12 minute read
CARIBBEANA Obituario / Reedición
Marcio Veloz Maggiolo Publicado originalmente en AAA001, mayo 1996
Puerto Rico en la memoria
Advertisement
Nota del editor: Desde que iniciamos la publicación de Archivos de Arquitectura Antillana hemos mantenido el compromiso de enarbolar una profunda vocación antillanista. La arquitectura caribeña es sólo una parte de esa rica área cultural que es el Caribe; una región esparcida en islas y territorios de tierra firme que se divide en lenguas pero es unitaria en particularidades históricas, presencias imperiales y mestizaje. El artículo que reproducimos a continuación fue publicado en AAA001 -aparecida en mayo de 1996- y está firmado por Marcio Veloz Maggiolo (1936-2021) uno de los grandes escritores dominicanos y que recientemente ha fallecido. Consideramos oportuno, ya que la presente edición trata parcialmente sobre la arquitectura de Puerto Rico, reproducirlo de nuevo como un homenaje a su persona y para compartir, en el contexto de esta edición, un recuento hermoso de memorias de la isla cuya arquitectura actual nos honramos en reseñar.
“Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”. Escuché por vez primera el verso, la frase, el aserto, en la voz de mi padre. Aún era yo un niño y ya sabía de la existencia de José Diego y del Pitirre; conocía la palabra “Betances” porque Pancho Veloz la repetía con sus amigos y hablaba con sentido casi religioso de Hostos, el maestro, mientras un vapor de admiración-humo, incienso entre los recuerdos- rondaba la habitación de la calle Ravelo 57 en donde aprendía yo las primeras lecciones de historia y de cultura.
“Puerto Rico es una flor”. La canción jíbara venía en las emisoras de radio del occidente de Puerto Rico. “Mi jibarita de tez lozana”. La República Dominicana adolecía de tener un dial casi vacío, del que hacía cargo la plena y la bomba, los boleros iniciales de Daniel Santos, la música del Cuarteto Flores y las canciones de Piquito Marcano y Rafael Hernández. Por el dial entra Puerto Rico a casa luchando a codazos con las débiles radioemisoras locales y lo mismo hacían las emisoras cubanas. Las dos alas del Pájaro se hacían aleteantes a través de una radio en la que mi corazón infantil vería letras y músicas que se concentraban en las velloneras de barrio en torno a las que era posible imaginar “una manita blanca” diciéndome adiós, o en las que plenas de Canario y su grupo hablaban de que a Elena la cortaron y se la llevaron “pal hospital”.
Mi padre había vivido algunos años en la isla. Yo fui víctima de su viaje a Ponce cuando no pudo resistir ciertas presiones de la dictadura de Trujillo. En 1937, cuando apenas tenía yo menos de un año de vida, Pancho se fue; se alejó sin saber si podía volver y en Ponce radicó unos amores infieles de los que me hablaba desde muy temprano justificando los desacatos con su soledad. Mi madre nunca supo de estos secretos culpables. La Central Rufina lo vio trotar entre los cañaverales. Era un hombre culto montando a caballo por primera vez en su vida. Era un mayordomo improvisado en los llanos del sur de Puerto Rico, en donde arriaba ganado y escribía poemas o bien escribía poemas para poder arriar ganado. Cuando visité con mi amigo Edgar Maíz las ruinas del otrora ingenio, las lágrimas me brotaron con sólo imaginar la vida azarosa de Pancho, porque Pancho fue mi primer gran maestro; fue quien me enseñó a entender la poesía; fue quien en realidad me hizo conocer el sueño de Juan Morel Campos y el corazón melódico del maestro Don Gelo Goyco. Cuando muchos años después me he deleitado escuchando las retretas ponceñas en el parque de bombas de la ciudad más bella del sur, he sentido la danza con mi propia música; la danza puertorriqueña, analizada por Salvador Brau, oriunda de la upa o merengue primitivo y tejida en el murmullo en el que mi padre la concebía: serenata con paseo, con enredaderas floridas, con glicinas, con rostro de mujer en la noche de ventanas casi ojivales, con arboledas suaves por donde subía, citando a Apolinar Perdomo, “la enredadera del verso”, en fin, con bombardino breve y acomodado solazándose en notas graves, gravísimas, que penetran el alma hasta hipnotizar lo mejor del corazón. Pancho tocó muchas veces el clarinete, como todos mis tíos, pero también leyó a Rubén Darío y la Llorens, a Plutarco y a Coll y Toste. Era un autodidacta suave con manos de hierro porque había sido militar, zapatero; con manos de seda porque había sido despalillador de tabaco, licorero, político, oficial celador de aduanas y otras tantas vainas más. Nació para ser biografiado y desgraciadamente no he podido terminar aún su biografía, aunque poco a poco he ido dejando y conformando trozos de recuerdos y notas que servirán luego para reconstruir a papá. Él lo sabía, y creo que lo sabe, aunque desde 1975 no está más conmigo. Murió de ochenta años; cuando nací él tenía casi cincuenta, y fue un amigo viejo para un niño, un adolescente y un hombre. Nunca le vi joven.
