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ESE GRAN AMOR

«Sobre todo, tengan entre ustedes ferviente amor, porque el amor cubre una multitud de pecados.»1

Siempre he sido consciente de que el amor pasa por alto los errores, las insuficiencias, las peculiaridades y las cosas que nos irritan de los demás. Pero este versículo se refiere a un amor que cubre el pecado, no solo algún azaroso olvidé incluir eso en mi agenda o algún amigo que masca con estridencia, sino al pecado: las cosas que nos hacen daño, que nos separan de Dios, que nos hacen difícil amar o perdonar a los demás, cosas que sabemos que podríamos hacer mejor, pero que no intentamos con mayor esfuerzo.

Permítanme contarles cómo me caló esto en relación con mi marido, mis hijos y demás seres queridos. En cada una de esas magníficas personas puedo detectar puntos flacos, defectos y, cómo no, también pecados. Claro que esto va en ambos sentidos: Ellos sin duda podrían hacer lo mismo conmigo. A veces, sin embargo, soy poco indulgente y gentil con ellos y en algunos casos hasta llego a sentirme justificada en mi postura. Por un lado, no quiero hacer concesiones ni permitir que entre el mal en nuestra vida; pero en realidad, ¿a quién se le puede exigir tal grado de perfección?

Este es un concepto difícil de expresar para mí, pues me parece demasiado fácil caer constantemente en un extremo o en el otro, ya sea todo basado en gentileza y misericordia, lo que a veces raya en la transigencia y la aceptación del pecado, o en la verdad pura y dura, que a diferencia de lo que haría Jesús, me lleva a ser áspera y sentenciosa. La realidad es que ambos extremos afectan nuestra utilidad para Dios y nuestra relación con los demás.

El punto medio es uno en el que la verdad puede ser exaltada como es debido, pero a la vez pueda dispensarse gentileza y misericordia como corresponde. Aunque la Palabra de Dios nos ofrece directrices para la vida —y sin duda puede transformar la vida de alguien—, yo no tengo la capacidad de convertir a nadie en persona recta. No me corresponde esa tarea. Mi cometido es amar, lo cual, según la Palabra de Dios, cubre multitud de pecados.

Pensaré en eso la próxima vez que mi hijo adolescente se ponga pesado, o que mi esposo no reaccione a mi recordatorio tal como yo esperaba, o que oiga a mi amiga enojarse con otro conductor mientras estoy hablando por teléfono con ella. Trataré entonces de cubrirlos a todos con ese inmenso y poderosísimo amor que llevó a Cristo a morir por nosotros «siendo aún pecadores.»2

Marie Alvero ha sido misionera en África y México. Lleva una vida plena y activa en compañía de su esposo y sus hijos en la región central de Texas, EE. UU. ■

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