas, estuvo contemplando el cuerpo del otrora Nicasio. Vestido y apañado entre velones, aquél, para Herejía, no era el sepulturero. Ni dejaba de serlo. Ajeno a todo, el resto del día no tuvo sentido para el muchacho. El atraque y desatraque en distintos puntos. Las idas y venidas de gente. Los pésames. Los sentimientos que se vierten ante quien no oye. Ironías de la vida, al abrefosas le arroparía la mar. - Es un ciclo, chico -ponía el doctor Bulín de Aguiloche sus conocimientos


a disposición de Herejía- Apenas hace tres días que hemos dejado de tener patas para inventarnos los pies, y ya hay muchos que dicen haber vencido a la Muerte. Pero, ¿Quién es esa señora? - ¿Es mujer? - Por fuerza ha de ser pues sólo quien da puede quitar. - ¿Qué es estar muerto? - Lo normal, no vivir. - No soy idiota y no comprendo. Y creo que tampoco tiene que ver que sea crío. - Perdona -rectificó el rumbo- ¿Qué años tenía el hombre? - Aunque coqueto, los sesenta y pocos hacía en primavera. - Pues la materia que constituía a tu amigo ha sido mucho más tiempo otra cosa que componente de su cuerpo. - Nicasio era todo alma. - Y cuerpo. - ¿Qué es un componente? - Te hablaba meta… perdona otra vez. Nuestro cuerpo, no lo que le anima que ahí no entro, las piezas que componen nuestro cuerpo, lo sabes, son músculos, huesos y demás porquerías. Pero éstas, a su vez, tienen otras estructuras menores que las forman. - Los sillares del castillo. - Eso es. Y lo más pequeño, que los sabios modernos llaman mónadas y los de la antigua Grecia átomos, es lo que realmente constituye un cuerpo. Y aún así, y cómo yo otros, intuimos que subyace otra estructura menor, y otra, y otra -se dejaba llevar por la ilusión- hasta llegar al It; que en esencia será sólo movimiento; o puerta a otro universo.


Los componentes de un hombre han existido siempre. Y existirán. - Casi mejor que me hables de lo que no sabes porque es lo que me preocupa. Dónde está el Nicasio que no es cuerpo. Dónde va el alma. - No lo sé, hijo. Ni yo, ni nadie. Ni ellos, me temo, porque a gritos he llamado a mi propio hermano cuando alguna niebla matutina o caribeña me ha enturbiado la razón. Y no ha respondido. Dios me justificó siempre la vida, y con la muerte, le busqué los puntos flacos. Ando reñido con el Señor y no sería objetiva mi opinión. - Tampoco la pedí. - Es mí parecer -fingió sorpresa el hombre- o te ha molestado algo de lo que te he dicho. ¿Te he hecho algo? ¿Te he interrumpido? ¿Te molesta que respire tu aire? - No me gusta que ronde a la hechicera. - Por qué. - Porque es mi madre y algo me tercia. - ¿¿Tu madre?? - Sí. ¿Le molesta? - En absoluto. No tenía noticia. - Pues sí. Y ahora que sabe, si no le importa, quisiera quedarme a solas con él. Aire. Puerta. Y llegó la noche. La siguiente. Un día entero tieso y Nicasio, sepulturero, seguía pareciendo el mismo; a punto de despertar de la siesta. Más blanco, más limpio. Más frío. Cosida la capucha del sudario, y envuelto el cuerpo en cadenas, se jaló el fardo a la mar a la vez que volvían a sonar los cañones. Cuatro truenos. Hubo conato tras las salvas de proseguir la despedida al estilo libertario, mas por respeto a las mujeres y al chico se circunscribió la copa a un


chupito. Y luego al coy. A veinticuatro horas del incidente todo volvía a ser silencio y reflexión. Y allí reapareció Bulín de Aguiloche aunque esta vez acompañado. Orilla suyo iba doña Genoveva. Y esto, por sí sólo, tenía su cuajo. - Aquí está -debía creer Bulín que presentaba en sociedad a doña Genoveva- A ella puedes preguntar por esa forma que añoras de tu amigo. - Lo siento, Herejía -era sincera el ánima- Te acompaño en el pesar. - Gracias doña Genoveva. - ¿Os conocíais? - Sí -coincidieron- Hala, que ya veo que soy el único, ahí os dejo para que habléis. Doña Genoveva, por norma, se abstenía en comparecer ante nadie los dos o tres días posteriores al deceso de algún compañero. Así evitaba que le abordasen con preguntas comprometidas que debía evitar. No contaba, no decía, no soltaba prenda del Más Allá. Y no defendiendo su causa, ante Bulín de Aguiloche sólo era una patraña óptica, fenómeno digno de estudiar, eso sí, que estaba a la cola tras su compendio de olas. - Mira Herejía, te ahorro saliva si antes te digo que no te voy a decir palabra. - Entonces gracias y adiós, Genoveva. - Adiós. - No sea así, espere. Al menos dígame lo que le pareció Nicasio. - Un personaje. - ¿Para bien? - Sí. - ¿Le pareció educado? - Sí. - Entonces, si al menos no a mí, dígale usted a él, si le ve, que le espero.


Que cuando guste vuelva a verme porque prometo no asustarme. - Vale, haré. - ¡Luego van a algún lado! - No empieces ¡Demonio de chico! Ves. No tenía que haberte dado pie. A cal y canto, y algo de éter, se sellaron los labios de Genoveva. Bien sabía ella que hasta dos o tres días después era de necios presentarse. Siempre sucedía lo mismo, al rico y al pobre, al marino y al alguacil, a los propios doctores y a los niños, a cualquiera que haya tenido sentimientos, y sienta, se le atoran las preguntas en la boca; no se puede evitar. Consciente del fenómeno doña Genoveva intentó canalizar las inquietudes del muchacho a otros derroteros. Por quinta esencia sabía de las charlas de Herejía con Antoño, lo interesado que se mostraba el muchacho en lo concerniente a los negocios. - ¿Acaso fue pirata Nicasio? - Que yo sepa… no -dejó Herejía en duda- Ah. - ¿Por qué, doña Genoveva? - El pego da. A muchos con menos trapío he visto despedir con la docena; a Ricardo Bocabrocha quiero recordarle, en concreto, trece; y no las merecía. - ¿Salvas? - Pudieron haber sido escupitajos, pero nadie hace tanto ruido a lapo roto. - ¿Fueron malos? - Algunos. - ¿Y fueron al Infierno? - …… - No lo digo por lo que piensa. - ¿Cómo sabes lo que pienso, Herejía? - No lo sé.


- Ah. - Pero no lo decía con el sentido que creo ha entrevetado. - Juegas mucho con las palabras para no saber ni leer. - Sí sé. - No sabes. Apenas entiendes, que me he dado cuenta. - Bueno -no le costaba retractarse al muchacho- si me habla de un lenguaje extraño me callo. Pero le juro, por las setas de rayo, que cuando salgo al campo leo cuanto puedo y nunca quedo saciado. En un prao, en una hoja, leo la historia de una familia de orugas que se harán mariposa. Y el nombre del acemilero en lo blanco de la nieve tampoco se me escapa. Sé que sé leer, lo que no le puedo decir es qué alfabeto gasto. - Por la labia más que el capitán Caimán. - ¿Caimán el que se comió del talón al sombrero? - Tomando aliento en la hebilla del cinturón, desde luego. - ¿De dónde era? - El capitán Caimán era chacal por parte de padre y aligator por la madre. Más malo que el escorbuto, su morada primigenia fueron los manglares de La Florida. Allí cebó, y ya crecido, desplazó su corpachón a los bancos de Terranova; y vuelta al Caribe tras esquilmar. Quedándole chico el Gran Sol se animó a probar suerte en Europa. De Berbería al Mar del Norte fue tocando puertos y haciendo fama y fortuna. Su nombre y sus números crecieron de tal modo que las monarquías del Continente se coaligaron por pandemia. Dejaron de llegar galeones a Sevilla. Demasiados mercantes de Liverpool perdieron la carga y extraviaron rumbo. Brest, Bremerhaven. Ámsterdam. ¡Y del Mediterráneo mejor no hablar! Ni chalupas osaban echarse al agua ante el continuo rumor de su presencia. Tanto creció que se comió el tráfico marítimo, y precursor de otros muchos, trasladó su campo de operaciones a otros mares. Madagascar, el


Mar de la China, los Mares del Sur acabaron por rendirle pleitesía. Caimán ¡El capitán Caimán! Uf, ahora no tanto, pero hace un tiempo su nombre... ¡uf! Murmurar “Caimán” y provocarse estampida. ¡Por maestro lo tiene Verrugo! ¡Y por azote la Humanidad! Mezclada con la leyenda, la niebla del olvido envolvió a Herejía y al barco. Habían entrado en un banco y el velamen daba laxitud a la cuenta. A diez pasos podría estar Istambul o Cuenca que el muchacho no cobraría el jubón de Rodrigo. Mas mirando lo positivo, doña Genoveva también sucumbió a la densidad. Ida, disuelta, dejaba al muchacho con buitres en la cabeza. Irreal, por lo oportuno y simbólico, un féretro que se diría de matrimonio se acercó haciendo ondas. Relento. Herejía se aupó a la borda y con un bichero hizo presa. Sí. Era un ataúd, sí, y de los buenos. Así se los describió Nicasio. Con dorados y pasamanos. Sin agujeros. Con mirador y visillo. De madera buena, y cara, que se tala en tierras de negros. Pensó que quizá fuese sueño, y pudiera, pero tan real como pudiese serlo durmiendo giraron las palometas del cierre. Chirriaron. Y la tapa se abrió empujada por una mano. Y tras ella el dueño. Un hombre desgreñado que aparentaba salir del Infierno o de una homérica resaca. Con ojos de langosta y la misma lengua que los centollos. Fatal. Parecía estar muriéndose si no lo estaba ya. - Chico, ¡chico! -llamó el hombre al descubrir a Herejía al otro extremo de la garrocha- Acércate, dime si por casualidad os falta el capitán de la nave. - Si pregunta por Mosca va al timón; más atrás. - ¿Y no sabrás de otro barco por aquí al que le falte el capitán? - No. A usted y poco más me llega la vista. - Muy bien. Gracias simpático.


Y cerró la tapa. Herejía no sabía si desasir y dejar que siguiese ruta; al hombre poco importaría al volver a hacer perla. Pudiendo soltar Herejía pidió ayuda. Borda alante localizó a Portento fumando, haciendo niebla, y le chistó. Bajito. No ha mucho el óbito de Nicasio y temía quedar por corresantos. En la posición que estaba, y por cómo lo decía, Portento entendió que algún asunto privado y propio le sucedía al muchacho, y al convite de lo que fuese le reclamaba a él. Portento, dando doble pecho para enmascararse, se llegó al encuentro y preguntó. - ¿Sí? - Tengo pillado un ataúd; qué hago. - Si lo quieres para tu amigo llega tarde. Dónde lo hemos jalado hace más de quinientas brazas. - No. Si tiene bicho. - ¿Trae inquilino el ataúd? - Sí. - ¡Hostia, Verrugo! Han debido celebrar algo y le han vuelto a abandonar. - ¡Al capitán Verrugo! - Sí. - El famoso. - Sí. - El sanguinario... - Sí. Siempre que se inicia, o reemprende travesía, se jala a la mar una campana y al capitán Verrugo en su cama. Es súmmum de melopea y tradición. - ¿Duerme en un ataúd? - Años ha. Dice que va haciendo forma.


- Le despierto entonces. - Na. Deja a la deriva. Es mejor que él solo dé con la Psiconauta ¡Tiene un mal despertar! Dicho y hecho. Con un leve empujón Herejía mandó el cajón a la garganta de la niebla. Lento, igual que vino, se alejaba. Poco le quedaría al ataúd para ser engullido del todo cuando se abrió de nuevo la tapa y asomó el hombre. Borroso, por cómo iba y cómo estaba el medio, el capitán Verrugo aún tuvo entendimiento para adivinar que aquella figura difuminada algo le debía. Y gritó. - ¡¡¡Más vale, si eres quién creo, que al menos traigáis algo decentito!!!


CAPÍTULO IX

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS


Al pie de la letra tomó el capitán Benito Mosca lo de aguardarles. Embocada la proa a la barra, hasta la guindalera tenían tensa y un hacha de escolta; artillados a calibre grueso, por si fuese menester abrirse paso a cañonazos en la rada de Barcelona. Mal asunto. Sin poder traspapelar su pelaje, el navío que les transportaba, El Sultán, hizo recelar al práctico. Sin ser ordenada sobre ellos recayó una especial vigilancia a expensas de contrastar datos y recibir nuevas. Un día, dos a lo sumo, calculó Portento por lo alto para que llegase la orden de intervención. De disparar a matar. Al doctor le bastaba con una mañana. Mañana y tarde, si el prestamista no atendía a razones. Con sus herramientas, y un par de horas buenas, Bulín podría apañar al chico para que trotase otros cien años. Seguro. Y rumbo a las callejas de la judería desaparecieron entre el tumulto portuario. Intervenido en la discreta aljama, todo resultó a las mil maravillas. Tanto, que antes de la medianoche, pese a las reiteradas protestas del doctor, que pedía otro día, embarcaban de nuevo en el Sultán. Y salían a mar abierta. Y con rumbo definido: Las Medes. Llevados por vientos amigos rápido se pusieron a horizonte de tierra, muy atentos a la popa por si aparecía otro lebrel, mas renegrido hasta la costa no se vislumbró luz ni reflejo que cabalgase su estela. Del pellejo de Fierabrás debía ser Rastrojo. Despertó antes del alba y por sus propios medios subió a cubierta. Apoyándose en un sable llegó al puente, allí, doblando guardia como siempre, Portento patroneaba el barco


a capricho. Pese a ir a rumbo fijo con el timón jugaba a bandear olas, a cazar soplos de viento que es el único entretenimiento si se sabe adónde se va. Si se conoce. Mas para Rastrojo era otro universo. Nuevo. Y no habló. No. Se sentó en un tonel próximo y tomó respaldo en unos fardos. También sacó con adustos movimientos una cachimba de cerezo y picadura de tabaco con pelusa de panochas. Mudo. Extasiado iba el crío, ciego de absenta hace rato, los vapores debían seguir afectándole a criterio de Portento pues pese a sombrío no se le apeaba de la cara la mueca de asombro. Enorme. Plana. La Mar irrumpía en la vida de Rastrojo. Boquiabierto estuvo hasta que tras la corona asomó el Sol, al final, con la línea que despega la mar del cielo se le salió la lengua y le cayó la baba… ¡Hervía! Al igual que siempre empieza sus cuentos el capitán Misson, hervía, oui, en este caso, la mar, a un horizonte de distancia del Sultán. - Suelta la pipa que todavía no puedes, muchacho. - ¿Qué es esto? -ronco articulaba Rastrojo su gozo en palabras- ¿Dónde estamos? - Te mentiría si te dijese que es la mar. Esto es el cielo, hijo, acércate a la proa y no hables, disfruta cuanto puedas. Ya habrá tiempo para preguntas y respuestas. Empápate de aire. Experiencia inolvidable fue el momento. Pintando historia minoica, varios delfines surcaron las olas jugando a cruzar la quilla. De sota a barlovento efectuaron la maniobra dejando por boba a toda la ingeniería naval; saetas de agua. Y el sonido. El lino henchido a descoser por el matutino soplo tramontano, y el plom plom de las olas contra el casco, y el silbar de drizas y cabos. Todo el trapo. Único, irrepetible, inolvidable, se rindió el ánimo del chico al elemento y suspiró. - ¿Por qué respingas, mozalbete?


- Será que me ha entrado algo al ojo. Yo sólo rezongo en los funerales; y si son de pago. - Lo que te ha entrado por la pupila es esta sabrosura inmensa. - Lo mismo. Vaya usted a saber. - Menos coñas que me debes la vida. Yo te arreglé la mano. - Sí -cimbreó Rastrojo el muñón que aún sentía lleno- Ya veo las podas que hace. ¿Esto también es suyo? -dijo reseñándose los vendajes del cuello- ¿Es obra suya el que me escueza la garganta? - No. La voz te la han salvado Úrsula y la hechicera, y el buen hacer de mi amigo el doctor Bulín de Aguiloche. Además, ¡qué coño!, tú tuviste la culpa por dispararle a Hammed. - ... mmm... No recuerdo. - Mejor. Te ha salvado la vida el ser crío y tener mala puntería. No vuelvas a jugar a ser hombre, si no estás dispuesto a pagar. - La llevo ligando trece años. Lo mío es pocharla. - Calla, agonías, y prepárate. Vas a ver de lo que es capaz este viejo montaraz sobre las olas. Agárrate los machos. ¡Vamos bonito, vamos! -ahora hablaba Portento con la embarcación ¡Dame esos nudos de más que tenemos hablados! Vuela, que te bailen los hijos de Neptuno a la popa ¡Que se aprendan tu nombre! El Sultán no era la Psiconauta, desde luego, aunque le crujiesen mamparos, gavias y cuadernas, Antúnez, o el propio Portento, podrían dar buena lid a remo. Pese a ello, era más de lo que jamás le había sacado el capitán Mosca, iban, a criterio del susodicho, volando. Lapas y cascarrias dejaba ver la tripa del Sultán al saltar una cresta de espuma. Y barrigazo daba a la siguiente para volver a brincar. Portento le extraía al pollino su parte de corcel, y el Sultán, no menos rocín que un cayuco, a trotón sacaba


el tranco. Rastrojo paladeó la mar sin atisbo de miedo. Se cubría poco a poco con el salitre revolandero, que viniendo asido al agua y secado al viento, iba recubriendo de concreción los ropajes del chico. Blanco estucador tornaba. Un fantasma que para sí tenía todo el azul; a su espalda reunía la tripulación con sonrisa de oreja a oreja, y Herejía ¡Qué decir! Hubo que retenerle por la manga para que dejase a Rastrojo disfrutar diez minutos más del hallazgo. ¡¡La mar!! que no tiene vado. Y ni que hubiese estado contando, que mal haría, Herejía transcurrido el tiempo citado se descosió del abrazo y corre que te corre saltó a la espalda del compadre. Y rieron. Gritaron. Se abrazaron tan burrotes que el doctor Bulín de Aguiloche temió por los puntos y se santiguó. En la toldilla de popa las mujeres orearon sus ropajes del olor a muerte. Si de luto les vistió Nicasio, de colores primaverales, aun cerniendo el invierno, les engalanó la recuperación de Rastrojo. Habían brotado. Tardías del todo, las flores de la sierra dieron el fruto fuera de fecha. - Sí, oís bien, sí -hablaba la hechicera al grupo- Tenemos un níscalo, ¡uno!, pero es de seis. Úrsula y yo tenemos dos partes. Rastrojo y Herejía otras tres. Y la sexta, que era de Nicasio, la hemos dividido en cinco a su vez. A parte y quinto redondo. - ¿Y? -aunque entusiasmado Portento jugaba sus cartas- Que no vamos a perder, una atractiva parte y quinto, de una suculenta maravilla gastronómica, por un quinto de parte, de un sieso tesoro que está en el aire; que no se ve. Si entramos los chicos tienen que tener su parte, y si ellos dicen que son tres, sean tres. - Claro que entendemos que quieran parte los muchachos, mas amigos


imaginarios no toleramos a bordo -objetó Hammed que a los temas del bolsillo raudo echaba veto- Basta… basta -conminó Portento a la concordia- Lo importante es la seta ¿Seguro que traéis? - Sí. - Entonces lo demás es secundario. Al rato salieron las Medes a otear el horizonte, y al poco un bote raspaba los guijarros de la playa y el vozarrón de Pastinaka cantaba el abandono. Habían estado, sí, pero hechos a la mar ahora podrían estar en cualquier parte; incluso cerca. Sin darse cuenta entró a su estela la Psiconauta en la cala y les cerró la maniobra. ¡Piloto! ¡¡Piloto!! ¡¡Habemus gubernator!! Reía y gritaba la tripulación de la goleta para fastidio de Portento. Por listo, y por bueno, fácil sería que ya le hubiese cogido tiña al nuevo timonel, porque nuevo habría de ser para dársela a él. A Portento. Y rió, y también gritó, y, por qué no, coreó el ubérrimo Habemus Gubernatur. Compensando lo bueno con lo malo el capitán Benito Mosca salió bien parado; se le dejó con vida, a él y a su gente, pese a que colaboraron en una muerte. Mas para el suegro y demás políticos sí tenían sentencia. Sin testigos en las olas la Psiconauta abrió las alas y se perdió mar adentro. A Rastrojo y Herejía les fue imposible no sentir el empuje, tiraba de riñones el barco y a ellos se les invitó a ir a proa mientras los marineros asentaban los bártulos. Hubiesen ido igualmente si hubiese existido prohibición. Y porque sí. Sí. Ya había críos allí y debía ser el lugar mejor. La posición era de dos, Patata y Congrio, que jugaban a leer en las olas los movimientos del nuevo piloto. Herejía y Rastrojo se situaron tras ellos, dando cancha de dueño a los nativos, pues por tales les tomaron al ir


arropados con sayos frugales y embetunados con tatuajes a la boloblás. - ¿Qué hacéis? - Herejía no entendía el juego- Timonel -fingía Congrio el papel de patrón- Quién habla sin ser preguntado en mitad de un temporal de aquí te espero. ¡Quién manda aquí! - Usted, mi capitán -respondió Patata sin titubearle el pulso ante un grupo de olas apretadas- Y después yo. - Tú eres una lameculos, me parece a mí -opinó sincero Rastrojo- ¡Plis, plas! Y tú un hideputa tranquimanco, sin duda alguna. Patatita, pese a sus pocos añitos, daba hostias como una chica mayor. Rastrojo lo comprobó, y también Herejía al objetar las dos primeras que recibiese el amigo. Y quedaron mudos. Si la chica daba esas piñas, “el capitán” arrearía cogorrotazos de escotorrar. Adaptándose al juego entraron grumetes a esta extraña compañía. Poco tiempo pasó para que una maniobra sembrara el cisma y se cuestionase la orden y la escala. Y aunque hubo tortas, esta vez acabó en ensalada al responderse. - ¡Por qué él tiene que ser el capitán! -cuestionó Herejía el rol- Por qué no lo puedo ser yo o Rastrojo, ¿eh? - ¡Y yo! -dijo Patata- A ver si te crees que yo no estoy capacitada. Tanto o más que él, y seguro que infinitamente mejor llevaría yo un galeón que vosotros una simple almadía. Soy timonel porque a Congrio no le gusta la rueda y a mí sí. Y que el juego es nuestro. Si queréis os acopláis así, si no, a popa; que estamos nosotros primero. Sentadas las bases de la relación a poco más se tuvo tiempo al sonar el gong del rancho. Cenaron los críos juntos. Y juntos se levantaron para hacer la guardia de medianoche. Y como almas en pena deambularon juntos portando el farol.


Hacía frío, lejos de tierra el aire era más fino y acuchillaba; zamarras de guardia les obligaron a calzarse aunque luciesen serones. Por ser el mayor, por cuadrarle mejor el gabán aunque no muy allá, o porque se sospechase que arreaba turronazos a mano llena, el caso es que Congrio seguía de jefe y gobernaba la ronda. Tras pararse en la campana, y dar noticia de una y sin novedad en cubierta, invitó a la formación a la ruptura. Apoltronados entre cajones y fardos sacaron sus pipas y se aprestaron a fumar. Olía mal el tabaco. Peor el de uno que el de otro, tanto, que embotada la napia todos mezclados acabaron por oler a taberna, y para darle el marchamo etílico y real, sacó Congrio, cosa que se esperaba desde luego de un jefe de guardia, una botella de ron igual a la del ceremonial vivido por Felixcarpio. Los muchachos, ignorantes del poder eleusino del brebaje, dieron cuenta del envase a sorbo ansioso. Entre risas y estrellas pasó el tiempo de asimilación, no era la una, y media, cuando convulsivas carcajadas se fraguaban en el grupo. Intentar abortar las mismas era peor al conferirle mayor vitalidad al estertor. Y rieron. Corrieron la cubierta de arriba abajo y dieron saltos por los obenques. Reencontrándose niños, el guirigay se volvió particular. - Tengo una pata tiesa y garfio articulado me ponen en nada. Yo debería ser el capitán pese a lo que digáis -opinó Rastrojo convencido- Para ser capitán es imprescindible tres cosas, sí -hija del cuerpo hablaba Patata- Saber leer la mar, el cielo, y la mente de la tripulación. - Pero un garfio da su aquél, eh -Herejía votaba al amigo- Sí, su aquél tiene -reconocía Patata- Ya se sabe la de chistes fáciles que hay sobre la familia del capitán Garfio; lo risible de sus muertes. - Yo, si soy capitán, es por no ser timonel -dijo Congrio sincero- Lo odio. Y en un barco el único que se salva de echar mano a la rueda es el que lleva la voz. El capitán. Siendo el capitán me libro de pilotar.


Herejía miró de reojo a Congrio y plasmó al tiempo mueca para Patata. Rastrojo no reía al haber quedado en cubierta mientras ellos recorrían el aparejo. El cielo estaba negro e infestado de plata, vacío de nubes, visible quedaba el infinito. - ¿Por qué si el mar está montaña abajo, se ve más cerca el cielo aquí? preguntó Rastrojo a la cofa- Desde dónde tú estás, Herejía, ¿Podrías cogerme una estrella? Riendo la cursilería Patata informó que más fácil sería bucear hasta el lecho del mar y arrancar una. El cielo era otra cosa. La mar tangible y húmeda, fresca y lozana, del mar se podría extraer vida, del cielo, nada. Rodando la conversación, comparando, en poco el cielo se hizo montaña y ya tuvieron jaleo. - Vale, el mar está lleno de peces -sólo por el tamaño Herejía calculaba la abundancia- pero el campo está ahíto de conejos, y las montañas de cabras. Vosotros tenéis más agua, correcto; pero agua que no se puede beber. Ajjjj. Nosotros tenemos más tierra; y en nuestro agua hasta nos bañamos. - Y nosotros, preparaos -advirtió Congrio desde mesana- Tanto si viene bien, cómo torcido, una vez al mes obliga Bulín a los más gorrinos. Si navegamos por alturas de hielos se calientan tinas, de no, que es peor, al mar, esté cómo esté, toca zambullirse. - ¿Y si hay tiburones? -buscaba Rastrojo excusa- O cocodrilos. O cachalotes... o sanguijuelas. - En la mar, tal que en el bosque, supongo, la fiera más mala que hay es el Hombre -sentenció Patata- Eso es verdad. De nuestro pueblo es oriundo el tipejo más canalla del mundo y atiende por Bichomalo. Es padrastro de Herejía. - Eso quisiese él. Rui Bichomalo Bichomalo; le tengo prometida lápida.


- Hubo un bucanero llamado, Mezquino Malvado, que asoló el norte de Tortuga y Maracaibo al mando de cien mendigos; mas o no conoció a la madre o el apellido que legó no fue tan rotundo. Habiendo sido criada por la marinería la chica sacó cátedra. Resultó ser caja de sorpresas, y entre mortales y volatinas, les fue hablando y poniendo al día; de la Historia, del oficio y de ellos mismos. De boca de Patata se volvió a presentar a la tripulación. De la isla y el tesoro también habló. En una sola guardia, una, el mundo se les hizo más pequeñito. Y en lo más interesante, cuando el orbe tenía lindes, aparecieron en cubierta, refunfuñando y ebrios, Tizón y Parrusky. Y Portento por juez. - ¡Alto a la compañía! Qué viento lleva la marcha. ¡¿Intenciones?! ¡click! -muy en su papel, Congrio, jefe de guardia, montó la pistola- Somos nosotros, Congrito -ceceó confianza Portento- Voy con estos borrachuzos a solventar un asunto. - ... hips... Un respeto. Que mi madre fue libre… hips... - hips… No hables de mamá. - Cállate negro cabrón… hips.. - ¡¡Si tú eres el negro!! - ¿Seguro? - Ni dudarlo. Se abrazaron y prometieron no volver a montar bulla, pero Portento les instaló en el esquife y les largó a dormir la fiesta. Al rato volvió a salir con dos, y luego con tres, y después con cuatro. El esquife fue llenándose, y a eso de las tres, que acabaron la ronda los chicos, a cuarta del agua iría la borda. La Psiconauta quedó silenciosa. Portento, o poco antes, o poco después de las tres, se iba a la rueda y hacía las guardias que fuese; las de todos. Aprovechando su desgracia tenía contenta a la tripulación; y ganados.


Vamos, que comían en su mano. Por lo demás, no demandando ayuda, no solía verse gente en pie. Devota que le era Patata, y que mucho tiempo hacía de no verse, aguardó la chavala hasta el cambio de guardia para recibir su regalo. Sí, todos le trajeron detalle de la excursión. Y Portento no iba a ser menos. Le trajo un cencerro. Sí, un cencerro bien hermoso de los que siempre hacen tolón, tolón. - Esto, si es broma -le cayó a malas el obsequio a Patata al estar rodeada por la pandilla- no me ha hecho ni pizca de gracia. Y de no ser broma, te lo puedes ir colgando tú dónde te aguante. - ¡Qué carácter! Herida, lógico al reír la compañía, Patata se fue maldiciendo con esa graceja suya de bruja de la mar. Maleficios había aprendido a echar de amogus y gitanos, de camelleros egipcios y percebeiros gallegos. Malhablada y cría, pero mujer cien por cien, corrió al refugio de su camarote; rumiaba venganza contra Portento, contra Congrio, contra Herejía, contra todos los hombres. Y capaz le entendieron de hundir el buque la hechicera y Úrsula. Al reparto de los bultos cayeron en el camarote femenino, y hasta esas horas de la noche, no tuvieron ocasión de hablar bien. De mujer a mujer. - Qué te pasa, guapa, por qué vienes tan sofocada ¿No te habrán dicho nada esos guarros? - Ay, cómo eres Úrsula, deja a la chica. No ves que lo que menos necesita es cizaña. - Os podéis creer que el tío canalla me haya traído una campana ¡Un cencerro! - ¿Cencerro o campana? -ahondaba Úrsula- Cencerro. - ¿Gordo?


- De vaca. - ¡Mal hombre! Sin necesitar más explicaciones tomaron al asalto el camastro de la chica. Surtieron la reunión con pañuelos y botellas de jerez. Se pertrecharon para hacer noche y conocerse. - Es mal hombre, sí -revieja pareció Patata antes de morder un bombónConfituras me ha traído uno, otro una caja de polvos faciales, Antoño una caña de pescar desmontable, Bulín el libro, y él, al que amo, ¡amaba!, me trae un cencerro. ¡Ojalá se le hinche el vientre de pedos! Rieron con la ocurrencia y los deseos. Fueron cogiéndose afecto entre dulces y licores, y para eso de las cinco, o las seis, yacían beodas. Achacando el mareo al barco alcanzaron muy perjudicadas el coy. - ¡Válgame lo Negro! ¿Esto es siempre así? ¿No pueden echar el ancla al cuarto? ¡Por la pirindola de mi primo el rabino, qué mareo! - Calla, Úrsula, calla, parece que se ha dormido la niña. No grites. - ¡Cómo sopla, pa lo canija que será! - Ha dicho que no sabe la edad. Que fue recogida del patatal con algún añito. - ¡Pobre cría, ni saber entre salvajes! -¡¿Salvajes?! Ja. No te ha quitado ojo el capitán, amiga. Bajo las cejas juraría que tiene dos cuchillos, y si tiene, clavados han estado en ti toda la noche. Plato a plato, toda la cena, se diría que aguardaba el postre. ¿Por qué no has ido cuando te ha llamado? - ¡¿A mí?! -Úrsula se delató- Mira, no me había dado cuenta. Creía que le dolía el cuello y de ahí los estiramientos y los tic. - Ja. A otro perro con ese hueso; también he visto la nota, que prendida a


una sonrisa, le has pasado por debajo de la mesa. - Jo hija, para qué preguntas entonces. - Qué le has dicho. - Supón. Que los postres asentados, de un día para otro, están mejor. A la ocurrencia tuvo que reír doña Genoveva, y hallándose en una dimensión paralela su carcajada no se oía, mas reverberaba el aire su naturaleza y los vellos de la nuca de la hechicera lo sintieron. Y ella entera. Herejía muchas cosas contó de la madre de Pastinaka, pero teniendo albedrío de cuajo la mujer hasta el momento no se dejó ver. - ¿Es usted, doña Genoveva? - (Soy). - ¿Con quién hablas, hija? -Úrsula, menos sensible, confundió la risa con un soplo de aire- Es doña Genoveva, está aquí. Creo que junto a ti. - Y por qué no se materializa. - A mí no me lo preguntes, Úrsula. Díselo a ella porque bien sabes que a los espíritus iluminados no hay forma de atarlos. No conjuran. - Naturalmente. No atendemos porque eso es de ateos -dijo doña Genoveva mientras del esbozo pasaba al trazo firme- Sólo faltaba que al rezo, e ipso facto, nos tuviésemos que presentar dónde nos demandasen. A mí en particular no me trastocaría mucho la existencia, pero imaginen lo que le sucedería a Santa Apócrifa, a San Fulanito Bailón o a San Dios. - ¿San Dios? -se extrañó la hechicera- Es una forma de hablar, mujer. A día de hoy sólo los santos locales se prodigan en visitaciones. Los grandes personajes de la Epopeya, al cisma que se vive en la Iglesia de Roma, le tienen dedicada su atención. ¡Del Anticristo se rumorea visita! - Vaya -le sorprendía a Úrsula no tener noticia- Las zorras del lavadero se han estado guardando información.


Entre las sayas Úrsula traía un saquito de runas. Piedras ferruginosas que le adelantaban el mundo. De la bolsita se las volcó en la mano y de ahí a la manta. Los siete signos quedaron agrupados en tres tempos: presente, pasado y futuro. El primero, de tres, le habló del barco al ver la vela, del viaje al estar el orbe, y de una pareja al salir el dúo. ¡¿Amor?! Creyendo estar borracha, y estándolo, agachó más la cabeza, casi hasta poder oler la lana, y cerciorarse con el pasado que el futuro sería verdadero. Y fue. O sería. Al pretérito apareció su vida monótona y el momento de la fractura. Por segunda vez desde que cogiese luto las piedras le podrían decir cosa distinta, y habiendo vivido sabiendo, optó por probar a no saber, y sin fijarse en las dos últimas runas tiró de la manta y deshizo la cama y el encantamiento. Y quedó blanca. Seria. Abstraída. - ¿Qué le han dicho? -doña Genoveva pensaba en lo meritorio que sería llevar noticia del Enemigo- ¿Le han dicho algo interesante? - ¿Sabe leer usted runas? -sospechando que no la hechicera preguntó- Esta mujer se ha tirado tres veces al día, durante cuarenta años, las cartas. Y por muy variada que fuese la mancia escogida para vislumbrar, siempre encontró lo mismo. Ahora, y con ésta van dos, se le dice cosa distinta. - Usted sí sabe leer. Qué ha visto. - Del Maligno nada. - ¿Y de lo de su amiga? - No le puedo contar si ella no lo aprueba. Y ahora está ausente. - Comprendo hija, y haces muy bien en observar celo. ¡Hay que saber guardar los secretos! Al acto, que si no runas, sí los lapsus lingue sabría leer doña Genoveva,


se le agolparon todos los secretos, los pormenores, a la hechicera en la boca. Sabiendo lo delatora que es la lengua lubricada en vino, se sujetó el músculo con los dientes y farfulló un buenas noches. Dio dos vueltas en el coy y se durmió. Quedándose sin réplica, mas definida su etérea presencia, doña Genoveva flotó hasta el puente. El timón iba fijo pues eran las seis. Portento en esos momentos empezaba con lo suyo, y quisquillosos que se volvía, a regañadientes acabó por aceptar la presencia. Entre improperios y maldiciones se deshizo de los lienzos; tal que refiriese Antoño se presentaba el siete; casi un 7.557 al pasar una cabeza de chivo por el boquete. - Te come, te come y te come -dejaba sonar doña Genoveva la cantinela del momento- No te untes, no te barnices las entrañas con ungüentos porque el futuro lo tienes dicho. Debes aceptar lo que eres. - No me toque los braulios, Genoveva, que parece mi abuela Vitori. ¿No se cansa? - Ya sabes que no; es mi sino. - ¡Bendita sea la estopa, qué perseverancia! Si el momento era malo, también era el único para que se reuniese la cabeza de mando sin escuchas. Para disgusto de Portento el capitán convocó también a Hammed, Bulín y Corcovado, así que a eso de las y diez, dejando tiempo para un somero baldeo de los intestinos, aparecieron los que faltaban bien embutidos en las zamarras. - Buenos días tengáis -dijo el capitán Verrugo- y perdona, Portento. - Na, un alfiler y esto está acabado. ¿Qué se ofrece? - Se pide -puntualizó Verrugo- Se exige una explicación. - Ya escuchasteis la historia en la cena. - ¡Venías sin níscalos!


- Bueno, tecnicismos. - ¿Y de lo tuyo, Portento? - No me sale nada al paso digno, Genoveva. Soy mucho macho para los alfeñiques que me cruzo. - Tranquilo que hallarás. - Me retintinea el tono, Genoveva. No abuse. - Al tiempo se verá. - Bulín, tú que eres el de las letras y llevas las cuentas ¿Lo tenemos todo? - Pendientes de lo de Portento y alguna calbotada más, y cargando vituallas, sí, capitán. Confiando en que de cabrones está el mundo lleno, y que fácil es encontrar en cualquier parte, lo restante del consejo se circunscribiría a la ruta y el viaje. El destino era isla Barrena en el archipiélago de Ohe-Ohe, abierto quedaba si ir con o contra el Sol. La ruta de la compañía holandesa siempre les había salido bien, tenían amigos en los puertos adecuados y falsos documentos para los otros. Dar la vuelta a África sería lo suyo para Portento. Ir a la contraria que el Sol. Desde Salou y La Pineda, día sí, día no, les tocaba correr a la playa. Y se estaban haciendo de oro. Mas ese día lo que se socorría eran vagabundos, chamarileros de la mar, que al clan Barbier dijeron pertenecer. Y los restos de la nave también. Y llovía. Se puso a llover. Arrastrándose, llegaron a coger convoy que iba a Tarragona. Bajo las arcadas del anfiteatro romano tenía tenderete una delegación Barbier. Prolíficos por costumbre y sangre, las familias Barbier no bajaban de los dieciséis o diecisiete miembros. Mediando sangre y beneficios, a disposición de Bichomalo se pondría toda la grey. El abuelo Barbier armaría tropa para una escuadra. Lo que sí debía correr por cuenta del boyuyo eran los gastos del flete, y para tal, y buscando


privacidad, se acercó Bichomalo al convento de una orden convenida y solicitó lo dicho. Treinta doblones de oro que cubrirían con creces la razia en altamar. Con dos días, ir y venir, y tres naves para dar buena zurra, se zanjaría el asunto. Pero tuvieron que ser sesenta doblones, sí; tuvo que volver una segunda vez al convento pues el producto de la primera ida lo incautó el viejo Barbier al ser acreedor directo; y aducir que era requisito legal, para justificar papeles, el estar libre de cargas; y a él le lastraba mucho el haberle hundido el barco al hijo. Vamos, que si no mordía seguro, de allí no se moverían. Cerca del muelle estaba La Menchu. Taberna, mumblé y abacería, daba cierre tarde y era punto de trasnoche o maitines. Zurriagos de todos los credos, y lares, recalaban al calor del vino vinagre y el pan ácimo. El ambiente era hogareño y feroz al conocerse por el nombre, y rápido fue Rui Bichomalo, ¡Almirante!, el más famoso y coreado al ofrecer embarque sabroso por unos días. Dos. Dos días. Por dos días se ofreció un año de paga. Y si hubiesen tenido papel para firmar, allí se habría apuntado hasta el gato; pero sólo necesitaban media docena de profesionales para cubrir las escalas de los barcos. - Rosauro padre, no crea que no me he dado cuenta de las piezas que me ha metido al cesto -musitó Bichomalo en un aparte de la leva- Por mucho que me los haya hecho pasar por marineros, malencarados portuarios, bien claro me ha quedado que el que no es zapatero es albañil o lampista. El único que sabe de mar me da que es usted. Y que dispuesto está a que quién sepa no meta las narices. - Ahí lo lleva. No me fío ni de mi sombra y prefiero riegacoles. - Que casualmente son familia. -¿Le molesta trabajar en familia?


- No. Al contrario. Mucho mejor. Más fácil para mí. Todos Barbier, todos Rosauro, me quito el engorro de aprenderme los nombres. - Usted paga, usted sabrá… Y por cierto, esa pinta tienen sin ir de carnestolendas. Al lujazo de sesenta doblones se alquilaron supuestamente tres goletas, y si hubiesen sido los sesenta enteros hasta una cuarta se hallaba dispuesta. Escatimando flota, víveres y gente, el abuelo Barbier volvía a arañar. Y si él era así, hijos, nietos, sobrinos y yernos, le tenían por ejemplo cabal de buen Barbier. Y entre los escamoteos de aperos y ánimos, y otras menudencias del estilo, le volvió a tocar apoquinar a Bichomalo bastantes cuartos más antes de zarpar. Y bufó. La pasarela voló, por ejemplo. Se subió al barco de un salto, y eso sí, con mucha premura y recelos se echaron a la mar. Abrieron velas entre insultos y amenazas de la gente del puerto. En un santiamén no veían costa. Y amanecía. - ¿No me dijo que los barcos que íbamos a tomar se llamaban La Iguana e Islero, y Avispado el lanchón? - No recuerdo exacto. - Pues dijo, sí. Y el uno luce Joselito II y éste La Salamandra, y el lanchón, por las flores de cubierta, y el nombre de Nuestra Señora la Virgen del Nostromo, se me hace que es la barca de llevar muertos y santos los festivos. - Para habérmelos inventado casi acierto; no se queje. Y hasta tenemos cañones. Veinte entre las dos naves serias, y el cañón que anuncia la presencia de Santa Tecla en el lanchón; que usted le llama pero también es goleta. - Poco se me hace el poder de fuego. - Tranquilo. El Sultán no monta más de cuatro cañones. No se vaya a creer que era una galera. - ¡¡El Sultán podría montar hasta diez!!


- ¡Benito! -gritó el abuelo Barbier- ¡A la cofa por metete! Benito Mosca, capitán del Sultán, por mucho que se hubiese reenganchado como marino plano a esta aventura de su suegro, no estaba dispuesto a que se echase por tierra el buen nombre que se estaba labrando en la mar. Nueve bocas para llenar le llevaron a aceptar la propuesta del abuelo. Si El Sultán carenaba ahora discreto, por mucho mar que corriesen jamás lo encontrarían estando en el dique seco. Y no buscando a la Psiconauta, con esa gente tampoco tendrían pleitos. ¡Todo era ganancia! Buen yerno eligió la hija para el padre al sacar también los gastos de reparación y limpieza, sin contar el sobresueldo por el trabajo que realizase y otras perrillas para los nietos; y de oficial no pidió paga porque supuso que le molestaría al viejo tanto pitorreo. Sí, era Barbier, pero político. Dando cobertura de posible, se le dijo a Bichomalo que fácil que recalase el barco que buscaban, de no estar, cómo no estuvo en Tarragona, sería en Sitges haciendo aguada dónde pudiesen dar con él. En Aguadulce. Y hacia allí pusieron proa. Al ser más complicado el pasar las órdenes a las consortes, se hizo necesario que se acercasen las bordas para utilizar altavoz, por ello el viejo, no fiándose del hijo, tras él fue para supervisar la maniobra, ocasión que aprovechó Bichomalo para ascender a la cofa. Se echó con temple de asiduo a los obenques e hizo la vía. A nadie le pasó desapercibida la espantada y desde el puente y las gavias se prestó recelo. Bichomalo y Benito Mosca estuvieron hablando media hora más o menos. Después bajó el boyuyo con parsimonia y se fue directamente contra el viejo Barbier. Desenvuelto que se le vio ahora, recuperado de fiebres y desánimos, Bichomalo al ritmo de la marcha sacó las pistolas y dio plomo y despedida al viejo Barbier y a su hijo Rosauro. Dos o tres muertes más hizo seguidas con el sable, y varios heridos a


cuchillo. Y para rematar la faena, y acabar por desconcertar a todos, con un fusil que le cayó a mano tiró de la cofa al canario de Benito Mosca. De nacer copla, de tener que elegir raíz, en ese instante Bichomalo se ceñía el fajín de capitán. Y gritó. Y bailó. Y acojonó aún más a la marinería al disparar sobre ellos sin ton ni son. De verlos parados, se echaba el tubo al ojo y al acto el apuntado tensaba el estay como nunca lo había estado. Pábulo, terror a ser fulminados, a la brega con maromas y lonas se volcaron. Y no para Aguadulce. No. A las Medes ¡A las Medes! ¡¡A las Medes!! Y aunque de secano, lo hizo la mar de bien. Él sólo gritaba “¡Para allí! ¡Para allá!” y con la rueda el timonel de turno daba correcta lectura y ruta. A dedillo sería estilo que le funcionase y bastó para hilvanar sus primeras bordadas como capitán. Aun así, una de las consortes tuvo al principio problemas para leer la derrota, y fue después que Bichomalo abatiese a tiros al capitán y al contramaestre del Joselito II, para que al hilván saliesen bolillos. Paralelos, pese a euclidianos, a un paso iba una borda de la otra por si al capitán Bichomalo le apetecía salvarlo de un brinco. - Buscamos una goleta -voceó Bichomalo desde la toldilla de La Salamandra para los dos barcos y el lanchón; que quedó por tal- Vamos a cobrar esa pieza y luego todo volverá a ser normal. Ganaréis lo que nunca habéis ganado, ni ganaríais, por un trabajo tan sencillo; y todos tan amigos. La goleta que buscamos, una que rotula Psiconauta, ha sido vista hace nada fondeando en las Medes. Y allí vamos. ¡Ah! Por cierto, al que se raje, ahora o luego, ni las aguas le darán sepultura; a un travesaño le cuelgo del cuello para que le coman estos pajarracos que nos siguen... ¿Cómo se llaman? - Gaviotas -dijo el primo chico del extinto Rosauro Barbier- ¡Pum! Pues tú también me tocaste las pelotas.


Reduciendo a cero el número de tripulantes que le conocían desde antiguo, le creció el nombre. A ojos de la tripulación que quedaba aquel hombre era el mal personificado, en cinco o seis horas de travesía le fabricaron historial dilatado de abusos y atropellos. Y sacrílego. Entre sus tropelías figuraría el hurto del violín del Papa y el robo de las bolas de la lotería galiana. Se hizo odiar. Y le gustó lo que escuchó. - ¡Psiconauta! -gritó perdiguero el vigía- ¡La Psiconauta o su prima a la altura de Vilassar! - ¿Cómo que su prima? -no entendía del todo la jerga el capitán BichomaloNo me andéis tocando los huevos porque reparto gato hasta que dé con alguno que hable cristiano. - El barco que asoma por Vilassar es una goleta, capitán. - ¿Conoces la silueta de la Psiconauta? - … mmm... No. - ¿Y puedes leer desde ahí el nombre? - Ni con catalejo. - ¡Pum! A ver, que me suba otro a la cofa y se dedique al menester; alarmistas y chistosos abstenerse. De todas formas, por si acaso, se voceó zafarrancho de combate y a sus puestos saltaron como si llevasen varios años de engranaje. Con rumbo de interceptar, y espoleados por el aire, el convoy en formación se aprestó al encuentro. La respuesta del barco que les iba fue un tanto singular, no rindieron velas, no, ni se dispuso claramente para el combate, la alternativa que tomaron fue seguir el rumbo de colisión hasta que súbito, premeditado, se ciñeron a tierra de un bandazo saliendo así del horizonte artillero. Tras ella fueron perras las dos goletas de Bichomalo, quedando descolgado el lanchón para entusiasmo explícito de sus ocupantes.


Con la destreza adquirida gracias al plomo fácil que repartiese Bichomalo, la tripulación del Joselito II y de La Salamandra optaron por lo único que podían hacer, ir cerrando la salida a mar abierta mientras esperaban un fallo, un error en las maniobras que fuese traspiés a la marcha, si no, poco a poco irían perdiendo olas al comprobarse más marinero el otro navío. Y así fue a la larga. A la altura del propio puerto de Barcelona resultaba vano el intento, a la vista quedaba patente la superioridad. Ni cacería parecía, se diría que primero iba uno a lo suyo y detrás los otros dos. Pasado el cabo del Llobregat de tontos quedaba la persecución, habían ganado la salida a mar abierta y sería imposible arriarle las velas. Bichomalo comprendió y empezó a maldecir, a jurar, a descerrajar tiros a diestro y siniestro para avivar la marcha. Y ni por esas. Entonces se abrió el barco perseguido, lógico, y ganó todo el Mediterráneo. Pero, lo impensable, viró en redondo el citado buque y a contravela hizo el enviste. La gente de Bichomalo no supo interpretar la maniobra hasta que las troneras abiertas les dieron a entender que habría pólvora. Y mucha. Quedando inutilizada la artillería de Bichomalo por su propia proximidad, la descarga a dos bandas hizo saltar por los aires las cubiertas, se hizo hilo y astillas los aparejos, y los cascos quedaron tan tocados que se anunció ruina a voces. La escuadra de Bichomalo se iba a pique sin haber efectuado un solo disparo. Y eso no. El mismísimo capitán Bichomalo se tiró a un cañón y le aplicó lumbre, aunque lo único que consiguió, al haber pasado el otro, fue darle remate a su consorte. Herido de muerte, apuntillado por la mano del amo, el Joselito II se volatilizó en medio de una tremenda explosión. Mas no importaba. No. No había sido La Salamandra, pero lo sería al volver a virar en redondo el ahora belicoso barco.


Inservible la línea de cañones por la anterior pasada y el abandono, Bichomalo se encontró de nuevo solo en el puente de mando, pero esta vez sabiendo saltó para aferrarse a un barril flotante, y ver, desde dentro de él, que la nueva andanada que les largaban ponía fin a su andadura. O no. La nave que tuvo la osadía, a fin de cuentas, era la Psiconauta. Fue. Se lo dijeron las letras de bronce de su popa, y el culo de cuatro mocosos, de los que dos, a la postre de dar la cara para reír y ver desde los ventanales, resultaron ser Herejía y Rastrojo. Cerca.

Casi. De haber tenido nociones no le habrían hundido tan

fácilmente. Confinado al barril, en espera de la ayuda, Bichomalo tuvo tiempo para pensar. Recapacitó. Llegó a la conclusión de ir a la estela y que de los cien doblones volvía a tener cien. Iba bien, y hasta aplicándose iría mejor. Seguro. La altanería de la oficialidad le había imbuido y cuándo fue izado al barco de rescate se hizo llamar capitán don Rui Bichomalo. Y por tal se le anunció en la sala del ayuntamiento dónde los próceres de la ciudad de Barcelona se reunieron a la llamada de las credenciales facilitadas por él. Y preboste de don Opulento, delegado de la Corte, se tomó el derecho de coger lo que no era suyo y exigió, sin dar lugar al no, la puesta a su disposición de una flota que pudiese dar caza al sanguinario capitán Verrugo. Ni qué decir tiene que a la mención de la alimaña se le otorgó férula y sello para tomar bajo su mando la escuadra que ataba a la rada. Y al poco tiempo, con las últimas luces del mismo día, volvía a la ruta; aunque ahora empezaría singladura pues algo había aprendido. Con la suerte del novato Bichomalo se dejó querer por la mar. Su grupo surcaba prieto y tenían las mejores nuevas. Uno, dos horizontes a lo sumo, les daban los pesqueros que a puerto regresaban. - Qué opina, capitán -preguntó el capitán don Diego, patrón de la capitana-


Derrotarán a barlovento o a sotavento. - ¡Pum! …… Tú, qué decía éste -apuntó Bichomalo al timonel y al que yacía muerto¿Qué quería decir? - Creo que le pretendía preguntar qué hacíamos. Si íbamos a Valencia o a Eivissa. - Por qué. - Porque si nosotros perseguimos, quien nos huya buscará refugio, y pasadas las Columbretes sólo se ofrecen dos puertos atractivos: Valencia o Eivissa. - ¿Y tú tomarías…? - Sé que de no decir lo que quiere oír me va a pegar un zumbido. - No... qué dices… - Así que de perdidos al río; le diré. Yo, palabra, seguiría palante. - ¿Y eso? - Porque a usted, y al difunto capitán, les ha parecido lo suyo desviarse. Yo, si huyo, huyo. No me ando con el bolo a peces. - Y dónde irías. - A la otra punta del mundo. - Coño, uno listo. Tú a mi vera y de oficial. Cómo si estuviese poniéndolo a prueba ordenó Bichomalo que llevase la nave a su criterio, y si antes de ver tierra siguiendo recto, osease, si antes de llegar a Gandía o Denia no daban con los fugitivos, le saltaría la tapa de los sesos. Y para que sintiese que era sincero se sentó detrás de él y le apostó el cañón del mosquete en la nuca. Toda la noche. Ola sí, ola también. Por la mañana, ante el perfil de la costa montó Bichomalo el arma, y sólo


porque alguien gritó ¡Vela! se contuvo. ¡Vela! Dijeron. Una cantaron, aunque al desaparecer del horizonte nadie se atrevió a confirmar. Ni admitir que había sido dicho. - Juraría haber oído el aviso de vela -contrariado volvía a situar Bichomalo su pulgar en el martillo- ¿Tú has oído algo? - Perdone pero no estaba al tanto. - Te voy a matar si no. - Y qué quiere que le haga. Yo juraría que no, pero con el carácter que tiene cualquiera le contradice. - Pues dime que tú también lo has oído, so pánfilo. Dime que sí. - ¿Y me creería si le digo yo que sí y todos los demás que no? - Desde luego que no. - Ve. - Ah, entiendo. Diciéndome que no, piensas que pensaré que sí. - Sagaz es… Pero dispare. - Y cayendo hacia dónde se supone que se habría visto la vela ¿qué hay? - El cabo de la Nao y otra vez todo el Mediterráneo. - ¿Y otro día más, Sherezade? - Me extrañaría. - Tu gracia. - Flojo, me llaman. Timonel de segunda Flojo Laxo; para lo que me quede. - ¡A toda caña, Flojo! -de imprevisto se quería arrancar náutico Bichomalo- (“Trapo”). - … ¡A todo trapo, rufianes! Y tú, Flojo, llévame hasta ellos. Pega cuatro voces porque te hago responsable. - Raudo; pero descabálgueme, por favor, el cañón de la cabeza; o me saldrá


voz fina y no me harán caso. Escaldado, el capitán Bichomalo ordenó que tirasen en línea. A la cabeza puso de carnaza, por si las trampas, a la Montseny capitán Vicente Ferrer, en el medio, seguros, iban ellos en la generala, La Roda, y a la cola, por lenta, marchó la Remoreneta capitán Obdulio Higuera. Empujados, quizá, por la propia curiosidad de los vientos, llegaron al pie del macizo costero. Cuevas, calas y recaletas, ofrecen escondrijos en esa parte de la costa hasta el cabo de San Antón. Y más allá. Espaciados que iban, por minimizar el peligro y dar buen escrutinio, al doblar la generala el mentado cabo se dio de bauprés con lo que ahora eran los restos humeantes de la Montseny. Saliendo del recodo la Psiconauta arrancaba como rufio con guindilla y volvía a ganar la salida al mar. Bichomalo al catalejo echó espuma. Y aunque ordenó la persecución, el pecio recién hecho hizo necesarias varias maniobras, y sorteado, dando acicate y plomo a la marinería, La Roda se lanzó en pos del fugitivo pese a que no quedase ni la estela. La bahía de Xabia estaba desierta. Y tampoco hubo nadie en el cabo de San Martí; ni oculto a su vuelta. Tampoco tras el cabo Moraira. Ni pasado ni al la vuelta del peñón de Ifach. Sólo mar y cielo ¡ni pesqueros!, rápido que corren las noticias todo el mundo sabía que era mal momento para navegar. ¡¡Infestadita estaba la mar de piratas!! - Dónde están. Dónde andarán. Flojo ¡Flojo! A mi vera. - Al instante, capitán -dijo el ahora segundo ofreciendo la yugular- ¿Qué haces? -le desconcertaba- Qué cree que hago. Pongo el cuello. - Para qué. - Para que corte, muerda o bese… (no te jode). - Dónde están. - No ve que le pongo el cuello.


