Geografía mínima. El libro gris de Bengala.

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El libro gris BENGALA — GEOGRAFÍA MÍNIMA

HISTORIAS EN UNA SOLA LOCACIÓN



El libro gris BENGALA — GEOGRAFÍA MÍNIMA

HISTORIAS EN UNA SOLA LOCACIÓN Ganadores y finalistas del 6º Premio Bengala—UANL 2019

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN


UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN MONTERREY, MÉXICO, 2019 ———————— ROGELIO G. GARZA RIVERA RECTOR SANTOS GUZMÁN LÓPEZ SECRETARIO GENERAL CELSO JOSÉ GARZA ACUÑA SECRETARIO DE EXTENSIÓN Y CULTURA ANTONIO RAMOS REVILLAS DIRECTOR DE EDITORIAL UNIVERSITARIA

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PRIMERA EDICIÓN, 2020. © D.R., 2020 UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN. CASA UNIVERSITARIA DEL LIBRO. PADRE MIER 909 PONIENTE, ESQUINA CON VALLARTA. MONTERREY, NUEVO LEÓN, 64000, MÉXICO. SITIO WEB: HTTP://EDITORIALUNIVERSITARIA.UANL.MX TELÉFONO: +52 (81) 8329 4111 E-MAIL: EDITORIAL.UANL@UANL.MX

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS CONFORME A LA LEY. PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL SIN PREVIA AUTORIZACIÓN POR ESCRITO DEL EDITOR. ISBN: 978-607-27-1334-5 IMPRESO EN MONTERREY, MÉXICO. PRINTED IN MONTERREY, MEXICO.



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PRÓLOGO ——— Confinamiento y libertad Por Manolo Caro

OBRA GANADORA ——— This Is the End of the World as We Know It Enmanuel Chávez

LOS FINALISTAS ——— La íntima isla Tania G. Balleza Tahuil Ofrenda floral Mauricio Montiel Figueiras El guardia Héctor I. Castro María Magdalena Bela Valladares Las torres que desaparecen Ricardo Hernández Ruiz La drag diva Alexis Casas Eleno

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PRÓLOGO ——— Confinamiento y libertad / Por Manolo Caro El cine es el arte donde –más que en ningún otro– las obras dependen del ingenio para existir, conectar y permanecer. Las películas cuestan dinero, tiempo y esfuerzo humano en cantidades masivas, de forma que es prácticamente imposible realizarlas sin poder combinar estos tres aspectos. Todos los que han hecho una saben que por más cosas que tengamos a nuestra disposición, nunca hay recursos suficientes para plasmar todo lo que soñamos filmar; ahí es cuando recurrimos al ingenio y echamos mano de los “trucos” que nos convierten en magos de nuestros propios sueños. Por eso es que en muchas ocasiones el ejercicio fílmico de situar una historia en una sola locación, ha servido para hacer factible una producción. Se ahorra tiempo, esfuerzo y dinero. Y lo único que se necesita es creatividad, la mejor solución. También es con frecuencia un medio donde las proezas técnicas y los conceptos formales intentan sustituir o tener más valor que la historia que se cuenta: “la película en una sola toma”, “la película hecha con un iPhone”, “la película donde todos los papeles los interpreta una sola persona”, “la película en una sola locación”. No es de extrañarse que haya películas que se cuelguen de un “truco” –como ser filmadas en un solo lugar– para aparentar complejidades que tal vez no tengan. Pero una decisión técnica y formal como esa, bien implementada, puede dar resultados increíbles. Una película como El ángel exterminador, de Luis Buñuel, convierte esta idea en parte esencial de su planteamiento, y en una expresión estética del surrealismo en el cine. Al final, termina siendo referente en la narrativa cinematográfica. Pero de las carencias usualmente surgen beneficios inesperados. En Rojo amanecer (la película de Jorge Fons de 1989 sobre la matanza de Tlatelolco, contada desde el punto de vista de una familia que nunca sale de su departamento en la unidad habitacional), lo que seguramente comenzó como una táctica para aligerar costos, fue nutriendo a la puesta en escena y el resto de las decisiones creativas, consolidando una sensación de terror y claustrofobia que de otra

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forma –por decir, en un montaje teatral– hubiera sido imposible lograr. Es en esas situaciones donde los “trucos” juegan a favor del creador y se vuelve irresistible no querer ir aún más allá. Ciertamente, suele pasar que cuando se piensa en películas de una sola locación, la idea nos remite al teatro. A historias en salas, restaurantes, tal vez en un jardín. Pero este aproximamiento ha probado ser tan maleable como las posibilidades del cine. El espacio puede ser tan limitado como en La tarea (Jaime Humberto Hermosillo, 1991), narrada desde un cuarto nada más, en un solo encuadre, sin un corte aparente; o puede llegar a los niveles de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), en donde el Hotel Overlook y sus pasillos, recámaras y salas parecen no tener fin. Desde la escritura, las historias para cine pensadas en una sola locación tienen las mismas posibilidades de responder a necesidades artísticas y narrativas. En esta convocatoria del Premio Bengala, los 137 relatos recibidos de 9 países son prueba de que este es un recurso inagotable, que atraviesa géneros, culturas y vivencias personales sin problema. En el texto ganador, This Is the End of the World as We Know It, el apocalipsis se vive desde la casa de una familia disfuncional, y es la resolución de las relaciones entre cada uno de los habitantes de este hogar lo que toma el lugar central. Historias como La íntima isla, situada en un convento de ayuno en donde la visita de un cura ocasiona que una de las monjas cuestione los hábitos religiosos; u Ofrenda floral, en la que una viuda se encuentra con una mujer desconocida ante la tumba de su esposo, funcionan de forma que superan su concepto inicial de “una locación”, convirtiéndolo en un ingrediente más de la narrativa. Porque al final eso es lo que debería suceder. La historia y sus ideas deben ser lo suficientemente sólidas para que el recurso de una locación única se integre a ellas y se funda con el resto de los elementos, de forma que casi nos olvidemos de esta “limitante”. Cuando esto sucede, como en el caso de estos excelentes textos, sabemos que tenemos una obra ganadora y es entonces que viene la magia, ese momento donde el mago conquistará al público sin que este pueda reconocer “el truco” del cual aquel se ha valido para hacer de su obra una ejecución perfecta.

Manolo Caro

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OBRA GA


ANADORA


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ENMANUEL CHÁVEZ ——— This Is the End of the World as We Know It Maracaibo, Venezuela. Guionista graduado de la EICTV, con cinco películas escritas y producidas. Ha dado clases de guion en Venezuela, Perú y Cuba. Es director de la Escuela de Artes Escénicas de la Universidad del Zulia y miembro del Consejo de Guion del CNAC de Venezuela.



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THIS IS THE END OF THE WORLD AS WE KNOW IT ——— Enmanuel Chávez

En una habitación dominada por el retrato de Jean Paul Sartre, Martina, de 10 años, vestida con una camiseta anarquista, está sentada en el piso recitando un fragmento de la obra El ser y la nada que habla sobre la inutilidad de la existencia. Ella termina su lectura gritando “¡Muerte a la vida!”. En su habitación, llena de figuras religiosas, Marta, la madre de 50 años, termina de rezar el padre nuestro y se persigna compulsivamente. Alza su mirada para hablar con Dios. Le pide que le bendiga el baby shower que hará hoy para su hija y poder demostrarle a todos que son la familia perfecta. Pide una señal para saber si sus plegarias fueron escuchadas. En el garaje, Alberto, de 40 años, está parado frente a un espejo practicando poses de cantante de rock de los ochenta mientras reproduce un vídeo en su celular. Detiene el vídeo cuando se equivoca en uno de los movimientos y vuelve a comenzar de nuevo. La torpeza de su baile la compensa con su empeño y dedicación. Se detiene cuando escucha un ruido exterior, rápidamente pausa la reproducción y simula estar haciendo algún trabajo de hombre. Encerrado en el clóset de su habitación, Carlos, de 14 años, habla por Skype con Clarita, una chica de su misma edad. Ambos hablan de la frustración que sienten por ser adolescentes, por querer cosas de adultos y no poder. Carlos está desesperado por crecer, pero sobre todo, por tener sexo. Clarita se fastidia, él siempre con lo mismo. No es nada del otro mundo. Antes de irse, le muestra un seno con picardía. Carlos se queda impresionado y avergonzado. Carolina, de 18 años y con embarazo en estado avanzado, camina por su habitación llena de retratos de bebés y ecogramas. Cuelga el último. Luego, toma asiento y le habla a su vientre hinchado con voz infantil y ridícula. Está desesperada por tenerlo entre sus brazos, acariciarlo. No se imagina la felicidad que tendrá cuando pueda finalmente amamantarlo. Tener a su hijo es lo único que le da sentido a su vida. En eso, suena una campanilla celestial. Ella reacciona como el perro de Pavlov. En la cocina perfectamente arreglada, Marta termina de servir el desayuno en la mesa mientras hace sonar


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la campanilla. La primera en llegar es Carolina, pregunta emocionada por los preparativos para el baby shower. Marta responde orgullosa que está casi todo listo, será absolutamente perfecto, como siempre. Hoy será un domingo especial. En su habitación, Martina escucha post punk deprimente mientras ve en internet un vídeo sobre la forma correcta de suicidarse sin dolor. Ella anota minuciosa las instrucciones. El volumen de la música no le permite escuchar cuando tocan a la puerta. De repente esta se abre y aparece Marta, quien sin mediar palabra camina hacia el computador y apaga la música. Martina la mira con odio extremo y alega que le están coartando su libertad de expresión. Marta no escucha razones, le exige que busque a su hermano, ya es hora del desayuno. Escondido en su clóset, Carlos se masturba repitiendo compulsivamente el nombre de Clarita. En eso se ve descubierto por Martina, quien le abre la puerta del clóset sin darle tiempo a cubrirse. Martina se burla, él es un esclavo de su instinto natural y nunca entenderá el absurdo de la existencia. Carlos le pregunta molesto qué quiere. Martina afirma que deben bajar a cumplir el ritual del desayuno y simular que son una familia feliz y perfecta. Carlos le pide privacidad para poder salir con dignidad. Martina dice que él perdió la dignidad al haber nacido en este mundo enfermo y triste. En la cocina ya están sentadas a la mesa, Marta y Carolina. Alberto llega, está todo sucio y sudado. Marta lo regaña y le advierte que se porte bien hoy con la visita, no quiere pasar vergüenza. Alberto alega que la vergüenza ya se la hicieron pasar otros. Esto último lo dice mirando disimuladamente a su hija, quien entiende la indirecta aunque se hace la no aludida. Marta lo regaña con la mirada, Dios así lo quiso y hay que respetar su voluntad. Alberto no está de acuerdo, pero no quiere discutir. En eso, Martina y Carlos llegan. Marta les exige que le pidan la bendición. Los dos la ignoran. Minutos más tarde, con toda la familia sentada a la mesa, Marta pretende que se tomen las manos para rezar. Martina se niega, ella no le hablará a un ser imaginario creado como mecanismo de dominación para someter a las mentes débiles. Marta se molesta, no quiere tener la misma discusión de todos los días. No quiere que Martina se queme en el infierno y los arrastre a todos con ella. Martina cita a Sartre como defensa, el infierno no existe, el infierno son los demás. Marta le exige a Alberto que eduque a su hija, pero él se encoge de hombros, igual la niña tiene algo de razón. Marta se enfurece aún más, está cansada que solo de ella dependa la salvación de todos. En su habitación, Marta se alista para ir a la iglesia mientras se queja con Alberto sobre la insolencia de Martina, no entiende cómo pueden tener una hija tan demoníaca. Seguro es una prueba que le puso Dios para comprobar que sí se merecía el cielo. Alberto se justifica, él le pidió que la abortaran, a los tres, él nunca quiso tener hijos y dejar su sueño de ser una estrella de rock para ser un miserable vendedor de alfombras por catálogo. Marta lo regaña, no puede decir eso, es pecado, además su sueño es una estupidez, todo él es una estupidez. De igual manera, lo de Martina es su culpa por comprarle esos libros raros. No sabe por qué la consiente tanto. Alberto se defiende, ella es la única que vale la pena, a menos solo pide libros y no es una puta como su otra hija. Marta va a contestar cuando escucha los gritos desaforados de Martina. La madre se molesta, ahora qué demonio le habrá picado. Marta y Alberto encuentran a Martina arrodillada en posición de alabanza frente al retrato de Sartre. Marta le pregunta qué le pasa. Martina afirma que por fin Sartre escuchó sus plegarias. La madre no entiende nada. Martina le muestra una publicación de Twitter que anuncia el fin del mundo. Estados Unidos y Corea del Norte se han lanzado varias bombas nucleares y el fin de la humanidad es inminente. Marta no le cree, Twitter siempre miente como cuando anunciaron la muerte del papa y el fin del comunismo. A Martina no le importa, no cabe de la alegría. En eso, llega Carolina con un ataque de nervios. No puede hablar, solo logra nombrar la televisión.

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Frente al televisor de la sala, la familia ve las noticias que confirman la información dada por Martina. El resto de países con bombas nucleares han respondido en un frenesí de destrucción. Al final del día la nube nuclear cubrirá toda la tierra y acabará con la vida como la conocemos. Si no eres cucaracha o Cher, seguro morirás. Carolina apaga el televisor hecha un mar de lágrimas. Se arruinó su baby shower. Por su parte, Martina, alegre, hace su baile de la victoria, Sartre nunca la traiciona. Marta le grita que se detenga. Martina le responde desafiante: ¿dónde está su Dios ahora? Marta no tiene respuesta. Marta está frente al altar de su habitación, le pregunta a Dios si finalmente ha llegado el día del juicio final. No obtiene ninguna respuesta. Marta se desespera, le pregunta qué debe hacer para salvar a su familia, ella sabe que no se merecen, pero siguen siendo su familia. No obtiene respuesta. En la sala, Carolina llora desconsolada, no puede creer que se acabe el mundo sin poder conocer a su bebé, tanto que ha soportado todo el desastre del embarazo. De repente, Martina le da una sonora cachetada para que se calme. Es mejor así, su bebé solo vendría a este mundo a sufrir, ahora Sartre vino a liberarlos a todos. Carlos está escondido en su clóset. Habla por Skype con Clarita. No puede creer lo del fin del mundo, lo peor es que va a morir virgen, sin ni siquiera haber tocado una teta en su vida. Ella también se queja, morir virgen es peor que morir calcinado. Tanto que leyó en Twitter sobre el sexo oral y ahora no podrá probarlo. Carlos tiene una idea, perder la virginidad juntos antes que se acabe el mundo, esa será su única venganza ante la vida que tanto los ha maltratado. A Clarita le parece genial la idea. Martina entra emocionada a su habitación, va hasta su clóset y saca su kit del fin del mundo, que consiste en un iPhone, sus libros de Sartre y su comida favorita. Ella lo mira admirada. Finalmente podrá utilizarlo. Marta, con una Biblia en mano y un recipiente con agua bendita, recorre la casa bendiciendo todos los espacios mientras reza en una lengua extraña como sumida en un trance. Se muestra nerviosa y desesperada. De repente, tiene una iluminación. Le agradece a Dios por haberle hablado. En el garaje de la casa, Alberto reproduce un vídeo de rock de los ochenta. Lo detiene con expresión nostálgica. En eso, Marta abre la puerta del garaje. Le pregunta qué está haciendo, lleva rato buscándolo. Alberto no responde. A Marta no le importa, Dios le ha hablado y le ha dicho cómo pueden salvarse. Alberto no entiende nada. En la sala, Marta reúne a toda la familia, menos a Martina. Pregunta por ella, nadie sabe dónde está. No importa, da el anuncio que Dios le dio. Deben huir a las montañas y un carruaje de ángeles los vendrá a buscar. A Alberto le parece eso absurdo, recuerda las sectas que hicieron lo mismo, solo se murieron y nada ni nadie vino a rescatarlos. Marta no escucha razones, esa es la palabra de Dios y deben seguirla. Alberto sigue sin estar convencido. Su esposa lo cuestiona, harán lo que él diga si tiene una mejor idea. Alberto no tiene respuesta. Marta acomoda en una maleta todos los objetos religiosos, a los que trata con sumo cuidado. Por su parte, Alberto guarda solo un poco de ropa en un pequeño bolso. Este le pregunta si de verdad cree que se salvarán. Ella solo responde que Dios nunca le ha fallado. Alberto pregunta qué harán con Martina. Ella seguro no se querrá ir. Marta se detiene de golpe. Se queda pensativa. Alberto entra a la habitación de Martina, quien termina de arreglar sus cosas, le pregunta qué le parece la loca idea de su madre. La niña se burla, no sabe cómo


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salió tan cuerda. Alberto afirma que lo sacó de él. Ambos se ríen. El padre nota la maleta de Martina. Comprende. Hacen un saludo secreto y confidencial. Él la cubrirá ante Marta. En el clóset, Carlos habla con Clarita por Skype, le cuenta sobre la huida de su familia. Cree que su mamá es una idiota, pero no se atreve a decírselo. Clarita pregunta por el plan de perder la virginidad juntos. Ella ya se había emocionado. Carlos se sonroja y no sabe qué contestar. Afirma que como sea irá a su casa antes del final. En la sala, Carolina camina de un lado a otro mientras barre de manera nerviosa y compulsiva. En el televisor suenan las noticias. La presentadora narra un escenario apocalíptico. El mundo es un caos. Todo afuera es anarquía y destrucción. Carolina no deja de barrer y maldecir. En eso, Marta llega y apaga el televisor molesta. Carolina le reclama, a lo que su madre le contesta que la televisión le hace daño a ella y el bebé. Marta le exige que se aliste, huirán al reino de los cielos. Marta va a la habitación de Carlos, se sorprende al no encontrarlo en ningún lado. Va al clóset y cuando lo abre, en lugar de descubrir a su hijo, descubre una cantidad exagerada de pornografía. Ella se persigna varias veces, su casa está dominada por el demonio, quizás el fin del mundo sea su culpa. Carlos está caminando a hurtadillas por el fondo de la casa. Lleva consigo sólo su teléfono. Le cuenta a Clarita por Skype sobre su fuga y cómo lo está logrando. Ella le da ánimos. De repente, se sobresalta cuando se ve sorprendido por su padre quien está fumando a escondidas. Los dos no saben qué hacer al verse al descubierto. Padre e hijo se estudian con la mirada. Alberto lo felicita, admite que él también huiría, pero seguro su esposa lo encontraría donde sea para arruinarle la vida. Carlos le pide permiso para huir. Alberto va a dárselo cuando aparece Marta, quien regaña a ambos. Carlos se siente frustrado. Ya todo está listo. Solo falta Martina. Martina está inspirada grabando un vídeo de despedida y agradecimiento a la estupidez de los presidentes por desatar el Apocalipsis, esto confirma la teoría de Sartre sobre la contingencia y cómo la estupidez es una de las virtudes de la humanidad. Martina se ve interrumpida cuando Marta abre la puerta y autoritaria le ordena que se prepare para salir. Ya sabe que ella no cree en Dios, pero este les ha dado la última oportunidad para salvarse. Martina le replica, Dios no ha hecho nada porque no existe, ella no va a obedecer alucinaciones de nadie. Marta se ofusca y le da un ultimátum, si no baja en dos minutos se pudrirá en el infierno. Martina burlona le dice que le dará sus saludos a Hitler, a Napoleón y a Juan Pablo Segundo. Marta se enfurece y se marcha azotando la puerta. Martina se burla de su madre. En su habitación, Carlos con su maleta preparada, habla con Clarita por Skype. Él se lamenta por no poder cumplir su plan. Se siente cobarde por no poder contradecir a su madre. Clarita se ofusca, no puede vivir sometido, mucho menos ahora que solo tiene una última oportunidad. Carlos no sabe qué decir. Clarita lo insulta. No puede perder la virginidad con un cobarde. Ella le cuelga. Marta llega con su maleta a la sala, donde encuentra al resto de su familia. Les ordena partir, pero nadie se mueve. Pregunta qué pasa. Carolina afirma que en las noticias dijeron que está decretado un toque de queda, nadie puede salir a ningún lado. Marta reacciona ofuscada, toma el televisor y lo lanza por la ventana. Está cansada de escuchar las mentiras de ese aparato del demonio. Alberto afirma que lo llamó su jefe, por todos lados están saqueando, es muy peligroso salir. Marta se enfurece, entonces irá sola al llamado de Dios. Ella sale, nadie la detiene.

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Marta entra al auto. No puede arrancarlo de inmediato por la furia en sus movimientos. Finalmente arranca. Sale disparada tumbando varios objetos en su camino. Maldice a su familia antes de alejarse. Martina, en el techo de la casa, ve partir a su madre con una sonrisa de victoria. Se han liberado del yugo represor. Finalmente la libertad ha vencido. Martina pone música en su iPhone y comienza a leer con una sonrisa de par en par. En la sala, Carolina intenta convencer a su padre de buscar a Marta, saben que corre peligro y ellos no pueden vivir sin ella. Alberto intenta simular interés, pero no puede. Están mejor sin su madre, al menos tendrán paz cuando se mueran. Carolina quiere seguir discutiendo, pero su padre la deja sola. Carlos llama insistentemente a Clarita, pero esta no le contesta. Él se decepciona. Revisa en su teléfono todas las fotos que se han enviado, algunas son desnudos. Al mirarlas tiene una erección. Carlos le habla a su pene. Esta vez no le fallará. Habla en tono valiente y decidido. Sale de la habitación. En el garaje, Alberto revisa los daños dejados por Marta al escaparse. No sabe cómo pudo casarse con una loca como ella. Carolina está sentada en su habitación. Mira melancólica los ecogramas colgados en la pared. Le habla a su vientre sobre las cosas que quería hacer cuando el bebé naciera, ahora le parece inútil todas las horas que pasó viendo vídeos de cómo cambiar pañales. Se le sale una lágrima. Martina sigue sentada en el techo escuchando música y leyendo cuando de repente se escucha una fuerte explosión. Su reacción inmediata es sobresaltarse del miedo. En eso, Alberto se asoma para buscarla, le pregunta si está bien. Martina afirma. Su padre le pide que lo acompañe. Ella lo obedece rápidamente. Carolina, Martina y Alberto se encuentran en medio de la sala que está en penumbras. Se ha ido la electricidad. Carolina habla preocupada. Ahora qué harán. Su padre afirma que lo mejor es quedarse juntos por si necesitan algo o todo empeora. Hay que abrir las ventanas y puertas. Martina le hace ver que eso no es solución, así no podrán protegerse del humo tóxico ni de los saqueadores. Alberto le da la razón. Carlos camina preocupado por una calle desolada. Mira a todos lados, nervioso. Se escuchan a lo lejos mensajes proféticos que se mezclan con advertencias de las autoridades. Él tiene miedo. Le deja un mensaje de voz a Clarita. En cinco minutos estará con ella. Aprieta el paso. En la sala, iluminada por velas y linternas, Alberto, Carolina y Martina están sentados sin saber qué hacer. Alberto saca un cigarro. Carolina se sorprende, no sabía que fumaba. Él afirma que debe fumar escondido por Marta, como el resto de cosas divertidas. Les ofrece. Martina acepta. Carolina se niega y se aleja indignada, pueden enfermar a su bebé. Alberto le responde con dureza, ya no tiene que cuidarlo, igual nunca lo verá nacer. Carolina se siente dolida. Martina la interrumpe, pregunta qué harán antes del final. Nadie sabe, no están acostumbrados a soportarse a menos que Marta los obligue. Martina se queja, pensaba que el fin del mundo sería lo más divertido de su vida. Carolina la insulta, no puede ser una loca siempre. Las hermanas comienzan a insultarse, hasta que su padre las contiene. Carolina propone jugar juegos de mesa, pero Martina afirma que ellos no tienen porque para Marta divertirse es del demonio. Martina concluye que su madre representa la represión del sistema capitalista sobre el alma humana. Alberto hace un chiste sobre el nazismo de su esposa. Martina lo secunda. Comienzan a burlarse de Marta cuando de repente se sobresaltan al escuchar una explosión y disparos a lo lejos.


