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El padre logró llegar a la casa desde la ciudad y reunió lo que quedaba de la familia. Solo podían ir a la India. Algunos se trasladaron en barco. La mayoría no tenía esa opción. Así comenzó una de las más grandes migraciones masivas a pie. La pequeña familia, reducida ahora a cuatro personas, caminó desde Birmania a la India, en un cruce de cuatrocientos cincuenta kilómetros.

INDESCRIPTIBLE

La máquina de coser, el armonio (un instrumento musical de la India) que tocaba el padre, juguetes y libros: un hogar dejado para siempre al cerrar y trabar la puerta. Sus vidas en Birmania, se convirtieron en un recuerdo. Solo podían llevar lo que podían cargar. Una niña escolar, una bebé, un padre protector de su familia y una madre sin tiempo para procesar sus pérdidas, comenzaron a caminar. La más pequeña de la familia moriría pronto, dejando a la niña mayor para caminar fatigosamente por la selva, aferrada a su padre o al sari de su madre mientras avanzaban hacia un futuro incierto.

Escaseaba el alimento y la seguridad. La familia –reducida de seis a solo tres miembros en unos días– luchaba por seguir caminando en medio del calor, la lluvia, la oscuridad y el frío. Siguieron caminando, y pequeños milagros los acompañaron. La niña contrajo malaria. Siempre estaba sedienta y clamaba por agua. En el sendero, hallaron una pequeña laguna rodeada de grandes árboles. Quitando los desechos de la superficie, el padre dio a su hija el agua que tanto necesitaba. Pronto la fiebre comenzó a ceder.

La quinina la salvó. Los árboles poseían propiedades curativas que se habían filtrado hasta el agua. Ese día, la doliente madre no perdería su última hija sobreviviente.

Cuando alcanzaron colinas en apariencia infranqueables, los residentes del lugar aceptaron dinero para cargar a los pasajeros en canastos durante el ascenso. Como podían pagar, subieron en los canastos, conservando así sus pocas energías. Cuando el agua se terminó, hallaron de alguna manera una nueva fuente. Los escasos alimentos los sustentaron para llegar aún más allá. Cuando llegó el monzón y los ríos desbordaron, no estuvieron entre los arrastrados por la corriente. A pesar de la confusión y el pánico de la huida, la familia jamás se separó, y nadie quedó rezagado por el camino. Caminaron, semana tras semana, hasta que cruzaron la frontera con la India. Se estima que casi cuarenta mil personas de ascendencia india perecieron en el trayecto. Esa familia no estuvo entre ellas.

RENOVACIÓN

La familia estableció su nuevo hogar en el sur de la India. Pasaría otro año antes de que la niñita tuviera fuerzas para asistir otra vez a la escuela, hacerse de amigos y jugar como lo hacen todos los niños. Pero lo logró. Antes de no mucho, llegó una hermanita, una bebé que recibió el nombre de la que habían perdido, y que arribó en Nochebuena, casi en el aniversario del día en que cayeron las bombas. Esa niña fue un regalo.

Lenta y dolorosamente, fueron reconstruyendo sus vidas. ¿Cómo recuperarse de semejante trauma? En su nuevo y seguro hogar, pronto conocieron y aceptaron el mensaje adventista. Después de la guerra, el país despertó finalmente a la independencia y a un nuevo comienzo. En ese primer año de independencia, llegó otro bebé. La familia siguió creciendo.

Cuando la madre sintió los dolores de parto, se acercaba otra vez la Navidad. La hija mayor era ahora una joven que se preparaba para ser partera, y ayudó a su madre en el proceso de dar a luz a otro hermano. Pero en vez de uno, dio a luz dos varones. Como segundos nombres, los llamaron Aarón y Moisés. Cuando el padre descubrió que había dos bebés, su sorpresa dio lugar a una nueva convicción: «Perdimos un hijo varón pero ahora Dios nos dio dos». Lo perdido fue recuperado.

La familia llegó a ser conocida por su compromiso con la fe, la educación y el trabajo duro, y por un vínculo entre todos ellos forjado en su maravillosa supervivencia. Con milagros y bendiciones por el camino, y el gozo después de tragedias impensables.

En el presente hay quince nietos, quince bisnietos y un tataranieto que son testigos de lo que Dios puede hacer. Una pequeña familia que había perdido tanto recibió mucho más de lo que soñaba, por la misericordia y amor del tierno Salvador.

La historia de la supervivencia de mis abuelos y mi tía me recuerdan del gozo que puede hallarse en la peor de las travesías, porque hay caminos en los que no caminamos en soledad. Nuestro Dios es fiel.

«Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento» (Sal. 23:4).

Wilona Karimabadi es editora asistente de Adventist World.

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