- Por qué. - Porque yo ahora hubiese dado la vuelta de nuevo. - Y por qué. - Yo porque preferiría ir a la par de la goleta comparsa; que se ha quedado rezagada. Y ellos, quiero creer, porque tengan querencia a revolverse. - Cierto. - Ocasión han tenido en la isla de Portitxol o en la del Descubridor. - ¡¡Media vuelta, ar!! Desandando lo surcado se les hizo la noche. Con las últimas luces llegaban a tiempo para ver extinguirse las llamas de la Remoreneta. En la isla de Portitxol debieron virar y arremeter de frente contra el barco. Los restos lo sugerían. - ¡Y ahora! -crispó Bichomalo la mano al sable- Dónde irás ahora, Flojo. Dónde irías de querer tú, porque a mi gusto, que te quede adelantado, lo más liviano que se me viene a la cabeza es hacerte rodajas y empanarte. Y luego darte a comer a esta chusma que no merece otra muerte que por cagalera. ¡Inútiles! ¡¡Dónde está ese puñetero barco!! Flojo, por lo que le viniese encima, sacó con aplomo un pañuelo oscuro que guardaba desde chico, sudario de familia, que en herencia le había caído y llevaba siempre encima por si alguna vez le tenían que fusilar. Se ciñó a los ojos y estoico quedó ante el mosquete. - Y ahora qué quieres decir, Flojo ¿Insinúas que no te dispare porque venías preparado al paredón? - Ni mucho menos. Es porque se ha echado la noche, y a falta de antifaz, me conformo con este trapo de mocos para dormir. - ¿Tienes sueño?


- Dormir, soñar… tal vez morir. - Hasta a los cachondos se les acaba la suerte, Flojo. Dónde está el puto barco. - ¿Puedo hacerle una pregunta comprometida, capitán? - No, por supuesto. - Ah, vale. - … ¿Al pelo iría, Flojo? - Bisoñé podría ser. - ¿Te comprometes, tú, de no ser así? - Obvio que no. - Entonces tiene trampa. - No. Pero requiere absoluta sinceridad. - Pues pregunta porque de todas formas se me está acabando la paciencia. - ¿Es cierto que mató a su nodriza porque tuvo la osadía de darse cayena en los pechos? - Matar no. Di tremenda paliza cuando tuve edad. - Pero matar, lo que se dice matar, ha matado usted mucho, ¿verdad? - Para lo que es mi comarca natal, más he segado yo que la Parca con sus viruelas y pestes. - Entonces se le conoce, es usted un hombre de renombre. - En mi pueblo se descubren. - Si tan malo es, tan grande pintan, chico de alberca queda el Mediterráneo; usted sabe. Las grandes rutas, las especias... ejem, los esclavos… El mundo ha basculado al Atlántico. - ¿Me sugieres las américas, Flojo? - Siendo usted, tal cual es, para mí la otra punta del mundo serían a lo poco las colonias. A Bichomalo se le sugería la posibilidad de embarcarse al Nuevo


Mundo. Embarcado ya de antiguo, al darle blasón y apellido, podría saltar a América sin problema, pero no con esa tripulación tan diezmada por los arrebatos. No. Y es que Flojo Laxo le desquiciaba y con alguien debía pagarlo. Y de ser, sería en Cádiz dónde pudiese hallar vituallas y recambios. Siendo el mundo redondo la otra punta podría estar en cualquier parte. Mismamente isla Barrena lo era, y la cercana Ohe-Ohe también lo sería, ambas antípodas de algo para quien huyera. En la cultura Boloblás ellos mismos eran producto de arribada, su génesis se situaba en una paradisíaca isla que a las primeras de cambio sufrió el embate de una ola gigantesca. Páramo quedó de espuma y sal. Apeados del Edén, por vagos y pendencieros se decía, a la mar fueron arrojados, y por suerte, y deriva, dieron con Ohe-Ohe y su archipiélago. Y se quedaron. Tanto les gustó el sitio que renegaron de los dioses cabrones que les mandasen al exilio y a pasarlas putas. Así inventaron de Ohe-Ohe que era la palma de la mano que les sacó del agua. Mano descomunal, tenía por dedos y apéndices las tres mil islas e islotes que eran sus dominios. Y en el que sería dedo anular, otrora base de operaciones del legendario capitán Caimán, azares de la vida, y engaños, de nuevo había puesto residencia en el pago un grupo de cerdos largos. El capitán Verrugo y su divisa. Sí. Años llevaban ocupándola, aunque desde hacía sólo cuatro el único que en teoría allí moraría sería el Sordo, centinela que quedó por gusto propio para comprobar si el rey de los boloblás quebrantaba su palabra. Si pusiese barca al arrecife, o pie en sus playas, el anacoreta daría aviso convenido y se armaría una buena. Y no, mejor no complicarse porque, total, de no venir con la próxima temporada de peces luna, la isla pasaría de nuevo a engrosar la anatomía de


la mano. Barrena volvería a ser Perla. Un año y podrían tomar posesión de la isla y de todo su relleno. Desde la cercana Ahí-hay-ay se controlaba un cacho de Isla Barrena. Boloblás III el Cumplidor, llamado en lengua aborigen Todotripa, acababa de cenar opíparo y en el exceso de condimento hallaba el insomnio. Orondo de nombre, y cuerpo, llamó al chambelán a su presencia para que consiguiese polvo de coral, o cualquier otro digestivo, que le permitiese vislumbrar siquiera en sueños el interior de la cabaña más gorda de Barrena; dónde viese meter hace muchísimo un cacharro enorme que llamaron alambique. La destilería, sí. Desde que alguien se comiese a una familia de chinos que regentaba tasca, y fumadero de opio, no había echado trago al píloro el monarca. Agua de lluvia y agua de coco. Coco aguado y fermento de coco ¡O su leche! Todo irisado al pareado saciaba. Volvía loco. Y es que desde que volvieron a las andanzas, los boloblás tenían mu mal apellido aunque no supiesen qué era eso. No todos, ojo, algunos. Fueron los jóvenes, cómo buenos innovadores, quienes volviesen a los orígenes dando rebaño al esternón y costillares de la familia Cheng; familia ejemplar, y honrada por otra parte, que se dedicó a los abastos, y no fiándose un pelo del grupo del príncipe se liaron a bastonazos al no pagar la cuenta y no entender por broma; y por la noche volvieron los nativos y se los comieron crudos. Mal cayó la chiquillada al dejarse sentir. Al poco, el gremio oriental desaparecía del archipiélago tal si nunca hubiesen existido. Mal mercado resultaba si no pagaban y encima daban mordiscos. - ¿Tienes algo para el dolor de estómago, Titalonga? - Por tener tengo, majestad, pero imprescindible en su composición han de ir dos gotas de savia de cocotero. - ¿Y sabe? - No, majestad, pero siendo usted tan fino no me extrañaría que le


produjese sarpullido. Y no me agradaría acabar devorado en esta isla. - Yo no como servicio ni amigos. - Pero su hijo y la camarilla no hacen remilgos cuando están borrachos. - ¿Y están? - Cerdísimos, señor. No se tienen en pie. - ¿Dónde consiguen? ¿Cómo hacen para surtirse de alcoholes? Ni mis mejores recaudadores han podido encontrar escondite. - Cierto. Sólo el cerdo largo de la isla tendrá género. - Y siendo sordo, y no dejándose ver para que no le matemos, cómo hacen para comunicarse. - Tengo entendido que dentro de una canoa ponen estipendio y a la corriente que mete a la isla dejan, y en la que sale les vuelve la canoa llenita de botellas. Comercian sin palabras. - Hagamos lo mismo. - Y lo hemos hecho. - ¿Y? - Nada. Ni la canoa ha regresado. - ¿Y de quién era la canoa con la que se ensayó? - Suya, majestad. - ¿Y lo que se puso dentro? - Suyo también. - ¡Y ahora me avisas! - Suyo hubiese sido también el negocio. - Desde luego. Pero en el tiempo que llevas siendo mi chambelán, las carnes me cuelgan. No engordo. Acabaré por ser el hazmerreír en la convención de jefes. Y eso no. Antes hago buena hoguera y te aso. Te advierto.


¡Tráeme algo para el estómago! Titalonga era chambelán igual que lo fue su padre, y el respectivo antes que éste, y así toda su casta hasta el primer Tita, Titaluenga, que ya venía chambelán desde la primera isla. La suya era una de las doce familias viejas. Por el contrario, la familia de Todotripa sólo contaba con dos o tres aspirantes esporádicos a rey entre su linaje. Gordos cebones, sí, en excesos y comilonas de exhibición se consumieron, y el del monarca era como quien dice un apellido de flacos. Para disgusto del chambelán, su hijo, Titagolda, también hacía sus pinitos chambelanianos en la corte paralela del hijo del rey. El príncipe Gordosumo. Más golfo los hijos que los padres, amagaban con dilapidar los recursos regios, y los que cayesen, en fiestas y desenfrenos sin sentido. Bajo coacción y amenazas, bajo atropellos literales, se hicieron con el Ministerio de Fiestas y Saraos. Allá dónde hubiese que engalanar los primeros ellos, dando liba a todo brebaje que se ofreciese; pese a ser coco, que eran jóvenes y por lo tanto de buen pasto. No había festejo o convite, onomástica o defunción, que no convocase reunión del gabinete, y lo que más le dolía a Titalonga era que lo hacían bien. Dilapidaban, sí, pero puestos al jolgorio contagiaban y todo acababa siendo chirigota y francachelas. - Desgraciado, ven. Ven aquí -llamaba a un aparte el chambelán al hijoDesgraciado. Que eres un desgraciado que me vas a matar a disgustos. Se puede saber dónde coño trincas para venir tan cargado. Cómo haces para ponerte así, hijo. - Es el puesto, padre. El puesto. ¡Gordosumo tiene un saque! - ¡Qué bonito! Y tú riéndole las magras. Y borracho. - Estar borracho es una posición coyuntural, padre. Vivir la vacuidad del


vino es una opción personal. - Mal hice dejando que jugases con los cerdos largos; mal hicimos. Corrompiditos os dejaron de vicios y pensamientos. Holganza. Holganza. Y holganza. No queréis más. - ¡Ser joven y la fiesta es lo que tienen! Y además, ejemplo tengo a seguir. - Tú debes ser más que yo, hijo. - Me refería al rey y al príncipe. Y por cierto, agarrado al cocotero que hay frente a tu choza más de una vez te he visto yo a ti también saciado. - Por cuestiones de protocolo. - Y por afición, padre, por afición. No se estire mucho porque también me han dicho que en la juventud bebió de un cubo y sin levantar el dedo. - No a todo recipiente le va el gesto. - Desde luego, y menos cuando lo trasegado es el agua de fregar. - ¡Quién te lo ha contado! - Gordosumo. - Y a él. - Su padre. - Pues que sepas que sí, que yo bebí del cubo, pero luego él bebió del cuenco dónde oriné yo. - Aj, qué asco. Padre... de verdad... aj, es usted de los más guarro... - Hala, ahora corre y ve a contárselo a los amigotes. - Voy. Qué asco le va a dar a ellos también. La camarilla del príncipe Gordosumo por suerte era reducida. Tres o cuatro compañeros de trastada albergaba la jaima al ser todos ellos de la constitución del choto. En torno a un mísero fuego entonaban alabanzas y aleluyas al ritmo de los tambores. Loaban a los peces luna y a las merluzas.


- Dónde estabas, Titagolda -invitaba Gordosumo a que tomase asiento- El brasa del viejo, que me viene con chismes del tuyo. - Qué te ha dicho. - ¿Te acuerdas de lo del cubo que me contaste? - Sí. - Pues me ha dicho mi padre, que luego, el tuyo, bebió de un cuenco dónde meó el mío. - Buff. Y cosas peores le he visto hacer. Pero no cuento ahora porque con el buche lleno no parece adecuado. Pensemos en la próxima fiesta; se ha muerto el viejo de las tortugas. ¿Sugerencias? Cogiendo rodaje en la Comisión de Fiestas el príncipe se hacía querer, y de ahí a ser César sólo iba un libro. César, de la C a la R, fue el ensayo que le regaló Bulín de Aguiloche antes de partir. En el saber de los cerdos largos entendía un tesoro el príncipe. Sin ir más lejos la fermentación de pulpas, el destilado fino y el refermento, para estos hombres parecía no tener secreto. Hasta su cava, que nada tenía en común con el Kava-kava de los isleños, se les hacía más grato de ingerir. El vehículo de ebriedad en el fondo daba igual, siempre y cuando, fuese de ingesta sencilla, rápido y barato, ¡ah!, y en el colmo de los deseos, que no dejase mucha resaca. Y los alcoholes, maravillas mil, casi se adaptaban a todos los preceptos. - Bueydemar -consultó Gordosumo al tesorero- ¿Queda algo en la caja? - Las maderas, las bisagras y algo de la condenada arenilla de esta playa; se mete entre las muelas. - ¿Y suelto? - El vientre. - ¿No queda un cobre? - Na. Ni una concha.


- ¿Y para empeñar? - ¿Nuestro? - Si es ajeno mejor. - Mejor nos sería, sí, porque en propiedad nos quedan las túnicas y las chanclas. - ¡Y el paipai! -al uso de uno estaba Magrabuganvilla- Ni eso, que son prestados. - Mal estamos entonces. A ver, tú, Magrabuganvilla ¿le queda algo a tu familia que podamos vender? - No. Se han mudado de isla y ni me dejaron aviso. - Mal te quieren, desde luego. Y tú, Bueydemar, ¿os queda algo? - Nada. Mi padre, sabiendo que nos íbamos a reunir, prefirió comerse los tres lechones que le quedaban, y todo lo ahumado, de una atacada. Ahora, por ansioso, debe andar dando saltos en la esterilla. - ¡Ahí se joda! -era Gordosumo de la misma opiniónEn tal caso sólo nos queda lo tuyo, Titagolda. - Ni hablar. Mi herencia adelantada ya nos la hemos bebido, y lo que trae mi padre en la canoa es cosa suya. Poca fortuna le queda, cuatro lanzas y cinco máscaras, lo más valioso de mi padre es su palabra. - Su saber hacer, cierto. A mi padre, ¡a su rey!, complace en todo. Mejor chambelán no hubiese encontrado ni en el continente de los cerdos largos. ¡Haz tú cómo tu padre y búscame fondos! Se mi chambelán, mi hombre de confianza. Ni Gordosumo era tan tonto ni él tan listo. En empate quedaría. Parejos hasta en edades, la ascendencia del príncipe sobre su chambelán empujo a éste a la playa. Allí cogió la canoa de los intercambios y arropado por la sombra de las nubes se dirigió a isla Barrena. A los almacenes. Llave tenía


pues se la dio el propio Sordo. Le legó llave y encargo, y para dejar constancia le extendió un papel lleno de letras, que llegado el caso, vuelto el capitán Verrugo a la isla, serviría para ratificarle en el puesto; porque ayudante le nombró el hombre al sentirse morir. Pescando estaba Titagolda frente a la bahía meridional de la isla, cuando le llamó a voces pidiendo últimos óleos y perdón Estanislao Olite, el Sordo. Deliraba. Había pisado un panal de avispas soterras que le emponzoñaron la sangre hasta la ulterior muerte. Y Titagolda calló el hecho. Y de esto ha el par de años. Aún le parecía increíble que no hubiese intentado su pueblo el asalto ¡Con la fama que tenían! Pese a ser pueblo casi ágrafo, mas no estúpido, rápido dieron hace generaciones con la forma de vivir a expensas de los extranjeros. Esquilmados estos hasta el punto de evitar los navíos la zona, huérfanos de divisas y lujos que se diga, al canibalismo se rumoreaba haber vuelto algunos, mas de eso, palabra, Titagolda nada sabía. Él sólo quería que los hombres de Verrugo volviesen pronto y lo encontrasen todo bien; mal menor era perder la bodega de forma controlada, porque mayor mal sería sin duda que el tropel hiciese cacharrería las instalaciones, y es que desde que se marcharon los extranjeros, pero sobre todo los comerciantes de licores, los ánimos se fueron caldeando hasta oler a revuelta. Y mucho se tendría que aplicar el Comité, y deberse Titagolda, para que todo siguiese en su sitio. Mejor los licores. Sí. Mejor donarlos. Tuvo que hacer varios viajes Titagolda durante la noche. Con las primeras luces de la mañana dejaba todo preparado, y para mediodía todo el mundo sabía que habría fiesta en la playa con el ocaso. Organizaba el Comité ¡El príncipe! Y otro día y otra noche.


Y más viajes. Titagolda sólo tenía un sueño, embarcarse para abandonar el mar de islas e islotes coralinos que era el lugar. Quería salir del océano. Deseaba sentir la nieve. Pasear la nariz por los jardines de la Alhambra. Disfrutar la City. Y para él pesadilla sería que la gente asaltase la isla, con, o sin control. - Esto no puede seguir así. Este desenfreno, este derroche -clamaba Titagolda ante Gordosumo y el resto del gabinete- no podemos seguir en esta línea. No podemos bebernos en una sentada lo que había conseguido para el mes. - ¡Y bien que lo has hecho! Requetebién. De dónde sacaste. Qué pusiste en la canoa. - Fui yo. Fue mi palabra lo que se empeñó, no temas. - ¡¿Fuiste?! -empalideció el príncipe- Despídete si se entera mi padre. De no ser él el primer boloblás que pise isla Barrena tras tantísimos años de ocupación extranjera, será el primero en comerse públicamente los pies del primero, y de segundo plato el hígado del sucesivo. Y así hasta el postre o le llegue turno. - Ir yo, e ir mi palabra, es lo mismo. Es una forma de hablar. - Ante mí sí, ante mi padre no. - Tampoco me asusta. - Debería. Mi padre no es tonto y por mucho que viaje y valga tu palabra, ante un sordo no sirve de nada. - ... Bueno... ejem... En una tablilla le dejé mensaje. - ¿En su lengua o en la nuestra? - Vale, sí, fui a la isla y lo cogí, ¿te lo crees así? - Ves, si a mí no me la das a mi padre mucho menos. A mí me da igual de dónde saques siempre que traigas; no cuela la trola de la canoa a la deriva. Eso sí, si tienes escondite recóndito dile a alguien por si te pasase algo; no


caiga al olvido el escondrijo del tesoro. - ¿Es una amenaza sutil? - No. Por mi parte no, desde luego. Ya te he dicho mil veces que no fuimos nosotros los que se comieron a los chinos. Nosotros, igual que tú, de allí nos fuimos a dormirla. No volvimos. ¿Acaso nos siguen achacando la autoría? - No se murmura otra cosa. Los consejeros de tu padre, el rey, presionan para que se te mande a estudiar al extranjero. - Eso es lo que malmetes tú a tu padre contra el mío. Y sabes que no, que no quiero irme de aquí. - Serían sólo cuatro o cinco años, Gordosumo. - Ni hablar Titagolda, no pienso. Todos los que se han ido de gira han vuelto famélicos. Aquí es más fácil mantenerse que recuperarse. - Yo me encargaría de todo. Haría lo mismo que ahora. - Na, no insistas. De las tres mil islas no me sacas. Años de solitario trabajo, y siendo pasión y entretenimiento, le dieron de sí al Sordo para acumular una ingente cantidad de licores. Tres chozas dejó llenas de botellas, y la bodega principal, que según dijo, al pie del volcán tendría la entrada; ya podría ser grande, ya. La esperanza de Titagolda era la cueva, de ser covacho la bodega, a la vuelta de la ola se vería agotado el caladero. Y levantada revuelta, sabía, el primer objetivo sería isla Barrena. Su destrucción. Sacromonte despertó al oler en el aire la bahía de Cádiz. Su tierra. Tal perro que se despereza corrió a la borda. Entre bostezos sonreía. Los sueños acabaron por apeársele del rostro cuando fondearon ante un cañaveral de la playa de Levante, tras él tenía asentamiento su familia en


invierno. Iba en el esquife para desembarcar y creía oír las palmas, las bulerías que le arrebataban el alma, y sin poder contenerse, brotándole de las manos, la guitarra rompió a rascar arte, y hermanándose éste al del lugar, aún no habían tocado la arena y corría la chiquillería al encuentro. Toda la familia o un batallón de mocosos. ¡El tito Sacromonte! ¡El tito Sacromonte y el tito Verrugo! ¡Y el tito Portento! Ay, qué Arte, ¡Todos los titos y la perra! ¡¡Por Dios qué alegría más gorda!! ¡María, María, pon la parrilla grande porque tenemos familia! Así eran, y eran fechas; esa misma noche se cambiaría. A las doce. Toda la bahía cantaba pirotecnia y Navidad, y no siendo menos al ser del pago, para agasajo de Sacromonte y parentela se hizo sonar las bandas. Los treinta y dos cañones hicieron saber a Cádiz y su bahía que Sacromonte estaba en casa. - ¡Ay, qué arte! ¡Ay, qué arte! -gritaba Francisco, el patriarca, entusiasmado- ¡María, también echa arreglo de morcilla y choricitos que el niño vendrá desnutrido! - ¡Ay, San Apapursio, ay, me le tendrán rotito a trabajar! -sufría madre¡Ay, ay, ay de los Pesares que la Virgen me acompañe! Voy a echar unos langostinos y unos gambones también, ea. No se hable más y muera la miseria. - Me paece bien, mujer. ¡Qué arte tienes tú también! - Hale, cógete entonces del brazo a los niños y te vas pa la plaza y me compras. - Ay, María, qué guasa tienes ¡Zape! Qué arte y no me reitero. Mira, sabes lo que haremos… - No, ni me interesa -cortó la mujer el embuste- Y por favor no digas que eres mi marido porque luego me toca cambiar de puesto. Paga lo que te


pidan y no intentes sacarlo al trile. En tanto esté el niño aquí con los patrones, no quiero ver justicia. No te hagas prender. No me des la Nochevieja. - Voy a... - Me da igual. No quiero saber, te digo. Llévate al chico y a los amigos a tomar un vino y luego me traes el pedido; pero tráeme. Corre. - ¡Qué arte tiene mi mujer! Ay, qué gracia, qué Don. Más gaditano que los camarones el Serio llevaba su tasca desde antes que Argantonio se hiciese hueco en la leyenda del lugar. Viejo cual mojón su negocio llamaba La Pitarra, y aunque bebidas y aperitivos se reciclasen, el mejor cante de Andalucía y España se degustaba entre sus muros. Allí tenía mesa reservada don Paco, y pese a que fuese de tres patas y coja, y se guardase desmontada a la intemperie, no a todo el mundo se le hacía sitio. Viniendo con el hijo y unos amigos al hombre se le armó reservado con dos cortinas y una caja. Discretos en su palco dominaban el local y podían hablar tranquilos de sus andanzas; además de contraseña para entrar, a la puerta había apostados aguadores para dar prestos el quéo y echar cierres. - No haga ademán de sacar, Paco, no haga, el hijo que tiene paga esta pella y las que se hagan -Portento se sentía en familia- No ha gastado mucho que se diga; si acaso el hilo a las sábanas, de haber usado. - ¿Es cierto, Jesusín? ¡Es verdad lo que oyen mis oídos, que te sigues durmiendo en el curre! - Apenas, papa. Y cada vez menos, palabra. - Ja, el viaje de las Medes aquí, y las escalas previas, ha estado durmiendo sin dejar de roncar. - ¡Qué arte, hijo, qué arte! Perdónele usted, Portento, y hágaselo saber a don Verrugo; a la sangre


pachona de mi señora esposa ha venido a salir. ¡Más que el polvo me dormitan! - Su señora dice que al que ha salido ha sido al padre; puede estar tranquilo. - ¡Ay, qué arte tiene usted también, Portento! ¡Qué labia! Si viniese de otro la gracia con la cabritera le sacaría aquí mismo la asadurilla. - ¡Óle, óle, óle, qué salero tiene mi papa! - ¡La familia! Qué duende, sí -reía Portento- Por nada del mundo dejaríamos pasar Cádiz sin hacer un alto. Sin mencionar agua y vituallas, en Cádiz encontraban calor humano; la vida del pirata harto sobrado está de falsedades y patrañas para no saber apreciar. Vale más un abrazo y unas lágrimas, ante la hoguera y las estrellas, que el mayor de los tesoros que yaciese bajo las aguas. Siempre habría tiempo para echar unos días entre amigos. - Y qué se ofrece por aquí -casi lo susurró pues al escenario subió el pequeño de los Barquichuela; Picoángel llamaban- Qué buscáis vosotros por Cádiz teniendo todo el mundo pa recalar. Aquí también os buscan, os advierto. - Nada nuevo, papa -no sorprendía el aviso a Sacromonte- En varios continentes tenemos el magín puesto a precio. - No es eso, Jesusín. Ahora es gente nueva la que hace las preguntas. Y por las descripciones que facilitan sois vosotros. La Psiconauta. Cambiadle el nombre al barco y os quedáis una temporada hasta que se calmen las aguas. - Hasta Reyes ha dado licencia el capitán. Por eso no ha desembarcado; aun teniendo en los huevos canas, gusta de la bobería de los regalos. Hasta el cinco se tira empaquetando y escondiendo para que no encontremos; porque sabe que buscamos. - Buen capitán elegiste, hijo, a otro le hubieses limpiado el reloj y sanseacabó. Y ahora serías un desgraciado como yo que no sabe ni en qué


hora vive. Mira, “La Verrugo” también sería un bonito nombre para el bajel. La Capitán Verrugo capitán Verrugo. Sí. - Paco -veía Portento que entre el vino y la saeta se le iba el hombre abajoNo se minusvalore porque igual que aquí le llaman don, en otros mares también se lo habrán llamado. - Desde luego. - ¿Y le gustó oírse llamar “don Paco”? - Lo que más. - A nuestra goleta le pasa lo mismo. Antes cambiamos en sí el barco que el nombre. Si nos han de encontrar da igual que sea aquí o en alta mar. Si mamporros buscan que nos pidan referencias. Fue mentar la soga, y acabar Picoángel, para que de un trompazo batiese la puerta hacia adentro y entrasen rodando dos hombres con la cabeza abierta. Tras ellos entraron seis enjarretados y otros seis conchabados con estos que quedaron en la puerta con mosquetes y picas. Al mando estaba un cetrino mala leche que atendía por el Chanchadas, y que siendo el de mayor veteranía, que no rango al quedar cabo al quicio, venía a recoger la mordida que decían tener pactada. Acuartelados en La Carraca cruzaban la bahía para cometer sus tropelías contra quien no pudiese defenderse. Sin embargo de la misma Pitarra fue echado el día de los Inocentes un fulano que a la puerta quedó, y no llevó más de dos guantazos porque vino solo y el Serio no quería altercados en su casa ni en las inmediaciones, así que al agua se le tiró sin mayor escarnio que los dos sopapos citados. Y ahora venían los compañeros de bandera para hacer cuentas de nuevo. - Toc, toc ¿Se puede? -dijo el Chanchadas, que debía tener alma de cómico, para alegría de su gente y respeto de parroquianos- Buenas, pasen. Yo soy Serio, el dueño, y aquí se atienden todos los pelajes siempre y cuando se sepa estar.


¿Qué va a ser? - Información, señor tasquero. - Poca nos queda; y pasada. Si cruza al otro lado del brazo hallará el castillo de San Sebastián. Allí cofrades suyos tienen legajos hasta de la vida privada del rey. Y vino también tienen. Y mujeres. Y curas por si se dan al exceso. Allí encontrarán lo que busquen. - No. Lo que buscamos está aquí. Vengo en nombre de mis compañeros para saber lo que pasó con Bermejo -reseñó el Chanchadas al tipejo del quicio- ¿Bermejo? Tampoco tengo ningún Bermejo conocido o en tratos; ya le digo que mal pozo ha sido siempre mi negocio. - (¡Ay, qué arte! Al Serio no se le saca el saludo si él no quiere). - (Calla, papa, que te van a oír). - ¡Qué se murmura por ahí! -el Chanchadas quería mantener a dos el diálogo- No cuchicheen porque tiempo van a tener todos para hablar en alto. Vamos, a cantar de plano. - Pues no, ea. Ahora no se canta en mi establecimiento. Ya estás dándote la vuelta y yéndote para el cuartel sin nada. Ni a tu mariscal que viniese a pedir un vino le pondría ahora. En mi casa sólo mando cantar yo, cojones. Si Dios era Serio en su casa, la cachiporra que sacó del mostrador sería la Biblia. Y no era el único en llevar tablas. Portento, bien ostentoso, sobre la mesa dejó el sable, y Sacromonte un cuchillo y la pistola, y don Paco, con su arte, depositó de sonoro golpe la garrota con los flecos. Y más parroquia. Encrespado el garito no le quedó más remedio al Chanchadas que salir sin


conseguir. A la puerta reculó no obstante orgulloso, y desde el dintel, tal bravata de soldado solitario, profirió mezquino un “¡Volveré!”. - Y aquí estaremos -se dijo desde las mesas antes de olvidar el episodio y retornar a las briscas y el jondo- ¿Era éste quien nos buscaba? -de ser así a Portento le parecería un menosprecio- No me diga, don Paco, que merece un aviso la piltrafa. - No, Portento, no. Ése y su morralla llevan desde el verano intentando sacar tajada. Se creen los amos, y lo que se están jugando es el aguinaldo por cobielos. Con Serio no se juega. Los que os buscan a vosotros deben venir derechos de la Corte; y con malas intenciones. Si viese alguno te podría señalar; pero poco más sé. - No apure, padre, no apure. No se angustie por nuestra situación ni por su vaso. ¡A ver, Serio, por favor, pon otra de lo mismo! Don Paco era asiduo a La Pitarra. Al ir apretado de faja su gasto ordinario se le apuntaba al cántaro del agua y al tablero de las mesas que era de dónde sacaba los mondadientes, poco escapaba al control de María, pero, viniendo con el hijo, el Serio en persona se dignó servir la mesa. Muy de tarde en tarde hacían alto las frituras a la altura de don Paco, y quizá por eso, al cantar a la cocina que el hijo pagaba las raciones, éstas salieron colmadas. - Ea, aquí tienen ustedes. Pescaíto, pajaricos y jamón. Y jerez que no falte. ¡Que aproveche! - No, no se vaya Serio, por favor -retuvo Portento al hombre por el mandilNecesito un favor.


- Diga. - Busco tripulación. - Lo siento pero a mi negocio y al cante me debo. No me embarco a otro palo. - No, por San Caneco de Logroño, no. Ya sé que usted no es persona de mar sino de sus gentes. Don Paco, cómo usted, a la linde vive porque le gusta mojarse sólo por dentro; y muy loable me parece. Nosotros necesitamos quince o veinte personas de brega. Trabajo duro de sol a sol. Y las guardias que caigan de noche si las hubiera. - ¿Y la paga? - Acorde al trabajo. Ni botín ni sueldo. - La última vez que pasaron por aquí no mencionó. ¿Han tenido bajas? - Los negritos que dejamos a la puerta acuchillando un burro la otra vez, ¿se acuerda?, pues o se los ha llevado una ola o se han ido ellos sin decir nada. - Vaya. Mal asunto no saber. - Ya le digo, Serio. Y la coleta no es chica porque aún hay más. - ¡Más! - Sí. Zainos han de ser los sustitutos. El pego deben de dar a su rey pues él nos prestó y lo mismo tendremos que devolver. - O sea, que en el trayecto, o en destino, podrían quedar para siempre. - Sí. - ¿Algún requisito más? - ... mmmm... No, no quiero ponérselo más difícil. - Bueno, deje esto en mis manos que ya preparo yo entrevista. Y éntrenle a la fritura porque una vez fría no sirve pa na. ¡Bonapetit! Voceando una de sepia y otra de olivas retornó Serio al mostrador, escribiéndose con la tiza en el manguito los primeros nombres. Chumbero,


Cagaliñas, los hermanos Berri, Samuel Grima y el Tenazas… Si en un principio calculaba poder escribir libro con los nombres, a la vuelta de una hoja repetía. No quedaban tantos. Los que eran hijos de la mar mil pegas pondrían para embarcarse en invierno. No. Para brega dura, y olas gélidas, únicamente le asistían al pizarrín gentes desesperadas de tierra. Brava, desde luego, mas desconocedora por completo de las faenas del mar. Como mucho al cabotaje se habría dedicado alguno, del resto fácil que su experiencia marinera se circunscribiese a asistir galeote. Centrados al pescaito y al fino, don Francisco e hijo se pusieron morados. A dos carrillos iba también Portento, pero a ratos, saltando turno, de reojo miraba a Serio. El hombre a la lista estaba, punteaba los seis o siete nombres que había escrito y luego se echaba mano a la cabeza. Se rascaba. Aparte de la tiña, el tabernero debía estar raspando el barniz de la memoria. Y haciéndose sangre y todo, sólo pudo escribir dos nombres más, aunque al momento recordó que fueron ajusticiados en Barbate y que no se podría contar con ellos. Y vuelta la mano a la cabeza y la tiza, tic, tic, tic, al manguito. - Perdonen ustedes -acercó noticia y ración Serio- Perdonado siempre está, maestro. Óle, qué estilo. - Ya he mandado recado. A las siete he dicho, que tal reloj, deben cantar presencia. - Muchas gracias, Serio -al tiempo que agradecía Portento invitaba a que sentase y tomase descanso y trago- Gracias -se excusó al provenir de la cocina un enorme estruendo- Tengo aún cosas por hacer. Luego sí, cuando acabe de zurrarle al mastuerzo del Matute, me siento. Matute era el hijo. Un elemento. Al padre nonagenario llevaba de cabeza. Mediando sesenta años entre él y su siguiente hermano, el chico pedía a gritos una vara de medir mimbres. Y tentado estuvo el padre de


ofrecer los servicios del hijo, lo mismo que en su momento hizo don Francisco y pareció salirle bien. Siendo amigos, y conociendo la relación paterno-filial que se traían, Sacromonte sugirió en voz baja que se inquiriese si se prestaría al enrole. - ¿Está el chico en edad de navegar? -preguntó Portento antes que el hombre llegase a la puerta de la cocina- Y de circunvalar. Lo malo que él se cree estrella del cante y quiebra la vajilla. No ha querido aprender oficio y temo que ahora no valga. - Ésa es nuestra cantera. - Mina de oro cree él que tiene en la garganta, sí, cuando lo que tiene es una escombrera. Rompe todo lo que canta. - Pregúntele, por favor. Pregunte de todas formas, si no le contraviene a usted, si querría hacer gira con nosotros. - De sol a sol y duro... no creo; él es más de lo blando y nocturno. - Dígale que al menos salga para hablar; la oferta es de lo suyo, de músico. Más miedo da muchas veces una guitarra y un Re sostenido que cien fusiles. Tasca de apuntador, al comentar lo saludable de un guitarrazo sonó lo que sería uno, y abriendo de par en par la puerta de la cocina, aparecía tambaleándose el Chanchadas con la guitarra por gorguera. Al acto reventaban ventanas y puertas y no menos de treinta bergantes irrumpían en la taberna a la greña. Y se lió, claro. Sabiendo a lo que se iba se prodigaron castañas y botellazos. Las sillas volaban. Y los vasos. Sin atender siquiera a bandos allí se montó la de las Termópilas. Y aunque cortes hubo, y pinchazos, no se tuvo que lamentar más muerte


que la de un milico que quedó desnucado de una buena hostia. Un mal golpe que le dio el hijo de Serio al intentar el otro en un descuido echar mano a la recaudación. Hecha la carne se tocó retreta y salieron al trote. Y se les persiguió, y en callejas adyacentes, y a tres en el muelle, se les dio zurra de aupa para que cogiesen escarmiento y transmitiesen que mal barrio era el del puerto para ir a dejar tarjeta. Sí. Que probasen en Santa María. Pero, por cómo sonó el “¡Volveré!” que gimotease el Chanchadas, se adivinó que en la zona les habrían dado hasta cornadas. Regresando a jirones se volvió al tute y al cante. Don Paco y la mesa ni siquiera amagaron la persecución, fueron de los pocos que quedaron para reorganizar el antro, y al ir entrando les daban nuevas; les dijeron con mucha gracia. En fin, de típico, La Pitarra ofrecía hasta la jarana portuaria. - ¡Ay, qué arte! ¡Qué combate! ¡Qué pelea sin par de gladiadores! - Papa, no se emocione porque hace rato ha dicho Serio que lo que se tome a partir de ahora va de la casa. - ¡Qué arte, Serio, qué arte maestro! - Ea -levantó Serio su vaso para todo el local- Feliz salida y entrada de año, y gracias por las hostias dispensadas. Mediando fiambre, tras ser hecha la consulta, el propio Matute se apuntó al manguito. El ser hijo de Serio le daba aval bueno para ser admitido sin dudas, mas el joven queriendo ganarse el viaje se acercó a la mesa de don Paco tripulando la escoba. - Mucho ha, Sacro, mucho ha, compadre -dijo Matute antes de abrazarseMe ha dicho tu papa que eras general en un barco geriatra. - Casi. Por ahora sólo soy adelantado de cureñas. - Me alegro. - O sea, que tú eres el Matute -sin llegar a ser tono de entrevista Portento lo


pretendía- Si es para bien ése soy yo. Yo soy su hombre. Ahora, si para mal… soy el hijo del dueño. - Para bien, por supuesto. - Pues venga, aquí estoy. Me ha dicho mi padre que necesitan estrella del cante para alegrarles las travesías. - Sí. - Yo, antes de seguir, quiero hacerle saber que aquí en la comarca bien me conocen. Saben que canto cómo los ángeles aunque no sea un Barquichuela. … Ni un ángel estrictamente. De no creerme pregúntele a Sacromonte… Mejor no pregunte y confíe en mi palabra. ¿Es verdad que necesitan artistas allende el mar? - Nosotros en particular buscamos musiqueros que amenicen los momentos de asueto y aterroricen al contrario si se precisa. - ¿Y descansan mucho? Lo digo porque yo en el apartado de amenizar, cómo toda persona, tengo algunos incondicionales y muchos detractores, ahora, eso sí, a la segunda cosa que ha dicho soy incuestionable. Hasta mi padre reconoce que a malo no hay quien me gane en lo mío cuando me pongo. - Contratado estás. - ¿Sin hablar de dineros, pagas y vacaciones? - Que te baste saber que tendrás un día libre a la semana y una parte. - ¡Dónde firmo! - Ya firmarás. Se rubrica embarcado y sin amarras. Entre alegrías y humos estuvieron hasta las siete, que fue cuando tomaron sitio en la trastienda para tentar a los aspirantes. Buenos eran,


noblotes, aun bobos y delincuentes menores. El año había sido malísimo por sieso y las piedras no hacían caldo, daba igual si Portento les hablaba de olas como montañas y tiburones con tres filas de dientes ¡Los peligros del mar! Sembrada de miserias su vida les daba igual ocho que ochenta ¡Ni contar sabían! ¡Y menos nadar! - Papa, ve pensando en apurar el vaso porque mama nos mata. Vamos pa casa que se hace tarde. ¿Qué hora tienes, Portento? - No sé. Tu padre hace un par de horas me birló el reloj. - ¡Papa! - Era por probarme, Jesusín. Ja me muera que lo iba a devolver. - ¡Qué gracia tiene mi papa! - ¡Y lástima de dedos enroscados! Al salir al principal lo encontraron casi vacío. Los parroquianos recibieron chivatazo y marcharon al muelle a esperar al Chanchadas para evitar más destrozos. Con un hasta mañana se despidieron de Matute, y con un hasta pronto de Serio, pero, para sorpresa de todos, se convirtió en un hasta nunca al aparecer entre las jambas el Chanchadas enarbolando dos santabárbaras. Y tiró a matar el cabrón. Con una dejó seco al tabernero, y con la otra, pese a su arte, al padre de Sacromonte; huérfanos quedaron por verbigracia del fulano, que al acto se disipó del sitio entre el humo de las deflagraciones. Y le corrieron. Y dispararon. Por callejas y callejones retumbaron las zancadas y los tiros, la suerte del malo tenía el gachó y por un pelo no pudieron echarle mano. Prietos llegaron al muelle, y teniendo preparada escampavía, saltó el Chanchadas al agua arropándose en la cobertura de fusilería que le hacían los compadres. Y arrancaron a la vela con rumbo La Carraca. Y entre risotadas, oculto en la distancia, porfió un: “¡Volví!”


A oír la risa del hombre llegó la gente de la taberna desde la otra punta del muelle. Y sin dudar, al referir entre jadeos y maldiciones lo ocurrido, se echaron a rellenar tres botes y en su persecución partieron. La bahía cruzaron ligeros para llegar a ver que el Chanchadas y los suyos se internaban en el caño de Santi Petri y daban borda a una galera. Era la Señora del Mar Muerto capitán Crespo Pisón; galera novísima de los astilleros de don Opulento, y quizá más por eso que por otra cosa siguieron bogando a intención fija. Al abarloar contra la nave el centinela se asomó, y aunque vio no pudo gritar nada porque el cuchillo que le lanzó Portento le atravesó la traquea. Y subiendo silenciosos hicieron la del dengue entre la guardia. Negro el entrepuente, negra la panza, en dos o tres compartimientos que entraron no encontraron al malaje aunque sí cierta resistencia. Se despertó la tropa con el forcejeo y se vieron obligados a replegarse en cubierta. Allí les sería más fácil contenerlos y esperar a Portento; que desapareció sin explicar. Donde fuese pronto se supo y desde el bote reía retirada, y a gritos, y maldiciendo la ignorancia, advirtió a los muchachos que la venganza estaba hecha. ¡Al agua! Al agua les aconsejó que se lanzasen pues aquello iba a explotar. Tal huevo que reventase desde dentro saltó el armazón del navío hecho astillas. Pero a María poco le importaba si quedó cacho grande o pequeño. Se había llevado al esposo una pendencia ajena y aquello dolía más. No lloraba, la rabia le llevaba a crispar las manos en alto y repetir las mil y una veces que pidió al marido que no se metiese en líos; que sin tardanza trajese los mandados. Mas nacido artista, y peinado, el condenado estaba más guapo de cuerpo presente que golfeando, y su arte, pese a muerto, era evidente. Y mejor no llorarlo. Llegado el turno de dar los pésames las mujeres de la Psiconauta se acercaron en bloque para expresar sus condolencias. Presa de un ataque de


nostalgia la viuda pasaba el anisete anunciando sus virtudes balsámicas, propiedades harto conocidas, que Úrsula y la hechicera supieron alabar. - Ea, pa la niña también su trago porque la vida viene amarga y conviene endulzarla pronto. Bebe niña, bebe, mira lo que traen los hombres. No te juntes con ellos. Mira el mío, va el bobo y se deja matar por uno al que llaman Dentellada. ¡No habría otro con nombre pior! - “El Chanchadas” -corrigió Patata aceptando la copitaMmmm... Está bueno el anisete, pero sigue gustándome más la ginebra. - Bebe despacio, niña -aconsejaba Úrsula- Dale al hígado reposo que trecho te queda para vieja a poco que te cuides. Y hablando de todo un poco, señora María, cómo ve usted eso de serle el hijo pirata. - Uy, yo de los negocios del crío nada sé. Yo sé que me le tienen hecho un señor. Es calco a su padre tal que a la edad; yo le conocí en la feria de Dos Hermanas, tenía tablero de naipes propio y no existían manos más rápidas. Qué tal se porta el hijo ¿Es compañero bueno o sigue siendo un holgazán? - Muy bien no le conocemos, la verdad -la ronda llegó a la hechicera- A su hijo más fácil me sería reconocerle por los ronquidos que por las palabras. - Sí. Igualico al padre tiene el arte en el dormir. - (Y muerto y todo le gana). - ... dice Úrsula. - El chico, sí es cierto que le veo ahora un airecillo al padre. Hecha María a la tragedia, más de una vez la Muerte o la Miseria, o ambas de la mano, habían llamado a su puerta y sin ser invitadas tomaron plato. Vestida de luto al nacer, que nació de madre muerta, la mujer poseía también ese don mistérico del trato negro, y sintiendo el frío de un espectro, temió tener de vuelta tan pronto al marido, mas por fortuna era


Genoveva, que intrigada todavía por las runas volvía a cuajarse al oler noche de camisones. - ¡Bendito sea el puchero, doña Genoveva! -María sintió la presencia con los primeros vapores- ¡La de años sin verla! Yo la hacía con los Santos. - No hija, aún no. Aunque méritos intento hacer. - ¿Quiere una copa? -al mando de la botella la hechicera ofertaba quimeraYo le hacía fiel a su costumbre; no contaba con usted hoy. - He pensado que quizá, si la chiquilla me escupe, en el vaporizado algo quede y sienta. Y que tanta hembra decente junta no he visto en décadas. Anís, ginebra y jerez trasegó María para olvidar las penas en compañía de las mujeres. Ron, groj y cazalla tomó con los hombres. Y quedando sola bebió aguardiente de bellota. Bebía y bebía como los peces de la canción. Borracha del todo se la encontró el capitán Verrugo, acostada en la caja con el marido justo cuando el reloj marcaba las doce y toda la bahía era fiesta. La mujer farfullaba incoherencias, aludía a deberes y obligaciones, a honores contraídos en antiguas mercerías, a palabras y juramentos hechos en vida. Lloriqueaba María que el marido requería entierro digno, y que mínimo, sería poner a disposición del sepelio la Psiconauta. Catafalco se rogaba fuese la nave, y habiendo sido, y que a una mujer que se aferra al esposo tieso no se le niega antojo, se dispuso todo para que a mediodía de ese día 1 se realizasen las exequias. Pese a que se dijo que era deseo expreso del finado, la vulgar realidad era que a la viuda le hacía ilusión ir en barco a Tarifa. Llegados a la punta le daría igual dejar el cuerpo en su caja al vaivén de las olas, o lastrar con chatarra, o traer de vuelta para enterrar bajo La Pitarra. Borracha que seguía, a mediodía lloró se pusiese proa al punto; a la


ensenada de Valdevaqueros, porque siendo ella hija de Casas de Porros, aprovecharía el viaje para hacer visita y lamer penas junto a los abuelos. Familia directa serían la centena, y otra mitad se reuniría con deudos y amigos, el grupo más reducido, unos veinte o treinta, eran gentes que tenían intereses en distintos enclaves de la ruta y así se ahorraban el viaje. A las doscientas cincuenta almas llegaba la Psiconauta cuando hizo alto en el puerto de Cádiz para recoger los restos de Serio y a sus dolientes. A cupo lleno se diría entonces que llegaron a los trescientos o cuatrocientos. Y sin exagerar. Había gente por todas partes. Siendo el capitán Verrugo del carácter que era decidió encerrarse en su camarote para no asesinar a nadie. Y al primero a sí mismo. Frente al espejo se echó las manos al cuello e intentó estrangularse. Visto que a lo más que llegaba era a amoratar, pensó cortarse la lengua para no repetir jamás. Nunca volvería a poner la Psiconauta a disposición del gentío. - Toc, toc. - ¡Quién fife! -pretendió Verrugo rugir sin dejar los alicates- Aquí no se puede entrar. Largo… Fueda. - Soy Patata, capitán. - Ah, fasa. Fasa rápido que se cuelan. Precisamente Patata llamó porque quince o veinte mocosos hacían cola para mirar por el ojo de la cerradura; dos vivos montaron barraca y a la puerta tenían el tinglado. En la sentina, que también buscó tranquilidad el capitán, halló a tres, y en la cofa, por probar, encontró sólo a uno aunque haciendo sus necesidades. Indignado, Verrugo estuvo por dejarlo caer desde arriba, pero habiendo testigos y familia al aparejo, en cubierta, al timón ¡Y en la bodega! optó por


meterse maldiciendo en su ataúd aun a sabiendas que le largarían sus hombres a la primera oportunidad; que hicieron. Con intención de echar la siesta quedó flotando Verrugo a la altura del cabo de Trafalgar; ya darían con él al dejar balizado. Y durmió. O lo intentó. La mar cierto que rizaba golpazos y muy difícil se le hacía coger postura. Además, imposible conciliar nada con dos bultos a los pies incordiando. Achacando al escorzo el insomnio abrió la tapa, la parte superior porque era féretro bueno, y a la luz del sol descubrió a dos mocosos que se habían metido de polizones al sarcófago. Y eso no ¡Por la china de un zapato! No. No le iban a arruinar el molde hecho a la pluma. Abrió también los pies para proceder al desembarco, cuando reconoció por el muñón que el dúo era de la casa. Rastrojo y Herejía. Superada la claustrofobia de navegar en caja, rápido pidieron los chicos sitio para estirar las piernas. -Así que usted es el capitán Verrugo -Rastrojo operó cómo nuevo- Mucho nos han dicho de usted. - Mucho, mucho -se seguían la corriente los chicos- Por decir nos han dicho que su nombre es Verrugo, y que lo de “capitán” es sólo título. - Y los apellidos no os digo yo mismo porque no me habéis dicho vosotros vuestro nombre tampoco. - Él es Herejía y yo soy Rastrojo. - En ese caso yo sigo siendo para vosotros el capitán Verrugo; que no me decís nada nuevo. - Rastrojo se llama Miguel, y yo Luís Felipe. - Con eso llego a capi Verrugo. - Más no podemos dar porque a él le crió su tío el panadero. Y a mí las inclemencias del monte me han tutelado. - No es lo que tengo entendido. Unos pajaritos me han soplado que sois hijos de la señora que acompañáis. La joven.


- Si acaso Herejía -rió a voces el secreto Rastrojo- A él sí le pone ojos de madre cuando le cura las mataduras; a mí se me hacen de ángel pues sé que soy hijo de La Coja. - Y la otra mujer... ¿Úrsula? -entraba por fin en materia Verrugo- Tendrá maromo... vamos, que estará casada y tendrá marido, ¿o no? - ¿Y usted es el capitán? -al vuelo leyó Herejía las intenciones- Yo imaginaba que los capitanes de barco tendrían suficiente arrojo para declarar su amor a las damas. O ser en su defecto más astutos. No pensaba que intrigasen con chiquillos, ¡Peor!, peor que muchachos, que somos, y le hemos pillado. - ¡Por la boca un mero, qué lengua! -rió Verrugo- ¡Qué perspicacia la vuestra! - Seremos críos -seguiría Rastrojo también cualquier corriente del amigopero no lerdos. Continúa Herejía que estoy contigo. - Sí. Es igual que lo de la isla. - Qué pasa con la isla. - Eso -no daba redondez a sus palabras el chico- Qué pasa con la isla. Está el tesoro en la isla o la isla es el tesoro. - Sigue Herejía, sigue que estoy contigo. - Qué pasa con el tesoro y la isla. ¿No habéis tenido bastante intentando sacar una parte extra por la cara? aunque veía buenas intenciones no aprobaba las formas Verrugo- Apenas conocéis nada del tesoro, ¡Del capitán Caimán! para venir a poner pegas a mi plan magistral. ¿Queréis saber acaso lo que ansío realmente yo del tesoro? - Sí, y piense que aunque sea crío, Rastrojo me sigue y es muy listo. Y a los dos no nos la dará. Sabremos si nos dice la verdad. - Y no lo dudo porque os tengo por alcatraces.