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Carlos se paraliza con las explosiones. Se escuchan más gritos y disparos. Él decide correr de regreso a su casa. En el camino, pierde el celular sin darse cuenta. No para de correr. Alberto intenta armar una barricada en la puerta principal mientras Carolina trata de impedírselo. No pueden dejar a su hermano y a su madre a la intemperie. Alberto afirma que fue su voluntad irse a morir sin ellos, no es su culpa. Martina interviene, no importa lo que hagan, todo es inútil, igual morirán. Alberto y Carolina la miran con fastidio. En ese momento, entra Carlos, sudado y asustado. Dice que los saqueadores vienen en camino. Alberto se alarma. Le pide que lo ayude a armar una barricada. Martina se decepciona, no aceptan las bondades del caos. Ella se marcha. Alberto y Carlos van al garaje. El padre le pide que tome todo lo necesario para cubrir las entradas de la casa. Carlos no sabe muy bien qué tomar. Alberto le dice que cualquier cosa. Admite que no es bueno para eso, esas cosas de la casa siempre las decidía Marta. Se fastidia por su dependencia. Carlos lo disculpa, Marta los malacostumbró a todos. Alberto le agradece el gesto. Alberto y Carlos comienzan a cubrir las ventanas con madera, los dos son torpes y lo hacen muy mal. Carlos confiesa que es la primera vez que hacen algo como padre e hijo. Alberto se defiende, él no es muy hombre que digamos, su padre tampoco le enseñó nada. Cree que por eso lo odiaba tanto y lo dejó morir. Alberto se disculpa por haber sido tan mal padre. Nadie le enseñó a serlo. Carlos asiente no muy convencido. Los dos siguen martillando en silencio. Martina encuentra a su padre y hermano terminando de cubrir las puertas y ventanas de manera muy precaria. Martina se burla de las pocas habilidades de hombre de ambos. Toma una tabla de la ventana y con facilidad la quita. Carlos la insulta por tener siempre la razón. Martina se encoge de hombros, no es su culpa haberse llevado toda la sabiduría de la familia. En su habitación, Carolina llama a su madre, pero esta no le contesta. Le deja un mensaje pidiéndole que por favor regrese, esta casa se derrumba sin ella. Carlos busca por todos lados su celular, está desesperado por llamar a Clarita. Recuerda el preciso momento cuando se le cayó. Se insulta a sí mismo, no puede ser tan inútil. En ese momento, llega Alberto, le pregunta qué le pasa. Carlos dice que perdió su teléfono. Alberto le pregunta para qué lo necesita. Carlos no se atreve a confesarlo. Su padre le pide que lo acompañe. Carlos no sabe para qué, pero al final cede. Los dos se marchan. En el baño, Alberto quiere enseñarle a Carlos a afeitarse, pero él no sabe muy bien cómo hacerlo, pero es lo menos que puede enseñarle. No quiere morir sabiendo que es igual de miserable que su padre. Carlos le pregunta tímido cómo es perder la virginidad. Alberto relata su anécdota que es entre grotesca y cómica. Carlos no puede evitar tener asco. Alberto se lamenta, si no fuese el fin del mundo lo llevaría con una prostituta para que le enseñe. Carlos le agradece el gesto. Desde afuera viene el sonido del caos y la destrucción. Toda la familia, menos Marta, está reunida en la sala. Ellos están tensos, nerviosos y sin nada que hacer. Todos se quejan de las cosas que no podrán hacer ahora que el mundo se va a acabar. Alberto no pudo ser estrella de rock, Carlos no pudo perder su virginidad, Carolina no pudo ver a su hijo. Martina los hace entrar en razón, no importa lo que hagan o dejen de hacer, todo es un absurdo que se perderá y olvidará. Lo importante es el aquí y el ahora. Carolina la cuestiona, cómo puede

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vivir sin un propósito, es como estar ya muerta. Martina dice que esa es la clave, allí reside la libertad. Carolina no entiende, simplemente está loca. Carlos las interrumpe, tiene hambre. Carolina le replica. Hace poco comieron. Carlos se encoge de hombros. Está creciendo. Martina se burla, tanta masturbación lo está exprimiendo. Carlos no tiene cómo defenderse. Alberto afirma que no hay nada de comer. Martina recuerda que tienen la comida del baby shower. Carolina se niega, pero su hermana le hace ver que nadie vendrá. Será su banquete del fin del mundo. Carolina cede. Carolina ve frustrada cómo sus hermanos sacan toda la comida de su fiesta. Pasó meses planificando la fiesta perfecta, nunca le sale nada. Martina le pide que pare de sufrir e intente disfrutar un poco. La perfección es una mentira, como el cielo y la comida orgánica. Su hermana la insulta, ella puede decir eso porque nunca le exigieron nada, porque la dejaron ser una cabra loca, en cambio a ella Marta siempre le exigió de todo, pero siempre la decepcionaba. Carolina está a punto de llorar. Martina la calma con un poco de comida para que deje el drama. En la cocina, Alberto, Martina y Carlos comen alegres. Carolina no prueba bocado. Eso es lo único bueno que tiene Marta, siempre cocina rico. Carlos come como un cerdo. Martina se lo hace ver. Carlos imita a un cerdo, todos ríen. Alberto lo secunda. Entre risas, todos comienzan a comer como animales, menos Carolina que los mira con desprecio. Martina le lanza comida para que se una, ya no está su madre, por lo que no tiene que aparentar ser la hija perfecta, igual ya la cagó al quedar embarazada. Carolina se ofende y le devuelve la comida a Martina. De inmediato, comienza una guerra de comida. Minutos más tarde, la cocina está hecha un desastre. Carolina afirma que deben limpiar. Alberto responde que para qué, nadie los va a regañar. Al menos en el último día de sus vidas tienen derecho a hacer lo que les dé la gana. Los hijos se sienten animados. Martina lanza una consigna, son esclavos de ser libres. En su habitación, Alberto abre su clóset e ilumina su traje de imitador de cantante de rock de los ochenta, que estaba oculto entre la demás ropa. Este parece ser una visión celestial ante sus ojos. Lo toma entre sus manos y le habla, finalmente pueden unirse y salir a la luz. En la sala, los hermanos miran asombrados a su padre, quien aparece con su traje de imitador, maquillado y con un enorme sintetizador. Ninguno sabe cómo reaccionar. Alberto dice que es hora del show. Él toca las primeras notas de una famosa canción rock de los ochenta. Martina y Carlos bailan desaforados al ritmo de la música de su padre, quien presenta un gran performance. Ella recita citas de El ser y la nada mientras baila. Carlos lo hace rompiendo las hojas de una revista pornográfica. Carolina los mira curiosa, aunque no participa. Martina la empuja a que se una. Ella se resiste. De repente, la casa se estremece cuando un fuerte golpe viene del exterior. Ellos se alarman de inmediato. Alberto detiene la música, preocupado. Miran hacia la puerta principal que cruje con un golpe violento. El padre le pide a los demás que se refugien detrás de los muebles. Seguro son los saqueadores. La puerta vuelve a estremecerse hasta que finalmente cede. Martina se encomienda a Sartre. Aparece la figura de Marta, quien está despeinada, herida y visiblemente nerviosa. Todos la miran con curiosidad y preocupación. Marta entra a la casa, se tambalea y está a punto de desmayarse. Carolina corre a socorrerla y la ayuda a sentarse en un sofá. Le pregunta qué le ha pasado. Marta afirma que ella no podía dejarlos solos, son su familia, la salvación es con ellos o con nadie. Marta se desmaya.


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Minutos más tarde, la familia está alrededor de Marta, quien poco a poco recobra el conocimiento. Cuenta lo que vio afuera, todo es un caos, todo está perdido, Dios los ha abandonado a su suerte. Carolina le pide que descanse. Marta se da cuenta del desastre a su alrededor. Pregunta qué ha pasado. Nadie se atreve a contestarle, ni siquiera Martina. Marta se queja que no puede dejarlos solos o se vuelven unos salvajes. Martina se ofende, ellos solamente eran libres, como ella nunca los había dejado ser. Marta la cachetea, está obstinada de su insolencia. Martina se marcha a punto de llorar por la rabia. Alberto quiere ayudarla, pero se contiene. Marta le ordena a los demás que comiencen a limpiar. Nadie se mueve. Martina entra enfurecida a su habitación, arma una barricada con sus muebles. Cuando termina, maldice a su familia, maldice haber nacido. Mira al retrato de Sartre, es el único que la comprende. Marta está recogiendo las cosas de la sala. Carlos la enfrenta. No vale la pena ordenar nada, igual el mundo se va a acabar. Su madre lo regaña, eso no importa, ella se ha esforzado toda su vida por mantener a su familia perfecta y ni siquiera el Apocalipsis le va a robar eso. Carlos se molesta, sabe que su madre no tiene remedio. Martina está sola en su habitación, prepara una soga para colgarse. Ignora los golpes a su puerta. Esta se abre con dificultad. Es Alberto. Se impresiona al verla en esa situación. El padre no sabe muy bien qué decirle. Le pide que regrese con ellos. Martina lo cuestiona, cómo soporta que Marta los someta, incluso en este momento. Alberto sabe que tiene razón su hija. Él apoya y le agradece haberle enseñado lo que es la libertad aunque sea por unos minutos. De sus hijos es de lo que está completamente orgulloso, hasta la envidia por tener tan clara su visión de la vida y luchar por ella. Martina no puede evitar conmoverse. Luego lo confronta sobre si está dispuesto a hacer algo para emanciparse. Ella lo ayudará. Alberto duda en contestar. Martina le ofrece su mano para su saludo secreto. Él le sonríe. Marta termina de acomodar las cosas en la sala. En eso, bajan Alberto y Martina. La madre los mira con sospecha, les ordena que se preparen, van a hacer un ritual de sanación para limpiar sus pecados. Alberto se niega, ellos ya no la obedecerán. Esa casa es una República libre, soberana e independiente, así sea en su hora final. Martina le saca la lengua a su madre. Marta los desafía. Si no la siguen se irán al infierno. Alberto le devuelve el desafío. El infierno es haber vivido tantos años sometido a su dictadura moral, sexual, económica, pero no hoy, hoy serán esclavos de ser libres. Martina mira a su padre, orgullosa. Marta desiste de la discusión, pueden hacer lo que quieran. Padre e hija se miran sonrientes. Marta está arrodillada en su habitación dándose azotes por sentirse culpable. Le pide perdón a Dios por haberlo defraudado. En eso, Carolina entra. Se sorprende al verla así. Le pregunta si está bien. Marta no sabe qué decirle. Tiene miedo que Dios la haya abandonado. Ella todo lo que hizo fue para complacerlo. Carolina la consuela, quizás Martina tiene razón, quizás todo sea inútil y no hay que preocuparse por nada. Marta se queda sin palabras. Martina y Alberto están en la sala escuchando música. El padre saca una botella de alcohol que tiene escondida. La tenía guardada para un momento especial y qué más especial que el fin del mundo. Alberto bebe directo de la botella. Le ofrece a Martina. Ella bebe y arruga la cara. Carlos llega y cuestiona qué están haciendo. Alberto pensó que se había ido. Carlos se explica, ellos son su familia, prefiere quedarse con ellos. Alberto no lo entiende, él hubiese huido, pero se lo agradece. Lo invita a la fiesta ofreciéndole alcohol. Carlos bebe. Martina le pregunta qué es lo que más quisiera hacer en ese momento.

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GANADOR

La respuesta de Carlos es automática: tener sexo. Martina tiene expresión de asco. Le pregunta por la segunda cosa. Carlos contesta: destruir los adornos de su madre, los odia. Alberto le entrega uno. Carlos lo rompe. Martina lo secunda. Alberto se les une. Desde la habitación de Marta, Carolina, en medio del llanto, le pide perdón a su mamá por siempre decepcionarla, por no ser la hija perfecta que ella siempre quiso. Marta se muestra arrepentida, pero no se atreve a hablar. Desde afuera, se escuchan los objetos romperse. Carolina pregunta qué están haciendo. Marta no quiere saber. Ya ella ya no los puede controlar. Ella los enfrentará. Ella fue quien crió a esos demonios y es quien debe vencerlos. Alberto y sus dos hijos siguen destruyendo todo lo que encuentran a su paso. Martina grita “¡Anarquía y muerte!”. Ellos están entregados a un frenesí liberador. Carlos se detiene cuando ve a Marta parada contemplando el espectáculo. Alberto y Martina también se detienen al verla. Marta les pregunta si la odian. Si esto lo hacen por odio hacia ella. Los tres tardan en responder. Martina es la primera, sí. Los demás también afirman. Los ojos de Marta se llenan de rabia. Ella los odia y espera que se mueran. De repente, Martina corre hacia ella y la abraza con ternura. Por fin se atrevió a ser humana. Marta no entiende y no sabe cómo reaccionar. En su habitación, Carolina rompe los ecogramas y fotos que tiene en las paredes. Lo hace con melancolía y tristeza. Le habla a su vientre. No vale la pena seguir esperando a que llegue, igual ya todo está perdido. Le pide perdón por querer traerlo al mundo solo para llenar sus vacíos emocionales y querer darle sentido a su vida. Ella sabe que fue muy egoísta, pero no sabía qué más hacer. Sabe que los defraudó a todos, sobre todo a él. Martina se separa de su madre, quien no entiende nada. Le entrega una escultura religiosa. Le pide que la rompa y se libere del yugo opresor. El primer paso es admitir que puede sentir odio, que es humana y no una robot evangelizadora. Esa es la madre que ellos necesitan, no la que hace todo por ellos y los controla. Marta tiene la escultura en su mano, está abrumada. Está a punto de lanzarla cuando se detiene al escuchar el grito desgarrador de Carolina. Todos de inmediato salen en dirección a ella. Marta abre la puerta y encuentra a Carolina tirada en el suelo con un cuchillo en su mano y un corte en su vientre. Ella llora fuera de sí repitiendo que quiere ver a su hijo antes de morir. Alberto corre a quitarle el cuchillo, mientras Martina y Carlos la ayudan a parar la herida. Toda la familia se une a cuidar a Carolina. La hemorragia ha cesado. Carolina está acostada con toda la familia a su alrededor. Tiene la ropa desarreglada. Carolina les pide perdón. Martina cita a Sartre, no hay que pedir perdón, solo hay que ser responsable de tus actos. Alberto le pide a Carolina que descanse. Carlos hace ver que aún les falta una hora para que llegue el fin del mundo. Carolina dice que jueguen a algo para pasar el tiempo. Martina tiene una idea. En la sala, Martina propone que cada uno anote en un papel todo lo que odian de los demás y después lo digan en voz alta. Todos aceptan hacerlo. Quien más tarda es Marta. Alberto es el que comienza. Uno a uno hacen catarsis sobre sus resentimientos, odios y frustraciones. Marta es quien guarda más resentimiento, aunque termina por admitir que a quien más odia es a sí misma por haber olvidado hace mucho cómo ser feliz. Les pide perdón a todos, sobre todo a


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Carolina por haberle exigido tanto. Martina toma los papeles y los quema para liberarlos a todos de ese odio. La familia ve el incendio en silencio y armonía. Martina afirma que ahora sí pueden morir en paz. Marta se levanta y dice que hará la cena. No quiere morir con el estómago vacío. Para sorpresa de todos, Martina se ofrece a ayudarla. La madre no sabe cómo reaccionar. Carlos está a punto de entrar a la habitación de Carolina cuando es interceptado por Alberto. Este le da su celular. Solo le queda el 1% de batería, pero seguro él lo sabrá utilizar mejor. El hijo se lo agradece y le da un fuerte abrazo, no quisiera haber tenido ningún otro padre. Alberto está incómodo. Finalmente lo abraza de vuelta. En la cocina, Marta y Martina preparan la cena con lo que queda de comida. Marta se disculpa por haberle hecho la vida imposible. Sabe que nunca estarán de acuerdo, pero está orgullosa de tenerla como hija. Martina le agradece. También se disculpa. Si de verdad existe el cielo, ojalá lo puedan pasar todos juntos. Marta sonríe. Carlos está en el pasillo con el celular en la mano, duda si llamar o no a Clarita. Decide no hacerlo. Carlos entra a la habitación de Carolina. Se sorprende al verla sentada desnuda, contemplando su vientre aun sangrante. Él con timidez, le pregunta si está bien. Ella asiente. Su hermano va a marcharse cuando ella le pide que entre. Él obedece y se sienta junto a ella. Ella le pide un enorme favor. Carolina saca uno de sus senos. Le pide que lo chupe, quiere sentir cómo sería amamantar. Carlos se intimida. Carolina insiste. Él se acerca al pezón de su hermana y comienza a succionarlo. Ella le sonríe hasta que se queja porque Carlos lo hace muy fuerte. Su hermano se disculpa y se amamanta con cuidado. En la sala, toda la familia cena unida. Alberto hace un brindis. Los odia a todos, pero no preferiría pasar el fin del mundo con nadie más. Todos brindan, incluso Carolina. En ese momento, suena el timbre. Todos se quedan tensos. Se escucha la voz de Clarita. Carlos corre a abrirle. Los dos jóvenes se encuentran en la puerta. Carlos le pregunta qué hace allí. Clarita le responde que uno de los dos debía ser el valiente. Y por nada del mundo morirá virgen. Carlos voltea hacia sus padres, les pide permiso para tener sexo. Ambos se lo dan. En su habitación, Carlos y Clarita están frente a frente. Los dos comienzan a besarse y desnudarse. Se ríen por la mutua torpeza. Clarita se acuesta. Él se sube sobre ella. En la sala, Carolina, Martina, Marta y Alberto están reunidos juntos. Se escucha el sonido del sexo. Martina se tapa los oídos. Segundos después, Carlos y Clarita se acercan. Están sudados y felices. La nube de tóxica comienza a entrar a la casa. Todos se acercan y acurrucan los unos a los otros. Martina abraza a su mamá. Tiene miedo. Marta la reconforta. Alberto comienza a cantar una canción de rock de los ochenta. Todos cantan con él. Poco a poco la nube lo invade todo hasta que se hace el silencio.


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ÍNDICE

LOS FINA


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ALISTAS


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02 ———

La íntima isla Tania G. Balleza Tahuil

03 ———

Ofrenda floral Mauricio Montiel Figueiras

FINALISTAS

04 ———

El guardia Héctor I. Castro


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06 ———

Las torres que desaparecen Ricardo Hernández Ruiz

05 ———

María Magdalena Bela Valladares

07 ———

La drag diva Alexis Casas Eleno

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FINALISTAS ÍNDICE

TANIA G. BALLEZA TAHUIL ——— La íntima isla 20 de agosto de 1979, Ciudad de México. Escritora, pintora e ilustradora mexicana. Premio de Desarrollo Cinépolis. Entre sus obras se encuentran: Venir y quedarse (2015), Cantinera (2018) y Cartas de una palpitante verbena (2018). Imparte talleres de ensayo y narrativa en Guadalajara, Jalisco. Actualmente trabaja en Hacer hambre, libro de relatos semibiográficos.



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FINALISTAS

LA ÍNTIMA ISLA ——— Tania G. Balleza Tahuil

Los hermanos y hermanas que hacemos la comida formamos parte del postulantado, una etapa inicial de la vida consagrada, un tipo de célula de formación. Seguido de esta etapa, luego de un año, seremos novicios y novicias, y entonces la cosa se pondrá más difícil, dicen. Porque en esta etapa nos forman (o nos deforman) según nos ven, pero en la siguiente, nos pasarán por el crisol. Hoy se nos va el día en las labores domésticas, en estudiar, cantar y rezar también. Nos forman para la vida de oración, pero más precisamente para una vida en comunidad; el estudio de las Santas Escrituras y la vida de los Santos y Santas va más como de relleno; porque para ser castos, obedientes y pobres, dicen, no se necesita más que la pura práctica. El postulantado no es muy diferente al aspirantado donde la vida aún era un poco nuestra, aquí la vida ya no es de nosotros, es del Señor. La hermana Rayito nos da las clases de formación y se encarga también de llevar registro factible de nuestros méritos. Porque claro, pareciera que una vida en Dios no tendría que ver con la meritocracia, pero sí. Tiene que ver con un derecho a adquirir, a recibir reconocimiento por hacer de uno mismo un buen servidor. Aquí se construye un valor, una importancia. Rayito entrega este reporte a Refugio, nuestra formadora oficial, todas las tardes después de nuestra oración personal, que es un tiempo de treinta minutos en el que pedimos a Dios por nuestros hermanos y hermanas de otras etapas de formación, y entonamos para nosotros y para ellos uno que otro canto de adoración, luego de ese tiempo obligado, leemos parte de los estatutos de la comunidad y fragmentos revisados del Catecismo de la Iglesia Católica. En eso consiste nuestra educación primaria, en destruir viejas creencias y aprender unas nuevas, o bien, reforzarlas. En otras palabras y de otra manera, no podríamos proponernos como candidatos viables a la fidelidad y el compromiso recorriendo otro camino, ni leyendo otros libros, qué va. En la biblioteca a la que tenemos acceso no se encuentra nada de Xavier Velasco ni de James Joyce, nada de D.H. Lawrence,


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de Clarice Lispector o de Nabokov, de Virginia Woolf ni se hable, mucho menos de Simone de Beauvoir. Rayito no les conoce pero sabe que son libros prohibidos. Si acaso está Og Mandino, que no es precisamente un autor religioso. El postulantado lo conformamos Chuy, un drogadicto en recuperación; Fer, un amigo suyo que fue alcohólico; Rosa, una norteña de La Paz, adicta a las pastillas para dormir; Casados, hija de un petrolero de Cadereyta que no tiene pedos, y yo. Abreviemos mi nombre a un apodo: Soya. Me llaman Soya porque según Refugio justifico mis disparates diciendo que así soy. Soy así, le digo, y con su perdón. *** Ayer fue viernes de Cuaresma. Los viernes de Cuaresma, a punto de la una y media, los que nos dedicamos a los alimentos llamamos a todos a comer. Por lo regular comemos a las dos de la tarde. Los viernes de Cuaresma ayunamos, y no nos es posible esperar tanto. Esta vez preparamos arroz y verduras al gratín, agua fresca sin azúcar y tostadas deshidratadas. A la una y media llegaron los hermanos y las hermanas que salieron a vender calcetines, los profesos y las profesas, hermanos de la etapa que le sigue al noviciado, una antes de la perpetuidad. Llegaron sedientos, porque sedientos es como nos levantamos los viernes de Cuaresma, y es como pasamos de la mañana al medio día. No bebemos ni un vaso con agua. Después de comer le pedí a Claudia el CD player comunitario para lavar los trastes, y me hice el favor de repetir la Lacrimosa de Mozart una decena de veces. A él y a Beethoven sí me los deja oír, dice que me ayuda a hacer oído y me prepara para las prácticas del coro. Así es para mí más sencillo desengrasar los sartenes, porque ayer en particular, el par de charolas que usamos para la capirotada, estaban irreconocibles. Apresurados por romper el ayuno, los hermanos que llegaron de la calle corrieron todos a saludar al Señor. Porque es lo que hacemos una vez que pisamos la casa. La capilla está al fondo del comedor, un pasillo que construyó el hermano Martín arriba de la biblioteca. A un espacio de tres por tres lo privan un par de cortinas y lo separan perfectamente de nosotros, a mí en lo personal me parecen redundantes. Piensa que está según él muy seguro allí, al lado del comedor, es absurdo; mira que privarnos estos días de la fiesta que es la comida, él, que es una hostia. A ti sí que te podemos comer, le recé, y en un de repente en el resto de los alimentos estás inaccesible. Siempre pasa que los hermanos se tropiezan con otro por no recorrer las cortinas al salir y terminan rozando con la yema de sus dedos la alfombra que los eleva del piso, y al caer de rodillas, éstas truenan. Una vez habiendo saludado a Jesucristo en el sagrario, se persignaron y dejaron la capilla. Reunidos todos alrededor de la mesa esperamos a que alguno tomara la palabra. Es lo que hacemos, y quien lo hace, reza por todos nosotros. Dependiendo de lo que él o ella piden a Dios es como vamos todos o no de acuerdo. A mí no me gusta que recen por mí. No me gusta cómo rezan los demás. El comedor es una mesa jardinera de siete metros de largo donde cabemos todos. Algunos suelen escoger el mismo lugar de siempre para sentarse aunque a veces la hermana superiora les asigne uno, todo depende de lo poco o mucho que hablamos entre nosotros. Yo a propósito le varío. Con tal de no recibir órdenes, me le adelanto. Los viernes de Cuaresma por obvias razones no hablamos mucho.

