El libro azul de Bengala. Historias de policías y ladrones.

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EL LIBRO AZUL DE BENGALA



EL LIBRO AZUL DE BENGALA Ganadores y finalistas del Tercer Premio Bengala-UANL 2015, dedicado a buscar historias para el cine y la televisión

Universidad aUtónoma de nUevo León Monterrey, México, 2016


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Rogelio G. Garza Rivera Rector Carmen del Rosario de la Fuente García Secretaria General Celso José Garza Acuña Secretario de Extensión y Cultura Antonio Ramos Revillas Director de la Editorial Universitaria

Padre Mier 909 Pte. esquina con Vallarta Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000 Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095 email: publicaciones@uanl.mx Página web: www.uanl.mx/publicaciones

Primera edición 2016 © Universidad Autónoma de Nuevo León ISBN: Reservados todos los derechos conforme a la ley. Prohibida la reproducción total y parcial de este texto sin previa autorización por escrito del editor. Impreso en Monterrey, México Printed in Monterrey, Mexico


Los transformistas. Historias de policías y ladrones Alejandra Gutiérrez Valdizán

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l género policiaco pretende ordenar al mundo. En el sentido más estricto, la “de policías y ladrones” es la épica que aplaca el caos, que resuelve el misterio, el crimen; que etiqueta y vence al mal. El policiaco divide al mundo entre el blanco y el negro. Nos calma. La oscuridad y la luz separadas por un muro infranqueable. En un instante, el horror llega a hacer añicos la armonía y, como arengaría la ortodoxia: después del horror, de la perversidad, de la sangre, se descifra el acertijo, y se juzga. A los instintos atávicos les hemos ido domando (sin demasiado éxito, parece ser). Le pusimos barreras al espíritu de sobrevivencia de la selva. A pesar del esfuerzo, en un instante todo se desboca, una bomba silenciosa explota y despierta el horror y aguijonea a alguien para atravesar la frontera; desde el casi ingenuo robo de una cartera, hasta el más brutal homicidio. Y sólo queda en los otros, en los “buenos” o en los sensatos, como una válvula liberadora, la picante curiosidad por saber cómo es aquello. Cómo es la maldad, cómo son los villanos. Pero algo hemos aprendido sobre policías y ladrones, sobre zurdos y diestros, sobre víctimas y victimarios. Ya sabemos que esas fronteras son porosas, que los policías, que los ladrones, que los militares, que los combatientes, que los buenos… a veces son transformistas y somos incapaces de ordenar el mundo con las mismas certezas que el riguroso policiaco predica. Y los que intentamos narrar descubrimos que hay sombras, y que hay demasiados grises. También pasa con el periodismo. Al periodista se le exige ser el médium del género policiaco y debe señalar con afilada cabecera al malo más malo y al bueno más bueno. Pero, de pronto, toca ir a una prisión o a un juzgado y todo se te estrella en la cara. El victimario derrotado, o arrogante, o sorprendido, o avergonzado, o retador, o

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con rostro angelical… o viejo. La víctima orgullosa, o avergonzada, o sufriendo, o devastada. El fiscal seco y frío. Moviéndose todos en una coreografía dirigida por un juez del que se espera todo. En medio de la solemnidad —y de la precariedad— de nuestro sistema de justicia, saltan las preguntas: ¿Qué tuvo que suceder para ese horror? ¿Cuáles son los engranajes que nos mueven? ¿Cuál es el detonante para que una persona explote y se lance a romper las reglas que en teoría nos hacen humanos?. Los autores de estos argumentos tomaron un bisturí, otros un serrucho, y se dispusieron a desgarrar las pesadillas. Este libro es un ring en el que el bien y el mal se dan brutales puñetazos; este es el escenario donde un par de boxeadores sin guantes y con pantaloncillos del mismo color se enfrentan. En estas historias —con diversidad de tramas, de personajes, de complejidades— la resolución de un crimen es el último pretexto. Aquí se muestra la caída, la explosión, el momento en que el timón gira bruscamente para tomar la ruta anegada por la niebla. Deudas de vida, la obra premiada, es el ejemplo: es un reloj de arena en el que el bien y el mal se escurren por el mismo recipiente. Historias prestadas, vidas prestadas, un corazón prestado, donde siempre acecha la sombra del quién es quién y flota la cuestión de cuáles son esas barreras infranqueables entre el pecado y la santidad. ¿Y la lealtad? ¿Y el destino? ¿De qué lado estamos? En estos argumentos se bucea en el fango. Sí, los géneros —los periodísticos, los literarios, los sexuales, los cinematográficos— son porosos, son elásticos, fluyen como la sangre. Y, con desparpajo, los autores de estos textos dan un manotazo al tablero de ajedrez, y mueven las piezas como se les da la gana. Sus protagonistas: esperpénticos, perversos, aburridos, perdedores, complejos, tristes, entrañables, dolidos o rabiosos, avanzan y atraviesan los cuadros blancos y los negros indiscriminadamente. Se deslizan, tropiezan, huyen, se entregan. *** El argumento para el cine es el momento en el que el dedo aprieta el gatillo. Es la promesa. Estos argumentos serán el balazo que abre un agujero en el muro. Cada uno demuestra que el intento por ordenar, etiquetar, y juzgar, será un fracaso. Aquí se bosquejan la confusión y las preguntas. Aquí se abre una rendija para que el espectador espíe al otro lado. El bien se mira en el espejo del mal.

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Alejandra Gutiérrez Valdizán. Jurado del Tercer Premio Bengala-UANL. Editora en jefe del Plaza Pública, medio online de análisis, investigaciones y debates desde la Ciudad de Guatemala, en Centroamérica. Su trabajo como escritora e investigadora ha sido reconocido como finalista en la International Press Association (SIP) y la Fundación Gabriel García Márquez para el Periodismo Iberoamericano.

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José Luis Valencia. Guadalajara, Jalisco. Ganador del Tercer Premio Bengala-UANL. Maestro en Ciencias Sociales y publicista. Ha publicado en las revistas digitales Barrio Antiguo, Mamborock, Tercera Vía, Cuadrilátero y Nuestra Aparente Rendición. Publicó la novela La poeta gorda (Rayuela, 2014), participó en la compilación Jalisco en el mundo contemporáneo, Aportaciones para una enciclopedia de la época (UdeG, 2010) y en el libro de no ficción Demasiados lobos andan sueltos. Crónicas infrarrealistas (Rayuela, 2014).

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Deudas de vida José Luis Valencia

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ntra muchacho, sé a qué has venido —dijo don Fermín sin levantar la mirada—. Sentado en un equipal, en medio de un jardín de ceibas y olivos, tomó un habano, lo colocó bajo su nariz y aspiró el olor tropical del tabaco. Se llevó la mano derecha al pecho y recorrió la cicatriz que no le deja olvidar que tiene un corazón que no es suyo. “Cuando se vive con el corazón de otro se siente menos, se siente diferente. Cada día es de a gratis”, piensa de cuando en cuando. Encendió el habano, prohibido por prescripción médica, aspiró el tabaco, cerró los ojos, exhaló una bocanada de humo y miró al muchacho que esperaba una señal suya para entrar al jardín. Una sensación de angustia le hormigueó en la piel. Nunca imaginó que sería aquel joven quien tocaría a su puerta esa noche; pensándolo un poco, tampoco podría haber sido otro. —Entra y siéntate. Hablemos antes de que hagas lo que tienes que hacer—. —Así que sabe a qué vine —Benjamín apretó los dientes al sentir de golpe la acusación que le caía encima y pasó saliva para quitarse el trago amargo—. Dígame, ¿a qué he venido? —preguntó con el tono retador de quien no acepta acusaciones que no merece—. —Vienes a matarme —respondió sin emoción y con una sonrisa condescendiente—. Te ha convencido y harás lo que él no tiene el valor de hacer. Las cosas son como son, no te lo reprocho. Mejor que seas tú —dijo antes de dar un sorbo a la copa de tinto que sostenía entre sus manos—. Saboreaba un Richebourg, el vino francés que probó por primera vez hace casi cuarenta años, cuando estudiaba en la Sorbona un posgrado que jamás terminó. La sensación del vino en su boca valía los mil seiscientos dólares que pagaba por cada botella. Sonrió por no saber qué decir. Suspiró de nuevo. Hurgó en los ojos de Benjamín en busca de razones que sabía no tenía sentido

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encontrar: con él se podía hablar de frente, no hacían falta juegos ni rodeos. Tampoco sentía rencor ni miedo, ya estaba viejo para eso. En el fondo le reconfortaba que todo fuera a terminar así: tomando una copa en la casa donde había nacido, donde vivió con su mujer y crecieron sus hijos. Su familia tenía la vida resuelta, así que las únicas cuentas pendientes las tenía con Dios y ya se arreglaría con él cuando estuvieran de frente. Alzó la copa para admirar el rojo rubí denso de la uva pinot noir, su favorita. Suspiró y sonrió nuevamente. A sus sesenta y tantos años, con la vida que había llevado y las vidas que había quitado, era casi un final feliz morir sentado, bebiendo un buen vino y charlando con un viejo amigo. Miró a Benjamín y, aunque no pudo reconocer al adolescente de años atrás, no podía olvidar que ese joven, a pesar de su edad, se fajó como el que más y evitó que abusaran de su hija Victoria, la menor, la que más quería. El muchacho se puso al tú por tú con un policía para salvarla, en una época en la que eso costaba la vida. “Los tamaños de un hombre se miden por sus acciones, pero más cuando actúa sin pensar. Cuando en los momentos difíciles elige el camino correcto sin pensarlo dos veces. Así es cómo se sabe de qué está hecho”, contaba don Fermín. Benjamín se convirtió en un hijo más, el número uno, el más respetado y querido. Es cierto que la sangre llama, pero don Fermín no podía obviar que sus dos hijos varones no tenían ni el corazón ni los arrestos del muchacho. —Está bien que seas tú. No lo tomo a mal. Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer y tú ya eres un hombre. Sírvete un trago —dijo, señalando la barra que estaba a sus espaldas—. —Así que vengo a matarlo…, chinga’o, don Fermín; dígame, ¿de dónde saca eso? ¿De cuándo acá me toma por culero?—. —No pasa nada, muchacho. Lo que vas a hacer es de lo más normal. En esta vida que elegimos nada es personal, nunca olvides eso —respondió don Fermín, echándose para atrás en la silla y cruzando las piernas—. Mira, hace años fui a un chequeo médico de rutina, llegué caminando y salí un mes después con un corazón nuevo —dijo tocándose nuevamente la cicatriz en el pecho—: aquel día fumé un cigarrillo antes de entrar al hospital y poco después casi me muero de un infarto; así aprendí que a la muerte hay que esperarla todos los días. Tantos años con tanta gente tratando de matarme y yo me iba a morir del corazón. Qué cursilería, ¿no? Pero así es esto: lo que no te cobran tus muertos, te lo cobra la vida. —Pos se equivoca, no he venido a eso —interrumpió Benjamín, encendiendo un cigarrillo. También lo miraba a los ojos, con respe-

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to, pero sin vacilar—. Usted me conoce, o eso creía, nunca se sabe, ¿no? Siempre dijo que había que estar al tiro porque el Diablo anda metido en todos lados pero, don Fermín, ¿‘onde me vio los cuernos? Con todo respeto, no sea cabrón. No se vale. —¿No vienes a eso? ¿Que no te han llegado al precio? —don Fermín se arrepintió apenas terminada la frase: Benjamín no lo merecía ni aunque fuera el hombre que iba a meterle la bala que había estado esperando desde que lo nombraron jefe de la organización que fundó Roberto, su hermano—. El movimiento era grande, muchos jóvenes armados, estudiantes que jamás habían pisado ni la escuela ni la cárcel porque estaban protegidos por quién sabe qué gente del gobierno. Asaltos, secuestros, asesinatos a puño limpio o a punta de bala. Todo estaba permitido siempre que no hicieran demasiado escándalo y cumplieran sus responsabilidades con la nación. El día que murió su hermano, no bien había regresado de la morgue donde tuvo que identificar su cadáver, Fermín recibió una llamada de presidencia: “Ahora la estabilidad del estado es responsabilidad suya. Confiamos en que no nos defraudará”, escuchó del otro lado de la bocina. Colgaron sin esperar respuesta. Entendió que sería el nuevo jefe. Sudó frío: si los lugartenientes de su hermano no estaban de acuerdo, tendría que matarlos o ellos lo matarían a él; no estaba listo para eso. Roberto fue el tipo de hombre que todos respetaban o temían, tomaba las decisiones difíciles y se hizo cargo de la familia desde que el padre de ambos murió. Fermín había elegido otra vida: los viajes, las charlas de café, las noches de cantina, la ilustración, las inagotables noches de París, la Belle Époque; sus años de juventud habían sido una bohemia financiada por su hermano. Nunca le interesó ser parte del mundo de Roberto y éste jamás intentó involucrarlo. No estaba hecho para esa vida y ambos lo sabían. La misma noche en que murió, en pleno funeral, entre el silencio de su madre que miraba sin expresión la caja donde descansaba el cuerpo de su hijo mayor; de empresarios agradecidos porque la Organización había eliminado a la competencia incómoda; de políticos de renombre que acudían a mostrar sus respetos a la familia del hombre que había mantenido el orden en la ciudad; y de cientos de jóvenes, algunos enclenques, otros pasados de peso, pero todos armados, sudorosos, mal encarados y ansiosos por desahogar su frustración a balazos; en medio de todo eso, los cuatro lugartenientes, uno a uno, le presentaron sus respetos. La sucesión sería pacífica. Hacía más de veinte años desde aquella noche y aún hoy no podía quitarse la sensación de querer salir corriendo. Él no

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era como su hermano, nunca había querido ese lugar y, sin embargo, lo había hecho bien: veinte años después estaba vivo y seguía al mando. La voz del muchacho interrumpió sus recuerdos. —No, don Fermín, sé que él tiene la razón, los modelos se agotan y la Organización necesita cambios, pero no he venido a eso. Soy de pueblo, acuérdese, allá somos rancheritos pero con muchos güevos: yo no olvido ni traiciono —un nudo en la garganta cortó la frase—. A Benjamín se le vino encima un mundo de recuerdos; por ejemplo, que tenía apenas ocho años cuando un policía mató a su padre. Un pleito de cantina entre un agricultor desarmado y un hombre de ley con escopeta y revólver. Su padre terminó en el cementerio y el policía, con los años, llegó a jefe del departamento. Luego su madre trabajando de sol a sol, limpiando casas y lavando ropa ajena para que Benjamín estudiara en la ciudad. Ella sabía que si el muchacho se quedaba en el pueblo, tarde o temprano enfrentaría al asesino de su padre y no quería eso, un muerto en la familia era suficiente. Después la época en la ciudad: apenas cumplidos los quince años entró a la preparatoria pública y comenzó a salir con una chica maoísta. Ella le dio su primer porro, le quitó la virginidad y le habló del comunismo. Fue la época en que se creía que el mundo podía cambiar: Marx, el Che, la revolución y todas esas cosas que hoy están en desuso. Entonces se podía creer en algo con el alma y dar la vida por una causa. Benjamín creía, pero no era un hombre de letras como los amigos de la chica maoísta. Para él todo era más simple: los pobres estaban jodidos, los ricos se hacían más ricos jodiendo a los pobres y a los gobiernos los ponían los ricos para seguir haciéndose ricos a costa de los pobres que, por si fuera poco, tenían que cuidarse más de la policía que de los delincuentes. No soportaba a los que se sentaban a leer y a escribir sobre los problemas de la gente: “Proletariado, lucha de clases, burguesía, ponerle nombres mamones a las cosas no resuelve nada. No entiendo cómo sus pinches libros van a ayudar a que la gente tenga qué comer. Nomás se hacen pendejos tus amigos”, le decía a la chica maoísta después de pasar por largas y aburridas horas en asambleas con las Juventudes Comunistas, o el Comité Central del Partido o el Colectivo Socialista. Pasaban de un grupo a otro porque ella cambiaba de filiación, según su estado de animo. “Yo quiero hacer cosas en serio, no sentarme a discutir pendejadas en un café”, insistía Benjamín. Su frustración por lo inútil de esa vida y la decepción de la chica maoísta por el poco compromiso ideológico que mostraba, acaba-

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ron con su relación. Ella lo dejó por un poeta jipi y él, aunque en realidad no le importó mucho, sólo por no dejar, le rompió la nariz y dos dientes al poeta. “Así no se hacen las cosas, hay que respetar, pos ni que fuéramos animalitos pa’ andar así todos contra todos”, le dijo antes de caerle a golpes. Benjamín se alejó del mundillo intelectual en busca de gente que hiciera más y hablara menos. Primero intentó con los del Frente, pero lo rechazaron por ser estudiante de derecho. “Una carrera de burgueses”, dijeron. Intentó buscar a la Liga, pero tampoco tuvo suerte con ellos. Entonces apareció El Rostro, un muchacho tres o cuatro años mayor que Benjamín; tenía la frente amplia y arrugada, nariz alargada, orejas puntiagudas y barbilla hundida, casi inexistente. Hacía ocho años que estudiaba sociología y, aunque no había pasado del tercer semestre, era el orador principal en las asambleas estudiantiles y el organizador de las tertulias poéticas en el jardín trasero de la facultad. Él fue quien le habló de los Conejeros: “Mira camarada, lo que hacemos es tumbar policías, les quitamos la pistola, balas, lo que traigan de armas y se los rolamos a la Liga. Nuestra chamba es conseguirle suministros a la guerrilla, ¿entiendes? Es igual de importante y no arriesgas el pellejo tan a lo pendejo, ¿le entras o te da culo?”. Benjamín aceptó y participó en cinco emboscadas. Las tres primeras fueron un fiasco que no valía la pena recordar. En su cuarto intento, vieron a una patrulla estacionarse en un callejón y a un policía bajar con una adolescente esposada y amordazada. La llevaba sujeta del brazo y a empellones la metió a una casona abandonada. Benjamín, El Rostro y otros dos los siguieron. Al entrar vieron a la chica tirada sobre unos cartones sucios y al policía con los pantalones en las rodillas. Benjamín sintió la sangre caliente y los puños pesados. “Pinche tira pocos güevos”, dijo entre dientes. Miró a la chica y después al policía que no alcanzó a decidirse entre buscar su arma o subirse los pantalones; Benjamín se le fue encima y, cuando los demás reaccionaron, el oficial tenía el cráneo reventado a golpes. El Rostro tomó el arma del policía, que gemía y temblaba tumbado en el suelo, y salió corriendo seguido del resto de la banda. Benjamín ayudó a la muchacha a levantarse, le quitó las esposas, la sacó del lugar y le preguntó a dónde tenía que llevarla: “Con mi papá, por favor, con Fermín Reyes”, respondió sin emoción alguna. Habían pasado diez años desde aquella tarde. —¿A qué vienes entonces? —interrumpió don Fermín, tragándose el orgullo y sirviéndole una copa del vino francés que nunca había compartido con nadie. Era su gusto personal, para sus mo-

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mentos de soledad—. —A renunciar y a despedirme. Él tiene razón, pero no voy a pelear con usted; porque a usted le debo la vida y si me meto en esta bronca no podría estar a su lado. Por eso me voy. Yo no traiciono —Benjamín lo miró a los ojos y lo encontró cansado, encanecido—. Parecía un hombre distinto al que conoció cuando llevó a Victoria a su casa: “Fermín Reyes, carajo”, Benjamín sabía que ese era el hombre del que hablaban los amigos de la chica maoísta: el represor que trabajaba para el gobierno; el jefe de la organización que sofocaba las manifestaciones de los trabajadores de las fábricas; el criminal responsable de la muerte de políticos de oposición y líderes sociales; el mafioso que armaba a los porros en la Universidad y se encargaba de eliminar a estudiantes de izquierda y agitadores como Benjamín. Fue ese Fermín quien abrió la puerta esa noche: vestido con bata, pantuflas y los anteojos a media nariz, el enemigo no parecía tan terrible. Victoria, que no pronunció palabra durante el camino, apenas miró a su padre se abalanzó hacía él y comenzó a llorar. Don Fermín, con su hija entre los brazos, miró por encima del hombro a aquel muchacho. “Es la de un hombre agradecido, no la de un hijo de puta”, pensó Benjamín sin rehuir su mirada firme. “Espera aquí, muchacho”, dijo antes de llevar a su hija adentro de la casa. Benjamín esperó. Poco después un tipo abrió la puerta, le pidió su nombre y cerró nuevamente. Minutos más tarde reapareció don Fermín: “Entra, muchacho, te quedarás a cenar”. En el comedor esperaban Victoria, sus dos hermanos y su madre. A nadie pareció importarle la presencia de un extraño en la cena familiar. La noche transcurrió entre charlas casuales, bromas y una lluvia de atenciones como nunca las habían tenido con él: “¿Más carne?”, “¿Te gustó la sopa?”, “¿Otra copa?”. Lo hicieron sentir como uno más de la familia. Al final de la velada, Victoria lo acompañó a la puerta, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído un regresa que le enchinó la piel. Benjamín volvió casi a diario. Ella, una niña rica y mimada, descubrió en él un mundo que no conocía. No era sólo lo que el muchacho había hecho por ella, era su humor de pueblo, la mirada simple de un chico pobre y comunista, los arranques de un flaco desgarbado pero entrón y bueno para los madrazos. Pero, sobre todo eso, era el único que no agachaba la cabeza al hablar con su padre, que le respondía golpeado, que parecía no tenerle miedo. Ella, princesa en un mundo de fantasía, no había conocido nunca a nadie parecido. Él, un muchacho de pueblo, de esos que se enamoran por los ojos, simplemente no pudo dejar de pensar en ella.

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“Cuando el amor te pega en la panza, ya no hay nada que hacer, camarada”, le había dicho El Rostro alguna de esas noches de mezcal en que escuchaban a Silvio y hablaban de los amores perdidos o de las revoluciones por venir. —¿Te vas?, ¿así nada más? —preguntó don Fermín que, con los años, había aprendido que a casa no se invita a cualquiera, porque ahí es donde está la familia y la familia es sagrada—. Pero también sabía que quien se juega la vida defendiendo a una mujer, más si esa mujer es tu hija, se gana el derecho a entrar al hogar. Por eso la noche en que Benjamín apareció en su casa, con Victoria entre los brazos, ya tenía su lugar en la mesa. Tampoco importó lo que el muchacho hacía: a las pocas horas Fermín sabía ya que era un conejero y aún así le permitió visitar a su hija y compartir la mesa con su familia muchas noches más. No importó que fuera uno de esos radicales con los que tenía que acabar; en lo que a él concernía, el muchacho se había ganado un indulto. Ordenó que nadie le pusiera una mano encima y así se hizo. —Sí. Me voy, así nomás. Ya sabe que soy de pocas palabras. —¿Qué vas a hacer afuera? —preguntó—. La primera vez que charlaron sobre las ideas del muchacho, Fermín habló del respeto a la patria, del orden, el progreso y el respeto a las instituciones; Benjamín rebatió hablando del hambre, de la gente a la que le quitaban sus tierras, de los niños que morían porque no había para pagar a un médico, del policía que mató a su padre y que ahora era jefe de cuartel. Discutieron durante horas. Don Fermín escuchó con paciencia un discurso poco elaborado, pero apasionado; el muchacho hablaba más con el corazón que con razones. Eso fue lo que respetó don Fermín, que terminó la charla con una sentencia: “Muchacho, eres un buen hombre; si no tuvieras esas ideas rojas en tu cabeza, no tendría inconveniente en que fueras parte de la vida de mi hija; pero el camino que elegiste tarde o temprano te va a llevar al panteón y no quiero que Victoria siga tu suerte ni verla llorar por ti, ¿entiendes?”. Benjamín lo miró fijo, tragó saliva y le extendió la mano: “Entiendo, yo quiero a su hija, pero también sé que no voy a dejar de creer en lo que creo ni de hacer lo que hago; hay luchas que no deben de abandonarse aunque se sepan perdidas, la mía es de esas”. Don Fermín le dio la mano sintiéndose orgulloso de aquel muchacho. Eso no había cambiado: aún hoy, sabiendo lo que iba a pasar, seguía sintiéndose orgulloso de él. —¿Qué voy a hacer? Pos ganarme la vida. No necesito esto para vivir. Sé trabajar y sé hacerlo bien. He pasado por tantas cosas que

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trabajar no me asusta ni tantito, y usted lo sabe —respondió Benjamín, refiriéndose a la noche que lo levantó el ejército—. En su último intento por conseguir armas para la guerrilla, los Conejeros intentaron emboscar una patrulla parada en una calle oscura y callada. Un policía sentado al volante y aspirando una raya de coca parecía un blanco fácil. El Rostro se acercó a la ventanilla, sacó un revolver, lo puso en la sien de aquel tipo y le gritó que bajara del auto. “Que se baje tu chingadamadre”, respondió el oficial antes de recibir un cachazo en la cara. En la acera contraria se escuchó un disparo. El policía no estaba solo. Su pareja, que estaba meando detrás de un árbol, empezó a disparar al escuchar el grito de su compañero. El Rostro comenzó a temblar y, con el tamborileo de sus dedos, se le escapó un tiro que pegó directo en la cara del policía que estaba en la patrulla. Quedó paralizado hasta que Benjamín corrió hacia él, lo jaló y lo echó hacia atrás justo antes de escuchar un nuevo disparo. Fue Benjamín quien recibió el tiro. Cayó mientras El Rostro y los demás corrieron sin voltear atrás. Llegaron más policías. “¡Le disparó, lo mató el muy cabrón. Hay que chingar a este hijo de su perra madre!”, gritaba el compañero del policía asesinado, señalando a Benjamín. A toletazos, patadas y puñetazos, los policías hacían justicia a su compañero caído. Llegó un camión del ejército. Un grupo de soldados bajó, sacó a Benjamín de entre los policías y lo llevó a un cuartel. Las cosas no mejoraron: lo metieron a un cuarto pequeño, le quitaron la ropa y lo esposaron a una silla. Le preguntaron a qué grupo guerrillero pertenecía, qué gobierno extranjero le pagaba, por qué quería desestabilizar a las instituciones, por qué traicionaba a su país. Pasó un día, luego dos, después muchos más, los suficientes para que el tiempo dejara de importar. Lo mantuvieron desnudo y con los ojos cubiertos con un trapo ensangrentado. Lo golpeaban varias veces al día, a veces a puño limpio y otras con una vara de goma. De cuando en cuando, un par de manos grandes golpeaba sus oídos con las palmas abiertas. Le daban de comer sólo tres o cuatro veces por semana y apenas unos sorbos de agua durante las noches. Por temporadas lo encerraban en un cuarto pequeño sin ventanas ni luz. Cuando se quedaba dormido, la puerta de la celda se abría y un chorro de agua lo levantaba de golpe y lo estrujaba contra la pared. Al principio, cuando comenzaron los interrogatorios, Benjamín se engalló. Estaba frente al enemigo y no se iba a doblar: los ignoró, se negó a pronunciar palabra y respondió a los golpes con escupitajos. Luego los retó: “Suéltenme hijos de su perra madre y déjense venir en bola porque de a uno no me hallo,

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pinches guachos putos”. Después, cuando aprendió que el dolor no tiene límites, pidió tregua: “Ya párenle, no sé nada, no conozco a los de la Liga ni a ningún puto cubano, me cae. A’i muere: yo no disparé, se los juro, nomás íbamos por el arma”. Le habría gustado saber algo para contarlo y que lo dejaran en paz, pero lo único que sabía era que El Rostro era quien entregaba las armas. Delatarlo nunca fue opción; habría confesado cualquier cosa, menos eso. Para él, la amistad que nace entre canciones y confesiones de alcohol, era sagrada. Suplicó que lo mataran, pero nadie escuchó. También pensó en el suicidio, pero no tuvo la oportunidad ni los medios para hacerlo. Con el tiempo dejaron de hacerle preguntas, pero no de golpearlo. Una tarde lo vistieron, lo aventaron a la caja de una pick-up y lo llevaron a casa de don Fermín. Por Victoria supo que su papá había amenazado al presidente con hacer de las calles un infierno de balas y granadazos si no lo regresaban con vida. En ese tiempo nadie le faltaba al respeto al presidente y Benjamín lo sabía. Don Fermín no sólo había arriesgado su lugar en la Organización, se había jugado su resto y eso no se olvida. “Acuérdese que usted me salvó la vida. ¿De verdad cree que lo voy a traicionar?” —¿Dices que él tiene razón? —preguntó don Fermín con voz cansada y bajando la mirada—. —Estoy seguro. —¿Y no te irás con él? —No, a usted le debo la vida y si con ella tengo que pagarle, pago —Benjamín pasó tres meses encerrado en el cuartel y otros tantos recuperándose de la tortura; eso no se olvida fácilmente—. Tampoco que Victoria lo cuidó todo ese tiempo: limpió sus heridas; cambió pañales y sábanas cuando él no podía levantarse; le hablaba, le leía, lo alimentaba. Benjamín no imaginó a la chica maoísta, con todo ese compromiso y amor revolucionario, haciendo lo que Victoria había hecho por él. Entonces comprendió que fue don Fermín, ese represor a sueldo del gobierno, el asesino a sangre fría, el enemigo del pueblo, quien se había jugado la vida por él; mientras sus camaradas, los que se decían justicieros del pueblo y hablaban de revolución, lealtad y justicia, lo habían abandonado a su suerte. ¿Quiénes eran los buenos y quiénes los malos? Ya no estaba seguro de eso. Él se había sacrificado para sacar a El Rostro del tiroteo y ellos lo abandonaron a manos de policías rabiosos de venganza. Y eso no había sido todo: lo que terminó de reventarle el estómago no fueron los golpes de los militares, sino enterarse de algo que pasó mientras estuvo desaparecido: cuando Benjamín pudo poner-