Yo sólo quiero cuatro brazas de tierra. El olvido que tiene el tesoro lo quiero para mí. El emplazamiento. Estoy muerto. Y considero que no habrá lugar más tranquilo que el que eligió el maestro para esconder el botín de sus campañas. Una vez sacado a la luz, nadie volverá al lugar. - Que está muerto me lo creo pues por frío cala -dijo Herejía retrayendo las rodillas- pero el trajín que se traen con el tesoro y la isla me sigue sin quedar claro. - Toma, así acontece con los grandes misterios y tesoros. Se avistó en ese momento un velero, y visto desde abajo, desde dentro del ataúd, a los muchachos les pareció ballena azul. A ras de mar era enorme. Las velas se diría rasgaban el cielo y su casco era continente. Inmenso. Pasó tan cerca el navío que hizo zozobrar el pequeño ataúd, mas con instrucciones precisas iría la marinería y al vigía el féretro le parecería tronco a la deriva. Y no merecería el grito. Era La Roda capitán Bichomalo que a embocar la bahía de Cádiz marcaba intenciones. La Roda, aunque no hilando de primera, algunas bordadas buenas enhebró para tomar la bocana. Venía el viento de tierra. Casi una hora y tres cuartos estuvo la embarcación dando vueltas hasta que agarró un aire decente y entró derecha. Bichomalo, creyendo que los corrillos del puerto no tendrían cosa más interesante que comentar su maniobra, se quitó el sombrero y mano en alto saludaba a la muchedumbre. Ignoraba lo sucedido hasta que habló con el práctico, y aunque lengua trapo, pudo, además de amarrar el barco, contar la batalla ¡porque acto de guerra se dijo ser! Alguien, embozado en los cohetes y la borrachera nocturna colectiva, se coló en la rada e hizo saltar por los aires varios barcos. Eran malos tiempos. Revueltos. La milicia tomaba los muelles y hacía preguntas. A todo navío que atracaba se le incomunicaba al personal hasta


realizar un control exhaustivo. En precarios almacenes se estancaba a la marinería, llevando a los oficiales, en deferencia, a los cómodos salones de la comandancia. En compañía de oficialidad podría degustar una copita de xerry. Pero Bichomalo no pisó, no llegó a desembarcar, puesto el puente al muelle, y tocados los silbatos y esas gaitas, se disponía a bajar a tierra cuando tomó al asalto la pasarela un grupo de unos diez u doce mugrientos desarrapados que dijeron ser los supervivientes de la explosión nocturna. Intentaron, acreditándose en misión secreta, llevarse el barco por las buenas, mas oponiéndose el capitán Bichomalo al proyecto se le abalanzaron varios hombres para inmovilizarlo. Viendo la tripulación que el peor de los males que había conocido tenía un mal momento, aprovecharon para cambiar de bando por la cuenta que les traía. Si el amo nuevo era más malo que el viejo, mejor hacer migas pronto con él. Y se vendieron. Se recogieron amarras y se desasieron de la dársena. El que resultó ser el jefe no era otro que el Chanchadas, y a él se intentó vender Flojo Laxo cuando fue delatado como segundo de a bordo. Por desgracia, o suerte, el vengativo Chanchadas tenía en Bermejo su mano derecha. Amarrados al mayor, quedaron el capitán y Laxo como espectadores para el macabro espectáculo. Se salía de la bahía cuando viró La Roda e hizo alto frente a un solitario cañaveral de la playa de Levante. Y se bombardeó lo que hubiese detrás, que bien se sabía. Más de una hora con total impunidad martilleó la artillería el asentamiento de los gitanos, y no estuvo más porque se dejó ver una fragata de reconocimiento al oler a ensañamiento tanta pólvora. Teniendo muchas cosas que explicar, y no apeteciéndole nada, o por tener mala coartada, el Chanchadas pidió trapo y se arrancó del sitio sin más dilación. Abrieron velas. Se echaron al Atlántico y aprovechando el buen momento del viento


se perdieron entre las nubes bajas del horizonte. No sabiendo muy bien qué rumbo poner marcaron parejos a la costa. Y mientras decidía el destino la soldadesca el barco iba solo. Bien domados por Bichomalo, ahora tenía en sus manos el Chanchadas una tripulación ejemplar. Daba gusto ver hacer, aun en penumbras, que se iba el día y llegaba la noche, se faenaba en las alturas con rigor y eficacia. Sin llegar a concordar plan los nuevos amos se encerraron en el camarote del capitán y pidieron cartas de vinos y mares para ver si así, con los vapores, hallaban cuadratura, mas lo que halló alguno fue la muerte a manos del Chanchadas por contravenir sus ideas. A piñón fijo se puso y se salió con la suya. Era nombrado capitán de la rebautizada Quemarropa, con rumbo Canarias y negocios libertarios. Y tras informar del destino retornó a su ahora camarote para desplomarse y dormir la mona. Él y los suyos durmieron. Nadie más. No habiendo dado orden de abandonar los puestos la marinería se abrigó para soportar la travesía nocturna. E hizo malo. Por momentos se puso la mar gruesa. Y para más fastidio Bichomalo lograba superar la mordaza y a tiro de sus vocablos envenenados quedaban. Les puso de vuelta y media por vendidos, y advirtió que en cuanto tuviese ocasión les haría desmembrar. Acusó a los nuevos patrones de aficionados, y dijo que de recuperase de esa fiebre intermitente que le molía, ahí iban a cambiar las cosas. Y tenía buena memoria. A ratos le oía la tripulación, pero de perderse sus maldiciones e improperios por las velas, el único que por próximo le escuchaba era Flojo, y harto estaba. Que si iba a matar. Que si iba a descuartizar u hacer la piel tiras con la navaja del barbero. Juró que no dejaría con vida parientes ni amigos. Ni ganado. Ni casa solariega o papel en registro. De librarse de sus ataduras Bichomalo aseguró que sería pandemónium, haría olvidar al mundo la existencia de aquella turba que le tuvo sometido. Y de la chusma portuaria que les


ofrecía cobijo con su trabajo también daría cuenta. Hubo motín y sabrían del dolo de la pena. - ¡Cállese! ¡Cállese ya, por los suspiros del Gólgota, qué hombre! protestaba Flojo Laxo su condena forzada- No ve que no hacen caso. Que por ahora no le escuchan. - Sí me oyen, sí -bajó Bichomalo el tono para decirlo- Yo sé que me oyen y eso me vale. Cuanta más condena sepan que se echan, mejor, más miedo tendrán. - Y qué conseguirá con eso. Nada. Bueno, lo más probable es que a usted solito le dé un soponcio o que alguno de estos desgraciados, por puro hastío de oírle, de un mal cacharrazo le deje en el sitio. En ambos supuestos carne de lamprea. - Flojo, no me jodas, no digas eso, que con lo de la Psiconauta ibas acertando. -Por eso digo. No tiente a la Suerte, jefe, no les toque los cojones esta noche porque se les ve nerviosos. - Nerviosos... no. No, Flojo, no. Estos bastardos, la verdad, son cojonudos. ¡Nunca tuve mejor tripulación! - ¿Nunca? - Nunca. Y no me mires con esa cara porque se me han hundido varios barcos y aquí estoy. Y te adelanto, además, que nunca tendré otra igual. De aquí a Canarias al mundo le dará tiempo de dar varias vueltas según me cuentas ¡¿No tendremos nosotros ocasión para voltear una simple tortilla?! Seguro. Fíate de mí que de peores sitios he salido. Y entrado. - ¿Y si no le dan oportunidad? - Fabricándome una estoy por si acaso -y prosiguiendo en tono confidenteConseguí esconderme en la mano una pequeña lima con usos para arreglar padrastros; y ahí le hurgo, aunque, sincero, no sé si me estoy cortando los


calzones o le acierto a la soga. - ¡Ah! Por eso ha dado de tiempo hasta Canarias ¡qué astuto! En unos días calcula que lo tendrá. - De no soltarnos ellos antes, exacto. - Hagamos una cosa, yo intento dar un coscorrón mientras usted en silencio sigue con lo suyo. - Lo siento pero de vez en cuando he de gritar, armar jaleo, para justificar que estoy despierto. - Bueno, pero por favor cambie el repertorio y deje las atrocidades. Todos tenemos límites. - Sí, sí, sí… (Sí, ya te daré también a ti). Con el nuevo día veían África. La mar, por buena, era aburrida y contemplar la estampa entretuvo el desayuno de los hombres. Aún dormía el nuevo capitán y la oficialidad, pero por puro adiestramiento la marinería volvía a sus quehaceres. Era un orgullo para Bichomalo verlos faenar. ¡Qué buen barco si tuviese buen patrón! pensaba Bichomalo, que sin apenas dormir, y sin hacer ruido, sólo el ris que te ris de la limita, intentaba con invectivas, y a escupitajos, despertar a Flojo. Mas éste por molestar, que a él mal se le dejó dormir, fingió las de Morfeo entre las sogas. Flojo Laxo echó la cabeza a un lado y siguió simulando que dormía. Serían las dos de la tarde cuando con una bofetada le despertaron. Había acabado durmiéndose del todo por lo agustito que iba al sol, arropado por la maroma de pies a cuello, y pudiendo poco más hacer, era previsible. Bichomalo reía aunque no se sabía el motivo si también llevaba la cara roja. Y eso que el autor de las tortas era el Chanchadas; lleno de legañas no le parecía comportamiento adecuado que unos prisioneros durmiesen en la tortura. Y más que él. Desde ese momento colocaron un hombre próximo a ellos, para que de cuando en cuando, les diese un sopapo o les hiciese cualquier perrería. El


caso era que sufrieran. Le pusieron al tanto al nuevo capitán de a quién había usurpado el rango, y riendo el nombre, procedencia e historial, tildó de fiasco a Bichomalo. De hecho él no le conocía. Ni sus allegados. Entre los seis que quedaron decían conocer al setenta y cinco por ciento del nomenclátor delictivo mediterráneo, y de los grandes, que en todos los puertos se conocen, al cien por cien. Rui Bichomalo era un bluf. Un falsario. Un recién llegado al arte de vivir del sable. - Perdone jefe, pero le ha encalado el mausoleo. - Vale, Flojo, vale. No hagas escarnio porque aún no he dicho mi última palabra. - ¡Plis, Plas! -obró el custodio que habían dejado- ¡Silencio! - A ti te voy a cortar las manos -dijo Bichomalo con la arrogancia del vencido- después los pies, y para acabar, para dejarte guapo, los ojos y la lengua te sacaré. - ¡Plis, plas! - ¡Ah! Y a tu familia también. - No meta a la familia que yo hago lo que me mandan; soy un debido. - Pues parece que te gusta tu trabajo. - Trabajo es. Lo mismo me daría estar a la bomba de achique que rascando la cubierta; trabajo. - Seguro, pero pocas veces te habrán mandado dar a criterio propio hostias a tu antiguo patrón. - La verdad que nunca. Y disfruto, todo sea dicho. - Ves. No me va a quedar más remedio que abrirte cual cerdo cuando salga de aquí. - ¡Plis, plas! Entonces no me ande tocando los huevos porque todavía ni sale. Dicho esto el guardia se acercó a la barrica de agua y tomó varios sorbos


del cazo. A rebosar de babas lo ofreció a los amarrados, que rehusaron. - Yo creo que casi le tiene -ironizaba Flojo- Sí. De un momento a otro cortaré la soga y me pedirá perdón. - Yo más bien diría que lo que se va a cortar aquí es su garganta, y la mía, si no logro que se calle. Por favor, deje correr. Confíe en usted mismo y no ponga nuestro caso en otras manos. Si dice que anda cortando acabe de cortar; pero en silencio. No le pasó inadvertida la charleta que se traían al Chanchadas, y yendo el barco solo, no necesitando al capitán, se dirigió éste a ejercer de tal, de león que ruge los dominios para que no se levanten las hienas. La marinería, pese a ir faenando, con el rabillo del ojo no perdía comba, en platea servían espectáculo y se murmuraba calderoniano. - Tú, tú qué ¿Tú pides a gritos que te reviente la cabeza? -dijo el Chanchadas apoyándose en la borda- Siendo más falso que un doblón de madera no sé cómo te las has arreglado para hacerte con esta bañera y reclutar tan mediocre tripulación. Con tu dinero, seguro, y lo más probable que heredado. Te has metido a un oficio para el que no vales, maharón. No ves que para mandar un barco hay que haber nacido. Y tener muy mala sangre. ¡Ser el puto amo! - Discrepo -objetó Bichomalo altivo- Tú, dale dos buenas hostias porque aún no había acabado. - ¡Plis, plas! - Plisplás, salao, éstas no te las voy a tener en cuenta porque estabas obligado; pero que sepas que aún así sigues en mi lista negra. - Tienes redaños, amigo -le sorprendía al Chanchadas el arrojo del hombreGuasón, pendenciero y porfiador, pese a ir amarrado y llevar en los bolsillos todos los boletos para un viaje al Infierno. - Y usted es un pésimo capitán, perdone que lo diga -más que arrojo era


insolencia lo de Bichomalo- Vaya capitán de mierda que está hecho que no supervisa el trabajo de sus hombres. - ¡Cómo! - Vergüenza me daría a mí el haber mandado dar dos buenas hostias y que se diesen dos tortitas. No me ha hecho daño. Iracundo, pues por el ruido quiso creer que eran buenas, el Chanchadas desenvainó el sable para ensartar de parte a parte al bautizado, efímero, Plisplás. Al salirle la estocada desprendida y sucia el hombre tardó en morir. Estuvo retorciéndose en el suelo, y manchando la cubierta, hasta que desangrado acabó por expirar. Bichomalo no movió una ceja, pero una vez hubo expelido el otro el último hálito, escupió sin ganas un lapo saliboso de desdén. - Hala, a mamarla con Satanás -dijo Bichomalo- No cante victoria porque ahora le voy a poner otro custodio. Y seguro que del primer revés le va a dejar la cara mirando para Sebastopol. - E igualmente diré que fue flojo. - (Oiga, a mí no me meta). - En ese caso espetón también a ese desgraciado y pondré otro -gritó el Chanchadas para las gavias- Tarde o temprano encontraré alguno que le salte las muelas. - Y diré entonces que las tenía huecas. No me va a sacar un ay; se lo adelanto. Y por farruco se va a quedar sin tripulación. - Prepárese porque en ese caso seré yo mismo quien le atice. - ¿Y tendrá fuerza, valor y honor, para clavarse su propia espada después? Dé por seguro que diré lo mismo, que no duele. Por probar nada perdía el Chanchadas, le dio soberbio puñetazo, que más valía que sobrase a que faltara, y esperó la reacción.


Bichomalo en plan camélido se relamió la sangre que le escapó del labio. - ¿Y a esto le llama usted una buena hostia? Chanchadas, el capitán Chanchadas rió el desplante y ordenó que no se les diese de comer ni beber hasta nueva orden. No pudiendo ir a ninguna parte, a la tarde, o a la noche, daría nuevo repaso, ahora tenía intención de mirar unos papeles y unas cartas de navegación. Y voló. Corrió a su camarote para poder aullar y entablillarse la mano. Oyéndose el alarido en todo el barco Bichomalo dio por buena la hombrada y cedió al vahído. Grogui que le dejase, por puro despecho aguantó. Y así estuvo hasta el anochecer, que reapareció el Chanchadas envuelto en una trenca. Debía haber hablado el sujeto con sus hombres, y de lo que se dijese quedó que era muy malo para ellos que el antiguo capitán, aun atado y sometido a suplicio, siguiese considerándose el legítimo patrón. Malo. Mal ejemplo si del primero de a bordo no conseguían ductilidad. De hecho, quizá aunque fuese hipocondría, empezó la gente del Chanchadas a creer percibir malas miradas. Habiéndoles salido redondo el cambio de negocio, no estaban dispuestos a permitir siquiera el pensamiento peregrino de un golpe de mano. Matando a Bichomalo cercenarían por algún tiempo la revuelta, pero tarde o temprano volvería a brotar de la boca de otro, lo más seguro era quebrar la voluntad del antiguo capitán para que viesen todos que en la Quemarropa no quedaba más que una voz. - A ver tú, despiértale. - Plis, plas…. Plus. - Uy, uy, uy. Mal empiezas tú conmigo, amigo -miró Bichomalo torvoÉstas te las voy a tomar por mal modo de despertarme. Pero toma nota. - Dale otro par que vengo con prisa. Que se calle. - Plis, plas… plus. - Vaya, te la has buscado. Te va a costar una oreja la bofetada extra,


Hermoso. - Córtale tú una -ordenó el Chanchadas dando por finalizada la visita- y si replica le arrancas la otra oreja y le cercenas la nariz. De ahora en adelante vamos a jugar a su juego pero yendo un paso por delante. Sangró y chilló Bichomalo como un cochino, mas no articulo palabra que pudiese ser tenida por tal. Ni el ay. Uys muchos, pero lo más fueron a ó u. Bichomalo, robados hace tiempo los galones, intentaba con su aguante refrendarse capitán. Y algunos hasta le veían. Limpia la cubierta de oficiales se relajó la guardia por puro cansancio. Sin haberlo pactado hubo un alto y hasta el angelico que les cuidaba, que a falta de mejor atributo un rancho de setas le distinguía la napia, tomó respaldo en unas cajas y se preparó una pipa. Pensaba el hombre. - Digo yo -quiso el Hermoso que pareciese reflexión profunda, y para tal, espació con una bocanada de mal tabaco su discurso- que si lo que pretende es hacerse matar va en camino. Todo recto lo conseguirá. Ahora bien, pensando zorro, puede que busque... mmm... No, no sé. No me sale nada que justifique su comportamiento. Lo que me extraña es que tarden tanto en matarle ¿Sabe usted por casualidad el motivo? - A ti te lo voy a decir para que les vayas con el cuento. - Un respeto -se sintió ofendido el hombre- ¡No me falte, caballero! Despertar me dijeron y le desperté. Y otro par para que se callase que también se pidió. Soy muy quisquilloso. Soy un profesional. Y sé recibir una orden. Y ejecutarla. - Una oreja he dicho y será. - Fueron dos sopapos extra -apuntó Flojo Laxo pues atado del lado del


corte chorreaba sangre ajena- Dijo bien claro oreja por hostia; talión particular. E imagino que si se valora lo que es perder una oreja propia, no merecerá otra cosa salvo que le saque las tripas. - ¡Uy, Flojo, qué te ha pasado! -se sorprendió Bichomalo- Estás irreconocible, hijo. - ¡Ya está bien, jefe, ya está bien! Ni duermo, ni como, ni bebo. Y maldita la gracia que me hace estar amarrado al palo mayor con usted. Y además de llevarme a ratos tardíos un gorrazo, ahora se me desangra encima. Y me está dando mucho asco. No aguanto más. Por Dios ¿no podría dejar de sangrar? ¿No podrías, Hermoso, darle unas puntadas y ponerle una venda? - Si se deja... - Venga, que se dejará, tráete el maletín del físico. El Hermoso sería de los pocos a los que no se encomendase zurcir velas, con mala vista y peor pulso, dio la primera puntada del lóbulo de la oreja a la aleta de la nariz, e intuyendo que quedaría la expresión a encía vista decidió repetir el punto. Acerico le dejó las mejillas a Bichomalo, asaeteado de viruela que nunca tuvo, los diez puntos que echó fueron de lo más sufridos. Cuando acabó la hinchazón era notable, mas no quejó el capitán porque se suponía que en caliente no dolía. Falso. Horrores. Ni que fuese lanceta de reparar artes sintió. Mas no dijo nada hasta que el remendero, con cautela y celo, acercó su cara a la cabeza de Bichomalo para cortar a diente el hilo. - Corta, no temas, que no soy perro que no sepa agradecer. No me revolveré. - También llevaría las de perder, le aviso. Sería la última que hiciese. Con el primer demonio que encontrase por aquí rodando le despachurraría los sesos a usted y al compinche.


Al cuarto o quinto día de ir atados y en tratamiento de palos estaban reventados. Lo más seguro que fuese la propia maroma que les ligaba al mayor lo que sujetase sus vísceras. Daban pena. Las cabezas, que era lo visible, estaban irreconocibles por los chichones y brechas. Monstruos. Aplicándose al principio el Chanchadas en persona, acabó, cansado, delegando en los subalternos, y estos, a su vez, aburridos, cedieron a la marinería, que fría y minimizada ejecutaba lo que ordenaban los jefes. Pero en pie seguía el hombre, el capitán Rui Bichomalo, al menos por ir atado; aunque fácil que no llegase a la noche siguiente, vamos, incluso la que estaba malviviendo podría dar fecha de cierre a la lápida. No valían los cuidados del Hermoso, ni los desvelos de varios más que simpatizando acabaron por recalar del lado de su antiguo capitán. Pero pocos. Veletas y cagados que eran la mayoría, por pura vileza no harían nada para cambiar lo establecido. Y pocas palizas más podrían soportar. - Capitán, capitán -otro al que bautizaron Rana venía con más cuentos- He sondeado a la gente de cocina y dice que si usted da el primer paso ellos le secundan. Vamos, su postre favorito dejarían hecho por si triunfa. - Cuántos somos, Flojo. ... Flojo… ¿Flojo? - Inconsciente, capitán -informó el Hermoso- Desde la última paliza no abre los ojos; pero siente porque parpadea si le pincho. - Bueno, pues alguno que lleve la cuenta que me diga. - Nosotros seremos unos diez. Que les dé igual quien mande unos cincuenta. Y ellos seis y dieciséis simpatizantes. - ¿De ellos o de su filosofía? - Del vino que reparten.


- Apúntalos a mi causa y dame nuevo estadillo. - Ellos son seis, y si usted da el primer paso, le insisto, el barco o le aguarda o le secunda. - Suéltame entonces y dame una espada. No, mejor dadme dos que son seis. Y vuelta el problema a la cubierta al no cumplirse la premisa. El paso. De no darlo nadie lo daría por él. Así que por mucho que implorase para que le cortasen la soga no iba a conseguir nada. Y lo sabía. Ris, ris que te ris, estaba en ello. Y aunque empeñado a la limita, poco le cundía el trabajo. Nada le iba a cundir de ahora en adelante al rompérsele el artefacto por la fricción. Ahí sí lloró, pero de rabia. Maldijo su sombra y la de todos los vendedores ambulantes de recortauñas y similares. Y juró que si algún día se echaba a la cara alguno, le reclamaría como nunca antes le habría quejado nadie. - ¡Pa lo que hemos quedado, Ruí, pa lo que hemos quedado! -Bichomalo se hablaba por pura desesperación- Ponemos todas nuestras esperanzas en una mísera lima, confiamos nuestra vida a un nimio artilugio que debería sentirse orgulloso por haber pensado en él como recurso, y va el puerco y se parte. Mal va el mundo, sí. Mal. Muy mal. Señor, yo nunca te he pedido nada... - ... agg... ahh... Corte, jefe, pero en silencio. Siga cortando pero no rece; que asusta. - ¡Quién dice que esté rezando! Cojones tendría que la posible última noche de mi vida, que me siento no llegar a mañana, tuviese que callar. ¡No faltaría más! Pues sí, tuvo que callar. O al menos su parlamento quedó silenciado al


gritarse desde la cofa, y muy nervioso, la presencia de una luz lejana que había cogido la estela del Quemarropa, y efectuadas las maniobras correspondientes para comprobar, en los derroteros que se probó, demostró el navío que les seguía que alidaba el bauprés a su popa. ¡¡Zafarrancho!! Doblando la campana salieron en tandas los hombres por las escotillas pertrechándose para la brega; aunque lo primero que se intentaría sería perderlo. Se abrió todo el trapo y se confió en una pradera de nubes que ocultarían en breve la Luna, y teniendo a tiro de la mañana Alegranza, Montaña Clara y Graciosa, considerarían sencillo dar esquinazo. Los hombres del Chanchadas, con él a la cabeza, reían su astucia y lo cerca que sabían la guarida de unos compadres, amigos de refriegas, que en los papeles les marcaron la Isla de Lobos como punto de reunión; que supiese el Chanchadas se armaba escuadra mercenaria de las de sin bandera ni color, a lo que saliese. Y llevando barco propio la parte del armador consideraban de no arriesgar. Los primeros rayos del día llegaron pasado Alegranza, casi a la altura de Montaña Clara, y tras ellos no hubo señales del barco perseguidor. Astuto, y yendo primero, el Chanchadas ordenó que se tomasen las islas por sotavento al ser ruta más directa y segura. En un par de bordadas dejaron Graciosa y pasaron de la Punta del Palo que pertenecía a Lanzarote. Y se sintieron a salvo. Después de Punta de Tierra Negra, Lobos. Ya veían la isla. Seguros de seguir la aventura brindaron los adláteres del Chanchadas por la salud del capitán, y como a rey muerto capitán puesto, se tocó silbo de reunión para dar ejemplo colectivo de sino y poder. Lo que no se dobla, se quiebra. Rehén y excapitán, Bichomalo ahora era lastre. Mal compañero de viaje, allá dónde iban no verían con buenos ojos el que el hombre les hubiese plantado cara y encima saliese ganador del envite. O que en ello estuviese.


Un ay necesitaban. Uno. Luego si se quería morir que se muriese, pero trabajo fino, oriental, estaban dispuestos a aplicar para extraer la confesión de un grito. De un ay. Se hizo formar a la tripulación en cubierta al ser para ellos la función, para ellos y para Bichomalo y Flojo Laxo; que además de espectadores serían actores y tramoya. Sobre ellos lloverían los palos. Y no sólo golpes, Bermejo, exmatarife de La Santa, se ocuparía del caso y a mano dejó el instrumental del barbero. Y ni por ésas. Flojo, al quedar ausente, no sintió ni padeció, pero el pobre Bichomalo, ris que te ris con las uñas, se aferró a la quijotada, y pese a ir arrancándole los dientes, los que le quedaban seguía mostrando para esbozar lo que sería una mellada sonrisa. Pero ni un ay. - ¿Acaso piensas que no te puedo sacar un ay? -hablaba al cautivo y a platea el Chanchadas- No me desafíes. Gime. Gime en alto. Bien alto, que te oigan, y si quieres te mueres porque no te lo voy a impedir, de no, de no gemir... ¡Ay, de no gemir! - ¿Me lo puede repetir? -incombustible se extinguía Bichomalo- Sácale otra muela, Bermejo. - No quedan. Le puedo saltar un ojo que es de lo más decentito que tiene. - No. Déjale el ojo que siempre saco alguno y en esta travesía espero no repetirme. Sí. Métele un puñado de jalapeños en la boca y no le dejes escupir hasta que te diga. Amigos -ahora se refería a los suyos- Vamos a adecentarnos para el almirantazgo, vayamos a mi camarote y cambiémonos de ropas, y por qué no ¡qué puñetas! nos metemos un copazo porque ahora somos oficiales. Vayamos todos.


Para evitar que escupiera, Bermejo le cosió los labios y puso mordaza. Bichomalo una vez empezó a trabajar la cayena sobre su lengua sintió arder la boca. Incinerársele el espíritu. El calor de los infiernos le recorrió el cuerpo hasta brotarle tres fogonazos por los ojos. Palabra. Por algún lado debería salir el fuego y salió. Humeando cayó el ojo a cubierta contraviniendo los deseos del capitán Chanchadas. A calzón quitado le llegó la noticia del nonagésimo desplante de Bichomalo. Exasperado con lo que consideraba una tomadura de pelo volvió a reaparecer medio desnudo en cubierta. Con el sable desenvainado e intenciones de hacer trocitos al porfiador. La tripulación seguía dónde se la ordenase, atenta al desenlace de tan anunciado drama. El Chanchadas ademanes de interpretarlo llevaba pues sin atender a ruegos ni voces se dirigió derecho al hombre, y además de levantar el sable, amartilló una pistola junto a la sien de Bichomalo. Y sonó a cañonazo. Que lo fue. Se desplomó la arboladura inundando la cubierta de trapo y desconcierto, una goleta que acababa de doblar desde barlovento la Punta del Papagayo era la autora de la acertada andanada. Viendo los forajidos al capitán inconsciente ordenaron retirada en forma de viraje, en redondo, pero ganada por parte de la otra goleta la salida a mar abierta, no vieron más amparo los hombres que buscar cobijo entre sus antiguos jefes si podían; en Arrecife. Los castillos de San Gabriel y San José les darían cuartel, pues tras ellos, obvio que sabían ahora, quien les perseguía era la Psiconauta. Y teniendo precio la quilla, si era apresada el indulto podría ser la recompensa. Volaron sobre las aguas aunque no les sirvió de nada. Otra descarga les alcanzó la amura de estribor e hizo saltar por los aires parte de la cubierta al acertarle a los cajones de pólvora que servían las baterías. Tocados que iban, pasada Punta Montañosa se colocó la Psiconauta a la vera de la línea dañada e informó con altavoz que se diese la nave por presa. De virar o izar


gallardete de aviso a las fortificaciones reventarían el barco sin mediar más tontería. Y se tuvo por cierto. Dando borda de consorte cruzaron ante los castillos. A la par fueron hasta el Roque del Infierno, dónde ordenaron echar el ancla al quedar la mar plana y ser lugar discreto. Allí ajustarían cuentas. Una brigada de asalto cruzó la borda y tomó los puntos estratégicos del Quemarropa, mientras, un segundo grupo inspeccionaba la bodega y carga, y hasta un tercero, ¡que estaban organizados!, hacía leva de voluntarios al tiempo que identificaba a los culpables. En nada junto al Chanchadas se reunían sus hombres, a los pies de Bichomalo, que aparentemente ajeno al combate y posterior capitulación, seguía a lo suyo, ris que te ris, en cortar la amarra de su primer paso se obstinaba. No escuchó el juicio ni la condena. Porque se les juzgó. Sí. A él no, que de aporreado no sería reconocido y se le tuvo por convidado de piedra, aunque sumarísimo, se hizo juicio a la gente del Chanchadas y se la encontró culpable. Y se disponían a colgarlos en el sitio cuando por fin consiguió librarse Bichomalo de sus ataduras ante el asombro general. Y dio un paso. Y luego otro. Y aunque tambaleándose dio dos más, entonces levantó el sable que hasta ahí había ido arrastrando, y le metió al Chanchadas el acero hasta el puño. Cansino que le resultó dar descabello en su estado, todavía tuvo fuerzas para intentar algo más, buscaba al Hermoso, y cuando lo localizó, hacia él se dirigió. Ebrio de palabra, exigió el capitán Bichomalo a su gente, tras descoserse los labios, que repeliese el abordaje o por sus muertos que cuando despertase, pues ahora le volvían a moler las fiebres, iba a comerles fritos pulmones y bazo. Y se desvaneció en el intento de alumbrar un cañón. Moralmente estuvieron con él, sí, si resquicio hubiesen visto para levantarse lo hubieran intentado, mas vigilada la cubierta con culebrinas y


fusilería, el intento sería desatino. Se llevó la Psiconauta lo que quiso, gente, carga y aperos, y desapareció del horizonte con el ocaso. El capitán Verrugo prometió a la viuda del desaparecido don Paco que hasta que no hiciese justicia con la alimaña no daría descanso. Y se llegó a temer no celebrar el día de los Reyes Magos. Por suerte, in extremis dieron caza a La Roda, o a la Quemarropa, y aunque tarde podrían festejar. Los chicos pedían colofón a un día pletórico de aventura y mar, y ante sus ojos vieron redondearse la noche al encontrar la bodega colmatada de presentes de Oriente. Para todos. Estuches, papeles de colores, o simples guirnaldas de palomitas, convertían por esas fechas a toda la tripulación en mocosos. ¡Regalos! ¡Han venido los Reyes! ¡Los Reyes Magos! Más tonto que nadie, Verrugo también se emocionaba al recibir su regalo, de aquí y allá hacía colecta la tripulación, y no escatimaban ingenio por hacerse con algo que al capitán impresionase. Si de por sí ya le rendía el detalle, si acertaban con la chuminada de turno, hasta le veían compungir el rostro. En años anteriores los Reyes le echaron una dentadura postiza de porcelana china y unos calzones anaranjados de alpaca. Y unos botines de tafilete. ¡En una ocasión hasta le dejaron una sirena semidesnuda en el coy! Impredecibles que consideraba Verrugo a los Reyes, esta vez acertaron de lleno al traerle un juego de pistolas. Hubo regalos para todos, incluso para uno al que llamaban de ordinario el Verrugas, y en el último embarque el Hermoso, le cayó un espejo coqueto de damisela. Quiso agradecer el hombre al capitán, quejar fino, para ver si se dejaba el destino de bromas y por una vez le tocaba algo decente en la vida. Y acudió al capitán, que en esos momentos departía con el fraile. - Muchas gracias, capitán -dijo Fraybuches intentando estrecharle la mano-


Es un presente beato a la vez que práctico y bueno; no esperaba. Muchas gracias. - Qué fue lo suyo, hágame memoria. - Me ha caído una Biblia que en las tripas puede albergar petaca para consagrar o agua del Jordán; que a gusto se me deja por vacía. ¡Ah! Y ni una palabra le falta al libro, ni sus cantos dorados ni los separadores cardenalicios. Lo tiene todo. Muchas gracias en nombre de esta congregación de descarriados y en el mío propio. - ¿Es usted el nuevo cabo de brigadas? -cambió tajante Verrugo de talante- No, no, capitán. Soy Fraybuches. El páter. ¿No se acuerda? - Ni páter ni hostias. De no ser usted el cabo de brigadas absténgase en lo sucesivo de convocar al grupo. Hable por usted. - No entiendo. - Laicos, padre. Laica es la nave. - ¿Es nombre ruso? - Y usted imbécil. - ¡Pero buen hombre! ¡Por Dios! Si apenas he hablado con usted dos veces para que me tenga tan calado. - Es que soy el capitán. - ¿Y? - Que el regalo que llevo en las manos, y que empecinado parece en querer arrebatarme, es el mío. Bien clarito lo pone: Capitán Verrugo. - ¡Uy, perdón! Con los nervios se me fue el santo al cielo y también lo tomé por mío; he tenido un juego de trabucos exactamente igual hasta hace nada. - Sí, ya veo, el tic del novicio gasta. - ¿Es usted sólo hostil conmigo o lo es con todos? - De diario con todos, y sólo con usted este día a partir de hoy. - Por qué.


- Por romper la magia del momento. - Si me pone en antecedentes quizá… - Es tarde. Años y años llevo intentando celebrar un día de Reyes normal, y ni que yo fuese Portento en lo concerniente a Cuba, no he podido disfrutarlo. No hay año que algo no lo desluzca. - ¿Y este año me ha tocado a mí? - Sí. - ¿Nada tiene que ver lo que han dicho los marineros del otro barco? - Hombre -no iba a mentir ese día el capitán- algo tiene que ver, pero primordialmente su presencia, y sus palabras de agradecimiento, es lo que me ha fastidiado por completo. - Oiga, que le agradecía. - Agradecer... agradecer... ¡El qué! - Los regalos. - Hoy es día Seis. - ¿Y? Acto reflejo sacó el capitán Verrugo la pistola y disparó al cura. Al llevar la Biblia pegada al pecho, y recibir ésta la bala, Fraybuches cayó de espaldas con el convencimiento de haber sido asesinado. La bodega acompañaba, silenciosa que quedó la algarabía, con el vaivén de los candiles veía el cura bailar a la Muerte. Se estiraban las sombras por el casco con la intención de prenderle. - Ay, que me ha matado. Ay, qué hombre tan salvaje. Ay, que me ha descerrajado un tiro sin motivo. - No queje -quitaba plomo al asunto el capitán Verrugo- No me sea melindres que le he tirado a la Biblia. Toda petaca ha de ir dedicada y a la altura de su persona pedía a gritos ésta la rúbrica. Cuándo eche un trago estoy seguro que se acordará siempre de mí, de este


barco y del maldito día de los Reyes Magos. Si hubiese querido dejarlo seco le hubiese disparado a la cabeza. El Hermoso, al ver en lo que desembocaba la charla, se puso el espejo a la espalda e intentó desaparecer, pero el capitán, cortés, le retuvo por el hombro. - Y a ti qué se te ofrece, majo. - Precisamente yo ando buscando al cabo de brigadas. - Es Portento, pero ahora te resultará difícil hablar con él; le han traído un catalejo para escudriñar estrellitas. - ¿De mar? - En aguas cristalinas lo mismo servirá, pero la intención era para otear el firmamento. - ¡Ah! - Si yo te puedo echar una mano aquí me tienes; aprovecha. Dime. - No, una tontería. Bueno, dos. Por un lado quería hablar con él para que le transmitiese a usted, y a toda la nave, las gracias por el trato dispensado hasta el momento; los puntos que me echaron a las orejas recién embarcado. - Hombre, para eso no es necesario intermediario. Y por supuesto no hace falta siquiera recordarlo. ¿Y la otra? - Pretendía preguntar si él podría interceder con los pajes de los Reyes Magos para que me cambien el regalo. - ¿No te gusta? - Sí, pero ya me conozco la cara de memoria; y el estropicio que me han hecho no creo que me haya mejorado. - Y qué te gustaría. - No sé. Nunca me habían dejado nada.


Ni que llevase preparado sacó el capitán Verrugo de su casaca una pluma y un tintero, y tras maquillar la nota propia con redonda y tobogán, pegó de un salivazo a la caja que transportase, la que defendiese con ahínco ante el curato, y se la entregó al Hermoso con total desprendimiento. No sabiendo su contenido, y al saber, se le encendió el rostro al hombre, y descubrir que las cachas llevaban la “V” de Verrugas o Verrugo regrabadas, le hizo estallar una sonrisa entre los labios. Bello, niño, subió el Hermoso a cubierta para probar sus pistolas nuevas. Y tiró ¡Pum! ¡Pum! Una y otra vez intentó acertar entre las nubes a las estrellas. Fabulosas que le eran, apuntó con total seriedad, e intenciones, a la Luna. ¡Pum! - ¡Chsss, chss los de ahí abajo! - ¿Es a mí? - Supongo que será si eres el sietemesino que está disparando -se dijo desde la cofa- Estoy aquí arriba y las oigo bailar. - Estoy probando mi regalo. - Y yo el mío. - ¿Qué te han echado? - ¡El infinito! - Y eso qué es. - Anda, sube y te lo enseño. Es un telescopio para ver las estrellas. - ¡Anda coño! Tú debes ser el cabo de brigadas. - Y tú de los nuevos por lo que escucho. Sube, tengo ron y sitio. - Y yo tabaco. Chico que se sentía llevando al cincho las pistolas, subió el Hermoso tal salamanquesa. Pese a feo al hombre le cuadraba el nombre de Hermoso, franco de corazón dejó escapar varias lágrimas cuando admiró la belleza de la Luna ¡Y él disparándola!


- Vaya, vaya regalo bueno que también es el tuyo -de sobra conocía Portento la historia de las pistolas- ¿Eres familia de Verrugo para que te deriven? -¿Lo del parentesco lo dice por mis verrugas? - No me había dado cuenta. - Pues bastantes tengo. - (Escuadra si ordenase). - ¿Perdón? - ... El parentesco. - Ah, no. No somos familia que yo sepa. Casualidad que rancho de hongos tenga yo en la nariz y él se llame. - ¿Y las pistolas quién te las ha echado? - ... ¿Baltasar? - Aquí a los ladrones les cortamos las manos. - Ya que con usted parece que se puede hablar bien, le diré que no sé por qué capricho me ha pasado el capitán su regalo, pero ¡Por la nariz de un pez aguja! -y esto lo dijo insinuando que al cincho también llevaba cuchillo- que Santa Rita rita, lo que se da no se quita. Tenso que quedó el ambiente, volvió a reinar la paz al fragmentarse un anillo de humo en tres, que al tiempo hicieron redondel para volver a romper, y así hasta que se pobló el receptáculo de incontables anillitos. Portento los hacía. Maestro de sobremesas, aún en la punta de un palo era capaz de dar húmeda al diablo, el Hermoso, menos agraciado que la señora de Belcebú, dispuesto estaba a falar sobre cualquier tema salvo la propiedad de las pistolas. - Son mías y punto -dijo expeliendo él también un anillo- Hasta las iniciales llevan de mi nombre. - Tú eres el Hermoso. - Yo siempre he sido el Verrugas y lo seré, no me joda. He tenido más


apodos que pelos luzco en la cabeza. - Perdona la franqueza, pero mondo de aceituna luces el cráneo. - Sí señor. Y el Melenas me pusieron precisamente cuando perdí el pelo por un susto. - Fíjate que yo te hacía también inmune a sustos. - Sí, el Melenas. Fui Melenas por ser calvo. Y Zapatero por ir descalzo. El Zorro de Calahorra, Lenguatrapo, Zopilote… qué sé yo ¡Tantos embarques tantos nombres! Pero recurrente siempre ha sido el que me llamen Verrugas. Y le prometo que por oído atiendo de buen grado; Hermoso, sin ir más allá, se me hacía denigrante. - Prepárate entonces, si aquí algo escuece, por gusto metemos el dedo hasta que duela. No des señales de aborrecer o se te quedará. Y no te quiero aventurar lo que pueda salir además por haber perdido las orejas. - Verrugas es el que llevo grabado. Lo llevo yo y lo llevan las pistolas. Hermoso me quiso inscribir el mamón del capitán Bichomalo. Y no pienso atender. - ¿Bichomalo, capitán? - Sí. Capitán Ruin Bichomalo Artero. Más dañino que una hurona con crías. - Casualidad. A nosotros nos seguía también un Bichomalo. Un tal Rui Bichomalo, pero éste, por oriundez recóndita y endogámica, o que le negasen, al segundo apellido volvía a repetir el primero. Rui Bichomalo Bichomalo. - No le digo yo que no sea éste, el segundo apellido se lo había colgado al buen tuntún. - Date, va a ser el mismo. ¿Sabe el capitán Verrugo esto?


- Sí. Lo primero que hicimos al embarcar fue largar cuánto sabíamos. - Y qué dijo el capitán. - En ese momento nada. - ¿Más tarde sí? - Sí. En la fiesta. En charla privada me ha comentado que se alegraba. Lo diría en broma, ¿no? - No. No creo. Poco amigo a las bromas se las gasta el capitán; tremendista. - Pues reía, precisamente reía que por fin había encontrado alguien que le partiese la cara a usted. - ¡¿A mí?! - Sí. - ¡Considera digno oponente mío a ese majadero de Bichomalo! - Peligro lleva el fulano ¡ojo! De eso puedo dar fe. - No me conoces todavía a mí para poder comparar. - Mucho tengo oído porque no es mi primer embarque ni el suyo. Y de Bichomalo nada sabía y mire cómo me ha salido. Vienen dando fuerte, compadre, y si yo voy para mayor, que no puedo negar, usted dentro de los viejos sería veterano. - Trae -le quitó la pipa de la boca- A ver qué jujambre estás fumando para decir tales calbotadas. Rival ¡Rival! Ja. Zis, zas. Zas, zis. Me lo como con patatas. ... ¿Lo dudas? - ¿Que coma patatas o que ingiera capitanes? - Ambas. - Déjeme que pegue unos tiros más; que piense. ¡Bichomalo rival! Ja. Si le hubiesen llamado carpa de fuentecilla, o mamarracho, no le hubiese sentado peor. Se iba a armar. Se iba a liar.


Verrugo se había excedido en sus atribuciones si endosaba a Bichomalo el sello de contrincante. No. Suya era la última palabra. Y decidido a sacarla a la luz fue al encuentro del capitán. Lo encontró en su camarote, dando remate a los cubos que se dejasen para que abrevasen pajes y camellos; turrones, mazapanes, garrapiñadas y polvorones, y cerezas borrachas, y frutas escarchadas, que pese a rancias, pasadas de temporada y lustro, era de lo que realmente se alimentaba el capitán Verrugo. Ésa era su comida principal, el resto del año serían bocados frugales, caprichos, que a la mesa le daban con los amigos. Vientos, y por cómo asomó la cara Portento supo que los de éste no eran buenos. - Verrugo te has pasado -irrumpió Portento en el camarote sin llamarPuede que a ti te haga gracia. Que sea motivo de cierta ironía ¡No lo dudo! Mas no me coloques de antagonista a un palurdo de pueblo. Me negaré a que se le inscriba en mi casilla. Ah, y perdona si te he cortado mientras te atiborras. - Nada, nada. Sigue porque te escucho sobrado de argumentos. Continúa. - Joder, tómame en serio Verrugo. - Y te tomo. - No me bailes el agua, que tiro de chisquero y le pego fuego al velamen. - No saquemos los pies del tiesto, amiguete, no saquemos. Hay bromas que no tolero, Portento. Venga, va, suelta lo que hayas venido a soltar. - Pues eso, lo dicho, que no es rival. Antes me hubiese quedado con aquél gallego que era un fiera con los cuchillos... Pedro Valeije. O el jefe de los patagones que nos quiso cortar los mismos. - Ése sería de la cuenta de Lortom por beneficiarse a la mujer durante el invierno que anduvimos fondeando en su bahía. - A mí también me tenía muchas ganas.


- Él y toda la tribu, Portento. A ver si te enteras que pasar un invierno contigo es muy cansino. Si no llega a ser porque anduviste dándole por culo a ellos, nosotros mismos te hubiésemos colgado. - Me da igual. Tampoco era rival. No hay, ni habrá, de aquí al Cabo de las Tormentas. Ni de allí hasta Barrena. - Y quién te ha dicho que se va a seguir esa ruta finalmente. - Es lo que hablamos. Tú mismo sugeriste tocar Adén para catar kat. - Sí. Pero si hubieses asistido a la última reunión, te hubieses enterado que se ha votado la ruta del Sol. No se ha hecho caso a nuestras recomendaciones. - Por qué. A qué ese cambio. - Se pensó más rentable. - Ja. No habré ido, pero sí me he enterado que ese rumbo tenía previsto el hombrecillo. - ¿A quién te refieres? - ¡A mi padre! Verrugo que saco la pirita. - Portento... Portento. El capitán Verrugo pensó que Portento se alegraría pues mentar las Américas era sugerir el Caribe, y a la cabeza se le agolparía Cuba. La hacienda. Dicho esto el problema consistiría en arrancarle la obsesión por presentarse. Por volver a poner pie en su tierra. En su muellecito. En su casa. Culo a la mesa. Mano en el vaso de leche que le aguardaría si hubiese despertado. Mas no. No pretendió. No esbozó ninguna alegría. Mohíno salió. Chato el gesto y la mirada perdida. Sintiéndose engañado Portento vagó por el barco asido al asa de una jarra hasta que llegó la hora del timón; las tres. Se empapó entonces la cara con agua fresca y del brazo


de otra señorita estupenda se presentó en la rueda. Y santo y seña dio. Y quedó solo. Y tan alto empezó a maquinar que al poco se le cuajaba doña Genoveva a la vera. - Qué te aflige, hijo, qué te traes. Abre la entraña y confiesa. Dame el gustazo. - Hace rato que le ha pasado la oportunidad -lo dijo Portento sin entusiasmo- Pal próximo Seis pida. - No seas tonto y dime. - No me revuelva que busco un abanico. - No te esfuerces hijo, viene el cielo muy negro y poco podré estar contigo. Se acerca tormenta. - ¡Y ahora dice! - Te aviso que ahora será galerna. Luego se pondrá peor. - ¡Peor! Me sugiere que recoja algo de trapo, que me repliegue. Que me desdiga. - ... Tú verás... - Si viento viene, y fuerte, vamos a aprovecharlo. La última escala prevista era Gomera. Calculado estaba que al mediodía siguiente se tocase un punto conocido cerca de Arguamul. Y desde allí, todo recto, las Antillas. Pero bien que dijo doña Genoveva lo del temporal, y que él no quisiese tomar el mismo rumbo que dijeron iba a seguir Bichomalo a posteriori, clavó fija la proa al sur y metió de lleno a la Psiconauta en los potentes vientos; y aunque al principio le fueron propicios, al cabo, fueron adversos. Sintiendo la controversia en las sacudidas del casco Ramona subió a cubierta. Portento al verla refunfuñó, a ella no se le engañaba, con solo olisquear el aire acertaba las intenciones. Mas no dijo nada. No ladró. Tomó posición cómoda y a verlas venir quedó. Le gustaban las tormentas. Húmedo y frío el hocico, y moviendo la cola cual muchacho con banderita


en desfile, Ramona pedía más. Más olas, más viento, más mar. Más velocidad. Mágica que era la nave surcaron en unas horas lo de una semana. Al comprobar por la mañana Corcovado la posición los cálculos daban las islas de Cabo Verde. Imposible. Extrañado mandó llamar al capitán Verrugo, y éste obtuvo la misma coordenada. Siendo los encargados de cuidarse del cielo no dijeron nada. El capitán echó un manto de silencio al asunto pero miró avieso a Portento, y éste, además de cielos, también entendía de miradas, y caló que había sido descubierto aunque no se dijese palabra. A mediodía seguían esperando tocar Gomera, pero ante ellos sólo se extendía la mar. La tripulación sintió los embates marinos, y achacando a la noche el desvío no protestaron, en poco les saldría la isla al horizonte. Pero no, no salió ¡Cómo les iba a salir pasado Cabo Verde! Con la noche vieron tierra. La iluminaba otra tormenta. Avisados que la que se acercaba era de las buenas la gente saltó a los palillos y se arrió el trapo. Diligentes dieron cincha a todo trasto que poblase la cubierta fijándolo al sitio, y lo que no se pudiese garantizar a la bodega. Se sellaron escotillas y poternas. Se alejó de todo mal azar filos, pinchos y fuegos, y quien quiso se santiguó. Se prepararon para una noche de aupa. El capitán Verrugo ordenó el enclaustramiento y dejar a los Hados el timón, mas Portento, poco amigo de dejar sus asuntos en manos ajenas, en medio de una gran disertación de paparruchas y embustes, dijo estar preparado para sacrificarse por sus compañeros. Se ataría al timón, y él, cuitado, miraría en lo posible por los intereses del barco. Mantendría la proa presa a tierra buscando Gomera. Y Verrugo rió, sí. Bien sabía que la intención del canalla sería ir dando bocados a la cartográfica hasta que resultase más atractivo a la marinería doblar el Cabo de Agujas que el distante Cabo de Hornos. Rumbo sur era la idea. Rumbo sur hasta que no


cupiese marcha atrás. Y así estuvo mientras pudo amoldar la estructura de la nave a las querencias del oleaje, pero llegó un momento que no. Sería más o menos a la altura de la isla de San Pablo dónde le vino capricho contrario a Poseidón, y en brazos de olas como cerros hizo bailar a la Psiconauta. Un instante, sonriendo entre las nubes, le llegó a brillar a Portento la Cruz del Sur. La otra mitad del mundo. Con la estrella él también rió. Y, por qué no, grito. Dejó loco el timón mientras se desataba de las sogas, y con mucho trabajo, ganaba totalmente empapado las tripas del barco. - ¡Imposible! -rugió Portento al entrar en la cabina del capitán- No hay forma de orientar la proa. Va a su antojo; desgobernada. - Se votó -departía a la mesa Verrugo con la gente de Boyuyo y habló sucinto- Lo que yo sí te digo es que no me hago responsable. Este tifón lo habéis convocado vosotros; la firma de Ramona lleva clara. Los vientos son de ella, desde luego, y las olas, por variadas y perversas, apadrinan la participación de Bulín. - Sí. No te podría mentir; se nota la mano. - Y tú, ¿Tú qué has puesto al temporal? - La lluvia fina que sé que te avinagra. - ¿Y Genoveva? - Los relámpagos. - Vale. Ésta la habéis ganado. Pero ten por seguro que en su defecto tocaremos Cuba. Ah, y que Bichomalo no es enemigo. Portento abandonó la cabina y se dirigió a la bodega de carga. Cargados ya estaban Parruski y Tizón. Y Antúnez. Y todos aquellos que entretenían los malos momentos de travesía dándole al morapio. Casi era tasca. Se estrenaba al palo Matute, y quizá por ser voto de confianza le toleraron tres


canciones, y ufano, hizo el primer alto voluntario en su carrera artística; que de no hacerlo, le obligan. Por mucho tiempo, muchos días, el crujir de los mamparos fue la seguidilla más oída, y la más sentida fue cierta tarde que tras un rayo atronó el mayor al caer sobre el mesana, y este último yéndose de cuajo se llevó consigo el resto de arboladura al agua. Hormigas salieron unos cuantos y a golpe de hacha se libraron de los restos, se hizo poda de adornos y aparejo para evitar mayores daños. Y a las tripas otra vez raudos porque arreciaba al salir. Al antojo de las olas surcaron un océano Atlántico crecido, vocinglero, dueño absoluto de los destinos, amo incuestionable de los sueños. Sí. Hasta ahí llegaba su poder.