Pero conservo varias fotos de sus andanzas puertorriqueñas en las que monta un alazán que siempre imaginé azul y con alas como el Pegaso, de la película El Ladrón de Bagdad. Desde el caballo de mis sueños –a veces me llega a media noche- papá descarga su mirada gris sobre un territorio añil que llegó a querer entrañablemente: Puerto Rico. Una isla en la que esperaba el regreso, porque hubo un momento en el que sus amigos consiguieron su retorno y desde entonces lloró a Puerto Rico, y habló de él en bien y en mal. Era un crítico feroz de los engaños, era un amante fiel de la honestidad. Le dolió mucho ver a la isla en manos extranjeras. Era antiyanqui por naturaleza, puesto que en 1916 la República Dominicana sufrió la violencia de una invasión de 8 años. De Puerto Rico teníamos antes de aquel viaje, los recuerdos de los cortadores de caña y empleados de ingenio que desde finales del siglo XIX arribaron a la República Dominicana en busca de labor, encontrándola. Un viejo barrio de putas puertorriqueñas de aquella época se llamó Ponce. Cuando la República Dominicana se transformó en exportadora de mujeres de la “vida alegre”, un sector de algún sitio de Puerto Rico fue bautizado Santo Domingo. Mi padre recordaba a los puertorriqueños de Macorís como gente buena, trabajadora, que había llegado con los fardos vacíos, como llegan hoy al occidente de Puerto Rico los “dominican-sea”, en yolas cargadas de tragedia. Todavía del “progreso” gringo no había sentado sus reales en la isla, aunque desde 1898 la misma pasaba a la matrícula de colonia. Por ahí andaban Don Julio Camacho, y los Pacheco, familias que se habían quedado para
siempre entre nosotros. En los años cuarenta visitaban nuestra casa de la calle Ravelo, y recordaban la tierra a la que no pudieron volver. Algunos eran muy viejos y cuando contaban sobre el progreso y las autopistas, y las carreteras y las fábricas, decían, con un son de desánimo: ay m´ijo, Puerto Rico se jorobó. Sin embargo, se reunían con mi padre a escuchar desde la BeBeCé de Londres los resultados de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y el enrolamiento obligatorio de los ahora ciudadanos norteamericano-puertorriqueños en las tropas que luego de Pearl Harbour tuvieron que partir hacia lugares impredecibles en las islas del Océano Pacífico.
Entonces, fueron válidas las canciones de Pedro Flores, entre las cuales “Despedida” fue un himno de dolor. “Vengo a decirles adiós a los muchachos”, temática que cuajó en manos de Daniel Santos, declarado luego “anacobero” por el ñañiguismo cubano de los años cincuenta. “Van pa’la guerra, muchacho, van pa’la guerra”. Josean Ramos habla de ellos en su libro, y ferozmente Luis Rafael Sánchez ha demostrado que Daniel tuvo una importancia ritual que ha quedado flotando en el eternizado corazón de los antillanos. Fue en 1962 cuando por primera vez viajé a Puerto Rico. Desde ese año había entablado amistad con un compañero llamado Manuel Maldonado Denis.
Luchábamos en Santo Domingo porque se levantara el impedimento de entrada que pesaba sobre él luego de la muerte de Trujillo. Manolín, muerto a destiempo, era considerado por todas las derechas antillanas como un peligroso agente del “comunismo internacional”. Los anticomunistas profesionales no impidieron que por fin lográramos su entrada al país y desde entonces entablamos una amistad sellada en tragos, congresos, viajes y tragedias. Fue mi primer gran amigo puertorriqueño. Con Hugo Tolentino, el notable historiador dominicano, y con otros intelectuales, analizábamos con frecuencia el rastro de los grandes hombres de los que oí hablar a mi padre por primera vez. A partir de Manolín son muchos mis amigos en Puerto Rico, he viajado allí miles de veces, cuando no con un pasaporte rojo, blanco, amarillo, con la imaginación que permite restituir al espíritu el paisaje que se añora.