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se en pie fue a ver a su madre que, entre lágrimas, lo abrazó como si acabara de salir de su vientre y lo tuviera por primera vez entre sus manos. Ella le habló de un tipo que la visitó mientras estuvo desaparecido; ese hombre la golpeó y amenazó con lastimar a sus otros hijos, los más pequeños, si la policía se enteraba de lo que hacía Benjamín. Su madre pasó el tiempo entre la angustia de no saber de su hijo mayor y el miedo de que algo malo le pasara a los más pequeños: “Era un hombre sin alma y sin piocha, hijo; era feo por dentro y por fuera, tendrías que haberlo visto”. A Benjamín se le trabó la quijada al imaginar a El Rostro lastimando a su madre. Mientras sus compañeros de lucha lo habían traicionado, don Fermín, el que tendría que ser el enemigo, había arriesgado todo para salvarlo. Esas cosas no se olvidan. —Estás cometiendo un error. En esta guerra que viene no hay lugar para puntos medios. Estás con él o estás conmigo. Si no tomas partido estás en contra de los dos. Si no te decides, estás muerto y lo sabes. Muchacho, en esto que hacemos no puedes dudar, un momento de indecisión te puede costar la vida. —En usted confío y los demás me pelan la verga. Quiero ver quién es el valiente que se me pone enfrente. Ya sobreviví a muchas cosas como pa’ mojarme con cualquier llovizna —dijo sonriendo y encendiendo otro cigarrillo—. Además, don Fermín, estos son los momentos en que hay que mostrar la lealtad, ¿que no? Usted me enseñó eso. —Entonces demuéstrala con hechos, no con discursos. Quédate a mi lado, pelea conmigo. Tengo muchos años en esto y sé cómo va a terminar esta historia. Yo no voy a perder. —Fíjese, don Fermín, porque esto no me lo enseñó usted, fue algo que aprendí por a’i: la lealtad no se trata de quedarte pa’ siempre en el mismo bando. La lealtad no es ser incondicional a lo pendejo. Porque no es leal quien nomás te da por tu lado o se la pasa obedeciendo a lo güey. La gente así no es de fiar. Si se quiere a alguien de veras, hay que decirle cuando está equivocado y no dejar que se lo lleve la chingada. Yo a usted lo quiero y le soy leal, por eso le digo que esta guerra a la que se va a meter, es la que lo va a matar. No soy como toda esa bola de putos que tiene a su alrededor y que se la pasan besándole las pelotas. No soy de los que se están hinchando en billetes, abusando de la gente y haciendo negocios en su nombre. Se lo digo al tiro: no estoy de acuerdo con el camino que ha elegido ni con la gente con quien está tomando decisiones. Él tiene razón, y lo que quiere hacer se necesita; usted está equivocado

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y por eso le van a ganar —a Benjamín la voz se le resquebrajaba apenas al salir de la boca. Guardó silencio unos minutos, tomó aire y continuó—. Y sepa, don Fermín, que al decirle esto que le estoy diciendo, estoy siendo más leal que cualquiera de los que están con usted. Toda esa bola de culeros que le andan calentando el oído y diciéndole que se aviente la bronca, son los primeros que lo van a dejar solo cuando vean que se les viene la reata encima. —¿Así que él tiene razón? ¿De verdad lo crees? —preguntó el viejo mordiéndose los labios—. Quizá mi modelo sea viejo, pero funciona y es justo para todos. Con él ganarán algunas batallas, pero les quitará el alma y los desechará uno por uno cuando ya no los necesite. Él es capaz de pactar con el Diablo y lo sabes, a ti no puede engañarte. Los demás pueden creer esa basura de los nuevos modelos, pero tú no. No, tú sabes muy bien de qué se trata todo esto —el viejo se perdió en sus pensamientos y se aferró al recuerdo de la última vez que había sentido miedo—: “Papá, Benjamín le disparó a un policía y se lo llevaron; tienes que hacer algo. Se lo llevaron a Benjamín y lo van a matar”, le había dicho Victoria aquel día. A don Fermín se le heló la sangre. Sabía lo que eso significaba: o el cadáver ya había sido arrojado al mar desde un helicóptero o lo estarían torturando en algún cuartel militar en cualquier parte del país. “El muchacho es fuerte, si no lo han matado va a aguantar”, dijo para tranquilizarse. Comenzó a hacer llamadas. Lo primero que supo es que había un policía muerto y que era pariente de alguien cercano al Gobernador. Lo llamó. “Tu trabajo es acabar con estos delincuentes, ¿de verdad me estás pidiendo que suelte a uno? Sé serio, Fermín. Además, no tengo información sobre ningún detenido. Lo que te puedo asegurar con absoluta certeza es que si este muchacho es tan importante para ti, espero que ya esté bien muerto”, fue la respuesta que recibió. “Está vivo”, pensó don Fermín aliviado. Esa información era lo único que necesitaba. En el estado, sólo la Organización era más poderosa que el gobierno; por eso tenían sus diferencias, porque ambos sabían que el poder no se comparte. El reto del Gobernador no había pasado desapercibido, pero ese tema lo atendería después; lo que importaba es que el muchacho estaba vivo. Ahora tendría que pedir favores y sabía donde comenzar, con el General: “Don Fermín, usted lo sabe bien, mi deber es con el país y no puedo tomar decisiones así nada más, mi trabajo es obedecer órdenes. Pero en honor a nuestra amistad, puedo decirle que el sujeto que busca está en la quinceava y que, por instrucciones del señor Gobernador, de ahí sólo sale en un ca-

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jón; a no ser que el Jefe Máximo disponga otra cosa”, dijo. Tomó un respiro antes de agradecer la información. Colgó. El siguiente movimiento era el más arriesgado, pero no dudó en hacerlo: “Señor Presidente, necesito pedirle un favor personal. Verá, se trata de un muchacho que me ayudó en un tema familiar, con mi hija…”, dijo don Fermín a través del auricular. La respuesta fue corta: “Entiendo. Veré qué se puede hacer, Fermín. Buena tarde”. Durante casi un mes no recibió noticias y decidió llamar de nuevo: “Señor Presidente, disculpe que lo moleste nuevamente, es sobre el tema que le comenté, ¿recuerda? Sobre el muchacho. Es muy importante para mí”, insistió. “Como dije la última vez, veré qué se puede hacer”, repitió el Presidente. Tres semanas después seguía sin tener noticias. Insistió: “Señor Presidente, con todo respeto, o sueltan al muchacho o… ¿cómo le dijera? Las cosas se pueden salir de control, espero me comprenda”. “Se necesitan muchos arrestos para amenazarme, Fermín”, dijo el Presidente y colgó. Aquella fue la última ocasión en que ese presidente le tomó una llamada. Al día siguiente le entregaron al muchacho. Don Fermín sabía que había tomado un camino sin retorno y que, a partir de ese día, cada mañana podría ser la última. No le importó, Benjamín estaba a salvo y eso era todo lo que quería. “¿Entiendes que él los hará ganar, les quitará el alma y los desechará?” —Es posible, pero en este momento él tiene razón. —¿De verdad crees eso, que tiene razón? —insistió don Fermín observando al muchacho que no bajaba la mirada, mantenía la espalda recta y los pies bien plantados en el suelo—. No se parecía en nada a la piltrafa que los soldados le habían entregado en su casa y que, meses después, ya recuperado, le pidió lo aceptara en la Organización. “Aquí no hay ideales, hijo; sólo hay un grupo y por el grupo se hace lo que se tenga que hacer. No hay espacio para discusiones, aquí se obedece porque eso es lo que se tiene que hacer y punto. Se te da un sueldo, un margen para que hagas negocios y se acabó, el resto es obedecer. No estás hecho para esto, tú sí crees en cosas y eso está bien. Síguele por ahí”. Benjamín respondió sin vacilar: “El corazón sin güevos no vale y los güevos se enseñan. Nunca más me voy a arriesgar a lo pendejo, me la voy a jugar por la gente que es leña, por los que tienen palabra, los güevos bien puestos y el coraje para sostener la mirada. Usted me enseñó eso”. Don Fermín suspiró. Él nunca había querido vivir esa vida y no la quería para el muchacho. No valía la pena, pero no sabía cómo convencerlo de no tomar el camino que él mismo había recorrido durante más de vein-

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te años. Al verlo tan decidido, comprendió que sólo tenía una carta para disuadirlo y la jugó: “Ya eres un hombre y un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer; pero si te metes a esto dejas a Victoria definitivamente; si decides recorrer este camino no podrás hacerla feliz, ¿entiendes? No quiero que ella sufra por lo que harás ni que pase su vida preocupada, pensando cada mañana si regresarás vivo a la hora de la cena”. Benjamín no dudó porque a veces el rencor es más fuerte que el corazón: se decidió por la Organización. El viejo suspiró nuevamente. Sintió un hormigueo en el brazo izquierdo, el primer aviso de que su corazón pronto le haría una mala pasada. Ese mismo día Benjamín recibió una pistola y un carnet que lo acreditaba como miembro de la Organización. Fue él quien decidió que su primera misión sería desmantelar a los grupos subversivos de la ciudad y sabía donde comenzar. A los pocos días, dos cadáveres fueron encontrados en un pueblo alejado de la ciudad. La versión oficial fue que un tipo intentó robarse el arma del jefe de la policía local y, en la trifulca, ambos terminaron muertos. Nunca se identificó al criminal que quedó con el rostro desfigurado a balazos. El jefe de la policía fue enterrado con honores. A los pocos días, uno a uno los Conejeros fueron desapareciendo. Ninguna de sus familias supo más de ellos. —Muchacho, mírame a los ojos y escúchame bien: ¿En serio lo crees? ¿Que él tiene razón? —preguntó don Fermín, que sabía bien que cuando a ese muchacho se le metía una idea en la cabeza, no había forma de convencerlo de lo contrario. —Estoy seguro que lo que él va a hacer es lo que se necesita. —Esta bien, muchacho, tú ganas. Esto es lo que va a pasar: te vas a ir con él y vas a pelear a su lado. Esta guerra no será sencilla, pero si gano tú vas a estar bien, no te preocupes; si pierdo, ese día quien venga a esta casa serás tú y sólo tú, ¿entiendes? Harás lo que tengas que hacer, pero te vas a asegurar que nadie hable mal de mí ni de mi familia; vas a cuidar de los míos, ¿está claro? Ya puedes irte. —No voy a hacer eso, don Fermín, ¿que no me escuchó? —No estoy preguntando qué quieres hacer, es una orden. Lárgate de mi casa —dijo el viejo con voz seca. —Don Fermín, no. Yo no puedo —a Benjamín se le escaparon un par de lágrimas. Lloró como no lo hacía desde que lo agarraron los militares. Se acercó a don Fermín y lo abrazó con ganas de no soltarlo nunca. Escuchó cómo el viejo tragaba saliva y después un suspiro largo. Don Fermín lo tomó por la nuca, le dio un beso en la mejilla y dijo: “Está bien, muchacho, un hombre tiene que hacer

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lo que tiene que hacer y tú ya eres un hombre”. Lo apartó un poco para mirarlo a los ojos y sonrió. Benjamín asintió con la cabeza. “No se apure, yo voy a cuidar de los suyos”, dijo al tiempo que le metía dos tiros en el pecho. El viejo se abrazó a él, Benjamín lo sostuvo. “En ese corazón que no es suyo, pa’ que no le duela. Yo cuido a su familia, don Fermín. Váyase en paz”. Desde una ventana en lo alto, Victoria miraba a los dos hombres que más amaba en la vida. Cuando se abrazaron pensó que todo estaría bien, que su padre había arreglado todo como siempre lo hacía. Sonrío. Escuchó disparos, cerró los ojos, se apartó de la ventana y se mordió los labios para no gritar. Guardó silencio porque quería recordar el eco seco de la pólvora para no olvidar cómo se escucha cuando pierdes a alguien. No derramó una sola lágrima. Se sentó en la cama, apretó los puños para calmar el temblor en sus manos. Respiró hondo y abrió los ojos sabiendo que había perdido a los dos hombres que amaba: uno había muerto y al otro lo odiaría el resto de su vida.

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Iván Farías. Ciudad de México. Narrador y crítico de cine. Ha publicado dos volúmenes de cuentos y dos de ensayo, además de una novela corta. Con el libro Entropía se hizo acreedor al Premio Estatal de Cuento Beatriz Espejo en Tlaxcala en el 2003. Ha publicado cuentos y artículos en diferentes revistas y periódicos de circulación nacional en México como Reforma, La Jornada, Complot, Replicante, Gótica, Generación, Pez Banana y Letras Explícitas. Actualmente es columnista de cine para Playboy México. Ha escrito el guión para dos cortos filmados.

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El tesoro del tigre blanco Iván Farías

“Las mujeres arrancaron de la peor manera en el policial: muertas”. —Claudia Piñero

Contexto: En 1976 el gobierno mexicano creó un grupo especial llamado Brigada Especial, que acabó conociéndose como Brigada Blanca, en contraparte a la Brigada Roja, la comunista. Era un equipo de élite especializado en contrainsurgencia, conformado por elementos de distintas corporaciones policiacas y militares. Operaban en casi todo el país, principalmente en la zona urbana del Distrito Federal y en Guerrero. Tenían recursos ilimitados. Las detenciones extra judiciales, la tortura y la crueldad fueron la marca de la casa. Desaparecieron a inicios de los ochenta por decisión presidencial.

Tiempo presente

A

dán Chávez se levanta al escuchar cómo suena el despertador. Adán es un hombre viejo, de setenta años de edad. A su lado, en su enorme cama, está su esposa, Eliza Ramírez. Adán sigue un ritual que ha venido haciendo cada mañana desde hace años: apaga el despertador, pone los pies sobre un tapete. Busca sus huaraches, se pone una bata roja muy usada pero todavía útil, va al baño, se cepilla los dientes y se peina. Su mujer, para ese momento, ya está despierta y haciendo el desayuno. Cuando él se está lavando la cara, su mujer le llama para ir a desayunar. Todo lo hacen en silencio, con la televisión encendida en un programa de revista. Solo se escucha el cuchareo de la casa y las risas de las conductoras desde el aparato. Cronometrados, ambos terminan de comer al mismo tiempo. Adán va a su recámara, se lava los dientes, pasa hilo dental sobre ellos. Se viste con unos amplios pantalones, una camisa blanca, muy bien planchada y ve el reloj. Son las nueve y media. Cuando sale, su mujer está lavando los trastes. El ruido de la televisión se escucha más alto para que pueda llegar hasta la cocina. Adán camina lento por los andadores de una unidad habitacional, que tendrá unos pocos años menos que él. Cuando llega a un

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edificio cercano, saca unas llaves de la bolsa del pantalón y abre la puerta de un departamento. Entra, pero por primera vez en años no cierra la puerta. Se queda entreabierta, mientras él inspecciona desde el dintel la terrible escena que encuentra. Contrariado, silencioso, cierra la puerta y regresa a su departamento. Su mujer está viendo la televisión, una película vieja con Toña la Negra como protagonista. Sin que ella se dé cuenta, Adán va a la recámara, busca en el ropero una caja de madera y encuentra un revólver de seis tiros Colt .38 Super. Es un arma reglamentaria. Le pone las balas y va a buscar a la anciana. Le apunta en la nuca con el arma y antes de disparar cierra los ojos, esos ojos inexpresivos, ahora llenos de tristeza. La mujer muere en el acto. El ruido de la televisión cubre el sonido de la detonación. Adán se sienta en el sillón cercano a su mujer. Ve un enorme Jesucristo colgado en la pared contraria a la televisión, luego observa la foto de él vestido con el uniforme del ejército. Eso fue hace tantos años. La estampa de un tigre blanco está pegada en su foto, en el lado inferior izquierdo. Adán se mete la pistola en la boca y dispara. Su sangre salpica todo detrás de él. Toña la Negra canta “Oración Caribe... que sabe implorar. Canto de los negros, Oración del mar...”. Los dos ancianos ya no pueden oírla. Están muertos.

Al otro día Sara Ramírez está sentada con la espalda en la pared de una cantina cerca de Garibaldi. Sara es delgada, tiene el cabello chino y la piel de ébano. En cualquier otro país sería negra, aquí le dicen la Morena. Frente a ella están tres de sus mejores amigas. Han estado bebiendo desde hace rato. Sara tiene la mirada perdida en la cerveza. Sus amigas están también borrachas, pero conscientes. Recuerdan el tiempo en que estaban en la universidad, el tiempo de la diversión. Eso fue hace más de diez años. Martha, siempre creyéndose especial por ser la blanca del grupo, recuerda un viejo romance con uno de los maestros. Angélica es la comparsa ideal de Martha. Diana está sentada junto a Sara y conserva el ceño fruncido. Diana es una mujer fuerte, curtida en la calle. Es la líder de un grupo de hinchas del equipo de fútbol Pumas. Tiene el cabello corto y una risa estruendosa. Su look es como electro punk. Sara es aburrida en su vestir, siempre trae pantalones de mezclilla, blusas y sacos. Nun-

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ca deja ver su piel. Sara bebe de su cerveza y recuerda a Sergio, el hombre con el que había vivido desde hacía tiempo y que dos días antes lo había encontrado saliendo de un hotel con una chica menor. Él no se dio cuenta, pero Sara, conservando la sangre fría que la caracteriza, le sacó una foto y luego fue a su casa. Esperó a que él llegara y le dijo que necesitaban hablar. “Te vas, no hay de otra”, dictó Sara mostrándole la foto. Él intentó argüir algo más pero ella tocó con el dedo índice el celular con la foto. “Habíamos hecho un trato y lo rompiste”, dijo ella conteniéndose las ganas de romper a llorar. Sergio fue a la recámara e hizo una maleta. “Tenemos que hablarlo después”, pidió él mientras salía. Cuando por fin se quedó sola, comenzó a llorar sin detenerse. Sara se acaba de un trago su Victoria y pide otra al mesero. Martha y Angélica ponen una canción en la rockola. Es Joe Arroyo con Rebelión y a todas las hace gritar. Menos a Sara. Las mujeres se levantan a bailar entre ellas y Martha, jalando de las manos a Sara, la lleva hasta un lugar sin mesas para que se una a ellas. Uno de los hombres de la barra, que hasta ese momento había estado charlando con sus amigos, se acerca al grupo de chicas. Sus amigos son unos sesentones, tinterillos que resuelven (o complican, según se vea) cosas en las delegaciones. “¿Me permiten bailar con ustedes?”, dice el viejo con voz engolada de galán. “Vete”, dice Diana seca y con cara de asco. “No queremos ser groseras, pero no”, dice Sara que en ese momento recibe su cerveza sin dejar de bailar. El hombre hace un par de pasos y se pone cerca de Sara. “Le dijimos que no”, exige ella. “Te ves triste, necesitas un amigo. Yo soy abogado, qué te parece que platiquemos y me cuentas tus problemas”. “Lárgate”, grita Diana. El grito moviliza a las otras dos chicas y a los trajeados de la barra. “No estoy hablando contigo”, dice el hombre envalentonado. “Ni yo contigo”, dice Sara empujándolo. El hombre intenta tomarla de la cintura pero un golpe seco por parte de Diana se lo impide. El resto de las chicas se detiene de improviso. Los hombres de la barra igual. El cantinero asoma la cabeza y el mesero corre hacia allá. “Hija de la chingada”, grita el hombre lanzándose sobre Diana. Pero ella es más hábil. Lo evade y le pone el pie. El viejo va a caer de bruces. Sara saca un par de billetes y los deja en la mesa: “Nos vamos”. Los trajeados se acercan a ver a su amigo ante la mirada

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de odio de Diana, que hace como que va a sacar un arma de su chamarra. “Pinches machorras”, grita el viejo levantándose. “Prefiero una mujer que acostarme con un pinche viejito”, dice Sara, enojada. Las cuatro salen en tropel. Estando afuera, Sara le recrimina a Diana: “Déjame defenderme. No siempre vas a hacerme el paro”. Diana se queda estupefacta. Sara camina por la oscura calle buscándose un cigarro y acercándose a sus otras amigas.

Al otro día La puerta suena insistente. Sara se hace ovillo en la cama e intenta conciliar el sueño. “¡Sara!”, gritan desde fuera. La luz de la media mañana entra por todos lados. Se levanta malhumorada, con un dolor de cabeza horrible. La casa huele a borracho. Después del bar fueron hacia allá y siguieron bebiendo. Llamaron a un par de amigos, que llegaron con otro y unas botellas. Sara recuerda cada detalle mientras ve los estragos de la noche de alcohol. Cómo tiraron una lámpara y la rompieron, la ceniza en la alfombra y el sillón en donde acabó cogiendo con un tipo que en realidad no le gustaba tanto. Apenada ve para otro lado y camina descalza hasta la puerta. Cuando se asoma por la mirilla, se da cuenta de que es Sergio. “¿Qué quieres?”, pregunta con enojo. No quiere verlo ahí, pero sabe que lo seguirá frecuentando mucho tiempo más. Él no pierde la esperanza de que lo perdone, ella sabe que no lo hará. “Te están buscando desde ayer. Debes de ir al Semefo. Tus tíos están muertos”. Sara hace para atrás la cabeza. No recuerda a ningunos tíos.

Guerrero 1974 La Manivela es una cantina cabaret a las afueras de Iguala. Como casi siempre, está llena de borrachos y militares que salen francos. El techo es de palma, las mesas de plástico. Lo más caro que vende es brandy nacional. Uno de los asistentes es el general Hernández. Un tipo delgado, de rasgos indígenas. Está sentado solo en la mesa, espera el show de media noche. Ese show que hace de La Manivela uno de los sitios preferidos del rumbo.

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Primero sale hielo seco, luego se escuchan unos tambores, provenientes del sonido local. En medio del ritmo tropical hace su aparición La reina de la selva, un travesti de piel de ébano que baila con sensualidad. La bailarina gira en el escenario y da pequeñas cabriolas según marcan el ritmo los tambores. Cuando la música está a punto de terminar, baja del improvisado templete y pega su culo al cuerpo del general, el cual sonríe. La noche sigue. Salen otras mujeres a bailar. Las cubas se acaban y se vuelven a servir. El general Hernández va tras el escenario y busca al travesti. Lo aprieta por la cintura y, cuando él voltea, se besan con pasión.

El presente Sara no puede olvidar el rostro del hombre en la plancha. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que lo vio. Pero seguía siendo el mismo, de no ser por el tiro en la nuca y lo blanqueado de su piel, el tío había envejecido muy bien. Con su cabello chino, la piel casi negra azabache. Sara tenía esos mismos rasgos, sólo que un poco más claros. Sara sale de ahí asustada, deseando respuestas. La policía le había dicho que el único teléfono que le encontraron al muerto fue el suyo. Pero Sara desde hace años había dejado de ver al tío porque le parecía un tipo bastante raro. Cuando menos eso le dijo a Diana en un café Vips cercano al Semefo. “Se me acercó un abogado”, contaba Diana. “Me dijo que mi tío tenía entre sus cosas fotos mías, mi dirección y mi teléfono. Me dijo que se haría la lectura del testamento, porque yo era la heredera universal”. “Sergio es un idiota. En el periódico podría investigar bien qué pasó, pero ahora ya no se puede confiar en él”. Afirma Diana, “¿Y qué te dejó?” “El abogado me dijo que a reserva de ir al juzgado para la lectura del testamento, un par de casas. Algo de dinero en el banco y un coche viejito”. “Se acabaron las rentas”, dijo Diana. “No, no me gustaría vivir en una casa donde alguien se mató”. “¿Y de dónde salió este tío? Nunca me habías contado de él”. “Apenas si lo conozco. Era el esposo de mi tía, hermana de mi

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mamá. Era militar. Los dejamos de ver hace años. Mi mamá se peleó con ellos por algo. No lo recuerdo. Mi tío siempre me protegió mucho. Sentía que era su preferida. Pero te digo, un día mi mamá cortó de tajo con ellos. Era muy cuadrado. Algo seco. A mí siempre me trató muy bien”. “¿Entonces tu tío mató a su esposa?”, pregunta Diana con tiento. Cosa difícil para ella. “Sí, eso dijo el abogado. Lo que no saben es que si también mató a su papá. El viejito también estaba muerto. Todo muy horrible. Su papá también se llamaba Adán Chávez. Dice el abogado que lo habían torturado”. “¿Tres muertos?” “Sí, tres muertos. El papá de mi tío, mi tía y él. Mucha sangre para un solo día”. “Pero ya tienes casas”, dijo Diana buscando ser graciosa pero no lo consiguió. Sara tenía ganas de llorar pero ya no podía hacerlo. Estaba seca. Había llorado mucho después de lo de Sergio. El juez no estaba, la que arregló todo fue una abogada muy diligente en un impecable traje sastre. Sara había ido sola. Cuando le habló a su madre al asilo, para informarle de las muertes, esta decidió hacerse la loca y colgar. No quería que Diana fuera con ella, no quería que volviera a decir alguna otra cosa como la del restaurante. Le incomodaba. Sergio le había hablado un par de veces para ofrecer su ayuda, pero ella había decidido sacarlo completamente de su vida. “Pues no hagamos más lento esto”, dijo la licenciada. “De manera legal es usted la dueña legítima de las propiedades del Señor Adán Chávez. Las cuales consisten en dos casas ubicadas dentro de la Unidad habitacional Héroes de Nacozari, una cuenta de banco con 120 mil pesos, una casa en Veracruz en Antón Lizardo, entre una lista larga de pertenencias que se especifican en la diligencia…”. Sara escuchó a la abogada en una especie de limbo en donde nada de lo que estaba sucediendo le pasaba a ella. Sara salió del juzgado cuando un hombre de unos setenta años se le acercó y la saludó. Era un tipo delgado, con la camisa abierta un par de botones, dejando ver un pelo en pecho encanecido y un collar con un dije en forma de cabeza de tigre, hecho de plata. Vestía como un gañán de los años ochenta, gruesas esclavas de oro, el cabello ralo, pero bien peinado, los brazos correosos con un par de tatuajes estilo carcelario y el ojo derecho muerto, con una nube gris

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azulada que era imposible no clavar la mirada ahí. Uno de los tatuajes era un tigre de bengala rugiendo. Cuando el hombre la intentó tocar en el brazo, ella gritó. “Disculpe, fue muy abrupta mi manera de abordarla. Es que nunca he sabido cómo presentarme. ¿Usted es Sara Ramírez? Supongo”. “Sí, ¿usted es?” “Yo fui amigo de su tío. Éramos muy cercanos. ¿Me permite invitarle un café? Me gustaría platicar con la sobrina de quien siempre hablaba”. Duda al principio, pero a regañadientes acepta. Van a la Pagoda, un café de chinos no muy lejos del Juzgado Primero. Mientras sirven la comida, el hombre le platica que su tío y él se conocieron en los años setenta. “Nos reunieron a los mejores”, afirma el hombre. “¿Sí? La verdad es que yo no lo conocí mucho”. “Yo tengo una pregunta. Mire, sé que no es oportuno, pero estoy muy interesado en comprarle las propiedades de su tío. Éramos un grupo muy unido y me gustaría tener todos esos recuerdos reunidos. Nos vamos haciendo viejos…”. “Ni siquiera lo conozco”. “Mucho mejor, así no sentirá que pierde algo”. “Bueno, y a todo esto, ¿usted cómo sabe que yo estaría en el juzgado?” “Un viejo policía nunca pierde amigos dentro”. Sara siente que ese hombre no es todo lo amable que aparenta. Hace todo lo posible por cortar la charla. Cuando se levanta para casi echar a correr, el hombre la detiene por el brazo y le dice mirándola con su ojo muerto y el tigre de bengala brillando en su pecho: “Lo mejor es hacerme caso si no quiere sufrir las consecuencias. Venda ahora cuando todavía tengo ganas de pagar”.

Guerrero, 1978 Una mujer muy delgada mira desde la punta de un cerro la entrada y salida de una familia a lo lejos. Es una mansión enorme, rodeada por un jardín que se confunde con la selva. Los dueños son una familia de origen judío-alemán. La mujer resulta ser el travesti del bar La Manivela. El general Hernández la espera junto a tres hombres rudos, subidos en una Jeep Wagoneer. Se sube junto al General y le

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pasan una pistola. Todos cargan sus armas y sacan sus pasamontañas. Todos traen un tigre blanco como distintivo, ya sea tatuado en el hombro o en forma de cadena. La “mujer” lleva un dije de plata en el pecho, también con forma de tigre blanco. Al llegar a la reja, uno de los hombres baja con unas pinzas y revienta el candado que les impide entrar. Entran en formación, son hombres entrenados. Tres de ellos son policías. Uno de ellos, el líder de los policías, tiene tatuado un tigre de bengala rugiendo. La familia está cenando. Son dos niñas, un niño, el pater familias, la madre, dos personas de servicio. Todos son amagados en minutos. Los amarran y les preguntan por el oro escondido. Se resisten, principalmente porque el único que sabe de ese secreto es el padre. Los torturan, uno de los hombres, el del tatuaje del tigre, le dispara a una de las mujeres del servicio. El general Hernández lo toma del brazo y le dice: “Nos vamos a ir sin novedad. No quiero otro muerto”. El hombre de la casa, entrado en los sesenta años, les dice temblando dónde encontrar lo que buscan. En la chimenea, bajo donde se quema la madera, encuentran un piso falso y dentro de ahí un cofre de madera lleno de centenarios de oro. El dueño de la casa había escapado de la Alemania nazi y, debido a eso, preparándose siempre para volver a huir, había guardado una a una las monedas de oro. Una millonada. Es como un cofre pirata en medio de la sala. La caja pesa tanto que deben cargarla entre tres. Echan las monedas al aire y disfrutan el hallazgo. “Les dije que el cabrón cambiaba cada tanto centenarios. Lo tenía bien vigiladito”, dice la “mujer”, feliz de haberlos llevado hasta allá. El tatuado corta cartucho y mata a una de las hijas del alemán. El general Hernández se voltea encabronado hacia él y se quedan viendo con odio.