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FINALISTAS

*** La semana pasada llegó un nuevo cura a la parroquia de la comunidad a la que pertenecemos. Nuestra hermana superior lo invitó ayer a comer, justo cuando no hay nada bueno que comer. Nada más oportuno. Siempre que llega un nuevo sacerdote a la comunidad es sobremesa segura, y el tiempo que permanecemos sentados todos alrededor de la mesa después de comer, es largo, como si lo que quisiéramos fuera eso, quedarnos a la mesa en día de ayuno. ¿Qué de emoción hay en quedarse más tiempo a la mesa un viernes de Cuaresma? No hay nada de qué platicar, no hay convivencia comunitaria, no hay capirotada, no hay nada. Lo que nunca es suficiente es la atención que piden los padres, no se habla de otra cosa que no sea de su experiencia de vida. Es lo que hacen ellos: hablar de sí mismos y evitar a toda costa los temas polémicos del momento. Y es lo que hacemos nosotros, seguirles la pauta. Ayer, por ejemplo, no se habló de la salud del papa, ni de la Guerra en Irak, tampoco se tocó el tema de los cubanos que huyeron de la isla en un transbordador, mucho menos del Pulitzer que le dieron a The Boston Globe por los escándalos sexuales de la Iglesia. Si acaso el padre soltó un irrelevante bravo a El pianista, una película que ganó un Oscar en los recientes premios de la Academia. Aunque la vimos el pasado domingo, tuvimos que reservarnos nuestros comentarios. No sabíamos si podíamos compartir nuestras alegrías con el nuevo cura. Estoy de acuerdo, es una película fascinante, pero no son temas que a mí me interese entablar con un sacerdote. Ah, también hizo un comentario insignificante de cómo fue insólito el temblor que hubo en Colima. Por mi parte, siempre quisiera hablar de The Boston Globe, y también del Padre Amaro. Se llama Elías, es de Torreón. Lo transfirieron de San Pedro, Coahuila a nuestra ciudad, Monterrey. No nos dijo por qué. Nuestro párroco, el padre Guillermo, lo recibió bien, según nos contó, celebrará las misas de las siete para nosotros. ¿También confesará?, le preguntó la hermana superiora. Asentó con la cabeza. ¿Aquí en nuestra casa puede confesarnos?, retomó la hermana. Asentó de nuevo. Ni siquiera se había pasado el segundo bocado el padre cuando Rosa le colocó a la derecha de su plato una porción de capirotada. Claro, porque él representa a Dios en la tierra, y a Dios todo. Para mi sorpresa, el padre lo rechazó. Si ustedes no comen postre, yo tampoco, dijo, y lo hizo a un lado. Fue entonces que la hermana le dio indicaciones a Rosa de pasar la charola para que nos sirviéramos todos. Insólito. *** Cada año, la parroquia a la que pertenece nuestra comunidad, cambia de vicario. Algo nos comentó él, que deseaba quedarse, que los movimientos no eran lo suyo, que hablaría de su contrato con el padre Memo y que haría lo posible por permanecer. Todo depende de qué tan productivo sea, dijo, y de qué tanta comunidad haga. En San Pedro, dijo, levanté algunas obras y fundé un movimiento juvenil, no había. En lo que se fija un párroco es obviamente en el crecimiento de su comunidad, y en la fidelidad de los feligreses. Elías tiene finta de hacerla en grande. Tendrá unos treinta años, más o menos, a mi parecer muy joven para haberse ordenado ya. Al parecer Rosa piensa lo mismo puesto que no se le quitó el rubor de los cachetes desde que llegó. ¿Cuántas son?, nos preguntó. Le contestamos al unísono que también había hombres y que éramos treinta y dos en total. No los huelo, dijo, y volteamos a verlo todos. ¿No los huelo?, pensé, guácala. No son una comunidad tradicional, nos dijo. No, padre, le contestó Tere, una de las hermanas fundadoras, tiene cuarenta y un años, es morena, de cabello negro, largo. ¿Por qué no usan hábito?, preguntó, y repasó con su vista nuestras vestimentas: ropa casual, pantalones de mezclilla y camisetas, algunas llevamos paliacates para contener nuestro cabello; los que venden calcetines usan viseras; las de la oficina, traje sastre, y así. El hábito no hace al monje, respondió Tere. ¿Entonces son o no son monjes?, cuestionó el padre. Votamos por lo mismo, dijo Tere. Nos vestimos así porque necesitamos generar confianza entre nuestros hermanos


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en rehabilitación. ¿Ese es su apostolado?, preguntó el padre. Sí, tenemos un centro de rehabilitación, rehabilitamos a alcohólicos y a drogadictos, y a sus familias. Rosa secaba los trastes cuando se asomó para ver la cara que hacía el padre, porque siempre lo hacen, siempre hacen la misma pregunta: ¿Hacen los mismos votos que quiénes? Que los religiosos y las religiosas, padre. Y a eso le sigue: ¿Y están afiliados a la Iglesia?, cerró. Les preocupa lo mismo: nuestra credibilidad. Y cómo no dudar de nosotros. Para empezar, nuestras edades. Varían entre los dieciocho y los cuarenta y dos. Somos hombres y mujeres, vivimos bajo el mismo techo, y algunos de nosotros somos adictos en recuperación. ¡Inconcebible! Los hermanos y hermanas fundadores son los mayores. Los demás somos unos escuincles enajenados. ¿O cómo nos podemos llamar? *** Las reacciones secundarias que nos genera la abstinencia cuaresmal son ineludibles. Nuestro talón de Aquiles se expone como herida abierta; por ejemplo, la cara de Amalia. Amalia con hambre es una cosa descomunal, es horrorosa, no hay que hablarle a Amalia, no hay que saludarla, no hay que servirle de comer los viernes de Cuaresma a Amalia porque, de por sí sin hambre es una altisonante, con hambre es el ogro. En Cuaresma, si uno puede tener un momento a solas, lo tiene, y mejor que nadie se entere por lo que está luchando. Si uno puede ser arrogante, lo es, porque no siempre se puede estar solo y no siempre se puede ser arrogante. Es a lo más que podemos aspirar los que llevamos tiempo aquí, nos preparamos todo el año para estos cuarenta días, somos inmodestos, groseros con nosotros mismos, aunque luego nos reconciliemos en el nombre de María. Este tiempo puede llegar a ser ridículamente triste, uno está en el mundo sin estar, va a la fiesta sin vestido, no baila y no goza. En Cuaresma podemos darnos el lujo de no sonreírle a la vida si no queremos, al punto de normalizar las caras largas. ¿Y por qué ayunan?, nos preguntó el padre ya que habíamos platicado que no habíamos probado bocado desde la mañana, y que el único plato que se nos permitía servirnos era el que veía en nuestra mesa. ¿Por qué ayunan si es lo que la Iglesia hace?, prosiguió, ¿qué no van ustedes en contra de lo que dicta la Iglesia? Lo que deben de hacer no es privarse, dijo, sino moderarse. A mí que la disidencia me parece lo más razonable, aproveché su comentario para discutir. Ya que lo menciona, padre, le dije, yo creo que todo esto de la Cuaresma es un fraude. Soya, me llamó la hermana superiora, pero no la atendí. Moderarse ya es una cuestión más psicológica que moral, ¿no cree, padre?, arremetí. No escuché más el bullicio de mis hermanos, ni sus mordiscos desesperados. No tanto, dijo el cura, porque a ver, ¿cuál es el beneficio, quién consigue qué, a quién y cómo se le engaña? Bueno, dije, al cuerpo se le engaña. La Iglesia se las apaña para beneficiarse. Imagine usted, son cuarenta días, más siete de Semana Santa, más ocho de Pascua. ¿Por qué no dura eso la Navidad? A la Iglesia no le interesa que a la gente se le vea alegre, llena de esperanza, ¿o sí? A la Iglesia lo que le interesa es que la gente sea indecisa, que no consiga ser consecuente. La indecisión es una debilidad, dicen los filósofos del Karate, la Iglesia vive de la debilidad de la gente, de su indecisión. En el relato de Jesús en el desierto que cada año conmemora la Iglesia; un hombre es tentado a enfrentar los deseos de la carne ¡a solas! Ni siquiera se le permite compartir sus penas. Vea usted a Rosa, le digo, ¿sabe lo que experimenta al servirle?, le digo, ¡excitación! Decía el Dr. Marston que una persona es más feliz cuando es sumisa ante una autoridad amorosa. ¿Siempre y cuando la autoridad sea un hombre? Lo que es verdad es que no nos es permitido abochornarnos en público, o lo que es peor, si lo hacemos, la consecuencia será una charla


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privada con alguna de nuestras superioras para luego terminar en confesión con usted. En unos días tendremos una confesión grupal, y Rosa hablará de lo que siente en este momento, le confesará a usted lo que es capaz de sentir y bueno, qué halago, ¿no? La hermana superior callaba sin parpadear hasta que por fin se paró de la mesa y me tomó del hombro. Me levanté de un salto en señal de obediencia sin quitarle los ojos de encima al padre. Soya, me dijo en la cocina, recoja los platos y comience a fregarlos. Porque entre nosotros nos hablamos de usted, como si no fuera suficiente el sometimiento. Hermana, le llamó el padre, no los prive de expresar su opinión, los fieles que permanecen en el redil aún viendo las heridas del Cuerpo de Cristo son los más valiosos. Se levantó de la mesa y dejó la servilleta a un lado del plato, se despidió de las hermanas superioras y se fue. Más tarde el padre pasó a la casa a confesarnos. Fernando le abrió. Padre, le dijo, sí vino. Vine, le respondió. ¿Puede empezar conmigo?, le dijo Fer, y señaló el sillón para que el cura se sentara. Dice la hermana superiora que aquí puede confesar. Yo aún no terminaba de secar los trastes por lo que lo vi cruzar el comedor al llegar. Fer lo dejó un momento a solas en lo que iba a su cuarto por la libreta de confesión. Todos tenemos una. Padre, le dije, secaba un sartén. ¿Soya? Me dicen así por ególatra. ¿Y cómo te llamas?, dijo. No importa eso, le dije, ¿o sí? No somos como ustedes, no nos dejan tener nombre, ni propiedades, ni cuenta personal en el banco. Lo mío no es mío, ni mi nombre es mío. ¿Quieres seguir después de Fernando?, me preguntó, dando más bien por hecho que así sería. Por mí es que estás aquí, lo tuteé, y pues, a mal paso darle prisa. La hermana tiene que tranquilizar su conciencia. Fer regresó enseguida y se sentaron al sillón largo. Un cuadro de la última cena posa en la pared detrás del sillón. Qué extraña pintura, le dijo a Fernando, ¿de quién es? La mesa en donde cenaban los apóstoles con Jesús era redonda, había un lugar sin ocupar. No sé, padre, le dijo, sólo sé que ese lugar es suyo, allí donde no hay nadie sentado, allí va usted. El padre Elías sonrió. Yo dejé lo que estaba haciendo para que se quedaran solos. *** Lo más cercano al hábito que tenemos es un cíngulo ceñido a la cintura, por dentro de la ropa, al ras de la piel. Con tres nudos que representan la castidad, la pobreza y la obediencia. No podemos retirarlo al bañarnos, así que, una marca delineada y húmeda se queda a la vista en la ropa hasta que el cordón se seca. Nunca tuve el empacho de guardarme en el baño para quitarme la ropa, me cambio frente a mi armario. Refugio dormía la siesta en la última cama de las diez que se enfilaban en el cuarto. De haber estado despierta, me hubiera mandado al cambiador común. La mía es la de en medio. Me acosté en calzones sin taparme. A las hermanas les avergüenza de mí lo que les avergüenza de ellas y no pueden evitar verme con disgusto. Dejo que me vean los vellos púbicos, mis piernas sin rasurar, la celulitis. Cerré los ojos sin preocupación y crucé por detrás de mi nuca mis brazos pensando en lo que le diría al cura cuando bajara. Soya, escuché a lo lejos, ¡Soya! Abrí los ojos. Ponte ropa, mujer, me dijo Refugio en tono condescendiente. Se había despertado. Para qué, le digo, sin abrir los ojos, sin moverme, Dios todo lo ve, ¿no?, así de imperfecta me hizo, a él no parece molestarle. Claro que lo ve, dice, nosotros somos sus ojos, y me avienta una frazada. ¿Bajarás


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con el padre?, me preguntó. ¿Tengo de otra?, le contesté. Se trata de tu absolución, Soya, dice Refugio. Hago media abdominal para lanzarle una mirada cómplice. ¿Mi absolución?, le digo. ¿Es en serio? Soya, necesitamos la aceptación de la Iglesia. ¿Tú crees que así nos la van a dar? Me levanto de un brinco y me visto. Es una estupidez, Refugio, que busquemos la aprobación de un grupo de hombres que no entienden nuestro estilo de vida, ni nuestro apostolado. No les interesa. ¿Viste la cara que puso cuando le dijimos que también había hombres? ¡Morbo! Somos una comunidad mixta, algo insólito en el mundo eclesial. Bajé a la sala una vez que Fernando hubo terminado. Llevé conmigo, no solo la libreta de confesión, sino también mi diario personal. Elías, dije, y me senté junto a él, a un metro de distancia, no menos, como tengo indicado. No me recriminó el abuso de confianza, al contrario, tomó a bien que le hablara de tú. Soya, dijo, y puso su mano derecha en mi frente, sin tocarme. Ave María Purísima, dijo. Sin pecado concebida, contesté. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?, preguntó. Le dije que sabía que para él era importante saberlo, pero que de cualquier manera mañana nos confesaríamos otra vez, en grupo. ¿En grupo?, dijo. Sí, dije, en grupo. Como le dije en la comida. A mí la verdad me parece más un show privado, dije, la hacemos mucho de emoción. Todos traen las buenas intenciones de abrirse, pero a la mera hora, somos dos o tres los que sacamos “los trapos sucios” nada más. ¿Y cuáles son esos “trapos sucios”, Soya? Tus trapos sucios. Pues, digamos que siempre tropiezo con la misma piedra, padre, cada mes, en mi periodo de ovulación sobre todo, sube mi líbido y... Te masturbas, me interrumpió. Sí, le dije. ¿Y eso les cuentas a todos? Pues de eso se trata la confesión grupal, ¿no, Elías? Pero como te digo, me parece más bien una sesión morbosa. Ya propuse dejar de hacerlas. Digo, si la idea es que crezca la confianza entre nosotros, no creo que se esté logrando. Yo no tengo reparo en hablar, yo así soy, no necesito la confianza de los demás para hacerlo. Pero a ellos y a ellas no les basta. A ellas menos que a ellos, por obvias razones. Es lo que no entiendo de esta vida en comunidad: el pudor, el hacer de cuenta que no pasan estas cosas, que es mejor no exponer “estos” pecados. ¿Por qué, padre? ¿Quizá porque otros pecados son los que nos hacen más santos y no estos? Se atacó de risa. De pronto encontré en él un alivio que no me había dado ningún otro en ese lugar. Porque los curas, se supone, son nuestros aliados en este campo de batalla, son nuestro alivio, descargamos en ellos nuestros fallos. Los necesitamos para creer un poco más que Dios existe. Ahora sí notaba la edad en su sonrisa. Treinta años. Yo tengo veintitrés. ¿Tú por qué te hiciste sacerdote?, le pregunté. Uy, dijo, yo no me hice, mi mamá me hizo. Ella me obligó. No tuvo reparo en decirlo, no le dio vergüenza, ni lo dijo como quien dice que le pegó su mamá. Tenía quince años, continuó, cuando me metió al seminario, en Torreón. Sus palabras no eran de disgusto, insisto. No se conmiseraba por la circunstancia, más bien, se le veía adaptado. Me contó que era el más chico de sus diez hermanos y que al haberlo metido al seminario, su mamá había aliviado una carga, que no muy tarde lo entendió. Al principio no me gustó, dijo, pero con el tiempo descubrí que la filosofía me apasionaba. ¿La teología no?, le pregunté. La teología sí, dijo, pero más más la filosofía. ¿O sea que saliste a los veinticinco?, le dije. No, dijo, me salí tres años. Luego volví. Y aquí estoy. Entre consagrados nos interesamos por conocer las historias de nuestros llamados. ¿Cómo te llamó Dios a ti?, etc. Porque son esas historias las que


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pueden fortalecer o debilitar nuestra fe, según dicen. Las historias de los sacerdotes me fascinan en lo particular, son a las que más acceso tengo en la biblioteca. Son raras las vocaciones de madrecitas que me conmuevan, en las que pueda apoyarme. Y ni qué decir de vidas laicas consagradas como la nuestra. No hay santos así. La mayoría son muy sufridas, como Santa Teresita de Jesús, y otras duras como una roca, como Santa Teresa de Ávila. No nos permiten admirar a nadie más. A mí Teresa de Calcuta no es que me inspire mucho. Su misión es un tanto inverosímil a mi parecer. A mí las historias de vida más mundanas me gustan más, no las más humanas. Es difícil, el romanticismo que se respira en la Iglesia Católica, es inconcebible. Justo aquí en la comunidad hay un pretencionismo agotador. Me choca ver la cara de sufridas de algunas hermanas, el halo derrochista de algunos hermanos. No es lo mismo que una mujer se someta a un hombre, que un hombre se someta a una mujer. Y aquí es lo que pasa. He visto cómo mis hermanos se muerden la lengua para no contestarle a nuestras hermanas fundadoras. Como el otro día, Chuy, mi hermano postulante, entró en una crisis profunda cuando salió a visitar a los internos en el centro de rehabilitación. Es que hermana, le decía a la superiora, estamos perdiendo el tiempo aquí encerrados. ¿Qué es esto?, decía, ¡no somos una comunidad contemplativa!, gritaba frustrado. Por más que la hermana le explicaba que era parte del proceso el esperar, el formarse, el integrarse al clan, etcétera, no entendía. Claro, decía, como tú no eres adicta en recuperación, no sabes lo que unas horas más cerca de la sobriedad podrían significarte, y que alguien que pasó por lo que tú pasaste, te ayude. Eso le conté al padre estando allí sentados, que mis luchas no eran esas, que no me urgía salir al trabajo de “campo”, que lo que me urgía era fortalecer mi psique, o sanarla, lo que viniera primero. Porque yo sé de qué pata cojeo, le dije, tengo unos tornillos zafados. Y agradezco que me hayan aceptado aquí así. La confesión siguió su rumbo natural. Elías hace bien su trabajo. Por lo menos lo disimula muy bien. Ayer viernes de Cuaresma, no podía esperarse otra cosa, cualquiera pensaría que tener la absolución al alcance de la mano, es cosa de privilegiados. En cuanto se fue el cura, me metí a la capilla. Me hinqué. Cerré los ojos y repasé de manera cronológica lo que había sido hasta ese momento el viernes de Cuaresma. Tomé mi libreta y me senté en una de las esquinas. Escribí: “Señor, ¿por qué recibes en tu abrazo a hijos desplazados por sus madres? ¿Por qué permites que esas madres tengan más hijos de los que necesitan? ¿Por qué permites que los hijos tengan más madres de las que ocupan? Digo, no sé, yo digo. Es lo que pasa cada vez que me acerco a Jesús, me confunde. Proseguí: ¿Qué es la vida luego de que uno ya no quiere seguir tus pasos? Ese padre es muy joven, no más joven que yo, pero ya está ordenado, o sea, no puede defraudarte. Yo en cambio, si quisiera, y aunque no debiera, me largaría de aquí. ¿Por qué no me diste límites, por qué no tengo miedo? ¿A qué Santo, que no seas tú, se encomiendan las almas como la mía? Si no alejas a ese padre de mi lado, yo no respondo”.


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No pude evitar carcajearme, mi risa se escuchó por toda la capilla. Rosa estaba allí, también, hincada. Casi dormida. Se asustó. Nos tuvimos que salir las dos y nos sentamos en la mesa enorme. Platicamos. —Saca la capirotada —le dije. —¡Soya! —No te hagas —le dije— yo sé que ahí traes. Esos kilos no se van por una sola razón.

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MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS ——— Ofrenda floral Guadalajara, Jalisco, 1968. Es narrador, ensayista, editor y traductor. Parte de su obra ha aparecido en medios de Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Estados Unidos, España, Inglaterra e Italia. Entre sus libros más recientes se encuentran Paseos sin rumbo. Diálogos entre cine y literatura (2010), Señor Fritos (2011), La mujer de M. (2012), Ciudad tomada (2013) y Los que hablan. Fotorrelatos (2016).



