María Elena González de Guzmán
L ¿Puedo contarle una historia? DICK DUERKSEN
28
Octubure 2021 AdventistWorld.org
legó a la clínica rural justo antes del almuerzo, caminando descalza a través de un sembradío escarpado de frambuesas, más empinado que las escaleras de la Torre Eiffel. La enfermera que la recibió, una adolescente en su primer viaje misionero, la saludó tanto a ella como a su silencioso esposo. «¿Nombre?» «¿Edad?» «¿Estado civil?» «¿Dónde le duele?» No hablaba ni español ni inglés sino solo el quechua que había aprendido de su abuela. Su voz era suave como la piel de un conejo. «María Elena González de Guzmán». «Y... algunos más de 80». «Con él. Para siempre». «En todas partes». María Elena González de Guzmán tocó ligeramente el codo de su esposo, llevándolo hasta donde había dos sillas de madera. Se sentaron y esperaron. Juntos, como había hecho todo desde antes de que el volcán creara un relieve montañoso. Juntos. *** El gerente de la clínica, un médico de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que se había jubilado para enseñar a los
adolescentes cómo cuidar de las ancianas, se detuvo junto a las sillas y quedó sin aliento. No era el sombrero perfecto de la mujer o sus ropas de lana lo que lo hicieron detenerse. Eran sus pies. Estaban descalzos. Y eran horribles. Los pies gastados de María Elena estaban retorcidos como las raíces de un antiguo árbol. Cada vez que los bajaba, se combinaban con el suelo terroso, como si fueran parte de la tierra, antes que humanos. Sus tobillos, del color vivo de madera, se elevaban por sobre esa caricatura de pies, con los dedillos hacia adelante, como si guiaran el camino de los pies. Ella esperó su turno, con los pies plantados firmes en el piso de concreto. Los llamaron juntos por número. Eran un marido y una mujer combinados en una persona, allá en la ladera de la montaña. Arrastrando los pies, ingresaron hasta llegar a las sillas de la sala que precedía al consultorio. Juntos, como siempre habían hecho todas las cosas. A partir de allí, en la clínica de montaña había dos filas. Una para los hombres y otra para las mujeres. Él la miró fijamente a los ojos y finalmente la dejó ir, sin saber si era lo correcto, pero procurando cumplir con las reglas. Imagen: Dick Duerksen