Presente Sara está en un café. Ve el reloj y duda entre irse o no. Faltan diez minutos para las seis de la tarde. Se quedó de ver con Sergio. En ese momento entra y ambos se saludan desde lejos. Él trae su cámara y su chaleco de trabajo. Es fotógrafo. “Investigué a tu tío. No hay registro de que estuviera en el ejército. Nadie conoce a un Adán Chávez”. Sara le platica de la foto en donde el hombre salía uniformado, sobre sus maneras y manías que ella suponía venían del ámbito castrense.

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“No hay nada. No hay registro de nada. Es más, me cuentan los vecinos que tu tío no trabajaba. Tenía una tienda de telas que le dejaba casi nada. Poco antes de matarse, un año o dos, la vendió”. “Yo pensé que vivía de su pensión como militar”. Sergio y Sara siguen platicando y, en un momento dado, Sergio la intenta besar y ella lo retira con violencia. “No”. Sara se levanta y se va. Va al asilo de su madre. “¿Quién carajos es mi tío?”, le pregunta enojada apenas la mujer abre la puerta de su cuarto. “No quiero hablar de ese señor”, le dice la envejecida mujer. “No, mamá, ya estoy harta. Dime quién carajos era mi tío”. La mujer cede. La deja pasar. “Tú tío y tu tía, mi hermana, se conocieron hace años. Él decía que era militar pero yo sabía que andaba en malas cosas. A nadie de la familia le gustaba. Todos pensábamos que había algo raro en él. Pero por más que intentamos que se separaran no lo logramos. Y ya ves, la acabó matando”. Su mamá comienza a llorar. En una pared hay una gran foto de Sara de niña subida en un velero. Está vestida como un pirata y su cabello chino está esponjado por la humedad de la playa. Ve su gran sonrisa y recuerda que la playa siempre le ha significado felicidad. Abraza a su madre y se va.

Veracruz La casa en la playa de Antón Lizardo es un bloque de cemento sin terminar, alejada del resto de las construcciones. Es muy grande, de dos pisos, ubicada a la orilla de la playa, pero se ve que la construcción se detuvo en un punto indeterminado por alguna razón. No hay ropa, pero sí un par de camas, una sala, varios baúles y todo está adornado con motivos marinos. Un enorme pez espada de cerámica domina el comedor. En la sala está la foto de una mujer negra vestida como rumbera. Tiene un cuerpo delgado y espigado y parece muy orgullosa. Unas letras borrosas firman la foto como un afiche para un bar. Sara se ve relajada. Sale a caminar por la playa, nada, come pescado y bebe cerveza en los restaurantes de por ahí. Se vuelve a acostar escuchando el murmullo del mar. Está lejos de todo. Una tarde, mientras está sentada en la arena, cubierta por una sombrilla y

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bebiendo una cerveza, un hombre se le acerca y acaba acostándose con él. Al otro día se levanta y se da cuenta que ya se aburrió de estar sola. Le llama a Diana y esta aparece por la tarde. “Qué casota”, le dice. Sara y Diana comienzan a beber en una mesa frente a la playa. Sara le confiesa que siempre ha querido a Sergio y que separase de él le cuesta mucho trabajo. Llevaban ya años de estar juntos. “Él siempre te ha engañado. No sé cómo no te habías dado cuenta”. Entonces, Diana le platica dos infidelidades con lujo de detalles. Sara llora, su amiga la abraza y, en ese momento, la besa. Sara corresponde, pero más por impulso. Se separa y le dice que no, que no. Diana lo intenta de nuevo, pero sucede lo mismo. Diana se levanta y va por una cerveza. Cuando mira hacia la foto de la negra, esta dice: “Pues tú no, pero tu tío sí era bien puto. Y hasta se parece a ti”. Sara voltea a ver la foto, se acerca y se da cuenta que las letras borrosas dicen “Adana” y que, efectivamente, es su tío vestido de mujer hace años, y que son muy parecidos. “Además era como bailarina”, le dice Diana sacando de un baúl vestidos multicolores, estolas y un sombrero con plumas. Sara los toma en sus manos, se pone la estola en el cuello y finge bailar.

Guerrero 1978 La familia está amarrada. Los cinco integrantes de la banda discuten sobre qué hacer con ellos. Ahora los vemos más perfilados. El hombre del tatuaje de tigre es el hombre del ojo muerto. La “mujer” es Adán Chávez. “Hay que matarlos”, dice el hombre del tigre tatuado. “No hay que dejar testigos”. “No, nos vamos y ya. Estos saben que si hablan se los carga la chingada”, dice el general Hernández, sin dejar de tener su arma en ristre. “Por eso, vamos a matarlos”, agrega el hombre del tigre tatuado. “Que no, ¡carajo! Nos vamos a ir sin novedad”. “Está bien”, dice el hombre. Se da la media vuelta, baja su arma con lentitud y le dispara en la cabeza a uno de los niños. El militar intenta dispararle pero un tiro, de parte de uno de los policías, le vuela la cabeza. El General, antes de caer, le dispara al

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hombre del tigre tatuado, dándole en el ojo. Adán Chávez venga su muerte disparándole a su ejecutor. Adán y el policía restante se agarran a tiros. Pero Adán es más ágil, se tira bajo un sillón y, desde ahí, da en las piernas al sobreviviente y luego, cuando este cae al suelo, lo remata. La familia está aterrada. Adán jala el cofre hasta su camioneta y, como no puede cargarlo solo, echa poco a poco los centenarios al vehículo. Va por el cuerpo del general Hernández, lo sube y se va de ahí.

Presente Sara y Diana están dormidas. Están dopadas de alcohol. Están semi desnudas y tiradas en la sala. Es de noche. Toda la escena es tranquila. El mar y su murmullo. Un barco a la lejanía y vemos a un cangrejo araña metiéndose en su agujero en la playa. Todo eso es cortado por el celular de Sara que comienza a vibrar y chillar. Es Sergio, eso dice la pantalla. Sara se levanta y toma el celular. Diana se queja a lo lejos. “¿Dónde estás?” “¿Qué pasa?”, pregunta Sara adormilada. “Es que acabo de descubrir una cosa de tu tío. Y creo saber quién es el tipo que te pidió le vendieras”. “Estoy en Veracruz”. “Yo también. Vine porque seguí una pista. Tu tío cada determinado tiempo venía a Veracruz y regresaba con dinero. Veía a alguien o hacía algo que le daba dinero porque cambiaba unos centenarios en un banco”. El teléfono chilla, se le acaba la batería. Sara escucha ruidos afuera. Se asoma a la ventana y alcanza a ver sombras. “Estoy en la casa de Antón Lizardo, está junto…”, pero no alcanza a especificar. El celular se apaga. Diana se voltea en su sillón e intenta seguir durmiendo. Sara busca frenética el cargador. Cuando va hacia la bolsa que está cerca de la entrada oye un ruido muy fuerte y ve cómo la puerta cede ante un golpe. Dos hombres armados entran, tienen porte militar, son morenos y de cabello a rape. Detrás de ellos entra el hombre con el ojo muerto. El tipo saca una pistola israelí, una Desert Eagle, un arma enor-

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me, cromada, es como un rayo en la oscuridad de la noche. “Te dije que quería comprar. Ahora sólo vengo a llevarme lo que es mío”. Sergio está en un bar intentando marcar de nuevo el número de Sara. Está con un amigo suyo, reportero, que fue el que le dio la información del tío. “¿Colgó tu mujer?” “No, su batería está muerta”. “Esas madres siempre son así. Es como intentar hablar con un muerto”. “Estoy preocupado. Todo se ha puesto muy cabrón. No quiero que le pase algo”. “Pues ese viejo estaba en muchos pedos. Por lo que investigué, cuando era joven se hacía llamar “Adana, la reina del trópico” y bailaba en bares de por acá. Dicen que se andaba cogiendo a un militar, a uno de alto rango”. “Resultó puto, el viejo. ¿Conociste su casa?” “No, pero Lizardo no es muy grande. Si quieres vamos mañana”. “Vamos hoy”. “¿Ahorita? Estás loco. Estoy viendo el partido”. Diego ve hacia la pantalla del bar y observa cómo un futbolista alemán intenta anotar en el arco. Es la Champions. Sara está atada a una silla. Tiene la ropa hecha jirones. Diana está en otra silla. No para de gritarles groserías a sus captores. “Pinches putos. Sin pistolas no me aguantan un round. Pinches pendejos”. Uno de los pelones le da con la cacha del arma. Diana escupe sangre y dice: “Tu mamá pega más fuerte”. El del ojo muerto toma a Sara por los cabellos y le clava la mirada. “Tal vez tú no lo sabes, pero tu tío era una rata. Mató a mis compañeros y yo a su novio. Era una jota traicionera. Tu tío era un pinche putito que movía su culo en los bares”. Sara tiene el ojo morado. Está cansada, pero no asustada. “Con ese culo asqueroso lo convenció. Hernández era un buen amigo. Nos conocimos en la brigada. Nos caímos bien. Hicimos muchas cosas por México. Eliminamos a esos cabrones que querían desestabilizar al país. Pero un día Ramírez conoció al puto de tu tío. El putito era ambicioso. Nos contó de una familia de alemanes. Incluso él fue el que planeó el robo. Tenía todo anotado en una libretita. El muy cabrón”. “Ya, culeros. O nos matan o nos dejan ir”, grita Diana desde su

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silla. “No queremos escuchar sus pinches historias”. Los otros dos ya habían bajado la guardia. Escuchan el monólogo del hombre del ojo muerto. “Tu tío y Hernández nos querían llevar al baile. Cuando descubrimos el cofre con los centenarios supimos que lo que decía tu tío era cierto. Es que lo hubieras visto, era como un cofre pirata. ¡Millones en oro! Ese pinche alemán llevaba ahorrando toda su vida y nosotros nos lo íbamos a quedar todo”. El hombre agarra del cabello a Sara, le da una bofetada. “De ese dinero, estoy seguro, queda la mitad y lo quiero. ¿Dónde está?” Sara está cansada. No tiene casi fuerzas. “No tengo idea”. “Lo mismo dijo el papá del puto y acabó muerto. ¿Verdad, Dientes?” Uno de los empistolados asiente. “Dientes confundió al papá con el puto y que se le muere”. El hombre del ojo muerto ríe. “Dime dónde están los centenarios y mira, te juro que no vas a sufrir”. El hombre saca una punta afilada que llevaba escondida en el cinturón y la acerca hasta el ojo de Sara. “Me estás haciendo recordar los viejos tiempos, cuando los guerrilleros gritaban ‘Viva la Revolución’ y les dábamos piquetes eléctricos en los güevos”. El hombre ríe. Con la punta de la navaja le hace una herida superficial en el seno. “Me gustan tus chichis. Me voy a quedar con una”. Sergio va agarrado de la espalda de su compañero. Van en una moto. Cruzan por el desolado camino. Es ya muy noche. Pasan por el pedazo de carretera que cruza el pueblo y van hasta el final. Llegan a la casa, pero estacionan la moto en la zona asfaltada. “Se me hace que es esta. No está habitada desde hace rato”, dice el amigo de Sergio quitándose el casco. “Pues vamos. La oí preocupada”. “Pero si ya ni la quieres. Es pura culpa, cabrón”. “Pues sí, pero no quiero que le pase nada”. Se acercan a la casa. El amigo de Sergio sigue hablando en voz alta, se acerca a la puerta y entonces recibe un disparo directo en la cabeza. El hombre cae pesado, como un fardo. Sergio se agacha y se echa a correr. Una lluvia de disparos se oyen tras de él.

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Dentro de la casa vemos salir a uno de los empistolados corriendo como sólo un militar entrenado lo haría. Su compañero le da la espalda a Diana y se queda viendo hacia la oscuridad. El hombre del ojo muerto voltea y ese breve instante aprovecha Sara para lanzarse sobre él con todo y silla. El hombre cae de espaldas y la mujer sobre él. Las cuerdas se aflojan un poco y logra liberar una mano. El hombre de la puerta escucha el ruido y recibe también el peso de Diana sobre él. Ambos caen. Pero Diana es más pesada y más loca que Sara. De una mordida se le prende de la nariz y se la arranca. El hombre grita de una manera lastimosa. Diana escupe la nariz, se levanta (con la silla pegada) y se deja caer sobre el hombre que intenta parar la hemorragia. La silla se rompe bajo su peso. Al hombre se le entierran en el cuerpo astillas largas de la madera. Un nuevo grito lastimero se escucha. Sara no puede zafarse del todo de sus ligaduras. El hombre del ojo muerto se levanta con dificultad. Es un hombre viejo, a fin de cuentas. Va hacia Sara y la toma de los cabellos. “Ahora sí, pinche negra, ya me harté”. Saca su pistola de la funda y le pega el cañón al rostro de ella. “Te vas a arrepentir de toda tu pinche vida”. Con la mano libre y a tan poca distancia, Sara le entierra en el ojo bueno la navaja que el hombre perdió en la caída. El hombre queda ciego. Suelta la pistola y comienza a llorar lágrimas de sangre. Sara se levanta y se zafa de sus ataduras. Ve al hombre ciego, llorando, y toma su pistola. “¿Qué querías, que te tuviera miedo?” Le apunta a la cabeza y duda. Pero acaba por tirarle la pistola en la cabeza sin matarlo. Diana tiene a su merced a su otrora captor. Lo patea como lo hace con los hinchas del América. Toma la pistola y, con la cacha, le pega dos golpes en la cara. “Te dije, cabrón, o nos matan o nos dejan ir”. En ese momento entra el hombre que fue a perseguir a Sergio. “Se me peló, jefe”. Sorprendido, observa la escena y le dispara a Diana, quien cae de espaldas. Sara la ve caer y siente que todo vuelve a empezar. Sara dispara y el retroceso de la Desert Eagle es tan fuerte, que la tumba de espaldas, pero su tiro acierta a medias. La bala le pasa rozando el cuello (Sara nunca ha disparado) pero con tan buena suerte que el hombre comienza a desangrarse. Sergio, Sara y Diana están sentados en los escalones viendo la playa. Los cadáveres de los criminales están en el mismo sitio. Dia-

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na está muy maltrecha. El tiro le rozó en la cabeza. En donde pasó el tiro tiene el cabello quemado. Está llena de sangre. “Hay que llamar a la policía”, dice Sergio, por fin. “Esos dos culeros eran policías. Traían placa. Son ministeriales de acá”, asegura Diana. “Hay que enterrarlos”, dice Sara. “No podemos hacer eso. Estaríamos cometiendo un delito”, dice Sergio. “¿Cómo te casaste con este pendejo?”, dice Diana. “No podemos ir a la policía. ¿Qué les vamos a decir?” “Que nos intentaron matar…” “…Que nos intentaron matar sus compañeros. Y luego van a preguntar por qué y va a salir lo del dinero y ellos lo van a querer”, completa Sara. “Hay que cavar”, dice Diana levantándose. “Puto dolor de cabeza”. Se acerca a los cadáveres. Toma una pistola y les vuelve a disparar. Sara y Sergio voltean al escuchar los disparos. “No sea que no estén bien muertos. Yo sí veo películas”, dice Diana. Luego va hacia la foto y, cuando la intenta quitar, se da cuenta que está fija a la pared. Se ayuda con la pistola y la logra quitar. Es una pared falsa. Detrás están los centenarios agrupados en bolsas de plástico. “¡Somos ricos!”, grita Diana. Sara ve el oro con extrañeza. Se cruza de brazos. Sergio intenta tocar una pieza pero Diana se lo prohíbe. “Antes hay que cavar”. Sara se acerca a los centenarios. Los ve como si fueran chocolates y los deja donde los encontró. Toma la foto de su tío y la levanta. “Sí, nos parecíamos mucho”, dice Sara sonriente.


Evelio León Ortega. La Habana, Cuba. Licenciado en Educación Artística del Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona (ISPEJV) 2004. Diez años de experiencia como productor audiovisual en la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV), San Antonio de los Baños, Cuba. Dentro de sus principales producciones se encuentran obras como el documental Guanabo 23, la serie documental Ser un ser humano, el cortometraje de ficción La costurera y el largometraje de ficción Sharing Stella, estos dos últimos en proceso de postproducción, entre otras. Actualmente trabaja como productor en el canal Cubavisión Internacional.

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Campos floridos Evelio León Ortega

C

uba, 1905. Todos los años de luchas contra España y los sueños de convertirse en un país independiente se habían desvanecido. La isla dejó de ser propiedad española para pasar a dominio estadounidense. El panorama dejado tras las guerras era desolador. Discrepancias y desencuentro caracterizaban la sociedad de entonces y tras estos males las oportunidades florecían para otros. Muchos utilizaban sus apellidos y relaciones para enriquecerse. El gobierno imperante ofrecía confianza para desarrollar varios negocios turbios. Francisco de Córdova y Ramírez (17) vive en Campo Florido, poblado al este de La Habana. Su padre, Ramón, y su madre, Luisa de la Caridad, habían colaborado con los mambises en la guerra de 1895, pero para la familia Córdova los negocios estaban por encima de los ideales independentistas. Por eso la ayuda que ofrecieron a los mambises no fue caritativa, seguramente esta fue la causa por la que sus sembrados no fueron quemados ni arrasados. Así fue que Ramón y Luisa obtuvieron el inmerecido título de héroes. Ramón más que Luisa, pues ella falleció en el año 1900. Termina el mes de diciembre de 1905. Ramón está a punto de morir. Francisco reza en el lecho de su padre. Un cura entra en la habitación y consuela al muchacho que sale de la casa. Ramón y el cura quedan solos. En las calles las personas celebran la víspera del año nuevo. Hombres y mujeres llegan desde las comunidades cercanas y se juntan en festejos con los vecinos del pueblo. Francisco se encuentra con Carlos (20) que trae una maleta pesada. Se abrazan y luego caminan entre la multitud. La amistad entre ellos está consolidada por la razón de haber crecido juntos y ahora

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han creado una reputación de estafadores que reafirma algunos de sus negocios en común. Francisco y Carlos se percatan que están siendo seguidos por dos hombres: Anselmo (30) y un joven policía. Anselmo fue hijo de un soldado raso que luchó en las guerras pasadas. El padre de Anselmo sólo dejó a su madre una pequeña casa en el pueblo y cinco hijos que alimentar. Anselmo es agente de la policía gracias al sacrificio de su madre y sus cuatro hermanas. Ahora Anselmo vive solo. Francisco le quita la maleta pesada a Carlos y ambos amigos toman caminos diferentes. Los policías, tras un momento de indecisión, deciden seguir a Francisco. Anselmo cojea al caminar, cuando niño tuvo una enfermedad que le dejó secuelas en sus articulaciones. Francisco lo sabe y mientras más se aleja juega con los policías esperándolos al doblar las esquinas. Muy cerca del lugar, entre los mangles del río, unos hombres cargan una pequeña embarcación. Unas cajas de madera forman parte del cargamento. En medio del traspaso, uno de los baúles cae al suelo de la embarcación y doblones de oro españoles saltan de su interior. De repente, entre los arbustos aparece Carlos que agita a todos y obliga a continuar la faena. Francisco ve a la distancia a los dos policías, pone la maleta en el suelo y espera a que se le acerquen. Anselmo logra pegarse al muchacho. Es la primera vez que policía y traficante sostienen la mirada. En una reacción inesperada, Francisco agarra la maleta y corre al interior del hotel. Esquivando a las personas, pasa por el medio del salón y sube las escaleras hacia las habitaciones. Los policías lo siguen tropezando con todo. En el largo pasillo hay varias puertas. Francisco entra en una y encuentra a dos pistoleros tomando unos tragos. Francisco tropieza con una silla y la maleta se desliza hasta uno de los pistoleros. Los policías entran. Anselmo acusa a Francisco de traficar objetos que pertenecen a los naufragios españoles. Francisco lo niega. El joven policía abre la maleta que estaba en el suelo. En el interior de la valija encuentran pequeñas piedras y puntas de flechas. Los policías quedan confusos. Francisco anuncia el hallazgo de un asentamiento aborigen en la zona y presenta a los pistoleros como profesores de la Universidad de La Habana. Los pistoleros no confirman la historia pero tampoco la niegan. Del baño se escucha

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un ruido. El joven policía abre la puerta y ve a una mujer semi desnuda. La mujer se presenta como la decana de la universidad. Por el río Guanabo sale al mar un pequeño barco. En su interior unos hombres custodian el cargamento de doblones de oro. Frente a la expedición Carlos prende un tabaco. Son las doce de la noche, el año nuevo ha llegado. En periódicos se ven varias noticias que hacen que los años transiten. El fin de La Gran Guerra (Primera Guerra Mundial). El florecimiento de la economía cubana debido a la exportación de azúcar hacia los Estados Unidos de América (EEUU). Luego, para los primeros años de la década del veinte, comienza a sentirse una gran crisis en la isla. La ley seca es titular en los EEUU. Francisco es propietario de bares y cantinas del pueblo. También su carrera política ha ido en ascenso, se ha convertido en concejal del pueblo Campo Florido. Carlos se encarga personalmente de atender los negocios del amigo. En estos días se ocupa de los últimos detalles para el acontecimiento del año: la llegada del primer tren eléctrico a toda la región. Francisco y Carlos se encuentran en la taberna del chino. Realmente la taberna es de su propiedad, pero la administración corre por cuenta del asiático. Rosa Elena (33) entra en busca de víveres. Carlos se molesta con la presencia de la mujer y la lleva a la casa. Carlos vive con Rosa Elena y con la madre (60) de ella. La señora ha perdido la razón pero en ocasiones cuenta historias que parecen reales. Carlos deja a las mujeres en el cuarto y va al patio a fumar un tabaco. El patio de la casa de Carlos colinda con varios domicilios del vecindario. María (17) abre la ventana y coquetea con Carlos. Él la evita. María es la hija del barbero del pueblo y anhela vivir en La Habana. Gerónimo (45), su padre, no desea abandonar su pueblo natal, a lo que María refuta llamando todo el tiempo su atención. La tarde es calurosa. En una valla se pelean gallos, Anselmo está en la gradería observándolo todo. Un enano anuncia el programa. Las apuestan se inician. Anselmo se escabulle entre la multitud y señala al enano a uno de sus agentes. La pelea de gallos comienza. El enano logra ver al policía y salta a la arena revolcándose con los animales. Para muchos esto forma parte del espectáculo. El hombrecito pasa bajo los pies de la gente y trata de escapar bajo las tribunas. Un policía lo agarra por la solapa de su saco y lo levanta en

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peso. Anselmo hace varias preguntas al enano. El enano, sin ofrecer resistencia, delata todos los desfalcos y trampas que ocurren en el lugar. Muchos hombres son apresados por las historias que cuenta el enano. Anselmo está satisfecho. Es un éxito la redada. Desde el camino se ve un auto que se acerca. En su interior Claudia (27) fuma un cigarrillo en una boquilla de marfil. Anselmo la distingue y camina hacia el auto. Claudia sale del coche y mira con aires de grandeza al enano que pasa esposado frente a ella. Anselmo la agarra por el brazo y la aleja del gentío. Francisco entra al salón de Gerónimo que limpia los restos de sangre de su navaja. Gerónimo protesta por las presencias de las arrugas en los rostros. Francisco pregunta a quién eligiera si se postulara a la presidencia del país. Gerónimo apoya al actual presidente de la república pero confirma que si Francisco se postula le daría su voto. Francisco también comenta sobre la compra de los terrenos alrededor de la desembocadura del río Guanabo. Gerónimo cuestiona la productividad de esas tierras y pregunta que si son campos cenagosos. Francisco afirma y Gerónimo vuelve a hablar de las arrugas en los rostros. Por el reflejo del espejo aparece María y comienza a coquetear con Francisco. Gerónimo se percata, gira la silla del cliente y lo comienza a rasurar. Claudia camina por una calle del pueblo. Unos niños le piden dinero y ella les regala unas golosinas. De la barbería sale Francisco; Carlos lo espera en un auto. Francisco ve a Claudia por vez primera. Él queda prendado de su belleza y la saluda tocándose el ala de su sombrero. La joven sostiene la mirada del traficante. Carlos rompe la magia del momento haciendo una pregunta tonta. Francisco se molesta pero le hace caso; ambos se van en el auto. Claudia entra al bar. En la taberna del chino Claudia indaga sobre Francisco. El chino le responde: “Es el dueño de los campos floridos”. Un terraplén con irregular une la playa con el pueblo. Francisco y Carlos llegan a la desembocadura de río Guanabo. Varios pescadores y carboneros viven en las propiedades del traficante. Carlos quiere desalojarlos pero Francisco se niega y manda a contratar a algunos hombres para cuidar sus posesiones. En los terrenos existe una glorieta y un altar que conmemora a La Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. En las inmediaciones del río, justo al lado de la glorieta, se preparan los últimos detalles para homenajear a un héroe de la república. Las horas pasan. Cuatro guarandingas (transporte público de

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madera con doce capacidades) y algunos autos llegan a la desembocadura del río. Uno de los automóviles trae a Rosa Elena y a Carlos, que son acompañados por un par de guardaespaldas. Más atrás aparece Francisco. La multitud se lanza sobre él. Frente a la glorieta la banda de música. Un orador narra las hazañas de los mambises y norteamericanos que lucharon por la independencia. El orador se acerca a la estatua y la descubre. La banda rompe a tocar. La estatua es el busto de Ramón de Córdova, padre de Francisco. Apartado de la multitud está Anselmo rabioso. Claudia está junto a él pero se muestra indiferente. Francisco se percata de Claudia y la desnuda con la vista. Anselmo mira a ambos y, agarrando a Claudia por el brazo, la saca del lugar. Carlos le adelanta a Francisco que Claudia es la sobrina de Anselmo. También reprocha la compra de los terrenos cenagosos mientras que sugiere negociar con los americanos aprovechando la Ley Seca en los EEUU. Comenta sobre la presencia de unos grupos en la zona que están traficando alcohol con el país vecino. Francisco lleva a Carlos a una casucha de pescador que se encuentra a orillas del río. Lo hace entrar. En el umbral de la choza de guano el fuego calienta una olla de hierro. Santoya (50) entra a la choza y Francisco lo reprende por dejar la choza a solas. Santoya baja la cabeza, se acerca al fuego, enciende una mecha y camina al interior. Tras unos paredones de trozos de palmas se descubre una bodega rústica llena de barriles. Este es el almacén que concentrará todo el ron de la zona y siempre estará listo para enviar alcohol a los EEUU. Francisco le dice a Carlos: Francisco Ahora te toca a ti eliminar la competencia. El tren eléctrico llega a la estación de Campo Florido. En el interior del vagón los pasajeros saludan. Francisco se encuentra en el estrado donde recibe a varios comerciantes. Chacón es dueño de Jiménez and Company, especialistas en el arte del buen vestir y muy reconocidos en los EEUU. Chacón viene acompañado por su hija Dania (21). Su principal objetivo es casarla con un hombre de negocios. Dania se asoma por una de las ventanillas y se interesa por Car-

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los; él muestra indiferencia. Los nuevos inquilinos se montan en varias guarandingas y, acompañados por Carlos, van al hotel. Alejada de la multitud está Claudia. Francisco la ve. Francisco: Hola, mujer con sombrero. Claudia escucha esto mientras compra una melcocha a un vendedor ambulante. Claudia le responde el saludo y se presenta. Anselmo aparece de improviso y agarra a la mujer por el brazo y se alejan. Está anocheciendo. En la playa un cargamento de barriles de ron se alista para montarlos en una barcaza. El barco llega y las señales de fuego se hacen en la orilla. Carlos mueve la antorcha haciendo círculos. La embarcación ancla a unos metros de la playa mientras que varios hombres en chalupas llevan el cargamento. El americano jefe de la expedición habla con Carlos en un español impreciso. Por varios días los comerciantes quedan en el pueblo. Las reuniones informales se desarrollan en la taberna del chino. Algunos negociantes, incluyendo a Gerónimo y a Dania, la hija de Chacón, acuden en las noches al bar. Chacón se reúne con los principales productores de algodón del pueblo para asegurar la materia prima de sus fábricas. Francisco hace que Chacón se sienta a gusto con todo, hasta le brinda prostitutas, pero el negociante no acepta. Dania se acerca más a Carlos. Ambos se escapan en medio de las borracheras colectivas. Una tarde Rosa Elena, en medio de sus compras, descubre a Carlos tomar un camino hacia el río. Ella lo sigue hasta que se le pierde en medio de un molino abandonado a orillas del agua. En el interior del molino Rosa Elena escucha una conversación que proviene del exterior. Es Francisco que camina junto a Claudia. Claudia cuenta a Francisco lo desafiante que es vivir en La Habana. Le adelanta que ha venido al pueblo para tomarse un descanso y volver con más fuerzas. Francisco la observa. Claudia pide ir a pasear a la playa, a la desembocadura del río. Francisco se niega a ir dando excusas muy tontas. Un disparo de rifle rompe la tranquilidad. De los matorrales sale Anselmo con una jutía muerta en su mano. Rosa Elena queda tiesa. Los hombres se miran, ambos están a punto de disparar. Entre los arbustos aparece Carlos con la pistola en la mano, lleva la camisa desabotonada y le apunta al policía. Rosa Elena sale de su escondite, finge estar recogiendo plantas, se acerca a Carlos y le hace bajar el arma. Claudia tranquiliza a Anselmo y se lo lleva. Mientras que Rosa Elena, Carlos y Francisco se alejan desde la segunda planta del molino, Dania, a medio vestir, observa todo. Carlos y Dania se encuentran a menudo en este lugar.