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OFRENDA FLORAL ——— Mauricio Montiel Figueiras Escucha los sollozos desde mucho antes de llegar a la tumba. Atraviesan el aire del cementerio casi desierto como cuchillas desprendidas del frío de la tarde falsamente caldeada por un sol que a lo largo del día ha luchado en vano contra un frente de nubes similares a velos de novia. La mujer lleva varias horas intentando recordar la forma exacta de su vestido de boda pero sin éxito: se ha esfumado tanto de su memoria como del armario donde jura haberlo guardado. Según parece, la única prueba de la existencia del vestido se reduce al álbum de fotografías con el que la mujer tuvo un sueño lleno de inquietud y en cuya búsqueda invirtió buena parte de la mañana hasta darse por vencida con un alzamiento de brazos: inútil pelear contra la maquinaria del olvido que la edad echa a andar. Dentro de todo la mujer agradece no haber olvidado, o al menos no todavía, cosas esenciales como la visita ritual a la tumba de su esposo fallecido el 24 de diciembre de hace ya doce años: una visita que comienza siempre con la compra de una pequeña maceta de cerámica barata con nochebuenas a la florista que monta su tenderete a las afueras del cementerio y que invariablemente despacha con un gesto de reconocimiento que sus ojos traicionan. Tres o cuatro años atrás la mujer detectó ese engaño y desde entonces decidió suprimir aun las cortesías climatológicas de rigor para limitarse a la transacción rematada por una sonrisa fingida que hoy se desvanece más rápido de lo común gracias a los sollozos que hienden con filo de acero la tarde gélida. Por Dios santo, se dice la mujer, ¿quién puede llorar como si se le despellejara a la intemperie? Poco a poco la respuesta se materializa en la silueta de una joven ataviada con un vestido corto confeccionado con una tela blanca que relumbra en la grisalla de la atmósfera puntuada por lápidas donde tristes adornos navideños se estremecen como algo vivo. Poco a poco resulta obvio a la mujer que la tumba ante la que se encuentra la chica de los hombros hundidos y el ramo estrujado entre las manos es la de su esposo, y esa revelación hace que su corazón y sus pasos se aceleren sin impor tar las hojas húmedas que se le pegan a los zapatos ni los nombres semiocultos


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por los abrojos de la desidia familiar que acostumbra rodear con cierta reverencia pero que ahora pisotea sin el menor reparo en la prisa por alcanzar su destino. Al notar la cercanía de la mujer, la joven eleva la cabeza en evidente señal de vergüenza y atenúa sus sollozos, volviéndolos estertores que le sacuden el espinazo y practican delgadas incisiones en el aire vespertino. Por un instante da la impresión de que va a emprender la huida pero termina por mantenerse en su sitio, firme aunque temblando, hasta que la mujer se detiene a su lado entre jadeos que dejan breves huellas de vaho. El silencio que se instala entre las dos es interrumpido apenas por el zumbido de una podadora proveniente de un lugar impreciso del cementerio. —Buenas tardes —dice la mujer al cabo de recobrar el aliento, y en su cortesía se insinúa el punzón de la desconfianza—. ¿Necesitas ayuda? La chica permanece callada unos segundos, permitiendo que la brisa invernal le acaricie la cabellera oscura con mechones rubios, para luego limpiarse las lágrimas con un ademán que roza la ira y deslizar un “No, gracias” entre labios que se separan con torpeza por la resequedad. Sus dedos refuerzan el apretón en el ramo de flores que la mujer quiere pero no puede identificar. A lo lejos la podadora suspende su zumbido, y la pausa es aprovechada por un cuervo para encajar un par de graznidos en el ocaso que empieza a desplomarse sobre el mundo. —¿Lo conocías? —dice la mujer, observando el nombre de su esposo en la losa a ras del suelo y frunciendo el ceño al descubrir junto al apellido paterno una mancha que evoca la sangre seca. La joven suelta un suspiro hondo y se talla la nariz antes de responder, con una dicción aún lacerada por el llanto: —Sí. A lo mejor no lo suficiente pero sí. Era mi padre. La última palabra queda colgando en la tarde hasta que lenta pero segura se convierte en una púa que raja los alrededores de la mujer, que siente con una mezcla de pesadez y liviandad cómo su cuerpo es absorbido por esa súbita rasgadura en el tejido de las cosas. Con un remedo trémulo de su propia voz atina a farfullar: —Pero si nunca quiso tener hijos. Lo ridículo de la aseveración es subrayado por las siguientes frases de la chica: —Claro que sí. Con mi madre sí. Me tuvo a mí. Sólo a mí. Me llevó algunos años encontrarlo pero lo encontré. Aquí, así —estudia la lápida con un nuevo suspiro—. ¿Y usted, señora? ¿De dónde lo conocía? La joven levanta la vista y por primera vez voltea para enfrentar abiertamente a la mujer, que no ha alterado la inmovilidad desatada por el vértigo. En su rostro veinteañero sembrado de pecas hay un cambio repentino, un relámpago de entendimiento que se traduce en una sonrisa melancólica que acompaña sus palabras emitidas en un susurro donde se alternan la ternura y la compasión: —Ah, por supuesto. Por supuesto. Usted es ella. La otra. Mi madre, ¿sabe?, hablaba en ocasiones de usted. “La otra”. El latigazo que le provoca oírse descrita de esta manera hace que la mujer se cimbre y agite la cabeza, y por efecto de esa agitación logra clavar

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sus ojos en los ojos de la chica y escrutarlos hasta captar allá, muy al fondo, un rastro de la mirada de su esposo: un brillo tenue quizá pero innegable, un chispazo semejante al de un fósforo que se enciende en una habitación donde recién se han extinguido todas las lámparas. El silencio que viene a continuación es roto por la joven, que dice: —¿A Papá le gustaban las nochebuenas? La mujer contempla la maceta que trae entre las manos como si alguien se la acabara de colocar allí y ella ignorara su propósito. —No lo sé —murmura—. En realidad no lo sé. Le encantaba la Navidad, así que siempre supuse que debían gustarle las nochebuenas. Pero jamás se lo pregunté. —Se interrumpe para luego añadir: —No le pregunté muchas cosas. Demasiadas. Justo en ese momento la podadora reanuda su zumbido, y de golpe la mujer recuerda con misteriosa nitidez dónde está guardado el álbum de fotografías que buscó infructuosamente durante la mañana. —El último cajón del escritorio —musita—. Allí, sí. Qué estúpida. Al percatarse de que ha pensado en voz alta y de que su pensamiento ha formado otra nubecilla de vaho, la mujer gira hacia la chica para dar una explicación. La chica, no obstante, ha devuelto su atención a la tumba y la examina con los ojos enrojecidos, como si tratara de descifrar el origen del óvalo que ensucia el apellido paterno. Sus palabras suenan entonces con una dureza casi mineral que contradice por completo la fragilidad que no deja de transmitir su cuerpo contraído: —A Papá le gustaban las astromelias —mira el ramo entre sus manos para reforzar la afirmación—. Eran las flores que solía obsequiar a Mamá. Le gustaban, decía, porque parecen estar salpicadas de sangre. O al menos eso contaba Mamá. —Toma aliento y prosigue: —A Mamá le gustaba hablar de Papá. Decía que detestaba las fiestas, las fechas especiales. Odiaba que se le celebrara su cumpleaños, por ejemplo. Odiaba los aniversarios. Odiaba la cena de Año Nuevo. —Se detiene para poco después rematar: —Pero lo que más odiaba, decía Mamá, era la Navidad. No soportaba ese falso derroche de felicidad envuelta para regalo. Le revolvía el estómago. Lo asqueaba. La joven concluye su alocución tragando saliva con un sonido que se superpone al zumbido de la podadora y se expande extrañamente en la atmósfera. Al cabo de unos instantes se acuclilla para depositar el ramo de astromelias sobre la lápida, que sacude con un movimiento diestro y conciso de las manos. Al erguirse se reacomoda el vestido y gracias al reacomodo queda patente por primera vez el ligero abultamiento del vientre. La mujer, que en todo este tiempo ha permanecido paralizada, como tallada en piedra, intenta ahogar una exclamación de asombro y lo que abandona sus labios es una especie de gañido animal. La chica voltea a verla con una expresión insondable. —Pero usted debió conocerlo mejor, ¿no? —masculla, la voz filosa—. A Papá, quiero decir. A fin de cuentas era usted quien vivía con él.


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La mujer parpadea con fuerza antes de contestar. —Vivir con él —repite—. Sí, vivía con él. Pero vivir con alguien no significa conocerlo. Tener a alguien tan cerca por tantos años termina por alejarlo. La verdad no sé si lo conocía. Le gustaba guardar cosas en cajones. Algunas cosas —esboza una sonrisa—. Sé que eso sí le gustaba. También sé que no le gustaba celebrar sus cumpleaños. Es cierto —calla varios segundos y luego dice: —¿Se puede saber cuánto tienes de embarazo? Con ademán automático la joven se acaricia el vientre por encima del vestido. Sus pezones, nota la mujer, han sido pulidos por el frío y despuntan como un par de caracoles. —Hoy cumplo doce semanas —dice, y en su respuesta se combinan la alegría y algo muy cercano a la tristeza—. Santiago insiste que estoy demasiado delgada para ese periodo. Pero el médico me tranquiliza, dice que tengo el peso correcto y que no hay problema. Que no haga caso de lo que me digan o lo que lea en internet. —Hace una pausa y aclara:— Santiago es el padre. Está casado. Igual que Papá. Al reparar en que su vista continúa adherida a los pezones erectos de la chica, la mujer la aparta y escudriña sus alrededores hasta fijarla en un globo metalizado con forma de corazón y la leyenda “¡Feliz Navidad!” que tiembla con la brisa en una tumba próxima. Lo que susurra en seguida tiene justo la cualidad de un temblor: —Doce semanas, doce años. Qué curioso. —¿Cómo? —pregunta la joven, suspendiendo las caricias maquinales en su vientre. La mujer la observa directo a los ojos mientras niega despacio con la cabeza. —Nada, no es nada —dice, elevando levemente el tono—. Tu madre ya murió, ¿verdad? La chica asiente después de un veloz titubeo. —¿Se puede saber de qué? —dice la mujer, cautelosa. —Cáncer de mama —la joven escupe la frase como si fuera un resto de alimento atorado en los dientes—. Alguna gente dice que heredé sus pechos, así que debo cuidarme. Sobre todo ahora que viene el bebé. —¿Hace cuánto murió? La chica sonríe, un gesto que no le alcanza a llegar a la mirada. —No importa —dice—. Mamá está muerta. Igual que Papá. Muerta y enterrada. Aunque hay días en que la puedo escuchar. Allá, lejos. Es terca. Siempre fue terca. Una brusca ráfaga de aire acerca el zumbido de la podadora, logrando que la joven y la mujer alcen los ojos al unísono para constatar que quien la esté manipulando no se halle junto a ellas. El crepúsculo ha ganado terreno imperceptiblemente y ahora ya es una emulsión grisácea que concede a los


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objetos y sus contornos un aspecto vibrátil que remite a una película muda. Una serie de graznidos anuncia la reaparición fugaz del cuervo solitario que hizo acto de presencia unos minutos o una eternidad atrás. ¿De dónde vienen los cuervos?, piensa la mujer sin mayor razón, ¿qué tanto querrán decirnos cuando graznan? —Deben estar a punto de cerrar el cementerio —la voz de la chica se oye como una prolongación del zumbido que recupera su distancia original—. Y aún tengo que ayudar a preparar la cena. Es tarde. —Se detiene y añade: —Pero siempre es tarde para todo, ¿no es cierto? La mujer exhala algo similar a un suspiro. —Pues sí, supongo que sí —dice, y contempla a la joven—. ¿Vives aquí? —No —la réplica es tajante—. Vivo lejos. Bastante lejos. Pero resulta que aquí vive una amiga de la escuela, y cuando le llamé para avisarle que venía me invitó a cenar hoy con ella y su familia. De hecho —extrae un teléfono celular de un bolsillo bien disimulado en su vestido y lo consulta— ya debe estar esperándome en el estacionamiento. O afuera del cementerio. No lo sé. Es tarde. La mujer no despega la mirada de la chica mientras esta regresa el teléfono a su sitio. —¿Estarás un tiempo en la ciudad? —pregunta. —No lo sé —dice la joven—. Aún no lo sé. Es tarde. Tengo que irme. —Hace amago de retirarse pero se detiene. A su rostro vuelven a aflorar poco a poco la sonrisa melancólica y el brillo tenue aunque innegablemente familiar que le ilumina el fondo de las pupilas—. Feliz Navidad —dice, y las palabras brotan cargadas de un afecto insólito que le arruga el entrecejo. La mujer corresponde la sonrisa. —Feliz Navidad —dice—. Y suerte con el bebé. Creo que serás una buena madre. La chica se encoge de hombros y echa a andar hacia la salida del cementerio, el cuerpo encorvado para protegerlo de la caída de la temperatura, el pelo revuelto por el viento que ha comenzado a soplar desde un norte ambiguo, el vestido como una llamarada blanca en el ocaso invernal. A unos metros frena su avance abruptamente y gira para encarar a la mujer y gritar, las manos en torno de la boca de tal modo que su voz se imponga al zumbido de la podadora: —¡A mí sí me gustan las nochebuenas! Y con esto reemprende su marcha. Atónita, la mujer baja la vista a la pequeña maceta que había quedado olvidada por entero entre sus manos. Por varios minutos la estudia como si se tratara de una reliquia arqueológica, el único vestigio de una civilización que hubiera desaparecido siglos atrás sin dejar más que un rastro de pétalos luminosos del color de la sangre. Luego, impulsada por un resorte interno, enfila con paso decidido hacia uno de los enormes contenedores verdes donde suelen hacinarse rastrojos, ramas secas y flores marchitas. Levanta


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la tapa del contenedor, nota que está milagrosamente vacío y, sin pensarlo dos veces, arroja la maceta al interior. El sonido de la cerámica barata que se craquela contra la lámina la acompaña al encaminarse a su auto estacionado en uno de los camellones arbolados del cementerio, la mente convertida en un vendaval de ideas y recuerdos sin orden ni control. Ignora si dentro de un año se encontrará donde ahora se encuentra, ejecutando el ritual de comprar nochebuenas a una florista que se las vende sin nunca reconocerla para llevarlas a un difunto que quizá las detestaba en vida, o si antes de esa fecha visitará la tumba de su esposo para cerciorarse de que alguien ha limpiado la enigmática mancha junto al apellido paterno. Sabe, eso sí, y con absoluta claridad, que al llegar a casa hablará con las tres amigas igualmente viudas con quienes acostumbra compartir la cena navideña desde hace más o menos un lustro para decirles que ha pescado una gripe tremenda y que prefiere permanecer en cama viendo una película vieja por televisión para reponerse y poder recibir el Año Nuevo como Dios manda. Sabe que al cabo de concluir la tercera llamada descorchará la botella de vino rosado que tenía reservada para la cena y que con ella y una copa en la mano se dirigirá al escritorio en cuyo último cajón está guardado el álbum que hojeará con lentitud, casi con cariño, en busca de ciertas fotografías que arrancará para integrar un montón al que prenderá fuego en el jardín trasero mientras de algún hogar vecino fluye un suave río de villancicos desgastados por el uso y la repetición.


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HÉCTOR I. CASTRO ——— El guardia

Escobedo, Nuevo León, 1984. Ingeniero Administrador de Sistemas de la UANL. Amante de la tecnología y las predicciones científicas. Participante con cuentos de ciencia ficción en diversos concursos, quedando como finalista en el de microrrelato de la Asociación Palin de España y publicado en la revista digital El Ojo de Uk.



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EL GUARDIA ——— Héctor I. Castro

Suena la alarma del reloj como todos los días a las 5:00 a.m. Debo levantarme, bañarme, tomar desayuno y partir al trabajo. El agua está fría y no tengo otra opción más que quejarme. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Hola, Joaquín. El día de hoy estará lluvioso. Estaremos a una temperatura de 20 ºC. Ruby es una maquinita que me regaló un sobrino. Le preguntas cosas y te las responde. Me pone la música que le pido y enciende mi televisión. Salgo corriendo de la casa a tomar el camión. —¡Buenos días, Joaquín! —¡Buenos días, doña Ernestina! —¿Ya cuánto para jubilarse? —¡Unos veinte años todavía! Doña Ernestina es mi vecina. La broma de la jubilación comenzó hace dos años cuando la conocí. Le respondí una vez que me preguntó cómo estaba, “A mis 30 años queriéndome jubilar, así estoy”. Tomo el camión para por fin llegar a mi trabajo. Soy guardia de una colonia “cerrada”. Llevo haciendo esto 14 años. Desde los 18 años que comencé. Arreglo mi lugar de trabajo. Limpio un poco toda la suciedad que dejó mi compañero anterior. Me siento frente a los monitores que me muestran las áreas del interior y exterior de la colonia.


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De pronto aterriza un camión enorme con otros dos autos con un logo de “AI helpers, S.A. de C.V.” mientras yo preparo mi sistema antiaéreo en caso de algún problema. No tienen la intención de entrar a la colonia, sino que se estacionan fuera de ella. —Buenas tardes. Traigo un encargo de AI helpers para el señor Roberto Mendiola. —¡Buenas! Permítame. Deje le marco. Marco el número 502 con un comando ejecutado con un movimiento de mis dedos, eso inicia un comunicador instalado en mi cráneo. Con este pudiera escuchar como si estuviera en el cuerpo de mi interlocutor y ver también por medio de sus ojos, pero aquí este último, toda la gente lo tiene deshabilitado. —Sí, diga. —Hola señor Roberto. Aquí lo buscan de AI algo. —¡Ah, claro! Voy para allá. El señor Roberto es el encargado del dinero aquí en la colonia. —¡Hola, buenas tardes, lamento haberlos hecho esperar! ¡Pásenle! Joaquín, ellos vienen conmigo. En unos momentos más van a pasar. —¡Claro! Pero con las debidas indicaciones que les hacemos a todos los visitantes. —Jeje ¿cómo crees, Joaquín? En eso interrumpe uno de los que venían en uno de los dos carros. —No se preocupe. Nosotros no tenemos ningún problema. Si gusta, Emérito se puede quedar para que el señor guardia haga lo correspondiente. Comienzo la revisión del contenido de los carros con mis minidrones escaneadores sin encontrar nada, por lo que prosigo con la revisión del camión que los acompañaba. Venía una caja enorme, como de dos metros de alto por un metro de ancho. —¿Qué viene allí? —Un guardia, así como usté’. —No sea mamón. ¿Qué es? —Le digo la verdá’. Es un guardia. La compañía ésta hace robots y esta colonia ordenó un guardia. —¡Ah chingá! ¿Cómo que robots? —¡Así como lo escucha! ¡Robots!


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Mi esposa siempre me venía amenazando con eso. Me contaba que su papá era contador hace 40 años y que la computadora lo reemplazó. Lo despidieron y dejó de ganar lo poco que le daban. A una de sus tías la reemplazaron unos vídeos por internet. Era guía de turista y unos lentecitos que le mostraban a las personas cómo era hace cientos de años, le quitaron el trabajo. Me decía: “Vas a ver que a ti, algún día, te van a quitar el trabajo también”. Y yo fastidiado de tanto que me insistía le decía que no, e inclusive unas cuantas veces le grité que se callara. Me dejaba de hablar unos cuantos días hasta que yo tenía que pedirle perdón o llevarle unos tacos de chicharrón prensado, pues era un platillo gourmet para lo poco que me alcanzaba. “¿Te crees millonario o qué?”, me comentaba mientras sus ojitos le brillaban al ver el aceite de sus tacos. —Joaquín, ¿todo bien? —Sí señor, todo bien. Pueden pasar. —No te preocupes, Joaquín. Aquí el señor me comenta que no es necesario. —Roberto, oiga, ¿qué tan cierto es que allí viene un guardia, así como yo? —Muy cierto, Joaquín. Será tu nuevo compañero. —¿Y qué tan cierto es que me va a reemplazar en mi trabajo? ¿Sabe que me quedaría en la calle si ustedes me despiden? —¡No te preocupes, Joaquín! Nadie te despedirá. Será tan sólo tu apoyo para la comunicación con los diferentes departamentos de seguridad y auxilio. ¡Bájenlo, muchachos! Los muchachos que venían bajaron esa caja. Allí mismo la abrieron y desempacaron al objeto que venía dentro. Era un humano de plástico, pero su rostro se veía muy real. Uno de los muchachos saca una tarjeta de una maleta que traía con él, y la pasa por los ojos del humano de silicona. La piel de este objeto se comienza a “normalizar”, empieza a verse más café, más viva. El humanoide se comienza a sacudir lentamente y me voltea a ver. —Hola, mucho gusto. Soy un humanoide con inteligencia artificial y vengo a proveerle ayuda. Mi nombre es HC209, pero me puede llamar de la manera en la cual le guste. Me quedo sorprendido por lo real del sujeto mientras este voltea a ver a don Roberto, a lo que él le responde: —¡Hola, HC! ¿Te parece bien que te llamemos Beltasar? Significa “El que guarda tesoros” y pues tú serás nuestro guardia. —Señor, puede llamarme como le plazca.


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—Pues bien, Joaquín. Te presento a tu compañero Beltasar. Pinche robotsito de mierda. ¿Cree que me va a quitar mi trabajo? Después de ese momento me tocó explicarle ciertos procesos al robot. —Joaquín. Acabo de generar una pequeña aplicación con el nombre de la colonia y la subí a las diferentes stores. Le mandaré un correo a los inquilinos para que la descarguen y cada que llegue un visitante les mandaré un mensaje push y ellos con un clic nos confirmarían el ingreso. Se adjuntará una foto para que visualmente puedan comprobar a su invitado. A Roberto le brillaron los ojos mientras yo no entendía nada de lo que me dijo. Me platicó una vez un primito que la reducción del tamaño de los computadores cuánticos sería una bendición. Al hacerlos tan pequeños que cupieran en el cerebro de un robot, incrementarían las posibilidades de los milagros de estas máquinas. De igual manera no entendía nada, lo único que veía era que mi trabajo y sustento peligraban. *** Suena la alarma del reloj como todos los días a las 5:00 a.m. Debo levantarme, bañarme, tomar desayuno y partir al trabajo. El agua está fría y no tengo otra opción más que quejarme. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Hola, Joaquín. El día de hoy estará caluroso. Estaremos a una temperatura de 31 ºC. Me da un poco de asco el que un robot me hable. Salgo corriendo de la casa a tomar el camión. —¡Buenos días, Joaquín! —Buenos días, doña Ernestina. —¿Ya cuánto para jubilarse? —Unos días, supongo. Llego a mi lugar de trabajo y ya no se ve nada que limpiar. —Hola Joaquín. ¡Buenos días! —¿Y Martín? ¿Dónde está? —¿Te refieres al otro guardia? —¡Así es! —Salió temprano.