CAPÍTULO X

BRAZOS DE MAR


Cambió el aire que reinaba, y el Mar de Coral, que aunque no albergaba en sí el archipiélago de Ohe-Ohe caía cerca, tributó a estas islas los desechos de una escuadra, y de vinateros debió ser porque el monto grueso de la carga eran licores; o eso se rumoreó. A las playas de Isla Chiquita y Arena Tinta fueron a parar los restos, y ni qué decir tiene que mudó al punto corte y séquito Boloblás III el Cumplidor. El príncipe Gordosumo también siguió la estela, mas Titagolda, aduciendo sentir la sangre espesa, quedó en Ahi-hay-ay a la espera de confirmar lo del naufragio; a agua de coco quedaba. Y a plan estuvo por si le observaban tres días más, al cuarto, limpio por dentro y seguro de la soledad, cogía la canoa y se iba todo derecho para Barrena. Días y días vagó por la jungla no encontrando más que peligros y alimañas; hasta una cala, que alejada y asolada por los elementos podría considerarse yerma, albergaba una famélica familia felina que malvivía de focas y fisgones. Sólo un brazo de agua que se adentraba por una gruta en las entrañas del volcán, y un camino que tendría pareja suerte, se le ofrecieron sospechosamente libres de trabas. Debía ser la parte de la isla que se transitaba y por lo tanto carente estaba de espantos, era el camino de la cueva, la bodega, dónde el viejo Sordo entre delirios insinuó ocultar el orgullo de sus cosechas. Y con intenciones de explorar la veracidad de las palabras tomó, nada más poner pie en la playa, Titagolda la dirección.


Pasado el poblado derruido todas las rodadas y huellas aunaban el dibujo a un único sendero; cebado por multitud de reguerillos casi conseguía pasar inadvertido. Helechos gigantes, exuberantes orquídeas embellecían los angostos pasos que conducían a la cepa del volcán. Para lo que son los volcanes de estos mares olvidados era un alfeñique, un cono romo que apenas sobresalía los tres mil pies del mar. Mas siendo volcán a fin de cuentas, educado en el peligro que entraña la lava y la curiosidad, Titagolda encendió una tea, que manojo descansaba a la puerta, e iluminó lo que supuso la galería de acceso al lagar que le refiriese en la agonía el Sordo. Unos pasos, en seguida doblaba el túnel y no se adivinaba más. Titagolda recogió maderos y ramas de la zona y en la misma entrada montó una hoguera. Pretendía hacer tarde y pasar noche. Cenar. Saciado de pescado por la fiesta, y de verde por el plan, al boloblás se le hizo la boca agua con dos loros blancos. O papagayos. Bichos de esos raros que dejan olvidados los marinos. De las islas no eran, desde luego, pero cebados y aclimatados con buenos frutos auguraban muslos y pechuga como de serlo. Nunca se caracterizó Titagolda por un especial don para la caza, aunque esta vez tuvo acierto y del dardazo desmochó de la rama uno de los loros. Gran escandalera se organizó entonces entre el follaje, para sorpresa la viuda hecha levantaba el vuelo chillando en perfecto cristiano los más variopintos juramentos: “¡Desgraciado grrr, grrr vístete!” “¡Lleva un as en la manga!” y el más desconcertante de todos, por articulada la maldad, informaba “¡Ojo al simpa, grrr! ¡Simpa a barlovento!”. Frente común hizo la vida salvaje y un pequeño tití, descarado y vistiendo reproducción a escala de marino de la armada británica, comenzó a bombardear con cocos la posición. Mala idea tenía la bestia insidiosa y buena parte de la tarde estuvo incordiando al intruso, hasta que saciado de cocotazos Titagolda volvió sobre sus pasos e hizo noche en una choza de la


playa. No le atraía especialmente la idea de pernoctar allí, parecía haber sido abandonada la isla a la carrera dejando al debe el engorroso trabajo de recoger. La mesa y su servicio estaba puesto y sucio, con amasijos mohosos que hablaban pestes de los propietarios. Las velas y los cirios consumidos por haber dado brillos hasta la extenuación, los catres revueltos, las gallinas y los cerdos asilvestrados pululando por doquier. Asco. Eran unos guarros. De la docena de chozas que quedasen en pie, una, por carente de adornos y gran capacidad, le dio en las entendederas que debía hacer las funciones de choza comunal. Sala de audiencias dónde recordaba haber visto a los cerdos largos congregarse, y tras tantos años de observarla desde lejos, por fin entraba dentro. Sin lujos. Dos retratos, una silla de principal, una enorme Jolly Rogers, un hacha, una Biblia y un sable. Nada más. Podrían ser los hombres que colgaban a la escarpia los reyes de Europa, pero la sonrisa burlona y las armas de sus blasones insinuaban otro tipo de señores. Señores de la mar. Eran el capitán Misson y el capitán Caimán aunque no lo supiese entonces Titagolda. Feroces que se presentaban en los lienzos escrutaron los movimientos del boloblás hasta que éste se durmió en el sitial. - Quién es éste -preguntó el retrato del capitán Caimán con su temple soberbio- Dónde cuervos anda el Sordo que hace meses, años, que no quita el polvo y casi no veo. ¿Quién es? - Mon ami, ¿no le recuerda? -con gracejo gascón respondía el capitán Misson- No. - Hágaselo más chico. - Ni por ésas.


-¿No recuerda haberlo visto en la dársena jugando? - Usted tendrá el recuerdo porque le colgaron para que pudiese ver un cachito de mar. A mí, los bastardetes, me orientaron a la ventana que da a la cochiquera. - Éste es hijo de uno de la camarilla del rey. - Qué rey, Misson. - Todotripa; el último; el que siguen teniendo, creo. - Ah. - Éste y el hijo del rey venían de críos a jugar aquí. ¿No recuerda? - Pues no; no preguntaría. - Titagolda le dicen. - Entonces es de la casta de Titaluenga; un Tita. - Oui. - ¿Y qué hace aquí? - Je ne sais pas. - Pregúnte entonces, capitán Misson. Misson tosió, carraspeó e hizo todo lo que puede hacer un cuadro para hacerse notar, pero Titagolda dormía profundo y confundía los chitos con las olas de su sueño. Era pelícano, y llevando en el saco un pez enorme levantaba el vuelo. Bajo él el azul del mar dio paso al verde de la jungla, y éste tornó más suave para acabar transformándose en un amarillo desértico. Sólo arena y dunas, y ondas que el viento tórrido dibujaba en las mismas. Y días y noches sobrevolando la aridez. Profundo dormía Titagolda y las llamadas le parecían el susurro del aire alto. - No atiende, monsieur. - Da igual, Misson. Si viene buscando mi fortuna tan desencaminado va como los demás. - Yo creo que Verrugo va encaminado. Por lo menos han dado con su


barco. - Que haya sido el primero en encontrar el Dulce Infierno no quiere decir que consiga cobrarlo. Aún quedan muchos obstáculos y ardides que salvaguardan mi tesoro. - Lo último que les oí fue que al regreso lo reflotarían. - De reflotar mi barco, a que tengan en sus manos mis entrañas, va un largo trecho. Entre lo que estuve vivo, y lo que llevo muerto, calculo que a mi salud la Fría habrá cincelado en lápida no menos de doce mil nombres. Y otros tantos me llevaré por delante antes de dar nadie con él. Ja, ja. Je, je. Ji, ji, ji. Jo, jo, jo. Ju, ju, ju... Sólo por no oírle reír, que exasperaba el matiz que imprimía, el capitán Misson volvió a llamar a Titagolda. Osciló los pigmentos para balancear la obra, con tan mala fortuna, que cansadas las hembrillas de su trabajo cedieron al vaivén y el cuadro se vino abajo. Cayó al suelo. Hizo gran ruido pero no despertó a Titagolda. - Vaya hostia se ha pegado ¿Se ha hecho daño, Misson? - Me he descascarillado el marco pero me encuentro bien; no me he rasgado la tela. ¡Mon Dieu, qué batacazo! - Ve. Eso le pasa por irascible. Unos tienen la fama y otros cardan... - Bueno -algo positivo debía buscar- desde aquí tengo otra perspectiva. - Y qué ve. - Poco mon ami. Mucha pared, algo del esquinazo y la puerta casi entera. - Intente girarse. - Oui, aunque si revoluciono mal la escuadra lo mismo... - No quiero ser trementina, pero de quedar así, y pasar cualquier cerdo o gallina, y rozar, sin mentar el olor perenne, por la Ley del Infortunio fijo que se queda con la cara pegada al suelo. Debe intentarlo, Misson.


- Puedo esperar a que despierte. Y al verme en el suelo, habiéndome visto antes colgado, lo suyo sería recoger y nivelar. - También puede arrimarle del todo a la pared por inquieto. Molido por el golpazo el capitán Misson se quedó a la firma. Aunque pretendiese estabilizarse por sus propios medios necesitaba descansar, consolidar sus colores para intentar el movimiento. Muda la noche de voces humanas y espectrales, el zumbido de los insectos y la mar próxima hicieron compás. Los cuadros callaron. Al despertar por la mañana, cuándo el capitán Misson notó que la lengua del sol le estaba lamiendo el brillante bermellón de la casaca, abrió un ojo, y llegó a mal ver que el muchacho tomaba el camino de la bodega. Pero al revés. Vamos, que era el cuadro el que estaba invertido. - Ey, ey Misson. Misson -desde su segura alcayata el capitán Caimán exigía noticias- Qué hace. Dónde le han dejado. - Aquí afuera, en la puerta estoy boca abajo, Caimán. - ¿Y qué tal? - Bien, oh lala, mejor que bien pues veo toda la mar ¡Y a la vez es cielo! - ¡¡Suertudo!! A la entrada de la cueva humeaba el fuego que encendiese la tarde anterior Titagolda. Los cocos habían desaparecido, y los pájaros, y los monos. El Sol que se colaba entre el follaje, y que a la boca acertaba, en millares de tonos azulones cantaba brillos. La cueva, labrada a pólvora, daba el pego de estar revestida por diamantes volcánicos. Todo cristales y aristas cortantes. Adentrándose tea en mano se le hizo muy profunda la bodega. Demasiado. Arriba, abajo, a la derecha, a la izq... seguro que habría camino recto, pero él, pagando novicio, vueltas y vueltas estuvo dando hasta que acertó con una salida. Y, o era una salida negra como en el mus, o era de noche. Lo que desde luego sí resultaría temerario sería ir más allá por hoy.


Y al pie de la salida plantó tenderete. Hizo fuego con las astillas de unas cajas destartaladas y a la espera del nuevo día quedó. Y tardó en venir, pero mereció la pena. Con la mañana se iluminaba el seno del cráter. Redondo. Perfecto. Con un lago interior tan cristalino que permitía ver el esqueleto de un galeón español; parte de la arboladura estaba fuera del agua, descansaba sobre unas bancadas junto al embarcadero. ¡Porque embarcadero había construido! Y no menos de cincuenta chozas repartidas a tanto concreto a lo largo de la orilla del lago. Y una enorme casa principal, construida con buenos bloques brillantes, que se diría se quiso hacer de cristal al ser la casa común. ¡Otra! Y más cosas. Almacenes, talleres y forja. Saladeros y andamios para piscifactoría. Titagolda recorrió el lugar embobado, ni por asomo hubiese imaginado que albergase un poblado las tripas del volcán. Viéndolo desde abajo, desde dentro, hasta descubrió en los cantiles del cono una purriela de agujeros y al pie de ellos los derrubios. Se excavaba. Se buscaba. Y rápido le fue hilar la historia del tesoro del capitán Caimán y el lugar. Ha lo menos cuatro generaciones, o más ¡muchas más! un centenar de aguerridos guerreros, tras opípara cena, salieron a echarle una mano a un forastero que resultó ser el capitán Caimán. Y desaparecieron. Nada se supo más de ellos, ni se quiso saber, hasta que apareció rondando las islas el capitán Verrugo y su divisa. Entonces sí se cayó en la leyenda pero era tarde. Habían ocupado La Perla e incluso la habían rebautizado Barrena. Sí. Y ahora entendía el motivo del cambio de nombre. Hecha la visita retornó sobre sus pasos y de un tirón llegó a la choza de los retratos. Allí estaban, en el mismo sitio que los dejase. El que encontró en el suelo


volvió a colgar en su alcayata, y tras comprobar la nivelación, y comer algunos dátiles y lo que quedase del loro, tomó poltrona en el sitial y quedó rendido. - Chss… Caimán. Monsieur Caimán. ¿Duerme? - No, no. No -volvía a ocupar el capitán Caimán su puesto en el lienzo- He ido a comprobar qué se veía desde mis otros cuadros. - ¿Y vio algo interesante? - No. Nada. La negrura más absoluta. A salvo sigo en los cofres; bien seguro a doble vuelta. No me han descubierto. - Yo tampoco he visto nada nuevo desde mi otro retablo. Debo seguir en uno de sus arcones. - En uno azul muy bonito que saqué de un barco portugués; vestidor de viaje que reciclé para albergarle a usted y a la escuela flamenca, sí. Y ahora que lo pienso, cómo ha subido. Quién le ha colgado. - El boloblás ha vuelto. - ¿Fue él? - Oui. Y sabe. - Qué sabe. - Que está usted aquí, mon Dieu. Llevaba ojos de haber entrado al cráter. - Imposible. El Sordo lo hubiese impedido. - Al único que le ha prohibido ver nada el Sordo ha sido a usted al no limpiarle el polvo, monsieur. Y no me extraña, las caras que pone desconciertan a cualquiera. - Bah, no se puede hablar con él. - Ni con usted. - Ni con usted ni con el mono del Sordo, mira éste. - Oui. Al petit tití hace días que tampoco veo.


-Cimarrón se habrá hecho el Eusebio. Hecho jirones el trajecito parece un mono vulgar. Ni que fuese alma que oye el monito entró a hurtadillas en la choza. Recorrió los andamios del techo y descendió por un fuste hasta el sitial. Robó el cuchillo de Titagolda y arrastrando su trofeo, que con mucho era más grande que él, desapareció del lugar. - Ve -gustaba el capitán Caimán airear su verdad- Ni buenas noches nos ha dicho. - Nadie nos saluda desde va para el lustro. - También es cierto. Titagolda no estaba para dar las buenas noches tampoco. Volvía a ser pelícano. Con medio pez en el saco levantaba el vuelo del oasis. Todo desierto era el fondo, y luego, de imprevisto, tras ir mucho sobre amarillo, el azul verdoso de otro mar llegó a impresionarle las pupilas. Y un nuevo verde, oscuro, que se hizo pardo al irse a posar el pájaro en una peña granítica. - ¿Qué hace ahora, Caimán? - Vibro. - ¡¿Pour quoi?! - Yo también quiero que se me saque al fresco. - Es peligroso. Podría caer mal. - Bah. Tengo decenas de ventanas, de cuadros, a buen recaudo. Treinta y siete me hice hacer, y tres o cuatro cartelones dónde se ponía a precio mi cabeza y en los cuales salgo bastante favorecido. - Pero desde ellos no ve nada. - Cierto. Pero para lo que veo desde aquí… - Monsieur ¡la compañía! - Sí, sí, Misson. Mas si no me acostumbré en vida a que me llevasen la contraria, imagínese muerto.


- Oui, oui, mon capitán. Usted es el capitán Caimán ¡El más grande que hubo! - Y habrá. - Oui. Mas je suis el capitán Misson, y aunque no llegué a tener la crueldad del Lolonés, ni la apostura de Drake, o el arrojo de Ararub, a la Historia he pasado por ser pirata honrado y Hombre Libre. Por decir, mon capitán, lo que pienso. - Ya. Pero yo quiero ver la mar; que se me saque a pasear. Farruco, ¡que fue número uno!, el capitán Caimán removió sus pinceladas hasta acumular en una esquina tantas que zozobrando el marco cayó redondo. Y rodó, pese a ser cuadrado. A saltitos se plantó Caimán en la puerta. Por un instante, un giro, vio la mar. Y al siguiente. Y al siguiente. Y así estuvo hasta que lenta, la suerte de la moneda dio la cruz; quedó prono. - Caimán, Caimán ¡Monsieur! Conteste ¿Me oye? ¿Está ahí? ¡Monsieur! ¿Está bien? - Así así; no veo nada -valoraba el capitán Caimán mientras hablaba- En el último momento me he cambiado de tela y no he sentido el golpazo. Pero ahora, in situ, percibo que se me han saltado los barnices y algún color he perdido. - No se mueva. - No podría. - Oh, perdone la estupidez. … Y no se excite que de plano no le vale. - Señor Misson -con el rugido levantó polvareda Caimán- Se acabó la tregua. Desde este momento declaro roto el concordato otra vez. Considérese nuevamente mi enemigo. Mudos por la guerra, sólo se escuchó en la noche el ruido de las olas y algún aleteo de mariposas; hacían éstas migración y un par de días al año


tomaban el santuario; buscaban sales que libar, y hasta en los mismos lacrimales pintados intentaron meter la trompa; pero no pudieron, con la claridad recordaron el calor y buscaron tumba hasta la noche. Titagolda al despertar aún pudo encontrar alguna revoloteándole la cara, alegrándole la mañana sin saber muy bien la razón. Las nubes venían bajas, llovería, y mal asunto sería estar en el cráter, o en camino a él, y recibir la avenida ingrata del monzón. No, dedicaría el día a arreglar la casa. Estuvo dando plumero y mopa hasta que inventó brillo a una tarima mate. Quería dejarlo todo impoluto, calculó que encontrándolo inmaculado sería otro pilar para cimentar su ingreso en la hermandad. Lo sería. Más les valdría a los de Verrugo pues las roñas sólo salían con las uñas. A media mañana las lenguas crecidas del mar amenazaron con robarle la canoa. Corrió a la playa para salvarla pero la encontró calada. De lado a lado. Cosida a puñaladas. Alguien dejó un cuchillo para firmar la autoría, y por ser el propio dudó el boloblás un instante sino lo habría hecho él, y no habiendo sido, le dio por pensar que no estaba solo en la isla. No era sonámbulo, que de serlo desde pequeño sabría y no a estas alturas. Había alguien más. Astuto. Sigiloso. Ladronazo. Y Titagolda gritó. Anunció a los ecos que era amigo o predispuesto a serlo. Buscaba amistad entre gentes de bien. Y era conocido. Del lugar. Al mismísimo capitán Verrugo le recogió monedas del fondo de la bahía siendo crío. Y al Sordo. Era Titagolda. El Tita. Hijo de Titalonga y archinieto de Titaluenga. Y consejero de Gordosumo; porque no estaba seguro ni del bando que le observaba. Llovía. La isla murmuró con las gotas una y mil palabras, hablaba sin decir nada, chapurreaba el lenguaje mestizo del océano y los vientos.


Creyendo verosímil que el felón que fuese hubiese huido por el caño, tomó la orilla de éste y lo siguió hasta su muerte. Otra cueva. Igualmente tallada en vivo, diamantina, le engarzaría el nombre de gruta Diadema; hermosa y profunda. Siéndole imposible seguir por ahí retornó escamado a la choza de los retratos. Y sentó. Y comió. Y volvió a ser pelícano. - Ejem, ejem ¿Monsieur Misson? - Oui. - Le informo que ahora mismo me estoy pudriendo. - ¿Cómo se dice? ... ¡Me alegro! - No ría, ja, porque la victoria es mía. Me descompongo junto a su retablo; el otro. En un par de meses me habré librado de usted y de “Desayuno entre tulipanes y capitán Caimán”. - Monsieur ¡Desayunos! - Sí. Puedo prescindir de él y de usted. - ¿Y de todo el lote? - Bah. Le puedo confesar que nunca me gustó la escuela flamenca. No era la primera vez que el capitán Caimán advertía, en los últimos cincuenta años lo habría repetido seis mil cien veces; una cada tres días más o menos y hoy tocaba. Corrupción. Miasmas. Guerra total. Caimán volvía por sus fueros y en el lienzo quedó fiero. Al despertar Titagolda quiso encontrar familiar el gesto morrudo del cuadro. Quiso ver parecido en la forma de cruzar los brazos con alguien que conocía bien, el príncipe Gordosumo, al cual sintiendo pálpito salió a recibir a pie de playa al acto. Y venía. Sí, en dos canoas. Él iba en una con dieciséis brazos batiendo las olas que encrespaban, los de la calidad del choto, el séquito, en otra aparte le seguían. Luchaban con la mar.


Servido por más brazos el príncipe llevaba la delantera para tomar la bahía. Salvó el arrecife coralino, y cuando lo tenía más fácil, más sencillo, alguien con muy mala leche y buena puntería hizo migas la canoa de un cañonazo. La humareda delató la posición. Un promontorio discreto que batía la boca de la ensenada. Había alguien. Creyendo la arena segura Titagolda animó a su príncipe para que ganase la playa a nado; era el único superviviente de su canoa, la otra, el resto del comité de fiestas, aunque se sintieron tentados de dar la vuelta y coger ritmo de Ahi-hay-ay, se vieron obligados a tomar rescate regio. Berreaba Gordosumo. Bogando embestida cogieron tal ímpetu que subieron la canoa al verdín atropellando a Titagolda. Chillaba la principesca cofradía, pedían cuentas por estar en la isla, por el cañonazo, por el estado de la mar. Agolpadas las preguntas mala respuesta podría ofrecer Titagolda al no dejarle explicar. Gordosumo tenía prioridad, pero Bueydemar y Magrabuganvilla se entrometían enojados, también querían al tiempo sus respuestas. Y no hubo forma de entenderse hasta que por sorpresa el príncipe sacó un trabuco seco, del pliegue secreto del sayo, y pegó un tiro al aire. Entonces callaron y Titagolda habló. O lo iba a hacer, mas viendo expeler humareda desde otro punto de la jungla adivinó andanada. Y gritó rompan filas y sálvese el que pueda. Con lo justo para alejarse unos pasos cayó el obús sobre la canoa embarrancada haciéndola trizas. Y corrieron. Siguieron sin pedir más cuentas los saltos de Titagolda. Un buen día remitió la locura del mar. Cesaron los embates furiosos dando pie a olas mechadas. Sonriendo niños, pues alguien gritó ¡Sol! subieron a cubierta. Y aunque maravilloso el entorno, a la Psiconauta le había quedado el cuerpo de pena. Letra a letra perdía su entidad de barco,


tras tantos y tantos achaques, travesías y bandazos, moría, agonizaba, bastante hizo prendiéndose en el cayo. Más allá no iría. No. Los críos, los boyuyos, no llegaban a entender el desánimo colectivo habiendo salido vivos de la tormenta previa al Juicio Final. Era para celebrar, para cantar aleluyas y alabanzas a la belleza del lugar. Paradisíaco. Hostil. Pero tierra a fin de cuentas. Peligroso vergel, tras comprobar el estado de la carga y otras menudencias de intendencia, partió un pelotón a buscar... ¿ayuda? Delegando la custodia de la Psiconauta el propio capitán Verrugo se puso al mando de la expedición, con Portento, Pastinaka, Antúnez y toda la artillería gruesa haciéndole la línea en la marcha. Dónde fuesen, hallarían. Trabajo también quedaba en el barco. Debían bajar la carga o de un momento a otro cualquier susurro del mar arrastraría la nave al fondo, y aunque no muy hondo, también tendría su jaleo rescatar los restos. Se hizo cadena y se estuvo toda la tarde al paso a mano de los bultos. Farragosa empresa. Más allá del cayo había un brazo de tierra seca, y tampoco muy seca, al ser vía estrecha que contenía un pantano. En él moraban caimanes y alimañas, y, los un millón de veces más malignos, mosquitos. Gordos, más que tábanos. Herejía calculaba infinidad de posibilidades al enclave; ranas voladoras, lagartijas que corrían la superficie del agua, árboles echando raíces en sal y peces que trepaban. ¡Lo nunca visto! Pero, insufribles, enemigos contumaces, los mosquitos prohibían allí la vida humana; la mera visita. Apiñadas pertenencias y efectivos en la lengua seca se encendieron cinco fuegos pequeñitos en el perímetro. Sobre las brasas puso la hechicera un sahumerio de su receta que embriagaba a jazmín. El humo que produjo el sortilegio ahuyentó los insectos, y en una noche apacible, que la


temperatura era estupenda, pasaron su primera velada de insomnio sin ser responsable el estado de la mar; notaron. Quizá la ausencia, pero no se pudo pegar ojo. Los demás vale, mas Corcovado, nacido en chalupa, achacó su insomne mareo a la croa y el zumbido de la fauna. Era inquietante. Siempre comedido. Insinuando con suaves chasquidos que aquello era tierra de nadie. Cuando era Felixcarpio, dio Corcovado millones de perchazos por la Albufera de Valencia, pero aquello no era comparable. Aquí rondaba vida salvaje que daría muerte a cualquiera, sin importar la especie ni la edad. - ¿Esto ya es Cuba? -Patata, que siempre sabía por sus contactos de todo un poco, estaba en la duda- Creo que no. Lo juraría si los mapas fuesen buenos, aunque habiendo viajado miles de millas, lo mismo podría ser cómo que no -desde la guardia respondía CorcovadoYo, por los cálculos que hice esta mañana, me salía que estábamos en los cayos de La Florida. Cerca de Bahía Vizcaíno; de no en ella. - ¿Es de la familia de Vizcaíno la bahía? -también Herejía quería saber ¿Por eso han salido a buscar ayuda? - O fratría tenemos o hacen presa, pero la intención será traer nave que nos saque de aquí; por eso no nos podemos mover, Herejía, hemos de quedarnos con la carga. - ¿Pero estamos en tierras de amigos o enemigos? -también Rastrojo era crío- ¡O salvajes! - Esto es tierra de fieras. - ¡¡Caimán!! -habló Antiguo para todos- El capitán Caimán es el legítimo dueño de los Everglades, y en ausencia del amo las alimañas administran el pantano. ¡Caimán! Tusa, tusa ¡Caimán! Hacedlo saber y así os dejarán en paz.


Conjurado el dueño calló el pantano, pero al rato, no dando coartada física a la amenaza, las bestias y bestezuelas del lugar volvieron a emitir los ruidos de la vida nocturna. Comer o ser comido. Imaginando lo que se haría en la espesura contenían los críos la respiración. Aunque próximos los fuegos, el que iluminaba a los muchachos les quiso parecer a estos mucho más expuesto. Patata poco temía de lo que pudiese salir del pantano, la mar, infestada de corsarios, la sabía mucho más preocupante como posible vía de avenida de males. Más madura la chica, preguntó a bocajarro por el siguiente barco e itinerario, al dar por supuesto, que el destacamento habría salido a cazar nueva yegua para el dogal de Psiconauta. - Qué crees que traerán, abuelo -lanzaba Patata la pregunta a AntiguoBuscarán apaño para el momento o traerán sustituta. - ¡Ramona proveerá, hija! -respondió el viejo señalando al cielo- Lo que venga bien venido será, ¿o no? Aunque fuesen cayucos, yo embarcaría. La noche era larga. Elástica para los oídos curiosos de los niños que acabaron durmiéndose al embotárseles los sentidos. Podían soñar tranquilos. Al ojo estaban Bulín y Corcovado de cualquier parpadeo que oscilase al ritmo convenido. La señal. Costeando al norte partió el pelotón de Verrugo, pero desde cualquier punto del horizonte podrían recibir aviso. Impredecible. Sin embargo la noche no trajo noticias. Con la mañana se volvía al tajo y se descargó lo que quedaba en las tripas de la Psiconauta. Ni que tuviese la madera corrupta, en una noche de ausencia de vida la nave se deterioró cien años, y recuérdese que otros tantos le quitó la tormenta. Fría. Muerta. Sólo el remache echado en las Medes parecía mantener cierta equidad. ¡Ah! Y el bronce de sus letras. A los chicos precisamente se les encomendó arrancarlas de la popa pues los hombres que quedaron se declararon incapaces o vagos. Y no fue la única tarea que se les encomendó


declarándose vivos y dispuestos. No. En eso les vino la noche y por eficaces se les dejó ir a trotar, a azotar a la naturaleza con sus preguntas y juegos; hartos todos de compañía tras semanas confinados, y superado el miedo inicial al lugar, con respeto, se les dejó ir a explorar siempre y cuando les acompañase alguien. Y Corcovado estaba dispuesto. Tan niño como ellos le faltó tiempo para coger dos pistolas, cuatro sables y un fusil. Herejía y Rastrojo poco conocían al hombre y le tomaron por exagerado, pero a los cuatro pasos de haberse separado del lugar, perdido, distribuyó arsenal entre el grupo y les instó a darle al machete. Haciendo senda a los carrizos fueron a dar a una lámina de agua, que iluminada por la Luna, demostró ser punto de reunión para la fauna local. Habiéndose demostrado la hechicera maestra en la lucha insecticida, no menos diestro se declaró Corcovado al sacar tabaco bueno de la petaca, de capitán o ex-capitán, y ofrecer ronda a los novicios para ahumar al enemigo. A una llenaron los chicos las cazoletas, y tras las primeras chupadas, efluvios, ni los mosquitos zumbaban. - Tú eres la más veterana, Patata -desviaba el piloto una pregunta de Rastrojo- Di tú si se puede confiar en Verrugo. - Más que en Verrugo en Ramona. Si ella participa la misión será un éxito. - ¿Y si no? -dijo Herejía expeliendo un anillo- Aquí no nos podemos quedar a vivir. - Ni se pretende. Por eso van a tomar un barco. - ¿Mangar? -Rastrojo, recuperado, también fumaba- ¿Somos manguirutis? - Piratas -informó Corcovado- ¿Dónde diantre has estado los últimos meses? - Si le soy sincero no sé. La última tierra sólida que recuerdo es un camposanto de mi pueblo. Nada tenía que ver el lugar con su hogar natal. Lo más espigado que


distinguía era una palmera tísica que apenas sacaba su cabeza sobre el resto de golletes. Plano y curvado el horizonte. - Sí, somos piratas -pareciendo orgulloso de serlo Corcovado habló- Y contentos tendríais que estar pues hemos ligado un buen barco… vamos, que mejor capitán y tripulación imposible para cruzar el charco e iniciarse en el oficio. A Patata y Congrio no tenía que convencer. Ya sabían al haber crecido entre ellos, pero los boyuyos de oídas tenían entendido que la justicia causaba gran mortandad en el gremio, que no salía rentable hacerse pirata, y Rastrojo, puntilloso, llegó incluso a hablar de tormentos. Y por más negro que se pintase, no creyeron estar tan mal. Tan en peligro. Reían. El capitán Caimán proveería con las rogativas de Verrugo. Y Ramona; que tenía el último ladrido. Iba el pelotón cayo adelante, que fue dónde hicieron naufragio, cuando a una milla y media de la costa, no más, localizó Ramona el plácido balanceo de tres barcos. Siendo lista, por perra y vieja, leyó en la posición de las naves que una era presa y las otras dos los lebreles; ingleses por el corte de trapo y estratagema. Habían dado el alto a un mercante holandés, y mientras una ofrecía cobertura, la otra goleta vaciaba la bodega. Ramona quiso ésa, la esquilmada. Sin discutir el antojo los hombres se echaron al agua con los cuchillos en los dientes. Y nadaron. Cruzaron el trecho y sigilosos subieron al Kalcenite; que resultó ser el nombre del navío. Poca guardia rondaba pues ajusticiada la marinería de origen se estaba amoldando la nave para nuevos ocupantes. Pensaban unirla al matrimonio y así tener el trío. Pero la gente del capitán Verrugo acabó con el quimérico serrallo. Tan silenciosos como pudieron se soltaron garfios y amarras, y pillando a traspiés a los ingleses, abrieron trapo e iniciaron la arrancada. Al acto desde el barco comparsa se pidió explicación a la maniobra, y al no


haberla, realizaron descarga de fusilería que silbó por el aparejo; y hubo muertos, pero no gritos. La nueva Psiconauta, otrora Kalcenite capitán Van Theka, arrancaba singladura bajo cobertura artillera. Moría la noche cuando desde un brazo de tierra se dio respuesta lumínica y proa al punto se puso. Allí estaban los restos de la elegiaca Psiconauta. Y los muertos en la refriega se unieron a estos. Hubo explicaciones, pero poco tiempo. Sin apenas contar nada se cargó la bodega, y delegando el honor en Parruski, se dio fuego a los costados de la antigua Psiconauta levantando digna pira. Escandalosa, porque a leguas de distancia se vería y en nada tendrían allí cualquier curioso. Puesto en los palillos todo el trapo que encontraron, se alejó la Psiconauta sin siquiera mirar atrás. Del plan votado en Canarias poco quedaba. En su momento se decidió cruzar el Atlántico y circunvalar la América austral; doblar Cabo de Hornos, para desde la Isla de Juan Fernández, saltar al Mar de Tasmania, y próximo, pegado, el archipiélago de Ohe-Ohe. Pero Portento tuvo otra idea, capricho, que pasaba por recalar en el Cabo de las Tormentas africano para ver a unos amigos y tomar unas cervezas. Y ni para unos ni para otros fue. Sería. Se rasgó por el medio la intención y se votó, tras lo sucedido, atravesar el Golfo de Méjico y buscar Bahía Campeche. Tocar Coatzacoalcos, cabeza del Istmo de Tehuantepec, que sería la ruta pedestre que utilizarían para llegar a Salina Cruz; llave de un nuevo océano; fondeadero de otra nueva Psiconauta. ¡Cómo no! Portento siguió no obstante encontrando pequeñas pegas a este nuevo plan. Apearse del cascarón que lucía ahora el honorable nombre de Psiconauta no costaría nada, no era problema el cambiar de océano a pie pues más de una vez hicieron, no, a lo que ponía pegas Portento era a adentrarse en el Golfo de Méjico sin recalar primero en Cuba.


No tendría que ser en La Habana, la tranquila La Esperanza tenía por ejemplo parajes formidables. Sabía lo que decía, en esa localidad vivió y tuvo hacienda Portento. La Rebonita llamó a la quinta, y aunque cursi, a pliegue le acomodó el nombre a la finca. La Rebonita. Subyugado el ánimo con el recuerdo, seguía la Psiconauta por sí sola rumbo sur suroeste sin que las manos del hombre tocasen la rueda; eran las cinco de la mañana, y a esas horas Portento se concentraba en sus abluciones; la caña iba tiesa. - …… Aquam praebere, sine corpore vitae -doña Genoveva corroboró el gesto- ¡Mare Mater! Un día más. - Y ahora, buena mujer, quisiera quedarme a solas. Espiritualmente creo necesitar un instante de recogimiento. - Lo que necesitas a lo poco son un par de horas para divisar tierra. Cuba. ¿Crees que me chupo el dedo? - No, Genoveva, por las uñas de un leproso. Cómo le da por pensar eso. - Porque te conocemos bien. - Pues sí, ea. Vamos a intentarlo otra vez; quiero. Tengo antojo. - Sabes que será una pérdida de tiempo. - No. Esta vez no. Esta vez me siento a la mesa y me tomo la leche. - ¡Dónde quedará! Ni polvo. - Me da igual. Ponga cómo se ponga la gente al menos lo intentaré una vez más. Huelga. Si dijo, haría. Ni el capitán Verrugo se enfadó al contar con ello, predecible era tras tantísimos viajes que lo intentase. E igualmente daban por hecho que las corrientes, y los vientos, les repelerían el desembarco. Se corrió la voz y se le dejó hacer.


Al timón siguió incluso con sol, y con éste bien alto, desde la cofa gritó Patata tierra. ¡Tierra! Cuba. Su hacienda. Y la mar plana y los vientos cálidos. Asombrados los boyuyos por lo suave de una maldición que se decía de acero, dieron a entenderla cuando apenas quedando un tiro de piedra para coger puerto el aire cambió, y empezaron a escorar el rumbo. Repudiados, paralelo a los cien pasos luchó como un jabato Portento por mantener el navío, y a ratos lo consiguió, pero enseguida una ola traviesa o un soplo contrario le sacaba de su curso y derrotaba a mar abierta. Y vuelta a luchar con la rueda hasta que en cierto punto, paraíso que algunos conocían, se echó el ancla. Portento arrió un bote y se puso a los remos. Unas paladas sí que dio, pero raudo la corriente se volvió más fuerte y quedó el bote ingobernable; aunque hubiese llevado cien brazos. Entonces se tiró al agua. Y otra docena de brazadas se acercó nadando a la isla pese a serle contraria la marea. Pero nunca podría hacer pie. Ver sí, pero no plantar. Nunca. Fue lo más cerca que se le consentía estar. Siempre ganaba la mar. Chorreando hasta por los ojos volvió Portento al barco y se hundió directamente en la bodega de carga. Tras él fue el capitán. Se encerraron durante un buen rato, y transcurrido, salió que se fondeaba en el sitio. Harían tarde y noche. Aprovechando que entre la tripulación viajaba un sacerdote, Fraybuches, rogó Portento se le echase un responso a la mujer, y ya que si no él, el capitán en su nombre, y en el propio si quería, que quiso, acompañar al páter para que realizase el oficio; al cura no se le daba opción.


Fueron unos pocos los que desembarcaron. Los boyuyos, Congrio, Patata, el capitán y Lortom, que aprovecharía el servicio, pese a ser protestante, para echar rezo a los compadres; cayeron en la descarga de fusilería que dragó las velas del Kalcenite. También la espicharon Vicente y Vizcaíno, y dos de los recién embarcados en Cádiz. Aunque sus cuerpos se hubiesen consumido con el casco de la antigua Psiconauta, en el panteón de la familia de Portento bien podrían dormitar una oración. La Rebonita tenía cripta. En roca viva estaba labrada y allí descansaban los restos de la esposa y dos hijos. Patata, que casi todo el hilo de la truculenta historia tenía devanado, hizo reseña al dato, y cómplice, con un guiño, invitó a la pandilla a que le siguiese. Bisbiseando los latines quedaban el capitán Verrugo, Lortom y Tancredo, que a guisa de monaguillo vestido, con envidia, observó a los muchachos tomar la vereda de la mansión. Bueno, vereda, vereda, no. Senda, que aquello era selva y difícil resultaba el paso. La gravilla moría ante unos matojos de margaritas gigantes, y si ellas no hubiesen estado, en su lugar estarían los peldaños de la puerta trasera. Buscando la principal bordearon el edificio viendo a ratos el desconchado de las paredes restañado con iris floral, y algún marco de ventana enmarcando un jaranillo. Y pájaros. Muchos. Al trotar, entre arbustos y lianas salían desorientados de sus nidos. Hasta una gallina salvaje, que enfilando entre revoloteos el mismo itinerario que llevasen ellos, dobló el ala y entre las columnas del pórtico de entrada encontró nuevo escondrijo. Arriba, en el tímpano. Tras ella aparecieron los chicos al galope, y una vez dentro del cochambroso caserón, se dieron de bruces con un bicho horripilante, de cincuenta ojos, y entre pies y manos cien extremidades. Y chillaron. Y gritó el bicho, claro. Retumbó la casa al eco y la estructura crujió. Eran negros. Esclavos


fugados de una hacienda próxima que por el momento, a la espera de ser encontrados o ser encontrados, se lamían las heridas de las cadenas y latigazos. Tenían más susto estos que los chicos, y pavor, y aguas mayores se hicieron encima algunos, cuando irrumpieron en el salón los que andaban de sepelio. Temiendo fuese la banda de linchamiento amagaron la estampida los negritos, mas descerrajando un tiro al techo todos quedaron en el sitio a la voz del capitán Verrugo. - ¡Alto la negritud! -ordenó Verrugo con un timbre sincero- No corráis que no os va a pasar nada. Y fue verdad. Nada les pasaría ni les pasó. Una vez libres de grilletes, y aplicados ciertos untos, los hombres dijeron pertenecer a una hacienda cercana propiedad de un tal don Manuel, que tras pasar la bota acabó siendo Manolillo, cuitado y jefe mediocre, que desde que llegase su socio, o un delegado de éste en su nombre, había puesto la plantación patas arriba. A su aire antes iban los negritos pues al patrón le iba mal el sol de la latitud y tomaba para la insolación, y al llegar la noche tomaba por precaución, tomaba a la mesa y a deshoras, tomaba, y ellos, bailándole el ron, hicieron de la hacienda bachata mas no negocio. Vamos, que de España venía gente con mano resuelta para que se cumpliesen los plazos y las cuotas. - ¿Y aquí os escondíais -incrédulo preguntó el capitán Verrugo- porque sabíais que aquí no os vendrían a buscar? - Así es, señor. La lengua no me miente si digo que así lo pensamos. - Y por qué aquí, tan cerca de la hacienda dónde malvivíais. - Porque precisamente aquí, a esta casa, nos destinaron. - ¿Os iban a traer a trabajar aquí? - Sí, tal que lo dice usted fue. La compró el amo. Nos trajeron y nos dijeron que al día siguiente empezaríamos a roturar la tierra. “Gandules” que fueron sus palabras, señor “Gandules, ahí os quedáis y mañana al albor ya me estáis haciendo rozas que luego vendré yo”.


Pero no salimos, no. Nos escondimos entre las ramas del tejado y fingimos ser pájaros. - ¿Y no vino? - Sí vino. Pero al convertirnos en aves no nos encontró. Y nos buscan. - Y qué vais a hacer. - No movernos. Llevamos dos días intentando cazar la gallina pero no hay forma. - ¿Ni haciéndoos el gallo? - Ni haciendo; es muy lista. - ¿Y después de la gallina qué? ¿Seréis capaces de llegar a comeros unos a otros? - Abiertamente no hemos hablado, señor. Pero uno que tuvo abuelo libre dice que los de su tribu los domingos se comían un misionero. Y la carne es carne, sea de blanco o de negro. - Yo tengo entendido que se le puede sacar sabores. Enlazando al caso se les ofreció tajo a los negritos. La vida. Se les propuso embarcarse, pero libres, en la Psiconauta, o de otro modo, no queriendo el enrole, sin ningún compromiso, salvo el pago que acordasen, podrían desembarcar en cualquier punto de la ruta. Embaucados al manejo de la palabra Libertad firmarían hasta fin de viaje. Fraybuches y el capitán Verrugo volvieron a la cripta, Lortom y Tancredo acompañaron a los nuevos, y los chicos, perdido el encanto de explorar la casa, en la escalinata principal quedaron sentados mientras esperaban que finalizase el oficio. - ¿Tú me traerías flores? -se dirigió Patata abiertamente a Herejía- ¿Y un cura? - ¡Yo! -casi fue tono de indignación lo del muchacho- ¡¿Por qué te iba a traer flores yo?!


-A mí no me mires -evitaba Congrio que la mirada del chico le inmiscuyese en la conversación- A mí me tuvo desquiciado hace tiempo. Está loquita de atar. Ten cuidado si te ha elegido por novio. - Oye, si buscas mozo malo mi amigo Rastrojo es peor que bastardo de encomendero. - Olvidadme. A mí me dejáis tranquilo porque sigo convaleciente -sin desviar su atención del mar se excluía Rastrojo- Sí -dijo Patata- y que lo sepas para que te duela, pero antes que en ti me fije en Rastrojo. Lástima... de mano. - Si es requisito estar completo a mí me faltan las uñas de los dedos pequeños de los pies. Y varias muelas. Y un desgarrón que me hizo un jabalí soliviantado. Y en el muslo una coz de borrica. Y muesca en un hombro por una víbora que me acertó durmiendo. Ah, y una roncha en el tobillo por un canto vivo. - Y la pedrada que te dio Perdigón en la ceja. - Y eso. - Jo. Sois un asco -Patata la vieja reaparecía- Unos críos. Tú y el amigote. No se puede. ¡Hombres! Todavía voy a tener que pasarme a las mujeres. Cazando las últimas palabras al punto llegaba Fraybuches para echar mirada a la chica y santiguarse ¡Jesús, qué juventud! Los chicos estaban perdidos, y las mujeres lo estaban antes de embarcar, y Tancredo ¡el jodío!, hasta él, Fraybuches, de ron llenó el copón y agustito subió al barco y se unió a la fiesta que se daba. Y allí volvió a llenar el sacrosanto vaso. Y cantó. Y bailó. Y se quitó la sotana y haciendo molinillo la tiró por la borda al agua. Y dijo que aquella era su última plegaria.


Palabra que hizo, pero, por la mañana, negaba. Porfiaba haber firmado, haber roto la botella. Negaba a tacha lo que se le refrescaba mientras como uno más, integrado, trajinaba para levantar el trapo. No recordaba, no creía. Y creyó, y recordó, cuando habiendo costeado cinco millas en dirección al cabo de San Juan les salió a la vista la hacienda del vecino. La de los negros. Volcados los trabajadores en los campos, compartían la frescura del porche el citado Manolito y el esbirro que llegase desde Europa. De los hombres al agua mediaba un caminillo de gravilla y un muelle que echaba brazos hasta dónde había buen calado. Allí amarraba un buick con pabellón de la corona española; y gallardete meritorio de don Opulento. A su servicio e intereses iría la nave y su tripulación. No por ser rencorosos, que lo eran, sino por probar a los nuevos en diferentes puestos, se ejecutó práctica de artillería contra el citado porchecito y navío. Con diez o doce cañonazos echaron a pique el barco y provocaron tal estrago en la hacienda, en el caserón, que los esclavos de la plantación abandonaron los aperos y corrieron en desbandada. Dos días estuvo muerto, o eso supusieron, porque en ese tiempo no se movió, al tercero, balbuciente, ordenó el capitán Bichomalo, antes de desfallecer de nuevo, que se pertrechase la nave y a él se le llevase al camarote. Estando fondeados en Arrecife, que allí se llevó La Roda, efímera Quemarropa, presto se llenó la bodega y se sustituyeron los aparejos dañados al ventearse al oficial de guardia las credenciales fideicomisarias que expeliese D. O. A la vista del tampón y firma, y amigos de no tener jaleos, se puso a disposición del capitán don Rui Bichomalo hasta dos cañones nuevos con sus operarios. A la segunda o tercera semana de travesía, en un punto cualquiera del Atlántico, Bichomalo recobró la consciencia que no le abandonaría hasta que de forma voluntaria se sumiese en los vapores del tinto; que haría.


Poco más se podía hacer cerniéndose al barco un mar encrespado. No quedó más remedio que encerrarse en las tripas que hacían casco y sobrellevar el temporal; huracán, que con el nombre de Abelardo, repartía sus últimas toses entre los navíos que encontraba. Llegando a viajar en su cola en nada cruzaron el océano y dieron a recalar en las Antillas Menores. Barbados, Martinica y Dominica tocaron buscando información, mas nadie sabía nada de la suerte de ninguna embarcación que atendiese por Psiconauta. Todas las islas, todo el Caribe, sufrió los bufidos del Abelardo y las playas estaban llenas de restos. Españoles, ingleses, franceses… No quedaban banderolas en los pecios y así era imposible saber. - ¿Qué hacemos, capitán? -en Puerto Rico dio por seguro Flojo Laxo que por allí no andaban los que buscaban- ¿Qué rumbo pongo? - Tú qué pondrías. - ¡Ya estamos, jefe! A usted le hará mucha gracia preguntarme, a mí ninguna. - No seas agonías que hasta ahora no me has fallado. ¿Dónde irías recién llegado de España al Caribe? - ¡A Cuba, toma! Me compraría dos puros de dos palmos y luego me iría con una guajira al catre una semana. - Imagina que no fumas y eres maricón. - Entonces trincaría dos buenas botellas de ron añejo y me iría al negocio con un negraco. - Vale. Pues saciado estás de todo lo perentorio. ¿Dónde irías? - A ver a un amigo que tengo en Camaguey para decirle que la vida es estupenda. - Hale, rumbo a Camaguey, Flojo. - ¿Y si ellos no conocen a gente allí? - Flojo, no me jodas. A ver si te tengo para dar respuestas y ahora te me vas


a poner a plantear preguntas. Pon rumbo a Camaguey que es lo que tienes que hacer. - Está en el interior, capitán. Sólo se puede llegar a pie o en burro. - Con lo que les voy conociendo no creo que se alejen de la nave, no. Flojo, me dijiste tú la otra punta del mundo ¿no? ¿Lo es el Caribe acaso? - Depende. - ¿Justo la otra punta de España? - No patrón. Un alto a medio camino lo más. La antípoda de España debe andar por el otro lado del globo terráqueo. - Ponme proa al punto, que es lo que te llevo diciendo desde el principio. - Estará muy lejos, capitán. - ¡¡Canallas a los trapos!! Bichomalo sin ser de origen muy portuario se hacía entender. Aunque el sable que desenvainó dejó apuntando al frente, Flojo y todos comprendieron la orden y maniobraron en consecuencia para coger el Canal de la Mona. Cruzaron el cacho de Caribe que tributaba a las Antillas Menores y por el pasillo que hace Trinidad y Tobago volvieron a salir al Atlántico. A costear el Cono Sur. Y bien de días estuvieron aunque a los hombres, y al propio Bichomalo, les supiesen horas por lo bello del paisaje. Tan bello, que tuvo Bichomalo miedo de deserción masiva y mandó cabotar poniendo dos horizontes de distancia. Mejor tres, que a un baturro escuchó decir que nadaba muy bien. Así pasaron de largo las Guayanas, las bocas del Amazonas e Isla Rata. Se enfrentaron al Atlántico Sur con determinación, y allá por los finales de la primavera en España, otoño austral, llegaban al Río de la Plata para carenar. Buenos Aires. Buenos Aires. Ja. Tanto había sido exprimida la zona por la madre patria, que al izar


orgullosos la divisa para coger dársena, La Roda sufrió abucheo y bombardeo hortofrutícola por parte de la chiquillería local; no se les dejó atracar. Y otrotanto sucedió en tres o cuatro puntos en los que encontraron muchachos ojo avizor. Vicente López y San Isidro. - Coge muelle, Flojo -exigió Bichomalo al no temer a tomates ni cebollas pochas por ir bajo la toldilla- Si te da miedo atracar déjame a mí en tierra y fondea tú luego. Tengo que ir a dar reporte. - No vaya, capitán, no vaya, que veo las cosas revueltas. Me huelo que hartos de nosotros empiezan a estar los indianos. - ¿Hartos de nosotros? Si acabamos de llegar. - Sí, pero gente de nuestro mismo pabellón ha debido estar y no dejar buen recuerdo. Rodado que venía a estos temas, mandó arriar la Grandeza e izó un pañuelo estampado que arguyó ser blasón de la banda del moco. No entendieron la ironía por privada, mas hicieron lo ordenado y ondeando verdes varios se tomó puerto con permiso de chavalería y curiosos. Bichomalo cogió caballo y guía que se le ofrecieron por señor en el muelle, y al cabo de media hora ataba el equino a la entrada de un convento capuchino muy recóndito. - Tac, tac, tac, tac, tac... - Va, alma de Dios seas quién fueres, va -se oía al ritmo que se acercaban unas sandalias- Va, alabado sea el Señor que nos dio en los pies las gracias del correr. - Tac, tac, tac, tac... - Hermano de la premura, o pulso inquieto, va, vamos mi voluntad y yo tan rápido cómo podemos. Va. Va… Va que me arranca la aldaba. Va. Ya estoy aquí.


A la paz de Dios, hermano. Bienvenido. - Bienhallado -respondió según costumbreVengo con mando de España. Dicho nada y dicho todo. Con gestos el fraile indicó que pasase y cerrase la puerta. Le conminó a unas dependencias más profundas donde podrían hablar ajenos a indiscreciones. - Sígame, sígame buen hombre y cuénteme entretanto algo frugal de allá. De España. ¿Se ha echado definitivamente al moro? - ¿Usted hace cuánto que se vino? - Nací aquí. - Pues España sigue igual. Haciendo frontera con franceses, portugueses y moros. E ingleses que se nos han puesto en Calpe. Llegados a este punto de conversación y casa, Bichomalo cayó en que no había visto a nadie ni oído un ruido. Y nada de mobiliario de clérigos. Estaban solos. Y si aún estando solos buscaban intimidad, es que algo iba mal. - Perdone amigo pero creo haber cometido un error. - Llámeme padre Luppara. - ¿Es esto el convento de don Opulento? - No. Los padres opulentinos tienen misión pegada al muelle; para controlar lo que sisan. - Vaya. Ve, sabía que había un error. Lo siento. - Nada hijo. Qué se le va a hacer. Pero es una pena, pese a feo y pinta aciaga, me daba que no eras mal chico. ¿Cómo andas con esa gentuza? - Pagan. - Ja. Tarde, mal y nunca. No te fíes, hijo.


- Me han pedido que elimine a unos tipejos a cambio de una suculenta suma. - Tus ojos dicen que lo harías gratis. - Sí. - Si lo quieres por tu cuenta, vale, pero si cumples por ordenado… es de boludos. - No soy perro. Soy amo. ¿Por qué me dice esto? - Por aburrimiento; y que desde que cubrió cimborrio la iglesia de los opulentinos mi parroquia se ha venido abajo. Ha desaparecido. - Y qué parroquia es ésta ¿Dónde me ha traído el nativo? - Esto es lo que queda de la oficina que tuvo La Hermandad del Litoral delegada en el Cono Sur. Somos Hermanitos de lo Ajeno. Habrá oído hablar de nosotros, supongo. - Esos hermanos de los que habla... ¿no fueron bandoleros o algo así? - Ahora parece que nos vamos entendiendo. - ¡Esto es una guarida filibustera! - Banderín de enganche, sí. ¿No izó el pañuelo? ¿No ondeó la Jolly Rogers en el puerto? - ¿La bandera calavera? - Sí. - El pabellón que izamos era un pañuelo de mocos. Mucha imaginación se necesita, para ver un cráneo y unas tibias entre mil pelotillas. - Na. No se preocupe. El pibe que le ha traído, nieto mío, le da mucho a la cola de carpintero ¡y me trae cada espécimen! Y no lo digo por usted, no, que le veo hechuras de capitán de navío. - Acertó al menos en eso.