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Carlos y Rosa Elena llegan a la casa. Discuten fuertemente. Carlos le dice que no la ama, que le tiene lástima. Rosa Elena le dice que Francisco es el que la ha puesto en su contra. Carlos la deja sola, se va. Rosa Elena pide a sus dioses que Carlos no la abandone. El sol está a punto de ponerse. Varias embarcaciones salen a pescar. En la casucha que sirve de almacén de ron, Santoya bebe de un pequeño barril. El alboroto de unas aves lo hace incorporarse. Al salir de la casucha se encuentra que Anselmo le apunta con su arma. Santoya trata de desenvainar su revólver y Anselmo dispara. Santoya cae muerto. Los policías entran a la choza. Francisco hojea el periódico mientras desayuna. Un jardinero poda las plantas. Francisco presta atención a cada corte. Carlos entra en la casa junto a un hombre calvo y hablan con Francisco. El hombre calvo dice que la policía ha atrapado a Santoya y descubierto el almacén de ron. Carlos teme que Santoya los delate. Francisco dice que Santoya es mudo y que no sabe escribir, que será difícil que pueda confesar. El hombre calvo se retira con una suma de dinero. A Francisco le intriga cómo la policía ha descubierto el almacén. También discute con Carlos que el artículo publicado en el periódico pudo haber alertado a la policía: Campo Florido es el pueblo que más alcohol consume en el municipio. En realidad el pueblo consume el mismo alcohol de siempre, pero si le sumamos a esto las cajas de ron que se trafican a los EEUU y son reportadas como consumo local, claro que las estadísticas aumentan. Francisco se queda pensativo. Carlos quiere mandar a matar al periodista que publicó el artículo. Francisco Saquemos el ron directamente de la fábrica sin pasar por controles. Carlos Eso es imposible. Francisco agarra un disco de acetato y prende el tocadiscos. Se escucha un bolero. Anselmo hace posta en espera que alguien llegue a abastecer el almacén de Santoya. Las horas pasan y nada ocurre. Francisco y Carlos llegan a una fábrica de ron como hombres de negocios. Se reúnen con el director de la industria y luego son conducidos por hermosas mujeres a un recorrido por el interior de la fábrica. Mientras Francisco distrae a las chicas Carlos analiza el

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lugar y habla con algunos trabajadores. En la fábrica de ron se comienza la instalación de una tubería que se conecta a la red de agua corriente de una casa. La instalación de la tubería se realiza con la mayor discreción. Los policías siguen custodiando la choza. Desde la casa particular se abre una llave de agua y, en vez de salir agua, brota ron. Los barriles comienzan a llenarse. Francisco y Carlos brindan. Anselmo retira a su gente de la choza. Llueve a cántaros y el bolero se detiene. En el parque del pueblo es común que las muchachas solteras caminen en círculo hacia una misma dirección. También es costumbre que los jóvenes paseen a esa misma hora pero en la trayectoria opuesta, así coquetea la juventud del pueblo. Dania está sentada, no camina ni sostiene la mirada de los muchachos. El padre, Chacón, llega y le habla. Dania le cuenta a su padre que ama a Carlos. Chacón se ofende y decide marcharse del pueblo con su hija. Para él Carlos es sólo un pelele. En el bar del chino se encuentran los hombres. Chacón, frente a Carlos, le dice a Francisco que mantenga a sus criados controlados. Carlos se molesta pero Francisco lo para en seco. Padre e hija se marchan. Francisco discute fuertemente con Carlos. El sol se pone y Carlos va al bar del chino. Sus guardaespaldas lo acompañan. Entra y pide un trago de ron y comida. La camarera se mete en la cocina. Anselmo y tres policías entran al bar del chino, este se apresura a atenderlos. Los oficiales se sientan en la barra y piden cervezas. Anselmo ve a Carlos y le insinúa sobre la posesión de un almacén clandestino en la desembocadura del río. Carlos sólo mira a sus guardaespaldas. Anselmo insiste. La camarera trae la comida. Carlos come. Anselmo le da la espalda mientras dice a viva voz que la Marina de Guerra construirá un puesto de vigilancia en la boca del río. Carlos Una pregunta, agente, ¿cómo se comunica usted con los mudos? Anselmo se lanza sobre Carlos. Los policías y los guardaespaldas se enredan a piñazos. La pelea es fuerte. Los clientes salen aterrados, la camarera grita mientras que el chino trata de evitar que

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destrocen sus muebles. Anselmo saca la pistola y dispara al techo. Todos terminan en la estación. Por falta de pruebas contundentes Carlos es puesto en libertad, pero paga una multa por agredir a las autoridades. Carlos llega a la casa y va al patio. La ventana de María está cerrada. Esa misma noche, Anselmo recibe una llamada de sus superiores de La Habana. Le anuncian que dentro de unas semanas tendrá que partir a otro pueblo a cumplir con otras funciones. Él palidece y trata de evadir dicha orden. Las palabras de sus superiores son claras: Si se quiere quedar ahí no se meta más con el concejal ni con sus ayudantes. Anselmo responde que no habrán más malos entendidos con el concejal Francisco. Unos hermanos muy pálidos bajan del tren. Son recibidos por el chino de la taberna. Hablan con el chino en inglés y este los hospeda por unos días. Los hermanos pálidos traen consigo muchos bultos y grandes cajas. Se anuncia un espectáculo. El cinematógrafo ha llegado al pueblo. Es de noche, el clima es fresco y en la plaza frente a la iglesia se prepara el espectáculo. Todo el pueblo acude al cinematógrafo. Una película de pistoleros se proyecta. Unos asaltantes capturan un tren. Francisco observa las reacciones de los presentes y ve que Claudia lo mira desde la distancia. Francisco queda impresionado con la reacción que logra el espectáculo en las personas. Invita a los dos hermanos pálidos a su casa. En una de las tardes lluviosas los dos hermanos pálidos se marchan en el tren eléctrico. Francisco los acompaña. En la estación quedan Francisco y Anselmo. Anselmo le dice que no se meta con su sobrina. Francisco se burla sobre un posible parentesco entre ellos. Anselmo lo amenaza. Francisco se marcha mientras la lluvia cae, el cojo queda en la estación. Carlos llega a su casa y agarra por la cintura a su mujer. Rosa Elena no dice nada. Ella de espaldas a él se deja penetrar. Él eyacula dentro de ella y queda unos segundos recostado a su cuerpo. La madre de Rosa Elena llama. Rosa Elena, indiferente, se libera de Carlos y va al cuarto de la madre. Carlos sale al patio y ve la ventana de María cerrada. Rosa Elena, desde el cuarto, le habla a Carlos. Le cuenta que mientras bañaba a su madre la vieja tuvo un ataque de lucidez. Entre muchas historias contó que Francisco no es

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hijo de Ramón de Córdova. El padre verdadero fue un mambí que había llegado con las tropas de la invasión y una de las noches violó a su madre. Rosa Elena se burla del cuento de la madre. Llama a Carlos, pero este no responde. Carlos se ha marchado de la casa. Francisco está frente al teléfono. Habla sobre la posibilidad de postularse a la cámara de representantes del municipio. En la barra de la taberna del chino se encuentra Carlos. Toma varios tragos mientras que a su espalda algunos hombres juegan cartas. Carlos llega a casa de María y Gerónimo. Entra y se sienta en el sillón de barbero. Gerónimo sale y le reprocha por lo tarde que es para afeitarlo. Carlos no hace caso, Gerónimo accede y mientras lo prepara Carlos busca a María con la vista. Gerónimo le adelanta que la niña no está en casa, que una tía se la llevó a vivir a La Habana. Gerónimo le recrimina a Carlos sobre los intereses de él hacia su hija. Carlos le pregunta a Gerónimo que si él le teme. Gerónimo responde: Yo no le temo a nadie que ponga su garganta bajo mi cuchilla. Carlos se queda en silencio. Amanece, pequeños botes llegan de la mar. Tres niños juegan en la playa. Ellos corren hacia la cima de una loma de arena y se dejan caer rodando. Así varias veces. Un niño ve un objeto que brilla. Se acerca y lo toma. El niño grita frente al cuerpo de Gerónimo. Francisco entra en la taberna del chino, pregunta por Carlos. El chino le dice que desde anoche no lo ve. Rosa Elena aparece y habla con Francisco. Ella está preocupada porque Carlos no ha ido a dormir a su casa. La noticia de la muerte de Gerónimo llega rápida. En el bar todos quedan pasmados. Rosa Elena le suplica ayuda a Francisco para encontrar a Carlos pero este la rechaza. Rosa Elena discute con el hombre y lo amenaza con contar la historia de su verdadero padre. Francisco le da un golpe a la mujer que cae al suelo, parece muerta. El chino la sacude pero no responde. Francisco se va del bar. Carlos está sentado en la arena, sus manos y ropas están llenas de sangre. La policía se acerca y lo detiene. Anselmo, junto a unos policías, entra a una casa particular. La casa parece desierta. En la sala hay restos de barriles. Del interior de la casa se siente un ruido. Los policías comienzan el registro. Un agente y Anselmo llegan a la cocina. De un mueble un gato salta a la meseta provocando caídas de botellas. El policía se asusta y se le va un tiro. El gato sale veloz por la ventana. Anselmo y el agente se

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miran, guardan las pistolas. La tubería se quiebra con el disparo y rápidamente se baña todo el lugar con el líquido. Se reconoce que es ron por el olor y el sabor. Los agentes siguen las tuberías de la casa hasta llegar a la fábrica. El dueño asombrado los acompaña al interior. Francisco recibe una llamada telefónica que le anuncia que la policía está en la fábrica. Cuelga, llama a otro número y pide que lo saquen del pueblo. Del otro lado parece que no lo toman en serio pero Francisco amenaza con delatar a toda una cadena. Mete en una maleta unas piezas de oro y unos billetes. Sale de su casa. Varios policías entran a casa de Francisco pero ya está vacía. Anselmo llega en un auto de policía junto a Carlos que se encuentra esposado. Francisco corre por las calles. Frente a él un auto para en seco. Claudia le abre la puerta y le dice que entre. Claudia continúa la marcha. Una patrulla de policía bloquea la calle. Claudia le pide a Francisco que se ponga detrás y se acueste en el piso. Mientras él obedece ella lo cubre con una manta. El policía para el vehículo. Ella evade un posible registro y se aleja hacia la salida del pueblo. Unos minutos más tarde el auto se detiene y Claudia sale. Francisco se asoma. Rodeando el auto están Anselmo y sus hombres. Francisco sale y ve a Claudia con un arma en la mano. Ella ha sido siempre un agente encubierto. Un auto llega y unos hombres de negro se bajan. Se acercan a Anselmo y le dan un documento. Los hombres de negro esposan a Francisco y lo meten al interior del vehículo. Este se marcha con el traficante en custodia. Por la ventanilla Francisco ve cómo Claudia y Anselmo leen el documento y se molestan. Francisco es liberado por los hombres, él pide que asesinen a Carlos y así eliminar toda evidencia. Titulares de periódicos anuncian el año nuevo 1932. Se revoca la ley seca en los EEUU. Corre el año 1933; una huelga general en Cuba paraliza al país por veinticuatro horas. Francisco está sentado con su ropa de descanso en un gran salón. En las paredes de la casa se pueden ver fotos de Francisco que lo implica con el gobierno actual. Dania aparece del interior de la casa y besa a su nuevo esposo. Francisco lee en titulares la muerte de un policía en una redada. Es Anselmo. Dania pregunta si el agente era amigo de él.

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Francisco ¿Mi amigo? No, pero lo voy a echar de menos. Francisco prende la radio y las noticias de la huelga general se escuchan por todas las emisoras. Apagando el aparato le dice a Dania que se van de vacaciones a los EEUU. Dania se anima y pregunta por cuánto tiempo. Francisco sonríe mientras comenta para sí: Hasta que los campos vuelvan a florecer. Dania entra al interior de la casa para hacer las maletas. Francisco llama por teléfono y las noticias que le dan no son alentadoras. El presidente se ha ido en un aeroplano de seis plazas y ha dejado a la mayoría de su camarilla a su suerte. Francisco se preocupa y apresura la salida de la casa. La pareja se monta en un auto. La gran valla que encierra la mansión se abre y el auto se adelanta. Una mujer harapienta se atraviesa frente al auto. Francisco frena el automóvil y se voltea a Dania. Ella sonríe pero rápidamente pone cara de terror. Francisco mira hacia delante y descubre que la mujer harapienta le apunta con una pistola. Es Rosa Elena que, parada frente a él, dispara todas las balas. FIN

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Ángel García Catalá. Alicante, España. Licenciado en Periodismo por la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Valencia). Después de unos dubitativos inicios como periodista cultural, incursionó en la defensa de los derechos humanos como monitor de libertad de expresión (Index on Censorship, Londres. Instituto de Prensa y Sociedad, Lima) y en la prensa política peruana (lamula.pe, revista Velaverde, revista La Ley). Actualmente está finalizando el libro de crónicas y ensayo Perú (des)amado. Un paseo por la tierra de Arguedas.

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Selva Roja

Ángel García Català

Esta es una historia tan jodida como sencilla. Carece de héroes y situaciones extraordinarias. No tiene prácticamente suspense y su final puede vislumbrarse desde sus inicios. Es una tragedia cotidiana, que se desarrolla sin los aspavientos que suelen definir la realidad que nos muestran las pantallas. La componen personas comunes, trabajadores sin demasiados estudios y bastantes preocupaciones; ciudadanos abandonados por un país sin Estado. Enfrentados a la injusticia por la ambición de otros, su salida es la más fácil: responder con más injusticia, sin odio ni revancha, sencillamente motivados por el pragmatismo.

L

a carta llegó un jueves. Carlos lo recuerda porque ese día limpia la camioneta del hotel que regenta —para que esté presentable antes del fin de semana, que es cuando suelen llegar los clientes; si es que llegan—. La encontró en el pasillo de entrada de su casa nada más entrar por la puerta. Él no lo sabe, pero llevaba allí varias horas, junto al recibo del agua y un folleto evangelista. Junto al gasto que implicaba el primero y la entelequia que vendía el otro, el sobre blanco que escoltaban parecía totalmente inofensivo. No llevaba remitente ni ninguna marca visible. Podía venir de cualquier sitio, haber sido escrito por cualquiera. Al abrirlo, descubrió que su apariencia era lo de menos. Desdoblada la hoja que albergaba, escrito en letras mayúsculas y bajo un pulso infantiloide, leyó: “Sabemos que haces plata con el hotel, conchatumadre. Son 10,000 lucas o matamos a tu hijito. En una semana llama a este fono y arreglamos. No jodas con los tombos. 999267211. Firmado: Los faltosos de Chiclayo”. Descolocado y perplejo ante el mensaje, la primera sensación que pudo reconocer fue, paradójicamente, un tremendo alivio. Por suerte, su mujer y su hijo —su hijito— estaban fuera de casa tomando su habitual helado de la tarde. Era bueno que el golpe inicial lo

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hubiera recibido sólo él. Ahora le tocaba tratar de asimilarlo. ¿Qué era aquello? Sentado en el sofá del saloncito, reflexionó. No se trataba de una broma, por supuesto. Sabía que las bandas de extorsionadores se estaban instalando en la zona y trabajaban de esa forma. No sólo lo había visto en la tele, sino que se lo habían contado otros empresarios como él. ¿Empresario? No jodas. Él sólo administraba un hotel de cinco habitaciones que había montado en un terreno heredado por su madre. Con las justas ganaba 3,000 soles al mes, que empleaba en mantener a su familia con ciertas comodidades, sin lujos ni ostentaciones. Empresario las pelotas. “¿Y ahora qué hago?” Lo primero fue algo tan estúpido como esconder la evidencia en el bolsillo de su pantalón. Había decidido que, de momento, no se lo contaría a nadie. Quería pensar qué hacer, sin preocupar a su familia. Tenía que cambiar la cara. Yolanda estaba por llegar y su rostro desencajado le exigiría una explicación que no quería ni sabría ofrecer. Se metió en la ducha, confiado en que un poco de agua fría conseguiría confundir a su cuerpo. En realidad, ahora que lo pensaba, aunque sin encontrarle explicación, se sentía sucio. La carta había conseguido mancharlo. Sin buscarlo, según dictan los cánones de la tragedia cotidiana, lo cierto es que le había caído una gran mierda encima. Lo que no acababa de descifrar es cómo quitársela de encima. La opción de la plata era imposible. No la tenía. Podría obtenerla pidiendo acá y allá, vendiendo algo quizás, pero nada le garantizaba que pagados esos 10,000 soles obtendría tranquilidad. No te conviertes en víctima hasta que no pagas, carajo. Con este pensamiento tuvo que despedir momentáneamente la crisis. La puerta se cerraba al tiempo que su hijo corría por el pasillo, dispuesto a abalanzarse sobre él. De fondo, su mujer sonreía enternecida. Qué bueno estaba el helado, qué bien nos lo hemos pasado en el parque, qué feliz y armoniosa es nuestra vida. O era. A mí el episodio de la carta me llegó después, cuando ya sólo era una sencilla anécdota, la primera ficha en caer. Habrían pasado un par de meses desde que se produjera, y quien me lo resumía era la primera persona a la que Carlos recurrió entonces, su tío Alberto. Yo lo conocía casi desde mi traslado a Moyobamba, una pequeña ciudad selvática en la que caí por inercia y casualidad, huyendo del estrés de “Lima, la horrible” y de una relación que amenazaba con destruir mi hígado —a quien mi corazón ordenaba beber, atormen-

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tado por sus equivocaciones—. A través del amigo de un amigo, Alberto se convirtió en una de las contadas amistades que tenía en mi nuevo hogar —un par más del trabajo, en una ONG ambientalista, y otro más del bar donde solía ver el fútbol—. Persona pausada y muy conocedora de los ritmos de la región, su familia era una de las históricas dentro de la ciudad. No se juntaba con quienes tratan de gobernarla en la actualidad, nuevos ricos y gente llegada de la sierra que, al calor del cultivo del café y cacao, la construcción y el comercio, nada tienen con ver con la vieja aristocracia que él ya no se esfuerza siquiera en representar. Aquello era de otro tiempo, de otro país. “Ahora todo es informalidad y corrupción, ignorancia y desorden”, solía ser la conclusión a la que llegaba cuando conversábamos de actualidades políticas y hechos locales, todos los miércoles, durante la cena a la que me invitaba en su casa con sagrada frecuencia. Una de esas noches lo encontré visiblemente perturbado, demasiado como para que no compartiera conmigo el motivo. El motivo no era otro que la extorsión a su sobrino Carlos, de quien se consideraba prácticamente su padre —el biológico les había abandonado nada más nacer él—. Me contó la crisis ocasionada por aquella carta inicial, que habían conseguido salvar con una medida tan sencilla como eficaz. ¿Pedían llamar a un teléfono? Pues la solución era inhabilitar —matar— el número que les habían dado. A partir de un contacto familiar en la Telefónica, consiguieron los datos del titular del número (nombre completo, fecha de nacimiento y DNI), que después utilizaron para solicitar su baja mediante una simple llamada, haciéndose pasar por ese mismo titular. Así nomás. Y, al menos contra el que hubiera sido mi pronóstico, funcionó. Complementariamente, durante la semana de plazo marcada en la amenaza, Carlos y su familia se trasladaron al hotel, alejándose de su casa y manteniéndose, si no encerrados, sí medio recluidos. Pese a lo sencillo de la maniobra, aún sin creérselo demasiado, consiguieron esquivar la crisis, alejaron el conflicto. “Hasta hoy, que ha llegado una segunda carta, más pendeja todavía”, sentenció Alberto. Sin recordar con exactitud las frases que utilizaban, algo del tipo “Sabemos que diste de baja el fono, huevón”, lo que estaba claro era el fondo: la suma se doblaba y la querían en dos días. Ya no habría llamadas de por medio, decían, sino que adelantaban que la transacción se haría en un lugar y tiempo específicos (en las afueras de la ciudad, en el vertedero, a las 8:00 pm del jueves). Recuerdo que justo al escuchar la fecha, en un

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alarde de frivolidad, conocedor de las rutinas de Carlos, me asaltó el pensamiento de que la camioneta recién lavada se pondría perdida —la mente humana, ese misterio—. —Se arriesgan, Pablo, ¿no te das cuenta? Si sabemos el sitio con antelación podríamos preparar algo, una encerrona. —¿Y avisar a la policía? Digo yo que sería lo más razonable... —Bah, no seas ingenuo, hombre, que llevas el tiempo suficiente en este país para saber que esos conchudos no sirven para nada. Ni aún sabiendo quiénes son se enfrentarían a ellos. Estos están para joder nomás. —Pero tampoco parece muy razonable enfrentarse a una banda de criminales, ¿no? —No, claro, tienes razón. Nosotros no, pero a lo mejor podemos encontrar a alguien que pueda hacerlo. Mientras seguíamos contemplando posibles alternativas, a mí todo aquello me parecía demasiado novelesco. No sé, uno lee y ve historias parecidas en libros y películas, pero le resulta difícil identificarlas cuando se las ponen delante. Quizás es por la espectacularidad con la que suelen presentarlas, quizás por la atrofia que sufren nuestros sentidos a manos de la cotidianidad. No sé. ¿Era aquello de verdad? ¿Esto es la violencia? ¿Estaba tomando yo —un europeo lanzado a la aventura por culpa de una crisis económica de los grandes— una copa de vino con un hombre, un amigo reciente, en una ciudad de 50,000 habitantes situada en medio del Perú, al tiempo que tratábamos de dilucidar maneras de enfrentarse a una banda de extorsionadores? Dudas aparte, lo que era evidente es que no teníamos tiempo de sobra —y si me incluyo es porque, aún sin afectarme directamente, hubiera sido demasiado egoísta desentenderme del tema, sobre todo después de la confianza mostrada por Alberto hacia mí—. Sin perder de vista que una borrachera no jugaría a nuestro favor, seguimos bebiendo con tranquilidad, conversando, paladeando cada sorbo como si fuera una posible solución. Descartada la policía y la opción de una lucha directa entre las partes, convenimos que la opción más razonable era pedir ayuda, del mismo modo que Carlos había hecho en un primer momento con su tío. ¿Pero a quién? —Se me ocurre... ¿conoces a don Lucio, del hotel Jardines del Amazonas? —Sí, claro, lo conoce todo Moyo. —Mira, no sé si sabes, pero yo me hospedé allí durante mis dos primeras semanas acá, mientras buscaba una habitación de alquiler.

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Me parece muy buen tipo y seguimos manteniendo cierto contacto. Nos vemos de vez en cuando para tomar unas chelas. —Ya, ¿y qué tiene que ver él con todo esto? —Sin conocer a estos Faltosos de Chiclayo, ¿qué sabemos de las bandas de extorsionadores? —Pues que son unos conchasumadres y no tienen escrúpulos. Les llega todo salvo la plata. Y si para conseguirla tienen que matar, pues matan. —Sí, sí, eso está claro. ¿Pero a quiénes suelen sangrar? —Empresarios, gente que suele tener plata, en la mayoría de los casos personas honradas y trabajadoras, que no se meten con nadie. De eso se aprovechan. —Sin ofender, Alberto, pero trata de olvidarte de tu sobrino. No importa la calidad humana de sus víctimas. Tú mismo lo has dicho, a estos no les importa nada excepto el dinero. —¿Y entonces? —Entonces dudo que Carlos haya sido el primer hotelero al que han extorsionado o están tratando de extorsionar. No tendría sentido que esa misma carta no se la hayan dejado en la puerta a otros empresarios de hoteles o restaurantes. A más cartas, más ganancia. —También más riesgo... —Exacto. Eso quiere decir que no saben muy bien con quién tienen que negociar. Si os los quitasteis con la jugada del fono dudo mucho que hagan una investigación exhaustiva sobre las personas a las que amenazan. Yo creo que simplemente comprueban quién es el dueño del hotel o el restaurante de turno y listo, se mueven: mandan la carta y esperan la plata. —Sigo sin entender a dónde quieres llegar. ¿De qué nos sirve comprobarlo? A no ser que se hayan encontrado a alguien peor que ellos, acá la gente baja la cabeza y paga, no quiere problemas y sabe que no puede recurrir a nadie. Están desamparados. —Puede ser, sí, seguramente. Aún así yo creo que merece la pena hablar con don Lucio y preguntarle. No se pierde nada. Lo peor que te puede pasar es que no quiera oír del tema o se haga el loco. —¿Y lo mejor? ¿Armamos un grupo paramilitar de hoteleros? —No, hombre, no. No sé qué sería lo mejor. Que ya le haya pasado a él, que conozca a alguien que nos pueda aconsejar, que entre varios se pongan de acuerdo a modo de solidaridad gremial. No sé, la verdad, pero quizás sirva de ayuda. Al día siguiente, sobre las ocho de la mañana —temprano para los estándares occidentales, tarde para los selváticos, donde se vive

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con el sol de 5 a 5—, nos presentamos en el Jardines del Amazonas. Éramos tres, pues antes le habíamos comentado nuestro esbozo de plan a Carlos, al que decidió sumarse —al fin y al cabo él era el principal afectado—. Lucio estaba desayunando con un par de clientes, a los que trataba de empaquetar un tour en un río cercano. Lo hacía con semejante gracia y encanto que los incautos turistas, a pesar de su resistencia inicial, claudicaron con una sonrisa forzada —conocía la dinámica porque yo también la había sufrido—. Al vernos se disculpó efusivamente con los gringos y vino a nuestro encuentro. Después de los saludos y preguntas convencionales, los cuánto tiempo, qué tales y cómo está la familia, comprobó que nuestra presencia no era caprichosa y debía responder a algún asunto serio —semejante conclusión era natural por dos motivos: nuestros elocuentes semblantes, cercanos a la interpretación cinematográfica, y el hecho de que jamás me habría relacionado con dos de los miembros de una familia conocida por su antiguo abolengo—. Conducidos a un saloncito algo más retirado, sin demasiadas explicaciones, Carlos le contó sucintamente su experiencia con Los Faltosos: la carta, la jugada para evitarla, el regreso del drama en forma de segunda comunicación. Don Lucio escuchaba atento, sin intervenir. Acabado el testimonio, Alberto y yo balbuceamos sobre la marcha una suerte de alegato por la unión de los hoteleros, “el uno para todos y todos para uno” al que la situación nos empujaba sin remedio. “Hay que unirse, don Lucio”, fue el cierre de la arenga. Pese a su habitual locuacidad, don Lucio siguió callado durante un minuto o dos. Nosotros nos mirábamos sin saber qué hacer, pues en realidad no sabíamos muy bien qué esperar de todo aquello —la improvisación de toda tragedia, me dije—. Tras ese momento de incomodidad, se irguió y empezó a hablar en un tono sereno pero alegre. —Mirar, hermanos, les voy a ser muy sincero, tanto como no le he sido ni a mi señora esposa. Hace como dos meses, debió ser más o menos al tiempo que tú recibiste la carta, a mí me enviaron la misma amenaza. Igualita. Reconozco que temblé al leerla y me lo callé. Después de pensar muy bien qué hacer, decidí hablar con mi primo Oswaldo y conseguimos reunir algo de plata. No toda, no alcanzamos a los 10,000 soles que pedían. Fueron 7,500. Llamé al número que me dieron y les dije que eso es lo que tenía, que me era imposible llegar a más. No hicieron mucha bola y aceptaron. Me dijeron que fuera ese mismo día al Club 69, el de la entrada, a las 12 de la noche. Fui acompañado de Oswaldo. Al rato llegaron un