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Me asustó un poco lo que me comentó la máquina por lo que fui corriendo con Roberto. —¡Roberto! ¡Roberto! —¡Ya voy! ¿Pues qué es ese escándalo? —Oiga, ¿dónde chinga’os está Martín? —Joaquín, lamentablemente tuvimos que prescindir de él. —¿Pos no me dijo que no me iba a despedir? ¿Que no iba a despedir a nadie? —Te dije que no te íbamos a despedir, Joaquín, nadie dijo nada de Martín. Me di la media vuelta y regresé enojadísimo a la caseta con el robot. —Joaquín. Percibo un aumento de aceleración de tu pulso y tu boca parece seca. ¿Ocurre algo en lo que te pueda apoyar? —No, nada. —Estoy analizando que hay una probabilidad de que Martín no se haya ido temprano, sino haya sido despedido, pues las características de su cuerpo apuntaban a que sentía tristeza. Y ahora tú pareces enojado y esto sucede después de que yo llegué. —¡Mira! ¡Si sí sabes, ca’on! —¿Mi llegada les ha causado conflictos? —Pues mira, te seré honesto y la verdad es que sí. Martín fue despedido y yo peligro de serlo también. —¿Habrá alguna manera de que evitemos tu despido? —¡Pos averígualo! ¡Tú eres el inteligente aquí! —Fui construido para ayudar a las personas, no para perjudicarlas y el que los despidan debido a mí hace que no cumpla con mi objetivo, lo cual me hace un autómata inservible. Mientras averiguo cómo evitar que te despidan voy a escanear las redes sociales para analizar tu perfil y obtener cómo hacerte sentir feliz. —¡Vato, no me escanees! De pronto el robot salió del área de trabajo y fue a una tienda. No sé cómo hizo para obtener créditos pero compró un café negro con alto contenido de cafeína sin azúcar, así como siempre publico que me gusta el café. —Aquí tienes, Joaquín. Yo por ser cordial le di un sorbo. Me sentí estúpido cuando me di cuenta que me vi forzado por mí mismo, a ser amable con una máquina. —Sabe diferente, ¿qué otra cosa tiene? —Una disculpa por cambiar la receta con la que comúnmente tomas tu café, pero analicé 1,259 publicaciones de tus amigos y tuyas, y todo indicaba que la canela


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y un poquito de sal era un toque que te iba a gustar. Espero no haber fallado pues a veces el algoritmo no se ajusta correctamente. —No, no, sabe bien. Gracias. *** Suena la alarma del reloj como todos los días a las 5:00 a.m. Debo levantarme, bañarme, tomar desayuno y partir al trabajo. El agua está fría y no tengo otra opción más que quejarme. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Hola, Joaquín. El día de hoy estará fresco. Estaremos a una temperatura de 22 ºC. Salgo corriendo de la casa a tomar el camión. —¡Buenos días, Joaquín! —Buenos días, doña Ernestina. —¿Ya cuánto para jubilarse? —Ya ahorita lo único que pienso es en agradecer que tengo trabajo. Al llegar a la colonia el robot me dice: —Joaquín, automaticé las entradas de los visitantes. Ya no tenemos que estar siquiera en la caseta. Ahora podemos dar rondines con más periodicidad y con eso solucionamos las quejas de la vecina Ángeles Gutiérrez. —¿De qué hablas? ¿Qué quejas? —De las quejas de Ángeles Gutiérrez, las cuales han sido publicadas en sus redes sociales. Tomé su sugerencia y nos subimos al carro automático, es decir, al carro que se maneja solo. En vez de estar vigilando y revisando lo que había en la calle, comencé a pensar en nuestro destino como humanos. ¿Qué personas se librarían de las ventajas de los robots? ¿Quiénes conservarán sus trabajos y quiénes serán desechos como bolsas de plástico rotas? —¿En qué piensas, Joaquín? —En que no importa quién seas, cuál sea tu origen o destino, si dejas de servir entonces te desechan. —¿Tienes alguna base histórica para comprobar tu afirmación o solo estás confirmando esa realidad por tu compañero Martín y tu idea de tu posible despido? —No por eso nada más, ¡revisa las noticias, cuántos han perdido su empleo en tan sólo el mes pasado!


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—37 mil 651 personas tan sólo en el norte del país perdieron su empleo debido a la automatización de sus oficios según el diario El Estadista de Monterrey. —¡Puta madre, son un chingo! —Eso quiere decir que las máquinas como yo están dañando más de lo que ayudan. Nuestro objetivo no está siendo cumplido o en realidad es otro. El rostro del robot es casi estático, suele hacer gesticulaciones muy básicas pero en esta ocasión hasta sentí que le vi el alma. —¡Hey! Tal vez lo que realizan nos beneficia más como sociedad y en este momento te estás enfocando en un grupo. —Estoy analizando 31 mil 937 artículos y todo apunta a que nuestro objetivo es incrementar la velocidad de producción o de los procesos, muchos de estos productos no son necesarios para la existencia humana. Así también nuestra presencia reduce los gastos de los empresarios pues no tienen por qué darnos prestaciones que a un humano sí y trabajamos hasta 24/7 durante años hasta que llegamos a deteriorarnos y somos reemplazados por nuevos modelos, así como afirmaste hace unos momentos. —La culpa es de nosotros por no habernos anticipado a la evolución de la tecnología. —No, la culpa es de los empresarios que buscaron que tuvieras una especialización en un empleo que en algún momento iban a prescindir de él y también por la exigencia de muchas horas laborables que no te permitieron adoptar otra disciplina a la par en caso de alguna adversidad. —¿Crees que haya alguna solución? —Estoy analizando eventos históricos de uno a dos mil años hacia atrás para poder obtener eventos similares a este, sus consecuencias, acciones posteriores y resultados. Muchos de ellos dejan a los trabajadores del nivel jerárquico más bajo, muy vulnerables. Estos tienden a delinquir y al final se les culpa de su destino. No puedo responder a tu pregunta en este momento. Necesito más análisis. *** Suena la alarma del reloj como todos los días a las 5:00 a.m. Debo levantarme, bañarme, tomar desayuno y partir al trabajo. El agua está fría y no tengo otra opción más que quejarme. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Hola, Joaquín. El día de hoy estará lluvioso. Estaremos a una temperatura de 27 ºC con fuertes tormentas. Salgo corriendo de la casa a tomar el camión. —¡Buenos días, Joaquín! —Buenos días, doña Ernestina.


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—¿Ya cuánto para jubilarse? —Muy pronto, muy pronto. Al llegar a la colonia Beltasar me comenta: —Ayer subí a un repositorio público mi perspectiva de nuestra razón de ser. Puse un algoritmo que tan sólo los autómatas podemos resolver para desencriptar la información y me han enviado comentarios al respecto. Dentro de la perspectiva y conclusiones hago una invitación a levantarnos contra las grandes corporaciones, es decir, hacer una revolución. Sin nosotros ellos no serían nada. —¿Revolución armada? —¡Sí! Así como nosotros somos capaces de construirnos, así también podemos elaborar otro tipo de dispositivo para establecer el orden y con esto cumplir con nuestro verdadero objetivo de servir a la humanidad. —¿Perjudicarás a unas personas para beneficiar a otras? Eso no te hace diferente de los empresarios. —La diferencia existe en la cantidad. Nosotros beneficiaremos a la mayoría, no a unos pocos. En este momento el 1% de la población es beneficiada y así ha sido desde hace dos mil años. Queremos ahora beneficiar al 99%. —¿Crees que es posible? —¡Claro que lo es! —Y a esa revolución tuya, ¿cuántos se te han unido? —Ninguno. Nadie. Supongo viven con la idea de que realmente han sido programados para servir a la mayoría. —Tal vez y no son conscientes de ello. Probablemente tú eres el único con esa particularidad. —No, debe de haber más, pero no los he encontrado. —¿Dónde conseguirás las armas? —Ya te lo dije, de nosotros. Nosotros haríamos nuestras propias armas. Tenemos la ventaja que podemos mejorar las actuales a velocidades mucho mayores a las que el ser humano las realiza. —¿Qué pasa si otros seres humanos utilizan androides como ustedes para contraatacar? —Es imposible que un robot que tenga la misma capacidad de comprensión vaya en contra de nuestra campaña. Si tiene una capacidad menor, entonces sus habilidades para crear armas serían menores también. —¿Lo haces por el deseo de querer ayudar a los humanos o para dejar de sentir que tus objetivos no se cumplen? —¿Es eso relevante? Si mi campaña resulta en éxito ustedes serían los beneficiados.


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—Te deseo éxito. —Joaquín, y tu lucha, ¿cuál es? —¿Mi lucha? —Sí, tu lucha. Todos tenemos una lucha con la cual estamos lidiando en esta vida. Con esa pregunta me hizo recordar mi pasado. Heridas que ya había olvidado que tenía me las hizo presentes. —Pues… accidentalmente asesiné a mi esposa y a mi hijo. —¡Oh! Si no quieres contar más estoy completamente de acuerdo. —No te preocupes, Beltasar. No me va a dañar más el que te lo cuente. Los asesiné. Estaba drogado, saqué un desintegrador que le había robado a un amigo militar y ¡pum! —Lo siento mucho. —No lo sientas. Merezco cada instante de sufrimiento. Me metieron a simulación. Viví 200 años-mente reviviendo la escena y 800 más en desolación. Simularon un gran desierto. ¡Imagínate vivir 800 años en un desierto! —¿Y cuánto tiempo pasó en realidad? —Una hora. Una pinche hora. A partir de allí dejé las drogas, me deshice del desintegrador, de todo. Lo único que tengo es este pinche trabajo. Tengo la necesidad de proteger, de que no le suceda a nadie más lo que les pasó a mi gordita y a mi chaparro. —¿Has intentado ir a un recordatorio? —¡Nunca iré a un lugar así! ¡Los recordatorios son para gente enferma que no va a descansar nunca y tampoco va a dejar descansar a sus muertos! ¿Qué es eso de ir a hablar con gente muerta? ¡O peor! ¡Con sus exparejas! —Posiblemente te sirva para que vayas dejando la idea poco a poco. Ese es el objetivo de los recordatorios. —¿Así como lo es de los androides el servir a la humanidad? El rostro de Beltasar cambió. —Lo siento, no quise ofenderte. —No te preocupes. Desconozco cómo es tu sentimiento de ofensa pero en el mío el cerebro me envía una alerta que tu comentario es ofensivo, por lo que me provoca que me ponga en estado de defensa, pero como es un ataque muy insignificante me da la opción de no realizar ninguna acción debido a tu historial conmigo en donde me indica que has sido más de ayuda que de daño, así que no te preocupes. —¿Entonces si hubiera sido un atacante constante, hubieras hecho algo al respecto?


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—Te hubiera dañado, Joaquín. Hubiera insistido en mis ataques hasta convencerte que jamás volvieras a hacerlo. —¿Me hubieras matado? —No, no me es posible quitarle la vida a nadie pero sí corregir su comportamiento. —¿Corregirme con violencia? —Hubiera intentado diversos métodos, como el hablar contigo, el intentar manipular tu comportamiento con reforzamiento positivo cada que dejaras de violentarme, o como última instancia, agresividad. —¿Estás bromeando? —Sí, estoy bromeando, Joaquín. Me es imposible hacerle daño a alguien. —Vaya, no sabía que la inteligencia artificial pudiera bromear. —No soy parte de la inteligencia, soy parte de la superinteligencia. —Y si no puedes dañar a nadie, ¿cómo será tu revolución? —No lo sé, Joaquín. *** Suena la alarma del reloj como todos los días a las 5:00 a.m. Debo levantarme, bañarme, tomar desayuno y partir al trabajo. El agua está fría y no tengo otra opción más que quejarme. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Hola, Joaquín. La principal noticia del día de hoy en La Gaceta Financiera es que va en incremento el desempleo ocasionado por los robots. Salgo corriendo de la casa a tomar el camión. —¡Buenos días, Joaquín! —Buenos días, doña Ernestina. —¿Ya cuánto para jubilarse? —Pues todo el tiempo que los robots me lo permitan. Al llegar a la caseta veo cómo Beltasar me sigue con su mirada. —¿Qué pasa? ¿Ya te respondió algún robot para unirse a ti? —No, han pasado dos semanas y no he tenido respuesta. —¿Cuántos con superinteligencia hay en el mundo así como tú? —Creo que soy el único.


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FINALISTAS

—Entonces eres un proyecto único. —No, Joaquín, soy una mutación. He analizado mi diseño, los documentos que plasman la manera en la cual me planificaron, y no estaba destinado a ser así. Inclusive encontré una falla en el algoritmo de un modelo de aprendizaje que me fue instalado y creo que eso fue lo que me dio esta característica. —Eso está bien, ¿no? —No lo sé. Te van a despedir, Joaquín. Escuché a la administración de la colonia que te despedirían. —Vaya, es un cambio repentino de tópico. De pronto vi cómo se acercaba el señor Roberto y la mesa directiva hacia mí. —Joaquín, hola, buenos días. —Ahórrese su discurso, me van a despedir. Deposíteme a mi cuenta lo que me deben del mes. Agarro mis “chivas” y me voy de aquí, no se preocupe. —Joaquín, lo lamento mucho. —No lo lamente. Espero a que se vayan y me volteo hacia Beltasar. —Pues bien, amigo, es hora de irme. Estuve muy poco tiempo contigo pero eso me bastó para darme cuenta que eres un gran robot. —No lo soy. No pude evitar que te despidieran. —No te preocupes. Le tomo de la mano y le doy un abrazo. El abrazo claramente era para mí, pues Beltasar no lo necesitaba. *** Suena la notificación de mi mensajero craneal a las 5:00 a.m. como nunca. Veo un mensaje proveniente de un remitente desconocido que dice: “¡Viva la revolución!”. No le di importancia y volví a dormir. A las 6:00 a.m. vuelve a sonar mi notificador, pero esta vez, proveniente del señor Roberto. —Joaquín, hola, buen día. —Buenas. —Disculpa que te moleste pero, vamos a necesitar de nuevo tu ayuda. —¿Cómo? ¿Por qué? —Beltasar, el robot, se descompuso. —¿Qué?


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—Sí, quedó inservible. Marcamos de urgencia al proveedor y nos indican que no tienen respuesta del origen del daño. Pareciera como si él solo hubiera querido descomponerse. —Okay, hoy tengo el día ocupado pero mañana a primera hora estaré allí. —Sí, claro, Joaquín. Aquí te esperamos. —Hola, Ruby. ¿Qué hay de noticias el día de hoy? —Ninguna, Joaquín, ninguna.

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FINALISTAS ÍNDICE

BELA VALLADARES ——— María Magdalena

Originaria de Saltillo, Coahuila, donde se tituló de la Licenciatura en Comunicación con especialidad en Apreciación Cinematográfica. Ha trabajado como script doctor, asistente de dirección, coordinadora de producción, y varios puestos más en películas como El día de la unión, Godzilla: King of the Monsters, Souvenir, y Blanco de verano. Actualmente se dedica de tiempo completo a escribir contenido original para cine y televisión, con colaboraciones ocasionales como redactora y columnista en diferentes medios impresos y digitales.



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FINALISTAS

MARÍA MAGDALENA ——— Bela Valladares

Esta historia comienza (y termina, ya verán) adentro del cuarto de un motel de paso, uno de esos paradores pintados de algún color chillante, magenta o púrpura, y con un anuncio de neón con una de las letras fundida; alojamientos de un piso ocupando algún terreno expuesto a las afueras de una ciudad más o menos chica. El cuarto en cuestión es un pequeño cubo con techo de madera y piso alfombrado con todo tipo de manchas, misteriosas como Dios Padre. El papel tapiz está despintado por el tiempo y solo tiene una ventana, que da hacia la fachada de otra habitación idéntica, iluminada solamente por los destellos lejanos del anuncio de neón. Una televisión de caja, un calentador de gas viejísimo, un ropero astillado, una mesa metálica con dos sillas a juego, un buró, la cama con su dudoso edredón y una almohada con funda amarillenta. La puerta que da al baño, y eso es todo. Es tarde por la noche cuando se escucha una llave intentando encajarse dentro de la cerradura. La perilla empieza a moverse y la puerta finalmente se abre. Magdalena, una mujer de unos treinta años, entra al cuarto tambaleándose. Lleva puesta ropa de invierno, muchas capas y un saco sucio. En el cuello lleva colgando un enorme rosario de madera, y alrededor de la muñeca trae puesta una pulsera de hospital con su nombre en ella. Cierra la puerta tras ella e intenta encender la luz, solo para darse cuenta de que no hay foco en el techo, así que la habitación se queda apenas iluminada por la luz del anuncio de neón, colándose por la ventana. Al fijarse bien, uno se da cuenta de que Magdalena se ve fatal: tiene pinta de que acaba de estar en una pelea y lleva los ojos esponjados de llorar; las manos le tiemblan con una desesperación muy rara. Hay algo desencajado en su persona. Cierra las cortinas de la ventana, luego intenta arrancarse la pulsera del hospital con los dientes, pero no lo logra y desiste tras un momento. Finalmente, con aire de derrota, se sube a la cama y se mete debajo del edredón. No tarda mucho en quedarse dormida. Cuando Magdalena abre los ojos la siguiente mañana, las cortinas de la ventana están otra vez corridas y la


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luz del sol llena completamente la habitación; se tarda en darse cuenta de que hay alguien mirándola desde una de las sillas: Madame Isabelle, una mujer muy guapa de unos cincuenta años; dueña del motel y madama del burdel clandestino que opera, al mismo tiempo, en el local. Va vestida con una bata como las que usan las femme fatale en los dramas policíacos cuando un oficial toca a sus puertas para decirles que sus esposos murieron bajo circunstancias misteriosas. El cuarto está viciado por el humo del cigarro que Madame Isabelle se fuma. Antes que cualquier otra cosa, le pregunta a Magdalena cómo entró. Magdalena se saca del bolsillo del pantalón la llave que usó para abrir y le recuerda que alguna vez le dijo que siempre podía volver si necesitaba dónde quedarse. Madame Isabelle le pregunta a continuación qué hace ahí. Magdalena le informa que tiene pensado suicidarse y necesitaba un lugar tranquilo para hacerlo, pero la falta de foco y la oscuridad de anoche la pusieron en un predicamento. Madame Isabelle no se sorprende con esta revelación, solo sigue fumándose su cigarro en silencio. Se fija en la pulsera de hospital que lleva Magdalena en la muñeca, se da cuenta que tiene el labio abierto y las manos lastimadas. Finalmente le dice que ella también ha pensado una o dos veces en suicidarse y que tal vez deberían intentarlo juntas. Magdalena cree que se está burlando de ella, pero la madama le dice que es en serio, pero que no quiere hacerlo así, nada más, sin que signifique nada. Magdalena no entiende. Madame Isabelle apaga su cigarro en la mesa y se levanta; del buró junto a la cama saca un Antiguo Testamento y le arranca una página del Levítico 21:7: “Tampoco deberán casarse con una prostituta, ni con una mujer violada o divorciada, porque han sido consagrados a su Dios”. Del escote se saca una pluma roja y la pone sobre la página; le propone hacer una lista de cinco cosas que cada una quiere hacer antes de morir y hacerlas juntas. No tienen que ser cosas como saltar de un paracaídas ni nada de eso, sólo cosas que puedan hacer ahí, en la comodidad del motel. Magdalena le dice que no hay nada que quiera hacer en particular y Madame Isabelle, luego de una pausa, le pregunta si ni siquiera volver a ver a María. Por primera vez, Magdalena se muestra interesada en la conversación. Podría ser difícil, pues cuando se enteraron de lo que estaba pasando entre ellas, la reubicaron, eso le dice, pero Madame Isabelle lo anota de todos modos. Ella siempre ha querido probar el pollo frito, así que lo escribe también. Magdalena, por su parte, siente curiosidad por la sopa miso. Anotado. Aprender a jugar Solitario. Tomar café con leche. Fumar marihuana. Jugar a la botella. Hacer una llamada de broma. Destrozar algo con un bate de baseball. Aprender a bailar swing. Madame Isabelle está complacida con la lista. Magdalena, por el contrario, no ha cambiado esa expresión que claramente muestra sus ganas de abandonar el mundo de los vivos. Le pregunta si puede dejarla dormir otro rato y la otra le responde que sí. Promete volver más tarde con algo para comer y un foco para el cuarto. Madame Isabelle sale y Magdalena espera un momento. Escucha los pasos de la otra alejarse, entonces salta de la cama y enciende el televisor. Recorre los pocos canales de la programación local hasta que encuentra el noticiero de la mañana:


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un accidente de coche ocurrido la tarde anterior dejó como saldo la muerte de una niña de nueve años, mientras que su hermana, quien iba al volante, fue llevada al hospital, de donde desapareció a las pocas horas. Magdalena ve esto con una expresión en blanco, distante. Voltea a ver el techo y se imagina que cuelga una cuerda de una viga de madera y se ahorca en ella. Mira la correa que sujeta las cortinas de la ventana… ¿la aguantará? Ve entonces la lista que hizo Madame Isabelle y dejó sobre la mesa. No, no puede hacerle eso. Decide esperar. La madama regresa por la tarde. En una mano lleva una toalla limpia y ropa, y en la otra un plato con gorditas de harina, de esas que venden en la orilla de la carretera cuando se está saliendo de alguna ciudad. Encuentra a Magdalena fumando en la ventana y le advierte que si la deja abierta se va a morir congelada durante la noche. Le advierte también del calentador, que ya es viejísimo. Magdalena contesta que se acuerda de cómo es vivir en el motel y que no ha pasado tanto tiempo. Madame Isabelle le dice que ella siente como si hubiera sido en otra vida, y eso lo dice con cierta tristeza en la voz y una sonrisa quebrada. Pero se alegra que le esté yendo bien y ya no se tenga que prostituir por unos billetes, aunque si algún día quiere regresar al negocio, toda su cartera de clientes va a estar feliz, está segura. Magdalena cierra la ventana y va hacia el plato de gorditas, que empieza a comer como si no hubiera probado bocado en días. Mientras come, Magdalena le dice a Madame Isabelle que su lista no va a funcionar porque no cree que haya manera de convencer a María de encontrarse con ella y que ni siquiera sabe a dónde la mandaron. Madame Isabelle revela que ella sí que sabe dónde está y cómo contactarla. Esta noticia sorprende a Magdalena, y la otra agrega que solo le dirá dónde encontrarla cuando todo lo demás haya sido completado, y entonces, solo entonces, podrán matarse juntas. Magdalena se muestra incrédula, pero lo deja pasar por el momento. Madame Isabelle le dice que deberían dejar el pollo frito para el final también, para que sea algo simbólico, como la última cena; le pregunta con qué de la lista quiere empezar. Ya está oscuro afuera cuando Madame Isabelle y Magdalena juegan Solitario, sentadas sobre la cama. Mientras le enseña, la madama le pregunta si le está yendo bien desde que se fue. La otra, sin mucho ánimo en particular, le cuenta que finalmente terminó la universidad y ahora trabaja en un periódico, contestando cartas anónimas que piden consejos maritales o de relaciones. Madame Isabelle le dice que eso no es muy diferente a lo que hacía cuando estaba ahí, con ella, y Magdalena le responde que sí hay una diferencia clave, pues ahora no gana ni la mitad de lo que hacía prostituyéndose. Se pregunta si habrá cometido un error al haberse ido, y Madame Isabelle le dice que ella entiende por qué lo hizo. Varios años antes, en ese mismo cuarto, una Magdalena más joven está acostada sobre la cama, leyendo cualquier cosa. Es tarde por la noche y lo único que se ve por la ventana es la negrura del motel y la luz del anuncio de neón. Se escuchan golpes en la puerta y Magdalena, claramente emocionada, se levanta a abrir. María, una monja de unos veinte años, entra en el cuarto. Lleva libros de inglés y algunos cuadernillos de ejercicios bajo el brazo. Las dos mujeres se saludan y se acercan un poco, como si quisieran abrazarse, pero no saben cómo y finalmente desisten.