Pancho regresó en 1939, y casi tres años después encontró al único hijo de mi madre; se trataba de un niño de tres años que amaba las tórtolas que el tío Herófilo Maggiolo le llevaba, que miraba con asombro las hicoteas que la abuela engordaba, y que se quedaba sorprendido por los aguaceros rodando sobre el techo de zinc, cuyo rumor húmedo y pertinaz se quedó se quedó para siempre en los vericuetos de la nostalgia. Fuimos muchas veces a las orillas de río Ozama con Puerto Rico en el corazón. Los cocoteros, según papá, eran iguales a los de la isla vecina; recogía cocos tiernos pequeñitos y me los envolvía en el pañuelo para que jugase con ellos; las aguas del Ozama se parecían mucho a las del Loíza; los pájaros carpinteros tenían el mismo cantar nervioso, y el pitirre, el petigre, asombroso combatiente cantado por José de Diego, seguía aquí, en tierra dominicana, atacando al guaraguao y la cuyaya que atentaban contra su nido. Papá iba y venía con Puerto Rico en el alma. Alguna vez, por los años sesenta, quise llevármelo en un viaje de placer pero había preferido quedarse con el Puerto Rico de su pasado, con el Ponce donde escribiría poemas como “Las Tres Margaritas”, dedicado a una mujer cuyo nombre dejó estampado en un libro de poemas llamado Vuelos, “que lindas lucen en tu pecho airoso esas tres margaritas, tus hermanas…”
Cuando en la tarde venía la hora del descanso: en la pequeña fábrica de vinagre que había montado heroicamente en los años 50, se hacía un aparte ritual para escuchar la música de Morel Campos. Mi tío Luis, que hacia los años 20 había tocado el clarinete en las plazas del jazz creciente y neoyorkino, nos acompañaba tarareando y analizando el canto del bombardino. En los años veinte, Puerto Rico vivió en las salas de fiestas dominicanas, en los clubes, puesto que la danza y en danzón eran música obligadas. Se recuerda al General Lalondriz bailando la danza y a la vez, con irrefutable elegancia, refrescando con su abanico de guano el rostro imperturbable de su pareja. Danza y danzón: de un pájaro las dos alas.
Luego de terminar mi doctorado en España, me tocó la suerte de ligarme a la arqueología de Puerto Rico, y aún mucho antes a su literatura sellada con la amistad que hice en Madrid con Emilio Díaz Valcárcel. En la Universidad Católica de Ponce conocí a Ricardo Enrique Laguerre, y entré de lleno en Zeno Gandía, y en Tomás Blanco y mucho antes, claro está, en la metáfora blanca y negra de Luis Palés Matos, y en los versos de Corretjer, y en la amistad de Josemilio, y en los espacios de Pedro Juan Soto, y en la afectuosa literatura de Luis Rafael Sánchez, y en los entierros de Rodríguez Juliá, y en la aventura de Guajana, y en los caminos melódicos de Ismael Rivera, de Gilberto Monroig y de Lucesita. Por esas rutas he seguido admirando a gentes como Rosario Ferré, Mayra Montero y Ana Lydia Vega, no olvidando a René Marqués y a José Luis González, dominicano-méxico-puertorriqueño. Necesité poco tiempo para meterme a Puerto Rico en el corazón. También me ayudaron mucho las canciones interpretadas por Julita Ross, y Felipe Rodríguez, sin olvidar a Alina Sánchez, guardando la distancia. En los iniciales años setenta viajaba cada viernes en la tarde a Ponce para regresar a mi país el domingo en la noche. Entrenaba a algunos estudiantes en técnicas arqueológicas de campo en la Universidad Católica. Excavábamos el sitio Cayo Cofresí, un lugar temprano en la vida histórica de la isla (305 antes de Cristo), y en los crepúsculos, luego del fatigoso trabajo, dejábamos que la vellonera inventara las canciones de Sophy, mientras que nos “condecorábamos” con una “Medalla” y gozábamos con aquel éxito que marcó el comienzo de los setenta, “Muchacho malo”.
Entraba definitivamente en el corazón de Puerto Rico por donde lo había hecho mi padre: por las playas, llanura y montañas de Ponce. De vez en cuando me llevaban al cañaveral; allí encontraría viejas facturas, recibos del tiro de caña de los años 30 en archivos abandonados. Buscaba dos años de biografías en los terrenos sobre los que el jinete del exilio Pancho Veloz, -llamado allí Don Franco- cabalgó, émulo antillano de algún “jinete insomne” sin campesinos que defender. Nunca encontré ni una firma, ni un documento, ni una muestra de la presencia de mi progenitor en el territorio en donde escribiera poemas y arriara bueyes. Pero mirando la montaña recordaba las descripciones del que fuera mayordomo sin haber jamás montado un caballo en su Santo Domingo natal. Le contaba a Gus Pantel, Luis Manuel Ledesma, a Mario Fenyo, a Jesús Figueroa y a Edgar Maíz, cómo casi viajo a Puerto Rico a la edad de tres años.
Cómo a lo mejor, si mi madre no se opone a las ideas definitivamente migratorias de mi padre, hubiera sido un hijo de Borinquen. Quizás la historia se hubiera comportado al revés, y hubiese pensado generosamente de la República Dominicana, mi país natal (isla dictatoriada muchas veces), concediéndole justamente el arrojo, la fama y el aliento de este Puerto Rico en donde el derecho a decir las cosas en lengua española revela que la lucha antillana coexiste en el corazón del pájaro que el poeta definió solo con alas, sabiendo que el pecho era Santo Domingo, esta isla morena (dominicohaitiana), en la que se inventó, entre los afanes y luchas de Hostos y Betances, la idea de la Confederación Antillana.