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par de chibolos. Nos mostraron sus pistolas nada más sentarse. Casi sin hablar, les dimos la plata en una bolsa de deporte. La contaron por encima y se levantaron para irse. Les pregunté que si me iban a dejar en paz. “Estáte tranquilo, causa. Nosotros ya sabemos que nos has colaborado”. Y se fueron. No he vuelto a saber más de ellos. El silencio volvió a instalarse en la sala. La diferencia es que ahora éramos nosotros tres los que callábamos, tratando de descifrar el sentido que aquella decisión tenía para los intereses de Carlos. Era, por supuesto, una postura muy egoísta, pero también era evidente que el objeto de nuestra visita consistía en sumar apoyos. Sí, conocer la experiencia de don Lucio servía para comprobar nuestras sospechas sobre los movimientos de Los Faltosos, pero aunque todavía ninguno se atrevía a preguntarlo, lo que de verdad nos importaba era saber si, después de pagar, ya aparentemente tranquilo y alejado de la violencia, don Lucio optaba por desentenderse del problema o, confiábamos, se unía a nuestro intento de cruzada. No nos dejó siquiera verbalizar tal dicotomía. —Y ahora, ya que no dicen nada, lo diré yo. He pagado y podría tratar de seguir a la mía, sin historias, dejar que ustedes resuelvan esto como puedan. Pero también entiendo la razón por la que están aquí, todo ese rollo de la solidaridad entre los que tratamos de hacer este negocio, que normalmente me sonaría a puro floro y no creería para nada. ¿Saben lo que pasa? Que desde que pagué no consigo dormir bien. Me siento estafado, como un estúpido. No saben lo que me jodió entregarles esa plata a esos hijosdesumadre. Y no por la plata, que sin darse cuenta se va igual en otros asuntos, sino por lo que significaba. Me sentí como un cabro, les juro. Un perdedor. Así que quiero devolvérsela. Diré lo que han venido a escuchar: estoy dentro. El resto de la mañana fue absolutamente frenético. Tras acordar que debíamos contactar a los otros ocho hoteleros más importantes de la ciudad, en los que tanto Carlos como don Lucio confiaban relativamente, Alberto y yo nos lanzamos a lomos de su Honda XL 250 R en pos de la misión. Se suponía que yo debía estar trabajando, pero cualquiera que conozca la realidad de un departamento de comunicaciones de una ONG pequeña sabrá que licencias así están a la orden del día, especialmente si uno es extranjero y está más o menos sobrecalificado para el puesto —si ese hecho resulta una muestra de alienación postcolonialista no influía determinadamente en los acontecimientos—. No nos va mal. De los cuatro ho-

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teles que debíamos visitar, en tres de ellos han aceptado nuestra propuesta con esperanza. De hecho, sin conocer demasiado sus respectivas realidades, podría deducirse que llevan esperando algo así durante un buen tiempo. Dan la impresión de sentirse solos, indefensos por un aparato estatal que no los protege ni cuida. En otro de ellos, en cambio, ni han querido hablar del tema. Ya en el almuerzo, de vuelta al Jardines del Amazonas, las noticias que nos dan tanto Carlos como don Lucio aumentan nuestro optimismo. De los ocho potenciales candidatos que podrían conformar lo que empezábamos a bautizar como el Frente de Lucha Hotelera —sin creérnoslo demasiado, la verdad sea dicha—, habíamos conseguido la simpatía de cinco. Es decir, parecía que en total el grupo quedaría en siete miembros. Y si digo parecía es porque al final el mismo Alberto decidió sumarse, sin ser hotelero —sí empresario—, “Porque esta pendejada nos afecta a todos”. Así las cosas, el tiempo seguía apremiando y habíamos concertado entre todos una reunión a las 4:00 pm en el Brisas Selváticas, quizás el más apartado de los hoteles implicados, a unos 5 kilómetros de la ciudad, en lo que le aportaba un toque clandestino a la situación que, tal y como comprobaría más tarde, sería más definitorio que circunstancial. Allí estábamos. La crema y nata del sector hotelero de Moyobamba, ciudad que a duras penas se alimentaba del flujo comercial y el raquítico turismo interno, ensombrecida por el músculo que le aportaba a Tarapoto su concurrido aeropuerto —los turistas extranjeros son gente muy cómoda—. Pero bueno, ellos eran, esas eran sus vidas y sus negocios, aquello era lo que les importaba y les había conducido hasta allí ese día y ese momento: el espíritu de supervivencia. Rencillas y competencias aparte, sentados en una gran mesa de plástico blanca, al costado de una piscina que comenzaba a ser invadida por mosquitos y demás insectos, don Lucio ejerció de anfitrión. No era el afectado, pero sí el más carismático de todos ellos, la persona que mayor influencia y persuasión tenía sobre el resto. —Señores, todos sabemos por qué estamos acá reunidos. Les agradezco su presencia y compromiso. Hoy es Carlos, pero está claro que ayer fui yo y mañana serán otros. Hay que acabar con esto, de una vez por todas. No tenemos mucho tiempo, así que propongo que, durante la próxima media hora, escuchemos las propuestas que puedan tener. De ahí, votemos. Así de fácil. Nunca lo hubiera pensado. Pasó lo que pasa después de una conferencia o rueda de prensa anodina: el más incómodo de los silenci-

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os. Nadie se atrevía a hablar. Había una extraña sensación de miedo al ridículo y cierta vergüenza. Ni siquiera Alberto, habitualmente decidido y proclive al liderazgo, parecía dispuesto a hacerlo. Al final, contra todo pronóstico, fui yo quien decidió hacerlo, sumando más números a lo extraordinario de mi presencia allí. —Amigos. Antes que nada, me gustaría disculparme por ser el primero en hablar, pero visto que nadie lo hace, quiero compartir brevemente lo que pienso. Sé que la mayoría no me conoce, y como no hay tiempo de presentaciones, simplemente diré que conozco el tema y he estado armando esto con Alberto desde el principio. Por eso creo que puedo hablar. Y lo que quiero decir es que, como ya sé que desconfían en la policía o la justicia ordinaria, que seguramente todos estén pensando en alguna forma de respuesta violenta, no voy a tratar de pecar de ingenuo hablándoles de institucionalidad, o de que juntos podrían lograr que el Estado les haga caso. Por eso, mi opción es que recurran a las rondas campesinas. Creo que son el camino perfecto, son legales y cercanas, con la suficiente fuerza para enfrentar a los extorsionadores y, al mismo tiempo, la mesura para no hacer locuras. Esa es mi propuesta: las rondas. A los murmullos y caras de desprecio les siguió la intervención de Carlos: —Pablo, ya sabes que te agradezco mucho toda tu ayuda en esto, de verdad. A ti esto no te afecta y estás acá, pero con todo respeto te digo que lo de las rondas es una huevada. Seguramente no soy el único que lo piensa o sabe. Esos tíos se han convertido en un grupo casi peor que las bandas que tenemos que combatir, precisamente porque son legales. Tú eres de fuera y no llevas mucho tiempo aquí; por eso todavía piensas en ellos como los héroes que derrotaron al terrorismo en los ‘90, o en los protectores de las comunidades a las que no llega la policía. No, amigo, estos tipos se han convertido en un grupo delincuencial más, si me apuras hasta mejor montado. ¿Acaso nunca has oído la expresión “mandar a la ronda?” Cuando te deben plata o quieres asustar a alguno, eso haces, los contratas y los mandas, como si se tratara de unos matones de mierda. Es lo que son, en realidad. Para mí lo de las rondas no va, lo siento. Gestos de aprobación, aderezados por un par de anécdotas confirmando la visión ofrecida por Carlos —vaya, parece que debo actualizar mi manual de joven progresista romántico; ya no se puede creer en nada, coño—. De ahí, tras algunas intervenciones indiferentes, siguieron únicamente dos propuestas: 1) contratar a un par de chibolos que, parecía, ejercían de sicarios en sus ratos libres; 2) obtener

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el mayor número posible de armas de caza, pertrecharse en distintos puntos del basurero y enfrentarse a balazos con los extorsionadores. Ninguna contó con un amplio respaldo —de la mía, por supuesto, no volvió a hablarse—. Cumplida la media hora, dispuestos a votar entre dos (tres) opciones que no convencían a nadie, un señor llamado Rogelio, del hotel Rincón del Mayo, que hasta entonces había permanecido en silencio, con aire ausente, pidió la palabra. —No sabía si decirlo. No sé, desde que el gringo y Alberto han venido a verme esta mañana, si este asunto me convence. Pero como ocurre en los offsides, en caso de duda, mejor hay que señalar. Lo que tenemos que hacer es hablar con un sujeto al que llaman El Verde. Una vez, hace ya unos diez años, sacó de un apuro grande a mi hermano, acá nomás, en la ciudad de Rioja. No nos vayamos con chiquitas: es un asesino profesional. Por lo que sé estuvo en el narco en los ‘80, moviendo mucha plata y cuerpos, pero también se dice que estuvo en el ejército. Como podrán entender, no se conoce mucho sobre él. Aunque yo sí sé que sigue por la zona, porque alguna vez lo he visto. Creo que hace el mototaxi entre Moyo y “el pueblo de los chanchos”, Santa Catalina, supongo que para disimular. Creo que no deberíamos ni votar. Huelga decir que ni se votó. Se dispuso que había que contactar con El Verde y tratar de quedar con él esa misma noche. En esas estoy, sorprendentemente, esperándole yo solo, sentado en una mesa arrinconada del karaoke Voces Latinas —la decisión de que yo fuera el elegido se justificó por mi papel de observador extranjero neutral, en lo que supone o bien una nueva muestra de alienación cultural o una manera efectiva de evitar el peligro; yo, por si acaso, para ese momento ya estaba lanzado, totalmente secuestrado por la trama de esta novela en movimiento—. Reconocerlo no fue difícil. Sin poder explicármelo, me recordó de inmediato al actor Johnny Hallyday, en una suerte de versión amazónica —si es que tal combinación puede darse—. Su mirada de reconocimiento al antro bastó para exudar una dosis imponente de violencia. Supo que yo era el enviado y se dirigió hacia mí sin rodeos. Mi nacionalidad no pareció importarle en absoluto. Ninguna circunstancia pareció hacerlo, en realidad. No se presentó ni preguntó nada. —Ya sé de qué se trata: Los Faltosos de Chiclayo. Piden 20,000. Yo cobraré la mitad por deshacerme de ellos y de cualquier banda que se presente en un año. Si luego les convence mi trabajo podemos hablarlo. Eso se ve con el tiempo. El número de teléfono al que me han llamado ya no sirve. Apunta este. Si en una hora tengo una


llamada perdida sabré que tengo un contrato. Si no la tengo, no hemos hablado nunca y no me conoces. Quédate tranquilo un rato más, disfruta de la cerveza que te queda, gringuito. Y se fue. Y le llamaron. Y acordaron que al día siguiente un Carlos cargado con una mochila llena de 10,000 soles —no 20,000— se dirigiría al “pueblo de los chanchos” a las 7:00 pm, donde se reuniría con El Verde. Pese a las preguntas que le hicieron, este, parco en palabras tal y como yo ya había comprobado, aseguró al grupo que tenía todo bajo control. Acompañaría a Carlos al encuentro, lo abandonaría unos metros antes de la entrada al basurero y se encargaría de todo. No querían saber cómo. Ese día fue jodido para todos. Alberto y yo no podíamos con los nervios. Entre el grupo cundía la incertidumbre. ¿Se resolverían así sus problemas? ¿Había sido esa plata una buena inversión? ¿La violencia puede solucionar a la violencia? Aunque sin duda el que peor estaba era Carlos. Sus ojos estaban como idos. Allí estaba él, un ciudadano honesto y recto, ante lo que se avecinaba como un episodio extremadamente sangriento. Él, que no creía en nada de todo esto, que era un pobre hombre, iba a ser el mayor exponente de toda esta locura. La transacción nunca se produjo. Llegados al basurero, El Verde, según lo pactado, se bajó unos metros antes de la entrada. Carlos llegó solo y se encontró con dos chibolos en una moto, armados con sendas pistolas. Cuando les iba a entregar la bolsa con el dinero, sin saber muy bien con qué objeto —faltaba la mitad que habían estipulado—, vio que El Verde llegaba hacia ellos, paseando tranquilamente. Entonces, en lo que Carlos creía la solución, vino su final. El Verde sacó su revólver y le pegó un tiro en la cabeza. Tomando la mochila de su brazo inerte, sentenció: —Recójanlo y lo botan por ahí nomás. Y ya saben, yo no estoy en estas huevadas, pero a partir de ahora de cada uno de sus golpes yo me llevo el 20%. Me lo dejan en el pueblo. Y ni se les ocurra tratar de engañarme o acaban como este cabro de mierda.

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Alejandro Gerber Bicecci. Ciudad de México. Ha escrito, dirigido y producido dos películas de largometraje: Vaho (2009) y Viento aparte (2014); ambas con un recorrido de más de 40 festivales internacionales. Ha realizado seis cortometrajes, todos ellos con amplia difusión en festivales nacionales e internacionales. Es realizador de documentales de divulgación histórica para la editorial Clío; y ha sido guionista de series y teleseries de ficción para televisión en Argos, TV Azteca y Sony. Actualmente desarrolla su tercer proyecto de largometraje: Nubes bajas.

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El Rebaño

Alejandro Gerber Bicecci

1. El mal Imágenes de video casero: un hombre encapuchado, amarrado, hincado y amordazado en el piso, forcejea desesperado tratando de soltarse. La imagen se acerca. Una mano sostiene un cuchillo y comienza a cortar el cuello del hombre ante sus gritos horrorizados. La voz de un niño dice: “No puedo”. Una mano más fuerte toma el cuchillo y continúa con la decapitación al tiempo que una voz da indicaciones frías y precisas. El hombre amordazado aúlla de pánico y dolor. Hay un corte en la imagen. Un individuo enmascarado sostiene, a la orilla de la carretera, la cabeza ya cercenada. Lanza maldiciones a cámara. Amenaza. Es una advertencia a los de La Hacienda: van a acabar así si siguen metiéndose en donde no los llaman. El individuo arroja la cabeza a la carretera que tiene detrás suyo, sin asco, sin sentimiento alguno. La imagen se corta abruptamente. No hay fantasía ni demonios de por medio, esta es la imagen del mal.

2. La Hacienda El sendero parece no acabar nunca. Es estrecho y a sus costados paredes enormes de basura desafían al cielo como edificios interminables. Juan Balderas se cubre el rostro, asqueado y nauseabundo, al borde del vómito. Sigue a Jacobo, flaco, joven y vagabundo, que no para de monear y de hablar. Se dirigen a La Hacienda, un mítico rectángulo de casas de lámina y cartón ubicado al centro del basurero más grande de la ciudad. Ahí está el hogar de El Rebaño. Un

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sitio fundado por niños de la calle, abandonados y pisoteados; una nueva sociedad, al margen de la conocida; un kibutz de miseria, el único refugio para los descastados de la ciudad. El nombre de Juan Balderas ha sido mancillado y su honor puesto en juego. Ha decidido llevar el asunto hasta sus últimas consecuencias. Maldice el día en que conoció a los hipsters norteños. No ha habido otra cosa más que complicaciones desde entonces. Su afán, al contactar a la gente de El Rebaño, es justiciero. Es hora de cobrar la afrenta. El ridículo, para Balderas, es inadmisible; casi tan insoportable como la mirada inocente de su hija —esa que no puede sostener y lo hace desviar los ojos desde que todo esto estalló—. Cesáreo es el líder de La Hacienda. Lo escolta un grupo de chicas adolescentes, todas ellas con la mirada perdida y mona en mano. Cesáreo es un hombre orgulloso de proteger a los suyos: estricto, riguroso, cuidadoso. Juan Balderas viene con recomendación, pero aun así el interrogatorio es escrupuloso. Busca venganza, por eso está aquí: es un hombre de negocios y bróker financiero en el oscuro mundo de la construcción inmobiliaria de rascacielos. Se asoció con dos empresarios jóvenes, recién llegados de Torreón; un par de mocosos con una ambición desmedida y un ego desaforado. El negocio salió mal, hubo un fraude y ellos lo culparon públicamente. Uno de ellos, Tobías, ha sido particularmente hostil, está decidido a acabar con todo y no acepta negociaciones. Juan sabe que debe detenerlo cuanto antes. Pero no lo quiere muerto, sólo fuera de combate. Es necesario limpiar la casa, no derrumbarla. Una golpiza que mande a Tobías un par de semanas al hospital, convertirlo en una mansa oveja y demostrar de una vez por todas su superioridad infinita sobre él. Cesáreo calcula. A ellos no los mueve el dinero. El dinero es banal para quien no tiene nada. Ellos buscan la pureza. Juan venía preparado para pagar una buena cantidad. Sí, hay un costo, pero también algo más: si Cesáreo y El Rebaño apoyan a Juan, deberá ofrecer su lealtad hasta la muerte, e incluso después. Pase lo que pase, pese lo que pese. Eso es la pureza. Cesáreo es un gran paranoico: hay una guerra afuera, una guerra que la mayoría desconoce y que, todo indica, se recrudecerá hasta lo indecible; “Sólo nosotros estamos preparados”. Juan acepta el pacto: lo ha minimizado. Cesáreo, complacido con el nuevo aliado, le ofrece a Juan un regalo: un rato a solas con una de sus niñas. Juan rechaza el ofrecimiento, pero Cesáreo le hace ver que está en un error: es una

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grosería. Juan acepta a regañadientes, fuma un porro de mota que Cesáreo le ofrece, y le hace el amor a Lizbeth, una infante de catorce años que no suelta la mona durante todo el encuentro sexual. Juan se sumerge, enceguecido por su afán de venganza, en la carne de Lizbeth. Descubre su rostro diáfano e inocente, la mirada perdida por la intoxicación, un cuerpo frágil y terso, su aroma dulce a pesar del solvente que exuda su piel, y la voz que, en suaves quejidos, da testimonio de que aún hay alguien detrás de ese rostro ausente. Horas más tarde, mientras Juan se reencuentra amorosamente con su mujer embarazada y su hija primogénita; Tobías es emboscado por El Rebaño y recibe una golpiza brutal que pone su vida al margen de la muerte.

3. Skyline poblano Dos años antes, Tobías y Marcelo llegaron a Puebla desde Torreón con el objetivo de devorar la ciudad. Tenían los recursos y las ganas, pero les faltaban las redes. Su sueño era apoderarse del skyline de la ciudad. El cálculo era sencillo e incontestable: la Ciudad de México es un abismo al borde del colapso urbano, social y económico; poco tiempo habrá de pasar para que los grandes capitales migren a las ciudades vecinas. El primer paso era El Benemérito, un rascacielos inteligente que le cambiaría la cara a la ciudad. Juan Balderas apareció ante ellos casi milagrosamente. Era el hombre que necesitaban. Sin poder económico pero con capacidad de generar financiamiento a alto nivel si ellos lo arropaban: un bróker de altos vuelos que también buscaba un proyecto de gran envergadura para darle rostro a su ambición. La sociedad entre ellos se dio de un modo automático. El skyline de la ciudad sería suyo. La construcción inició un año después. Un proyecto polémico, se habló mucho de corrupción en altos mandos para conseguir permisos y descuentos. El espaldarazo gubernamental al proyecto levantó suspicacias justificadas en la sociedad, pero no lo suficientemente fuertes como para detener la obra. El predio era un lugar magnífico que vendría a dignificar una zona de la ciudad que aún no había sido gentrificada; un barrio pobre que de golpe iba a tener su rascacielos. Como esas yerbas altas, que de pronto aparecen en pequeñas macetas olvidadas. Todo iba viento en popa hasta el día del accidente.

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El día del accidente, Juan, Tobías y Marcelo veían videos de las atrocidades del narcotráfico con reacciones de sorpresa, espanto y asombro: las de aquellos que se saben en una burbuja, y para quienes la violencia y la crudeza son ese paisaje lejano que se alcanza a adivinar a través de los titulares amarillistas en la prensa o la televisión. En ese momento, una grúa golpeó una de las estructuras de la construcción tirando abajo una estructura de polines que se llevó consigo a un albañil: 70 metros de caída libre al abismo. Ante la perspectiva de una clausura inminente de la obra, y de una investigación que metería a la sociedad en problemas con los inversionistas por no cumplir con las fechas de entrega, Juan Balderas, siempre enarbolando como bandera la “sanidad del Benemérito”, propone ocultar el accidente. Tobías y Marcelo, aterrados ante lo que este obstáculo podría representar para su sueño, aceptan. Pocos trabajadores fueron testigos y no fue difícil corromperlos y amedrentarlos. El cadáver del obrero caído fue enterrado en los cimientos del edificio, cumpliendo con una vieja cábala que dice que las estructuras son más resistentes si un muerto está enterrado en su base; y provocando una serie de mitos e historias de miedo entre los trabajadores de la obra.

4. La viuda, el fraude La noche del accidente, Juan soñó a Mara, su mujer embarazada, abortando en el W.C. Su rostro, aterrorizado, pedía auxilio mientras la sangre espesa manchaba sus piernas y la cerámica del mueble. La imagen lo persiguió por mucho tiempo, incluso después del parto; y nunca logró dejar de asociarla con el accidente que sufrió Efrén, el albañil. Meses después le contó su sueño a Marcelo. Le tenía más confianza a él que al otro; pero Marcelo prácticamente había olvidado el accidente. Juan les guardaba un secreto resentimiento por la facilidad con la que habían superado ese hecho. No parecía que la viuda de Efrén fuera a ser un problema. Era demasiado frágil, demasiado indefensa, demasiado poca cosa. Pero, poco a poco, pasó de ser una molestia constante a convertirse en una amenaza para la construcción de la obra entera. Nunca creyó la versión de que su marido había desaparecido sin dejar rastro. De que no había vuelto. Los albañiles procuraban no mirarla a los ojos y la teoría de que “el narco podría habérselo llevado” le resultaba

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insultante e inadmisible. Su presencia afuera de la construcción comenzó a atormentar a Juan. Nadie se animaba a correrla. Ella detectó la debilidad de Juan y comenzó a seguirlo, a observar sus pasos; el acoso llegó a tal punto que Balderas optó por amenazarla: si volvía a aparecer por ahí la correría a patadas él mismo. Ruth, la viuda, no se detuvo. Hábil y desesperada, consiguió entablar relación con Mara, la mujer de Balderas. Le contó su pesar y su profunda necesidad de encontrar a Efrén. Mara, por supuesto, lo comentó con Balderas, pidiéndole interviniera para ayudarla. Él así lo prometió, escondiendo la profunda cólera que el hecho le producía. Ruth había llegado demasiado lejos —la familia es intocable, en cualquier circunstancia— y optó por encontrar una ruta óptima para encarcelarla: en el sistema legal mexicano no hay nada que la corrupción nacional, un fajo de billetes, y una víctima pobre no permitan fabricar. Para Balderas, acometer a tiempo la construcción del Benemérito era un asunto de vida o muerte; muchas veces, en juntas con inversionistas e informes de avances de la construcción, su desesperación se hacía evidente; cualquier retraso detonaba su cólera, incluso irracionalmente. Pero Marcelo y Tobías estaban demasiado embebidos en su éxito, demasiado seguros de sí mismos, demasiado realizados como para darse cuenta que algo en la actitud de Balderas era sospechosa. Lo cierto es que la estructura entera del Benemérito era fraudulenta: contratos ficticios, prestanombres, empresas inexistentes aportando cifras millonarias a la construcción, firmas falsas para conseguir créditos. Todo en el plan financiero de Balderas dependía de que la construcción se terminara a tiempo. Una vez concluida, el gobierno poblano tendría que entrar al rescate millonario de un rascacielos privado para evitarse el ridículo de haberlo apoyado y para poder anunciar con bombo y platillo el arranque del skyline “que mira al cielo con orgullo milenario”. Cualquier retraso en la entrega de la obra implicaba que los distintos fraudes corrían el riesgo de ser descubiertos y que la operación entera podía desplomarse tal y como se colapsa un edificio barato ante la trepidación brutal de un terremoto incontrolable. Por supuesto esto fue lo que ocurrió, y de un modo ciertamente ridículo para las aspiraciones de Balderas y los hipsters norteños: en la cárcel, Ruth, la viuda de Efrén, recibió la visita de una abogada especialista en temas de género y derechos humanos. Ella denunció la desaparición forzada de Efrén, y esto dio a pie a una investigación

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que, entre otras cosas, incluía la búsqueda del cuerpo de Efrén en el edificio, aún en obra negra. El gobierno poblano obstaculizó dicha investigación y la abogada —con el olfato de la corrupción nuestra de todos los días— acometió una investigación sobre el origen de los recursos y el financiamiento de la construcción. El fraude se dio a conocer en una publicación de circulación nacional. El gobierno desconoció cualquier relación con la construcción y la clausuró. Los verdaderos inversionistas se retiraron y demandaron. Una serie de requerimientos legales comenzaron a llover sobre las cabezas de Balderas y los hipsters norteños. El Benemérito caía.

5. Obra negra En el piso 43 del Benemérito se había planeado construir un gigantesco bar giratorio que permitiera a los comensales apreciar la belleza del valle poblano, enmarcado por el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl de un lado; y La Malinche y el Pico de Orizaba del otro. Ese espacio —al igual que el resto del edificio— fue refugio de algunos mazahuas que se habían apoderado de los primeros pisos; usándolo como vivienda y bodega de las artesanías que venden en la zona turística de Cholula. Fue aquí dónde se reunieron por última vez Balderas, Marcelo y Tobías. Tobías, conocido por su radicalidad y vehemencia a la hora de la confrontación, no decepcionó a nadie; y amenazó a Juan con tirarlo desde ahí al abismo. El fraude lo hizo Balderas, pero las firmas eran de Marcelo y Tobías: cómplices silenciosos de una operación ilegal que los tenía ahora al borde de la cárcel. Probar que Balderas fue quien urdió la red podría ser labor litigante de toda una vida. Balderas no se achica, jamás se achica; si hizo lo que hizo fue por el Benemérito y por respeto al sueño de los norteños. Si hizo lo que hizo fue porque así se opera en este país. Lo que pasó es que hubo mala suerte. Él se dice, al igual que los otros dos, una víctima más. Marcelo, timorato, confía en que el propio Balderas sea quien los saque del desastre, pero Tobías no está dispuesto a confiar de nuevo en él. La amistad de los norteños —que data desde la infancia— está rota. Pocos días después de esa última junta, Marcelo dejará el país, poniendo su defensa en manos de un abogado de prestigio y buscando, tibia y cobardemente, la forma de deslindarse del proyecto para que sea Tobías quien cargue con el problema.

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El orgullo de Tobías es tan grande como su propia ambición; prefiere tirar el Benemérito con sus propias manos antes que aceptar cualquier responsabilidad sobre el desastre financiero que construyó Balderas. Este, esquivo y altivo al mismo tiempo, lo amedrenta. Cualquier negociación es un despropósito. Cada cual se rascará con sus propias uñas: se han declarado la guerra. Y la guerra empieza muy pronto, cuando la misma publicación de circulación nacional exhibe copias de los documentos con la firma de Tobías como único responsable de todos los acuerdos que cerraban el fraude, “el respeto al skyline ajeno es la paz”. Tobías recibe el golpe de forma automática: las puertas se cierran, las deudas se acumulan, una mudanza a un sitio más económico se vuelve inminente, un amparo urgente y salvador deja sin efecto a una orden de aprehensión de ejecución inminente. Pocos, realmente pocos amigos son los que mantienen contacto con él, y menos aún los que creen en su presunta inocencia.

6. Transfusión Desde que nació, Balderas ha vivido en guerra. Michoacano, de familia humilde, campesina, se fue muy joven a Manzanillo a probar fortuna. Su inteligencia y osadía le ganaron notoriedad y consiguió un trabajo como vendedor de tiempos compartidos. Procuró afresarse tanto como pudo, cambió de forma de vestir, de hablar, de caminar: se asimiló. Negaba su origen ante sus nuevos conocidos; pero volvía puntualmente a casa lleno de regalos en las vacaciones, fiestas y cumpleaños. Amaba a su madre, lo peor que pudo pasarle fue perderla sin poder despedirse. Las playas en México son, todavía, uno de los pocos lugares que permiten la convivencia entre clases sociales y las oportunidades que eso puede significar. Balderas puede atestiguarlo, lo vivió en carne propia. Un empresario gringo de la construcción aceptó escuchar su discurso de venta de un tiempo compartido que —por supuesto— no compró; pero algo vio en Balderas y decidió que un vendedor hábil con el verbo y seductor como él podría servirle: le ofreció trabajo como asistente. El resto es mérito de Balderas, fue él mismo quien se hizo una transfusión de sangre y aprendió a negociar, a falsear la ley, a embaucar a inversionistas y caer siempre de pie cuando los negocios se le venían abajo: se inventó a sí mismo, se hizo “respetable” en base a la acumulación de poder y contactos, y

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ese es el mayor orgullo de vida que pueda tener. El otro que recibió una transfusión de sangre fue Tobías. La golpiza fue brutal. El Rebaño actúa sin miramientos, desprecian a la humanidad, son el resentimiento viviente, no sienten nada, nunca, por el otro. Coma inducido por dos semanas, derrame cerebral que milagrosamente no ameritó cirugía, varios huesos rotos y una rehabilitación que implicará, sin duda, volver a aprender a hablar y masticar. Pero lo peor fue la visita de Balderas, con ramo de flores y chocolates en mano, besando a su mujer en la mejilla y Tobías sin poder hablar. La demostración de cinismo más grande que pueda haber imaginado. Balderas cayendo de pie, como siempre. Cada paso, cada decisión, cada palabra de Balderas ha sido pronunciada para escalar una posición; para sacudirse una miseria que consideraba hereditaria; para abofetear un legado que desprecia, y escupirle a los otros que, como Tobías, nacieron en una burbuja de plata y nunca tuvieron que luchar por nada: siempre hubo un Juan Balderas para hacerles el trabajo sucio. Y Balderas siempre gana; no puede ser de otra forma. En su caso, en su condición, perder es ser destruido; para él sólo hay dos caminos: la tragedia, o el éxito. Y visitar a Tobías, besar consternado la mejilla de su mujer, hacerse pasar por su “gran amigo” en un momento de desgracia, era su forma de ganar, de abofetear y escupir; de clavarle una estaca en los huevos a ese hipster norteño que osó amenazarlo con tirarlo desde el piso 43 del Benemérito y que, además, manchó su nombre de un modo indecible; como la sangre de un albañil luego de caer al piso desde 70 metros de altura. Tobías es un hipster, pero su resiliencia —al menos antes de la golpiza— fue notable. Se desesperó, es cierto, pero poco a poco fue saliendo a flote. Su orden, impecable, le permitió contra argumentar varios de los documentos que lo imputaban legalmente. Su paciencia le permitió reconstruir la historia tal y como ocurrió. La publicación que lo denunció en un principio accedió a dar a conocer su versión de los hechos; y con una habilidad política inédita consiguió que el gobierno invirtiera en la finalización del Benemérito; por supuesto, él perdía por completo su propiedad sobre el edificio; pero continuar la obra permitió que la presión de los medios y de la justicia bajara. Y no sólo eso, permitió también que su versión, la de Balderas como artífice del fraude, comenzara a ganar adeptos. Balderas no era nuevo en estas prácticas, un caudal de pequeñas bribonerías lo seguía. La tranquilidad que Balderas había adquirido luego de crucificar

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públicamente a Tobías se desvaneció de golpe, con una sola publicación: un artículo —pagado, por supuesto—, de un respetado analista que consideraba analizar el lugar que había ocupado él, Balderas, en el desaguisado del Benemérito. Quizás Balderas pudo haberlo dejado pasar, aceptar un empate, tomarlo como un sacrificio necesario para preservar la paz; pero había vivido siempre en guerra y no se lo podía permitir. Redactó un documento, una especie de “mea culpa” a nombre de Tobías; y le exigió que lo firmara: quería un indulto automático y absoluto. Tobías se negó, la petición era ridícula. ¿Eximir de culpa por completo a Balderas? ¿Justo ahora que la obra estaba en marcha otra vez y que su honor se reestablecía? ¿Quería también que exhumaran el cuerpo de Efrén y se sacaran fotos con él? La respuesta fue demoledora, Balderas entendió —tal vez con justicia— que Tobías no se detendría por nada, que estaba dispuesto a inmolarse con tal de que el Benemérito quedara concluido. Y eso, esa búsqueda de pureza, esa voluntad de sacrificio de parte de su enemigo más acérrimo, lo aterrorizó; como aterroriza siempre la pira encendida a la que un hombre está dispuesto a tirarse para inmolarse. Esa noche Juan Balderas soñó que despertaba en una casa de madera de dos pisos, un lugar desconocido, bucólico y siniestro; por la ventana se oían voces, gritos desesperados, y se alcanzaba a ver fuego. Balderas bajó y descubrió que en el jardín delantero de la casa ardía una hoguera inmensa que salía de una fosa común en la que una docena de cadáveres se quemaban inclementemente. Al despertar, sudoroso y agitado, Balderas supo que tenía que detener a Tobías a cualquier precio.

