Siguen los tiempos raros...

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Reedición Obituario

Marcio Veloz Maggiolo Publicado originalmente en AAA001, mayo 1996

Marcio Veloz Maggiolo Foto cortesía Centro León.

AAA 078/6

Puerto Rico en la memoria

Nota del editor: Desde que iniciamos la publicación de Archivos de Arquitectura Antillana hemos mantenido el compromiso de enarbolar una profunda vocación antillanista. La arquitectura caribeña es sólo una parte de esa rica área cultural que es el Caribe; una región esparcida en islas y territorios de tierra firme que se divide en lenguas pero es unitaria en particularidades históricas, presencias imperiales y mestizaje. El artículo que reproducimos a continuación fue publicado en AAA001 -aparecida en mayo de 1996- y está firmado por Marcio Veloz Maggiolo (1936-2021) uno de los grandes escritores dominicanos y que recientemente ha fallecido. Consideramos oportuno, ya que la presente edición trata parcialmente sobre la arquitectura de Puerto Rico, reproducirlo de nuevo como un homenaje a su persona y para compartir, en el contexto de esta edición, un recuento hermoso de memorias de la isla cuya arquitectura actual nos honramos en reseñar. “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”. Escuché por vez primera el verso, la frase, el aserto, en la voz de mi padre. Aún era yo un niño y ya sabía de la existencia de José Diego y del Pitirre; conocía la palabra “Betances” porque Pancho Veloz la repetía con sus amigos y hablaba con sentido casi religioso de Hostos, el maestro, mientras un vapor de admiración-humo, incienso entre los recuerdos- rondaba la habitación de la calle Ravelo 57 en donde aprendía yo las primeras lecciones de historia y de cultura. “Puerto Rico es una flor”. La canción jíbara venía en las emisoras de radio del occidente de Puerto Rico. “Mi jibarita de tez lozana”. La República Dominicana adolecía de tener un dial casi vacío, del que hacía cargo la plena y la bomba, los boleros iniciales de Daniel Santos, la música del Cuarteto Flores y las canciones de Piquito Marcano y Rafael Hernández. Por el dial entra Puerto Rico a casa luchando a codazos con las débiles radioemisoras locales y lo mismo hacían las emisoras cubanas. Las dos alas del Pájaro se hacían aleteantes a través de una radio en la que mi corazón infantil vería letras y músicas que se concentraban en las velloneras de barrio en torno a las que era posible imaginar “una manita blanca” diciéndome adiós, o en las que plenas de Canario y su grupo hablaban de que a Elena la cortaron y se la llevaron “pal hospital”. Mi padre había vivido algunos años en la isla. Yo fui víctima de su viaje a Ponce cuando no pudo resistir ciertas presiones de la dictadura de Trujillo. En 1937, cuando apenas tenía yo menos de un año de vida, Pancho se fue; se alejó sin saber si podía volver y en Ponce radicó unos amores infieles de los que me hablaba desde muy temprano justificando los desacatos con su soledad. Mi madre nunca supo de estos secretos culpables. La Central Rufina lo vio trotar entre los cañaverales. Era un hombre culto montando a caballo por primera vez en su vida. Era un mayordomo improvisado en los llanos del sur de Puerto Rico, en donde arriaba ganado y escribía poemas o bien escribía poemas para poder arriar ganado. Cuando visité con mi amigo Edgar Maíz las ruinas del otrora ingenio, las lágrimas me brotaron con sólo imaginar la vida azarosa de

Pancho, porque Pancho fue mi primer gran maestro; fue quien me enseñó a entender la poesía; fue quien en realidad me hizo conocer el sueño de Juan Morel Campos y el corazón melódico del maestro Don Gelo Goyco. Cuando muchos años después me he deleitado escuchando las retretas ponceñas en el parque de bombas de la ciudad más bella del sur, he sentido la danza con mi propia música; la danza puertorriqueña, analizada por Salvador Brau, oriunda de la upa o merengue primitivo y tejida en el murmullo en el que mi padre la concebía: serenata con paseo, con enredaderas floridas, con glicinas, con rostro de mujer en la noche de ventanas casi ojivales, con arboledas suaves por donde subía, citando a Apolinar Perdomo, “la enredadera del verso”, en fin, con bombardino breve y acomodado solazándose en notas graves, gravísimas, que penetran el alma hasta hipnotizar lo mejor del corazón. Pancho tocó muchas veces el clarinete, como todos mis tíos, pero también leyó a Rubén Darío y la Llorens, a Plutarco y a Coll y Toste. Era un autodidacta suave con manos de hierro porque había sido militar, zapatero; con manos de seda porque había sido despalillador de tabaco, licorero, político, oficial celador de aduanas y otras tantas vainas más. Nació para ser biografiado y desgraciadamente no he podido terminar aún su biografía, aunque poco a poco he ido dejando y conformando trozos de recuerdos y notas que servirán luego para reconstruir a papá. Él lo sabía, y creo que lo sabe, aunque desde 1975 no está más conmigo. Murió de ochenta años; cuando nací él tenía casi cincuenta, y fue un amigo viejo para un niño, un adolescente y un hombre. Nunca le vi joven. Pero conservo varias fotos de sus andanzas puertorriqueñas en las que monta un alazán que siempre imaginé azul y con alas como el Pegaso, de la película El Ladrón de Bagdad. Desde el caballo de mis sueños –a veces me llega a media noche- papá descarga su mirada gris sobre un territorio añil que llegó a querer entrañablemente: Puerto Rico. Una isla en la que esperaba el regreso, porque hubo un momento en el que sus amigos consiguieron su retorno y desde entonces lloró a Puerto Rico, y habló de él en bien y en mal. Era un crítico feroz de los engaños, era un amante fiel de la honestidad. Le dolió mucho ver a la isla en manos extranjeras. Era antiyanqui por naturaleza, puesto que en 1916 la República Dominicana sufrió la violencia de una invasión de 8 años. De Puerto Rico teníamos antes de aquel viaje, los recuerdos de los cortadores de caña y empleados de ingenio que desde finales del siglo XIX arribaron a la República Dominicana en busca de labor, encontrándola. Un viejo barrio de putas puertorriqueñas de aquella época se llamó Ponce. Cuando la República Dominicana se transformó en exportadora de mujeres de la “vida alegre”, un sector de algún sitio de Puerto Rico fue bautizado Santo Domingo. Mi padre recordaba a los puertorriqueños de Macorís como gente buena, trabajadora, que había llegado con los fardos vacíos, como llegan hoy al occidente de Puerto Rico los “dominican-sea”, en yolas cargadas de tragedia. Todavía del “progreso” gringo no había sentado sus reales en la isla, aunque desde 1898 la misma pasaba a la matrícula de colonia. Por ahí andaban Don Julio Camacho, y los Pacheco, familias que se habían quedado para


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