- Tampoco es tan mal nieto ¡Un capitán de navío en estos tiempos! Siendo reconocido por tal, capitán, Rui Bichomalo se sintió especial. Especial el convento, el fraile y el nieto. E incluso él. Más cómodo ahora, e insinuando que la conversación se podría alargar algo más al ser hora temprana, se quitó el sombrero y la capa y tomó asiento junto al fuego. Altar de calaña era y se sentía bien, olía a casa. - Y dígame, Luppara ¿Por qué el declive de su Hermandad, tanta competencia le han hecho los opulentinos? - Desleal. Los más desalmados de ellos han llegado a reclutar pibes de barriada. Antes de los diez años están barriendo el atrio y el cepillo, y con esa cancha ya no llegan a nosotros. Sólo perdemos socios, no se nos afilia ni el lumbago y así nos va a tocar chapar. Esta delegación, en concreto, lleva varios años sin fichar nuevos; de un momento a otro me mandarán el punto negro y tendré que irme. - Y no quiere irse. - No, la verdad que ni con la mancha me movería. “Toma mate, Toma mate, Que en el Río de la Plata Se bebe más que el chocolate”. - Adicto al sitio le escucho. - ¡Son muchos años! - Y para no tener que cerrar ¿qué necesita? - Hacer socios. - Apúnteme entonces. Hágame socio. Me llamo capitán don Rui Bichomalo. Burocráticamente hablando no era tan sencillo el adscribirse a La


Hermandad. En otros tiempos, no en estos, no por soltar un bolsorro con doblones de oro se iba a admitir a cualquiera que viniese a pegarse el pisto de espléndido ¡Qué va! Al mismísimo capitán Caimán le negaron el enganche ¡Fueron La Hermandad del Litoral! ¡Los Hermanitos de lo Ajeno! Aunque ahora, venidos a menos, decir eso sonaba tan vacío como la botella que se acababan de apretar. - Con esto que abona -rompió con la bolsa Luppara las telarañas de un arcón- puede tenerse por socio vitalicio. Antes de irse me tiene que firmar unos papeles, eso sí, y ya mandaré despacho yo a las sedes de Madrid, Paris y Londres. - ¿Me larga en cuanto he soltado la mosca? - No, don Rui. Primero me tiene que decir el nombre de su barco y el pabellón, porque supongo que usted no querrá cambiar de nombre; si me permite, viste mucho ser: don Rui Bichomalo, capitán de navío. - Es mi nombre ¡Cómo no me va a tapar! - Bien, por eso le decía que yo que usted no lo cambiaba. ¿Qué hacemos con el barco y la bandera? - No sé. El barco lleva grabado su nombre: La Roda; y al haber sido un tiempo Quemarropa también tenemos postizo para poner. - Bueno. Le dejo abierto el nombre del navío; que es habitual el andar cambiando. ¿Qué bandera ceñirá? - ¿Puede dejar en blanco también? - ... mmm... No. Me temo que bandera he de poner para poder reconocernos desde lejos. - En tal caso ponga el verde estampado que traje. - El campo verde lo tiene registrado La Hermandad Sarracena; le crearía más de un problema de topar. - Da igual. Y póngame a modo de cráneo y tibias, una bellota atravesada


por dos limas de uñas. - Se van a descojonar de usted, le advierto. No va a asustar a nadie y encima le acarreará problemas. - No se apure que yo haré que se tema la enseña boyuya. Póngame hasta la bellota con su boina y rabo. - Usted sabrá. Pero si me permite, le voy a regalar un parche para el ojo y otro del mismo corte le dibujo a la bellota. Ve -a la par que entregaba el parche enseñaba el boceto- Así queda algo mejor; la bellota con su boina, aunque con parche y sonrisa mellada. - Cierto -era evidente y Bichomalo lo reconocía- Pero no por llevar mi bandera parche también lo voy a llevar yo; y menos sonreír. - Pues debería. Natural como la vida misma, el hombre le arrancó el ojo mustio que colgaba y se lo mostró. Estaba muerto. Seco. Bichomalo lo había perdido hacía tiempo y por mucho que lo pegase daba el cante. - Vaya. Ya decía yo que por ese ojo siempre veía lo mismo. - Lo primero que tiene que saber es que en la Hermandad nos enorgullecemos de nuestras deformidades. ¡Vivan las verrugas y los callos! - ¡¡Que el capitán Verrugo vive en los cayos?? - No hombre. Hacía apología de las deformidades. - Perdóneme, con los cañonazos que llevo escuchados he debido perder también algo de oído. Le entendí otra cosa. - ¿Conoce al capitán Verrugo? - De oídas ¿Y usted? - Obvio. - De qué. - Yo hice socio al perro. - ¡Hizo usted hermano a Verrugo!


- No. A la perra. A Ramona. Con Ramona me llevo bien al ser fiel a nuestro viejo código. A Verrugo y a su gente es a quienes no puedo tragar, y de dar conmigo otra vez, que se encomienden a algo gordo. - ¿Qué le hicieron? - Me robaron el arcón de las contribuciones tras darles sello y validez a una cuota vitalicia; tal ha hecho usted. Todo fue normal hasta que puestos los sombreros y las capas, se subieron los cuellos de las casacas y me desplumaron. Se llevaron en volandas el arcón. Aun con la poca información que pudo facilitar el hombre, parecía que hubiesen escogido bien la ruta. Por lo contado el capitán Verrugo mantenía puerto franco en una isla lejana. Un islote entre muchos otros de los que poblaban las inmediaciones del Mar de Coral. En el Pacífico. Más precisión no se podía. Después del golpe de la recaudación la chusma de Verrugo tampoco se dejó ver mucho por los circuitos de La Hermandad. Y poco chisme llegaba. Al capitán Verrugo le envolvía el misterio de un tesoro. - Bueno, si no tiene más dudas… -parecía Luppara dar por finalizada la sesión e insinuaba la puerta- ... Sabe que a su disposición queda La Hermandad. - Gracias por todo de nuevo -cogiendo el gesto se echó el sombrero a la cabeza y la capa a los hombros, lo suyo, como suyo sería que siguiese las pautas, modus vivendi, del capitán Verrugo si quería dar con él- Y venga, no se haga el sorprendido, y vaya dándome la caja. - ¡Cómo! - Que le atraco. Que yo no soy menos que Verrugo. Ponga todo lo que tenga de valor en una saca y no se haga el valiente o le desparramo los sesos. A regañadientes abrió el arcón. Farfullando improperios y gastos en


botica. Poco valioso poseía el padre Luppara. Un par de muelas de oro, un crucifijo de plata que era puñal pío, un rosario de aguamarinas y una Biblia Gutemberg. Ah, bueno, y el dinero de los socios. Metido todo al morral pasó la bolsa a Bichomalo, que sin subirse siquiera los cuellos, seguía los pasos. Al talón les iría, y reculando, dando reverencia mientras salía, marchaba con sonrisa pícara. Y pumba, el nieto, de un cachiporrazo, dejó medio muerto al salteador. Dos horas más tarde Bichomalo volvía en sí atado a la grupa de un pollino que ramoneaba. Daba el animalico luengos lengüetazos a las hojas que salían de las lindes de un huerto. Iba lento pero con paso firme. Cenaría siempre a la misma hora y olfateaba lombardas o coles podridas. Zanahorias. Los padres opulentinos le cuidaban el estómago con las sobras de su sopa castellana. Y se relamía el condenado. Conocido por pellejo viejo, pese a retumbar los cascos en el empedrado nadie le lanzó una mirada, se le permitía el libre tránsito al ser de la diócesis. A su cargo decía estar Torerito, caballerizo con pocas luces, pero sobrado de valor, que a la mala suerte de medir dos dedos menos de lo que debiese achacaba sus desgracias. - ¡Ay, padre, ay! ¡Con lo grande que fuiste y la mala follá que echaste! podría parecer lamento de no aderezar su parlamento con poses taurinasPoca gana le echó al asunto que madre siempre dijo. Con media cuarta más sería el mejor. - ¿Usted es matador? -viniendo de tierras de ganado le despertó la curiosidad a Bichomalo- ¿De novillos? ¿Becerras? ¿Borricas? - De toros sería si encontrase alguien que me fabrique un estoque a la medida. - ¿No se puede?


- No. - ¿Lo ha intentado? - Sí... mm... “Prototipo en uve albacetera” llamó el armero; aunque yo creo que era un simple puñal curvado. - ¿Y? - Mal. Dos cornadas con tres direcciones cada una. Y más de no echarme un capote. - ¿Y el animal? - Creo que ahora es jefe de rebaño. - Tranquilo que le llegará la oportunidad de hacerse un nombre. Y éste será… - Primero dígame el suyo -tampoco era tan lerdo el joven para no ser consciente de las posiciones de cada uno- Dígame usted primero porque yo estoy en mi casa, en mi establo, y usted está sobre mi burro y atado. - Soy el capitán don Rui Bichomalo. - Yo, el Niño de la Taleguilla. Aunque me llamen Torerito por ser figura en ciernes y bajito. - ¿Y esto es? - El convento de los Hermanos Opulentinos. Soy el masca de las caballerías, para lo que pueda necesitar de mí. - De no contravenirte, por favor, bájame de esta bestia para que pueda pegarla un tiro y luego arrearme otro yo ¡Vaya raspa! Y no quejaba por vicio. Hecho al trote duro desde que abandonase Boyuyo, al umbral de la muerte se vio varias veces Bichomalo, pero ahora, más allá del felpudo del recibidor se sentía por el acumulo de palos. Ahora sí. El estrago del viaje en burro era puntilla, y entendiendo por tal, el tal Torerito le bajo de los lomos y colocó en un camastro de paja. Consciente de sus limitaciones, corrió el caballerizo a buscar a otro más listo que él, de no igual, al ser el encargado de fregar el dispensario. Este nuevo elemento,


el Trócola, pese a cara de idiota, de belfo ínclito, albergaba una rara inteligencia en su obtuso cráneo. Destacado monaguillo en el mismo convento, su progresión quedó truncada al beberse a pitorro seguido el vino para consagrar un año. Quedó tonto. Lelo. Ido del todo y malvado, sólo a Lucifer decía servir en los momentos de mucha amistad, y al pájaro, que corto queda pieza, fue buscando conocimientos de medicina. Torerito escondía a un individuo, que, lloviendo sobre mojado, le habían medido las costillas. Expiraba. Se moriría allí mismo. Y de enterarse los padres, les harían participar en misa de Santo Oficio. - No, no, no me endiñas el muerto. No me metas en el asunto -rehusaba cooperar el Trócola- Yo no friego la mierda que haya en el establo. Es tu reino. - Entonces, la próxima vez que aparezca un pentáculo a tiza en la rectoría, me chivo que has sido tú. - Bueno. Vamos a ver a tu amigo, pero flaco favor le haré de no estar en mis manos; a no demandar descabello. Si Torerito adolecía de dos dedos por abajo, otro tanto le sucedía al amigo pero por arriba. Al ver lo demacrado de Bichomalo, no se le ocurrió mejor cosa que recetar sangría y baños en agua fría. Medio en pelotas y desangrándose, que al mal pulso el tajo para drenar salió estocada, al muelle y al agua se le echó. Y se le dejó secar al airecillo que corría del Sur. Casi muerto, cerúleo el cuerpo, rogó Bichomalo se le volviese a atar al rucio y sin ninguna compasión se le dejase a su cochina suerte de nuevo. Pero más cuidados no. Tal fue pedido se hizo y peor que vino siguió ruta. Y así fue de huerto a tapia hasta que por una calleja de maizales dio a salir al atracadero del desembarco. Benévolos, que a fácil nudo dejaron atado, fue cuestión de tres estertores el librarse de las correas y demandar ayuda.


Flojo Laxo a ojo de catalejo recogió el gesto y mandó el esquife. De vuelta al barco se bajó al capitán a su camarote al avisar que venía con su mal, ordenó que fuesen levando anclas y que navegasen toda la noche. Y sí, hicieron sin preguntar. Costumbre parecía del hombre recibir palizas, y mientras él las acogiese todo iba bien. El mar acompañaba, y los aires, quizá buenos por el desfogue, llevaron sin más contratiempos la nave hasta el fondeadero que indicó el Sol. Dónde les cogió, allá echaron el ancla. En la bahía de Samborombón. Pero fue a mediodía, del día siguiente, cuando el vapuleado capitán Bichomalo era recibido en la toldilla con salvas y ovación. Laxo le preparó digno acomodo. Entre plumas sentado recibió noticia de dos muchachos que tras él recalaron preguntando, por si había llegado bien, y aunque de una sinceridad pasmosa, por feotes y oriundos de dónde hubiese recibido la última tunda se les apresó y puso grillos. Estaban en la bodega. De allí fueron sacados por requerimientos del capitán y conducidos a la toldilla. - Flojo, ahí dónde los ves, estos chicos son más peligrosos que la mujer del envenenador. - ¡¡Y ése quién es!! - Uno de mi pueblo que no viene al caso, pero estos dos matarifes no pueden quedar así. Tienes que pegarles una paliza de muerte por lo que me han hecho sufrir. - ¿Son ellos los torturadores? -no lo creía Flojo- Tienen cara de retrasados; ni cocidos. - No te acerques, Flojo, que son de la Orden. Cicuta. Eso era otra cosa. Mal crédito para Flojo Laxo que renegaba de olores palmatorios al haber nacido próximo a la catedral de Palma y conocer los tejemanejes desde crío. El respaldo que hubiesen podido tener desaparecía, el segundo no quería trato con escolásticos y presto a despacharlos de un


tiro se compuso. Sin embargo volvió a su idea primigenia al arrancarse el Trócola el hábito de novicio y gritar. - ¡Sí, soy contrito de Dios! ¡Aupa el Diablo! - ¿Qué dice ése ahora? -Bichomalo no entendía el sentido de la jugada- Digo que soy un pecador. Un vicioso. Un sinvergüenza. Un vividor y hombre gustoso de andar con mujeres y malas compañías. No soy el tonto que aparento. Me cago en vuestra sangre y en la leche que habéis mamado. Cabrones. Hala, ya está… -parecía un hombre nuevo- ... Ahora si me van a matar... pues eso... que a mí me habían dicho que a La Muerte se le grita. - ¿A qué ha venido esto, Flojo? -seguía sin entender el capitán Bichomalo¿Es que sólo me topo con imbéciles? - Tiene sentido, jefe. Es una variante de mi estilo pero abigarrada. Más violenta. - Más violento es el pequeño que a machete da las estocadas. - ¡Vaya fiera! Déles una oportunidad, patrón, va, no tenga usted malángel que bien me ha confirmado antes la historia. Sin vigilar gente en las gavias, que era juicio público, una goleta entró bajando trapo y echó ancla a su vera. Era la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso capitán padre prior Bautista. Un evangelizador flotante recién salido de los astilleros con yerro de don Opulento; montando cuarenta y cuatro cañones que invitaban al rezo. Diestra que se declaró la tripulación de la goleta, echaron garfios para abarloar las naves y transbordar delegación. Mal le sentó sentirse sencilla presa a Bichomalo, el barco llevaba zapadores de brega y él simples marinos, por lo cual aguantó su enojo hasta que se cotejaron las credenciales que presentó. Entonces se cuadraron. Se le ofrecieron dos


muchachos más agraciados que los que había secuestrado, pero no quiso el cambio, a su servicio los tomaba, al igual que haría con la brigada de zapadores y la propia Nuestra Señora. La tripulación no, que prefería la propia. Famosos por sus excesos y catas, nadie echó en falta al Comité de Fiestas. Ni los padres. En alguna farra andarían resacosos. Mejor dejarlos estar, sí. El mar no pintaba para que lo trotasen emisarios, y no buscando, nunca recibirían ayuda estando en Barrena; prohibida por tapu del propio rey, antes se le cortaría el cuello a cualquier voluntario para que preguntase en el Hades por ellos, que plantar pie en la isla. En nada volvería La Perla a manos boloblás y mejor no quebrantar el pacto. No recibirían auxilio, no. Al menos hasta finales de año. Hechos a la idea, Gordosumo y camarilla tomaron por morada la choza de los retratos. A Titagolda, al haberse ofrecido, se le endilgó el trabajo de hospedero y a su cargo quedó la intendencia. Es decir, cebar. De hecho desde que entrasen a la carrera en la choza no la habían abandonado. Para qué. Titagolda les traía, cocinaba, él se desenvolvía por la isla y tenía que hacer frente a sus peligros y trampas, sí. Si intentaba tomar ruta que llevase a la bodega del volcán, en seguida un obús, o un mosquetazo, le persuadían de la intención y retornaba raudo al poblado. Allí no existía paqueo. Parecían respetarse los descuajeringados chozos playeros. - ¿Misson, está usted ahí? - Oui. - Que digo yo que podíamos firmar armisticio ¿no? - Oh, être bien. Estaba cansándome de intentar hablar con estos. D´accord. - Y yo de oírle los requerimientos. No sé por qué se empeña en hablar con ellos.


- Usted no da cuartel. - Vale, pero después de tantos años deberíamos conocernos; si me insiste sabe que respondo. - Monsieur, de sobra sé que estos lelos no me oyen tampoco. Al igual que sé que a usted le molesta. Demasiado se conocían por colgar juntos. Hasta al tiempo se quedaban rígidos si alguno de los boloblás se levantaba a deshoras a orinar. Titagolda lo hacía. Se levantó de su esterilla pero no enfiló a los matorrales, se dirigió a los retratos y los descolgó de sus alcayatas. Bajo el brazo se los puso y salió a la noche. Y andó. Aunque cauteloso, cogió el camino del cráter, y comprobando que con la compañía de las telas le iba quedando el paso franco, sonrió. Y ahí paro. No siguió más. Contra un tronco caído apoyó los cuadros y quedó contemplándolos. - ¡Yo sí les escucho! -sonó cómo el ¡Eureka! de ArquímedesNo sabía si soñaba o no, pero hoy me he abstenido de dormir y les he oído. Ustedes saben todo lo que pasa aquí ¿Quién nos hostiga? - ¿Por qué habríamos de saberlo, garçon? - Por lugareños. - ¿Y por qué decírtelo? - El Sordo me firmó un papel antes de adentrarse en una cueva profunda y hacerse nicho; soy ahijado. Me llamo Titagolda. - Lo sabemos -el capitán Caimán sabía hasta de leyes- pero en artículo mortis se considerará dudosa su validez. ¡Y además el Sordo, ja! Perdona, hijo, pero tu posición es muy delicada. Estás en mi isla. Mía. Pese a lo que diga tu tribu, Verrugo o La Pachamama, esta isla es mía. - Oui, oui, oui. Su isla...


No le hagas caso, Titagolda. - ¡Misson! Me pudriré. Criaré hongos oleófagos. ¡Es la guerra, Misson! - ... Ves. - ¿Se llama usted Misson? - Oui. - ¿Capitán? - Oui. - Francés. - Oui, ciudadano del mundo. - ¿Es usted de la gente de Verrugo? - Por ahora estoy con ellos, oui. Pero me gustaría retirarme a una galería. A una buena pinacoteca. Queriendo confesar la floresta también sus secretos a rachas llevaba el viento noticia de plantas exóticas. Cantaban los pájaros nocturnos, crepitaban termes los árboles viejos. La isla era un universo de sonidos furtivos, crujidos, que delataban una intensa actividad. Sobre ellos se agitaron las ramas y apareció el Eusebio. El tití. Se descolgó a una velocidad de vértigo y agarró por el marco al capitán Caimán. Y se lo llevó. Diez veces, un millón de veces más grande era Caimán que el monito, pero ladronzuelo lo mismo el uno que el otro, arreó con el retrato por la cúpula arbórea. Titagolda intentó seguir un rato los balanceos y saltos del arborícola, pero éste, en su terreno, se demostró inalcanzable. El boloblás regresó al punto, y temiendo que desapareciese por la misma vía el otro retrato se lo volvió a echar bajo el brazo y retornó a la choza. Dormían. Sin hacer ruido dejó en su clavo a Misson y él se dejó llevar al sueño.


También durmió. Pero poco. Con los primeros rayos de sol la tripa de Gordosumo le ronroneaba la costumbre, pedía pitanza, y autónomo que le hablaba el buche despertó a todos. El príncipe seguiría durmiendo hasta que la nariz le confirmase que el desayuno estaba servido. Pescado, coco y dátiles. Y vino; que no falte. Dieron cuenta de lo puesto y hasta que llegase el nuevo aviso se sentaron a jugar a los naipes. Titagolda no. Él debía ir a revisar las nasas y palmeras que proveerían para la comida y la cena. Era su trabajo. El tinto, dos cajas, eso también, lo dejo cerca para que cogiesen los otros sin mover. Y en busca de la manduca salió. Dos, tres, cinco manos malas seguidas llevaron al príncipe a hacer un receso a eso de media mañana. Recogió de las cajas una botella y a degolletarla fue a la puerta. El mar. La bahía. La playa. Las cabañas. Estando todo en su sitio algo le faltaba a Gordosumo. Acudió a todas las ventanas para echar un ojo, y no vio nada. No descubrió lo que extrañaba hasta que al escrutar la choza que ocupaban le resaltó a la cara la mancha que dejase el cuadro. La ausencia. Sí. Había dos. Hubo dos. Y uno había desaparecido. - Oíd -dijo Gordosumo tras breve trago- Aquí había dos cuadros ¿no? - Sí -respondió Bueydemar- Falta el del bigote y la perilla; el más feo. - Quién lo ha cogido. - Yo no. - Ni yo. - Titagolda, entonces. Por qué lo ha hecho. - No sé.


- Ni yo. - Vale. Ya le preguntaremos cuándo vuelva. Quién da. - Yo -dijo Bueydemar al manejo del mazo- Soy la banca. Jugaban a una variante local de las siete y media. Las ocho en punto. Difundido el arte de tahúres gracias a la marinería del capitán Verrugo, se manejaban en las islas con auténtico oficio. No pudiendo los psiconautas montar timbas en Barrena por estar prohibido, el organizarlas en las islas próximas fue lo que conllevó la medida, claro, y que los boloblás le cogiesen estilo al asunto; crupieres hasta los mancos salieron. Fueron tiempos dorados que apenas llegaron a disfrutar príncipe y séquito pues al poco partieron los cerdos largos y desaparecieron las apuestas suculentas. - ¿Por casualidad sabéis quiénes eran? - ¿Los palistas? -a media partida le parecía demasiado amplia la pregunta a Bueydemar- ¡Qué coño los palistas! Los cuadros. El cuadro que falta y el que queda. - Ni idea. - Ni yo. - Mira Magra, si siempre vas a decir lo mismo te callas. Titagolda sí podría dar respuestas. Buen charlote echó en el camino de vuelta con el capitán Misson. El cuadro le dijo que de oídas tenía entendido que el Sordo escondía canoa entre las rocas. Si lograba dar con ella podrían salir de la isla. Al menos Gordosumo y los amigos. Él, más que nunca, determinado estaba a quedarse. Y a la búsqueda fue. Por las indicaciones no quedaría lejos si atrochaba por la jungla, mas costeando, por temor a los disparos y esas cosas, el empeño llevaría la mañana y buena parte de la tarde. A ratos pudo utilizar una somera plataforma que a embates había


tallado la mar. A pie de roca brotaba el coral. Era precioso si se iba de paseo, pero teniendo que cotejar voladizos y oquedades, la tarea fue un duro desgaste. Le sangraban las manos, los pies, descarnado se dejó un codo por mirar en el agujero dónde la halló. La canoa estaba. Bajarla del escondrijo al agua también tuvo su intríngulis. Le dio la noche. Roto que terminó, las fuerzas le alcanzaron para llegar a la playa y varar la canoa cerca de las chozas. Arrastrándose, más por cansancio que cauteloso, entró en la cabaña y descolgó el cuadro del capitán Misson. Con él bajo el brazo volvió a salir y se alejó por el camino. Desapareció sin avisar ni dejar rastro. A la mañana siguiente descubrieron la canoa. Sin noticias de Titagolda, pero con la certeza de saber dónde quedaba, se echaron al agua sin pensárselo dos veces. La mar estaba tranquila y no supondría trabajo llegar a Ahí-hay-ay. Salieron de la playa, superaron el arrecife de coral y cuando consiguieron entre las corrientes embocar a mar abierta, el familiar silbido de un proyectil les aconsejó apearse por si acaso. E hicieron bien. Fue nuevamente hecha astillas la frágil embarcación confirmando que por sus medios no saldrían de la isla. Hasta finales nada, seguro, y aún así los que viniesen se encontrarían con aguda resistencia. Oculto entre unos juncos Titagolda presenció la suerte del intento, y destrozados sus planes optó por claudicar. Contaría al príncipe y a los amigos lo del cráter. Lo que había. Mas no pudo adelantar saludo porque con restos del naufragio, y a pedradas, le dieron a entender por perro que él era el culpable de lo acontecido. Y huyó, echó a correr por la jungla teniendo más miedo a su príncipe hambriento y enojado, que a todas las ponzoñas que tupiesen Barrena. Corrió ligero y al paso trincó del escondite el retrato del capitán Misson. Conociendo la ubicación de las trampas consiguió Titagolda poner


distancia con el grupo que le perseguía, y que a gritos, y chillidos, daba cuenta de su torpeza para salvarlas. Lejos le quedaron los ay y los uys. Y los cago en Blas. Con paso más tranquilo cruzó un claro, y un cenagal, en el corazón de la isla acabó, o más allá. Tras mucho trotar y perderse fue a dar a un promontorio. Emboscada entre los fondos, hasta estar al mismo pie del árbol que la ocultaba, no se dio cuenta que albergaban las ramas una choza. Residencia de bucanero que lo menos llevaba cien años sin hollarse. Allí estaba el solitario cazador; parte de su osamenta. Y los trinchos que utilizase para desollar las bestias. Bien tuvo que funcionar el negocio al hallar dependencias para guardar holgadas diez o doce toneladas de carne o pieles. Y arsenal. Y pozo. Y silos de sal; casi todo echado a perder por la vejez. Siguiendo lo que quiso entender vereda salió a un barranco. Por él se precipitaba el agua y al pie halló otra cueva. Y también habría tenido bicho. Congregación. Más candiles, más picos, más palas. Un arcón grande, rechapado a plomo, llevaba sello de La Hermandad de la Costa, y una barrica que habría contenido agua, o vino, el de los Hermanitos de lo Ajeno. Aquello había cobijado grupo de filibusteros. Atendiendo al rumor del agua a unos cientos de pasos encontró un viejo camino de lava. Y por él ascendió hasta que como único punto de destino se le ofreció la cima del cono volcánico. - ¡Y yo queriendo perder brillo colgado en un caserón! ¡Bête comme ses pieds! Por favor, monsieur, déjeme clavado en el mismo borde y vaya a do tenga menester. Descuide de mí. ¡La mar! Oh, lala.


Aquí quedaría yo gustoso para la eternidad. - No aguantaría mucho. O vuela hasta abajo o le deshilacha el airazo. Casi toda Barrena, y buena parte del archipiélago, quedaba a tiro de mirada. Posiblemente sin bruma la vista llegase a los montes Raukumara. No obstante, lo que en esos momentos concentraba, si no la atención del capitán Misson sí la de Titagolda, eran tres furtivas figuras que acababan de aparecer en el distante seno del cráter. Voluminosas, y bien coloridas, adivinó al príncipe y al séquito. Siguiendo la senda que descubriese él darían con la entrada. - ¿Qué hay de excepcional en el cráter para que no se pueda ver, para que quedase por custodio el cuitado Sordo? -dijo reorientando el cuadro- Sabe usted qué secreto alberga, capitán. Las instalaciones entiendo que se supongan interesantes para un pueblo de desgraciados como el mío que sigue viviendo en las tinieblas, pero no creo que sea eso. Qué es. Qué se oculta ahí abajo. - El tesoro del capitán Caimán, évident ¡Qué podría ser! - ¿Está el tesoro en el barco que se ve hundido? - No. Yo soy parte del tesoro y no me noto humedad. - ¿Y no sabe usted dónde se halla? - Estoy encerrado en un cofre con otros cuadros y nada sé de mi entorno; ni ruido. Lo que sí te puedo asegurar es que sigo en la isla porque no me he sentido navegar; que notaría. El príncipe y los suyos recorrieron las instalaciones con gran sorpresa mas no pasmo. Una aldea, sí. Buena, desde luego. Bien organizada, innegable. Pero… ¿y la gente? Las mujeres, los niños, los abuelos. Y además todo ello en la tripa de un volcán. A la boca. No. Ni por todo el kava-kava del Pacífico se mudaría un boloblás decente a vivir allí.


- ¿Entonces qué tiene de interesante el cráter, capitán? - La llave. La matriz. Una plancha de plata, de unos dos pies por dos, que grabado tiene el mapa de la isla, y en el cual encajando unas monedas se da lectura correcta del plano. Sin plancha, o sin monedas, es imposible saber dónde escondió el capitán Caimán su tesoro. Aunque no es muy grande la isla, para cuando se quiera dar con él, calando al azar, el Hombre viajará por el espacio. Volará. - Por lo que dice entiendo que las monedas se tienen pero el troquel no. - Eso parece, mon ami. - ¿Y quién las tiene? - ¿Quién crees? - Los cerdos largos. - Oui. - Pero aún no han dado con la plancha; es lo que buscan. - Monsieur, me sorprende. Por habladurías tenía entendido que su pueblo es... es... ¿Peculiar? - Oui monsieur Misson. Mon village a touj´ours ´ete´ repute prour manger los chain humaine et boire l´eau de vaisselle. Titagolda esperó a que saliesen del cráter para bajar él. Anochecía. Negro el suelo, negro el cielo, envuelto en un alud de ceniza llegó rodando al fondo. Ni eco hizo. Sus compañeros de correrías no tocaron nada ¡Menos mal! No les atrajo el sitio, pero de haber hallado los silos de vino aún rondarían. Estando vacías todas las chozas que bordeaban la laguna eligió la que más cerca quedaba del galeón hundido. Entre la cabaña y el agua instaló el hogar, cuatro astillas que bailaban sombras mientras él remojaba los pies en el agua. Rebosaba mataduras. - ¿Y dónde está la plancha, monsieur Misson?


- Sólo Caimán sabrá. La plancha, este humilde cuadro con el que hablas y con el otro que hablaste, un astrolabio árabe de oro, un collar de perlas negras y cuatro cositas más, debían rellenar un baúl. Pero, error garrafal que

tiene

que

existir

para

que

quede

historia,

fue

olvidado

incomprensiblemente en una choza de la bahía. Ya no existe la choza, aunque hemos ido ocupando las que sucesivamente se han construido en el sitio desde entonces. - Y forma de hacerme con la plancha no sabrá, ¿no? - Para qué quieres la matriz, garçon. - Para entregársela al capitán Verrugo y que se me ratifique así en el puesto que me gané con el Sordo. - No te agarres a eso que el capitán Caimán tenía razón ¡Vivía, y puede que aún viva, para, y por el vino! No te pierdas al Estanislao. Y con Verrugo tampoco te hagas ilusiones, si vuelve no creo que le haga gracia que estés aquí. Si le pillas a malas, lo mismo no te deja ni explicar. - Ya me encargaré yo de ser oído antes que visto. Recorriendo su tramo de espacio la Luna acabó por iluminar el cráter. Titagolda quería dormir, evadirse un rato de los pesares para volver a ser pelícano. Y lo logró. Volaba. Alto. Tan alto que ni siquiera sabía dónde estaba al no ver tierra. Sólo el azul profundo. Meciéndose entre las nubes acertó al tiempo a reconocer un manchón. Una isla. Al sobrevolarla cayó en que era Barrena. Los mismos contornos, el mismo volcán y, sí, él mismo. Sí, se vio. Tendido en la arena negra desde arriba resaltaba tal que los peces; bien de ellos nadaban en la laguna despertando sus instintos pelícanos. Y sucumbiendo a la sangre que llama, se lanzó en picado en pos del más gordo que vio. Enorme y brillante era el cuerpo en el lago. Aplicándose a ser venablo entró al agua, y aunque abrió su enorme pala y llenó la bolsa, los peces capturados fueron mera raspa comparándolos con el cebón. Y levanto vuelo para tomar altura y repetir la


maniobra. Pero nada. No lograba capturar al que se había propuesto. Todo el sueño estuvo al empeño sin cobrar la pieza. Y cansado despertó. Amanecía, eran esas horas de la mañana que sobrecogen por tener las sombras la facultad de moverse sin Luna ni Sol; y hacían. Al principio igual que toda negrura se movieron sin hacer ruido, pero convencidas de su soledad, pues sin siquiera pestañear Titagolda observaba la escena, tomaron cuerpo y presencia de sombras obesas. Tres. La de Gordosumo, Magrabuganvilla y Bueydemar. Ellos y sus sombras entraron en un cobertizo y sacaron una gabarra. Más prosaicos en gustos e intereses, en su primera visita sólo buscaron salida del atolladero. De la isla. Buscando embarcación miraron dónde no lo hizo Titagolda y dieron por lógica. Artes, redes. Pesca. Botes. Escapatoria de la isla si cómo pensaron, que era, comunicaba el cráter con la mar vía la cueva Diamantina, vía la gruta Diadema. Puesta la gabarra en el agua al banco echaron culo Bueydemar y Magrabuganvilla; Gordosumo a la popa gobernaba la pala. Cruzaron el lago para tantear unos recodos, y hallando que uno de ellos era profundo no volvieron a aparecer, era el que comunicaba con el exterior. La estela acabó por desdibujarse. Volvía a estar tranquilo el cráter. Las chozas. El agua. El galeón. ¡El pez! ¡Seguía! sí. Sin ser él pelícano, sin tener dueño los cielos, el sabroso pez de sus sueños permaneció en el sitio unos instantes más, para al final, desaparecer también. - Mon ami, qué hará tu príncipe ¿Le irá con el cuento al padre o guardará lo visto en secreto? - No sé, la verdad. Dos botes más quedaban, pero desfondados y pendientes de apaño y vela, no servirían para nada. El único que entre melopeas reparase el Sordo


fue botado. Pensando en la suerte que seguiría el grupo, si lograría burlar las baterías, Titagolda tomó resolución rápida de ver el desenlace y corrió cono arriba. Un par de horas tardó. Pensó que habrían salido de la bahía y que debería buscarlos por el horizonte, pero no, por la boca del caño asomaban en esos momentos al haber esperado Gordosumo la hora de la corriente buena. Concebida para ocho remeros, dos de dos por dos se hacían con la embarcación entre grandes sufrimientos, el noveno, que ocuparía puesto de docena, se dedicaba a marcar la boga. Boga. Boga. Boga, ola. Ola, boga. Boga. Y sobre los resoplidos acompasados un ¡pum! Y al agua, claro. Con el silbido venía la bala, pero, milagro, erró; larga con caída a sotavento. Soñando que quizá tuviesen oportunidad subieron a la gabarra de nuevo y volvieron a la boga. Boga. Boga. Más rápido. Se abría por momentos la bahía y casi lo tenían al alcance. Mas… ¡Pum! ……… Corta y a barlovento. Arriba y boga. Boga. Tiraba la corriente de la embarcación cuando vieron perfectamente la deflagración que antecedió a otro ¡pum!

Y no oyendo el silbo se

alborozaron por creer buena la intentona, pero resultando buena la andanada la barca saltó hecha viruta. Les costó horrores luchar contra la corriente y los tiburones que pugnaban a la mar los restos. Al ganar la playa al que no le faltaban unos


dedos del pie, le sobraban unos dientes en la espalda. Destrozaitos. Morirían de no recibir auxilio. Titagolda así lo entendió y dispuesto a lo que fuese se tiró a la carrera cono abajo. Un buen rato después llegaba y sin atender a insultos y amenazas se aplicó a restañar. - Dónde estabas, traidor -Gordosumo por gestos pedía veneno para los dolores- Qué mondongos has hecho este tiempo que nos huías. Dónde has metido los cuadros, para qué los quieres. Quiénes son. ¡¿Quién nos dispara?! - ¿Los palistas? -a estas alturas de historia seguía creyendo Bueydemar la pregunta amplia- Calla Bueydemar. Explica, Tita. - No hay nada que explicar, el Sordo debe temernos por volumen y número y no da la cara. Nos hostiga y huye. - El Sordo ¿no? - Sí. -¡Mis cojones treinta y tres! Con la sepultura del Sordo dimos el día que desapareciste. Y, mira tú qué raro, a la mañana siguiente nos encontró a nosotros una canoa. - La dejé yo. - Me lo imaginé. - Tengo hambre -balbuceó Magrabuganvilla- Tengo hambre y me estoy muriendo. - ¿Te mueres de hambre, Magra -Gordosumo elaboraba diagnosis rápida- o tienes hambre y te mueres?


- Lo último... y lo primero. Y al tiempo. - Si venís conmigo, y os calláis un ratito, voy preparando algo rápido. Hago talo de coral y suero de coco; que por vagos me imagino que aún andaréis en ayunas. - No. Sopa hemos cenando estas noches, y otra sopita me abrevaría sin ascos ahora mismo -Gordosumo hablaba por su buche y por los otros- Ahí a la vuelta, junto al perolo, quedarán unos huesos; prepara con ellos algo. - ¿Cazasteis? -le extrañó a Titagolda- Te he dicho que topamos con la tumba del Sordo. Caldo. Sopa de huesos pobres. - Pues serán los restos de algún otro desgraciado al adentrarse el Sordo, por su propio pie, en una cueva de la playa para dejarse morir al más puro estilo anacoreta. Rieron la maldad. Que fuesen o no los que se comieron a la familia Cheng quizá nunca se supiese, pero que le inquietaba la posibilidad a Titagolda era evidente. Varias veces les preguntó. Les hizo jurar. Al menos, a ojos del hijo del consejero, capaces se le hacían. Acercarse a Cuba se le ponía difícil a cualquier embarcación llevando enrolado a Portento. Pero para alejarse de la isla era una maravilla. Repelidos por corrientes y olas se le hincharon las velas a la Psiconauta y surcaron ligeros el Golfo de México. A todo trapo. Sin embargo la bonanza del mar fue calmando según se perdía el efecto del repudio, y bordeando la península del Yucatán amenazaron los vientos flojera; para antes de llegar a Bahía Campeche caerles la chicha. Una bien gorda y sosa que mató todo soplo durante días. Esos días, por aburridos, y porque los chicos al haber hecho pandilla andaban inaguantables, se votó por unanimidad que se abría la Caja y se


reabría la escuela. Sí. También tenían. El propio barco, del común, sacaba los cuartos para que funcionase el invento. Pagaban al maestro, obvio, que era Bulín y de balde poco se baldeaba, y a los chavales también se les untaría, y no por chicos, porque cualquiera podría apuntarse y cobrar; pero exigente era Bulín y demasiado pedía. Querer aprender de verdad. Y sólo los muchachos se matricularon. El banco de Campeche fue el aula. Todo el arenal la pizarra y los peces las tizas que escribían las palabras. ¡Bello es el saber! Audaces ellos, exótico el sitio, circunstancial el material didáctico, unos días daban lección en las gavias como al siguiente se alejaban a remo en un bote para darla. Y la clase en sí era rara. No se oía, se hablaba, y el Tema, por más peregrino que se plantease, acababa dando enseñanza magra aun sin parecerlo. Cierto día pescaban desde la baranda de popa, hacía calor, y entre los reflejos del agua se intuían los escurridizos brillos de los peces, pero por la hora no picaban, daba el sol sin hacer sombra y el barco entero dormitaba; sin aire y a pleno sol. Un infierno. Dispensados a lo que fuese con tal que no hiciesen ruido, se llevaron el esquife grande y la campana de buceo; el ingenio diseñado por Bulín de Aguiloche permitía realizar inspecciones subacuáticas prolongadas; lo construyó él pero con el dinero de la Caja, por eso debía pedir permiso para lo que planeaba o a la vuelta podría tener problemas. Les iba a enseñar un pecio a los chicos. Un barco hundido. A pala fueron su buena hora y media bajo el sol abrasador, dando los muchachos a la manivela mientras con su compás y una carta intentaba cuadrar Bulín la posición. Y dio. Con tiento jalaron al agua el artefacto y lo lastraron para coger las siete


brazas; allí quedaría, a medio camino del fondo. En sí el invento era poca cosa. Una campana de madera sellada con resinas y plomo albergaba en su interior una bolsa de aire. Detallista que era Bulín, y que el ver mejora el entender, poseía el artilugio un ventanuco de cristal para poder mirar fuera. Era chico el receptáculo, dos personas emborrachaban el aire rápido, mas bajando por tandas, e insuflando a mano desde arriba aire limpio en la campana, lo podría utilizar todo el grupo durante la tarde. Aunque supiesen que todos iban a tener oportunidad de bajar hubo tortas para organizar los turnos. A la pajita más grande ¡que no quedó otro remedio! salió que primero iba Herejía, luego Patata y a continuación Congrio. Rastrojo, que no sabía si quería o no por intentar excusarse estropeado, sería el cuarto y último al reírle el doctor que la sal y el ejercicio ayudarían a cicatrizar; y que los tiburones, por muy olisqueadores que fuesen de sangres y flujos, a esas horas también dormían. Antes de bajar Bulín, que quedaría en la campana y le irían llegando, dio unos escuetos consejos sobre el buceo. Patata y Congrio no sería el primer pecio que viesen desde la campana, y aunque en origen Herejía y Rastrojo no hubiesen tenido lecho marino que escrutar, sí tuvieron pozas profundas y lagos; mas no conocían el ingenio submarino y de ahí la necesaria explicación. Cristalino era el medio. Y además con el vidrio corrector se disfrutaban los detalles. Orientando el ventanuco poco a poco fue a quedar la posición del cacharro ideal para contemplar el resto. Los restos. Varios barcos yacían de costado, acomodados a un talud coralino del que empezaban a formar parte. Dónde la madera tuvo alma de encina ahora intentaban echar raíces pólipos y esponjas. Medusas entraban y salían por claraboyas. Langostas habitaban los cañones. Y el ancla ¡Ay, el ancla! El ancla al haber quedado en pie, y cubrirse con rosas marinas, por capilla de La Virgen del


Carmen se tomaba. Desperdigada yacía la carga que no dormía aún en las panzas. Herejía no hablaba. Grandes cómo doblones de Felipe II los ojitos le brillaban. Y chispas se diría que le echaron cuándo Bulín le indicó que se preparase a tocarlos. Iban a curiosear entre los restos del naufragio. De los tres barcos visitó sólo uno. Era inglés por el timbre de la artillería y los recuerdos que albergaban los camarotes; armas, relojes, monedas. La carga era otra cosa. Haciendo centro de gravedad el oro y otros metales preciosos se apilaban en lingotes brutos. También había joyas variadas de uso sacro en cultos y tabernáculos. Y cristalería fina nacida en Bohemia y cuyo primer propietario tuvo el mal gusto de encargar con acantos. Lujos de mil orígenes y cien mil destinos contaban los días por mareas en el fondo marino. Allí descansarían para siempre. Antes de subir a la superficie Herejía pudo sobreponerse a la emoción de lo visto y articuló una pregunta: “¿Quién era el dueño de todo aquello?”. Abriéndole la imaginación Bulín respondió que en qué momento: antes del naufragio, durante, o después del naufragio. ¡O incluso ahora mismo! ¿Y en el futuro? Abanico que se le propuso, pidió tiempo el chico para pensarlo y tomó camino de la superficie. Le tocaba a Patata y en cuanto vio que Herejía subía se lanzó al agua. Patata trasteó por otro buque, que al igual que el explorado por Herejía, llevaba la artillería montada en Gran Bretaña. Los camarotes resultaron más pobres en recuerdos, y apenas escudillas, botellas, cucharones, y utillaje de combate, despertaron del letargo al ser manipulados por la chica. Restos indirectos hablaban de una carga más deleznable; cinchas, hebillas y embalajes, habrían encorsetado algodón, especias y tabaco. Y mucha marinería por los desperdicios acumulados.


- Qué has visto, Herejía -aún tenía Rastrojo delante a Congrio y por debajo a Patata- ¿Es difícil respirar en la campana? - No te voy a contar nada -dijo Herejía bombeando aire- Dime algo, va. Congrio es veterano y tampoco ha soltado chisme. - Es mejor que esperes a verlo por ti mismo. No busques referencias pues mal te las podrán dar al no existir palabras para describir lo que hay bajo el mar. - ¿Entonces no funciona el cacharro? ¿No decía Bulín que desde la campana se podía ver y respirar? - Y es verdad. Espera que te merecerá. Al poco salía muy ufana Patata con unos pendientes en la mano. Aros que fuesen de oreja ahora le engalanaban el dedo con el relumbrón de la experiencia. Dio vez a Congrio y éste se lanzó gritando fiero. - Por qué has cogido eso -a Herejía le fastidiaría que se pudiese y él no haber pillado oportunidad- Tú eres imbécil, chaval -dijo Patata ofendidísima- Precisamente lo traía para ti. Uno para ti y el otro para Rastrojo; pero para cuando vuelva de la inmersión. Le he preguntado a Bulín y me ha dicho que sí. Que os podía subir un recuerdo de la experiencia al no tener este viaje, al final, paso por Hornos. Eres la persona más… ¡Egoista! que conozco. No tienes otro nombre. No me vuelvas a dirigir la palabra en la vida. ¡Asqueroso! ¡Egoistón! Congrio no solo había visto otros pecios. Incluso le tocó participar en varias recuperaciones y acostumbrado estaba a entrar y salir de la campana. Se manejaba bien. Bulín aprovechó su concurso para visitar el tercer barco, un galeón patrio, español, que bajo el nombre de Ntra. Sra. Del Expolio hizo su último viaje. De esta nave, por conocida quizá, no interesaban los


camarotes. La bodega sí, la carga. Cientos de discos de plata recubiertos por concreciones aún aguardaban el molde que los transformase en monedas o barras; elaboradas también descansaban muestras en varios cofres, y uno de ellos, que ex profeso pidió el capitán Verrugo fuese izado, sacaron de las tripas del galeón. Ataron un cabo a los herrajes y la otra punta, por el momento, la dejaron prendida en la campana de buceo. Y Congrio subió a la superficie para correr turno. Tras dos intentonas vanas ganó Rastrojo la bolsa de aire. A través del cristal vigiló Bulín la inmersión y a punto estuvo de salir, mas boyuyo que era y que se hacía a todo, el pellejo entró sin ayuda. Jadeante por el esfuerzo Rastrojo emborracharía el aire por sí solo, así que el doctor intentó tranquilizarle. - Qué, qué tal, cómo lo ves. ¿Te lo imaginabas así? - No ha sido culpa mía el tardar. No veas si he extrañado la mano; no me podía impulsar. - Te acostumbrarás, tranquilo. Digo el mar. ¿Te lo imaginabas así por dentro? Intentando superar la claustrofobia aún no había posado los ojos en el vidrio. Ni tras él. Al mirar en derredor Rastrojo experimentó lo que sintió al admirar por primera vez la mar. Su superficie. Lo mismo, pero un billón de veces más intenso. No sólo la inmensidad. La densidad. La vida de los fondos. Los restos muertos que los habitaban, y el majestuoso vuelo de los peces… todo. - ¿Qué es esto? -dijo Rastrojo sin esperar respuesta al acercarse al ventanuco varios peces ángel- ¿Acaso me he ahogado y esto es el cielo? - Sí. Y yo soy San Pedro y ésta es mi oficina. Estás viendo las tripas del mar. Algo que muy pocas personas han hecho y que debería ser precepto cómo lo de La Meca para todos los Hombres. Mucho se aprendería y ganaría el planeta en dignidad.


Sin dudarlo, aunque no entendiese el amplio sentido de las palabras, Rastrojo asentía. Le apabullaba un elemento que no era el suyo y que se le antojaba mucho más complicado. Incluso cuando le sugirió Bulín hacer ruta por los restos el chico declinó el ofrecimiento. Encantado bajaría el trecho que quedaba hasta el fondo para hurgar, pero si le costó ganar la campana, en aprietos pondría a quien le acompañase si intentase adentrarse en los barcos. No. Mejor desde el sitio. Un ratito más. - ¿Se hundieron a la vez? - Yo diría que sí -respondió Bulín dejando espacio a la dudaAsistido por el doctor supo Rastrojo qué clases de barcos fueron. El modelo, el pabellón y el uso. Sin ver lo que habían visto los otros obtuvo los mismos datos, tan en detalle, que según le contaba Bulín se hacía a la idea de irlos recorriendo. Los puentes, los camarotes. Tan pormenorizado hizo el repaso el doctor que habló de un pacífico tiburón que dormitaba en la sentina, y que no siendo molestado tampoco hacía por molestar; no buscaba, pero tiburón al fin y al cabo, a Rastrojo le empezó a parecer momento adecuado para regresar a la superficie. Y echando un último vistazo, y santiguándose, salió de la campana con las burbujas por brújula. Cansados subieron el artefacto y el cofre y se pusieron a los remos. Atardecía. Dando lengua a la boga los chicos discutían lo que habían visto. Tres barcos. En lo demás no se ponían de acuerdo. - Una encerrona es lo que fue -defendía Herejía la postura- Los ingleses debieron perseguir al galeón hasta que no quedó más alternativa que el combate. Los bancos debieron convertir el lugar en ratonera. - ¿Y los estragos artilleros? -dijo Bulín abriendo la cesta de la meriendaAcaso viste señal en algún navío. - No. No quedan marcas -Patata sí las buscó y no las halló- Debieron hacer presa oreando el pabellón o con andanada de advertencia.


- Las bodegas están abiertas -Congrio ponía grano- Debían estar transbordando la carga cuando les sorprendió el temporal y nada pudieron hacer. - Por algo parecido me inclino -admitió Bulín mientras repartía refrigerioSea lo que fuese lo que les hundiese, no les dio tiempo ni para defenderse. - Yo creo que sí se defendieron, alguna espada he visto tirada -Herejía, partidario del honor, puestos a especular se acogía a la postura- Yo me defendería con uñas y dientes. - Alguno quizá sí intentase defenderse, razón no te puedo quitar, Herejía, porque no estuve presente. Pero sí he visto otros muchos abordajes y sé cómo se desarrollan. No creo que nadie se revuelva sable en mano contra una ola de cinco alturas. … Y tú, Rastrojo, no tienes nada que decir; con lo que rajabas en la campana y ahora no das hebra. - Aún sigo abajo y no atiendo a lo que habláis. - ¿Sigues viendo los barcos? - Sí. - Dinos entonces lo que ves. Rastrojo bogaba a una mano tan bien como lo haría con dos; regulín regulán. Para poder expresarse mejor, Bulín le dejó la popa y él se puso al remo. Le escuchaban. - El galeón iría para casa al llevar los discos brutos. Posiblemente fuese a tocar La Habana y enganchar el convoy de las Indias que vía el canal de La Florida regresa a España. En algún punto antes de Cuba sí sería sorprendido por los dos barcos ingleses que al merodeo trabajarían la zona del Yucatán, y perseguido, derrotó querencia a la estampida yendo a dar la quilla a estos arenales. Aquí se rindió y se le hizo presa.


De los dos barcos captores uno echó garfios y amarras para trasbordar lo interesante; debía ser el barco de brega pues en el otro iban las cosas finas y las joyas. A medio paso de la carga les alcanzó una mala ola y ahí quedaron. ... ¡Eran piratas! -finalizó con énfasis la elocución- ¡¡No!! -rotundo rió Bulín- ¡Corsarios! ¡Corsarios! -gritó Patata- Corsarios... puaj -a Congrio le salió despectivo- ¿Corsarios? -dudó Herejía los matices- Corsarios. Sí. Muy bien -Bulín abrió una botella de vino y la pasóSí señor, puaj. Corsarios. Eso que habéis visto abajo son los desechos del Ntra. Sra. del Expolio, a su lado yacen el Lord Eton y el Mylady Chop, dos fragatas bajo patente de Buckingham con las que nos vimos las caras alguna vez. - ¿Y qué pasa con los corsos? -dijo Herejía- ¿Los nativos de Córcega? - Sabes perfectamente a qué me refiero, Bulín. Por qué. - Los corsarios son inmundos. No nos gustan ¿verdad? - ¡Verdad, puaj! -escupieron al unísono Patata y Congrio- No nos gustan los corsarios por vendidos. Por mentirosos y embaucadores. Y por cursis. Llorones que van corriendo a gimotearle a la madre, a su majestad de turno, al menor contratiempo. Hijos -más que maestro Bulín hablo padre- Si alguno me salís corsario os rajo. Palabra. - ¿Por qué? -poca diferencia adivinaba Herejía entre los términos- Pirata y corsario viene a ser lo mismo. - Ay, ay, ay, ay madre, que me da un repente -Bulín dramatizó- Me está mezclando los rizavellos con el trigo y así me va a dar la carraspera.