7. La burbuja Cuando se vive dentro de la burbuja protectora que hace de México esa farsa en la que se amasan fortunas obscenas sobre cientos de fosas comunes que perforan el territorio nacional, resulta casi imposible imaginar los hilos conductores entre ambos mundos: el del poder y el del horror. Pero con apenas unas indagatorias queda completamente claro que para que el poder exista y se mantenga en los términos en los que lo conocemos, es indispensable que el horror rellene cualquier orificio de cuestionamiento político, social, económico. Y si el horror no se apodera por completo del poder es simple y sencillamente porque no le interesa; está demasiado ocu-

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pado en seguir reproduciéndose a sí mismo. Balderas descubre esto con una claridad pasmosa. La lógica de Balderas es la de sellar cualquier orificio por el cual la casualidad pueda actuar en su contra; nulificar la ley de Murphy. Eliminar cabos sueltos: exhumar el cuerpo de Efrén y desaparecerlo sin dejar rastro alguno, controlar a Ruth —aún presa y bajo el amparo de abogados con conciencia que se resisten a entender que el mundo no podrá, nunca, jamás, ser un lugar mejor— y detener a Tobías: si el edificio se termina, su versión gana; y entonces él, Balderas, no será más que un oscuro bandido inmobiliario. Pero aquí no hay escenas de acción y hazañas físicas en el campo de batalla. La ley existe y si existe es para proteger al poder. No hay nada que un abogado no pueda hacer para satisfacer la necesidad de calma y de tranquilidad de un hombre con poder que de golpe se ha colocado en la línea de fuego. La exhumación del cuerpo de Efrén es simple e incluso aburrida: una suspensión temporal de construcción, dictada por un juez a propósito de un riesgo sanitario, detiene la obra un par de días. Libre de trabajadores, es fácil corromper al velador y contratar a una cuadrilla para desenterrar el cadáver. Ruth es aún más fácil: un amparo, promovido por el mismo abogado que la encarceló, le da libertad inmediata, y un depósito le garantiza la subsistencia por el resto de su vida —junto a una amenaza, velada pero certera—. Sus abogados quedan huérfanos de caso: Efrén es un desaparecido más en el país de los desaparecidos. Tobías es un tema más complicado, el abogado de Balderas piensa que la golpiza es mala idea: mala prensa. Pero Balderas conoce a Tobías, conoce sus límites y sus límites son físicos. En el momento en el que se dé cuenta de que es su integridad, y no sólo su honor y su patrimonio lo que está en juego, cederá. El abogado contacta a Balderas con El Rebaño. ¿Qué es El Rebaño? Son los responsables directos de que en la Ciudad de México el horror del narco no sea parte del paisaje cotidiano. El grupo de choque financiado desde el poder económico para mantener el desastre en provincia, fuera de las delegaciones chilangas. El más sanguinario grupo de exterminio que haya poblado este país; un grupo con el cual ni siquiera los cárteles de drogas están dispuesto a meterse. Asesinatos, encajuelados, enmaletados, colgados, incinerados; los crímenes de la nota roja cotidiana son, han sido desde hace años, un subproducto de las actividades de El

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Rebaño; una organización estructurada como una araña, con pies en todos los rincones de la ciudad y una capacidad de reacción vasta y veloz. El horror al servicio del poder, de la estabilidad y del desarrollo. Una justicia paralela que usa el castigo de forma ciega, pero preventiva. Cuando Juan los visita, y conoce a Cesáreo, y fornica con Lizbeth, no podría siquiera imaginar que estos muertos de hambre pudieran tener un lugar de peso en el entramado de la violencia nacional. Soberbio, como siempre, encuentra todo exagerado y absurdo, producto del gusto de su abogado por las historias de terror; ignorante de que el horror, cuando se lo provoca, puede abrir sus fauces y devorar a quien sea. Incluso a él mismo.

8. La victoria ¿Qué es lo que hace que un hombre que ha salido victorioso de su mayor batalla en la vida viva muerto de miedo? Balderas ha limpiado los cabos sueltos e incluso se congratula públicamente de la reanudación de la obra en el edificio, una vez resuelto el problema de riesgos sanitarios que la aquejó. Tobías está fuera de combate, Ruth también, el cadáver de Efrén no será hallado jamás. Y, sin embargo, Juan no duerme, no descansa, no tiene ánimo de emprender nuevos proyectos y su relación de pareja se ha deteriorado de un modo grotesco debido a su irritabilidad, su violencia y su adicción a cualquier droga que le ofrezca la ilusión de la tranquilidad interna que ha perdido. El embarazo de su mujer, ya en sus últimas semanas, no es obstáculo para sus abusos físicos y psicológicos. Pero lo peor es que no logra sacarse a Lizbeth de la cabeza. Piensa en ella todo el tiempo: su olor, el tacto de su piel, su mirada perdida, el sabor de sus senos, el sonido de sus quejidos al penetrarla. Curioso pensar que un bulto humano —como llamó él mismo alguna vez a estos chicos con el cerebro destruido por el activo inhalado— lo tenga hechizado. Balderas probablemente no hubiera hecho nada por volver a ver a Lizbeth si Cesáreo no lo hubiera buscado. La tarea de El Rebaño estaba cumplida y es hora de que Balderas pruebe su lealtad: uno de los cárteles de drogas más insistentes en apoderarse de la ciudad, el que comanda el Rey de Reyes, tiene una serie de intereses campesinos en una zona del estado de Puebla que se verían duramente

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afectados si el viejo proyecto de construir una autopista a través de sus tierras —expropiándolas— se hace realidad. Es un golpe elegante, económico, que pretende medrar el poder del grupo antes de que se inicie una guerra. Cesáreo cuenta con el apoyo de Balderas, él conseguirá que ese proyecto tenga una buena acogida en el gobierno estatal. A cambio pide —con profunda reserva—, volver a ver a Lizbeth. La sonrisa de Cesáreo no puede ser más clara: sabe que Balderas le ha mostrado su lado flaco. Y Balderas sabe que ha cometido un error táctico, pero el deseo es avasallador. El mundo entero gira alrededor de la idea, la imagen y la necesidad de Lizbeth.

9. El Rebaño Mientras las gestiones de Balderas para que el gobierno del estado expropie las tierras del Rey de Reyes avanzan, el cuerpo de Lizbeth es su propiedad. Sólo hay una condición: Lizbeth no puede salir de La Hacienda. Juan se acostumbra a visitar el lugar a menudo. Conoce la forma de vida de los chicos que pertenecen a este kibutz de miseria, su manera de organizarse, sus deseos, su mirada a ese mundo urbano que les resulta ajeno; pero en el que su injerencia es capital. Lejos de lo idílico; La Hacienda es un lugar fuera del mundo: el abuso sexual y la violencia es el pan nuestro de cada día; sin castigos ni culpas posteriores. La solidaridad es primitiva; aquella de los animales que se lamen unos a otros las heridas. Pero el odio nunca escala hasta la destrucción de nadie. Para eso está el afuera. Lizbeth no habla, pero es evidente que le ha cobrado afecto, y Juan se tranquiliza, duerme tranquilo entre sus brazos, entre los gritos y golpes que se oyen en La Hacienda; mientras su vida familiar y laboral se desmorona. Un bebé, recién nacido, al que trata como un alien; una hija, infante, cuya mirada no soporta; y una esposa que en secreto pide ayuda a sus amigas, pues no sabe cómo concluir de una vez por todas con esta pesadilla que desearía llamar “etapa de vida”. El frágil equilibrio de esta situación no puede durar. El Rey de Reyes declara la guerra a El Rebaño con la finalidad de impedir la construcción de la autopista y de paso apoderarse del control de la Ciudad de México. La presión es insostenible: una oleada de cruentos crímenes salta de las portadas amarillas de los pasquines hasta las primeras páginas de los diarios de circulación nacional.

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La barbarie estalla y Balderas recibe un ultimátum: si no resuelve la situación con la autopista, deberá olvidarse de sus visitas a Lizbeth. Juan sabe que el tema está estancado y es irresoluble mientras la violencia esté desatada; y poco tiempo después, Cesáreo lo entiende también: pero aún así impide la entrada de Balderas a La Hacienda, una forma de presionarlo para que siga haciendo “su mejor esfuerzo”. Juan retoma su viejo ánimo de amedrentar y romper para conseguir sus objetivos. Amenaza a Cesáreo con destruirlo todo: una llamada suya y La Hacienda completa desaparece ante el poder del estado. Quiere llevarse a Lizbeth y hacerse cargo de ella. Cesáreo responde haciéndole llegar a Mara un video de Juan fornicando a Lizbeth. Mara, aterrorizada, huye con sus hijos a un destino desconocido. El intento de conseguir un operativo en La Hacienda fracasa: se habla de posibles vínculos de Juan con el narcotráfico y una alerta de evitar entablar negocios con él se hace pública. Balderas busca al bando rival. Decide unirse al Rey de Reyes: tiene información confidencial, puede darles pistas, claves, nombres, rutas. A cambio sólo pedirá a Lizbeth. No quiere otra cosa. Lejos han quedado los días de grandeza y ambición. Balderas, convertido en la ruina de sí mismo, perpetuamente drogado, visita las tierras que hace unas semanas intentaba expropiar. Sabe por quién preguntar. Sabe cómo presentarse. Sabe qué pedir y sabe qué ofrecer. Pero no sabe, nunca entendió, ni se le ocurrió, que la traición, en ciertos círculos, es inadmisible. No por un afán vengativo, ni por un ajuste de cuentas, sino por algo más complejo: la traición pone en riesgo un complejo sistema de contrapesos entre la riqueza, el poder y la violencia que produce “estabilidad” en los distintos estratos sociales. La traición es un acto mezquino, incluso para los más sanguinarios; cualquiera sabe que el comercio banal de la recompensa inmediata es un engaño, cada uno es un engrane de una maquinaria que funciona. La traición es la amenaza más profunda al sistema. Y con los traidores los castigos deben ser ejemplares. El Rey de Reyes, enmascarado, sostiene la cabeza cercenada de Juan Balderas, mira a cámara y profiere amenazas a los de La Hacienda. Su hijo es quien graba y aprende a encarnar el terror. Balderas ha servido como rito de paso para la nueva generación. Torturado, interrogado y ejecutado: el Rey de Reyes no pacta con traidores. Su cabeza aparece abandonada en una antigua carretera secundaria: aquella misma que debió convertirse en autopista si las gestiones de Balderas hubieran tenido éxito.

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10. La inauguración Ante las voces que hablan de un nuevo “elefante blanco”, que censuran el despropósito millonario del rescate a ese “adefesio”, y que apuestan a que el edificio quedará vacío durante años; se alza el discurso oficial: el Benemérito es la punta de lanza de una revolución urbana que hará que Puebla sea la nueva megalópolis del país. Una ciudad completamente nueva, capaz de albergar la urgente descentralización del territorio nacional. Pronto muchos edificios inteligentes y de diseño osado, “que miran al cielo con orgullo milenario”, rodearán el rascacielos. El futuro. Este es apenas el principio. En el skyline poblano la torre del Benemérito se alza imponente y los rumores y escándalos que retrasaron su término son ya anécdotas, chistes, parte de la memoria popular que poco abona a la transformación de nada. El sistema sabe cuidarse a sí mismo y reproducirse para mantenerse vivo. No se sabe aún qué función cumplirá el Benemérito, pero la ceremonia de su inauguración es fastuosa. Entre los invitados destaca la presencia de Tobías, impulsor inicial del proyecto. Aún está en silla de ruedas, y no puede hablar claramente, pero sus ojos vibrantes; y su sonrisa, discreta, pero sincera, son prueba de la felicidad que le embarga al ver su gran sueño realizado. Mientras tanto, en las cercanías del Benemérito, en la periferia de Puebla, y en distintos parajes de la Ciudad de México, una guerra sangrienta y silenciosa se ha desatado. El Rebaño y el cártel del Rey de Reyes se disputan el control de la capital. Cabezas y miembros cercenados aparecen por generación espontánea en las orgullosas colonias que habita la élite política y económica del país. La burbuja que los protegía y los mantenía ciegos y sordos ante la violencia parece haberse reventado. Los cuerpos destazados aún no tienen nombre; pero lo tendrán.

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Dariela Pérez Hernández. Ciudad de México. Participó como guionista en la serie de televisión Palacios de México bajo la dirección de Enrique Arroyo y como guionista en el cortometraje Sexo limpio de María Conchita Díaz, seleccionado en el Festival Internacional de Guanajuato, Festival de Cine Estudiantil de Montreal y en Tirana, Albania. También escribió y produjo el cortometraje Isaías 1:25, el cual obtuvo el 2do lugar en Ecofilm 2015. Como guionista ha sido seleccionada en el taller para series dramatizadas 2014 IMCINE; en el Primer Laboratorio de Guión IBERMEDIA, Colombia en 2013; en la Vancouver Film School dentro de las actividades del Festival Internacional de Cine de Guanajuato 2013; y en el Talent Campus 2012 en Guadalajara.

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Sitio Libre

Dariela Pérez Hernández

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e voy a contar cómo empezó todo esto: los que están muertos ahí, unos encima de otros, son policías y taxistas. El tiroteo comenzó desde la tarde, más o menos a la hora de la comida y no ha parado. Ahorita son las once de la noche y las sirenas se siguen escuchando a lo lejos. También a ratos, se vuelve a escuchar uno que otro balazo para decir que aún hay sobrevivientes clamando victoria. De lo que pasó aquí, todos tenemos la culpa, aunque la verdad y por muy cruel que parezca, así deberían de ser todas las guerras, deberían de salir y darse de frente y el que ganó, ganó. Aunque a más de uno nos duele que en las noticias de la televisión y del internet ya andan diciendo que la policía terminó con los rebeldes. Pinches policías ya empiezan a ser tratados como héroes caídos en combate que acabaron con los taxistas criminales, cuando los policías son más criminales que cualquiera, eso lo sé hasta yo que tengo doce años y que me quedé esperando que mi padre, Jacinto, el taxista más buscado por “criminal”, regresara a casa y nos fuéramos para siempre de esta chingada ciudad. Él ya se ha de haber ido, pero mucho a la rechingada muerte. Nada más que se haga más de noche, agarraré la bicicleta e iré a buscar sus restos, aunque en el fondo sigo esperando que abra la puerta y nos vayamos, o que nunca nadie encuentre, ni yo, su cuerpo destrozado por esos cerdos. Todo empezó cuando aparecieron de uno a uno, poco a poquito, taxistas calcinados en el bordo de Xochiaca, en el tiradero de basura. Al principio, todo el mundo se sacó de onda y sintieron compasión por los taxistas, pero nadie se solidarizó. Por miedo a que se

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los cargara la chingada con todo y taxistas. Dejaron de usar los taxis que se toman en la calle o en los sitios, prefirieron usar Ubers. Eso dejó de ser un lujo y empezó a volverse necesidad. No importaba que costara caro, mejor era andar en Uber. Los taxistas que no trabajaban en Uber, entre ellos Jacinto, decían que eso era pura maña por debajo del agua del gobierno para quitarles la chamba y dársela a los Ubers, así como que no quiere la cosa para que nadie se niegue y arme alboroto. Los policías por su parte agarraron fuerza con la nueva ley que les permitía parar a cualquier taxista para revisión, que según para protegerlos, los tenían que vigilar como perros que cuidan a las ovejas. Los policías los paraban, apuntaban el número de la placa, el nombre del taxista y le sacaban una buena lana, si no querían cooperar los llevaban a la delegación como sospechosos de los crímenes contra los taxistas quemados. Aunque la “vigilancia” a los taxistas aumentaba bajo las promesas de hacer una ciudad segura, los cuerpos calcinados de taxistas seguían apareciendo en el bordo de Xochiaca. Las autoridades decían pura tontería, nadie aclaraba los crímenes. La televisión y el internet estaban llenos de noticias y sospechas sobre la raíz de estos crímenes, pero en vez de ayudar perjudicaron más, porque la gente se acostumbró a los cuerpos quemados de los taxistas y dejaron de compadecerse, excepto los taxistas como Jacinto, que desde antes de que se supieran estas noticias se aprevenía trayendo debajo de su asiento del taxi un bastón del que se pone en el volante para prevenir que nadie le robe el carro. Ese bastón lo había defendido de más de uno y no dudaría en volverlo a usar en cualquier momento. A Jacinto le encantaba andar en los congales, echarse una cervecita, un mezcalito, unos taquitos de lengua en Fray Servando o una bailadita en los lugarsuchos de salsa donde va puro ñor. A Jacinto el trabajo en el taxi le gustaba de veras, porque además de sacar la cuenta y lo del gasto de todos los días, podía sacarse unos pesos de más para disfrutar de la ciudad. En la zona de taxis Sitio Libre, así se llama el sitio en donde Jacinto trabaja, todos lo quieren porque es parrandero, dicharachero, buen amigo y saca el paro con quien sea ley. Su historia está chingona, fue policía pero lo destituyeron. Él dice que fue porque le pusieron un cuatro, la verdad es que era medio tranza y también le dio hueva ese mundo, él no es tan cochino como ellos, sin embargo ahí aprendió una que otra mañita. Dice que entre

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ser taxista y policía no hay mucha diferencia. Andan todo el día a bordo del carro, suben uno tras otro desconocido al coche, conocen los escondites, los atajos, las avenidas grandes y chicas de la ciudad. Van y vienen. Si alguien es rey de la ciudad son los taxistas y los policías a bordo de su coche; y más si tienen en el taxi un sistema de radio de comunicación interna, como el de las patrullas. Todos los taxis del Sitio Libre lo tienen, por ahí se hablan en clave, se dicen todo; que si ya atracaron a un taxista, que si ya se subió una vieja bien buena, que si el joto que se subió no tiene dinero para pagar y entonces pagará con una chupada de verga, que si el güey del taxista se perdió y ahora no sabe cómo regresar, entonces otro taxista le tira paro. O si el coche se descompuso o chocó con un pendejo, ahí va otro taxista a ayudarlo. Aunque no se conozcan, taxista que se ve en apuros, es obligación moral, ética, que otro taxista se detenga y ayude a su compañero. ¡Es más!, aunque no se trate de un taxista, aunque se trate de cualquier persona que esté en apuros viales, un taxista se para y ayuda, ¿cuándo se ha visto eso con la policía? Esos no ayudan, al contrario, donde te ven mordido más le roen hasta que sangre. Don Pedro es un ruco de unos sesenta años o más, es el dueño del Sitio Libre, él también es taxista, ahora no agarra el carro para trabajar, porque ya está viejito y se cansa, prefiere echar ojo en el negocio y estar al tiro con la cuenta de los choferes porque aunque son buena onda y lo quieren bien, son bien mañosos y luego les falta de la cuenta y le hacen a la chillona, pero don Pedro no se deja, aunque de vez en cuando saca la cara por los choferes, con eso que casi a todos les gusta el chupe y la cogedera; se meten en pedos y las cuentas las tiene que pagar don Pedro, obvio luego se las cobra a lo chino, pero mientras él saca el paro. Ramón es nieto de don Pedro, apenas tendrá unos diecinueve años, no le gusta la escuela, le gusta la lana y ya anda siguiendo los pasos de Jacinto, siempre anda con él de arriba para abajo. Jacinto lo lleva al congal de Eje Central, ese que tiene una fachada azul marino, como si fuera una cueva grandota. Ahí Jacinto se vuelve a sentir rey, porque lo que sea de cada quien, el güey está rostro y tiene algo que jala a las viejas. Hasta las congaleras no le cobran, que porque se las coge bien rico. Ramón quiere aprender a hacer eso, a coger rico con las congaleras y se esfuerza cada noche dándole duro, aprendiendo a menearse bien en el guayabo. Aunque a él sí le cobran, se la pasa chingón imitando a Jacinto y queriendo ser como él.

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Don Pedro está hasta la madre que Ramón ande de putas, que ande trasnochando tan seguido ahora que las cosas se han puesto tan cabronas con lo de las muertes a los taxistas y les advierte a sus choferes que le bajen a su desmadre o cerrará el turno de la noche. A Jacinto y a Ramón la advertencia les entra por un oído y les sale por el otro, a las nueve de la noche ya andan arreglados y llegando al congal. En el congal todo transcurre como de costumbre, Jacinto padrotea y recibe tragos y sexo gratis mientras que Ramón paga y se esfuerza por coger bien con una putilla que parece está siendo su favorita, tanto que al estar bebiendo en el disfrute de la noche se agarró a trompadas con otro güey que fanfarroneó su faena con la misma putilla, la cual se veía muy complacida por la chinga que le metió el güey ese. Ramón se emputó de no ser buen amante y prefirió irse a dar una vuelta en el taxi con la promesa de regresar por Jacinto. Ramón daba vueltas tras vueltas por todo Insurgentes, llegaba a Doctor Gálvez y de regreso a la Glorieta hasta donde está el metro y otra vez de regreso escuchando música a todo volumen. Uno tras otro le hacían la parada, Ramón no se detenía, le subía más al volumen mientras bebía a sorbos una botella de chupe corriente que sostenía entre las piernas. Las personas que le hacían la parada y veían al taxi alejarse se la mentaban por no detenerse a levantarlos y más cuando Ramón bajaba la velocidad y echaba una mirada a los pasajeros, sobre todo si eran mujeres, pero no se detenía, hasta que vio a dos jovencitas que le hicieron la parada. Ramón dudó un momento pero las subió. Tres movimientos de las muchachas y Ramón tenía una pistola en la nuca, un balazo sonó. Ramón amaneció quemado en el bordo de Xochiaca. Jacinto regresó en transporte público al sitio de taxis. “Pinche Ramón —se decía para sí mismo—, quedó de recogerme y me dejó botado, ahora falta la regañada de don Pedro”. En el sitio había conmoción, las palabras apenas salieron de la boca de don Pedro, habían encontrado el cuerpo de Ramón calcinado, él era una más de las víctimas de la violencia de la ciudad, uno más donde no debía de existir, uno más que lo tocó la mala suerte, así porque sí y pasó a ser uno de tantos y tantos en la lista de desaparecidos, asesinados, olvidados. La policía —como siempre— contestó pura pendejada. El Ministerio Público le ponía palabras en la boca a don Pedro que él

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no quería decir; ¡así no pasaron las cosas! Parecía que querían que dijera que Jacinto era el culpable de la muerte de Ramón, y eso sí que no. Aunque Jacinto se sienta culpable, él no lo mató, pero ganas no le faltan de hacerlo con esos policías que cuentan chistes, se ríen, ven el fútbol mientras don Pedro y Jacinto esperan a que los pasen a declarar una y otra vez, mientras escuchan cómo los policías se burlan de un taxista más ¡quemado! ¿Quiénes se creen ellos? ¿Se creen invencibles, creen que porque son la “justicia” son los todopoderosos y a ellos no les tocará nada? Si la policía no da respuesta ante los crímenes, eso los hace a ellos criminales y merecen pagar hasta que den con quien sí lo hizo y, si no, que ellos se echen la culpa, que para eso les pagan. Bola de imbéciles. Don Pedro tuvo que agarrar más de una vez a Jacinto para evitar que se le fuera a golpes a los policías por sus comentarios llenos de burla y prepotencia. La noticia de la muerte del nieto de don Pedro corrió entre los taxistas de la ciudad más rápido que un Whatsapp; todos se dejaron caer al sitio el día del velorio. Taxis y taxis llegaban, eran flotillas reunidas, y todos los taxistas, aparte de llevar su pan, leche, café y alcohol para la noche, preguntaban que cómo le iban a hacer para vengar la muerte de Ramón. Todos sabían que había llegado el momento de unirse y no dejar que otra vez les pasara ni esto, ni otra cosa. Que la policía para pura madre servía, que la cosa era juntarse y protegerse como antes; a cuidar el territorio y a la familia. Jacinto, con el odio metido en el cuerpo, quería encontrar a quien le hizo eso a Ramón, así que, aprovechando las ganas de defensa de los taxistas, los organizó para defenderse, para cuidarse entre ellos. Se organizaron por sectores, por colonias, inventaron claves para hablarse por radio, vigilaban de noche y de día. Los primeros sospechosos fueron los policías que seguían estando como perros detrás de los taxistas, pero eso sí, no encontraban ningún video de cuando los taxistas eran secuestrados, pero sí encontraban pruebas de taxistas ladrones o de taxistas que eran “sospechosos” de los taxistas calcinados. Sin embargo, esto no amedrentó a los taxistas, ahora estaban más fuertes, más unidos y, en cuanto los policías los paraban para la revisión habitual, el taxista avisaba por radio o por su celular diciendo claramente el número de patrulla y el nombre del policía que lo había detenido. Eso empezó a encabronar a los policías que sentían que los taxistas se esta-

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ban volviendo más hábiles que ellos, y cosa que era verdad, porque los taxistas empezaron a proteger a los ciudadanos. La gente que subía al taxi decía: “Fulano me robó”, y los taxistas del sitio se dejaban ir contra el maleante, le ponían una chinga que jamás le quedaban ganas de volverlo a hacer y además le regresaban a la persona lo que el maleante le había quitado. Las gentes no cabían de la felicidad, ¿cuándo se había encontrado justicia así de eficaz? Que había una bandita que se apoderaba de una calle y molestaba al vecindario, le caían los taxistas a romper madres; que alguien no le pagaba a alguien por su trabajo, caían los taxistas y hasta horas extras le pagaban al trabajador. Ser taxista se convirtió en profesión de honor. Por primera vez sentí orgullo de mi padre, ya no me daba pena que fuera taxista. Lo decía con orgullo cuando me preguntaban en la escuela, “¿A qué se dedica tu papá?” “¡Es taxista!” Mi mamá no se cansaba de decir que mi papá se había vuelto más lacra, que seguro andaba con más viejas y que lo quería lejos de nosotros. Eso lo decía de dientes para fuera porque bien que lo quería nomás para ella y bien que se preocupaba por él, pidiéndole a Dios que acabara con los policías antes de que mi papá se metiera en problemas por andar jugándole al héroe. Los policías se ardían cada vez más con los taxistas porque la gente en vez de pedirle ayuda a ellos, le pedían paro a los taxistas y todos aclamaban a estos. Ser taxista se volvió sinónimo de héroe y, como entre ellos se cuidaban, dejaron de aparecer taxistas quemados. Las autoridades según trabajaban más arduamente en encontrar a los culpables, pero a don Pedro todavía nadie le decía nada sobre quién le había hecho daño a Ramón. Jacinto, mi papá, era el héroe de mi colonia, de mi escuela. Ahora sí me gustaba que fuera a recogerme. Empezamos a platicar, me dijo que quería vivir con nosotros, pero que mi mamá no quería y andaba buscando la manera de convencerla. Yo, obvio, le prometí que lo ayudaría. ¿Quién no va a querer un héroe como padre? El mal siempre termina por donde empezó, de noche, en el congal del Eje Central, ahí mero donde el Ramón se peleó con el güey ese por la putilla. Jacinto y sus cuates taxistas andaban echando la chela y dándose a las congaleras, quesque en memoria de Ramón que cumplía meses de muerto. En unas mesas, al fondo estaba un grupo de policías que andaban pasando su noche libre entre las

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chichis de las congaleras. Entre ellos estaba el fulano que se burló de Ramón, el que le dijo que cogía mejor que él, el que hizo sonreír más a la putilla. Ese día la putilla andaba ardida con el güey ese y ella misma fue a la mesa de Jacinto y les llenó de mierda caliente la cabeza a los taxistas. El pendejo del güey miraba a la putilla embarrarle sus diminutas chichis en la cara a uno de los taxistas y que se le suelta la lengua diciendo que el Ramón no sabía coger, que ese es un mal de taxista, que aunque la tengan grandota no la saben menear. Tres miradas bastaron para que se agarraran a chingadazos y de ahí el tiro se cantó a todas las calles. Policía que veía a taxista y viceversa, tiro que se armaba. Los taxistas tenían que huir, tenían las de perder y algo que iba tan bien, tan a favor de ellos, se empezó a enlodar. La policía empezó a correr la voz que los taxistas estaban con el crimen organizado y lo iban a demostrar. En la colonia Condesa y en la colonia Roma, al estilo de Francia, unos güeyes el mismo día tirotearon unos bares de fresas y le echaron la culpa a los taxistas, hasta fotos de taxis mostraron. La población no lo dudó y, en segundos, se puso en contra del gremio, regresó a los Ubers y a aborrecer a cualquiera que tuviera que ver con un taxista: que les partieran la madre a los policías estaba bien, pero que atentaran contra los ciudadanos, ¡eso no era ley! La gente empezó a huir de los taxistas, estos la agarraron con más fuerza contra los policías, pero la policía estaba feliz, les había metido un chingadazo que los mandó de nalgas a la oscuridad de sus casas. Taxistas y policías sabían que el atentado en los bares había sido organizado y ejecutado por los policías, quienes se burlaron de las personas en el bar diciendo: “¿A ver, dónde está tu taxista para que te salve?” Pero de eso no hay testigos, mas que los que ahí quedaron. Ahí pudo haber quedado la cosa, al menos para nosotros, para mi mamá, mi papá y yo, porque la convencí de darle otra oportunidad. Me mandó a decirle que sí, que viniera a la casa a hablar con ella. Le dije a mi papá; él se puso sus mejores ropas y me dio dinero para que me fuera a entretener mientras ellos hablaban, me dijo que no regresara hasta que él me hablara al celular. Cuando regresé mi papá y mamá estaban abrazados, me dijeron que nos íbamos a vivir a Veracruz. Así nomás, sin decirle nada a nadie, empezaríamos una vida nueva.