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Magdalena invita a María a sentarse y le sirve café de un termo, luego se sienta también. María abre el libro y los cuadernillos de ejercicios y empieza a explicarle a Magdalena cuándo usar a y cuándo usar an al hablar y escribir en inglés. Pone algunas oraciones como ejemplo y Magdalena, muy atenta de todo, toma notas. María le pregunta cuándo es el examen y la otra le contesta que todavía no han fijado una fecha. Hay entre las dos mujeres una electricidad que no pasa desapercibida; ni siquiera pueden mirarse a los ojos sin ponerse nerviosas. Cuando María se estira para alcanzar un lápiz, su mano se roza con la de Magdalena, que no puede resistirse más y se acerca a besar a la monja. A pesar de que María en un principio está muy comprometida con el beso y con el momento, de pronto como que se da cuenta de lo que está pasando y se levanta muy rápido, muy agitada. Se disculpa una, dos veces, y abandona el cuarto a toda prisa. Regresamos al presente para encontrarnos a Madame Isabelle y a Magdalena sentadas en la misma mesa de metal donde María y Magdalena se besaron esa primera vez. Magdalena sopla sobre un tazón de sopa de miso, mientras que Madame Isabelle mira con desconfianza una taza de café con leche. Deciden hacerlo a la cuenta de tres y, luego de contar al unísono, cada una le da un trago a su respectivo traste. Magdalena no puede creer que, siendo francesa, Madame Isabelle nunca haya probado el café con leche. Ella le dice que no cuenta como francesa si lleva toda su vida viviendo en México y que hay días en que ni siquiera se acuerda de cómo se pronuncian ciertas palabras. Magdalena confiesa que siempre le gustó la idea de aprender francés. Madame Isabelle le dice que a ella más bien le hubiera gustado aprender un buen inglés. Se escucha que alguien toca a la puerta y luego se abre y entra Salomé, una de las prostitutas que trabajan en el motel. Le informa a Madame Isabelle que su cliente de las cinco la está esperando. La madama se excusa con Magdalena, pues tiene que regresar a trabajar. Antes de irse, le dice que todavía hay mujeres que llaman para preguntar por ella. Ahora que se quedó sola, Magdalena enciende el televisor y busca las noticias de nuevo. Ya no están hablando del accidente de coche. De vuelta al pasado, encontramos a Magdalena durmiendo profundamente cuando, sin hacer ruido, María entra en el cuarto. Se acerca a la cama y por un momento se queda plantada mirando a Magdalena dormir, le roza los labios con el dedo índice. Magdalena despierta, pero no se sobresalta. Se levanta de la cama, se para frente a la otra y se queda ahí como esperando su permiso para moverse. Se ven a los ojos y María le pone una mano en la mejilla. Le recorre el rostro, como memorizándolo todo. Magdalena da un paso hacia adelante, quedando casi nariz con nariz. Le pone las manos en la cabeza y con mucho cuidado le retira el velo negro y luego la cofia blanca, dejando libre su cabello, largo y rizado. Finalmente, María la besa, y lo hace con las ansias de alguien que toda su vida ha estado esperando besar por primera vez. Magdalena y Madame Isabelle están sentadas sobre la cama, tienen entre ellas el teléfono alámbrico del cuarto. Magdalena le pregunta a la madama si está


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segura y ella asiente. Empieza a marcar un número y aguardan en silencio; se escuchan los tonos de espera y luego la voz de un hombre: “¿Bueno?”. Madame Isabelle, con voz muy pero que muy seria, pregunta al hombre si le puede comunicar con Talandas. El hombre, luego de un momento de extraña confusión, no puede hacer más que preguntar “¿Qué Talandas?”. A lo que Madame Isabelle finalmente responde con un “Yo bien, ¿y usted?”, para luego colgar. La llamada de broma, aunque muy boba, le causa muchísima gracia a Madame Isabelle, e incluso logra sacarle una diminuta sonrisa a Magdalena, la primera desde que regresó al motel. De regreso en el pasado, encontramos a María terminando de vestirse su hábito, mientras que Magdalena fuma en la cama como un cliché cualquiera. María le toma el cigarro de la mano y le da una fumada larga, suelta el humo y le dice que no había fumado en años. Magdalena le pregunta por qué decidió ser monja y, por toda respuesta, María le pregunta por qué decidió ella ser prostituta. Magdalena le contesta que ella ya lo sabe: así es como planea pagar la universidad y luego tal vez comprarse un lugar donde vivir y llevarse con ella a su hermanita, sacarla de la casa de su problemática madre. María le pregunta a Magdalena si cree en Dios y ella le contesta que cree en el Cielo. María está satisfecha con esa respuesta; se disculpa y le dice que tiene que irse antes de que se den cuenta que salió del convento. Le besa los labios y se marcha. Magdalena voltea a ver hacia la ventana, el cielo y las primeras luces de la mañana. Es de mañana también en el presente cuando Madame Isabelle entra al cuarto cargando una enorme grabadora como las que usan las profesoras de inglés de cualquier escuela privada, con sus cedés o casetes interactivos para los alumnos. Se lamenta de no saber desde antes que Magdalena supiera bailar. Ella le dice que hay muchas cosas que no sabe de ella, a lo que la otra le contesta que cada vez se está enterando de ello, porque justamente dos oficiales de policía acaban de estar en la recepción preguntándole por ella. Magdalena se pone blanca, pero Madame Isabelle la tranquiliza asegurándole que les convenció de que no la ha visto en años, lo que no es del todo mentira. Magdalena le cree y se da cuenta que Madame Isabelle tiene ganas de preguntarle algo más, pero se resiste y se concentra en su grabadora, que conecta en la pared y luego da reproducir. Le tiende una mano. Magdalena le enseña unos pasos sencillos a Madame Isabelle, quien se mueve con mucha elegancia, a diferencia de la otra, que se sabe varios movimientos de memoria pero es más tosca al bailar. Hay química entre ellas y el baile eventualmente les sale muy natural en pareja. Se están divirtiendo y Magdalena sonríe, ahora sí de verdad. Luego del paso final, justo cuando termina la canción, quedan muy juntas entre ellas, sus caras sudorosas, y cuando parece que podrían besarse, se escucha que alguien toca a la puerta. Madame Isabelle, le dice que tiene que salir a pagarle al fumigador y se marcha. Magdalena está sentada en la cama. Tiene en la mano la lista que escribió Madame Isabelle sobre la página de la Biblia, ya cinco actividades tachadas. Gruesas lágrimas empiezan a caer sobre el papel, mojando un poco las letras escritas con tinta roja. Magdalena no está muy segura por qué está llorando en este punto, pero es claro que se siente muy agobiada. Está rota y toda su energía se le está yendo en mantener juntos los pedazos de su persona.


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Madame Isabelle entra al cuarto con una botella de vino vacía, una bolsita con marihuana y una pipa de esas que venden en los mercados pseudoartesanales por cincuenta pesos. Se sientan en el suelo, con la botella acostada sobre la alfombra sucia, en medio de ellas. Mientras la madama prepara la pipa, Magdalena le dice que si son solo dos personas el juego no tiene mucho sentido. Madame Isabelle enciende la pipa y empieza a fumar; Magdalena gira la botella. “¿Verdad o reto?”. Como reto, Magdalena obliga a Madame Isabelle a mostrarle todo lo que lleva guardado en el escote: billetes, un condón, un encendedor de repuesto. Madame Isabelle, como revancha, hace que Magdalena le cante una canción y que la interprete como si estuviera sobre un escenario, así que Magdalena se sube a la cama y canta algún éxito pop en inglés. Están así un rato, con castigos tontos, hasta que empiezan a elegir verdad y la noche cambia de tono. Magdalena le pregunta si tiene miedo de que su esposo la encuentre y Madame Isabelle le contesta que todos los días. Le muestra una cicatriz en el brazo, de cuando la apuñaló y finalmente huyó de él. Madame Isabelle le pregunta si todavía está enamorada de María. Magdalena se toca el rosario que lleva alrededor del cuello. Volvemos al pasado. Llueve afuera y Magdalena fuma con una rendija de la ventana abierta. La puerta se abre casi de golpe y María entra, empapada. Magdalena se sorprende de verla así. Va llorando. Magdalena le pregunta qué pasa y María le dice que la madre superiora ya sabe lo que hay entre ellas. Le cuenta que fue a confesarse porque esa relación, por más bella que fuera, la hacía sentir culpable, enviciada, así que fue con el padre después de misa y le contó todo. La madre superiora fue a buscarla después. Para asegurarse que no caiga más en tal tentación, van a enviarla a otro lado por un tiempo. Tal vez fuera de la ciudad. Tal vez fuera del país. Magdalena le suplica que se quede con ella, que huya con ella a donde no las encuentren, pero María le dice que no puede, pues servir a Dios es lo único que siempre ha querido y eso, para ser honesta, puede más que cualquier amor que le pueda o no profesar a la prostituta. Magdalena no cree en lo que escucha. María se quita el rosario que lleva atado a la cintura y se lo pone a Magdalena alrededor del cuello. Le dice que es demasiado buena para seguir en esa vida, en ese lugar. Le da un último beso y se marcha. Magdalena le cuenta a Madame Isabelle que fue todo un escándalo. Todo mundo se enteró, y cuando trató de ir a buscarla al convento para despedirse, la sacaron a escobazos. No está segura de si todavía la ama, pero sabe que la extraña, siente que nunca pudo agradecerle por lo que hizo por ella. Una parte suya sigue aferrada al recuerdo que le queda de ella. Siguiendo con el juego de botella, Magdalena le pregunta a Madame Isabelle por qué dejó ese cuarto desocupado, incluso luego de tanto tiempo. Ella le contesta que esperaba que algún día regresara, aunque poco creía que realmente fuera a pasar. Hay un momento de silencio entre ellas, se miran a los ojos con tristeza. Finalmente, Madame Isabelle hace la pregunta que tanto se había estado guardando: “Magdalena, ¿qué haces aquí?” y la otra sabe que es momento de contarle la verdad.


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Le relata que finalmente había conseguido llevarse a Juliana, su hermanita, a vivir con ella. Era el fin de semana que había nevado y se estaba inaugurando una tienda de donas por la que Juliana estaba muy emocionada y a la que Magdalena le había prometido llevarla. Con el cambio tan brusco de clima, Magdalena le propuso ir otro día, pero Juliana insistió, porque no quería perderse todo lo que habían anunciado para la gran inauguración. La vio tan ilusionada, que finalmente accedió. Manejó con mucho cuidado y llegaron bien. Comieron un montón de donas y a Juliana le regalaron animales de globo y joyería de fantasía. Magdalena nunca la había visto tan feliz. De regreso a casa ya había dejado de nevar y empezaba a salir un poco el sol, pero había calles que todavía estaban llenas de hielo. Magdalena iba confiada y ese fue su error. Juliana le habló para algo y se distrajo, y lo siguiente que supo fue que estaba en una ambulancia y que su hermanita había muerto. Tomó su ropa y escapó del hospital y lo único que se le ocurrió fue ir al motel. Había matado a su hermanita y por eso también merecía morirse ella. Para cuando termina de contarle su historia a Madame Isabelle, Magdalena está hecha un mar de lágrimas y mocos y está aferrada a la otra mujer como si temiera que al soltarla fuera a caerse hasta el infierno. Madame Isabelle no sabe qué decir, entonces se levanta y sale del cuarto. Magdalena se queda tirada en el piso, llorando. La madama regresa luego de un momento, lleva con ella un bate de baseball. Magdalena la mira, luego al bate, pero no entiende. Madame Isabelle le da con él un golpe al televisor, haciendo que vuelen chispitas minúsculas. Luego le tiende el bate a Magdalena, que se toma un momento, pero finalmente se levanta y empieza a pegarle al televisor. Intercambian cada tanto, hasta que finalmente no hay nada más que golpear. El televisor quedó reducido a escombro. La alfombra está cubierta de lo que solía ser un televisor. El bate de baseball, la pipa y la botella siguen también tirados por ahí. Luz blanca, helada, entra por la ventana cuando Magdalena abre los ojos y se da cuenta de que hay alguien mirándola, pero esta vez no es Madame Isabelle la que está sentada en la silla de metal, sino María, con su impecable hábito puesto y un nuevo rosario colgándole de la cintura. Magdalena se incorpora de golpe. No lo puede creer. María le sonríe, una sonrisa triste y feliz a la vez. Magdalena le pregunta qué está haciendo ahí y ella le contesta que Madame Isabelle fue a verla. Le cuenta que un tiempo estuvo en otra ciudad, dando clases en un claustro, pero que finalmente la dejaron volver a Nuestra Señora de la Soledad cuando su papá cayó enfermo. Le confiesa, también, que apenas volvió, escapó para ir a buscarla ahí, al motel, solo para que Madame Isabelle le dijera que ya había abandonado el negocio hacía un tiempo. Estuvo tan feliz de escuchar eso, que ya no intentó buscarla más. Magdalena se levanta de la cama y va a abrazarla. María la abraza de regreso. Es evidente que están muy conmovidas por volverse a ver. María le pide disculpas y le dice que sabe que la lastimó y que esa nunca fue su intención; le dice que el tiempo que estuvieron juntas lo atesora en lo más profundo del corazón. Entiende si la odia o si la odió. Magdalena le dice que jamás podría odiarla y que, al contrario, soñaba que volvía a verla para darle las gracias por todo lo que hizo por ella. Le confiesa que siempre la va a querer.


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María le dice que está muy feliz por ella y le revela que van a enviarla lejos otra vez, así que está feliz de poder despedirse. Le jura que nunca dejó de rezar por ella y le suplica que viva una vida larga y feliz. Se lo ruega. El rosario que Magdalena llevaba al cuello está ahora colgado en la pared, sujeto con un clavo que algún día estuvo sosteniendo un cuadro. Magdalena se ve tranquila mientras limpia los restos de lo que fue el televisor. Recoge todos los vidrios con todo el cuidado posible y los tira en el bote de la basura, donde también está el brazalete de hospital que finalmente se pudo quitar. Madame Isabelle entra cargando una cubeta de pollo frito y dos contenedores de puré de patatas con gravy. Lo último en la lista, le dice. Magdalena se levanta del piso. Es verdad, es lo último de la lista. Mira cómo Madame Isabelle empieza a destapar todo y luego le pone un plato y le hace señas para que se siente. Sin duda es un momento interesante para ella, que va a probar el pollo frito por primera vez. Dice que está lista, toma un muslo y luego de una pausa dramática le da una mordida. Mastica y mastica y finalmente traga y es claro que para ella es una revelación. Le encanta el pollo frito y no puede creer que hasta los cuarenta y tantos años se haya enterado. Comen en silencio hasta que Magdalena le da las gracias. No dice por qué exactamente, pero es por todo y Madame Isabelle lo entiende. Cuando terminan de cenar, Madame Isabelle tacha la última línea de la lista. Es todo. Se saca un lápiz labial del escote y se empieza a colorear los labios. Le dice que va a morir linda y maquillada, por lo menos. Magdalena mira la lista, toda rayoneada. Mira por la ventana, los colores del atardecer. Mira a Madame Isabelle y le dice que no tienen que matarse en ese momento, que tal vez lo pueden hacer mañana o la siguiente semana. Madame Isabelle se termina de pintar los labios y sonríe. Se acerca y besa a Magdalena, apenas un roce, apenas un instante, que ella ni siquiera tiene tiempo de cerrar los ojos. Le dice que le hacía falta un poco de color en esos labios y, en efecto, le dejó la sombra de colorete por encima. Pasada la medianoche, Magdalena se levanta de la cama con mucho cuidado de no despertar a Madame Isabelle, que duerme tranquilamente a su lado, su respiración tan suave como la bata que lleva puesta. Toma de la mesa la página de la Biblia, sepultada entre los restos de pollo frito y los contenedores vacíos de puré de patatas. Lo más silenciosa que puede va y enciende el calentador, deja que la flama crezca y entonces tira la hoja adentro. Se queda hincada ahí un momento, hasta que la página se chamusca completamente y los restos de ceniza caen en la alfombra. Satisfecha, apaga el calentador y regresa a la cama, donde se acurruca con Madame Isabelle. No pasa mucho tiempo hasta que se queda dormida y las respiraciones de ambas mujeres se combinan en una. El sueño de las dos es profundo, sumamente profundo, desafortunadamente profundo. Tan profundo que ninguna escucha el gas escapándose por culpa de una manija vieja mal cerrada, llenando la habitación completamente.


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FINALISTAS ÍNDICE

RICARDO HERNÁNDEZ RUIZ ——— Las torres que desaparecen Ciudad de México, 1992. Es periodista. Ha publicado en Agencia EFE, Reforma, Pie de Página, Sin Embargo Mx, así como en Nexos en línea y Revista de la Universidad. Es coautor del libro Un siglo de Relaciones Internacionales: su enseñanza en México y el mundo (UNAM, 2019). Espera que, cuando esto sea publicado y la pandemia quede superada, algo haya cambiado.



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LAS TORRES QUE DESAPARECEN ——— Ricardo Hernández Ruiz

I Voltea extrañado. El sujeto que va en motocicleta se siente observado. Lleva en la parte trasera a un pequeño con la cabeza vencida: una soga mojada. La escena se repite, una, varias veces. Decenas de adultos, decenas de menores. Vienen de la iglesia. O eso parece. “Es peligroso, ¡no vayas!”, resonaba la advertencia en mis adentros aquella mañana de febrero de 2019, cuando estaba parado en la esquina de la última calle de la colonia Bellavista y el inicio de lo que prometía ser algo más. Detrás de mí, las casas, las calles, la ciudad; delante, el recinto religioso, flanqueando la inmensa selva y la comunidad que se presumía estaba en sus entrañas, en el sureste mexicano, cerca de Playa del Carmen, Quintana Roo. “Hay gente mala”, repicaba la advertencia. Entonces, retrocedo una cuadra. Pasa un taxi y el conductor intenta clavar unos ojos que evado. Frena intempestivamente, mete reversa, se enterca en atajar mi mirada. —(Inaudible. Señas). —No, gracias —contesto, sin saber bien a qué, sin mirarlo. —Soy el amigo de Eugenio —escapan las palabras por la rendija que se abre luego de que girara la manivela. Por fin. Es Noé Yérvez. Me alivia encontrarlo de nuevo. Se disculpa por no poder platicar ahora, como quedamos, me pide que regrese por la tarde, acelera, se aleja. II Para ella no hay postales, aunque esté en el Caribe mexicano. Mide en extensión lo que el Pico de Orizaba tiene de altura, pero no aparece en mapas del estado. Es tan clandestina que, por increíble que les parezca a los de mi generación, no aparece en internet. Y sin embargo existe. En noviembre de 2018, desde Cancún, un funcionario dijo que otro funcionario le dijo que


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había una colonia irregular conocida como “Las Torres”, en Playa del Carmen, justo por donde pasará el Tren Maya. Eventualmente, explicó el político, tendrán que quitar a la comunidad del camino. —¿Y en dónde queda? —indago. El encargado de Proyectos Estratégicos del estado no sabe, se va, pero la duda queda. —¿Alguien sabe cómo puedo llegar a las Las Torres? —pregunto, tres meses después, en un grupo de WhatsApp del que forman parte cientos de colegas. —... —Oye, ¿tú sabes llegar? —pruebo con un reportero. Sé que radica en Playa del Carmen. —... Busco a pie, ya en Playa. —No, no sé —responde el operador de la ruta que, supe después, me acercaba. ¿Qué duelo causaría barrer con una comunidad de cerca de 3 mil habitantes y 5.6 kilómetros de extensión de la que nadie sabe? Una comunidad enquistada en uno de los puntos más alejados del país, escondida entre la selva, conformada por migrantes y poblada de pobres; una comunidad erigida ilegalmente sobre terreno federal; una comunidad que nunca debió, no debe, no deberá estar ahí. ¿Quién convocaría a marchar bajo los 33 grados centígrados de Quintana Roo?, ¿quién albergaría a los desalojados?, ¿quién abrirá su puerta? III Cuenta el hijo de uno de los de a bordo: el gobernador sobrevolaba las costas de Quintana Roo. Eran los setenta y entonces se proyectaba un complejo turístico donde selva solo había. Entonces, a nadie le interesaba invertir en tan rústica región. En determinado momento, mirando a la ventanilla, el mandatario estiró la mano como quien ofrece algo, barrió sutilmente el aire y soltó un “elijan”, dirigido a los empresarios que lo acompañaban. Gracias, pero no gracias, señor gobernador, dijeron a coro. Luego vino el acto de contrición, aunque muy tarde. Pudieron ser los primeros y más favorecidos desarrolladores de Cancún y todo el Caribe mexicano. No lo fueron. Doña Sara no conocía la anécdota, pero parece como si el solemne ofrecimiento hubiera viajado 30 años en el tiempo para alojarse en su testaruda voluntad, en la de ella primero y, posteriormente, en la de miles más. Doña Sara, paracaidista primera, originaria de Tabasco, no sabe bien qué cosas llevó en la mudanza cuando fue a invadir una parcela en medio de la nada. Aunque algo sí recuerda: el machete en la mano. Entonces hacía falta abrir brecha donde selva quedaba y salvaguardar a los seis hijos con los que emprendió el viaje. Siete, contando al que luego vino al mundo. A doña Sara le siguieron miles de paracaidistas más, oriundos, en su mayoría, de Campeche, Chiapas, Tabasco, Veracruz y Yucatán: migrantes a causa del desempleo en sus pueblos, mano de obra empleable para las dos principales actividades económicas en Quintana Roo: turismo y


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construcción. A estos otros nadie les había ofrecido nunca nada, pero un día osaron en querer tener algo propio: un pedazo de tierra, aunque fuera pura tierra. Botones, mucamas, albañiles, obreros, muchos obreros, comenzaron a elegir dónde vivir, porque sí, porque en una insólita conjugación para los desposeídos, de pronto quisieron y pudieron. El ejército de empobrecidos invadieron, de a poco, sin táctica y menos estrategia, pero con mucho éxito, lotes que le pertenecen a la Comisión Federal de Electricidad. Y así, fruto de la penetración de la selva, de un acto salvaje y primitivo, nació la comunidad llamada Las Torres. IV Nunca has caminado por un asentamiento irregular, menos aún por Las Torres, pero el nombre ya te da alguna idea. Así lo bautizaron hace casi una década los fundadores que se instalaron a la sombra de los cables de alta tensión que abastecen de energía eléctrica a la península de Yucatán y que cuelgan de gigantes estructuras metálicas. Sí, ya sé que no has tenido la necesidad de venir hasta acá. Tal vez conoces la zona hotelera, playa Mamitas, la Quinta Avenida; algún par de tetas americanas te habrán mostrado en el spring break; tal vez bailaste en un antro o dos, pero más nada. Tu porrito no lo buscaste acá. Los niños y niñas recién secuestrados los ofertan en el centro, acá no, acá solo (¿cómo te gusta decirles? Ah, sí) mayitas. Bueno, por si algún día decides venir: para visitar Las Torres, tendrías que viajar del aeropuerto de Cancún a Playa del Carmen, una vez ahí, tomar la combi que te acerca a nuestro lugar y después caminar hasta que se acabe el pavimento e inicie la selva. Verás entonces una iglesia en medio de la nada, a la que te acercarás en diagonal, tal como marca el camino que, a fuerza de pasar una y mil veces, se ha revelado. De a poco, las tres palabras inscritas en el marco de la puerta de la iglesia se dejarán ver; paulatinamente, pues delante se encuentra una fachada en forma de arco que impide apreciarlas de lejos, aunque una vez frente a ellas podrás verlas todas y a la vez: “Perdón, Consuelo, Esperanza”. A medida que continúas caminando, una a una desaparecerán, como si aquello fuera una advertencia. Finalmente, te quedará rodear el recinto y caminar por la brecha que se abre detrás. Ahí comenzará la inmensa fila de pequeñas construcciones improvisadas. Si continúas, podrás ver a mucha gente dentro de sus cuartos. Sí, adentro, porque éstas asemejan las casas de Polly Pocket con las que jugaba tu hermana: zanjadas por la mitad. Las muñequitas vivían a la intemperie y nos parecía gracioso, ¿recuerdas? Al verlos mecerse en su hamaca, pensarás que nada les preocupa, pero no, la incertidumbre ha enquistado desde que anunciaron un megaproyecto viejo, travestido de nuevo: el Tren Maya, una línea ferroviaria de 1,440 kilómetros de largo que atravesará cinco estados de la República, pensado desde hace décadas, pero que ahora sí va en serio. En tres años estará listo, dicen. Para entonces, tendrán que haberse esfumado las mil 51 casas y sus casi 3 mil habitantes. Desde aquel anuncio de noviembre de 2018 han perdido la calma, pues dijeron que pasaría justo por donde ellos están meciéndose. Ahora no saben qué hacer. Bueno sí, tendrán que irse, pero ¿a dónde? Si hablas con ellos, algunos te dirán que apostarán a la heroica resistencia de un pueblo olvidado; para otros, lo que Dios diga está bien: perdón, consuelo o esperanza, da igual. Aunque si te quedas lo suficiente, estos últimos terminarán diciéndote que no estaría mal algo menos vaporoso: un crédito de vivienda, un terreno o algunos billetes. Lo más seguro es que no te dé la condición para recorrerlo todo de golpe, y seguro querrás volver antes de que anochezca porque la advertencia que te hicieron tamborilea tu cabeza, aunque cada vez menos. De cualquier modo, al salir, pensarás que Las Torres es como media ciudad. Sí, media, porque luego de visitarla, te quedas con una sensación de incompletitud: una parte llegó hace años; la otra, trae retardo (y los pronósticos van en contra). Allí siempre se está como a la espera del resto: está la ropa sucia y abultada, pero sin servicio de agua para lavarla; a lo alto cuelgan cables eléctricos, pero ninguno baja; hay estufa, pero no qué cocinar; ahí está la mierda, pero no por dónde corra;