Roto el ritmo de boga, por pura chanza dio varias vueltas sobre sí el esquife para disgusto de Herejía. Quería aprender, y no era tonta la pregunta. - Ya sé que el corsario va avalado por el sello de su rey, pero sigue siendo tan ladrón como el pirata. - Desde luego, mas no son lo mismo. Es hipócrita respaldar con un legajo un acto tan noble como el robo. El primer oficio al que se dedicasen los hijos de Adán y Eva ¡Y los padres! Que ya guindaron del árbol y así hemos salido la progenie. Un corsario es lo peor. Súbditos de la idiocia. La muerte del intelecto. El fin de la piratería noble. - Yo sigo viendo lo mismo. - No enterques Herejía porque no tiene cuerpo tu postura. El pirata de oficio no atiende a banderas, los advenedizos, los aficionados, se dan a sus miserias bajo los colores de la patria. Y el Hombre no tiene más patria que las lindes de su pellejo; a este respecto te voy a dejar un par de libros. - Ahórrese molestias que no sé leer. - Sí sabes. - No sé. - Sí sabes porque me lo ha dicho tu madre. - Depende cómo le venga el viento sabe o no sabe -Rastrojo explicó la peculiaridad del amigo- A usted me parece que le va a dar nastis a lo que le proponga. Era sabido y no le importó a Herejía que se vocease el secreto. El doctor seguía rondando a la hechicera y el chico estaba molesto. - Me parece muy bonito lo de leer naufragios, pero poco más se puede sacar. Yo también sé leer la vida de un gusano que se hará mariposa… - Te tengo oído de antes la parrafada, y triste me parece que no te hayan eclosionado hijos a una historia tan hermosa.


Para la próxima vez invéntale un itinerario a la oruga para que, por ejemplo, un aleteo suyo inspire la mano de otro Francisco Suárez. - No sé quién es ese individuo ni lo que pide, pero que poco de provecho voy a sacar de unos barcos muertos es seguro. - Ja. Tú sólo has visto un robo en alta mar ¿verdad? - Sí -sonaban a desafío hasta los monosílabos de Herejía- Y si quiere que se lo diga fino para que no me tenga por mentecato, le digo que ahí abajo están los restos de una transacción. Ni más ni menos; si lícita, o no, no me mojo porque parece que escueza el tema. - Corto de miras eres, amigo, corto -empezaba a cansarle a Bulín que el muchacho entercase sólo por ser él el interlocutor- Sublime explicación tiene el mundo con unos simples restos. Sí. Veamos… Acompañando boga y lengua el bote siguió rumbo a la Psiconauta. Bulín primero puso a los muchachos al corriente de la Alta Política del momento. El conflicto de intereses que estaba llevando a los países europeos, a las Casas que los regían, a buscar retechado a sus males en las colonias. Seguir haciéndolo. Seguir buscando piedra filosofal, remedio, o Potosí, que mantenga el fastuoso ritmo de vida de la elite europea; y las estrafalarias ocurrencias de sus obscenos monarcas. Mientras los territorios ultramarinos siguiesen exportando riquezas y asimilando presidiarios, aventureros, disidentes y sumisos colonos, la cosa no cambiaría. Cajón sin fondo eran las Américas. Jamás había vivido el Hombre en Europa con tanta pompa y boato como cuando dóciles fueron las colonias para con la madre patria. Ahora no. Y no sólo era cosa de los territorios ultramarinos españoles. Francia, Inglaterra, Portugal, se encontraban en la misma tesitura. Era el ocaso de los imperios… Bueno, ocaso no que aún quedaba intacta África para explotar en tiempos venideros. E imperios tampoco serían pues


al momento sólo se reconocía, y por extinto, el romano. Pero en fin, el naufragio era metáfora a todo. Tres barcos hundidos le dieron a Bulín para rellenar dos horas de palique con explicación magistral de exiliado, mas una goleta que vio compartiendo quietud con la Psiconauta sólo le dio para dos frases. Que escondiesen en la campana el cofre y que a mano se dejasen la faca. No dijo más. Mucho empeño tendría quien fuese para establecer contacto al haber necesitado moverse a remo. ¡Y con pabellón inglés! La Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso abandonó la bahía de Samborombón con descargas de artillería. Impaciente por probar el barco, y la milicia, no pudo esperar Bichomalo y ordenó se abriese fuego contra todo lo que flotase. Todo. Afianzado en el mando, y que corriese epidemia que al capitán don Rui Bichomalo no se le tosía una orden, se aplicó a las maniobras la gente nueva y sembrando el pánico partieron. Chalupas, mercantes ¡la propia Roda! recuerdo guardarían del incidente. Masacre. Entre humos, gritos y cañonazos ganaron mar abierta y pusieron rumbo sur; sin escalas, a la otra punta del mundo iban; o cerca. El Cabo de Hornos sería escollo, pero entretanto no lo fuese no interesaba otra tierra. Fijo al sur. Patagonia abajo surcaron el mar Argentino. Día sí, día también, probándose él, y engarzando la tripulación al barco, se organizaron supuestos prácticos. A cualquier hora. Y varios seguidos en un mismo día si se terciaba. No le aburría a Bichomalo echar mano a la campana y repicar zafarrancho. Saltaban los hombres a las gavias y bronces que daba gusto verlo. Se soltaba trapo, se abrían las troneras, y a un enemigo imaginario se le daba repaso. Por barlovento, por sotavento. Gracias a Dios los ejercicios contra supuestos barcos enemigos poco


duraban. Sabía Bichomalo lo exhausto que quedaba Flojo Laxo tras ir mucho rato gobernando el timón y sirviendo de interlocutor con los maestros de obras. Y no abusaba. - A, de la cubierta -gritaron desde la cofa- ¡¡Por allí resopla!! -¿Quién tenemos de vigía? -en la toldilla el capitán Bichomalo almorzaba con los adelantados- Qué forma es ésa de informar. Que se le dé una tunda para que hable cristiano. Quién es. - Ruperto, el Tresgüevos -dijo Flojo- Hay que dejarle a su aire o se atora; padece de nervios. - Caraja con los nervios. Últimamente todos me dices que padecen. - ¡Es que llevamos un mesecito, jefe! - No os quejéis. No se hace tanto ejercicio. - ¡Uy, que no! ¿Ha bajado usted a la santabárbara a comprobar lo que se ha disparado? - No bajo porque te encargas tú de decirme. … ¿Mucho? - Casi todo. - Bien, vale. No me cuentes más porque me estropeas el vino. - Es que hay más, capitán. - ¿Y no tienes otro momento mejor para contarme? - Cuándo se deja. - Va. Qué es -dejó la copa a un lado para atender mejor- Dame estadillo. - Apenas quedan galletas rancias y el agua huele. - ¿Sólo eso? - Sí. - Entonces no es mucho. - No. Es poco ¡Y es lo único! Ni pólvora; dos o tres descargas para toda la artillería. - ¿Dónde estamos?


- Sinceramente, ya no sé si en Nantucket o a la altura del Golfo de San Jorge. - Vale -pareció Bichomalo cambiar de asunto pero no lo hizoY qué ha dicho el Tresgüevos. - Por lo que ha gritado juraría que a lo lejos ha divisado un leviathan. - ¿Ballena? - Sí. - ¿Grande? - No sé. - Pregunta. Flojo sacó la cabeza de la toldilla y a grito vivo inquirió al vigía por lo visto. Sí, era ballena, y hermosota, pues aunque bien lejos parecía isla menguada. - Una ballena azul, sí. - ¿Grande? - Más que este barco y otro que le fuese a la cola; mejor no tener chufas, capitán. - Pues la vamos a tener, sí. Vamos a hacer un supuesto con la ballena. Un ejercicio práctico. Y siendo larga, más que dos barcos, la tomaremos por convoy. ¡Señores! -se levantó emocionado- Una vez más entramos en combate ¡Y contra fuerzas superiores! ¡A sus puestos! ¡Convoy enemigo a las doce! Y tú, Flojo, húndeme el convoy y luego ponme rumbo a cualquier puerto. Tin, tin, tin… ¡Zafarrancho escoria!... tin, tin, tin... Enemigo a la vista. Tin, tin, tin...¡¡Por allí resopla!!... tin, tin, tin... Sin enemigos en los mares una bestia de tierra le declaraba la guerra al cetáceo. Y éste lo sabía; más de un ballenero había maniobrado tal que la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso al verle pese a no ser cachalote.


Macho. Enorme. Viejo. En cuanto leyó el rumbo se hundió. Y no volvió a salir hasta el cuarto de hora largo. Lejos seguía el barco, y nuevamente al verle, confirmando las sospechas del gigante, se le alidó el bauprés a la aleta caudal. Al escondite jugó con el navío tres o cuatro horas. - Dónde está el convoy, Flojo. - Temo capitán que se haya inventado ingenio que bucee en condiciones. El enemigo se ha hundido hace media hora y aún no se le ve el lomo. Pero respirará, segurísimo, y aunque no me gusta hacer daño a esos bichos, si tengo que soplarle tres cañonazos para tocar tierra, dé por cierto la sardina que esta noche marmitako. - Así me gusta, Flojo, que te lo tomes a pecho. - ¡Qué remedio! Quizá que calculase mal, o bien, el barbado salió a respirar bastante cerca de la nave, lo suficiente, creyó Bichomalo, para lanzar una andanada buena; que no. Chapoteó el agua la munición y volvió a desaparecer el animal. - Lo quiero muerto. Hundido. Si no veo sangre no tocaremos puerto. - Si el bicho es listo no es culpa nuestra. Ni suya, capitán. Dejemos que siga engullendo giusepes y jonases y permítame poner proa a puerto. Ya ve que es imposible. - Ni hablar. Estamos de maniobras y hasta que no se acaben nada. Y no acabarán. Si hubiese querido la ballena ése hubiese sido el fin, tamaño tenía, y tan cerca reasomó, por la misma panza del barco, que sencillo resultaría hacerlo astillas de un coletazo sin esfuerzo. Mas no hizo. Le bastó cargar contra la amura de babor para que cogida de imprevisto la marinería tuviese que asirse a cualquier saliente para no rodar al mar; tal hizo la carga


que no iba bien fija. Barriles, fardos. Hombres al agua. Bichomalo tuvo a mano la suerte de cogerse a la borda. A la de babor. Bajo él la mar era carne, y un minúsculo puntito brillante debía ser el ojo de la bestia. Inteligente. Señor de mares y océanos no conocía el rostro de Bichomalo. Y se escrutaron. Nadie parpadeó hasta que por sorpresa Torerito cogió carrerilla y saltando la borda caía sobre la ballena. Puñetazos, patadas, mordiscos que intentaba en su absceso de bravura le eran cosquillas al animal. Y riendo, sintiendo quizá, volvió a dejar caer el barco con todo su peso al agua. Sacudido el casco corrió el golpazo toda la nave y muchos hombres perdieron asidero; entre ellos el capitán, que junto a Torerito, se vio convertido en pasajero del barco animado. Sin hundirse, protegiéndose con el pasaje, se alejó lo suficiente la ballena para jugar con ellos sin respeto a los cañones. Astuto que se declaraba el bruto, mandó Flojo se arriase un esquife y a él subiese lo mejorcito. Prohibidísimo tenían los fusileros realizar descarga mientras siguiesen vivos Bichomalo y comparsa, y por estarlo, ¡vivos!, tras la estela del animal fueron a remo. Millas. Millas y millas. Leguas. Ni la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso se divisaba cuando cansado el gigante de andar dándoles revolcones y trompadas, los lanzó al aire treinta o cuarenta toesas antes de volver a desaparecer. Del capitán Bichomalo no se dudaba que lo soportaría, pero Torerito, incógnita, entre la vida y la muerte estuvo en el muelle de Caleta Viva; en el Golfo de San Jorge. Allí atracó la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso con intención de pertrecharse para afrontar el Estrecho de Magallanes y no ver tierra hasta dar con las islas del Mar de Coral. A los tres días de estar amarrados en el pantalán despertó Bichomalo. Al tomar conciencia de sitio se sintió vendado. Dados múltiples puntos y yesos no convenía que se moviese, y si reír no intentaba mejor que mejor.


Torerito tardó tres días más en despertar pero lo hizo fiera, en su línea. Lo primero que preguntó fue cuántas orejas le habían dado, a lo que inmisericorde Bichomalo le otorgó en trofeo las que cortase él a uno en la Roda. Y mejoró ¡Vamos si mejoró! Mejor bálsamo no hubo en la botica que hacerle creer que salió con bien de una corrida. Y triunfador. Apoderado se le hizo Bichomalo mientras duró la convalecencia, y eso que él también necesitaba cuidados. A resultas del encontronazo el capitán perdió los pocos dientes que aún guardaba y le quedó la espalda encorvada. Feo que venía, y arreglo malo que le hizo la ballena, nadie osó siquiera mencionar la nariz. - Ruin, dónde dice que tenemos la siguiente faena. - Rui. En una plaza buena, muy buena, en el Mar de Coral; lejos. - Confíe en mí que no perderé la forma -casi recuperado en lo físico, en lo intelectual para Torerito no habría mejora posible- Le dije cuándo nos conocimos que matador era. Y soy. Le voy a hacer rico. A usted y a mí madre. Os voy a vestir de doraos. - Gran mujer sería, sí. - Grande, aunque no muy aseada porque mi padre también se quejaba. - No echemos tierra, maestro. - No. Mejor no; que está muerta y capillita le tengo prometida; le hago. Y ella de virgencita, claro. - Muy loable por tu parte el tener presente a tu madre y a mí en cuenta. ¿Sigues sin recordar? - Sigo. Debía ser morlaco azulón por lo que me arrimé y lo grande que lo vi. Pero nada más. No retengo más en la memoria. Bueno, también me aflora recuerdo de otra tarde de gloria en la monumental de Ronda…


¡Y fíjese qué extraño que juraría no haber pisado Europa! - ¡¡Hasta aquí hemos llegado!! Tú eres un sinvergüenza y un jeta, y aunque mucho se hable del proyecto, que yo sepa aún no se ha puesto un solo ladrillo -por aficionado le dolió el embuste a BichomaloEmpiezo a cansarme de tanta charlotada. Vamos -y tanto si estaba recuperado como si no la orden fue tajante- ya estás subiendo a cubierta y oreándote. Me vas a hacer un mandado, sí. Ve y dile a Flojo que quiero hablar con él, que venga a mi cabina. ¡Ah! Y en el trayecto te espabilas o de la verga te cuelgo a la próxima tontería taurina. ¿Entendido? - Hasta la polisemia. Torerito era el favorito del capitán ¡Huelga negarlo! Dos veces seguidas le había echado mano al cuello y no para estrangular. La primera persona que sin recibir nada a cambio, ni esperarlo, ponía en peligro la vida propia por ayudar a Bichomalo. Ojo derecho le hizo, y al faltarle el propio al capitán, todo lo que hacía Torerito, lo que proponía, se llevaba a cabo. Y ganó el barco, sí. - Aquí me tiene, jefe -tras tocar a la puerta Flojo Laxo entraba sin esperar autorización- Me ha dicho Torerito que me demandaba a su vera. - Cierto. ¿Está todo listo? - Ahora sí. Saliendo cómo salimos de la bahía de Samborombón, ¡locos!, abocados estábamos a recalar o tendríamos desastre. No sólo olía el agua. Sabía. El día que quedó transpuesto se abrió un barril y cayó enfermo todo el que probó.


- ¡¿Muchos?! -temía Bichomalo nuevo contratiempo- No. Lúpulo el tinajero, usted y Torerito. - Y el tinajero ¿repuesto? - Aviado, sí. Le envolvimos en arpilleras y en el cabo Tres Puntas, antes de llegar aquí, le jalamos a la mar. ¡La tripulación comenta que usted no es humano! Contento al saber que le crecía la leyenda el capitán Bichomalo ordenó soltar amarras y poner proa al estrecho. Todo al sur. Dos semanas largas, casi tres, les llevó llegar al Cabo de las Vírgenes, boca de Magallanes, por dónde deberían adentrase para evitar el temido y legendario Cabo de Hornos. Atractivo era el atajo, mas se le dio a entender en sueños a Flojo Laxo que era ruta segura que acababa en naufragio. Tres noches seguidas soñó la entrada al estrecho cerrada con una cadena gorda. Y candado. Y no fue el único que tuvo pesadillas. Todos tuvieron. Quien no soñó con verse cerrar el estrecho sobre ellos, tuvo por premonición que peor sería aún ir por Hornos. Lo cierto es que al cuarto día de soñar lo tenían delante. Tierra del Fuego. Inquietante tal lo durmiese Flojo se ofrecía el canal que era el Estrecho de Magallanes, por contra, la mar que se movía del sur venía muy picada. Debiendo concretar la maniobra delaxó un último vistazo Bichomalo al Atlántico. Muy al norte estaba España, y al sur, que casi tocaba con la mano, lo último que esperaría encontrar sería un surtidor. - ¡¡Por allí resopla!! -gritó Ruperto, el Tresgüevos, que hasta que aprendiese se le encadenó en la cofa- La misma ballena que le zurró el otro día agita la cola; juraría que nos llama. ¿Me ha oído, capitán? Claro que lo había oído, y reviviendo la experiencia se le revolvieron las tripas y se le cortó la cena.


¡Maldito mal! Siempre en los peores momentos. Haciendo suya la voz del capitán, repicó zafarrancho de combate Flojo Laxo al haber emergido el convoy. Tan seguro lo gritó, tan a mano tenía la antigua orden, que creyendo voluntad del capitán, que no de los resortes oníricos de un segundo, la tripulación no rechistó el capricho y al último “tin” surcaban ataque. Y al sur tras la ballena que se hundía. Marejadilla y marejada tomaron. Y temporal. Aquello acabó por ponerse feo y Flojo pensó que le iba a matar la pimienta negra que echó al pollo en la tasca de Caleta Viva. Y el tocino tendría su culpa. Y el ossobuco. Al crecer de las olas le vino a la memoria todo lo comido hasta entonces. Y a la boca. Se contuvo al no tener más remedio, pero quien pudo, alegando el mal de mar, se retiró a las tripas de la nave para no entorpecer a los demás. En nada quedaban limpios aparejo y cubierta. Tregüevos encadenado a la cofa, Bichomalo desvanecido y Laxo. ¡Vaya un cuadro para una mar que no pintaba ni encrespada por furiosa! Flojo tampoco pudo soportarlo, pero buen oficial que era, comunicó previamente a su superior que abandonaba el puesto. Le costó reanimar al capitán pero al final lo consiguió; le devolvió la responsabilidad a Bichomalo. - Que sea lo que Dios quiera, capitán. Aunque haya sido un hijo de puta muy salao, que sepa que ha sido un placer servir con usted. - Qué significa eso, Laxo. No me puedes dejar el timón al albedrío o nos hundimos. - Si tiene que ser será, pero lo humanamente posible ya se ha hecho. - Aún no está todo perdido -aunque reanimado hace nada el capitán Bichomalo se hacía cargo de la situación- Vuelve al timón y tomemos el estrecho. - En su inconsciencia hemos seguido un poquito más al sur, capitán.


... la ballena. - Cuánto. - ... pssss... Bastante... Esa tierra que hemos dejado a estribor es, según el mapa, la última isla del Atlántico. Ushuaia. - ¡Tus muertos, Flojo, qué has hecho! Nada pudo contestar pues con el último vaivén le salió la cuajada. Poniéndose la mano en la boca bajó Flojo con los otros a echar el hígado y algún rezo. Se necesitaba. En un rinconcito de la bodega Torerito pintó una virgen e hizo capilla provisional pinchando escapularios. Era altar privado, mas siendo encrucijada el momento, en derredor clavaba rodilla la aguerrida brigada de zapadores. Torerito también estaba muy nervioso, al revuelo y salirse de madre la mar le dio por pensar que esa tarde confirmaba. Todo se le movía confuso por la emoción ¡Qué nervios! Le dijo su apoderado que estaba lejos y era plaza difícil, exigente, y creía al notar moverse el firme y gemir al animal. - Voy para allá -besó la tarima Torerito y se santiguó- ¡Que Dios reparta suerte! - Dónde vas inconsciente -le cortó el paso el Trócola- No ves que sin plomos te va a barrer la mar. - ¡Albero! Y dónde yo toreo no se barre, se cepilla. - Cómo quieras. Pero si vas a salir lástrate. Toma -le calzó chambergo y botas- No salgas a cuerpo gentil. Enfundado de marinero torero subió a cubierta y encontró al apoderado bregando con el timón. Tonto e inútil era el esfuerzo porque a ratos el culo del barco no tocaba agua. Ni la panza. Pero quedaba bien, bueno para su leyenda pues tras Torerito subió el Trócola y al instante bajaba con el cuento. ¡El capitán porfiaba el rumbo a la mar!


Mala intención tenían las olas y a su giba montaron a la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso. ¡Qué nombre! ¡Qué olas! Ni que malas entrañas tuviesen azuzaron la embarcación para que volcase. Arriado todo el trapo, que fue de lo último que trajinó la marinería, no quedó más lino en los palillos que el que urdiese la ropa de Tresgüevos. Atado a la cofa veía a ratos la mar a palmo. Y gritaba el condenado, pero no se le oía, gesticulaba cuando no colgaba de la cadena. -Aquí estoy, Ruin. ¿Dónde está la bestia? - …Dices, Torerito -se estaba atando Bichomalo con cuerdas al timón y mucha atención no prestaba- Diga dónde está la fiera porque ni público veo por lo concentrado que estoy; mas la siento. ¡De doraos os visto! - Vete para abajo, muchacho, aquí las cornadas son gélidas. - Sin miedo. No le defraudaré. Sólo dígame por dónde va a venir que lo esperaré a puerta gayola. ... Perdóneme -in extremis Torerito confesaba- Ya sé que le debería haber dicho que tampoco veo una mierda de cerca. Lo sé. Pero como siempre es el toro más grande que yo, a bulto me oriento. ¿Es problema? - No, desgraciado, no. No será problema. No pasa na. Tú vete a la proa y prepárate, que pa lo que vas a hacer abajo, bien puedes hacer tu faena postrera aquí. Pero eso sí, agárrate bien pues yo te diré cuándo nos amurca el toro. Testigo de la conversación volvía a ser el Trócola, y al momento bajaba con el cuento ¡El capitán contraatacaba!


Ceñido a maroma al timón, aunque inútil, Bichomalo se dejaba el resuello intentando gobernar la nave. Giraba el timón aspa loca y con él le iban los brazos, descoyuntándoselos y sacándole gritos de dolor que hasta ahora nadie le había sonsacado. El capitán don Rui Bichomalo tributó al mar su osadía con espantosos alaridos. Mas nadie los oyó. El Tresgüevos sólo se veía ora sí ora no engullido por las aguas, y Torerito, de espaldas, a los brazos y espumas que entraban por proa les daba pase. Y hala, hasta la cocina. Toda la bravura del mar se la llevaba Bichomalo. - Ruin, Ruin, ¿es éste? -entre furtivas miradas inquiría Torerito si el manchón enorme que se les venía encima era el toro- Si es diga para que clave las rodillas. - ¡Rui! Y lo mismo puede cómo que no. Tiempo me ha dado para memorizar los nombres de la carta y creo que es Isla Nueva. - Vaya nombre para un novillo. Porque novillo es, ¿no? Seis toros seis. Seis islas seis. Isla Nueva, Isla Lennox y las Wallaston. Luego... ¡Cabo de Hornos! Con pase de pecho recibió Torerito la primera ola del Pacífico. El brazo batió la cubierta y fue a empotrar contra la caja de bitácora al capitán. Más muerto que vivo, acertó Bichomalo a ver que según se abría la mar se desencapotaba el cielo. Al tiempo salía su gente de las tripas y se echaba a los puestos; en tropel salieron porque el Trócola contó la gesta por entregas, y aunque la mar no era lo que había sido hacía unos instantes, sin la participación de sus hombres hubiesen derivado a la Isla de Diego Rodríguez. Al naufragio seguro. Con la participación de los suyos, se metieron con gran esfuerzo en el Pacífico.


Presos de la corriente, y sin timón al quedar la transmisión hecha astillas e hilos, sólo mar les llenaba los ojos. Aprovechando que iban en río salado repararon los daños y se dieron a continuación un merecido descanso. Varios días. Chiloé hubiese tenido todos los amoniacos para resucitar un difunto: mujeres, alcohol y tierra firme no faltarían, mas derrengada que quedase la tripulación, incluido Laxo, y que el capitán cómo siempre andaba hecho una piltrafa, el caso es que la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso surcó a su antojo cuánto quiso sin buscar tierra. Perdidos en el océano se hallaron al despertar. Sin cartas. O mejor dicho, con cartas en blanco. Ni una isla, ni una marca en Dios sabe la distancia porque no la cubrían los mapas; había que empalmarlos y así le resultaba difícil calcular hasta a Flojo, que requerido por el capitán cuando tuvo ánimo confesó. - Señálame dónde estamos, Flojo -Bichomalo ofreció brazada de pergaminos- O en su defecto dime dónde está el Mar de Coral. - No me haga que le engañe, capitán. Para mí sería muy sencillo poner el dedo en la cartográfica y decir ¡Aquí! Pero sería mentirle. - Más te vale que sepas; lo de seguir a la ballena la segunda vez ha sido cosa tuya. Atrochando por Magallanes me había hecho yo una cruz dónde debía recalar. - También podríamos, al primer barco que veamos, en vez de andanada para hundir, tirarle salva para llamar. Y que diga. - Venga, proa al punto Flojo ¿Dónde dices que podremos preguntar? Así era el juego que se traía el capitán con su segundo. En el brete de ponerle el cañón del mosquete a la nuca le situaba para que diese todo lo que llevaba dentro. Teniendo la vida a cuenta sencillo es tomar decisiones


que den para un futuro. Si el capitán quería preguntar Flojo Laxo le llevaría de gira hasta que diesen con alguien; y rumbo al punto que pedía; que inventó el otro, vamos. Y días y días. Y semanas y semanas. Meses, y sólo agua. Hasta hartarse. Miríadas y miríadas de gotas tenía a mano el capitán para que colmasen el vaso ¡Un océano! - Bueno, amigo -le dijo una buena mañana el capitán Bichomalo a FlojoVisto que me has fallado, que en la otra punta del mundo no hay nadie, ni nada, me veo obligado, que anda soliviantada la marinería, a aplacar a la chusma con una cabeza. La tuya. - Imaginaba -dijo Flojo Laxo sin soltar el timón- Con las primeras luces les he ido descubriendo la risita a todos; me miran y ríen fino. Suponía, sí. - Lo siento, macho. Te juro que hasta a ratos me caías bien. Bueno, en fin ¿Quieres que te mate de alguna forma especial? - No, no. Lo que haya previsto bien previsto estará. - No tenía decidido nada. Al que anoche vino a negociar tu caída en desgracia, y que dijo ser cabo de brigadas, me sacó la promesa de entregarle tu cabeza. - Pues mira, me parece bien. - Entonces... ¿Tiro y tajo? - No. Corte sólo que será menos gravoso. Más fiel que gárgola de cementerio al pie de la rueda gastaba sus últimos alientos Flojo. No sabiendo qué pedir por última voluntad, y negándose el capitán a elegir por él, rogó se le afeitase y cortase el pelo; si su cabeza iba a ir de paseo, al menos que fuese arreglada. Barbero tenían y hacía las veces de sacamuelas. Subió éste a cubierta los afeites más finos que encontró, y en el esmeril, con buen lapo, avivó el filo


a un verduguillo que cortaba el vaho. Sentado en la silla, dada la primera rasurada y embadurnado para la segunda, saltó Flojo Laxo del asiento para gritar Tierra. - ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tieeeeeeeerra! - ¡Cojones, Laxo, qué potra tienes! Tierra era. Isla en medio de la nada. Hacia las costas que veían abruptas pusieron rumbo, y al cabo fondeaban a menos de media milla. Intención llevaban de desembarcar, pero divisándose lo que parecieron ser doce o trece gigantes en los alrededores se decidió echar el áncora a distancia. Eran seres colosales. Tocados a boina un toque rural ostentaban. No podían ser malas personas las que allí morasen si a los abuelos deificaron en piedra. Jefes se veían, no dioses porque mal compartirían plataforma y expresión. Moais. Sí, Moais.


CAPÍTULO XI

CORSARIOS A POPA


La goleta que acompasaba cabeceos era la Mother. La Mother in Law´s Coffin´s capitán Shulgin Hofmann. Hermanos de negocio y credo, compartían la franqueza del mar. Y aunque compadres, si ocasión tenían de putearse, tontería sería dudar que se abortase la intentona. Mas la nave apareció en plan fantasma, vacía, sin rastro de tripulación. Al despertar de la siesta cabalgaba la embarcación la raya del horizonte, y reconocida, se mandó a Pastinaka y a unos cuantos en el esquife. Al tomar contacto lo encontraron todo fregado a sangre y decidieron no tocar nada y remolcarla. Y acababan de llegar. En cuanto el capitán Verrugo vio a Bulín le llamó. Le contó lo que hasta el momento sabían y luego dejó el caso en sus manos. Bulín escrutó bordas y aparejo. Sangre había por todas partes, mas pocas marcas de lucha. Y las tripas de la nave encontró en la misma guisa. Aunque metódico que era Bulín, amante de lo recto que van las palabras en sus renglones, buscó, y halló, el cuaderno de bitácora. Allí firmaba el capitán Hofmann los últimos días de travesía. Lo normal. Que si lo bueno que les había pasado, que si lo malo. Salvo cuando se capturaba presa poca cosa interesante se consignaba en el diario. Y había. - Qué es eso que están leyendo -de pinche ejercían los chicos y Herejía preguntaba- ¿Cómo ha dicho Blasfemo que se llama el libro?


- Cuaderno de bitácora -a su lado Rastrojo pelaba patatas con tan pocas ganas como él- Pero venga, va, aplícate a la navaja, Herejía, a nosotros nos quedan dos cestos y estos mamones en nada terminan lo suyo. - En nada no, ya -dijo Congrio mostrando la monda- No des lengua que te distraen -reprendió Patata al binomio- Ven, ayúdame a picar ahora la fruta y nosotros habremos acabado. - ¿Os gusta la fruta? -dijo Congrio al tiempo que descamisaba un plátanoA ti Rastrojo sí te he visto comer, pero a Herejía hasta ahora nunca. - No le gustará. Por seco y bobo, no debe saber apreciar un melocotón Patata se sentía mordaz al saberse vencedora- Éste en su vida se habrá comido un higo que merezca la pena. - Higos y melones le he robado a los pájaros. Ambrosías. Néctar. Me encantan. Verdad, Rastrojo. - Verdad. - Yo, por lo menos, no te he visto comer nunca un cachito -al vuelo de picar ahora limón y lima hablaba Congrio- Mucho no te gustarán. - Vosotros habéis vivido en el mar y acostumbrados estáis a tomar fruta en la mesa. Yo sólo la como del árbol. No me sabe de lo contrario. Por eso quizá no entienda de sabores. No me pervierto al punto de conformarme con sucedáneos. - Muy inspirado lo tuyo -dijo Patata dando el último corte- Pero pásate de idiota, y no comas, que se te pondrán los morros guapos… ”Escorbuto” creo que se llama. Habiendo realizado la tarea asignada Patata y Congrio subieron a enterarse de lo que había pasado con la Mother in Law´s Coffin´s. A Herejía también le picaba el gusanillo. Era la primera vez en su vida que veía levantar tanto revuelo por algo que no estuviese dicho por los Santos.


Y en Boyuyo, ni eso. - ¿Tú sabes leer bien, Rastrojo? - ¿Yo? Yo sí. - ¿Seguro? - Sí. ¿Quién ha sido el mejor pregonero del pueblo? - Tú. Pero eso no me dice nada. - ¡Vaya! -ofendido se sintió Rastrojo- Y tú sólo lees los nombres de los cotos para saber a quién robas. Que queda muy chulo eso de decir de la rama a la boca, pero tú lo haces por chori. Eso es lo que te gusta a ti de la fruta. Que sea afanada. - La fruta es de quien cuida el árbol. - De los amos, sí. - Y de aquél que se coma una pieza y luego plante el hueso; que para eso dan fruta ¿o no? - Sí. Ahí me has pillado porque estoy contigo. Acabadas las patatas a ellos la segunda manga les encomendaba limpiar la verdura del día siguiente. Y se pusieron. Arena, hormigas y escarabajos hubo que ir apeando a mano. Puerros, coliflor, acelgas, todo junto en el puchero, cundía purrusalda sabrosa al toque de Blasfemo. - ¿Aún estáis así? -dijo el cocinero tomando sitio en sus dominios- Me parece que yo sé de dos que se están jugando el ayuno. Vamos, largo, para la mierda de ayuda que tengo con vosotros prefiero no tener. Al final siempre me toca a mí. No sé cómo lo hago, joder. Venga, aforati. La mar dormía o lo fingía. Sin olas. Inofensiva se dejaba contemplar mientras los hombres cenaban sentados entre el cabotaje. No era raro encontrar barcos a la deriva en una zona infestada por corsarios, mas dejarlo a bodega llena, habiéndolo fregado a sangre, no


venía a ajustarse a los patrones al uso. Matar por matar ni ellos, pues aunque los de la Mother in Law´s Coffin´s tuviesen gustos peculiares, de sus telas y joyas sí se sacaría tajada considerable; al menos en el mercado sajón. No bien hubo recogido Bulín tres indicios, y tomado cuatro notas en su diminuta libreta, Verrugo, Portento, Tizón... ¡Ramona! Todos, se le echaron encima con preguntas. No. Si alguien tenía preguntas y no tenía respuestas era él. Paz. Necesitaba relajarse, pensar, y junto al vuelo de la falda de la hechicera se le desembotaba el intelecto. Le fluía el ingenio. Estando la Luna como un plato, y la mar a mantel puesto, de imbéciles pensó el no intentar el asalto a la plaza. La hechicera. - No creo que haya sido un ajuste de cuentas -dijo Bulín apoyándose en la borda- Y mucho menos un motín. Las dos explicaciones necesitarían de los cuerpos para dar fe. Aquí lo que se persigue es desorientar. Retenernos por aturdidos. Sí. - ¿A nosotros? - A quien tenga poder artillero para repeler un abordaje a remo. La chicha y nuestra presencia sorprendería a los autores. Pero vendrán por nosotros en cuanto tengan aire en las velas. - Mucho pareces adelantar ¿Conoces al autor sin saber lo sucedido? - Creo que sí. El capitán Hofmann jamás ponía el torrotito inglés a no ser por faena; eran piratas de vieja escuela. Los que hicieron presa del barco lo estaban preparando para el corso. ¡Puaj! Demasiada sangre había visto la hechicera. Estaba harta. Tanto zumbaba el tema de la nave fantasma que ella misma se sintió pringosa y optó por un baño tras la cena. Discreta, que no mojigata al ir a nadar, se lanzó la mujer al agua y se alejó unas brazadas. Al punto se despelotó Bulín y saltó tras


ella dejando la ropa en un tonel. Aprovechando el momento Herejía extrajo el cuaderno de bitácora de la casaca; hurón era y a hacer nido subió a la cofa; a leer sin ser molestado. Pensaba dar un tiento al librillo y otro a la fruta exótica que Patata llamase “lichi” y que por el modo de rechupetearse la chica los dedos despertó en él la curiosidad. Y a la fruta sí le sacó sabor, pero al diario no. Estaba en extranjero. Inglés. Chino mandarín podría haber sido porque para el caso al chico le iría lo mismo. Ni jota. Patata, que le siguió, lo descubrió con cara de tonto intentando sacarle sentido a un párrafo. Ella le sacó del error y le puso en antecedentes del idioma. La lengua de Lortom. Desde que perdiese a los compatriotas en el desastre de La Florida, Lortom parecía ausente. Apático. La aparición del Mather in Law´s Coffin´s pareció arrancarle de la ataraxia; aunque no estuviese unido por ningún lazo al buque fantasma. Lo estuvo. Y habiendo vivido en esos camarotes tantos y tan variados sinsabores le impactó de una forma especial. Fue al primero que preguntó Bulín por todo lo que supiese o pudiese elucubrar. Y poco dijo, poca relación reiteró y en eso quedó la noche hasta que aparecieron los chicos ¡Demonio de críos! Acababa de acostarse cuando los mocosos le sacaron del coy a rastras, muy misteriosos, y le conminaron a cubierta. En cuanto quedaron solos los cuatro muchachos y Lortom, que Congrio y Rastrojo se unieron, le cedieron al hombre el libro y le rogaron que leyese para ellos. Y dijo que no. No porque hubiesen robado el libro, no, que hurto no era pues el cuaderno podría ser leído por quien quisiera, el no fue porque Congrio y Patata sabían del idioma al tomar lecciones con él. No. Ocasión buena era para practicar y recomendó leer en alto a Congrio.


Thursday 17 I´m fed up of these drunkers. They´re joined two festivities weeks for pleasure and we´re let to pass three ships. Oh, what a wonderful last times! I´m going to change the crew the first time I´ll be able to. During the first stop. Capt.

Shulgin

Hofmann Pese a que el inglés de Congrio tenía deje por silbar a diente hueco, se dejó entender. Al menos por los que tenían nociones. Herejía y Rastrojo se quedaron como estaban y no llegarían a enterarse de la traducción al asomar en ese instante en cubierta el capitán Verrugo con doña Úrsula ¡Que llamaba! cogida de la mano. - ¡Alto a la pareja! -¡click!- ¡¿Intenciones?! - ¡Esa lengua, Congrio! -dijo Verrugo hinchando pecho- Guío a la dama. Soy su esclavo; jamás su acompañante. No confundas que te caneo. - ¡Capitán! -suspiró Úrsula- Veis bergantes. El sonrojo le sacáis, perillanes. ¿Qué hacéis vosotros tan conspiradores? - Clases, Verrugo -aunque pudiesen leer el libro el modo de conseguirlo sí fue algo artero y Lortom dio coartada- Hemos vuelto a las clases; y apretamos con nocturnas para ponernos al día. - Me alegro. Y sabes que se te pagará. - ¡Hombre! A ver si te crees que Bulín y Blasfemo van a cobrar por enseñar y yo lo voy a dar by the face. Sería lo último. - Sé yo que no porque conozco a mis hombres.


Pero seguid, seguid con lo que estuvieseis. Mas no siguieron. El capitán de palabra les pedía que continuasen con lo que estuviesen haciendo, pero con gestos disimulados ordenaba que levasen anclas. No quería ver a nadie por proa, por sus acurrucaderos, hasta el día siguiente. Y hablaba en serio. Entendiendo las intenciones del viejo libertino, y cansados, se dio por terminada la clase. Ya cuando se iban Herejía pareció acordarse de algo, o haber acumulado suficiente valor para contravenir las órdenes del capitán y presentarse ante los tortolitos. Sorprendidos mientras se daban el morrete no le pudo negar Verrugo nada al chico, Úrsula abogaba con carantoñas finas y sin saber muy bien a lo que accedía el viejo dijo que sí. Que podría ojear el cuaderno de bitácora de la Psiconauta ¡pues tenían! cuando quisiese. Tal que se pone se va. Así le sucedía al aire en estos mares y con las primeras claridades de la mañana silbaron las drizas la señal. ¡Viento! Preparados para cogerlo si llegaba, Portento se bastó para soltar un par de velas y empezar la arrancada. Al crujido de las cuadernas leyeron movimiento los veteranos y se echaron al aparejo; en nada navegaban. Fue cuestión de un par de horas divisar por la lejanía de estribor tierra. Isla Pérez, y tras ella, superpuesta en la distancia, Isla Desterrada. Pero ningún navío. Así fueron a todo trapo por parecerles la mar soberbia después de una chicha tan gorda. Y cubrieron buen trecho. Antes de caer la noche les volvía a aparecer otro manchurrón de tierra muy a lo lejos por estribor. Cayo Arenas. - Toc, toc. - ¿Sí? - Soy Herejía. - Pasa calamidad.


El camarote de Verrugo no era sala de palacio ni almacén de taberna, a un cruce mulo iría el pelaje de la cabina al acoger el aparador de la vajilla buena y los arcones meritorios, sin olvidar la cama-ataúd de Verrugo y unos cuantos recuerdos personales. - Qué bueno se te ofrece de mí, boyuyito. - Lo que me dijo, capitán. De lo que me dio permiso. Quisiera echarle un ojo al libro de a bordo. - Eso tiene su precio, amigo. - Cuál. - Lo que gastes lo repones. Es decir, que por cada jornada que leas deberás consignar en el libro un día nuevo. - No puedo comprometerme a eso porque bien reconozco no estar a la altura de juntar muchas letras. - Lo sé. Y ése es el trato de todas formas. Ya aprenderás. Tras el desprendido ofrecimiento se hallaba Úrsula en la mente del capitán. Su cuerpo serrano. Su candor de viuda. Obligando al muchacho a reponer lo que leyese, el capitán se garantizaba la proximidad de la mujer, el poder pegar la hebra y lo que se dejase. Mientras el chico se enredase con el cuaderno quizá el capitán encontrase hueco para intimar con la señora. - Y eso sí, antes de cerrar el día que hagas, a mí, o al responsable de guardia, deberás presentar a la firma. - Por qué. Si yo lo escribo yo lo firmo. - Sí, pero siendo un mico y aprendiz, lo presentas y sanseacabó. O no hay trato. - Quizá no lea mucho del libro entonces. Nada. - ¡Anda tú que a mí me duele! Yo bien sé lo que escribí y escribieron. Hasta sé cosas que no están consignadas y deberían.


Herejía acabó por aceptar pues vio que de otro modo no salía del camarote con el cuaderno. De todas formas no era tan mal trato. Podría leer lo sucedido una semana y alegar haber leído sólo el domingo. O leer un mes y admitir tres días. O el año entero, y jurar por el almanaque que a los ojos, únicamente se expuso, el uno de enero y cómo ejemplo. Lo que seguro tenía Herejía era que iba a leer más de lo que pensaba redactar. El libro tenía trescientas sesenta y cinco páginas. Siendo lo suyo una para cada día, la realidad era que unos días se expresaban en diez hojas y otros en tres renglones, incluso algunos había que junto con la firma se constituían por dos palabras; días flojos, de chicha, como constaba en los que hacían referencia a la última semana. Muchas caras también llevaba en blanco al ser las del porvenir, pero siendo el libro del corriente, y adscrito a la nave que estuviese desde primeros de año, no encontró Herejía nada que no supiese. Un tanto defraudado, y por si tenía enmienda el fallo, retornó al camarote del capitán Verrugo y llamó a la puerta, varias veces, hasta que convencido del abandono del compartimiento entró para recoger del estante el libro del año pasado; que vio. Mil setecientos no sé cuanto era la fecha, que al haber sido lamidos los panes de oro de la tapa por mil rozones no se dejaba leer. Con él bajo el brazo salió. Aún quedaban un par de horas para la guardia de infantes, y entretanto tocase, tomó acomodo en un esquife y a la luz de un candil comenzó la lectura. Abrió al azar, en el punto que el uso doblegó el alma del libro y mostraba las tripas; un veintiocho de marzo cualquiera. Leída la fecha, se disponía Herejía a zambullirse en el azul o negro, que a ratos cambiaba la tinta, cuando asomó Patata media cabeza por la borda y de un soplido apagó la lucerna. Al iluminar de nuevo el pago la chica estaba sentada a su lado. En el banco. - ¿Qué lees? - Me ha dejado Verrugo.


- Eso no te pregunté. Te pedí hora de día. - Loca estás, amiga. Loca. - Tú sí que estás pirado, majo. Te vas a dejar los ojos por leer con esta luz. Espérate a mañana. No hagas cómo yo, que de cuando estuve enamorada de Bulín, me quedó el necesitar antiparras para leer. - Menudo bastardo. - ¡Oye! A que te cruzo la cara. - Loca estás, amiga. Loca que dijo Congrio. Molesto se sentía Herejía al creerse contrincante de Bulín; amor, ciego y sin edad, el hombre parecía disputarle. Y eso no. Y encima Patata, al haber descifrado el semblante del muchacho, quiso quitar importancia al asunto remarcando que el día que se consignaba en la página era precisamente su santo. Falso. Ósculo de Judas. El pie de ése 28 de marzo lo firmaba Bulín. 28 de marzo de 17… Tres con paperas y cuatro con sarampión. El resto, borrachos perdidos. Vaya panorama tengo por delante. Les dije que el alcohol desinfecta y mata los bichos invisibles que les atacan ¡Y ahora dicen celebrar por prescripción mía! ¡¡Sinvergüenzas!! ¡¡Canallas!! Bulín Doctor.

de

Aguiloche.


Mordió el libro el aire al cerrarlo. Sonó a celos. Herejía saltó del bote y sin cruzar palabra con los compadres, que acudían al relevo, bajó al camarote de guardia para coger los pertrechos y trinchas de la ronda. - ¿Qué pasa? -hasta Rastrojo olió el mosqueo- ¿Qué le has dicho, Patata? - Nada. Le he comentado que el veintiocho de marzo es mi santo y se ha trastornado. - ¿Tu santo es en marzo? -Congrio era la primera noticia que tenía- “Santa Patata” ¿hay? -a Rastrojo le pareció extravagante- Cosas de enamorados, tranquilos. Durante la ronda no se volvió a hablar del tema. Prácticamente Herejía no abrió la boca, y cuando hizo, fue porque el asunto iba al respecto de los peces. Las distintas artes que se practican para aguas diferentes. Lo variado de sus gustos. Con la trivialidad que permite ponerse en el lugar de un pez y hablar al respecto de su dieta alimenticia, del cebo canónico, les pasó la guardia. Con la llegada del viento Portento se desprendió de la morriña que le arrumaba desde que tocasen Cuba. Poco rato pudo surcar a antojo al aplicarse la marinería por la mañana, pero ahora, por la noche, en su guardia, esperaba poder disfrutar de unas cuantas horas de paz y mar. ¡La Mar! Mujer que siempre le fue fiel, a las horas que se pusiese en la ruleta allá le daba ella un pescozón disimulado en forma de salpicadura; para jugar. Y entraba al trapo, claro. Con media vela Portento sacaba el rendimiento de una entera, y colgado todo el lienzo más veloz que la infamia hizo un montón de leguas ¡Casi doscientas! ... Bueno, la mitad. A eso de la hora de sus abluciones, entre Cayo Arcas y los Arrecifes Triángulo, acababan de pasar. Sur suroeste. Metida la proa en bahía


Campeche, y el bauprés clavado a Coatzacoalcos, parecía saber la nave por sí sola dónde buscar amarre. Mas no debía ser fenómeno anómalo, no, porque ocasionalmente, otras luces, otros barcos, la misma disposición parecieron tomar. Estarían lejos. Posiblemente tan lejos que la derrota ulterior que siguiesen los llevase a tocar Agua Dulce, Alvarado o la mismísima Veracruz. En rumbo iban unos y otros y, yendo delante la Psiconauta, a flor de indiferencia le traían a Portento los destinos que titilaban a su espalda. Nada temía. Nada esperaba. Y tampoco le importunó, ni sorprendió, que con las primeras luces de la mañana los barcos de la zaga se declarasen ingleses. Viejos conocidos pues a ellos mismos fue a quienes robaron en La Florida el casco que ahora llamaban Psiconauta. Sí. Ellos fregarían también a sangre la Mother in Law´s Coffin´s con la intención de convertirla en embarcación corsaria. ¡¡Puaj!! Puaj, puaj y puaj. Con la Psiconauta lo intentaron cuando sólo era Kalcenite capitán Van Theka, ahora, ¡Psiconauta! ¡Capitán Verrugo! Ni por el forro de los cojones consentiría Portento que acabase el barco en esos usos. ¡Y en ésas manos! Jamás. - ¡Tin, tin, tin... A cubierta. Tin, tin, tin, tin... ¡La pérfida Albión nos ventea la estela! ¡¡Corso a popa!! A bordo de la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso se hizo porra. Al no venir la isla en sus mapas el capitán Bichomalo tenía el honor, y


derecho, de dar nombre al terruño. Y se le ocurrió, raro, dar el propio por bautismo. Isla Bichomalo, sí. Pese a sonar de miedo, Flojo le hizo notar que en tal caso la tripulación sería reticente a desembarcar. Por el contrario, si al albedrío de la tropa dejaba el pasar por la pila, les podría pedir que el resto de viaje sólo se impulsasen a remo, que por lo menos, el que se alzase con el premio, intentaría cumplir su palabra; difundirla más que nada. Isla de las Mochas. Isla Perdida. Isla de los Gigantes. Isla Ombligo... Isla que te isla tantos hombres, tantos nombres, se dejaron oír y se votaron a mano alzada. Tras varias rondas y descartes, y jugar el comodín de las amistades, cuatro proposiciones parecieron alzarse con las simpatías de la mayoría. Era cuestión de elegir entre Isla de las Estatuas, Isla Perdida o Isla Tronchamozas. Y no sonaban mal, pero como Isla Bichomalo... ¡Ni comparación! Así debió entenderlo el capitán al zanjar la cuestión con la amenaza de otorgar a póstumo el orgullo. E Isla Bichomalo quedaría al no presentarse voluntarios. Después de unas horas fondeando, y no divisando rastro humano, se largaron al agua dos botes para explorar. Allá fueron a golpe de remo cauto y a eso de lo que sería media mañana tocaban tierra. La playa. Chiquitita y mal comunicada, un caminillo gorgoriteaba la pared del acantilado dando senda a conocer. Por allí tomaron para desaparecer al catalejo. Abordada la isla por lado abrupto, una vez cogida altura la cosa cambiaba. Plana. Despejada. Ni un árbol. Verde, verdín y matojos daban poca sombra para lo que picaba el sol. Quizá por eso llevasen los abuelos bonete. Lo menos la docena se alineaban al quicio del acantilado, dominándolo, escrutando a ojo tallado un horizonte vacío. - Flojo, dónde están los artistas.


- Al uso español, capitán, estarán en la cantina. - Listo eres, Flojo. Listo. Busca, rastrea, dame paradero seguro porque la segunda mano del rasurado la sigues llevando puesta. - Si hay que pegar la nariz al suelo mande a Tochachata. - Y ése quién es. - Servidor, capitán -se adelantó el hombre un paso y se cuadróTochachata me llaman porque un perro me comió la nariz siendo crío. - Hale, majo, tráeme réplica a la conversación porque vosotros me aburrís. Búscame un desconocido. - ¿Mande? - Flojo, traduce. - Que dice el capitán que te vayas al trote a buscar algún ser vivo que tenga nociones del mundo. Que sepa dónde vive. - ¿Ein? - … ¡Pum!... - Era buen rastreador -quejó Flojo- Pero lento. Ve tú porque tuyo es el compromiso y a ti te dije. Búscame informador. Mientras hallaba el segundo lo requerido el resto de la brigada se desplegó buscando aguada. Dieron con una escorrentía que vertía en cascada al mar, y siguiéndola, remontando, toparon con la cantera dónde dormían los abuelos. A medio despertar de la montaña había uno descomunal; de más de treinta pasos si estuviese despegado. Los útiles de la talla aún rondaban el lugar; mas herramientas rudimentarias eran pues con los romanos ya se introdujo el hierro en la cantería. Eso sí, en Europa. Mazas de piedra, y cuñas de madera, sugerían uno de esos pueblos salvajes que quedaba sin civilizar. Sencillo sería por tanto sacarles cualquier cosa,


desde viandas a información. Su buena hora y media se tiró Flojo Laxo vagando por la isla. El primer rastro humano que encontró fueron dos chozas vacías y abandonadas, pero siguiendo el caminillo que enhebraban salió a dar a una agrupación de cabañas que sí tenían vida. ¡Y efervescente! Al fragor de la refriega llegaba. Los salvajes andaban en pleitos propios, y a cachiporrazos y guantadas solventaban sus asuntos. Embebidos en los palos no se percataron de la presencia de Flojo hasta que desjarretó al aire un trabucazo. Al acto se desasieron los nativos de toda enganchada y corrían aterrorizados. Salvo uno, atontado por un mamporro, que sin ofrecer resistencia alguna se dio cautivo. Flojo se lo llevó a rastras y se presentó al capitán. Con las barricas de agua llenas, y guía en el zurrón, retornaron raudos a los botes. Y al barco. Por la tarde lo interrogarían; después de merendar porque el pisar la yerba les había abierto el apetito. Con grillos en muñecas y tobillos dejaron al isleño mientras los que participaron del desembarco compartían tentempié. ¡El capitán estaba contento y montaba festejo en la toldilla! - Pregúntale Flojo, pregunta, si ha oído hablar del capitán Verrugo... ¡o del capitán Bichomalo! -con un hueso de jamón relamido dirigía Bichomalo el interrogatorio- Y también que te diga lo típico que comen aquí; que me siento necesitado de carne. - Que dice el capitán que... - Y si sabe por dónde cae el mar de Coral. Y quién coño ha esculpido las estatuas. Y si tienen oro u especias. - Que dice... - Y mujeres. Y también pregunta por cualquier occidental del que tenga noción.