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Mi papá regresó al sitio de taxi, no quería despedirse, ¿para qué levantar olas en medio del mar embravecido? Y como si nada, se puso a cenar con don Pedro. Él le dijo que las cosas estaban muy mal con el mitote que se traían los taxistas y los policías, que esa guerra ya nadie podía frenarla, mas que una desgracia mayor o un milagro. Que el mundo está tan corrompido que lo que le hace falta es que todo se acabe para que vuelva a empezar. A Jacinto le dio dolor las palabras de don Pedro, sintió pena de dejar al viejo en medio de tanta balacera, de tanta soledad, y le propuso irse a Veracruz. Le contó que se había contentado con Raquel y que ella estaba dispuesta a formar una familia con él. Don Pedro se puso a chillar como un niño, la esperanza lo emocionó, la idea de tener nietos, aunque fueran ajenos, le hizo olvidar la desesperanza y aceptó. Empezó a juntar sus tiliches mientras Jacinto lo apresuraba para ir por nosotros a la casa. La policía se organizó, había pensado uno a uno los golpes contra los taxistas, ahora seguía la cacería directa y el primero en la lista era mi papá y el sitio de taxi. Los policías se dejaron caer en operativo al Sitio Libre. Como siempre hay taxistas en la ciudad, empezaron a correr la noticia y todos se dejaron bajar al sitio, pero entre más se movilizaban los taxis, más se movilizaban las patrullas. Taxistas y patrulleros se cerraban el paso, de los dos bandos se cortaban cartuchos y por toda la ciudad empezó el tiroteo. No paraba, no paró. Mi mamá guardó silencio y la maleta con la que esperaba a mi papá. Yo quiero que se duerma para salir en la bicicleta o mejor lo espero, a lo mejor la libra y sí nos vamos a Veracruz o a alguna parte del mundo donde haya justicia.

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Elisa Adame. Zacatecas, Zacatecas. A los 17 años comienza la carrera en Periodismo y Ciencias de la Comunicación donde tiene, de forma azarosa, su primer acercamiento al cine. En el rally universitario del entonces llamado Festival Internacional Expresión en Corto de Guanajuato participa como directora de arte. A partir de entonces se involucra en distintos proyectos como directora, escritora o directora de arte en cortometrajes y videos que alcanzan cierto reconocimiento. En 2015 es aceptada para cursar el taller de guionismo en el Centro de Capacitación Cinematográfica, donde escribe su primer argumento para largometraje, El asesino de la piedra.

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El asesino de la piedra Elisa Adame

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l viejo ventilador está dando su mejor esfuerzo. La sala de conferencias está abarrotada de gente y es evidente que la universidad no esperaba esa cantidad de admiradores, considerando que Emilio tiene ya un buen tiempo sin publicar un nuevo libro. Algunos en el público sostienen en sus manos libros viejos que pretenden llevarse a casa firmados. Emilio (38) se mueve con confianza de un lado a otro, mirando a su audiencia con un dejo de superioridad. Las personas lo siguen con la mirada. Detrás de él hay una proyección. Con un clic inaudible del pequeño control que Emilio lleva en la mano, pasa una diapositiva: es la fotografía de un cadáver. Un murmullo se escapa de la audiencia y Emilio disfruta el efecto sobre su público. “Sean agresivos”, dice sin usar el micrófono que alguien montó en el escenario bajo la brillante pancarta que reza “Semana del escritor”. “Sacudir al lector es la clave, si saben cómo hacerlo… avísenme”. Emilio es guapo, así que las risas que le responden son particularmente exageradas entre las alumnas de la primera fila, que lo observan con una mezcla de admiración y coquetería. “La clave es que no hay clave… Sólo escriban. Gracias”. El público rompe en aplausos y Emilio sonríe con discreción, aparentando que no le importa demasiado el reconocimiento. Pronto se acercan a él para pedirle que firme libros y hacerle preguntas. Aunque el grupo es nutrido y todos lo ven con atención, nadie sabe que aquel hombre exitoso y elocuente que les aconseja cómo escribir un libro en diez pasos, lleva meses sin conseguir escribir nada, viviendo de préstamos de su editor, quien está comenzando a exasperarse y lo presiona para entregar su próxima novela en una fecha límite antes

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de que tenga que buscarse una nueva editorial. Emilio recibe un segundo adelanto por su novela, pero no sirve de nada. Su costoso estilo de vida no se lleva bien con el bloqueo creativo, que su editor atribuye al reciente divorcio. Se pasa los días sentado frente al papel en blanco, con la mirada clavada en la ventana, fumando. Sus ojeras son profundas y se le nota cansado. Casi sin dormir, al borde de la desesperación y quedarse sin dinero, decide que lo mejor es aislarse de la ciudad y las personas que conoce para concentrarse en una nueva historia. Renta una pequeña cabaña en el bosque, junto a un lago y otras casas de campo, y se instala ahí durante el verano. Los días transcurren lentamente, pero ni el absoluto silencio ni la ausencia total de gente le arrancan una sola palabra… Todas las mañanas se prepara café y sale al lago a tirar piedras. Cuando de pronto se le ocurre alguna idea, entra corriendo a la casa, pero al segundo la desecha y sale de nuevo a caminar buscando inspiración. Solamente su abogado y el editor saben cómo localizarlo, lo cual resulta ser un error porque constantemente recibe llamadas de ambos. Tiene que firmar los papeles del divorcio pronto, Victoria está desesperada por casarse con su nuevo prospecto y la editorial está aterrada de que Emilio no tenga una nueva novela antes de que termine el mes. Decide desconectar el teléfono. Una noche, sentado frente a la ventana y a punto de rendirse una vez más e irse a la cama, ve encenderse la luz en la cabaña de junto. Una preciosa mujer joven entra en la estancia acompañada de un hombre atractivo y la tensión sexual entre ellos es evidente. Pensando que presenciará una escena de sexo ocasional, Emilio se reclina en su silla y se sirve más whisky. El vestido de la chica resbala por su cuerpo y está completamente desnuda. Su acompañante la contempla a cierta distancia con una media sonrisa, antes de abalanzarse sobre ella y arrastrarla a la mesa más cercana. Emilio no se pierde un detalle y, cuando cree que su excitación no podría ser mayor, una ráfaga de sangre oscura se impregna en la pared y la joven se desvanece entre las piernas del hombre. Él se aparta con cuidado del cuerpo y lo arrastra por el lustroso piso de madera hasta un punto ciego para Emilio. Silencio. Emilio apenas se exalta y se adelanta un poco a la ventana. Sólo escucha su respiración; no está asustado. Lo que siente se parece más bien a una descarga de adrenalina. Instintivamente lleva la mano al teléfono y lo levanta sin voltear a verlo. Duda un segundo antes de colgarlo de nuevo.

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Cuando Emilio recupera el ritmo de su respiración se bebe por completo lo que queda en el vaso de cristal, sin dejar de ver a la ventana. Inesperadamente, el asesino vuelve a aparecer en escena. Con tranquilidad recoge su camisa, que había perdido en el preámbulo sexual. Lleva en las manos un trapo con el que limpia parsimoniosamente los objetos que pudo haber tocado. Limpia la sangre de la pared, sin prisa, como quien lleva a cabo un ritual. Cuando se dispone a irse, algo llama su atención en el exterior, mira hacia la ventana de Emilio y, por un momento, casi parece que se ven a los ojos. Emilio, espantado, se levanta y apaga la luz. Se repliega contra la pared y mira nerviosamente a la puerta. Pasa así unos minutos, pero no sucede nada. Con cautela, vuelve a la ventana y ve que el asesino se ha ido, la cabaña tiene la luz apagada y nada parece fuera de lo normal. Apenas una hora después, con sigilo y la frente perlada de sudor, Emilio sale de su casa mirando en todas direcciones. Lleva consigo una caña de pescar, lo único más o menos imponente que tenía a la mano. Llega hasta la casa vecina y, tomando una bocanada profunda de aire, entra por la puerta trasera. Adentro todo parece en orden, no hay rastro de ningún ataque. La luz de la luna ilumina trémula los muebles de madera, y sólo se escucha el sonido del viento azotando a los árboles. Emilio recorre la cocina y llega finalmente al pasillo del ataque. Está todo limpio, aunque comienza a percibirse un profundo olor a sangre. Emilio ve al final del pasillo la sala de la casa en penumbra. Un poco más confiado se dirige hasta ahí y enciende la luz. Sobre el diván de la estancia está tendida la mujer desnuda que antes vestía un vaporoso vestido negro. Tiene el largo cabello suelto acomodado con gracia sobre el diván, como si recién se hubiera cepillado. Su rostro está intacto y sólo un experto se preguntaría cómo es que sus labios siguen perfectamente pintados de rojo. Su cuerpo pálido parece de piedra bajo la luz de la luna y a simple vista no parece tener marcas de golpes o lesiones. Contrastando con su rostro angelical, su cuerpo está groseramente expuesto en una posición sexual. Las piernas abiertas apuntan directamente a la puerta principal, a manera de invitación. Emilio se acerca a ella despacio, y percibe con mayor intensidad el olor a óxido que se disfraza con un suave perfume femenino. Ve que el sillón oscuro está empapado de sangre bajo la cabeza de ella y que su cabello está perfectamente peinado. Con la mirada recorre lentamente su cuerpo desnudo y entonces ve la marca del asesino: una pequeña piedra oscura está

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hundida en su ombligo, resaltando en el pálido color de su piel. Emilio la toma con la punta de los dedos y, al hacerlo, percibe que el cuerpo aún está caliente. Observa la roca con cuidado. Devuelve la piedra a su lugar después de restregarla contra su camisa para limpiarla. Se inclina frente a la mujer; está tan cerca que puede sentir el roce de sus vellos. Huele su cuello y sus brazos. Se fija en sus piernas abiertas y se sumerge en su entrepierna. Algo llama su atención; con delicadeza saca de su vagina otra piedra. La observa con fascinación, está atando cabos. Se lleva la piedra al bolsillo y se incorpora. Más seguro de estar a salvo, recorre la casa. Ve que la tina del baño está mojada al igual que un par de toallas. Un labial rojo luce solitario sobre el mármol blanco del lavabo. Después de unos minutos, y observando por última vez la escena desde la puerta principal, como agradecido, abandona la casa. Se dirige a su cabaña con renovado vigor y va directo a su estudio, saca una caja del cajón del escritorio y la abre: está llena de recortes de periódico, todas son notas rojas que guarda como posibles fuentes de inspiración. Las revuelve agitado y finalmente encuentra lo que busca: una nota de unos meses atrás relata un hallazgo de la policía, encontraron a una joven muerta en terribles condiciones, desnuda y con una sola herida en la cabeza, no había signos de abuso sexual y daban a conocer un peculiar detalle: la chica tenía una pequeña piedra en el ombligo. La policía teme que se trate de un asesino en serie. Emilio deja de leer y se endereza en su asiento. Con cuidado saca la piedra de su bolsillo y la coloca junto a la computadora portátil que está frente a su ventana, abierta y con una página en blanco. Sin despegar la mirada del monitor, comienza a escribir. Emilio apenas se ha levantado de su asiento para servirse whisky. No ha tenido tiempo de cambiarse la ropa y las ojeras que rodean sus ojos le dan un aspecto terrible. No hace más que escribir. Casi está amaneciendo cuando alguien golpea con fuerza la puerta de la cabaña. El ruido despierta abruptamente a Emilio, que se había quedado dormido en el escritorio. Confundido, se dirige a la puerta y abre, sin pensar en el intenso olor a alcohol que despide, la barba de tres días y la ropa sucia. La luz lo deslumbra. El policía, apenas unos años mayor que él, lo observa con un gesto de asco antes de hablar. Pasó algo, al lado. Emilio mira a la cabaña vecina y ve que ha sido rodeada con una cinta de precaución; estacionadas al frente hay una patrulla de po-

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licía y una ambulancia. El policía le pide permiso para entrar y, sin esperar respuesta, lo hace. “Mataron a una mujer hace dos días”, le dice el policía mientras recorre el lugar mirando a todos lados, con desconfianza. Cuando está a punto de entrar al estudio, Emilio lo alcanza y se interpone entre la puerta y él; el policía sólo alcanza a ver la computadora encendida y botellas de whisky vacías, antes de que Emilio cierre la puerta y le ofrezca un café. El policía le pregunta a Emilio si conocía a la joven y qué tipo de relación tenían. Emilio niega con la cabeza mientras asegura que apenas se conocieron, antes de preguntar con timidez si hay sospechosos. El oficial, que se identifica como Bautista, se levanta de la silla que Emilio le ofreció y no revela muchos detalles; le asegura que la policía está trabajando en el caso y seguramente volverán a verse. Antes de irse, nota sobre una pequeña mesa una serie de libros. Sorprendido, le pregunta si es el autor y cuando Emilio asiente, le estrecha la mano sonriendo, declarándose admirador. Cuando Bautista finalmente se va, Emilio vuelve a su estudio y desde la ventana ve a dos hombres sacando el cadáver de la casa, cubierto con un plástico negro. La novela está terminada. Sus días en el bosque acabaron y luego de empacar vuelve a la ciudad en su auto. El editor está feliz, ha leído el manuscrito en una sola noche y no puede esperar para reunirse con Emilio y afinar los detalles de la publicación. La portada del libro es de mal gusto, amarillista y las letras de un rojo intenso rezan: El asesino de la piedra. Es la clase de libro que se vende hasta en los puestos de revistas. Resulta ser un éxito. Está en todas las librerías y se mantiene en las listas de los más vendidos por unas semanas. En las múltiples entrevistas, presentaciones y festejos, que se han vuelto rutina para Emilio, comenta que se inspiró en un caso reciente que ha seguido en la prensa. Sólo hay un detalle que el público no termina de entender: ¿qué significan las piedras para Damián, el protagonista de su historia? Emilio asegura con sonrisa enigmática que deben esperar la segunda parte de la novela para descubrirlo. Inesperadamente, una noche en la que celebra con unos cuantos amigos y una estudiante de literatura que conoció unas horas atrás en una presentación de su libro, recibe una carta sin remitente. Al abrir el sobre, antes de sacar la hoja de papel, cae al suelo una pequeña piedra. Emilio deja de respirar por un momento; las risas y

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voces a su alrededor se vuelven difusas e incomprensibles. La carta es del asesino, que se hace llamar Damián como el personaje. Asegura que sabe su secreto y amenaza con inculparlo si no atiende a su deseo: quiere un libro más, que todo el mundo sepa del asesino de la piedra y le teman. Una risotada de la estudiante que se ha desabrochado un botón del escote antes de acercarse a él, lo saca de su letargo. Ella le extiende una copa de vino que Emilio bebe hasta el fondo al tiempo que se guarda la carta en el pantalón e intenta sonreír. Antes de que Emilio tome una decisión, Bautista vuelve a aparecerse en su puerta. La policía está muy interesada en su nuevo libro y su relación con el caso en que están trabajando. Emilio asegura que se inspiró en lo poco que ha leído en la prensa, pero el resto es ficción. La desconfianza de la policía se basa en que el libro revela detalles que nunca se dieron a conocer a los medios. Hay algo más: la última escena del crimen tiene una inconsistencia, falta algo que Bautista no precisa, pero Emilio sabe qué es. El oficial tiene una orden para registrar la casa de Emilio, pero no encuentra nada fuera de lo normal, considerando su profesión que justifica la presencia en su estudio de una colección de libros de misterio y medicina forense, así como periódicos viejos y numerosos estudios psicosociales de asesinatos. Sólo una cosa llama la atención de Bautista: una pequeña roca que, si no estuviera colocada con parsimonia sobre un libro junto a la computadora, pasaría desapercibida. Con unas pinzas largas la toma y la coloca dentro de una bolsa de evidencias. Antes de irse, le pide a Emilio que no salga del país y, si se puede, tampoco de la ciudad. “Una última pregunta”, dice Bautista ya en el marco de la puerta. “¿Le gusta pescar?” Emilio titubea antes de decir que sí, confundido. Ha recibido otras dos cartas de Damián, cada una más corta e insistente que la anterior. Una noche alguien golpea la puerta de Emilio y él se espanta. Es Victoria, está furiosa de que no haya firmado los papeles del divorcio y ni siquiera responda sus llamadas. Por cierto, está harta de que su abogado la vigile; ambos son adultos y ella tiene derecho a rehacer su propia vida. “¿Qué pretendes con mandarme seguir?”, le pregunta molesta antes de irse. Emilio está pálido. Todavía parado frente a la puerta, toma su teléfono y llama a su abogado. Victoria está loca, él no la está si-

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guiendo ni encargó a nadie de vigilarla, seguramente es uno de sus dramas y más vale firmar los papeles cuanto antes, no sea que presente una queja en el juzgado, le dice el abogado sin darle demasiada importancia al asunto. Emilio finalmente accede a la propuesta de Damián. Le escribe una escueta nota que no firma y la deja en la caseta telefónica que el asesino mencionó en cada una de sus cartas. El plan es encontrarse, que Emilio presencie su último ataque y eso le sirva de inspiración para escribir su próximo libro. A cambio, el asesino responderá unas preguntas que le ayuden a enriquecer la trama. Cuando se encuentran en un parque solitario, Emilio se sorprende. Damián podría pasar por muchas cosas, pero no por un asesino. Aunque hay algo perturbador en su mirada, como si supiera algo. Es atractivo y muy joven, apenas pasaría de los 30 años. Van a una taberna a beber y ahí, al azar, eligen a una chica. “Las que van bien vestidas son las mejores”, asegura Damián. Por lo general están solas y en busca de alguien. Además, al día siguiente las personas podrían describirla a la perfección, pero nadie notaría al hombre que las acompañó. La mujer de rojo que estaba sentada con un par de amigas en una mesa se llama Dalia, está ahí porque es su cumpleaños y no quería pasarla sola en casa. ¿Esas chicas? No las conoce, es nueva en la ciudad y ellas simplemente fueron amables. Damián bebe despacio y no despega los ojos de la mujer mientras ella le habla con coquetería. Parece que ambos se han olvidado de Emilio, recargado en la barra a unos pasos de ellos. Después de unos tragos Damián convence a Dalia de ir con ellos; no pueden permitir que vuelva sola a casa en ese estado y, de todas formas, les queda de camino, así que la llevarán. Mientras Emilio conduce su auto, Damián y Dalia viajan en el asiento trasero, se besan frenéticamente y, en el espejo retrovisor, Emilio ve una mano de Damián deslizarse bajo el vestido rojo. La mujer exhala profundamente, sin ningún recato. Emilio disfruta lo que ve y continuamente les lanza miradas a través del espejo. La casa de Dalia es pequeña, con pocos muebles y luces muy tenues. Damián y ella entran desesperados, ella se mueve con dificultad debido al alcohol, van directo al sofá y Emilio se queda en la entrada. Despacio cierra la puerta y se dirige a la cocina, donde busca algo de tomar. Se sirve una bebida y vuelve a la sala; se acomoda en un sillón a unos metros de la pareja, en silencio. Dalia está desnuda

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debajo de Damián, entre gemidos lleva sus temblorosas manos a las caderas de él e intenta bajarle el pantalón. Con sigilo, éste toma de la mesa de la sala un cenicero grande y golpea una sola vez la cabeza de Dalia. Tan fuerte que de inmediato el cuerpo de la mujer se estremece y se escurre en el sillón. Emilio no se atreve a hablar. Despacio se lleva el vaso a los labios y da un sorbo a su bebida. Damián lava el cuerpo de Dalia con una toalla húmeda; le cepilla el cabello en silencio. Le pinta la boca como si Emilio no estuviera ahí y con la misma toalla limpia todo lo que tocó, incluido el cenicero de cristal que está lleno de sangre. Con cuidado coloca el cuerpo sobre el sofá. De su bolsillo saca dos piedras pequeñas y coloca una en el ombligo de Dalia y otra en su entrepierna, luego de restregarlas con la toalla. Juega con las luces hasta decidirse por la de una lámpara en la sala. Abre un poco la ventana y contempla el cuadro con fascinación antes de volverse a Emilio e indicarle que pueden irse. Emilio sale del letargo en que cayó y se levanta despacio. Trata de limpiar su propio rastro en la casa y sale del lugar seguido de Damián. Al día siguiente Emilio está como drogado. Observa el agua caer sobre su auto mientras lo lavan. Constantemente revive el asesinato de Dalia; disfruta pensar en ella, se imagina que es él quien la toca bajo el vestido. Sin embargo, es más productivo que nunca, no ha dejado de escribir y él mismo contacta a su editor para decirle que tendrá lista una segunda novela pronto, “Será una trilogía”, le anuncia orgulloso. Una vez más, el libro es un éxito. Los titulares de los periódicos auguran aún más ventas que las del primer ejemplar y Emilio se ha convertido en una celebridad. Emilio revisa su correo, se nota desilusionado de no encontrar una carta de Damián. Solamente ve entre los sobres invitaciones a eventos públicos y un citatorio en el juzgado para concluir el proceso de divorcio. En la sala del juzgado, Emilio ve que Victoria abre la boca una y otra vez, habla furiosa y le grita algo que no escucha. El abogado de ella intenta calmarla y hacerlo a él reaccionar. Pero Emilio sólo piensa en Dalia, revive el color de su piel y el sonido de sus gemidos. Mira a un punto fijo y finalmente habla. Dice que está dispuesto a firmar los papeles y se disculpa por la tardanza. Ha estado ocupado y cansado, pero no pretende retrasar más el proceso, él quiere divorciarse tanto como Victoria, los tres años de matrimonio fueron

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un infierno y está ansioso por no volver a verla ni escuchar su voz. Victoria lo ve desde el otro lado de la mesa, confundida. Emilio saca su propia pluma del saco y firma los papeles que le extiende su abogado. Victoria le lanza una mirada resentida antes de que él salga del lugar. Su abogado intenta alcanzarlo y Emilio se excusa, le dice que hoy no tiene tiempo de hablar, pero volverán a encontrarse. Cuando Emilio se dirige a la salida, se topa con una cara conocida. Bautista está ahí, lo ha estado buscando y quiere hablar con él. Menciona algo de una investigación en su contra y le pide que lo acompañe; aunque a la fecha no tienen nada contra él, su última novela, que casualmente coincidió con el último ataque del asesino, empeora la situación. “¿Tiene una orden?”, pregunta Emilio sin esperar respuesta antes de darse la vuelta y empujar la puerta hacia la calle. “Hable con mi abogado”, le dice al policía al tiempo que, con un movimiento de la cabeza, apunta a su abogado que aún trata de alcanzarlo. Los dos hombres se quedan parados viendo a Emilio alejarse. Esa misma tarde Emilio redacta una nota para Damián y la deja en la caseta telefónica. Quiere escribir un tercer libro y aún no tiene información suficiente, como habían acordado. Suena el teléfono, es su abogado. Le reclama que no le haya hablado de su situación; el tal Bautista pretende conseguir una declaración de Victoria y ahora ella es un peligro: está enojada y le gustaría obtener más dinero del divorcio. “La escuché decir que le asustó tu agresividad”, dice el abogado. Emilio cuelga el teléfono. Al día siguiente Emilio encuentra una carta en su buzón. Mismo lugar, misma hora, mismo plan, mañana. Una piedra pequeña en el sobre. Emilio alquila por segunda vez la cabaña en la que se instaló en el verano y va hasta allí al día siguiente, carga gasolina en la única estación del pueblo, arruga en su puño el comprobante de la compra y lo refunde en la guantera. Llena la cabaña de ropa, papeles y comida, enciende la luz y abre un par de ventanas. Deja su auto frente al lugar y vuelve a la ciudad en un camión, usando otro nombre. El parque solitario otra vez. Damián lo espera entre las sombras. Esta vez el escritor quiere que el asesino antes responda unas preguntas, para hacer la historia más interesante. Al principio, de mala gana, Damián habla con voz ronca. Luego enciende un cigarro y cada vez se expresa con más soltura.

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Su papá era un hijo de puta, de esa gente que nunca debió tener hijos y, tal vez, tampoco debió nacer. A la más mínima provocación le partía la cara a su mujer y, como Damián se asustaba, también le tocaban unos golpes para hacerlo hombre. Decía que todo lo hacía en nombre de Dios, para protegerlos del pecado. La primera vez que sucedió fue una noche de invierno, hacía tanto frío que Damián fue al cuarto de su hermana mayor para dormir con ella. Se encontró con el cuerpo enorme y sudoroso de su papá sobre ella, que sollozaba despacio y ya no intentaba librarse de él. No sirvió de nada decirle a su madre, era una mujer débil, sin carácter ni energías, que no resistió lo suficiente. Se fue un día de abril, sin dejar ni una nota. Damián la imaginaba lejos, con otros hijos a los que también les jodería la vida con su antipatía. Su hermana se fue apagando, se acabó como si de un vaso de agua se tratara, se parecía a su mamá en el cansancio y la amargura. Damián intentó llevársela de ahí muchas veces, pero estaba cada vez más enferma. Su tormento terminó pronto porque murió a los pocos días de que su padre le diera una golpiza, la acusó de puta por contagiarlo y la apedreó hasta dejarla en el piso hecha un ovillo. Decía que así es como mueren las putas, a pedradas, mientras citaba un pasaje de la Biblia. Damián se lanzó encima de él, con los puños todavía infantiles intentó hacerle daño y sólo logró que el hombre le partiera la boca antes de azotar la puerta tras él. El día que murió su hermana no había nadie en la casa. Damián esperó a que se le cerraran los ojos antes de irse. Ya lejos se enteró de que su padre murió antes de ir a la cárcel, también de sida. Damián no pudo nunca estar con una mujer, en todas veía el rostro de su hermana. Pensaba en su madre, en el olor a sudor y aliento fétido de la casa. En su padre, en las piedras llenas de sangre. Sentía la necesidad de proteger a ciertas mujeres, las que recordaban a su hermana. La única forma que se le ocurría era matándolas sin tener sexo con ellas. Si las penetraba con piedras permanecerían intactas, sería como cerrar una puerta al mundo. Era su marca. Valeria es la siguiente víctima, una universitaria que el propio Emilio eligió en el único bar que encontraron abierto. Estaba sola. Esta vez Damián bebe casi tanto como la chica, le acaricia el cabello y ella lo besa sin cerrar los ojos, al tiempo que clava la mirada en Emilio. Cuando se separa de Damián, Valeria se dirige a Emilio juguetona y lo besa, le acaricia la pierna y Damián suelta una carcajada. Los invita a irse de ahí, a la casa más cercana, la de ella. Esta vez conduce Damián, siguiendo las indicaciones entrecortadas de Valeria, que suelta risitas cuando Emilio le habla al oído y

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le jala la ropa. Damián sigue bebiendo, directo de una botella que a ratos comparte con Valeria. Cuando llegan a casa de la mujer, Damián y ella apenas pueden mantenerse en pie. Emilio abre la puerta con las llaves que Valeria le extiende sin mirarlo. Dentro está oscuro. Emilio intenta encender la luz y Valeria se ríe a carcajadas mientras le explica que no ha tenido luz en meses; por ahí debe haber velas. Damián y Valeria caminan dando traspiés, ella va descalza y su vestido ya ha perdido algunos botones que dejan ver su piel. Emilio se instala en un rincón de la sala. Damián y Valeria se tiran en una alfombra y se quitan la ropa con torpeza. Al poco tiempo Damián levanta la mirada buscando algo; está tan oscuro que no ve a Emilio acercarse. Un destello de luz ilumina por un segundo la estancia, es el reflejo de la estatuilla plateada que Emilio utiliza para golpear con fuerza la cabeza de Damián. Valeria suelta un grito ahogado cuando el cuerpo de Damián se desploma sobre ella; antes de que reaccione, Emilio se acerca a Valeria, toma las manos inertes de Damián y con ellas rodea el cuello delgado de la mujer. Le lleva unos minutos asfixiarla; cuando sus pies han dejado de golpear el suelo, Emilio la suelta y se aparta. Despacio, Emilio se inclina sobre los cuerpos y cierra los ojos de la mujer. Con cuidado toma la cabeza de Damián y la acomoda entre los senos de Valeria. Con un pañuelo oscuro que saca de su bolsa, limpia las manos de Damián y las coloca en los hombros de ella; también limpia la estatuilla sin quitar la sangre, y la coloca a unos centímetros de la mano inerte de Valeria. Con el mismo pañuelo limpia el interruptor de luz que intentó encender al llegar y una gota de sangre que cayó en la punta de su zapato. Desde el marco de la puerta, Emilio observa la escena antes de pasarse el dorso de la mano por la cara para secarse el sudor. Emilio viaja hasta el bosque donde rentó la cabaña y se instala ahí. Se da un largo baño de agua caliente. Al día siguiente recibe una llamada de la policía. No es Bautista, sino una voz informal que con desdén le informa que han hallado al asesino del crimen del que se le consideraba sospechoso. Le comunica que ya puede viajar y el caso ha sido cerrado, pues el asesino murió en la escena de su último ataque, fallido; lo identificaron porque llevaba en su bolsillo dos piedras. Cuando fueron a su casa, encontraron pruebas irrefutables. Emilio cuelga el teléfono sin decir una palabra.