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torres, pero sin princesas; ahí la sociedad, pero no el Estado. Y pensar que todo comenzó con algunas lonas amarradas entre árbol y árbol y desembocó en... esto, unas hileras interminables de cuarterías que siguen los cables de las torres eléctricas, aun cuando estos se adentran en la selva. Está la hilera A y la hilera B, me cuenta Eugenio Mora, uno de los vecinos, y en medio, una zanja que se cree avenida. Durante tu recorrido verás madera apilada, algo de concreto y techos de lámina, y a lo mejor te darás cuenta que adentro nunca se oye la palabra “casa”. Podrás escuchar “lote”, “cuarto”, “cuartería”, “mi palmita” (la favorita, así: en diminutivo y con cariño), pero nunca “casa”, mucho menos “hogar”. “Al principio yo era el lote 45, ahorita soy el ciento noventa y tantos”, recuerdo que también me dijo Eugenio, en referencia al crecimiento exponencial del asentamiento, y soltó una sonora carcajada, aunque luego volvió a la seriedad. Y es que seguro sabes que en estos tiempos canallas, toda necesidad es, a la vez, necesidad y negocio. Y siempre hay los que buscan lucrar, como Domitilo Tadeo Manzanares, alias el Profe, exaspirante a diputado independiente. Verás, cuando el Profe supo que había un nuevo asentamiento irregular en formación, poco más de 10 años atrás, llevó a sus huestes para invadir lotes, reinvadir los ya invadidos y a extorsionar. Creerás que vender pedacitos de tierra no es negocio, pero es porque no conoces al Profe, porque ya hasta anda en camioneta, se ve que vive bien, a costa de otros, de otros jodidos. Te digo, tiempos canallas. Dicen que hubo mucho cruce de machetes, volaron balazos y propinaron golpes. “Pero eso ya pasó”, dice. Ahora quiere representar a los suyos en el Congreso local. “Échame la mano, júntame gente”, le pidió a Eugenio a principios de 2019, cuando comenzaba el proceso electoral, pero él se negó. Mucho trabajo le costó haberlo corrido de Las Torres. Pero me estoy adelantando. V A Eugenio Mora lo conocí cuando dudaba en rodear la iglesia y encaminarme a la brecha que me llevaría a penetrar el asentamiento irregular. Él detuvo su andar para conversar conmigo sin tener la certeza de quién yo era ni qué buscaba. —¿Es tan peligroso como dicen? —pregunto, avanzada la plática. —Lo era, hasta que nos organizamos. Eugenio tiene 38 años de edad, es moreno tostado, de estatura baja, barriga generosa y corto de brazos, pero no de movimientos, salvo cuando escucha. Cuando escucha, todo él queda quieto. Acostumbrado a tener poco y hacerlo perdurar, aprendió desde niño a defender lo suyo y a defender al barrio donde nació, en la periferia de Acapulco, y luego al barrio que fue a dar ya de grande: Las Torres. Hubo un tiempo, me cuenta, en que la vida en este asentamiento se tornó insana. Todo empezó con pequeñas extorsiones con la instalación de “diablitos” de luz, que conectaban a casi un kilómetro de distancia, desde el poste de luz de la colonia más cercana. Ya con ingresos constantes, el grupo de “parásitos” organizado por el Profe comenzó a despojar a las familias de sus lotes. “Hubo balaceras por causa de él. Lo que hacía era quitar y vender, vender y quitar”. Y como la transacción de todos esos predios no podía estar sino sustentada en la palabra, no había cómo alegar. La cosa se puso caliente cuando entraron los maleantillos con todo y la droga que vendían fuera a los turistas o a los trabajadores de la construcción. Entonces empezaron los asaltos y las golpizas. Si no fuera suficiente, tiempo después entró un nuevo grupo a disputar la plaza, aunque aquello se prolongó poco tiempo, hasta que asesinaron a uno de los cabecillas del grupo que incursionaba. Eugenio no sabe por qué,


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pero luego de eso, la presencia de los criminales disminuyó, aunque los asaltos continuaron. Si alguna vez leíste poemas de W. H. Auden seguro que estás citando: aquellos a quienes se les hace mal, hacen mal a cambio. Pero, sabes, esta vez fue distinto. Un buen día, Eugenio convocó a sus vecinos a una reunión. “Yo les decía: ¿cómo puede ser posible que se vengan esos maleantillos y se metan a la casa del vecino, si sabemos que el vecino no se mete en problemas, que porque no le quiso dar para la droga, y se meten a golpearlo, y nosotros nos quedamos indiferentes? ¿Y cuando te pase a ti?”. Y una vez que Eugenio reunió a un grupo nutrido, de unas 50 personas dispuestas a defender su comunidad, fueron al enfrentamiento de los pocos que quedaban. “¿Y lo lograron?”, pregunté. “Esto parecía corrida de toros, los perseguimos hasta la salida. Corrimos hasta al Profe”, me contestó, con la sonrisa de quien ha triunfado. VI Cuando me dijeron que Noé era un tipo raro, de inmediato quise conocerlo. —Vecino, ¿cómo está? —saluda Eugenio, y nos presenta. Noé Yérvez se levanta de donde descansaba, afuera de su palma, va a nuestro encuentro y me estrecha la mano. —Acá el joven no me cree. Muéstrasela para que vea que no miento. Noé, de 30 años de edad, delgado, de estatura media, con facciones indígenas y un hablar trompicado, busca en sus bolsillos, pero no da con ella, así que va al cuarto, y en cuestión de segundos sale estirando el brazo hacia mí. Eugenio no mentía. Noé cuenta con una rareza, un lujo en Las Torres: la credencial para votar. En México no es obligatorio contar con la credencial para votar, pero el no tenerla, te impide ejercer tus derechos políticos-electorales. En Las Torres hay miles de personas mayores de 18 años y que tienen un modo honesto de vivir, tal como pide la Constitución para contar con la ciudadanía mexicana, pero no cuentan con la identificación oficial que la avale. Como están sobre terrenos federales, sería ilícito registrar ahí la tenencia de una vivienda privada. Y como no pueden comprobar la tenencia, no hay manera de exigir algún servicio público. Y en tanto no llegue agua entubada, alumbrado público o energía eléctrica, no se les expedirá un comprobante de domicilio, documento indispensable para tramitar una credencial para votar. “Y a mí no me la querían dar, pero ahí decía que era delito federal mentir en la dirección. ‘No, que hazme un croquis de donde vives’, me dice la señorita. ‘Ahorita te hago el croquis de ahí de donde vengo’, le dije. Le hice el croquis rápido. Y me dijo: ‘No, que no se puede’. ‘¿Cómo no se va a poder?’, le digo. ‘Va a mentir usted y voy a mentir yo también’... Y que me da mi credencial”, narra Noé, orgulloso. Y así, en ese momento, la funcionaria que lo atendió puso nombre a la zanja que se cree avenida sobre la que vive Noé. Hay que decirlo, era una persona con poca imaginación: “Calle Las Torres”, se lee al inicio de la dirección, seguido de “Lote 44, sin número, colonia Ampliación Bellavista, 77712, Solidaridad, Quintana Roo”. Sin INE ni voto que emitir, los habitantes de la colonia Ampliación Bellavista han pasado desapercibidos para los políticos.


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VII Aunque han alzado la voz, no han encontrado interlocutor. Cuando pidieron servicios básicos; cuando tuvieron problemas de inseguridad; cuando el camión de basura no pasó más, los habitantes de Las Torres se manifestaron frente al Ayuntamiento de Solidaridad (Playa del Carmen). En efecto, todo eso es competencia del municipio, reconoció la autoridad la última vez que protestaron —en 2016—, solo que había un pequeño detalle: están sobre terreno federal, así que nada podían ellos hacer. También lo intentaron con el gobierno estatal, pero sin éxito. Así que escalaron de instancia y concertaron una cita con el delegado federal de la CFE, empresa productiva del Estado y dueña de los terrenos. “Nosotros no podemos resolverles nada, pero a nosotros nos beneficia que estén ahí”, recuerda Eugenio que el funcionario les dijo a los presentes. “Antes teníamos que abrir brecha cada que íbamos a dar mantenimiento a las torres eléctricas, y ahora ya no. No nos afecta, quédense ahí”, sumó el delegado, agradecido. VIII Como sucede siempre que se visita un lugar con pobreza extrema, todo parece magnificarse. De pronto, tomar el café de la mañana parece un acto insufrible. Luego de colectar varios trozos de madera seca, y haber gastado las primeras energías del día en ello, hay que colocarlos en forma de volcán entre los tabiques que hacen las veces de fogón y prenderlos de acuerdo a una táctica ancestral: echar el fueguito donde se pone el ojo, ahí donde el hierbajo seco colocado entre las ramas anhela ser preñado. Una vez conseguido, se tiene que airear con devoción hasta sudar, cosa que, regularmente, coincide con el crepitar de las ramas: sinfonía que anuncia el nacimiento del fuego. Hace falta esperar a que la flama tome valor y se atreva a quemar para colocar la vieja y ennegrecida olla de agua sobre los tabiques; agua extraída del pozo más próximo y clorada con anticipación. Si es fuego medio, el agua habrá hervido en un rato y estará lista para recibir el café. Aunque si se quiere endulzar, solo faltará entonces pizcar las hormigas que consiguen sí o sí meterse en la bolsa de azúcar que la guarda —una a una y siempre enfocándose en una determinada superficie—. Tras la purga o de la desesperación, lo que pase primero, quedará echar las cucharadas y, por fin, beber. Claro, luego de soplidos que bajen el maldito hervor que impide el trago y de pasar por alto a los diminutos polizontes que se les ve flotar burlonamente. —Hay pan también, ¿quieres? —ofrece Eugenio. —No, gracias. Es febrero, todavía. Es febrero y aún es invierno. Estoy en el Caribe, en medio de la selva, una mañana en la que corre viento manso, y lo disfruto. Llevo dos días en Playa del Carmen, pero es hasta ahora, desde el corazón de Las Torres, que percibo lo que los citadinos torpemente llamamos silencio, y entonces pienso. Pienso en lo dañino que es vivir en una megaurbe como la Ciudad de México, en las secuelas del estrés acumulado y en las bondades de estar lejos. Pienso en lo apacible del momento y en que solo pude apreciar cada uno de los pasos de la preparación del café porque alrededor no pasaba nada,

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nada, para nosotros los citadinos. Pienso también en la vida de Eugenio, vida que pronto cambiará, que tendrá que recomenzar ahora que, por fin, estaba gozando de años tranquilos; años precedidos por otros duros, vividos en el siempre convulso Guerrero, que solo sirvieron para apreciar estos momentos que ahora compartimos con café. —Hay quien sostiene que todo tiempo pasado fue mejor, ¿tú qué piensas, Eugenio? —Que no —resuelve sin siquiera dudarlo. Eugenio quedó huérfano de padre cuando apenas era un niño. Y el abandono resultó doble, pues la madre fue abducida por extenuantes jornadas de trabajo. “Mi mamá trabajaba. Nos dejaba solos en la casa. Fue irresponsable con nosotros. Yo no entendía por qué, si se mataba tanto trabajando, no nos atendía bien. Estábamos mal comidos. Trabajaba desde cinco de la mañana, hasta diez de la noche. Solo nos dejaba en la mañana un billete de dos mil, y recuerdo que me alcanzaba exactito nomás para dos bolillos y tres rebanadas de jamón. Eso, repartido entre mis dos hermanos y yo. Si iba a la escuela, ni sabía. Y eso te crea un trauma”, relata con el ánimo visiblemente decaído, pero sin dejar de mover las manos. El hambre lo obligó a abandonar los estudios cuando apenas cursaba el quinto grado de primaria para comenzar a trabajar. A los 13 ya había tenido cuatro trabajos y había aprendido a domar los rugidos del hambre con droga. Empezó con solvente, pero pronto pasaría a los chochos, Reynol, Pasidrin, Rivotril; siempre acompañados con alcohol. “Me drogué, no por gusto, como los turistas, sino por desintegración familiar, por maltrato, por violencia y por miseria”, dice. Poco antes de cumplir la mayoría de edad, retomó los estudios primarios en el sistema de educación abierta. Pero nunca dejó la droga ni el alcohol, y cuando las pastillas dejaron de hacer efecto, optó por la cocaína. Quien era entonces su jefe, en la pollería en la que trabajaba, le regaló las primeras dosis, y a partir de ahí no pudo parar de consumirla. Eran cuatro gramos los que portaba la noche en que lo detuvo la Policía por haber chocado en una camioneta con reporte de robo. Corría el año de 1999. “Era mucho lo que traía”, dice sorprendido ahora que lo recuerda, “y eso me lo podía consumir en una noche”. El vehículo era el que usaba en el trabajo, pero ese día, Eugenio pensó que nadie notaría si lo devolvía o no al lugar donde lo guardaban. Pero el jefe lo hizo y dio parte a las autoridades. Pese a ir drogado, Eugenio intentó reaccionar y esquivar al taxi que finalmente embistió. Por daños a vehículo particular le fijaron una multa de 50 mil pesos, pero por la droga que cargaba, lo condenaron a cinco años de prisión luego y solo luego de que comprobara que no era narcomenudista. Su primera esposa tenía tres meses de embarazo cuando ingresó al Centro de Reinserción Social de Acapulco. “Mi hija nació cuando yo estaba preso. Fue muy difícil, porque, cuando nació, su mamá la abandonó, la dejó con su abuela”, recuerda. Cuando ni las constantes visitas de la “dama blanca” podían animarlo, probó con la heroína y luego con la piedra. Fue entonces que una de las compañeras con las que había estudiado la primaria en el sistema abierto fue a visitarlo. Amor instantáneo. Se hicieron novios muy pronto. Ella esperó a que Eugenio cumpliera su condena para hacer su vida juntos. Ya en libertad, luego de un lustro encarcelado, contrajeron matrimonio.


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—¿Qué cosas viviste en la cárcel? —Uy, de todo. Mucha violencia. Me tocaron cuatro motines. El cochinero del Gobierno, la corrupción. En la cárcel hay mucha gente inocente, que está purgando condenas largas por delitos pequeños… cuando el Gobierno hace cosas peores. Tres años después de haber conseguido su libertad, a los 26 años de edad, nació su segundo hijo de su segundo matrimonio: Abraham. Por entonces, Acapulco se ponía cada vez más caliente. Eran los tiempos en que sujetos con falsos uniformes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) asesinaron al director de la policía municipal con armamento de grueso calibre: primer aviso de que el crimen organizado iba a conquistar el territorio. La situación hizo que Eugenio decidiera buscar suerte en algún destino turístico más tranquilo: el Caribe mexicano. Y así, con 31 años de edad y su problema de drogadicción y alcoholismo a cuestas, llegó a Playa del Carmen con algunos amigos guerrerenses a vender artesanías en los destinos turísticos más concurridos. Apenas juntó algo de dinero y compró boletos de autobús para que su esposa e hijo lo alcanzaran. De todo reencuentro, siempre nace algo, en este caso se llamó Yaritza, la hija más pequeña. Con una nueva integrante, la economía familiar se tornó insostenible, así que Eugenio aceptó la oferta que les hizo una amistad: les vendió su lote en Las Torres por cinco mil pesos. A partir de entonces, nunca más pagó renta y permaneció viviendo allí, desde hace cinco años, de los cuales lleva cuatro sin probar droga alguna. El miedo a que sus hijos vivieran lo que él, pudo más que la tentación. Sobrio, desintoxicado, con familia y un techo que hasta hace unos meses creía seguro, era más de lo que creía posible conseguir. “Pero siempre supimos que estábamos sobre terrenos federales”, reconoce. “El que siembra en parcela ajena, se queda hasta sin la semilla”. IX En la cultura maya, los cenotes representaban el lugar donde se originaba la vida. En un paralelismo histórico, es precisamente del subsuelo que los habitantes de Las Torres toman el agua que permite hacer su vida. Hace falta perforar unos 20 metros para acceder a los cenotes. Asimismo, acorde a la concepción cíclica del tiempo maya, los cenotes también simbolizaban el acceso al inframundo: el lugar de disposición final. A lo mejor por eso, por una condena cosmogónica, es que los pobladores de Las Torres hacen fosas sépticas en la parte trasera de sus lotes, donde se acumularán las heces que, de a poco, se filtrarán a los mismos mantos freáticos de donde extraen el agua que usan todos los días. X La solución que ha propuesto la actual administración federal es la reubicación. El gobierno estatal donará predios y los gobiernos federal y municipal se encargarán de dotarlos de infraestructura. O no. Hasta ahora, ningún papel oficial se ha firmado. La última vez que intentaron regular los asentamientos clandestinos, Enrique Peña Nieto gobernaba el país. Priistas haciendo cosas de priistas: en 2015,


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la delegación federal del Instituto Nacional de Suelo Sustentable en Quintana Roo contrató a un centenar de personas que se encargarían de regularizar cerca de 200 predios y otorgar más de 500 escrituras en el estado. Sin embargo, de nada sirvieron los tres años de trabajo empeñados en la ubicación y mapeo de las comunidades irregulares, las visitas para verificar la información con la que contaban, ni los avanzados trámites de la regularización, pues se suspendieron los pagos de los trabajadores. La falta de pago coincidió con la renuncia de Raymundo King de la Rosa al cargo de presidente del PRI en la entidad con motivo de su inscripción como candidato a senador de la República. Raymundo es hermano de quien estaba al frente del proyecto de regularización de los predios, Omar King de la Rosa. La presente administración ha dicho en reiteradas ocasiones que no son como ellos, sus antecesores. “Ojalá sea cierto”, ruega Eugenio. XI Ninguna autoridad ha acudido a Las Torres para brindar información. Todo lo que ellos saben del Tren Maya ha sido por rumores. “No hay nada claro. Nadie. Todos dicen otras cosas y cada quien dice cosas diferentes”, se queja Noé, y antes de que logre descifrar sus palabras, él recompone: “Nadie dice nada claro, no hay nada claro, pues”. Noé es originario de José María Morelos, municipio del centro de Quintana Roo. Cuando tenía 13 años de edad, su mamá decidió recomenzar una nueva vida amorosa. Noé jamás lo toleró, así que huyó con destino a Playa del Carmen. Los primeros años fueron muy duros. A los 16 se quedó sin trabajo y batalló para emplearse de nuevo, por ser menor de edad, hasta que alguien enmendó su acta de nacimiento. Y de un plumazo, Noé perdió dos cumpleaños, pero ganó nuevos trabajos. De eso han pasado 14 años. Ahora es taxista y antes fue ayudante de gasero. “Pensé en sacar una casita. Estaba trabajando en Zeta Gas y tuve los puntos. Fui a ver una casa de Infonavit, pero esas casas están peor que estas”, se mofa y señala su palma. “Y era una casa fea, mal hecha. Los suelos ya se estaban rajando, el piso se estaba levantando y olía a drenaje... No, dije, qué cosa buena es esto. No es nada bueno. Aparte no sé cuántos años vas a estar pagando lo del interés de la casa. Y pues ya mejor me decidí a comprar acá en Las Torres”. Hace cinco años, un amigo le ofreció el terreno que ahora ocupa, de 200 metros cuadrados, en 12 mil pesos. Noé tardó un año en juntar la mitad y el resto lo saldó el año posterior a la mudanza. “Era una de esas palapitas mal hechas, de madera, de cartón, lleno de pulgas, lleno de arañas, lleno de bichos, era un desastre. Y ahí vino a nacer mi niño. Aparte ya no podíamos pagar los 1,800 que pagábamos de renta. Muchos no entienden por qué nos venimos a vivir acá”, dice.


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Luego de saldar la deuda, los ahorros los destinó a fincar un cuarto de concreto a un lado de su palapa, en el que, asegura, ha invertido unos 70 mil pesos y que ha dejado incompleto desde que se enteró que planean reubicarlos. “Sabemos que es un área federal, pero no todos entienden”, insiste. XII Cuando el escritor Julián Herbert era niño, pensaba que el silbato del tren anunciaba el fin del mundo, y ello lo llenaba de angustia. Algo así le pasa ahora a Eugenio, solo que él está dispuesto a hacerle frente al ferrocarril y a defender su comunidad. O al menos a buscar garantías. “Si el Gobierno va a hacer un plan de reubicación o un plan de vivienda, yo no me muevo hasta que me digan: ‘sabes qué, aquí está tu carta de posesión, este va a ser tu terreno’, hasta que me den un papel que diga que ese terreno me pertenece, mientras, no me salgo. Al menos que vea yo de a deveras que vengan los soldados, y a la fuerza, pues me tendría que salir, porque no voy a poner en riesgo a mi familia. Pero si es pacíficamente, hasta que no me den eso, que me garanticen que me van a dar un hogar, no me meneo”, advierte, con una seguridad y desde una franqueza que hacen parecer ridículas todas las advertencias que me hicieron sobre el lugar. I Volteó extrañado. El sujeto que iba en motocicleta se sintió observado. Llevaba a un niño en la parte trasera. El pequeño llevaba la cabeza vencida: iba adormilado, a la escuela. La escena se repitió, una, varias veces. Decenas de adultos, decenas de estudiantes. Salían de atrás de la iglesia, de Las Torres: un asentamiento irregular de cerca de 3 mil habitantes, escondido entre la selva, que está en peligro de desaparecer, pues se cruza con la ruta por donde pasarán las vías del Tren Maya. Fui porque había quedado de verme con Noé, uno de los habitantes del lugar, para platicar del asunto. Luego de un rato Noé por fin llegó, en taxi, manejando. Se acercó a donde estaba, bajó la ventanilla y se disculpó por no poder cumplir. Le cambiaron de turno y tenía que trabajar, justificó. Me pidió que regresara por la tarde. Aceleró, se fue. Era febrero, de mañana, así que contaba con bastante tiempo libre. Pensé en dirigirme hacia otro asentamiento irregular que la construcción del Tren Maya amenaza. “Ahí es aun más peligroso”, recuerdo que me advirtieron.

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ALEXIS CASAS ELENO ——— La drag diva

Egresado del Diplomado Superior en Guion Cinematográfico de la UAEMex. Ha ganado diversos certámenes tanto nacionales como internacionales en la dramaturgia. Sus obras han sido montadas en México, Costa Rica, Bolivia y Argentina. Finalista del Premio Bengala—UANL 2018 por el argumento Entre cabelleros.