- Que... - Y si sirven a algún rey o esto es Jauja. Vamos, vamos. Dile. Interroga que es lo tuyo. - … ¡Pum! Ni dijo ni diría el otro. Allí mismo lo dejó seco Flojo Laxo de un tiro. Extrañado le miró el capitán y la compañía, por respuesta el segundo se abrió de brazos y argumentó que de ése no iban a sacar nada, que no estaba conmocionado, que era el tonto de la tribu; al que siempre se pregunta estando uno extraviado. Seguro. - Laxo... Laxo. - Capitán es que... - Qué. - Que éste además del tonto del pueblo, debía ser bastante mentiroso. ... Vamos... que no... que he sospechado que no nos iba a ayudar y para qué perder el tiempo. - ¿Seguro, Flojo? No andarás molesto conmigo por lo de poner mi nombre a la isla. - Palabra que no. - Mejor, porque ahora vas a volver a la isla Bichomalo y me traerás otro. Elige uno con el que te entiendas, porque de no sacar información... ¡ay!... te acabo de afeitar con el cuchillo de limpiar el pescado. Corre. Vuela. Nada. Fuera de mi vista, canalla. Para observar que se cumpliese lo ordenado, el capitán Bichomalo le asignó a Torerito y al Trócola. El trío calavera fue transportado a la playa y allí se les dejó. Volvieron a subir el acantilado, y siguiendo los pasos que echase Flojo, hallaron las chozas. Y la vereda. Y el otro grupo de cabañas. Mas en esta ocasión el lugar estaba desierto. Caminillo adelante, casi camino, encontraron un nuevo asentamiento. Ocho


chozas y veinte lugareños partiéndose la cara en las puertas. Quizá fuese costumbre o se viviesen malos momentos, pero importándoles un bledo, quedaron los tres de acuerdo para capturar alguno que pareciese espabilado. Y eligieron a uno que pese a no ser muy fornido, y llevar macana corta, le estaba dando una tunda de aupa a otro mucho mejor pertrechado. El chiquinajo, al tiempo que tenía cuita abierta con aquél, tampoco dejaba pasar la oportunidad de arrear a cualquiera que le cayese a mano. Ése fue el elegido, y habiendo cosechado frutos con su rudimentario estilo, Flojo Laxo repitió. Se acercaron cuánto pudieron y en un momento acordado pegaron un tiro al cielo. A la estampida rompieron los lugareños y ahí fue cuando Torerito y el Trócola interceptaron al nativo. Por si fuese mudo, que a Flojo le escamaba que no tuviese tara, el segundo por su parte también placó a otro. Y yendo tres, con un tercer salvaje se hicieron al torcerse uno el tobillo y quedar a merced. Tuvieron que calar la bayoneta para hacerles entender que los palos de humo, y el pincho, también podrían hacer daño. Cuando comprendieron que mala fuga harían, dejaron de forcejear con la maroma que les ligaba por el cuello y marcharon dóciles. No obstante el que se intuía joyita no iba cómo se presupone marcharía un hombre con traílla. Lucía contento. Abría los brazos y aleteaba. Y miraba a los compadres con una arrogancia que no era lógica en su situación. Despectivo, vamos. Al llegar al acantilado comprendieron la necesidad de soltar las manos a los isleños si querían que alguno llegase al fondo con dientes. En cuanto sintió libres sus muñecas, el altivo explicó la razón de su estado anímico con palabras y gestos; a sus paisanos con lo primero y a los psiconautas con lo segundo. Se interpretó que era pájaro, hombre-pájaro, campeón y adalid de su Casa. Invencible. Semidiós. Iba a volar hasta el agua, a sortear corrientes y tiburones para encaramarse a un peñasco que afloraba próximo


y en el cual hallaría un huevo que contenía la jalea del dios completo. Su poder. Y nada podrían hacer ahora para evitarlo pues a él lindaban los diferentes elementos. Tierra, aire y agua. Y el huevo, por supuestísimo. ¡Ya verían tras el cambio! Más o menos así lo entendieron los hombres de Bichomalo y por pura curiosidad dejaron hacer. Le animaron, de hecho, a coger carrerilla si le venía bien. E hizo. Debía tener experiencia en la proeza el salvaje al saltar confiado, pero a medio viaje del fondo iría cuando un soplo de aire le desplazó un par de pasos y dejó la crisma en una laja ¡Plof! Ni ruido hizo. Más sonoro que el golpazo fueron las risas que se echaron los compadres aborígenes. Tanto rieron los condenados, que perdido el rubor ajeno, los propios hombres de Bichomalo se despollaron a mandíbula batiente. Y rieron mientras descendían con cuidado el acantilado. Y rieron en la playa. Y en el bote de vuelta al barco. Y en el camarote del capitán Bichomalo. Él, no. Él, por mucho que se hiciesen entender los nativos, pues los suyos no podían dar referencias inmersos en accesos de hilaridad, él, no le encontraba la gracia al asunto. Y los mató. A los dos. De un tiro frío. - Y vosotros veréis... si acabo de recargar, y no habéis parado, os doy el mismo matarile. - Capitán -aunque cortaron en seco, a Flojo le acosaba la sonrisa en su parlamento- No se puede evitar. Es una tribu de cachondos, si conociese un poco más, siendo cómo es usted, enrolaría media isla al barco. - Venga, no me cuentes y tira pa la isla. Tráeme más. Tráeme uno que valga para darme ubicación en el mapa. Y volvieron al bote. Y a la playa. Y al acantilado. Y a las chozas, la senda y las cabañas. Y volvieron a encontrar desierto el lugar que hallasen abarrotado. Con la intención de encontrar nueva alquería conflictiva se echaron al


camino. Más grande que los anteriores era el asentamiento con el que dieron. Casi la veintena de cabañas contaron y rondando los doscientos aldeanos al uso del cayado y la retranca. Conflictivo pueblo, sí. Siendo la trifulca tumultuosa la maniobra de captura la entendieron más delicada. Bien fuese que les arroyase la estampida, o se temiese hiciesen acopio de arrojo y se revolviesen los isleños, el caso que la gente de Bichomalo se lo tomó con calma. Muy despacio, arrastrándose, fueron ganando distancia hasta quedar ocultos entre unas rocas y matas. Desde allí pudieron entender la estructura interna de la refriega que se traían los paisanos. Claro les quedó que se estaban sobando dos bandos, hermanos, que por el motivo que fuese se lanzaban a la guerra civil. Por ambas partes supusieron la presencia de hombres-pájaro, jefes de sus respectivas Casas, que aún con gentes del mismo campo debían tener cuentas abiertas. Belicoso pueblo, sí, o que la cosa en la isla de veras estaba muy mal. Dejando que se desfogasen se les fueron un par de horas más, total, que con otro par de horas se echó la noche encima. Aliada sería. Confundiéndose con las sombras capturaron unos cuantos e hilvanaron de cuello a cuello diez cabezas; tres hombres-pájaro y siete peones de brega. A la línea del acantilado los llevaron, y para su sorpresa, en la piedra donde arrancaba el sinuoso caminillo de descenso les aguardaba tea en mano el mismísimo capitán Bichomalo; con los zapadores. Acudía al punto para cotejar lo jocoso del paso, así que se soltó a los hombres-pájaro, y tal que se esperase, en aspavientos y poses articularon el parlamento previsto. Y cogían carrerilla y saltaban a la nada. A la vez entraron dos al agua mientras el otro espachurraba en la laja de abajo. Los que se tenían por peones esbozaron unas sonrisas comedidas porque en lid aún quedaban dos. Se les veía nadar entre los espumarajos de la rompiente, ora sí ora no, con potente brazada y seguridad en sí mismos,


insinuando que ambos lo conseguirían hasta que el fulgurante ataque de un escualo se llevó medio pecho, y toda la cabeza, de uno de los nadadores al azul abisal. Y también hubo sus cuchicheos; pero no risas francas. El tercer hombre-pájaro, el que quedaba, ganó la roca que daba puerto al peñasco. Trepó a la cima y asió el huevo. Y rió. Ahí cambiaron los semblantes del resto de los nativos, lo había conseguido, iba a metamorfosearse en Dios. Abrió la boca, y con cáscara y plumas, se jaló el huevo. Ipso facto, el hombre se demostró sobrado de energías. Saltaba en el sitio y gritaba. Vociferaba amenazas e insultos porque así se entendió. Entonces Bichomalo se echó al ojo un mosquete, y a la altura de la barriga le abrió agujero al nativo. No reían los otros. Lloraban. Al suelo, y dando pataleta, se tiraron los isleños. Hasta pedorretas le hacían al muerto que yacía en el nido. Y era contagioso. Sí. Viéndose todos hermanos, cortaron las ligaduras al resto de salvajes, y para su sorpresa, y borrándole la sonrisa al capitán, uno de los indultados extrajo un cuchillo de piedra del taparrabos, y rápido que se declaró, se lo clavó a Bichomalo en el tobillo y luego lo rompió. Aullando cayó al suelo el capitán, y pese al terrible dolor, temple tuvo para sacar sus pistolas y repartir plomo. A ése y a los otros. A todos los nativos hizo tomar el camino del acantilado impelidos a sable. - ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Ay, ay, ay. ¡Anestesia! ¡Amnesia por los clavos del Redentor! -una vez saciado de venganza el capitán Bichomalo abordaba sus dolores- Ay, dadme algo ¡Por San Sulpicio! Qué dolor. ¡Aaaaa!... Flojo, quítame lo que me haya dejado el áspid. - No se mueva.


- Aaaaaah. - No grite. - Ahhhhhh. - Así no me concentro. Se me escurre. Lo toco pero se me va. - Déjalo. No hurgues más. Llévame al barco. Allí habrá calmante. - No. - No me jodas, Flojo. Aunque físico no llevemos a bordo, al menos sus útiles daba por hecho que llevaríamos. Y sus fármacos. - Pues no. Medicinas y droga ninguna. No quedan. … Vicio y necesidad. - Vale, ya hablaremos del tema, ahora dame una buena hostia y déjame sin sentido. Al capricho no le iban a poner pegas, y tal pidió, se le amartilló una buena hostia, mas no perdió Bichomalo el sentido y sí la raíz escondida de una muela. No le hizo falta al capitán repetir la orden, sabedor de su deber, Flojo Laxo le atizó de seguido diez o doce meneos solventes, que no obstante, quizá al temer que se recuperase molesto y recordando, no fueron tan brutales como para dejarle grogui, no. La cara a guisa de mapa le quedó, eso sí, pero ningún viso de desvanecerse. Tomando el relevo de Flojo cogió puesto Torerito. Y siendo el puñetazo soberbio tampoco consiguió nada. Ni con un cabezazo traidor. Ya no mapa, careta era la cara. Carátula de barraca. Por probar, el Trócola le arreó una patada en pleno pecho. Y tampoco. Tosiendo, desfigurado, había, eso sí, olvidado el dolor del tobillo pero no perdido la consciencia. - Basta, desgraciados ¡Al menos partidme las piernas! -apenas si lograba hacerse entender el capitán-


- Es que usted no ayuda, jefe -Flojo rogaba colaboración- Ponga algo de su parte. Tanto había ido y vuelto que no le hacían efecto las tortas. Ni los cabezazos. Ni las patadas. Al último tiento probó el Trócola con la culata del mosquete pero ni por ésas. Entre lamentos y quejidos se le descolgó a la playa y de ahí al barco. En el camarote tuvo acceso al calmante sabido que era el vino. Cuatro botellas. Y una de anís. Y otra de alcohol de romero por si paliase la friega interna. Borracho, pero sabiendo lo que se hacía, el capitán convocó y dejó dichas las directrices a seguir mientras él se sometía a las mañas del barbero. En plena noche se iba a proceder a la operación; al tiempo que la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso soltaba trapo y costeaba la isla buscando poblado que arrasar. Disyuntiva fue la par. Al poco de darse a la vela localizaron a la buena de la Luna, y por unas pocas hogueras, lo que se consideraría capital. A media loma, fácil les fue encontrar diana para artillero, mas en el tobillo, mil fragmentos hecha la punta, entre mil huesecillos, mal paso posible quedaba. Ni agrandando la incisión para trabajar mejor se obtuvo resultado. Viendo aparecer el serrucho Bichomalo por fin perdió el sentido antes de sentir en el hueso el ris-ris frío de los dientes. - Qué hago, Flojo ¿sigo? - Sigue barbero, sigue, que ganado tienes el que ahora se haya ido. Pero apúrate pues volverá. Mientras, nosotros vamos a reventar a esos pobres desgraciados. Que tenga por lo menos una alegría cuándo despierte. Date brillo para ligar venas y nervios porque en nada cañoneamos. Tiempo tuvo de sobra el barbero para hacer nudo de lazo a cualquier colgajo que quedase. Cortó el pie por debajo del tobillo vendando bien y limpio. Y al concluir hizo saber al segundo que la cancha quedaba libre, y a


cañonazo vivo se dio por recibida la noticia. Se bombardeó la posición nativa hasta el alba, en ese momento despertaba el capitán Bichomalo y por si acaso se aconsejó silencio. Entre sulfuros polvorines el hombre acertó a abrir el ojo; a lo más que llegaba y podía al ir justito de fuerzas. Oreándose junto al buey cayó en el estado de la pierna, y en el estado que habían dejado la aldea también; que más dolió esto último. Apenas un par de piezas hicieron trabajo, mientras infinidad de fallos daban cuartel a la población para reír. En un cotarro cercano se refugiaron de la matanza nocturna y ahora bailoteaban la porfía. - ¿Qué es esto? -Bichomalo no podía optar por algo al quererlo todo- Una explicación. Ya. - Es un corte biselado, patrón -creyendo los intereses carnales prioritarios el barbero habló- Así podrá recoger del suelo lo que se le caiga sin apenas agacharse. - … ¡Pum!... - Antes de seguir, capitán -dijo Flojo entendiéndose el próximo- le comunico que Florito era el único, junto conmigo, que parecía tener nociones elementales de ciencia quirúrgica. - ¿Y? - Que el remedo me parece que necesita pulido. No drena bien y me huelo lo negro. - ¿Cangrena? - Gangrenará. - ¿Seguro? - ¿Le he fallado alguna vez, capitán? - Incontables. - Fíjese si estoy seguro, que le dejo mi vida en prenda. - No me hagas reír, Flojo, que me reverbera el pie amputado y siento cosquillas.


Tan seguro estaba Flojo de la necesidad del concurso del serrucho, en su interés cuando menos, que cimbreándolo hipnótico ante el capitán Bichomalo éste recayó en el letargo. Jugándoselo todo a una, el segundo ordenó entonces que se borrase de la loma el poblado y que luego se corriese a la gente de dónde pretendiese montar reunión; si reunían a tiro, obvio. Él, con Torerito por asistente, debería amputar entretanto medio palmo más de pierna al capitán si quería subsanar, y que colasen, los errores de la noche. Por debajo de la rodilla cercenaron esta vez, y como bien les diese a entender la Virgen, y el colorcillo de arterias, músculos y nervios, ligaron remate al retoque. Trabajo y más trabajo. Revisar lazos. Ordeñar palmeras. Exprimir de caracolas y estrellas la parte practicable del arrecife. Y la red. Y la caña. Insaciables, ahora descubría plomo en sus palabras Titagolda. “Abastecer” ¡En qué horita se ofreció a la tarea sobrehumana! Gordosumo, Bueydemar y Magrabuganvilla procesaban en una sentada su quehacer diario. Y pedían más. Al principio pudo seguir prospectando la isla al paso que hacía acopio de alimento para los enfermos, pero en nada, demostrando a muelas macizas la recuperación, le obligaron a volcarse en el menester. Comida. Comida y más comida. De las propias mantecas de Titagolda se diría que tiraron para llevar a cabo la recuperación. - Oui, muchísimo más delgado Titagolda. - Yo no lo aprecio. No me veo. ¿Tanto se nota? -Es evidente un antes y un después... uf, oh lala. - El príncipe y los otros me están sorbiendo el alma; eso es, ya sé. - Deshazte de ellos, vamos, que se busquen sustento solos. - No pueden.


- Tonto eres, garçon. Te van a criar los nietos a este paso. Razón no le faltaba al capitán Misson. Recuperados estaban, desde luego, pero siendo vagos recalcitrantes la intención que tenían era seguir chupando del joven. Obligado a los pucheros de un día para otro retrasaba Titagolda el seguir explorando la isla. A intención abierta tenía el escrutar un trozo de jungla del otro lado del caño. Era un insignificante brazo umbrío por las rocas y la vegetación espesa que arraigaba entre ellas. No parecía ser un lugar especial para nada, por eso se sobresaltó al dar entre las trepadoras con un túnel muy bien disimulado. Hasta puerta. Y aldaba. Y llamó, varias veces, e incluso convencido de su soledad intentó forzar la entrada; mas no pudo. No queriendo delaxar más por hoy el regreso, volvió a echar el tapiz vegetal a la portezuela y regresó a la choza de los retratos. - Dónde andabas, haragán -Gordosumo desde el quicio le echaba las cuentas- Tiempo has tenido para ir a nado hasta Ahí-hay-ay y volver. ¿Qué traes? - Pescado. - Y carne ¿Cuándo? - Con suerte, si os morís alguno, pronto. - No porfíes porque aún podemos echarlo a los “chinos”. En otras circunstancias lo hubiese tomado por otra de las salidas hirientes del príncipe, pero sus ojos, el brillo que tenían, los suyos y los de los secuaces, ni por asomo alumbraban mordacidad. Voracidad, tal vez. No queriendo llegar al límite Titagolda, y porque se proponía escudriñar al otro lado de la puerta que encontrase, pidió se le dejase la pistola regia para echar unos tiros y traer caza. Tal posibilidad, saber que certero era, más que ellos, hizo salivar al príncipe y al séquito. Y le dejaron. Con la pistola y un par de lanzas saldría con el nuevo día.


Dando cuartel a sus palabras el primer alba anduvo a tiros con pájaros y bestezuelas. Lista que era la fauna, resabiada por las continuas visitas, lo más que llegó a tumbar fueron dos cocos que hiciesen otero al loro blanco; sí, el mismo. Buscando despistarlo, porque fue imposible abatir, Titagolda fue tomando camino, vereda y senda hasta llegar al escondrijo de la puerta, mas, curioso, diez o doce pasos debió correrse el túnel por sí solo, o confundirse él, pues aún siendo el único que puerta con mirilla y aldaba hubiese, por haber, había más cuevas. Muchas, la verdad. Al igual que le pasase antes, la puerta respondió nones. No, a que hubiese alma del otro lado, y no, a que se dejase forzar; no iba. Ni para alante ni para atrás. Ni admitiría ser violentada a palanca por lo encajado. Era imposible. Trasteó con lo que fue encontrando hasta que en un arrebato soltó un tiro a la puerta que sólo sirvió para dejar tarjeta. Desesperado se dejó caer y la contempló. Inquebrantable, celosa de su contenido, no admitiría chantajes. Recostado en una roca tomaba aire Titagolda cuando entre unos arbustos asomó el Eusebio. Parecía borracho, arrastrando su diminuta casaca dibujaba en la arena el bailar de las serpientes, astuto, pero ebrio, comprobó que nadie le siguiese para, quitando un clavo falso y moviendo un travesaño de la puerta, meter la mano dentro y descorrer el cerrojo que por la misma vía se habría echado. Y entró y volvió a cerrar. Presenciada la escena absteniéndose de emitir sonido, Titagolda rebufó. Sabía que era cuestión de mañas, y cuáles… pero no pudo con ella, no. Más grácil el Eusebio, las manazas de Titagolda no acertaron a manipular el clavo, y para cuando pudo sacarlo ayudado con los dientes, no le cupo la mano; ni el dedazo. Y era otra vez de noche, sería, porque atardecía rápido y en la umbría ya lo era. Mientras retornaba fue recolectando bayas, brotes y algunas lagartijas


verderonas. De bultos llenaba el zurrón calculando que con los ojos darían los paisanos la primera dentellada, y viendo bulto hermoso, le dejarían hacer; al caldo no mirarían si echaba las chanclas o un cacho de rica esterilla. - Dónde paras, Tita -en su puesto le aguardaba Gordosumo- Qué mierdas has cazado. Tiempo has tenido para ir a nado a Atola-hora y más allá. ¿Qué traes? - Sorpresa; si no os digo, más ilusión os hará. Infinitamente más sabroso resulta el no saber qué se va a comer. Ni cuándo. Mal día eligió para darles el pego, saliendo precisamente hoy de caza no pararon los otros de hablar del tema. Que si cabras. Que si cerdos. Que si vacas. Que si una veinteañera tostadita por el sol. Cualquier cosa valdría siempre que se les garantizase la jartura. Comer. Comer y comer. No pensaron más que en carne. No viendo sangre en el morral algo raro se olió el príncipe y mano echó a la bolsa. Al asomar una lagartija curiosa la cabeza, fresquísima que se relamía, sin esperar a compartir el bocado el príncipe emitió chanchada. Sabrosa, pero minúscula. Descubriendo que unos miserables frutos y otras menudencias constituirían el grueso de su presente y futura dieta, clamó. Se desencajó Gordosumo de su persona y trincó por el cuello a Titagolda sin darle opción al escape. Y le mordió un hombro, sí. Suerte tuvo Titagolda que en ese instante saliesen del talego otro par de verderonas y que sobre ellas se abalanzase el séquito. Arrastrados por el embate de Bueydemar y Magrabuganvilla, rodaron al suelo los cuatro y con el revoltijo se deshizo Titagolda de las ligaduras. Abandonó a la carrera la choza al peligrar su integridad. - Qué sucede, mon ami, pareces haber visto a la Señora. La Mort. - Casi. Gordosumo.


- Te dije. Se veía venir. Aunque en las chozas del volcán se creyese a salvo, pocas ganas de charla tenía Titagolda. El saber que parte de él viajaría por la tripa de Gordosumo le dejó meditabundo para el resto de noche; mal sueño echó que fue pesadilla. Al seno del volcán volvió, y volvió también a ser pelícano. Tan innato llevaba lo de ser pájaro que con zancada y punta se despegó de la lámina de agua. Y voló. Alto. Atrás dejó Barrena y enfiló a Ahí-hay-ay. Y más allá. Queriendo se diría topar al Sol pasó de largo el archipiélago para hundirse durante ¡quién sabe las horas, las noches! en un azul profundo. - Despierta, chico, despierta. ¡Eh, mon ami, despierta que me rasgas! Despierta que tienes pesadillas. - ¡Aah! -al cuarto o quinto grito despertaba empapadito en sudor… Soñaba. - ¿Lo de siempre? - En la línea. Gordosumo ha destapado lo que es; lo lleva en la sangre. Tenemos que irnos. - Lo lleváis. Entre los boloblás el que no es primo es consuegra. Sin más, en el sobaco acomodó a Misson y tiró cono arriba buscando el borde. Una vez alcanzó el mirador tomó asiento. Estaba cansado. Y amanecía, corrían parejas sombras y olas huyendo del sol ¡El eterno juego! - Misson, he encontrado una cueva con puerta ¿Qué hay dentro? - ¿Dónde diste con ella? - Al otro lado del caño. - Y cómo es la puerta. - Buff... Fea y chiquitita; pero insufrible por funcional. - Sí. Has dado con la Puerta. La Itinerante.


- ¿Y tras ella? - ¡Qui le sais! Es la puerta del capitán Caimán. ¿No viste su yerro? Tras ella dicen que está el tesoro, aunque no tengo conocimiento que nunca se haya abierto. Ni que exista forma de abrirse. - Dese por enterado. - ¡Impossible! - Palabra. Al Eusebio, borracho y culebreando, le vi yo abrir; las mañas. - ¿No serías tú el dipsómano? - No. Si me hubiese dicho dormido, cautivo de ensoñación, no podría haber dicho más rotundo que no. Quitó un clavo postizo, y metiendo sus manitas por el hueco, descorrió el pestillo. - Llévame allí. Aunque hacía mucho que no les hostigaban abiertamente, con cautela cruzaron la jungla que mediaba al lugar. Atención también puso a sus pasos Titagolda cuando rondaron la choza del príncipe, pero una vez alejados de las zonas aledañas no le importó correr. En nada llegaba al sitio para descubrir que se había vuelto a equivocar, mas no era error que del brete le sacó el capitán Misson. Le contó que la puerta también era conocida por La Itinerante, y costumbre, o mano de djinn, solía rondar un lugar tres días, para al cuarto desaparecer y reaparecer en otra punta de la isla. - ¿De ahí los agujeros? - Oui. Dónde se veía la puerta se creía que estaba el tesoro, y una vez huida, se cavaba con frenesí para derrengados comprobar que no había quedado nada. - Pues yo sé cómo abrirla. - Déjame aquí y busca. Si dos veces la has visto, aún tiene que quedar una


tercera. No puede haberse ido muy lejos; rondará la zona. Mientras buscaba entre matojos y lianas, el capitán Misson fue contando más pormenores sobre la marcha. Sí, un par de veces se logró cubicar un cañón frente a ella, y la primera se achacó a ser pieza de borda y escasa potencia, y la otra fue cuándo admitieron que la puerta iba embrujada, y ni por ésas se consiguió nada. Ni intentando picar la roca para coger holgura, ni adosándola un barril de pólvora. Ni aún así. - Aquí está, aquí -informó Titagolda desde la espesura a gritos- La muy bruja se ha escondido bien. Quizá la puerta supiese. Quizá la puerta oyera. Entre unas raíces, y angosta que era la grieta que hacía antesala, mal resquicio dejaba para trabajar sobre ella. Sabía ¡Vamos si sabría! Por las muescas que lucía hasta osos o leones habrían arañado sus casetones. Puñaladas, arietes, el vivo fuego, rara era la artimaña que no cantaba idioma. Y bajo todas las magulladuras el sello del capitán Caimán que ahora distinguió. Un aligator. Un cocodrilo de ojos húmedos y sonrisa embaucadora. - ¿Un cocodrilo de mar dices que es? - Oui. Le crocodile danseur. - ¿Y si tanto admiraba a la raza por qué no se bautizó él? - Por respeto, palabra; cierta tarde de tedio supino me confesó. Pero en fin... ¿qué clavo dices que es falso? Más que Judas era, pero al igual que el apóstol sólo a hilo pudo sujetar por la cabeza y extraer; tal que tirando del diente que se menea. Lo de meter el dedazo por el agujero sin embargo fue rebuzno de borrico. Por puro animal que también fuese, Titagolda logró introducir el dedo índice en la raja, mas ahí quedó la hombrada. - Qué - Qué de qué, Misson.


- Qué tal va la operación. - Mal. Chungo. Se me ha quedado el dedo frío; creo que no me llega sangre a la punta. - Sigue, hurga que ahí no había hurgado nadie que conozca. ¡Más grande que Verrugo serás! Exorbitante que sabía la comparación a Titagolda se le nubló el presente y dio un coscorrón contra la puerta. A oreja pegada, y relamiéndose por lo concentrado, acertó por pura casualidad a escuchar un lejano “¡click!”. Y sí, abierta estaba. El problema que seguían manejando era el cepo hecho al dedo. Ni por rebuznos conseguiría sacar. - Sólo una cosa, Misson ¿Merece la pena? - El qué. - El tesoro del capitán Caimán. - Yo no digo que esté el tesoro al final de este túnel, Titagolda. - Conforme. Pero merece la pena pasar tanto infortunio por él ¿no? - No monsieur. - ¡¿Cómo?! - No. Yo, sincero que te soy, garçon, ni me levantaría de la siesta si el motivo concreto fuese su tesoro. Ahora, por saber cómo abrir esta puerta, yo conozco gente que ha dejado la vida… Mon Dieu ¡Y por explorar su interior qué no hubiesen puesto en juego! La mujer, oui, el amor, y mira que suena raro que lo diga un francés, Oh, lala, el amor, monsieur, sólo se posterga por algo inexplorado. Aunque convencido estaba, las palabras del capitán Misson serían tisana para su mano presa. Con la diestra agarró el machete que a la cintura ceñía y de un tajo seco se cercenó el dedo. Ni gritó por no hacer eco. Apretando los dientes se preparó apaño con unas hojas y ciertos potingues que portaba para las mancaduras habituales de la jungla. Incluso las feas.


A la luz de la tea el túnel era médula. Sosia de cualquier otra galería que se visitase en la zona, subía y bajaba queriendo despistar. La cueva se abría en dos salas que a su vez abrían a tres. Y de ahí a la locura. Laberinto. ¿Y cómo se sale de un laberinto? O siéndole padre o llevando ropa de dónde sacar hilo. Pero poco deshilacha un taparrabos. - Bueno. Hasta aquí por hoy -creía conocer la dinámica de su sino Titagolda y proponía hacer noche en el sitio- Al menos aquí dentro se está fresquito. - Puede que mañana esta cueva sea distinta, toca cambio, y vete a saber Titagolda qué esoterismos recorrerán estas cavidades. - No podemos seguir. - Deváname -se ofreció el capitán Misson sin miedo- Ábreme el marco, por el inglete al efecto, y de mi alma coge la punta de hebra que es urdimbre a este lienzo. Pero ten mano, toma hilo despacio pues mientras boca pueda plasmar desde aquí te hablaré. - No. No le sabría retejer. No gracias. - Ni quiero. Ya soy mayorcito y sé regenerarme. Yo me re-urdiré solito. Algo parecido a vida albergo. Casi a la firma estaba la hebra. Titagolda la cogió con sumo cuidado y se la enrolló en el dedo. Y tiró. Perfecto. De buen telar tenía nacimiento y el hilo corría. Carrete plano fue dando pasos sin proferir un ay, inmerso en un cosquilleo inquietante el capitán Misson le guiaba en pasivo. Daba referencia de partida. Vuelto el túnel a la vida gracias a la luz que portaba Titagolda, aquí y allá empezó a encontrar restos, señales de vida que atestiguaban que de


cuando en cuando alguien pasaba. Un par de salones adelante, accediendo a ellos vía grieta angosta, la prueba era innegable. El Eusebio, el loro blanco y tres chivas compartían amplia mesa. Una montaña de oro apilaba alrededor. Crucifijos, candelabros, idolillos exóticos. Arcones por doquier y sacas repletas de brillos. Telas y tapices. Incienso ardía en pebeteros de jade sin visos de extinguirse. Espadas y armaduras bellamente trabajadas. Marfiles. Cornucopias de mies y ambrosías. Y dos cuadros que gobernaban las cabeceras de la mesa. Uno le era conocido al boloblás al ser con el que tuvo agrio trato, el otro, aunque del mismo amo, era casi retablo por las dimensiones. Ora en uno, ora desde el otro, la voz de Caimán era la única que llenaba la bóveda, las bestias callaban al dibujar el capitán mal semblante, coléricos colores eran sus pinceladas y así el ganado no se atrevía a balar. El loro tampoco parloteaba y el Eusebio estaba de resaca. Pobres bichos ellos que en su frágil existencia servían de armazón para articular la maldad del capitán Caimán. Los tenía esclavizados. Poseía sus almas y cuerpos y hacía con ellos lo que quería... podía, sí. Eusebio, mismamente, siendo pariente lejano del género humano, tenía encomendada la subversión. Desfondar botes, disparar los cañones o beberse la bodega, que a la larga haría daño obvio, eran los simples mandados que al día debía cubrir el mico, mas había fallado. Todos, pues el loro también perdió de vista a Titagolda, y las chivas, que aún no habían comenzado a transportar a su nueva ubicación el tesoro. - Venga -ordenó Caimán desde el lienzo- a cagar balines a otra parte. Coger los bocados de las carretillas y moverme los riñones. No entiendo por qué os tengo a mi servicio si sé que sois simples bestias. - Ic. Ic. Ic -Eusebio, sin posesión, era mero mono y a pelar un plátano dedicaba su intelecto- Ic. Ic. Ic... - Tu padre por si acaso, mono de mierda. Ic. Ic. Ic.


Si no fuese porque eres el único bicho con cinco dedos en la isla, listo irías para estar conmigo. El retablo grande, no se sabía la razón, pero no arredraba mucho. Para echar charlas serias debía pasarse al pequeñajo, la mirada que le pintasen sería muy parecida a la original y bajo ella no piaban. Hacían lo que se les ordenaba sin rechistar. Las cabras al momento empezaron a trajinar con las carretillas, dejando al mono y al pájaro que por sí solos se ganaron la reprimenda. - Y vosotros dos... poca oportunidad más os voy a dar. Encontradme a Misson y al Tita, y ojo, no me perdáis tampoco la localización de los otros ostrogodos que se están bebiendo mi vino. - ¿Ic? - Sí, sí, borracho arborícola, ahora vamos a catar esa cosecha que has traído. Estrictamente la orden que recibiese el Eusebio fue atacar las reservas de vino y hacer algún prisionero; borgoñón, que tenía antojo Caimán, y aunque beber no pudiese, el mico le escupía el trago que se echaba a la boca o le derramaba la copa encima. Sin embargo no abusaba de ello el capitán Caimán al saber que el alcohol le comería los colores. Resbalaban las rojizas perlas la tela cuando se fueron los bichos y los cuadros quedaron solos. Era oportunidad que no desperdiciaría Titagolda, y saliendo de su escondrijo declaró su presencia enarbolando en la mano la pistola regia. Asombrado quedó Caimán. Secas las pinceladas, el semblante le tornó grisáceo. No esperaba a nadie hasta al menos dentro de quinientos años. Y alguien importante. Bragado. No un chiquilicuatre tostado del lugar. Un boloblás. Jamás. ¡Lo último! - Misson, no lo esperaba de usted.


- El qué, mon capitán -fino, cual hilo era, preguntó Misson- El que traiga al infeliz a la antesala de mi casa. - ¿Sólo antesala, monsieur? - A la cella me llevan las chivas lo meritorio. Porque supongo que tiempo lleváis ahí para saber de los bisnes que me traigo por aquí abajo. - Oui. - No lo esperaba de usted, capitán Misson. ¡¡Fuego!! A la orden, y pese a no haber visto a nadie, batió la sala una descarga de fusilería. Titagolda se olió encerrona revuelta con pólvora y echó a correr por el túnel que llegase. Arriba, abajo, a la izquierda y otra vez en el mismo punto. ¡Fuego! Y corre que te corre, dando tumbos por las galerías, fue a dar, azar, con la puerta de salida. Era, seguro pues el dedo marcaba el lugar junto con el capitán Misson, mas en el transcurso de la visita cambiaría la ubicación y dio a salir al borde del cono casi. Tan enciscado iba que, enganchando a Misson por el bastidor, entre revolcones y trompazos fueron a parar al lecho del cráter. A los mismos pies de Gordosumo y séquito quedó el uno haciendo bola, y el otro lo que era, cuadro. ¡Y qué ojos! ¡¡Qué hambre destilaban Gordosumo y compañía!! Con el corso a popa la Psiconauta derrotó huida. Se sabían poco artillados, que no por ello inferiores, y si se podía evitar el malgastar pólvora y vidas, mejor. Con tal propósito abrió la estela el piloto y reorientó la proa buscando la isla del Carmen, sus bajíos, los cañaverales que con suerte les darían licencia para pasar una noche tranquila; lo necesitaban. Como siempre que se tocaba zafarrancho, se mandó a los chicos y a las mujeres abajo, se les encomendaba a las tripas de la nave para que no


presenciasen las posibles atrocidades, y de resultar fiasco la empresa ¡lagarto, lagarto! hasta poder aducir ser maltrechos prisioneros. Aunque, Úrsula y la hechicera, despreciaron la orden y manifestaron su voluntad de quedar en cubierta. Allá ellas, pero los chicos no. Al menos Herejía, Rastrojo y Patata. A Congrio se le tenía de enlace con la enfermería y a ratos asomaba la cabeza para transmitir nuevas. Y recibir. - ¡Abajo, Congrio, abajo que poco hay que fisgar! -reseñó a dedo el capitán Verrugo- No te hace falta subir para saber. Escucha desde abajo. - Me ha preguntado Bulín. - El qué. - La hora. - ¿Y por eso subes? - Bueno, y por estirar las patas. - Baja y dile a Bulín que apague los mecheros. No soldará carnes hoy pues la Luna y el campeche nos protegen. Quizá mañana al albor, sí. En palabra llana podían tomarse un respiro, abrir los ventanales de popa y contemplar las maniobras. Se ocultaban. La Isla del Carmen es tapón de la laguna de Términos. Tributario de dicha balsa es el río Candelaria, que remontado viene a ser Caribe, y con tanto afluente y nombre no es extraño que tenga el pago vocación de colmatarse. Las cañas abundan ¡Y los pájaros! Al encame discreto de un recodo fondearon, tan ideal era el sitio que ya se mecía allí otra goleta de gente de mar. La Renegá capitán Melchor Astudillo les confirmó que los hijos de la granbretaña tomaban olas en la zona desde hacía días. Buscaban, a ellos o a quien tuviese la osadía de tripular un barco que aparejaron los corsarios propio; les habían robado y mal sentó al gremio y la bandera. Se sabía y era mofa, así que rularon borda a borda pulque, mezcal, tequila,


whisky, ron y vino, que tanto hermanan en el Golfo de México; aireaba La Renegá que hizo buenos negocios, y por si tornaba malo de sopapo, al menos que a la confesión llegasen saciados por dilapidar en lagar flotante. Antes que el sol alumbrase la laguna emprendía singladura la Psiconauta. Con la claridad se le instó a Corcovado a jugársela con los bancales. Motivado, que percibía seria la amenaza y al paso se crecía, se echó a la espalda la responsabilidad y a media braza de encallar volaban. La vela que quisiese controlar la ruta por fuerza tendría que abrir a la línea del horizonte, invisible la playa, si a la arena se ceñían no habría ojo en la mar que les viese. Así fueron bien y en un par de días arribaron a Coatzacoalcos. No al muelle principal, echaron amarra a una dársena casera construida con esmero por los Tantantlán. Familia, casi tribu, desde tiempo inmemorial se dedicaban al muleo por la selva. Garantizaban el paso de océano a océano en quince días, siendo tema de recuas el mes y pico no les quitaría nadie, pero eso sí, en Salina Cruz les pondrían sin contratiempos. El abuelo Tantantlán era buena gente, chapurreaba varias lenguas y ante los visitantes se jactaba de haber flechado en la mocedad a Pizarro, a Hernán Cortés y a don Pelayo si se le mostraba estampita adecuada. Se había casado setenta y tantas veces; doscientos o trescientos hijos le vivían, y nietos recordaba seiscientos o setecientos... ¡más bisnietos! ¡¡Y tataranietos!! Moztezuma, y así le ganó Portento tiempo ha, más miedo tuvo siempre a indisponerse con su familia que con los españoles. La casa Tantantlán se volcó en descargar la bodega. Aunque parezca imposible, ciento cincuenta borricas juntaron en nada y por la noche la Psiconauta estaba vacía. No quedaba nadie salvo el capitán Verrugo, que cómo era debido, fue el último en abandonar la nave. A remolque en el esquife llevaba el ataúd, y su intención, nada más saludar al abuelo


Tantantlán, era meterse al sarcófago y roncar un rato. Uno bueno. Volvería a dar con ellos con toda seguridad en el océano Pacífico. - ¿Y de verdad nos encontrará Verrugo al otro lado? -Herejía no entendía del todo- Aparecerá en Salina Cruz por la gracia de Dios. - De Mefistófeles, diría yo -tan incomprensible como al muchacho se le planteaba a Bulín el misterio- Esto, lo de doña Genoveva, el boquete de Portento y algunas cosillas más, tengo en lista de espera para estudiar. Mientras tanto, por visto, lo tengo por cierto. El ataúd del capitán Verrugo tomó corriente y con las últimas luces le vieron enfilar rumbo al Banco de Campeche otra vez, al tiempo empezaban a salir en hilada las borriquillas ¡Ciento cincuenta! Algunas tiraban incluso de carros pues lo que cargó siempre la Psiconauta no fueron sino sueños. Algunos enormes y huecos y otros pequeños y densos, pero todos, todos ellos, bien embalados. Para vigilar y llevar por buen camino la fila, no menos de cuarenta o cincuenta tantantlanes corrían la línea, y como no paraban quietos ni juntaban rato significativo, nunca se sabría sus números exactos. La gente de la Psiconauta cansó de contar con la mula treinta y ocho, que amén de calibre famoso, resultó un plato combinado de fríjoles con maíz. - ¿Qué es esto? -Rastrojo movía la cuchara con cautela- ¿Esto se puede mezclar para cenar? - Esto somos nosotros -dijo Patata sin metáforas- Ellos los mil granos de maíz y nosotros los treinta y ocho fríjolitos. - Setenta y dos me han puesto a mí -aunque vísperas de viaje serio la hechicera y Úrsula se unieron al corro- Para no esperar visita, estos señores se apañan muy bien. Buenas camas. Buena comida… y buen dormir espero. Saldremos con la última burra que parta, chicos. Al alba. Dormid.


Pero poco se pudo soñar. El calor y la barahúnda de mosquitos, que por acostumbrados al trato con humanos no huía de sahumerios, hicieron de la noche un suplicio. Y las borricas, incesantes en su paso, si en un principio se dijo ciento cincuenta, con el continuo trote levantaron polvo de seiscientas. En un chambado descansaban las mujeres y los muchachos, los hombres dormitarían en el barco al apurar trabajos para llevarse los bártulos que fácil que no encontrasen allende el tallo de Tehuantepec; iban a la aventura, pero la brújula de pie, los cañones de borda y cuatro chuminadas más era imprescindible desmontar. Lo que no se llevasen ellos iría trasmigrando por sí solo hasta la aldea solariega de los Tantantlán. Lo absorberían. Al desbroce a ojo los muchachos creyeron distinguir los espinazos descabalados de otros buques. Un puntal a la media luz de la Luna no podía negarse que era mascarón. Y un timón que era nido, y poleas, jarcias, mamparos delimitando las gorrineras. Y los brazos del atracadero, por el hueco que buscaban las olas, innegable resultaba ahora que los nervios hubiesen sido cañones. - ¿Qué se traerán? -en la otra punta del chamizo hicieron foro las señoras y Úrsula pinchaba- No me extrañaría nada que estuviesen pensando en... en... bueno ¡Sabrá el de las patas de cabra lo que fermentan esos críos! Patata, bonita, por qué no infiltras la oreja y luego nos cuentas. - Ni hablar. No soy chota de bofia alguna. - Deja a la chica, mujer. Deja que dé su opinión también. Y usted -pareció hablar al aire la hechicera aunque bien sabían que se refería a doña Genoveva- tampoco se prive y tome cuerpo. - (Gracias). La hechicera no buscaba consejo ni pretendía entretener los oídos, rondando al calor de la noche, y los chismes, vino a preguntar Patata por el exmarido. Varias veces en el transcurso de la senda hecha la muchacha le


había preguntado por el esposo, la mujer respondía con evasivas y ante la falta de interés siempre quedaba Patata en ascuas, y una vez supo por el Verrugas, el Hermoso, que el hombre que al palo iba atado cuando cazasen el buque de marras en Canarias fuese Bichomalo, no hubo forma de aplacar sus ansias de saber. Ella era hija del mar, descendiente de príncipes y reinas de los siete mares, y no le descuadraba nada que su futuro suegro hubiese sido del gremio ¡Con barco propio! - No me lo mires con tan buenos ojos, que blasón y apellidos, quedan chicos ante el molde del señor. ¡Malo! Malísimo de huirlo. Atractivo era de joven por canalla y pendenciero, bien es cierto. Y ruin. Y halagada me sentía, pues no puedo negar, que la oveja más negra de la Quebrada me balase encontradiza en los caminos o me cantase a la reja sus fechorías y perfidias. Incluso cuando descubrí que tras los arrumacos sólo buscaba lana no me llevé decepción. Necesitaba a alguien más despreciable que mi primer marido, y ambos, en su estilo, son igual de impresentables. ... Eran. Porque si hay que dar crédito al Hermoso, también ha dicho que al sujeto se le iba la vida a bocanadas. Muerto, moribundo, si es cierto que cortó las orejas y expiró, que por ser muy de él creo, murió matando. ¡Tanta paz lleve cómo descanso deja! - No haberte casado con ninguno de los dos. - Eso tendría que haber hecho, Patata, sí. Pero igual de sincera te soy si te digo que casé para despechar a las beatorras del pueblo que me cantaban romanzas de serrana. Casé por boba. Tú no hagas.


- Ay, no, hija, no -Genoveva ahora defendía lo que no predicó en vida- Tú primero que te firmen los papeles, que te firme, que mejor eso que palabra en bloque de hielo. - ¡¡Doña Genoveva!! -gritó Úrsula- ¡Su encargo! - Ja. Al peo la misión. La mujer que se precie ha de hacerle como es debido la guerra al varón. Quizá más humana, más mujer, muerta que viva, se ganó el aplauso cerrado de las comadres y dio excusa para celebrar. Sin saber muy bien el motivo Patata se vio brindando por los dolores de cabeza intempestivos y las benditas menorragias. Al cabo de reír todo lo que traía la frasca empezó a amanecer, y por eso de seguir haciendo el camino de risas, las señoras dejaron a los chicos durmiendo mientras ellas cogían paso a una borrica que cargaba odres ¡Y al tiempo aliviaban los flancos! Una hora escasa llevarían andando cuando supusieron, al oír zambombazos, que estarían los psiconautas despidiéndose. Plano el horizonte por pantanoso y jungla, Patata trepó a la copa de un árbol para ver lo que se imaginaba, y fue, cañoneo. Mas no era despedida, era bombardeo en toda regla pues las fragatas corsarias a gusto disparaban. Y sin réplica. Todo subido a las acémilas dieron a llegar los ingleses, tan a punto se presentaron, tan comprometida resultó la avenida, que mal fuego de cobertura pudo dar con los fusiles la gente de la Psiconauta. Portento y Antoño buscaron promontorio oportuno desde el cual hacer que al menos no les tomasen por pimpampúm de feria. Y lo lograron con dos plomazos. De ir erguidos por cubierta, altaneros, al segundo muerto hecho, que era el contramaestre del primero, la tripulación corsaria adivinó francotiradores e inquina por la oficialidad. Algún segundón ascendido mandaría se batiese a catalejo los oteros previsibles, e iba a gritar uno de ellos la exacta ubicación de la pareja cuando atravesando el catalejo salió la bala, el origen del


disparo, por la nuca. - Muy bien Antoño ¡Bravo! -corriendo ellos también agachados buscaban nuevo escondrijo- Eres un fenómeno. Tú sí eres un portento. Tres de tres. Capitán, contramaestre y vigía. Difícil me lo pones; con tres tiros casi desarbolas el barco. ... A ver... a ver… déjame ver… déjame que busque... No dando cara los galones, y que hay que reconocer que Antoño era más diestro, Portento se conformó con tirar a uno de la cofa a la cubierta, que decía que desmoralizaba mucho ver un tipo reventado, y dejar tieso a otro par que osó levantar dos dedos de la borda la cabeza. Y volvieron a correr, pero no buscando notoriedad porque la habían ganado, sobre ellos, tras sus saltos, cayeron de todos los calibres proyectiles. Las dos fragatas, y una tercera que a distancia prudente se mantuvo en un principio, acabaron centrando el poder artillero en los dos corredores. Cuanto vio dijo Patata, y aunque sin certeza, sólo por el escaso acierto previo, dio por hecho que todos los suyos se habrían puesto a salvo. Y no fue así. No. A la linde de considerarse seguros, y que perdiese Antoño el borceguí en un traspiés, los hombres hicieron alto; un minuto tras seis sin oír. Creyendo seguro un tronco hueco en él puso el pie Antoño. - Para, Portento, para, he perdido el calzado. - No pares ahora, güevazos, aunque no llueva pedrea, tiempo han tenido para hacer recarga. Pasado el destrozo de ahí alante no se ve más daño en el camino que alguna borrica que de atrás traía los intestinos colgando. Da cuatro saltos y paramos, Toñín. - No puedo. Sigue tú y ahora te cojo. - No me jodas, Antoño. No tientes...


- No es suerte y lo sabes; eres tirador también. Toda bala lleva un nombre mezclado con la pólvora. ……… ¡¡Bumba!!......... - ... ¡¡Antoño!! El suyo debió colarse al cebar un cañón corsario y encima le cayó el obús. Desgarrones de Antoño quedaron adheridos a troncos, hojas y piedras. A los pies de Portento quedó un brazo, y ni que hubiese sido la última voluntad, la mano antes de quedar tiesa se obstinó en asir algo; al viejo por la pierna si hubiese estado quieto. Pese a que cayeron en torno varias andanadas más ninguna fue tan certera, Portento al punto llegó para ver que Antoño no tenía remiendo, por gracia de Bulín ni la de San Paracelso que se dignase acudir. El hombre, el niño, con la mano ¡Qué le contaba dos dedos sólo! intentaba presionar sobre un tajo que en canal le abría de la garganta a la ingle. Inútil. Posiblemente Antoño ni siquiera se enterase que fue Portento quien firmase la minuta para mandarle al Infierno. A contracorriente del río de burros y tantantlanes corrieron las mujeres, y no pararon hasta topar con los primeros miembros de la tripulación. Los negros. Habiendo vivido bajo continuo aviso de calamidad, al primer zurriagazo, y ver volar los terrones de tierra, pusieron marcha de galope y se alejaron sin mirar atrás. La hechicera les indicó que siguiesen recto hasta que diesen con los tantantlanes, o, en su defecto, hasta el próximo océano que encontrasen. Ellas retrocederían sobre los pasos que alegres habían hecho durante la mañana riendo mil maldades para con los hombres. Y ahora, ahora, el alma prieta en los puños, ni ante rebuznos se detendría la hechicera. A ceño fijo, las bestias le rehuían por más peligro que el dejado a la mujer, y no es extraño que llevando buen paso en nada abriese brecha con Úrsula y Patata. Atrás quedaban. Media hora después grande le fue la mano


a la hechicera para albergar el corazón al descubrir acurrucado bajo un sauce a Rastrojo, y orilla de sus pies tendido estaba Herejía. Rebozados en sangre y polvo, pero, gracias a Satanás, sangre ajena. La mayoría de burra, aunque al faltarles el llanto a los chicos, por lo grave de los rostros, no dudó la señora que la muerte también salpicaría a íntimos; entre sollozos dijeron que Parruski, Antúnez y Tancredo, pero muchos otros por irreconocibles ni se atrevían a conjeturar. La sola presencia de la hechicera, su cara, fue bálsamo para los chicos, y entre hipos siguieron las instrucciones que les diese la mujer; remontar camino hasta hallar a Úrsula. Ella volvió a la senda con el mismo paso pero distinto ceño. Al cabo daba con otro grupo, y otro, cuajados en corpúsculos de cuatro o cinco individuos desde la selva le salían o bien los encontraba remontando solos. Por unos y otros supo que Bulín ejercía en todos los sitios, en todas partes al tiempo andaba remendando y así le fue difícil dar. “Sí, estuvo” “Está” “Por ahí anda” Difusa la desbandada, al final fue Bulín quien diese con ella. A su cargo pretendió dejar el montar chiringuito seguro mientras él iba mandando los que hasta allá pudiesen llegar. - Úrsula lo habrá hecho. A ella le estoy mandando yo. - Pues hale, para mí el estribor de la vereda que tengo apañitos hechos y algunos necesitan un repaso. - Venga. Pa mí la izquierda. Quien menos contaba cantaba buen morrazo. Roturas de huesos y mataduras eran la mayoría de los casos, y con agua, y al jirón de la ropa, la hechicera fue remendando cuanto encontró. Incluso a los que venían con metralla libró del escozor al momento y dio ungüento para las fiebres, mas hubo un par que por delicados prefirió que quedasen en el sitio al ser más seguro no mover. Al rato, al pie del camino estaba Bulín haciendo señas. Aparentaba


necesitar ayuda. Al recuento le salía al doctor que todos los que podrían llegar iban en ruta y ahora era cuestión de centrarse en los graves; no en los desahuciados. - No, no puedo irme -la hechicera no comprendía- Tú también dices que tienes un par que no conviene mover. - Si han desembarcado, y maniobras hacían, en nada estarán aquí. - No se pueden quedar estos así. - ¿Sufren? - No. De eso me encargué lo primero. - Entonces lo que por ellos pudiste hacer ya está hecho. - Por sus propios medios no podrán moverse. - Si me ayudas, el que tengo en la parihuela podrá llegar -señaló a Tizón que con muy mala cara, casi blanco, aguardaba la resolución- Échale una mano, coge el otro extremo. - ¡Falta mucha gente! - Sí, y entre ellos Portento. Él se encargará. Discutir a estas alturas le parecía tonto a la hechicera. Haría lo que quisiese. En cuanto encontrase alguien competente le endiñaría el cargo de palafrenero y ella retornaría. - Descuida, si alguno de los que dejemos atrás es de vivir, Portento le hará llegar -con pesar arrancaba Bulín- No te desquicies. - ¿Y si es más de uno? - ¡Es Portento! A los hombros se echaría veinte fallos de diagnóstico que hubiésemos hecho. Y en el otro océano los pondría porque hasta que no enmendase yo mi error, y usted su alícuota, a él no se le morirá nadie si tiene dado su palabra; y a todos nos la tiene dada. Más sosegada por la verosimilitud sabida, pero con la misma idea, apretó el paso la mujer. - Y qué puede hacer por ellos Portento que no podamos hacer nosotros.


Más que yo de plantas no entiende, y seguro que tampoco te gana a ti en conocimientos académicos. ... Si por viejo, callo; aunque no conozco anciano que no guste ir a consultar la bacina. - No intentes entender, mujer. Es cosa de ellos; a mí también me costó asimilar. Años. Soy médico. Juré al griego; aunque todo juramento avergüence. El silencio de un repecho multiplicó por mil un disparo. Y luego otro. Y tras otro silencio otro más. La hechicera soltó la camilla y echó a correr en dirección a dónde hubiese dejado a Matute y Hammed. Lejos estaban, de más allá del sitio resonaban los ecos, pero en nada estaría allí Portento. Matute tenía un tiro en la cabeza. Limpio. Bien alojado en lo gordo de las cejas. Y Hammed también lucía su desgarro. Recostaba las tripas en las manos y casi a gritos reconfortaba al muchacho creyéndole medio sordo de ataúd; dañado tendría el cerebro Matute al babear lelo como en la edad del pollo. - ¡Hayya Allah man jaa! -pese al estado dijo Hammed con amplia sonrisa- ¡Allah yuhayyik! -Portento respondió tomando asiento en una piedraBueno, Hammed, demasiado nos conocemos para andarme con el bolo a peces. …… La próxima en Harun al-Raschid o en Al-Ferdoos. - O en al-haraftsh con Raazim por sirviente. ¿No te despachas al chico primero, Portento? - No monfí, no. Si no cura, sí me da que tiene remiendo. El viaje lo vas a hacer solo. Éste se viene conmigo. - Oí más trabucazos. - Algún Tantantlán y tres o cuatro borricas que cara de dolor ponían y mal


no voy de plomos. - Nunca vas. - Es cierto. - Despídeme de todos. De Verrugo, de Blasfemo, de Pastinaka, de ¿Antoño?... Despídeme. - Lo haré. ¿Volverás? - No tengo intención. Basta con que me aceptes la mada´a para saldar nuestra vieja cuenta. Y, por supuesto, que tampoco me entierres con la cabeza a los pies, zenawat. - Con creces me reparas; de tu narguile salen los anillos de Abdalar. Y tranquilo que no haré; no te revolverás en la tumba. Buen viaje. Dale recuerdos a Radwan o a todo Ebilis que encares. Bis Lama. - ¡Akramak Allah!. …… ¡Pum!...... De Hammed iba a echar en falta hasta el mal aliento. Pese a compartir treinta años de cantinas y abordajes, Portento no le dispensó distinto trato que a los demás. Ni oró, ni lloró, ni movió del sitio dónde quedó. Ni sepultar. Con lo de su familia se le secaron los ojos, y si malos para unas cosas, para otras no es que fuesen buenos, eran así. Le dolían; casi tanto como la tripa, o las rodillas, pero esto último bien sabía que le venía por desenfrenos de juventud. El capitán Bichomalo despertó a las dos semanas largas de la intervención; a eso de medio día sería. Sudaba y se notaba secos los labios, vivos, sin pellejo y cuarteados por las fiebres; amarilla, del heno, tifoidea,


tercianas ¡y hasta la fiebre del vómito negro albergó! Cobijadas variadas miasmas en su persona, en su casta, con el calor primaveral de la latitud brotarían todos los males a una y notaba. Creyéndose recuperado, y solo en el camarote, ¡imperdonable!, quiso bajar de la cama para aliviarse la sudorina en la jofaina. Al echar los pies al suelo, y en el apoyo buscar la envergadura, dio a parar el capitán con su cuerpo en el piso. ¡¿Dónde estaba su pierna?! ¡¿Y el ojo?! ¡¿Y la oreja?! ¡¿Y la nariz?!... Ah no, bueno, no, la nariz no que nunca se supo si vino así con él, pero la giba y numerosas cicatrices le eran nuevas para lo que recordaba. Y otras viejas compañeras había perdido; las muelas, sin ir más lejos. Tamaño cambio no acertaba a ensamblar y llamando a voces a los suyos exigía lo primero un espejo. Gritaba. Al abrirse la puerta por delante iba el espejo, por detrás Torerito, y a distancia Flojo Laxo y el Tresgüevos. Siendo su reflejo quien primero entrase, por puro instinto echó mano al sable al tiempo que descerrajaba un tiro contra la luna. La bala hizo agujas el cristal y silbó a la oreja de Torerito, lo cual provocó que Laxo trotase poseso en pos de otro espejo. Y llevó. Más pequeño, de afeitar. A trozos le dio reflejo de su persona a Bichomalo. Sin decir palabra, que fue más inquietante, decidió subir a cubierta para ver cómo marchaban las cosas; que de la pierna no habló ni cuando se le ofreció muleta. Y mal. Muy mal iba el asunto. Por muchos daños que hubiesen infligido a las chozas sus propietarios seguían congregados frente a ellos. En gran número. Las mujeres ocupaban una ladera próxima que quedaba fuera del alcance de la artillería aunque


dentro de su campo de vista. Los hombres y los niños hicieron un alto en sus cuitas domésticas y a una hostigaban a la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso. Enseñaban los genitales y demás porquerías varias que por ofensivas se lleguen a tener en la distancia, y no bien veían la deflagración, corrían del sitio para que errasen los disparos. Reían. ¡Moscas a cañonazos! También reía a ratos la tripulación y de ahí que se siguiese con el juego aunque se supiese estúpido por la movilidad de las tropas nativas. Eso sí, de vez en cuando algún isleño soltaba la diatriba de los hombrespájaro y se lanzaba al vacío. Había quien llegaba al agua y quien se dejaba la crisma en la laja de abajo. Quien era engullido de un mordisco y quien conseguía amarrar a un peñasco; hacerlo puerto. Mas hasta ahora, uno sólo coronó nido y no se le dio tiempo a tocar huevo alguno. Se le mató de un mosquetazo para algarabía de la gente del barco y de algunos compadres, desgraciados, de los que chinchaban desde tierra. - Flojo -llamó Bichomalo- Flojo, qué es esto. Qué hacen ahí esos impúdicos venteándose los bajos. Córreles a gorrazos si es preciso pero no quiero mirones. Y tráeme uno para lo del mapa. - No se enoje, capitán, pero cuando largamos bote al agua desaparecen, y si a tierra llegamos y ponemos pie, nos tupen el cielo de piedras y rocas. No hay forma de acabar con ellos por lo que trotan. Ni cogerlos. - Sigue siendo tu problema. No el mío. Sin cuidado le traía a Bichomalo si eran más resbaladizos que la cucaña. Flojo Laxo debería traer uno para interrogar o le acabaría el afeitado ahora con el tenedor de madera. Por la noche colgó Flojo la porra al cinto y cogió un saco, sin avisar a nadie, saltó la borda y a nado fue a la isla. Trepó el acantilado por la vertiente oriental y dando un rodeo apareció en la retaguardia de los nativos; entre sus ollas.


Embozado de capa y noche, se arrastró por la ladera hasta que halló en un fuego un hombre solitario. Roncaba el anciano. Lo inmovilizó con un cabo y puso silencio a su boca con un trapo. Al poco estaba en la playa con la carga y efectuaba la llamada convenida. Hizo oscilar una luz de izquierda a derecha hasta que se replicó desde la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso. Se echó un bote al agua y se le trajo de regreso. - Toc, toc, toc. - ¿Quién? - Flojo. - Qué tripa se te ha roto. ¿Sabes la hora que es? - Hora de interrogar pues traigo nativo. - ¿Le has cacheado? - Sí. - ¿Seguro? - No seré yo el proctólogo, no. - Pasa, pasa; y más que nada lo decía por la seguridad de la nave, no te creas. - (Ja, seguridad). El nativo era más viejo que las algas y no obstante se le veía buen mozo. No se podía negar la majestad que irradiaban sus canas. Y hasta cierto parecido quiso encontrarle con las colosales esculturas el capitán. Bien pudiera ser el rey o el más viejo de los hombres-pájaro, lo que desde luego no era es hablador. No quejó, no abrió la boca pese a que durante el rapto Flojo Laxo no se andase con chiquitas y a empujones y cogotazos le condujese. Y a bordo, en el barco, con el lenguaje universal de los gestos, le hiciese saber Bichomalo que o contestaba a sus preguntas o recibiría tormento bravo. Se le ofreció el juego de cartas marinas y se le exigió que plantase el dedo en el mapa reseñando ubicación. En cuanto señalase dónde estaban


exactamente podrían zarpar, a continuación proseguirían con el tercer grado para sonsacarle todo lo demás; dónde estaba el Mar de Coral, la isla franca del capitán Verrugo y la ruta más rápida y segura para plantarse en el punto. Pero nada, ni el lugar dónde fondeaban fueron capaces de sacarle al anciano. - Sigue tú, Flojo, que a mi me desanima tanto contratiempo y temo enfadarme. - No me asuste, capitán. No se me pinte comedido porque me rompe los esquemas. - No lo soy ni lo pretendo. Del catre he levantado frío y aprendido de mis errores. - ¡Qué me dice! - Lo que oyes. Desde ahora menos pecho y más maldad. - ¡¡Ése es mi capitán!! No entendía Flojo Laxo el sentido intrínseco de las palabras de Bichomalo, pero como las órdenes no cambiaban de formato, se sintió contento cuando aparcó la filosofía fina el capitán y le encomendó las maniobras necesarias para levar anclas. También ordenó que se largasen un par de andanadas a los nativos antes de partir, y que se le avisase del momento exacto pues pretendía decir unas palabras de despedida. - Y éste, qué hacemos, ¿lo suelto para que se vaya a nado con los suyos? - Ni hablar. Éste canta réquiem como que me llamo capitán Rui Bichomalo. Se viene con nosotros. - Una cosa entonces, capitán. - Dime. - ¿Consigno al espécimen de bichomalo en el libro del barco cómo preso, guía, carga o familiar? … ¿O producto típico?


- Nada de eso. Ni menciones que se ha pasado por esta isla, y de estar escrito, arrancas las páginas. - ¿No hago referencia a la isla Bichomalo? - No. Y no vuelvas a uncirla a mi apellido. - Usted sabrá. Pudiera perder la oportunidad de dar topónimo. Tal que pidiese el capitán, se puso Laxo a dar gritos ordenando los preparativos. La noche había corrido y siseaba el océano por el este con los rayos del nuevo sol. Tenían calado y viento racheado, no se necesitaba marea alguna, pero por dar capricho al capitán, para que le cambiase el humor, se esperaría a que el día fuese pleno y así luciese la artillería; ya les había leído la cartilla Flojo a los artilleros, ya, el capitán se había recuperado quisquilloso y muy cambiado, y no le extrañaría nada al segundo, comentó, que buscase excusa para liquidar a unos cuantos. Y si no por mano del capitán, por la suya, por la de Flojo Laxo, los que metiesen resbalón se acordarían el resto de travesía. ¡Anda y que no quedaban guardias por hacer y cubiertas que rascar! Picado el orgullo, y mentada bicha, se conjuraron los de la pólvora para cumplir lo que se les pidiese. Arabescos con las balas se aprestaron a realizar. Hasta lustre sacaron a los cañones y vestidos de gala, con gorro y cintitas, clavaron a los puestos más blancos que la espuma. A mediodía abroncaron al capitán nada más aparecer en la toldilla con hurras y vivas a la madre que le parió, ante lo cual, por cuestiones de blasón, reaccionó Bichomalo cargándosele el entrecejo y exigiendo de muy malos modos a Flojo que no diese cuerda al guirigay y que pasase a los hechos. Quería que se batiese la ladera de forma indiscriminada. - Capitán, perdone, pero los hombres quieren darle una sorpresa. - Después. Primero que me siembren al azar la colina que verás el disgusto de los otros. - Ésa es la sorpresa, quieren regalarle un alarde artillero.


- ¡¿En este cascarón no se va a obedecer nunca una orden?! - Lo tienen todo dispuesto y sólo es cuestión de dejar hacer. Garcinuño Tormo, maestro artillero, se compromete. - Dile que venga y que ponga el gañote en la baranda -dijo el capitán Bichomalo clavando su daga de vela en la borda- Vamos a empezar bien y prioritario acabar con las baladronadas. Seriedad y buen hacer. Sólo eso pido, sólo eso admitiré. Cartesiana fue la escuela de Garcinuño y a los hechos se remitiría. Tabuló la colina en diez imaginarias cuadriculas de eslora por otras tantas de manga, y ordenó a su gente que sin miedo, como si fuese juego, a pura andanada barriesen las casillas de la larga diagonal. E hicieron. Y bien bonita resultó la simetría de los impactos pues aunque sin haber hecho blanco en isleño alguno, despertó el interés del capitán. Y pidió más. Previstos los bis, a la mitad se partió el campo en cuatro cuadrículas. Y luego se remató la faena tachando los huecos. Perfecto. Currado. No solamente el capitán Bichomalo quedó gratamente sorprendido con la demostrada pericia de sus hombres, los nativos, aunque indemnes y un tantito sardónicos, también aplaudieron a mano rota por el espectáculo dispensado. Y pedían más, pero ahí, astuto, Bichomalo sacó el único tanto que les podría ganar. Pero punto de partida. En ese preciso momento, mientras a una seña suya Flojo Laxo pedía trapo y ancla, el capitán Bichomalo dio su discurso desde la toldilla de popa. Les hizo corte de manga y peineta a los nativos, y les gritó a altavoz sujeto su escueto mensaje. - ¡Que os den pomada, comemierdas! La tripulación jaleó al capitán, y entre cántico y marinera, les brotó el oficio. Arrancaron elegantes ante la tristona mirada del nativo cautivo que


veía alejarse la isla. Se hizo pequeña y el mar inmenso. Y así fueron todo el día hasta que llegó la noche. Por propia experiencia, el capitán Bichomalo desde que fuese izado el salvaje ordenó que no se le diese alimento ni bebida. Lo quería desarraigado y débil, y una vez lo tuvo, que vino a ser al tercer día como muy bien leyó en la mirada perdida y en el temblor de manos, decidió que era momento para reanudar el interrogatorio e hizo que llevasen al hombre a su camarote. Secundado por el Trócola, que se le sabían mañas, y por Flojo Laxo, que se le reconocía oficio, e invitado Garcinuño por su buen hacer reciente, se sometió al indígena a toda clase de torturas. Físicas y morales. En vela, y a rancho de pescozones, le tuvieron tres días más, hasta que al que hacía la semana desde que dejasen la isla el hombre se derrumbó. Lloró a moco tendido y comenzó a arrancarse mechones de pelo, a darse cabezazos contra cualquier esquinazo malo que le dejasen cerca. - ¡Vaya por Dios! -le salió irónico al capitán para disgusto de los presentesYa se me ha estropeado otro. Se le ha agostado la sesera. ¿A nadie se podrá preguntar? - Déjeme a mí, jefe, déjeme -prefirió ofrecerse Flojo a ser requerido- Desde que torturé al último he aprendido mucho. - ¡¡Yo fui el último al que metiste mano, desgraciado!! -manejándose de maravilla sin la muleta atacaba el piso en repiqueMás te vale que te apliques mejor que conmigo, patán. - (Glup) Déjeme que ensaye una ocurrencia que he tenido. - Cuál. - Voy a poner la plancha... - ¿Tienes hambre? ¿Te lo vas a comer, troglodita? - No capitán. Me refiero a un tablón; un invento mío; de verle trabajar a usted, desde luego.


- Al piojo, Flojo. - Pretendo sacar por la borda un andamio bien largo; que sobresalga tres o cuatro pasos. Y poner al nativo en él, y allí, darle a elegir: o respuesta o al agua; que aunque acabe en la mar se le dé a elegir, eso sí. - (¡Vaya gilipollez!) -pese a mascado a Garcinuño se le entendió- ¿Cómo dices… mm… - Garcinuño Tormo, capitán. - ¿Cómo dices, Garcinuño? - Digo que me parece muy sencillo para que éste largue cuánto sepa. - ¿No te parece buen sistema? - No capitán. No oí nunca en mis viajes una astracanada parecida. Si es menester tirar a alguien al agua para eso está la gracia de volar la borda. Yo, para las torturas, soy de vieja academia y me parece lo suyo colgar por los pulgares, pasar por la quilla, el gato, hacer arrastro, y si se me apura, y uno gusta jugar con fuego, hasta el marooning que llevan a cabo los piratas tiene su puntito. - ¿Marroning? - Marooning, capitán. Consiste en abandonar en un saliente efímero de la mar, islote u arenal, a un hombre a su suerte; con una pistola y un par de cargas. - ¿Y por eso lo de “jugar con fuego”? Con no dejar la pistola basta. - No, capitán, la gracia es dejar la pistola para que él elija el momento de arrearse el tiro. Normalmente un brazo de mar, un sol que taladra tal plomo derretido, suele llevarse por delante al que no tiene valor para usar el arma; aunque ocasionalmente, excepcional, casi leyenda de las que acaban impresas, alguno es rescatado por terceros. La gracia es la pistola, eso también. - Toma, y en lo mío la gracia está en la plancha -dijo Flojo- En que se vea


desde afuera el barco. Lo grande que es la mar; lo vacía que está salvo de agua. Bien pensado no era tan mala ocurrencia, si no al presente, para un futuro sí entendía posibilidades el capitán Bichomalo al invento de Flojo Laxo. ¿Y por qué no probar? Sí. Se clavó a la cubierta el andamiaje que no sobresalió tres ni cuatro, seis pasos holgados mediaban de la amura de babor a la punta del tablón. Instado a gestos, y azuzado a sable, el nativo andó la plancha sin atisbar la maldad que subyacía en el capricho. Recorrió el tablón y en el canto paró y dio la vuelta esperando nuevas instrucciones. Entonces Flojo, hablando muy despacio, silabeando, quizá creyendo que así facilitaría la comprensión del parlamento, le preguntó por el nombre. Pretendía un acercamiento con principios básicos y fundamental se le planteaba saber la gracia del interlocutor. Él era Flojo Laxo. Flo-jo La-xo. A-mi-go. Se reseñaba el pecho propio el segundo y repetía “Flo-jo La-xo”, luego señalaba al isleño y se encogía de hombros a la par que ponía cara de extrañeza. Por simple, a la tercera vez que se marcó el plexo el otro dejó sonar su voz cascada para identificarse. - Toï-Tato. Toï-Tato. To-ï -Ta-to. - Bien. Muy bien. Yo soy Flojo Laxo y tú eres Toï-Tato. - ¿Es nombre y apellido? -inquirió Bichomalo- ¡Capitán! Por favor -pedía cuartel Flojo- ... Sigue. - Gracias. Muy bien Toï Tonto. Yo soy Flojo Laxo el marino y tú Totus-tu el salvaje. - (¡Quién lo fue a decir!).


- Dices, Garcinuño -crecido se veía el segundo por el minúsculo avance¿Qué has dicho? - Al tema; las rencillas tras la charla, pero ahora que prosiga. - Bien capitán. Vamos a ver, Toto Toï. Ya te he dicho que yo soy Flojo. Éste es el capitán. Capitán don Rui Bichomalo. Y estos son el Trócola, Tró-co-la, y Torerito. To-re-ri-to. Y aquél es el Ruperto. Tres-gü-e-vos. Ah, y eso es Garcinuño. - Garcinuño tal que suena. - Y esto, bar-co, es la Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso. Redundante fue Flojo con la presentación. Pretendiendo llegar a obtener la ubicación, lo siguiente era cubicar al isleño en su universo cercano y actual. Que supiese que estaba a merced de ellos y, o largaba en breve, o iba a ir al agua que, por cierto, se estaba infestando de tiburones al presentir estos carnaza. - Bueno, y ahora que nos conocemos, Tïo Tonto, lo suyo sería que nos dijeses dónde nos encontramos o qué tierra nos cae más cerca. En qué rumbo. ¿Debemos ir para allí o para allá? -indicaba Flojo la lejanía del poniente por ambas bordas- Porque lo que desde luego que sí sabemos es que a nuestras espaldas hemos dejado la isla que es tu casa, y detrás la América española que es la nuestra. ¿Dónde está el mar de Tasmania, Tonto-Toï? ¿Dónde estamos nosotros? Listo, por viejo y jefe, Toï-Tato rió para sus adentros. Había comprendido el parlamento, la acuciante necesidad de coordenadas que tenía la tripulación del barco y que se suponía, él, debía satisfacer. Lo que


no sospechaban, ni imaginaron, era que hasta hace poco el hombre, y su tribu, se creían los exclusivos habitantes del planeta. Los dueños de la única tierra seca. Algo se comentaba de otras gentes o demonios que por alguna parte del mar, y tarde o temprano, también estaba vaticinado que reaparecerían. Mas esta gente, la gente de Bichomalo, algo de imbécil tendría para haberse perdido ¡llevando a cuestas su diminuta isla! Los nativos raro que se extraviasen salvo en la mar; en su casa jamás. No. Tampoco serían entonces los dioses que estaba predicho habrían de llegar. Y sonrió. Hombre-pájaro que era, comenzó con la consabida arenga del salto, la zambullida y el huevo, pero el viejo, al haber tenido más contacto con ellos algo aprendió, se le quedó por oír a la marinería esa jerga sencilla que sirve para llamarse. Dio talla de sapiencia el hombre al ir dedicando a dedo y dando nombre en su lengua; mezcolanza. Flojo Laxo fue Me-mo. Garcinuño Gi-li. Y Torerito Le-lo. Bo-bo le tocó al Tresgüevos, y al Trócola Fe-o. Y al capitán Bichomalo, por jerifalte que le olió desde que a su presencia fuese conducido la noche del rapto, tuvo la suficiente sangre fría para tildarlo Ton-tol Cu-lo. Después de oírse llamar en lo que supusieron jerigonza nativa los hombres aplaudieron, salvo el capitán, que ligó rápido las sílabas y en cuanto le tocó el turno entendió la ofensa. A la cara nunca le faltaron con tanta osadía y saña, y si bien el arrojo del cautivo le merecía respeto, no iba a permitir que aquello quedase así, ni pretendía el anciano, pues al tiempo que desenvainaba el capitán el sable y se iba para la plancha y para él, al tiempo, digo, ejecutó cómo hiciese el otro en su momento el corte de mangas y articuló el remate a su discurso. Por rápido y en lengua extraña no entendieron del todo, aunque al capitán le sonó a “¡Con la misma herramienta que te saquen una muela!” Y ni una le quedaba, y de ahí quizá la ofensa.


El caso que el isleño brincó en la palanca y con mortal y medio entró al agua entre el silbo de las balas. Salió a tomar aire el muy tunante fuera del ángulo de pistolas y mosquetes, y a braza viva puso rumbo del naciente. - ¡Flojo! ¡Flojo! -al andamio llamaba el capitán a su segundo- ¿Dónde va ese desgraciado a nado? ¡Pero dónde va el sujeto! - A su isla me imagino. - Por qué. - Creo yo que porque él no conozca bien el rumbo que le pedimos y va a asesorarse. - O sea, que volverá para decirnos. - Sí. Sin duda capitán. - Muy bien, Flojo. Muy bien. ¿Y tardará mucho? Obvio que no colaba ya. Descubierto, Flojo Laxo también se echó al tablón y lo dejó cimbreando tras el salto. Menos elegante, aunque igual de válidas sus mañas para sortear escualos y plomos, el segundo de a bordo tomó el rumbo contrario del que tomase Toï-Tato. Su depurado estilo natatorio le llevaba al poniente, a la parte en blanco que marcaban las cartas marinas cogió ritmo, y entre el estupor, y el ocaso, salió del campo de vista del buque. Y nadó. Nadó con tanta disciplina y determinación que aún durmiendo siguió dando brazadas y alejándose. La Ntra. Sra. La Virgen del Amor Hermoso haría noche en el punto. Mientras el capitán decidía si perseguían al isleño o al desertor de Flojo Laxo no se moverían, así que sabiendo que con el día iniciarían cacería, la tripulación se afanó, eso sí, en disponerlo todo para el día siguiente; no fuese a ser que el capitán estornudase al despertar y no hallase un pañuelo para sonarse los mocos; ni un cañón cargado de altramuces. En cuanto el horizonte estuvo definido por la claridad, y corrido el cielo de nubes que diesen el pego de tierras, la Nuestra Señora reemprendió


surco. Al timón puso el capitán a Torerito por ser hombre de confianza, él mismo, en la cofa y con catalejo, estaba determinado a echar primero mano al nativo, y luego a Flojo, que por ser miembro de la tripulación, ¡haber sido!, se le dispensaría el trato especial que sólo se puede administrar con calma. Haría, pero primero pescarían al isleño. Pese a que el sol les cegó las primeras horas no dejó pasar el capitán Bichomalo brazada de follaje ni pez flotante al que no ordenase largar bichero. Nada escapó, y a eso de media mañana temía le hubiese dado un mal calambre al abuelo. Las corrientes, los tiburones. ¡El lastre de la edad! Mil males sabidos tienen las aguas, y el más lábil, la sal, a un hombre de su edad le podría matar ¡Y al sanedrín en pleno! - ¿Me dejas llevar un rato, Torerito? - No puedo. El capitán me ha ordenado que en persona maneje la rueda. - Venga, hombre, no seas así. - No puedo Trócola, lo siento. Si mira para abajo y descubre que está otro en mí lugar ¡Vete a saber lo que se le ocurre! - Un ojo tiene, y chupando la lente lo lleva. - No. Déjate de boludeces. Con las últimas luces de la tarde distinguieron al abuelo nadando de espaldas, pero no fue hasta media noche, y gracias a una Luna redonda que arrojaba sombras, cuando por fin le dieron alcance. El hombre opuso cuanta resistencia pudo para que no le trincasen con el gancho. Debido a su obstinada postura, a la efectividad con que se resistió, se vieron forzados a echar un bote al agua y desde él intentar, si fuese menester, agarrar por los cabellos. Garcinuño fue enviado, mas al poco rato de ser jalado el esquife demandaba ayuda a la nave a gritos. Quizá del huevo que presumiblemente comiese siendo joven aún le durasen los efectos a Toï-Tato, y sin el amparo de la sorpresa no habría forma de engancharlo. Seguía nadando. Alejándose


del barco y arrastrando a su postre al bote. Se encaminaba la maniobra de captura a la persecución del lechón enmantecado cuando harto de dislates el capitán ordenó abrir fuego a las baterías. A una atronó la estampida y al acto, silbando la cabeza de los del bote, una docena de proyectiles, largos, chapotearon las inmediaciones del nadador. Garcinuño y su equipo dieron contrarremo para dejar holgura de tienta a la artillería, y a la segunda andanada servida se hacía trabajo efectivo y saltaba el esquife hecho astillas. Maldijo el maestro artillero el celo puesto en las lecciones, y prefirió considerarlo orden del capitán a desatino de sus hombres. Una tercera descarga sonó, y aunque no pudo ver por ir a ras de agua y ser de noche, Garcinuño calculó que al isleño se le haría pedazos; en el mismo punto que ocupase el hombre en el agua cayó la munición de seis cañones levantando al aire un sifón enorme, gigante, espumoso. - ¡Por allí resopla! -aunque fuese el propio capitán quien alertase a la cubierta la voz la sintió ajena- Ballena a la vista. ¡Es la japuta otra vez! - ¿Palometa o cetáceo? ¿Macho o hembra?... Capitán. - ¡Tu tía abuela degollada, Tresgüevos! Todo él un cardenal quedó atado en la playa tal si fuese pellejo por curtir. Al sol le hervían las pocas grasas que le quedaban y Titagolda sudaba. En la sombra de un rodal de palmeras reían el trance Gordosumo y camarilla; autores del tormento perseguían confesión. Sospechosos entendían los tejemanejes que se traía el Tita y necesitaban explicar. Y sabrían, o eso reían pues vencido creían a Titagolda. Un par de días quedó en la pose, y él, que siempre fue de lengua fina, acabó


luciendo la espartana; más contumaz que limatón. Al relamo de los huesos que le acercaban de dos pasadas hacía brotar el tuétano, y si la pieza roía, de ferina dentellada lo que entraba no salía. Hambre. Hambre y sed. Mucha sed. Aunque Titagolda no dijo ni la h de lo que sabía empezó a temer delatarse en sueños. Ni de noche descansaba. A su lado, y puestos pesos en las escuadras para que no volase, el capitán Misson también sufrió lo suyo. Poco auxilio pudo proporcionar en los primeros momentos al estar dedicando toda su energía a restañarse, y cuando hubo puesto en orden los hilos alborotados, por dejarlo boca abajo tampoco resultó de gran ayuda. Triste estampa hacían los dos en medio de la playa, parecían detritos de los que regurgita la mar. - Capitán, capitán Misson, ¿Está? - Estoy, oui. - Qué tal. - Conme ci comme ça. De no ser por los granitos de arena podría decir que bien; pero pican. Y tú, ¿Tú cómo estás Titagolda? - Mal, Misson, mal. Bien jodido me hallo. Además de la arenilla que también me ataca, bastante daño me hacen las ligaduras de muñecas y tobillos. - ¿No puedes soltarte? - No. Bien prieto han dejado. - Bueno, no te preocupes, a fin de cuentas han sido amigos tuyos y mal no te tratarán. De mí les he oído decir que haré buen fuego por los barnices. - ¿Y a quién se imagina que van a churrascar? ¡A mí! - Tan malos no parecen; te alimentan con lo que ellos se privan.


- ¡Para la porquería de huesos que me dan a lamer! Si se quitan de comer para darme a mí es con la intención de cebar. Y que saciados van de tinto. Lerdos no son... Si acaso necrófagos y pendencieros. Ni que mentase al gremio, de la espesura salió la diminuta figura del Eusebio. Borracho, cómo no. Al sabotaje diario de la bodega se había dado y antes de regresar con el amo se acercó a la linde del mar para ver cómo estaban. El capitán Caimán pedía reporte diario y al mandado obedecía. Al igual que las otras noches, dejando su alocado rastro de huellecillas se aproximó a Titagolda. Lo observó un rato con detenimiento y luego se alejó, pero, en lugar de desandar para desaparecer, enfiló a la choza de los retratos y al cabo regresó arrastrando algo. Un cuchillo tan grande como él y que había sustraído a Gordosumo, quien, a su vez, al propio Titagolda requisó. Con dicho cuchillo cortó un cuero y a mano dejó el filo para que después se sirviese el boloblás; mientras desaparecía el mono con paso incierto. Lejos de creer lo que había presenciado, Titagolda no se movió de la postura. Telepático o telequinésico tampoco recordaba haber sido siendo crío, pero aquél era su cuchillo y sabía del manejo. Aunque reaccionase tarde, y lento, Titagolda cortó las ligaduras restantes. En susurros comunicó a Misson que estaba libre y que en nada también lo estaría él. Muy menguado de fuerzas, no le alcanzaban éstas para levantar las piedras que a la playa fijaban al capitán, tuvo que hacerlas rodar, y claro, al primer giro le crujió el bastidor a Misson, mas si el joven no protestó su suplicio tampoco lo haría el otro. Y nada dijo. Impertérrito soportó el trote que se trajo Titagolda hasta llegar al refugio del bucanero. Lo recordaba seguro. Pero más cerca. Casi toda la noche les llevó dar con el sitio. A Titagolda se le vino a hacer reubicado a mil millas por lo exhausto. Más lejos estaba, desde luego, y no


sólo eso, otros cambios evidentes denotaba el lugar. Los blanquísimos restos de Anacleto Betancour se encontraban diseminados por la explanada, todo revuelto, y lo más extraño, el amplio silo que contemplase vacío, ahora estaba sellado ¡Con puerta! Obvio que debía ser La Itinerante por el emblema que subyacía bajo los arañazos. Con mucho era más grande que cuándo la utilizase para entrar en los dominios del capitán Caimán, pero era la misma, segurísimo, porque en el mismo sitio que dejase estaban dedo y anillo. - ¿Es ella, Misson? - Oui. - ¿Crece y ensancha? - Y mengua y encoge. - ¿Y seguirá estando lo mismo detrás? - Qui le sais, mon ami ¡Qui le sais! Palabra que sólo he atravesado una vez; contigo; y siendo hebra. Creyendo conocer el mecanismo Titagolda dispuso un rinconcito para echar una cabezada, con las luces de la mañana intentaría abrir la puerta. Prioritario le era ahora dormir, dormir, sólo dormir. Y durmió. En ello estaba por lo menos cuando unos crujidos le avisaron que algo se les acercaba. Eusebio arrastrando la casaca, sí. Con sus eses consabidas llegó a la puerta y trepó por ella, por los casetones, para dar con mucho tiento un delicado golpecito en la parte superior derecha, se deslizó entonces un par de pulgadas un travesaño y por la trampillita abierta metió la manita y descorrió el cerrojo. ¡Voila! Tomándolo por inquebrantable, el portalón era un colador. Lo había visto bien y no olvidaría, así que sin sentir apremio, pero sí mucho sueño, Titagolda se dejó llevar nuevamente a los cielos. Ser pelícano. En las alturas estuvo revoloteando hasta que un nuevo ruido le fue amarrando a


tierra y finalmente le ligó del todo al suelo. Era de día. Abría el ojo a tiempo para ver al Eusebio salir, desaparecer entre unas matas y arbustos con paso recto; raro. Para demostrar inspiración divina propia, y por si en el concurso de méritos para ser pirata baremase reventar alacenas o cofres, o puertas inquebrantables, al teatrillo de palpar sucumbió Titagolda; no pudo evitar darse pote fingiendo arte en el oficio. Pegó el oído a la puerta y por espacio de tres o cuatro minutos al toque recorrió la superficie susceptible de ocultar resorte, pero nada, hasta que no golpeó en el mismo punto que golpease Eusebio, y en paridad de fuerza, no cedió a su ley la trampilla y no se abrió, pero cuando lo hizo Titagolda encontró en la cara de Misson el éxtasis. Monstruo. Fiera. Todo se le hacía poco al francés. En los altares hubiese puesto a Titagolda de no haber pecado de humano; tropezar dos veces en la misma piedra; pillarse dos dedos. Sí. Ni para alante ni para atrás. Igual que la otra vez en el cepo le quedó preso el corazón, y no tuvo más narices que administrarse el tal tratamiento. Se cortó el dedo de un tajo seco y se aplicó los ungüentos para las mancaduras serias, mas en esta ocasión ni quejó por estar enfadado consigo mismo; de idiotas era no suponer. Si por vivida tuvo la maniobra de apertura, el túnel le fue desconocido. Antes que parte integrante de los dominios del capitán Caimán, el receptáculo en el que se hallaban había sido silo, grande, sí, pero no para albergar la cámara que les acogía. Y ciego, que no iba a ninguna parte. Ahora siete bocas contó Titagolda, y si ejemplo fuese la primera a la que se asomase, siete boquitas vertían su caño de aire viciado, y otras siete a cada uno. Imposible. Resuelto, Titagolda sacó del zurrón un coral añejo y en el suelo vítreo,


volcánico, una flecha de orientación plasmó en blanco. Recto. Giro a la derecha. Giro a la izquierda. Arriba y abajo. Y una equis si la galería no llevaba a ninguna parte. Y bien de ellas encontraron con este fin o con méritos de estar muertas. Les llevó horas y horas, y galerías y galerías, encontrar las primeras señas de vida. - ... mmmm... ñam… Esta mierda de cabra está fresquita. Han pasado hace nada. - Para ver que son frescas no hacía falta que te las echases a la boca. Se ve que pringan, cochón. - No me sea asquerosito, capitán. Vamos tras el mayor tesoro del que aún se cante misterio y paradero en torno a los fuegos. De padres a hijos. Y usted mismo dijo que sabía quién hubiese perdido gustoso la vida por abrir simplemente una vez la puerta. Y yo llevo dos. - No me hagas hablar... no me hagas hablar; yo también he visto salir al Eusebio con rumbo a las copas. Más ruidosa de lo que hubiese sido lo suyo quedó la atmósfera. Parecía oírse la mar, pero no lo era. Se trataba de una pequeña catarata que nacía y moría para la exhibición. Salvo el salto de agua el resto de su vida discurría bajo tierra, sin saber si el día o la noche demandaba el tributo de la marea. Descubrió Titagolda que en casi todas las salas existían teas. Y chisca al pie para darles vida. En primorosos brazos de bronce se alojaban. - ¿Cuánto tiempo llevamos aquí dentro, Misson? - Se me hace la semana, pero siento por los pigmentos que sólo van dos días. Titagolda estaba totalmente desorientado, al hacer mucho que no comía ni el estómago le daba referencia. Por ir y venir todas las galerías le eran iguales, en todas había señales por los suelos y paredes ¡Y en los techos!


Ahora sí que estaba mal, tan mal, que súbitamente le encalló en la mollera que si le hincaba el diente a algo todo le iría mejor. Por arte de birlibirloque se le desharían los males. Sí. Comer. Quizá la sangre a gritos le daba la solución. Tan obnubilado quedó, que cuando quiso darse cuenta, en la puerta de la cueva se hallaba con una tela en blanco bajo el brazo ¡Y el marco pregonando mordisco! Y para mayor desgracia, salían a la caleta de los leones; la manada que vivía confinada alimentándose de náufragos y boloblás curiosos. Y aunque la puerta se cerró tras ellos, seguros estaban por el momento en el voladizo; mientras no pretendiesen bajar a la arena, que subir el acantilado se hacía de necios, no pasaría nada. - ¡Misson! ¡Misson! Por favor capitán, contésteme ¿Está bien? - Oui, pero no gracias a ti -dijo sin plasmar matiz- Capitán... capitán Misson… yo… yo... ¿Le he mordido? Sin color, sin palabras, el día que quedaba se les fue esperando que apareciesen las fieras. Su caleta era, desde luego, y aunque mondas óseas y olores fuertes le reafirmasen en la convicción, por no verlos llegó a dudar Titagolda. Con la luz de la Luna, y sin haber abierto aún la boca, dejó recostado a Misson contra una roca y él se dispuso a bajar a la playa. Para un salto era mucha altura, tronzarse una pierna cuando menos, dejarse la crisma, más que factible era seguro. No, de saltar ni hablar. Despacito descendió un buen trecho, y cuando quiso calcular que el salto era viable, a la maldición del último momento ondeó melena. Nocturno, el rey de la playa buscaba lugar tranquilo dónde poder empalmar la siesta que le rompieron las esposas. Cinco, que por estar de caza y no encontrar presa, contra el marido se revolvían; le seguían ariscas dejando que rugidos y rezongos caldeasen el ambiente. Y fue llegar adónde había hecho bola el


macho, bajo el voladizo, obvio, y liarse la de la jungla en época de carestías. Revueltos en ovillo levantaron tal polvareda que difícil le resultó respirar a Titagolda. Mal asunto si le venía la tos. De haberse quedado en el punto lo hubiese podido comprobar. Fue retomar la ascensión al escondrijo, para que algún aire llevase el olor boloblás a los felinos y, olido y visto, se les hizo agua la boca y acero las zarpas. ¡Ni que tuviesen manos trepaban las leonas! Por suerte bien dotada va la garra humana para la huida; mejor que para la agresión. Con el miedo en el cuerpo, jadeando al llegar, se recostó de nuevo junto al cuadro Titagolda. - ... arf... arf... arf… Siento… si he hecho algo que no debía... arf... Y de no hacer… más lamento el no haber intervenido. - ¿Te remuerde por haberte visto en el caso? -del crudo del hilo brotaba la voz- Bajaba reconcomido, perdone. Noble, el capitán Misson se plasmó ahora en el lienzo sentado en una mecedora. De la visita a su otra tela traía ajuar. La silla, la pipa, el mosquete y un perchero con sombreros. Un bodegón de perdices y conejos. Y el brasero encendido bajo la mesa camilla. Dos vasos de vino a la mitad. Y una ventana abierta que llevaba al mar; aunque escorado se viese. Tal profetizó Caimán, una horda de hongos oleófagos se estaba cebando con sus pigmentos; y el marco, que también era recio, sufría ataque por lo más sarnoso de las termes. En un par de días, ¡horas!, el otro cuadro que albergase su efigie sería excremento microscópico. - ¿Dos vasos? - Oui. - ¿Hay alguien con usted? - No; pero por si llega.


- ¿Empezado? - Por ir rompiendo el hielo; y que traía sed. Algún desgraciado, alguna tortuga o sirena, quedaría varada en la playa, y descubierta por las crías, se armó tal zapatiesta gatuna que a saltos marcharon las reinas, el rey, tranquilo, soldaría la siesta de un día con otro; hasta roncaba el rugelunas. Titagolda aprovechó la ocasión y poniéndose el cuadro por montera se lanzó al vacío. Volar no hizo, no, no era Dédalo ni boceto de Leonardo, pero frenó la tela la caída y al llegar abajo el despeñe quedaba en descalabro. El león abrió un ojo debido al ruido del golpazo y descubrió al boloblás caído del cielo, quieto, Pantaleón, y volvió a dormir. Sin dar tiempo a que soñasen con él salió corriendo Titagolda, y con no menos agilidad que las reinas alcanzó la playa, y costeando a nado ganó un caminillo. Y a correr. Azuzado por esa fuerza misteriosa que le guiaba, sordos se le hacían los exhortos del capitán para que redujese el trote, aminorase, si parar no pudiese por apremio perentorio, pero con el roce del follaje, y sus propios runrunes, no escuchaba a Misson. No oía ni su propia voz y eso que le apremiaba, se preguntaba Titagolda a dónde diantre iba con tanta determinación, y cuándo supo el destino por tenerlo delante, le brotó otra duda. La causa. Por qué retornaba a la choza de los retratos si sabía el fin que tenía prometido. ¿Por miedo? ¿Por dejar de tenerlo? Al ritmo que marchaba desde la cabaña se le sintió venir, y aunque medio en sueños Gordosumo ordenó que alguien atendiese la demanda. Faltándole al grupo mandadero, Magrabuganvilla y Bueydemar realizaban los recados, y aunque no al tiempo, sí se levantaron los dos a mirar, y pese a asomar por ventanas distintas, mas enmadradas al mismo flanco, con un astil que


cogiese al paso Titagolda les reventó los morros. Buen palazo les dio en los belfos, y no viendo desde la esterilla de quien recibieron topetazo los esbirros, temió Gordosumo que hubiese búfalo en celo y suelto. Por la puerta trasera podría el príncipe cambiar de casa y ponerse a salvo. Y tres saltos dio desde el lecho, el cuarto, que le ponía en la calle y a dos pasos de una choza segura, quedó en el aire al pararlo Titagolda con la misma tranca. Con gran trabajo los fue arrastrando a la playa y fijándolos a la arena con cueros y estacas. El mismo trato recibido dispensaba, y para reproducir la escena, aunque sin pesos, junto al grupo quedó también el retrato del capitán Misson para dar el pego. Pensaba Titagolda que el Eusebio no sabría contar, y cómo todas las noches a la playa acudiría con sus eses; que hizo. Aparentemente se reproducía la velada, y por dicho, entre unas brazadas de helechos se presentó. Mas debía saber de números el mico, pues fue ver al grupo y detener el paso y echarse mano a la cabeza. Y rascarse el coco. ¡Tres! Eusebio sabía contar ¡¡vamos!! Hasta cinco llegaba por ser lo que aguantaba con el tinto. Cinco. Y de uno a tres sabía la diferencia, sin embargo no por ello cayó el mono en la burda trampa, le intrigó una botella de Marqués del Bébeme, que ni que fuese reclamo de anátidas llamaba la atención. A ella se acercó, Bébeme, y al embrujo de la frase se hizo chiquitito, tan pequeño, que cupo en el saco en el que le metió Titagolda. - ¡Ya es mío! - Bien, muy bien, mon ami. Antes de nada no lo sueltes. Dale tres capones suaves. - ¿Se calmará? -le pareció parco método a Titagolda- ¿Así no intentará arañar? - No. Que le debo por hacerme mil perrerías y burlas en los últimos años;


pero tampoco le des muy fuerte. - Si tan bien se conocen, hágale saber que si sigue emperrado en patalear y morder, le voy a arrancar la cabeza de cuajo. Mansurrón quedó el Eusebio tras un tirón de rabo que a la cola casi le saca el espinazo. Titagolda no andaba de broma y más rentable le saldría al mico exhibir viejos modales. Mono cocotero, fue criado a biberón por la compañía del capitán Verrugo, de todos cogió vicios y por unos y otros sabía latín, y por lo visto de números. De todo tipo. Sentó en el hombro del nuevo amo y rió pese a que Titagolda le calzó dogal y correa. Dio palmas. Y volvió a reír agudo y poseso de sus propias muecas. De educación completa el animal demostró lo aprendido, y cogida confianza, que las volteretas y cabriolas demandaban cuerda y gustoso acabó largando cabo el boloblás, cuándo tuvo la soltura suficiente, Eusebio sujetó con ambas manitas la traílla y de un sobrecogedor mordisco cortó el arraigo. Libre, corrió del tronco a la copa y con gran revolución aérea abandonó el lugar. Absurdo seguirlo. Intentar. - Bueno, ahora sí creo estar en condiciones para unirme al capitán Verrugo y sus hermanos. Tengo a Gordosumo, y a sus secuaces, para demostrar el celo desempeñado en la heredad del Sordo; la legítima me acompaña. Y no sólo eso... - Ah no, ¿más? - Sí. Tengo algo, sé, que me dará derecho a codearme en trato de igualdad. ¡¡El paradero del troquel!! Gustosa Natura de jugar a tramoya, reventó sin previo aviso una tormenta convectiva y ni que las gotas fuesen alevines llovía. Y lo eran. Habría succionado el cielo con sus aires calientes un buen sorbo de la masa del mar, y dándose en ese preciso momento y lugar las condiciones


contrarias jarreaba fauna pelágica. Primero fue una miríada de boquerones lo que descargasen las nubes, luego sardinas. Y arreció con arenques. Y algún jurel. Medusas caían bailando tal copos, morenas culebreaban cual rayos los aires, y sepias y pulpos y calamares estirando los tentáculos se vestían estrellas fugaces. Granizando cangrejos enfilaron Titagolda y cuadro a la choza de los retratos. Por capricho propio el capitán Misson moró una escarpia del porche. En la mecedora lustraba la artillería al tiempo que contemplaba la mar. Los mares. No se cansaba. Por vista, a la mar de su ventana casi no prestaba atención, sabido tenía el compás de las olas y monótono le era de años. Puro instinto fue, sí, que aun atrapado en la urdimbre de los hilos supo presentir la arribada. Una goleta daba maniobra y señas de querer atracar, abordar el cuadro, eso sí, si el capitán Misson daba su permiso. Enarbolaba bandera de tregua y parlamento la Dulce Infierno capitán Caimán. De la línea del horizonte salió. - ¡Misson! -por altavoz hablaría desde el barco oscuro Caimán- ¡Misson! - ¿¡Caimán?! - Sí Misson, soy yo. El capitán Caimán. - Qué se le ofrece mon capitán, qué quiere para atreverse a venir a mi lienzo; sabe que si le apreso aquí todo lo suyo será mío. - Inténtelo, ja, y se llevará una sorpresa. He mandado artillar la Dulce Infierno con colores pirófilos, y a un bufido mío, una carraspera, autocombusto y adiós muy buenas. Bien sé que los hongos han acabado con el baúl de la escuela flamenca. No le queda más puerto franco que esta tela. No intente nada o me inflamo. - Bien. Hable desde ahí que mi palabra tiene, pero si le veo salir de la caballera no respondo de mí.


- En el fondo también es usted un buscafortunas. - Al plano y a la equis, Caimán. Qué pretende. - Vengo para reconvenirle a que se una a mí. - ¿Otra vez el mismo estribillo? - No Misson, no. Es serio el asunto. La jungla me ha susurrado que alguien dice haber encontrado el troquel. - Oh. Entonces, suya es la autoría de la lluvia marina. - Sí. Quise hacerle entender lo mal que resultan las cosas fuera de su sitio. No debe usted intervenir. Ayudar al boloblás. - ¿Y usted sí? - Amos, no te jode el gabacho. ¡Es mi isla! Y un invitado usted. - Forzado. Y que sea suya dista mucho de ser cierto; ni sido. Ah, y aunque creo no haber intervenido, a partir de ahora lo haré. - ¡Misson... - Cinco segundos tiene para virar en redondo y fugar. Pasados, abriré fuego desde la ciudadela. - Me inflamaré. - No podrá porque antes le echo encima veinte olas seguidas. Cortesía, y que eran feroces, tuvo tiempo más que de sobra el capitán Caimán para marchar. Malo de libro que era, la estela que dibujó nunca volvería a recuperar el azul homogéneo. Apagada quedó para siempre una franja oblicua en la tela. - Buenos días, capitán Misson. - ¿Ya es de día, mon ami? -relativo era el tiempo cuando los pigmentos trababan conversación- Luce un sol que hace daño. Anoche soñé que llovían sardinas y el día ha salido oceánico. Hasta la vegetación viste brillos.


- No soñaste. Llovió. - ¿Ah sí? ¿Es aquello una gaviota cangrejera? -dijo aviserándose la manoSí. Creo que sí. Vamos al borde del cono para verla bien. - Te agradezco, majo, pero no tengo ganas. Ve tú si quieres. - Mal le veo. Borroso. Difuminados algunos trazos. ¿Se encuentra bien, Misson? - Será la fiebre que me revuelve los colores. Quien pintase este cuadro tendría malaria y entre capa de barniz y barniz quedó atrapada la miasma que me azota en primavera. - ¿Primavera ya? - Casi. Es época de crustáceos ¿No viste granizar anoche? ¿No hablas de gaviotas cangrejeras? Al poco también consiguió escuchar Titagolda. Un tic. Un tic… tic. Un millar de tic tic tic... desacompasados que con rumor de marabunta tomaron la isla. Legiones y legiones de cangrejos bailoteaban laterales en un frenesí de colores en el cual murmuraba preponderante el rojo. Tapizaron en unos minutos senderos y pasos y todo camino quedó anegado con cascarones. Durante días fue imposible salir, así que tiempo y medios tuvo Titagolda para recuperarse. Se lió a comer cangrejos. Conchas y patas rechupadas fue acumulando en una choza. Al punto llegó a ingerir, que cerró la puerta de dicha cabaña y a colar las corazas por la ventana se ejercitó. Dos arrobas de grasas se echó a la espalda Titagolda, recuperó su mejor perfil cebón y en nada nadie diría que meses había sobrellevado de privaciones. Con el rompan filas de los crustáceos le vino a la cabeza el recuerdo del príncipe. Del séquito. ¡Gordosumo! Se acercó a la playa pero allí no quedaba nadie.


Más limpios que una monja con oficio, los cangrejos sanearon la playa y los caminos, ahora demandaba la Naturaleza alguien que se deshiciese de los miles de lorigas que infestaban la isla. Pájaros. Sí. Vinieron casi al tiempo que los otros, pero en número menor, y tras ellos, para limpiar el guano y los centenares de alados secos que también quedaron, aparecieron las hormigas y todo insecto o bicho más pequeño que un pulgar. En un par de días todo volvía a estar como el día que desembarcó con la intención de auxiliar al Sordo. A Estanislao Olite. - No veo el momento -habló Titagolda en alto mientras abría un coco- No veo el momento para decirle al capitán Verrugo dónde se halla el troquel. - ¡Ça alors! -por no mencionar desde el tiempo de la hambruna el capitán Misson lo creyó delirio de época y olvidado- Vuelves al tema. Insistes. - No insisto. Lo vi. Pero no supe lo que era hasta que no lo volví a ver en sueños. Y en la vigilia. - Pues no lo pongas en el mismo zurrón que a Gordosumo y los suyos. - El troquel es de plata y no habrán podido los cangrejos con él. Seguirá estando dónde estaba, y está, hasta que no esté de regreso la Psiconauta. - Oui. Y no te creas que me importa lo más mínimo. El mismo Caimán bien de años me ha dado el coñazo; por ver si me entraba curiosidad y así hablar de sus cosas. Mas no me interesan las canibaladas y demás pasquines singulares que le son currículum. Aburrido me tiene. Or, argent, bijous... bah, no he sido nunca gustoso de lucir abalorios y no es mi estilo el mercadeo; no necesito. No habría mayor tesoro para mí que aquél que me saciase el folgar, yacer o yantar al momento que me pluguiera. Libertad, bandera y patria, sería quizá más sencillo.


Oui Titagolda, a ese tesoro le buscaría yo la equis. - Yo se la busco. El capitán Misson sabía dónde estaba el troquel. Aunque parezca mentira el propio capitán Caimán se lo había confesado. Años, y horas de tedio rajando sin parar, Caimán dio desperdigadas todo tipo de referencias y señas; hasta llegó a dar en cierta ocasión el punto exacto de coordenadas, creyendo que Misson no tendría preparado mapa. Después de tantísimos años colgando juntos las fechorías de cuna se sabía el uno del otro, no obstante, los dos tenían claro que algunos secretillos se ocultaban, y caballeros y piratas, teniendo que ser para ser algo, se respetaban dentro de unos parámetros paranormales. - No te voy a decir nada porque se me ha mojado la oreja, garçon, mas lo que te puedo adelantar es que si dos dedos te ha costado abrir una puerta, lo mismo para hacerte con el troquel has de dejar el alma completa. - No tengo. Soy nativo. ¡Y pirata! El troquel sé dónde está y me haré con él. Aunque por ese día la conversación acabó ahí, al día siguiente, y al otro, y los tres o cuatro posteriores, no pudo dejar de salir la susodicha palabrita. Troquel. En lapsus se le iba la lengua a Titagolda para decir que “El Sol luce de troqueles” “Creo que voy a troquelar unas almejas con brotes de nitos para comer” o “¡La arenilla que lleva el aire me troquela las cachabas!” Libre de la presencia de Gordosumo y todo lo que representaba, sólo le embebía el troquel. Tenerlo en las manos una vez al menos para comprobar que era real, el troquel fetén que se buscaba, pues de no serlo, adiós a la entelequia. - ¿Si yo le digo dónde creo que está, usted me lo corroboraría? - (¡Merde!)


Cómo. - Yo le digo dónde está el troquel y usted me lo confirma. - No, merci. Un millón de veces me han contado dónde creían, sabían de buena tinta de calamar, que descansaba el troquel. A la un millón uno me juré a mí mismo no atender más, mon ami. No es personal. Cansado estoy de ser llevado a los lugares más recónditos de esta isla para sólo sufrir decepciones y recibir arañazos. ¡Uno tiene su edad y harto está de todo eso! - ¿Si traigo una prueba hablaría paladín ante el capitán Verrugo por mí? - No. - Y si trajese el troquel a esta misma choza ¿Hablaría entonces? - En tal caso bien hablaría por ti la pieza. Esa noche el aire era bravo y a la mar negra se le oían los crespones. Rompían violentas las olas contra las rocas intentando desmenuzarlas.



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