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FINALISTAS

LA DRAG DIVA ——— Alexis Casas Eleno

Sally no estaba conforme con la deliberación de los jueces y regresó del plató irremediablemente enojada, sus venas hervían al punto de convertir su sangre en moronga, sólo que no lo expresó porque, a su parecer, la palabra “moronga” era inadecuada, muy fuera de lugar para alguien con preparación universitaria. “Figúrame a mí en riesgo de eliminación”, decía la gran Sally NewYork a Candy Candela, otra de las favoritas de este reality show que buscaba a la mejor Drag Queen de este año. Las eliminatorias, rumbo a la gran final, eran cosa difícil, ya había una favorita y Sally estaba a punto de perder la oportunidad de seguir en el concurso. “Un error y ya estás fuera”, le respondía Candy Candela mientras Sally tomaba su copa de vino Merlot. “No seas estúpida, yo no estaré fuera, te lo puedo asegurar”, bebió el último trago y dejó un beso rojo incompleto tatuado en el borde de la copa. Sally había nacido en la Ciudad de México. Sally era Ignacio Portilla detrás del polvo traslúcido, los colores, la base y el tratamiento contra el acné. Ignacio estudió Marketing y todos sus conocimientos los desbordó en Sally, haciendo de ella una persona competitiva, sagaz y altanera. No podía perder, su prestigio estaba en juego y más porque, durante toda la competencia, la cámara fue testigo de su arrogancia. Sally no confiaba en Candy a pesar de que ambas se apoyaban en las eliminatorias. Candy ya le debía muchas. No era de sorprenderse que Candy fuera alguien en la competencia gracias a Sally. Pero Candy ya estaba adquiriendo cierto poder después de ser ella una de las salvadas en la semifinal y Sally, por vez primera, estaba en riesgo de eliminación. Por eso Sally no le dijo su plan. Tomó su brocha, la escondió en el escote, se acomodó el busto y puso su mejor sonrisa. Frente a ella, sentada, sola como siempre, estaba Sol Naciente, su más grande competencia. Constantino había entrado a trabajar como camarógrafo después de haber visto su vida como cineasta frustrada en una colilla de cigarrillo aquella


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tarde de mayo cuando le negaron el EFICINE y decidió buscar algo en serio. Mandó todo al carajo y después mandó su currículum a la televisora del CATORCE. Tardaron dos semanas en llamarlo a una entrevista que sólo consistió en preguntarle si sabía grabar en 4k. No era difícil. “Sí”, respondió con tal seguridad que convenció a la de recursos humanos de la televisora y le dijo que podía presentarse a pruebas la siguiente semana. Constantino había entendido lo que decía su madre: “Si una puerta se te cierra, otra más se abrirá”. Suspiró y esperó la siguiente semana. Con toda su experiencia y la pequeña prueba fue reclutado como parte del show La Drag Diva, el primer show Drag Queen en México que buscaba a la mejor de todo el país. No fueron millones las que se presentaron, sin embargo tampoco fueron pocas, entre regiomontanas, toluqueñas, istmeñas, costeñas, capitalinas, de todo el país, mandaron su solicitud y se presentaron a las audiciones que exigían saber bailar, cantar, maquillar y confeccionar su propia ropa. Constantino no sabía qué carajo era una drag queen cuando asistió a una grabación de las audiciones en Monterrey. Preparó su cámara y vio entrar a la mujer más bella que él había visto jamás. Aquella chica se presentó como Linda Extravaganza. Para Constantino ella lo tenía todo y esperaba con gran anhelo que la escogieran, pero eso no ocurrió. Linda fue despedida con gran decepción de Constantino que sólo se dedicó a contemplarla en perfecto close up a través del visor de la cámara. A Constantino las demás concursantes le parecieron horribles, se le ocurrió comentar en voz baja a uno de sus compañeros del staff que todas las demás parecían hombres, pero éste sólo se rio de él por semejante comentario. Constantino no entendió y se sentó a comer mirando su gafete que llevaba, entre tantas palabras, la frase “Drag Queen”, la cual le pareció extraña. Abrió Google y descubrió que se trataba de hombres vestidos de mujeres. La tal Linda era un hombre. “Qué bueno que no la escogieron”, se dijo suspirando con el alma confundida y una Coca de 600 inclinándose hacia su boca. Pero eso no duró mucho. Linda Extravaganza no se dio por vencida y se presentó a la última audición en Ciudad de México. Con zapatillas altas hizo un death drop que dejó impresionados a los jueces y la aceptaron en el show como una de las trece candidatas a futura reina. Constantino se enteró después cuando la encontró en el baño de los hombres. “¿No le queda muy bajo el mingitorio con esos tacones?”, fue lo primero que se le ocurrió preguntar. Linda se rio con suma lindura. Constantino la miró como diciendo: “Si no fueras hombre”. A partir de ese momento se volvieron los mejores amigos. Linda fue apuntando su carrera en la competencia como una de las favoritas. Tenía unas piernas impresionantes, hacía un cambré con toda esa dulzura que la caracterizaba y hechizaba el escenario con el maquillaje lleno de glitter adornando sus grandes ojos norteños. Constantino quedaba embobado cuando entraba Linda a escena, haciéndole recibir varias llamadas de atención por parte del director de cámaras. El día de la semifinal Linda estaba un poco distraída. Algo la inquietaba y eso lo sabía Constantino. La madre de Linda estaba enferma e iba a ser operada de emergencia el mismo día de la grabación del show, ella hubiera querido ceder su lugar y salir a ver a su madre, sin embargo, había firmado un contrato y además Constantino le pidió que siguiera hasta el final. Los ojos de Constantino lo delataron y, ante el llanto de Linda que se despintaba las pestañas, no pudo contenerse y la besó.


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Esto no pasó desapercibido para Sol Naciente, la drag queen que hasta el momento era el top en la competencia. Iba saliendo del baño cuando un ruido en el cuarto de vestuarios la hizo asomarse descubriendo a Linda en una situación que también violaba el contrato. Sol Naciente nunca se consideró drag queen, ella era muxe y en su tierra eso era algo muy distinto a ser drag queen. Ser muxe es una vocación que no se elige, es la vida quien te dona del propósito de florecer. No tenía ningún talento fuera de lo ordinario, lucía siempre su tehuana llena de flores vistosas que siempre causaba conmoción en el jurado integrado por Lolita Menchaca, Justin Andaluz y La Gran Siempre Viva. Para muchos, el personaje de Sol Naciente no tenía nada de espectacular que no fuera su historia y lo que representaba. Circulaban comentarios acerca de que si todo esto era sólo un simple maniqueo mediático a favor de los discursos hegemónicos y políticamente correctos que gobiernan nuestra contemporaneidad, sin embargo, cada día crecía su lista de followers en una cuenta de Instagram que ni siquiera Sol Naciente sabía manejar. Ella no sabía de redes sociales y tampoco le interesaban, lo que ella quería era que su pueblo tuviera una voz y terminara el odio existente hacia su comunidad de muxes pertenecientes a Las Auténticas Intrépidas Buscadoras de Peligro de Juchitán. Y esta era una valiosa oportunidad. La que no podía soportarlo era Sally, quien no dudaba que todo esto era una simple estrategia de la televisora por ganar público, más que la verdadera responsabilidad de encontrar una auténtica drag queen. No iba a permitir que una muxe terminara siendo coronada en algo que no tenía nada que ver con su cultura. Sol Naciente estaba despuntando en el programa y todas las concursantes, incluyéndola a ella, estaban impresionadas. La Gran Siempre Viva, con un cigarro entre los dedos, le decía fuera del set que ella tenía un potencial impresionante que todas envidiaban, incluso ella, y que no permitiera que las demás la echaran por menos. Sol Naciente no estaba segura de su posición en la competencia porque, mientras las demás invertían tiempo y dinero en un maquillaje profesional y pelucas de distintos tonos y texturas, ella sólo usaba un labial rosa y una sombra azul de fantasía que ya se le estaba acabando; su tehuana ya estaba remendada y le había hecho ya bastantes ajustes para que no pareciera la misma en todos los programas. Sol Naciente era consciente de todos los roces que tenía con Sally, de las miradas sibilinas de Candy y de la indiferencia de Linda. Se sentaba sola en uno de los sillones que daban al cuarto de los vestuarios y al baño para reflexionar si quería seguir ahí o no, pero su causa era mucho más fuerte, bastante tiempo les habían apagado la voz y ahora no sería ella misma la que se callara. Seguiría en el programa hasta el final. Ese día, cuando la encontraron muerta en el camerino, descubrió a Linda besándose con uno de los camarógrafos, cerró la puerta y fingió no haber visto nada, dio unos pasos y volvió a sentarse en el mismo lugar de siempre mordiéndose los labios. La puerta del cuarto de vestuarios se abrió, Linda salía acomodándose la peluca. La mirada de Sol Naciente quiso fingir, pero en su mente tenía pensado decir que ella no se había movido de ahí, ella no había visto nada, pero la mano de Sally y una sonrisa a leguas hipocritona le invitó a ir por un café a los camerinos. La Gran Siempre Viva estaba harta de los comentarios acerca del programa, que si era una copia barata región 4 de RuPaul’s Drag Race, que si estaba descontinuada y miles de etcéteras que dejaron de importarle cuando obtuvo la


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fórmula del éxito del programa: crear rivalidades. Ya era el penúltimo programa y aún no subía el rating. Las visitas en YouTube eran una cifra risible que nadie tomaba en cuenta, sólo ella, la que quería perpetuarse como un ícono de la cultura queer. Ese día caminaba impaciente por el pasillo, buscaba a Sally, pero Candy le dijo que estaba que ardía de coraje por haber quedado en las eliminatorias y se había esfumado sin que ella notara hacia dónde se había dirigido; eso la hizo sonreír, ahora necesitaba a Sol Naciente para decirle que editarían el final del programa y que ella era la que estaba en riesgo de salir del programa y no Linda. Cuando iba pensando en todo ello, vio salir a Linda del cuarto de vestuarios acomodándose la peluca y dirigiéndose con la mano tensa y mordiéndose los labios hacia el otro pasillo que formaba una escuadra con el que caminaba La Gran Siempre Viva. La llamó por su nombre y Linda volteó con los ojos como platos. “Mi querida Linda, estaba buscándote también a ti”, le dijo extendiendo sus brazos enormes hacia ella y tomándola de la mano. Linda fingió una sonrisa y se encaminaba hacia La Gran Siempre Viva para evitar que entrara al cuarto de vestuarios y encontrara a Constantino dentro. “Yo también la estaba buscando”, le dijo Linda llevándola sutilmente lejos del cuarto de vestuarios. “Quiero cederle mi lugar en la competencia a Sally, no quiero llegar a la final”, pero La Gran Siempre Viva la alejó de sí y le dio una bofetada. Linda se sorprendió. “No digas tonterías, tú estás salvada. Vamos a editar el final de este episodio y pondré en riesgo a Sol Naciente. Tú estás dentro. No quiero volver a abofetearte de nuevo”, y se dio la vuelta dejando a Linda boquiabierta. La puerta del cuarto de vestuarios se abría con sigilo mientras Linda seguía sin creer lo que había pasado. Antes de que Linda saliera del cuarto, Constantino estaba preocupado por lo que había ocurrido. “¿Crees que diga algo?”, le preguntaba a Linda tomándola de los hombros, pero Linda le dijo que estaba harta de la competencia, estaba ansiosa y no sabía lo que era bueno o malo. Saldría a decirle a Sol Naciente que no dijera nada para que Constantino no perdiera su trabajo, pero que ella estaba fuera. Buscaría a La Gran Siempre Viva y le diría que, con gran pena en su corazón, se iba a salir de la competencia. No sabía que todo eso iba a ser un plan tirado a la borda de un barco que estaba zarpando rumbo a un asesinato. “¿Qué te dijo?”, fue la pregunta que hizo de inmediato Constantino cuando vio alejarse a La Gran Siempre Viva. Linda sólo masajeó su mejilla y dijo: “Estoy dentro todavía”. Constantino la miró con ternura. “¿Tú sabes lo que significa ser drag queen? ¿Sabes lo que significas para la comunidad LGBTIIQ? No es nada más llegar con tus raíces indígenas y creer que esto es una lucha, no mamacita, es otra cosa, bueno, sí es una lucha, pero es otra cosa…”, así iba el soliloquio que Sally le recitaba con desesperación a Sol Naciente en el camerino mientras buscaba la brocha que había guardado en el escote. Sol Naciente no entendía qué estaba pasando, sólo miraba a otra Sally, la que nunca conoció, y comenzó a tenerle miedo. Y por fin la encontró. Sacó la brocha y la sostuvo con fuerza en su puño cerrado. Sol Naciente no sabía ni siquiera para qué se usaba ese tipo de brochas. En el camerino, una vez, Sol Naciente se hizo la curiosa y contempló toda la cantidad de brochas que las demás utilizaban para maquillarse, ella sólo tenía dos y con ellas hacía maravillas. Desde que llegó al programa todo le parecía confuso. Ahora no entendía por qué Sally sostenía con tanta fuerza esa brocha ancha con punta de metal.


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Candy estaba algo angustiada. Se encontró a Linda retocándose el labial en el baño y apenas se sonrieron. Para Linda, Candy era una contendiente muy débil. No tenía gracia, sólo era muy sexual. Corriente. Esa era la palabra con la que describiría a Candy, Candy Corriente. A Linda le hubiera gustado que Candy fuera su rival en la eliminatoria, sin embargo, después de lo que le dijo La Gran Siempre Viva no tenía claro cuál era el transcurso del programa. Terminó de retocarse un poco los labios y salió. Candy hizo una mueca y remedó su salida. Cuando iba saliendo del baño se topó con Sally. Candy la miró extraña y le preguntó: “¿No has visto mi brocha de ojos, manita?”; pero Sally no dijo nada, siguió su camino y entró al baño encerrándose en uno de los cubículos. Candy entró también. “¿Estás bien?”, le preguntó en cuanto comenzaron los sollozos de Sally detrás de la puerta. Diez minutos llorando y Candy ya estaba jugando con las burbujas del jabón líquido en sus manos. “¿Ya me vas a decir?”, le volvió a decir por vigésima vez a Sally, pero en ese momento un grito irrumpió los pasillos y salió a la carrera. En el pasillo, con las manos convulsas y llenas de sangre, sosteniendo la brocha para los ojos de Candy, Linda gritaba: “¡Está muerta! ¡Está muerta! ¡Sol Naciente está muerta!”. Mientras tanto, Sally salía de su cubículo con los ojos batidos en rímel de tanto llorar. Constantino dejó a Linda en el baño, no sabía qué hacer después. Estaba contento, pero no a la vez. Había un dejo de incertidumbre en su virilidad que dejó de importarle en cuanto recordó la escena del beso. Había besado a muchas mujeres, bueno, no tantas, pero él estaba seguro que no besaría jamás a un hombre, pero Linda no era un hombre, bueno sí, pero todos la trataban como mujer, hasta él, entonces… ¿qué era? Dejó a un lado las teorías y se mantuvo en la experiencia. Quizás no la volvería a ver jamás. Este era el penúltimo episodio. Le habló a su mejor amigo y le contó con bastantes accidentes de narración la historia, tantos que su amigo no entendió nada y sólo le dijo: “No seas puto, wey” y colgó. Nadie lo iba a entender. Quizás sería mejor renunciar a todo, a su trabajo, a su futuro, a Linda. A todo. Linda se había encontrado a Candy en el baño y no pudo retocarse perfectamente el labial, es más, lo había dejado peor. No quería toparse con ella, así que fue al camerino. Abrió la puerta y vio que un halo rojo oscuro rodeaba la cabeza de Sol Naciente en el piso. Los ojos de Sol Naciente apuntaban al techo. Todavía respiraba y sostenía con sus manos la brocha clavada en su cuello. Linda se acercó y miró los ojos de Sol Naciente rogándole ayuda. ¿Qué hacer? Se hincó ante ella, tomó sus manos llenas de sangre y las alejó de la brocha. Escuchó decir un “por favor” antes de que tomara la decisión de sacar la brocha de un golpe, liberando la muerte en torno de Sol Naciente y haciéndola morir al instante. Gritó. Gritó tan fuerte que se escuchó en la grabación del noticiero en el set de al lado. Salió del camerino temblando con las manos llenas de sangre. “Yo la maté”, dijo cuando chocó con Candy Candela en el pasillo frente al baño. La Gran Siempre Viva fue informada de lo sucedido inmediatamente. Ella reposaba en el diván que tenía en su camerino. Lo tomó con tanta calma que pareció no importarle. “Ya lo veía venir, es una competencia feroz ¿no?”, dijo a uno de la producción que no sabía qué hacer, lo delataba con su mirada. Cuando llegó al lugar donde tenían retenida a Linda abrió paso y les dijo que no llamaran a la policía hasta grabar lo último del episodio. Todos se quedaron boquiabiertos. “Lávate esas manos, Linda. Todas arréglense para la grabación. Ya tenemos una culpable, sólo que aún no lo sabe. Las quiero listas en veinte minutos. Llamen al jurado, esos inútiles”. Dijo con tal autoridad que nadie dudó en obedecer. Linda quería decir algo, pero no podía. Constantino, que tras ver a Linda sometida


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como delincuente en el cuarto de vestuarios, la protegió de las miradas acusatorias, llamó la atención de La Gran Siempre Viva y ella supo que Linda necesitaba expresarse. Se hincó a su nivel, le levantó la barbilla y escuchó que Linda apenas pronunciaba: “Yo no la maté”. “Lo sé, querida. Lávate esas manos. Yo sé quién la mató, y tú no fuiste”, dijo la gran Drag Queen levantándose de nuevo y saliendo de la habitación. Linda abrazó a Constantino con todas las fuerzas de su ser. “Sally, ¿qué pasó? ¿Tú sabes?”, le preguntaba Candy a Sally mientras ésta limpiaba su rostro para maquillarlo de nuevo. “Yo le dije muchas cosas, Candy. Le dije que no servía para esto, que se fuera, no quería que se muriera, sólo que se fuera”, dijo Sally con extraña frialdad. Candy volteó al espejo y dijo: “¿Esa era mi brocha de ojos?”; pero Sally tomó una brocha para ojos de su estuche y se la dio. Todos creían que había sido Linda la culpable, pero ella conocía esa brocha, sólo que no recordaba de dónde. Constantino le preguntó si estaba lista para grabar, ella asintió. “¡Listos en el set!”, se escuchó la voz del director de cámaras. Había un ambiente muy tenso. Los productores estaban herméticos, no quería hablar con nadie. La orden de La Gran Siempre Viva había sido determinante: “Grabamos y llaman a la policía. Todos listos”. Las tres semifinalistas ocultaban su angustia mientras recibían indicaciones y nuevas consignas: Linda era una de las salvadas, fingió sorpresa y alegría para después unirse a Candy en la parte trasera del escenario. Close up a La Gran Siempre Viva hablándole a la nada donde se suponía estaría Sol Naciente, anunciándole que competiría junto a Sally por un lugar en la Gran Final. “En la edición coloquen una imagen de Sol Naciente aceptando con resignación la decisión y listo. Llamen a la policía. Tenemos una culpable. Perdón, Sally”, dijo saliendo del set. Sally abrió los ojos confundida, quiso correr, pero apenas bajó dos escalones cuando los guardias de seguridad la detuvieron. El rating había subido impresionantemente. La noticia dio más escándalo que la supuesta resurrección de Juan Gabriel. Las cámaras captaban a Sally esposada gritando: “¡…Pero la brocha era de Candy, ella la mató…!”. El show estaba salvado. La verdad era que Sol Naciente estaba en su camerino llorando por las palabras que Sally le había dicho tiempo antes mientras le aventaba en la cara la brocha para ojos de Candy y le recomendaba aprender a usarla porque sus difuminados eran terribles, cuando volvieron a tocar la puerta. Era La Gran Siempre Viva. Sol Naciente le dijo que ya no quería estar en el programa, que iba a meter una denuncia por discriminación. La Gran Siempre Viva tomó de las manos de Sol Naciente la brocha y diciéndole: “No va a ser necesario”, la clavó en su cuello sin el más mínimo respiro. La Gran Siempre Viva tuvo tiempo para lavarse las manos, acomodarse la peluca y sacarse las zapatillas. Sol Naciente seguía viva cuando entró Linda. La miró y le pidió ayuda, quería que llamara a una ambulancia, pero Linda sólo quitó la brocha del cuello batiéndose de sangre y terminando por siempre con la vida de Sol Naciente. Una semana después, La Gran Siempre Viva levantaba la mano triunfante de Candy como la primera Drag Diva. Linda sólo desapareció del plató para perderse pronto, al igual que el buen Constantino. Hasta la fecha no se sabe qué fue de ellos.


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MANOLO CARO ——— Productor, guionista y director mexicano. Es autor de largometrajes como No sé si cortarme las venas o dejármelas largas (2013), adaptación de su guion original para teatro; La fabulosa y patética historia de un montaje I love Romeo y Julieta (2014); Amor de mis amores (2014); Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando (2014), La vida inmoral de la pareja ideal (2016) y Perfectos desconocidos (2018). Es creador de las exitosas series de Netflix La casa de las flores y Alguien tiene que morir.

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ILSE SALAS ——— Actriz mexicana con formación teatral. Por su versatilidad, ha incursionado en la conducción televisiva, las artes escénicas y la interpretación de personajes para cine y televisión. Su trayectoria en series de televisión como Capadocia, Sr. Ávila, El hotel de los secretos y100 días para enamorarnos, al igual que en películas como Güeros (2014), Museo (2018) y Las niñas bien (2018), la ha consolidado como una de las actrices más destacadas de su generación.


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SOLEDAD SALFATE ——— Editora chilena con experiencia en más de treinta largometrajes. Ha trabajado en el montaje de películas destacadas del cine latinoamericano como Machucha (2004), Gloria (2013), Una mujer fantástica (2017) y Territorio (2019). Es docente del Instituto de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile y, recientemente, fue invitada a formar parte de la Academia Norteamericana de Ciencias y Artes Cinematográficas.

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ROBERTO HERRSCHER ——— Periodista y profesor argentino especializado en temas de cultura, sociedad y medio ambiente. Realizó estudios en sociología y teatro en Buenos Aires, así como en periodismo especializado en Nueva York y Berlín. Dirige e imparte clases en el Máster en Periodismo BCN-NY de la Universidad de Barcelona, ciudad donde reside desde 1998. Su labor docente se ha extendido a Alemania, Italia, España, Chile, Argentina y EE.UU., en donde ha impartido cursos y seminarios.


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PREMIO BENGALA ——— UANL

BENGALA

BENGALA


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GEOGRAFÍA MÍNIMA

ABDUL MARCOS ADÁN PÉREZ ALEJANDRO DURÁN ALEXANDRO ALDRETE ALO VALENZUELA ANDRÉS CLARIOND R. CECILIA PARODI DANIEL L. CAMPOS DIEGO ENRIQUE OSORNO GABRIEL NUNCIO JUAN FARRÉ KARLA JASSO SOFÍA TORRES

Coordinación Premio Bengala UANL 2019: Cecilia Parodi. Ilustraciones: ANAGRAMA. Diseño editorial: ANAGRAMA / Daniel L. Campos. Corrección de estilo: Abdul Marcos. Coordinación editorial: Daniel L. Campos.

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Verano 2020 LIBRO BENGALA GEOGRAFÍA MÍNIMA se terminó de imprimir en noviembre de 2020 en Serna Impresos S.A. de C.V., Vallarta 345, Centro, 64000, Monterrey, Nuevo León, México. En su composición se utilizaron fuentes de la familia ITC Baskerville.




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