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Del otro lado de la ciudad, el oficial que acaba de colgar el teléfono ve con mirada tranquilizadora a su compañero, mientras se lleva una fritura a la boca; Bautista está sentado frente a él con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido. “¿Y la piedra? ¿Y la caña de pescar que encontramos en la casa? ¡Tenía sus huellas!”, cuestiona Bautista. El oficial se encoge de hombros, le dice que no es raro que dos vecinos frente a un lago compartan equipo de pesca… Y las piedras, no son especiales, son rocas de río que se pueden encontrar en cualquier lugar donde haya agua, de las cuales hallaron una dotación en casa del asesino. La hojarasca cruje bajo los pasos cautelosos de Emilio, que camina entre los árboles con la mirada fija en el suelo. Su mirada de profunda concentración desentona con la apagada melodía que sale de sus labios a manera de silbido. A lo lejos se escucha el agua correr. De pronto, interrumpe su caminata sin dejar de silbar, se inclina despacio y con una mano levanta del piso una pequeña piedra llena de lodo. La lleva a la altura de sus ojos y una casi imperceptible sonrisa se dibuja en sus labios mientras la observa.

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Agustín Toscano. Buenos Aires, Argentina. Actor, guionista y director de teatro y cine. Su primer largometraje de ficción como guionista y director Los dueños, se estrenó en la 52ª Semana de la Crítica del Festival Internacional de Cannes en Francia y obtuvo una mención especial del jurado. La película compitió en más de treinta festivales internacionales, entre los que destacan el Festival de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, Cuba; el AFI FEST en Los Ángeles, EEUU; el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en Argentina; la Viennale de Austria; el Festival do Rio de Brasil; y el Cinema D’Autor de Barcelona, España. Ganó el premio Cóndor de Plata como mejor ópera prima de 2014, por parte de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina. Dirigió y escribió cortometrajes documentales y de ficción, y cinco obras teatrales.

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El Motoarrebatador Agustín Toscano

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E

s diciembre de 2013 en la pequeña provincia de Tucumán al norte de Argentina. Miguel tiene 33 años y Pablo 34, arrebatan la cartera de una joven maestra y huyen andando en motocicleta. Tienen puestos cascos que les tapan sus rostros. Dos hombres deportistas ven el arrebato y corren detrás de la moto. La maestra queda asustada y se tapa la cara con las manos. Uno de los deportistas está cerca de alcanzarlos, pero los motoarrebatadores logran darse a la fuga. La ciudad está llena de edificios, con calles superpobladas y muchos vehículos circulando. Se escapan a plena luz del día. El viento sacude la botamanga de los pantalones de Miguel y Pablo montados en la motocicleta. Cruzan un puente sobre el río Salí y salen de la ciudad al campo. Los edificios van quedando atrás y el cerro empieza a tomar protagonismo. Miguel es el conductor de la moto, se quita el casco y vemos su rostro por primera vez. Recibe unas gafas oscuras que Pablo extrajo de la cartera de la maestra. Miguel se pone los lentes y observa su reflejo en el espejo retrovisor. Los anteojos tienen un diseño femenino con bordes dorados. Miguel se los quita y se los entrega a Pablo, que también se saca el casco para probárselos. Miguel mira para atrás y ríe. Pablo se quita los lentes y los tira al costado del camino. Saca un libro de adentro de la cartera y lo tira. Saca un pañuelo y lo tira también, pero el pañuelo flota en el aire y cae lentamente, mientras la motocicleta se desvía y sube a un puente peatonal muy angosto, que cruza al otro lado de la autopista. Cuando bajan avanzan para el sentido contrario al que venían.

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Nos movemos a la velocidad de un vehículo sin detenernos en nada. Ruido caótico de horario pico en el centro de la ciudad. Muchas motocicletas circulan por las calles. Miguel y Pablo, con los cascos puestos, van montados en la motocicleta observando a cada transeúnte con detenimiento. Una señora con una pequeña cartera. Un joven con un maletín. Una anciana con una cartera enorme. Se acercan a una señora de 55 años, Elena, y sin detener la motocicleta le roban la cartera. Elena queda enganchada a la tira del bolso y es arrastrada por los motoarrebatadores hasta que su cabeza golpea con el cordón de la vereda y queda inconsciente. Miguel detiene la motocicleta. Los ojos de Elena quedan abiertos y se encuentran con los ojos de Miguel, detrás del casco. Él decide ayudarla, pero Pablo no le permite que lo haga y lo obliga a huir. Huyen, pero Miguel queda atormentado. Salen de la ciudad al campo. Cruzan en motocicleta por un cañaveral donde Pablo descarta las pertenencias de Elena que no les sirven. Los objetos descartados forman una línea en el camino de tierra. Se detienen frente a un río. Pablo reparte la poca plata que encontró en la cartera y se va. Miguel se queda pensativo. Comienza a levantar de a una las cosas que estaban en el bolso. Vuelve por el mismo camino y recoge todas las pertenencias de ella. Campo ganadero. Miguel entra a la casa donde vive con su padre y sus dos hermanos, todos campesinos. Es una casa precaria, de madera y chapa, con telas que dividen los espacios en lugar de puertas. Miguel entra a su cuarto. Hay tres camas amontonadas. Esconde arriba de un mueble la cartera de Elena con todas las pertenencias de ella. Al atardecer monta una yegua y ayuda a su familia a arrear a una tropilla de vacas. Por la noche, cuando sus hermanos están dormidos, decide revisar la cartera robada. Lee los documentos de Elena, y así descubre su nombre y su dirección. Miguel sale de su casa para hablar por celular sin que lo escuchen. Pablo le cuenta a Miguel que la policía está de huelga, y que se han organizado una serie de saqueos a supermercados. Miguel se niega a participar y corta la llamada telefónica. Cuando vuelve a la habitación encuentra a Rodolfo, su padre, revisando las pertenencias de Elena que Miguel olvidó encima de su cama y lo reprocha. Miguel niega haberlas robado y miente que las encontró tiradas y las devolverá a su dueña. Miguel viaja por la ruta de noche e ingresa otra vez a la ciudad. Vuelve a pasar por el lugar donde golpearon a Elena. Busca la direc-

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ción en los documentos. Viaja en la motocicleta hasta la dirección y observa la casa desde la vereda del frente. Se anima a llamar a la puerta pero nadie lo atiende. Escucha a una perrita llorar desde adentro de la casa. Va en su motocicleta hasta una plaza y observa a su hijo León jugar en las hamacas. Se acerca a Antonella, su expareja, y le ruega que restablezcan el régimen de visitas que Miguel tenía para ver a León. Una banda de personas que saquearon un kiosco cercano pasan corriendo por la plaza cargando mercadería. Miguel protege a León y a Antonella del malón. Se refugian en el edificio donde vive ella. Desde el departamento de Antonella miran el saqueo por la ventana. Un grupo de ladrones se lleva todos los elementos del minimercado. Hay una gran cantidad de motocicletas y autos participando del saqueo. El último grupo se lleva una heladera de Coca-Cola en un carro tirado por un caballo flaco y viejo. Miguel va en la motocicleta otra vez a la casa de Elena. Toca el timbre y nadie lo atiende, escucha a la perra que aúlla desde el interior de la casa. Saca un juego de llaves de la cartera de ella y abre las dos puertas. Entra a la casa y la pequeña perra lo saluda con desesperación. Miguel la acaricia y le da de comer. Recorre sigilosamente los distintos ambientes. Es una construcción antigua, con techos altos y puertas enormes. Está avejentada y sucia. Encuentra un cartel que ofrece ‘‘habitaciones en alquiler para estudiantes’’. Al final del recorrido Miguel descubre que también hay una gata. Miguel sale de la casa cuidando no ser visto por nadie. Comienza una exhaustiva búsqueda de Elena por diversos hospitales y sanatorios. La encuentra finalmente en el Centro de Salud de San Miguel de Tucumán. En el hospital no saben su nombre porque Elena perdió la memoria y ningún familiar o conocido la buscó hasta el momento. Miguel miente su identidad, dice ser un inquilino de la casa de Elena y presenta los documentos de ella. Los médicos no desconfían de él, y a partir de ese momento Miguel se convierte en la persona responsable de Elena. Luz, una enfermera de la edad de Miguel, se muestra feliz de que alguien venga a visitar a la paciente. Cuando Elena despierta no reconoce a Miguel, pero esto es tomado con normalidad porque ella no recuerda nada de su pasado, ni siquiera su propio nombre. Ahora lo saben ‘‘gracias’’ a él: es Elena Suárez. Miguel vuelve a la casa de Elena. Le pidieron que lleve ropa al

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hospital y algunas fotos que le ayuden a recordar. Busca documentos y diversos álbumes de fotos. Recorre las habitaciones y revisa casi todos los cajones, pero no encuentra datos ni imágenes de ella por ningún lado. En todas las fotos aparecen otros, parece ser la casa de otra familia. Se hace de noche y Miguel sigue investigando. A la mañana siguiente Miguel está dormido en una cama matrimonial en la casa de Elena y se despierta asustado por unos ruidos. Se mueve para ver quién es y descubre que la gata tiró al piso un paquete de alimento balanceado que Miguel había dejado en la mesa. La perrita y la gata se alimentan de la bolsa. Miguel prepara un bolso con las pertenencias de Elena que le pidieron en el hospital. Pablo y otros amigos toman cerveza en una esquina. Miguel se acerca a ellos. Quiere convencer a su socio que dejen de robar por un tiempo, pero Pablo está enajenado con la ola de saqueos y no quiere ceder. Discuten sin llegar a ningún acuerdo. Miguel llega al Centro de Salud y visita a Elena en su habitación. Ella está más despierta que la vez anterior y lo interroga. Miguel al principio responde titubeando, pero de a poco van tomando confianza y entablan una relación cargada de ambigüedad y misterio. Antonella y León salen del edificio y lo ven a Miguel esperando en la plaza del frente. León corre a saludar a Miguel y comienza a caminar a su lado. Miguel lo lleva a pasar la tarde con él en la casa de Elena. La fachada del hospital. Una camioneta se detiene y del asiento del acompañante se baja Luz, la enfermera que atiende a Elena. Elías, el conductor de la camioneta, el marido de Luz, discute con ella. Forcejean y luego él se va acelerando a fondo. Ella se queda indignada y camina hacia la puerta del hospital. Miguel, que estaba observando toda la situación, la ve entrar al edificio y la sigue. Luz, vestida con uniforme, ingresa a la habitación de Elena. La señora está dormida. Cerca de su cama está sentado Miguel. Luz lo saluda. Miguel le entrega el bolso con ropa de Elena. Hablan a bajo volumen, en un tono más cómodo que antes. Luz le cuenta que Elena tuvo algunos recuerdos. Sube el volumen de su voz y la despierta. Miguel le habla a Elena de sus animales y plantas, pero ella sigue sin recordar su casa. Elena tiene la idea de que ella vive en el campo. Miguel le explica que su casa es en medio de la ciudad. Nicolás, el médico de Elena, ingresa a la habitación. Hace un chequeo de la paciente y le da un informe resumido de su estado de salud: tiene una fractura de cadera pero la cabeza está bien, no

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hubo daños cerebrales, y cuando recupere la memoria habrá vuelto a la normalidad. El televisor de la habitación del hospital muestra un noticiero que relata los acontecimientos desencadenados tras la huelga de la policía de Tucumán, saqueos y desmanes, con su consecuente reacción de vecinos y propietarios de los comercios saqueados, que se organizan con armas para defender sus pertenencias. La ciudad en caos. Un policía con casco de motocicleta cubriendo su rostro presta testimonio a la prensa local, justificando la medida tomada por la fuerza policial. 2 Miguel hamaca a León en un columpio de la plaza. Se encuentran con Pablo, el socio de Miguel. Él ya decidió que no quiere robar más y le propone a Pablo que no lo sigan haciendo. Pablo se niega a dejar el “negocio”, menos en este momento de huelga policial y zona liberada para robar. Discuten esta vez delante del niño. Pablo ofrece seguir trabajando él con la motocicleta, con otro “socio”, y pagarle a Miguel una parte de las ganancias. Miguel acepta y se amigan. Después de un silencio, Pablo intenta convencer a Miguel de que hagan el último arrebato juntos, pero Miguel se niega. Van caminando juntos hasta la casa de Antonella, y este se despide de su hijito. Miguel y Pablo van en la motocicleta a velocidad. Pablo saca la mano para arrancar la cartera del brazo de una mujer joven de pelo rubio (parecida a Luz, la enfermera) y Miguel le agarra la mano y aleja la motocicleta de la chica. Pablo ríe y le dice que era una broma. Miguel y Pablo se despiden en una esquina. Miguel entra con la motocicleta a la casa de Elena y la estaciona en el patio interno. Trae un bolso con su ropa. Recorre la casa y se da cuenta que hay un cuarto de servicio que no examinó. Entra al cuartito sin luz, enchufa el velador e ilumina el resto de la pequeña habitación. Abre el cajón de una mesa de luz y por fin descubre objetos y fotos que pertenecen a Elena. Es el cuarto de una persona humilde, el único pequeño de toda la casa. Revisa cajones y encuentra que la ropa de Elena es ésta y no la que llevó al hospital. Vuelve al hospital a visitar a Elena. Las enfermeras intentan ponerle la ropa que Miguel había traído, pero no le calza, son de una persona con contextura física más delgada. Miguel desvía la atención con la nueva bolsa de ropa que realmente pertenece a Elena. Las enfermeras la visten y esta le calza perfectamente.

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Miguel lleva a Elena en silla de ruedas por el hospital. Ella le hace preguntas que ponen en juego la capacidad de Miguel en mentir. Luego de una radiografía, Elena logra recordar algunas imágenes de su vida y se las cuenta: tiene dos hermanas, viven en otra ciudad y están peleadas con ella, no recuerda por qué. Le pregunta a él si no las conoce. Miguel dice que nunca había escuchado hablar de ellas. Elena le pide a Miguel que la lleve a un patio y le convide un cigarrillo. Fuman y se miran con complicidad. Miguel empieza a sentirse cómodo en la casa de Elena. Se lava su ropa, cocina, cambia las sábanas de la cama que está usando y lava la motocicleta en el patio. Busca a su hijo y lo lleva a pasar la tarde en la casa de Elena. Una vecina de Elena toca el timbre con insistencia. Miguel termina por abrirle la puerta. Flora, la vecina, está preocupada por Elena. Miguel le cuenta que está internada porque tuvo un accidente y que él vino a buscarle ropa. Le cuenta que se está encargando de cuidarla. La vecina le ofrece ayuda a Miguel y se va más tranquila. Al día siguiente Miguel va a visitar a Elena. Ella se alegra de verlo. A él le llama la atención ver a Luz durmiendo en una silla al costado de Elena. Hablan despacio para no despertar a la enfermera. Elena le cuenta a Miguel que Luz se fue de la casa donde vive con su esposo, porque él le pegó, y Elena le ofreció dormir por esa noche en su casa. Le pregunta a Miguel si no tiene problemas de llevarla. Él no responde; evalúa, desconfía, se siente increpado. Luz y Miguel van en la motocicleta de él. Es de noche y no hay nadie en las calles. Miguel deja la motocicleta en el patio interno de la casa de Elena. Luz recorre la casa con la mirada. Miguel le muestra la habitación con cama matrimonial. Ella aclara que se quedará solamente una noche. Miguel quiere indicarle donde es el baño y la cocina, pero ella sólo quiere descansar. Se despide amablemente y se encierra en la habitación. Miguel se va al cuartito del fondo, se acuesta en la pequeña cama, pero no se duerme. Miguel sale caminando sigiloso hacia el cuarto donde duerme Luz. Entra sin hacer ruido. Rodea la cama y se acerca mucho a ella sin despertarla. Amanece. Miguel escucha ruidos provenientes de la cocina. Se asoma y ve a Luz desayunando. Va al baño a lavarse la cara y vestirse. Vuelve a la cocina aseado y ve que Luz le dejó preparado el desayuno y ya no está. La ve salir de la habitación matrimonial lista para irse. Él le abre la puerta, se saludan y ella se va a trabajar. Miguel

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se encuentra en un pasillo oscuro con Pablo y le entrega la motocicleta disgustado. Viaja en transporte público observando la ciudad. Las calles están desoladas. En algunas esquinas se han formado grupos autoconvocados de vecinos armados, esperando para defender el vecindario. Miguel entra al hospital. Hay heridos por todos lados, la ola de saqueos está sobrepoblando las habitaciones del hospital. Los médicos están evaluando darle el alta a Elena lo antes posible. Dicen que será más fácil recobrar la memoria estando en su casa. Planean hacer una visita asistida esa misma tarde, así ella reconoce su lugar. Una ambulancia estaciona en la puerta de la casa de Elena. Un enfermero y Luz bajan a Elena en silla de ruedas. Miguel sale a recibirla. Desde la silla de ruedas Elena observa toda su casa. No reconoce los espacios. Se siente mareada y los enfermeros deciden tomarle la presión en la ambulancia y regresar al hospital con urgencia. Despiden a Miguel y la ambulancia sale a toda velocidad. Miguel espera en la puerta de terapia intensiva. Abren una puerta e ingresan los familiares de todos los pacientes. Miguel busca en las camas a Elena. La encuentra en el fondo de la sala. Se sienta junto a ella y le besa la frente. Ella le agradece su compañía. Lo apoda “San Miguel Arcángel”. Miguel sale de la habitación y encuentra a Luz en un pasillo. Le pregunta si necesita dormir otra noche en casa de Elena. Luz le dice que ya volvió a su casa y se amigó con su pareja. Se despide apurada y agradecida. Al atardecer Pablo le devuelve la motocicleta a Miguel. Le paga un alquiler. Quiere volver a usarla al día siguiente. Miguel intenta negarse pero Pablo no se lo permite y acuerdan un horario. Pablo le regala una tostadora eléctrica a Miguel, producto de un saqueo. Miguel acepta el obsequio agradecido. Miguel vuelve a la casa de su familia en el campo. Guarda el dinero que le entregó Pablo en una caja de zapatos, donde esconde un fajo de billetes. A la caja la pone dentro de un bolso en donde guarda otras pertenencias. Esconde el bolso arriba de un mueble. Mauricio, uno de sus hermanos, entra a la habitación cuando él está subido a una silla escondiendo el bolso. Se saludan. Miguel está por entrar a la casa de Elena con el casco puesto. Un grupo de vecinos de Elena lo señalan y corren hacia él. Perea, Ramos, Araoz, Calcaprina y Terán rodean a Miguel. Dos de ellos

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están armados. Miguel se saca el casco. Les explica que él vive ahí, pero no le creen lo que dice. Perea lo agarra a Miguel de la espalda. Los otros cuatro tipos se lanzan encima de él. Miguel cae al suelo y Perea le inmoviliza un brazo. Flora llega corriendo. Les dice que Miguel es verdaderamente el inquilino de Elena. Perea lo suelta. Miguel se levanta del piso y se sacude la ropa. Mira con bronca a los demás tipos. Perea también se sacude. Miguel entra a la casa. Los vecinos se miran entre ellos. Uno le pide disculpas a Miguel que asiente con un leve movimiento de cabeza y cierra la puerta. Miguel se acuesta a dormir en la casa de Elena y escucha dos disparos. Por la mañana recorre la ciudad de San Miguel de Tucumán. Pasa por la esquina de un supermercado que está siendo saqueado por una multitud de personas. Hay más de cien motos esperando para llevar la mercadería robada. Miguel se aleja de la esquina. Lleva la motocicleta adonde acordó encontrarse con Pablo. Desde la esquina ve a Pablo esperándolo con su nuevo socio. Ellos no lo ven a Miguel, que se debate un momento y se va en dirección contraria, sin entregarles la motocicleta. Viaja a toda velocidad por una ruta de tierra y se detiene a atender el teléfono. Pablo le reclama la motocicleta. Miguel le dice que ya no se la prestará más. Pablo lo amenaza y Miguel le corta el teléfono. Miguel vuelve al campo y entra a la habitación. Baja el bolso del mueble y saca la caja. Descubre que el dinero no está. Revisa otros cajones y las mesas de luz de sus hermanos. Recorre el campo en la motocicleta buscando a Mauricio. Lo ve trabajando en una acequia. Acelera atravesando un descampado. Se baja y encara a Mauricio. Le pregunta en secreto dónde puso la plata. Mauricio lo empuja y le grita que él no es ladrón. Miguel lo empuja para pelear. Rodolfo, el padre de los dos, los separa. Miguel le dice a su padre que le robaron sus ahorros. Rodolfo le dice que no acuse a sus hermanos de robarle, porque ellos se ganan la vida honestamente, y él no. Miguel se enoja y le pega a su padre. Rodolfo se tira encima de él y pelean. Augusto, el otro hermano, llega corriendo a separar. Agarran a Rodolfo para que no le pegue más a su hijo. Augusto le pide perdón a Miguel por haberle sacado dinero sin avisarle, y le explica que se le presentó una oportunidad de comprar una guitarra muy buena, y la aprovechó. Miguel se escapa ofendido con su familia. Elena ya salió de terapia intensiva. Por la noche Miguel entra a

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la habitación de ella en el hospital. Elena se angustia al ver que está herido. Él le cuenta que tuvo una pelea con su hermano, porque le robó dinero de sus ahorros. Elena le ofrece dinero a Miguel para que cubra los gastos de mantenimiento de la casa mientras ella no está, y le dice dónde lo tiene escondido en su casa. Miguel la mira con brillo en los ojos. Miguel y su hijito León están en la casa de Elena. El niño duerme abrazado a un juguete nuevo. El timbre suena sorpresivamente y León se despierta llorando. La perrita empieza a ladrar mirando la puerta. Miguel se acerca y observa por la mirilla. Ve a Luz del otro lado con anteojos oscuros. Abre la puerta y la deja pasar. Miguel tiene a León en brazos y sigue con el golpe en la cara. Ella también tiene un golpe en la cara y los brazos morados. Miguel le presenta a su hijo. Luz queda sorprendida de que Miguel no lo haya mencionado antes. Se hace de noche. El hospital está casi vacío. Miguel le da de comer a Elena y le cuenta que Luz volvió a su casa, después de tener nuevos problemas con su pareja. Elena está mucho mejor de salud y de ánimo. Luz abre la puerta de la casa de Elena, y Miguel ingresa con la motocicleta. Ella preparó una cena y lo espera a comer. Tienen una extraña cercanía, Miguel se tira encima de Luz y la besa apasionadamente. Ella tarda en reaccionar y después se abandona a las manos de él. 3 Le dan el alta a Elena en el hospital. Miguel la lleva en silla de ruedas hasta la puerta de un taxi. Viajan hasta la casa de ella mirando la ciudad por la ventanilla del auto. Todas las calles parecen de una ciudad en guerra. Fuego y trincheras en las esquinas. Desolación y basurales por doquier. Los vecinos con armas de fuego vigilando desde los techos de las casas. Entran a la casa de Elena. Él empuja la silla de ruedas y la deja en el hall. Cuando vuelve a la puerta para cerrarla, mira que en la vereda del frente está Pablo, que le guiña el ojo y se va caminando tranquilo. Miguel cierra la puerta asustado. Cuando vuelve, Elena percibe su miedo y le pregunta qué le pasa. Por primera vez, Miguel no sabe qué contestar. Elena lo mira desconfiada. Miguel lleva a Elena a la habitación del fondo. Cuando llegan ahí él le pregunta si esa es su habitación. Se miran durante un momento con desconfianza; finalmente Elena afirma y él la ayuda a

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acomodarse en la cama. Por la noche Miguel prepara la cena en la casa de Elena. Elena se mueve sola con su silla de ruedas, y pasa por la cocina de camino al baño. Miguel le ofrece ayuda, pero Elena quiere mostrarse autosuficiente y dice que puede sola. Al rato se escucha un grito proveniente del baño. Miguel corre a ayudarla: descubre que Elena se ha caído entre el inodoro y la silla de ruedas. Miguel la ayuda, aunque ella está cargada de pudor y vergüenza. Miguel busca a Pablo que está con amigos. Le pregunta por qué lo está siguiendo. Pablo quiere que le entregue la motocicleta y lo dejará en paz. Discuten. Pablo y otro más se acercan a él para quitarle la motocicleta. Miguel huye. Le tiran con una botella de vino, pero no le pegan. Antonella y Miguel discuten mediante el portero eléctrico del departamento de ella. Miguel, con angustia, le intenta explicar que es necesario que se vayan de la ciudad. Piensa que su vida y la de León corren peligro. Antonella le pide que él desaparezca por un tiempo de sus vidas, le dice que él es el peligro para León. Miguel siente mucha impotencia, pero no se sabe expresar y se va preocupado. Miguel entra a la casa de Elena. Descubre que ella está merendando con Pablo y Luz. Miguel y Pablo encuentran sus miradas. Miguel se ve muy preocupado, en cambio Pablo se muestra muy alegre de verlo. Conversan y meriendan en plena incomodidad. Miguel mira las caras de Luz y Elena; están asustadas, no pueden entender qué sucede, pero notan la tensión entre ellos. Pablo huele el miedo de Miguel a que se develen sus mentiras. Está eufórico y rojizo del alcohol, comienza a insinuar que Miguel es un ladrón. Miguel se levanta de la silla donde merienda, pasa su brazo por arriba de la mesa y le agarra la cara a Pablo. Lo trae hacia él por arriba de la mesa. Todos los elementos de la merienda caen al piso. Luz y Elena se levantan muy nerviosas. Pablo y Miguel forcejean en el suelo. Pablo le dice a Elena que Miguel es la persona que le robó la cartera e hizo que se golpeara la cabeza. Miguel le pega a Pablo en la cara, pero no logra callarlo. Miguel mira a Luz y Elena, están abrazadas contra la pared, en estado de pánico. Miguel levanta a Pablo con violencia. Lo arrastra hasta la puerta de la casa y le da una piña en el estómago que lo deja en el piso de nuevo. Lo levanta y lo saca de la casa. Ya en la puerta, Pablo recupera el control de la situación y se va corriendo. Miguel se sube a su motocicleta y se escapa en sentido contrario.

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Viaja en motocicleta hasta el edificio donde vive su exnovia y sube sin anunciarse. Se esconde en el tanque de agua de la terraza hasta que se hace de noche. Entra al departamento de su expareja con su propia llave. León, su hijo, duerme en el living comedor. Ella duerme con un hombre en su habitación. Miguel despierta a León sin hacer ruidos y se lo lleva con él. Con una mochila especial para bebé lo sujeta contra su cuerpo y lo sube en su motocicleta. Salen de la ciudad al campo. Miguel lleva a León a la casa donde vive su familia y lo presenta por primera vez ante su padre y sus hermanos. Imágenes de archivo. La policía de la provincia de Tucumán llega a un acuerdo salarial con el gobierno y levantan la huelga que mantuvo a la ciudad en estado de alerta casi diez días. Epílogo 10 días más tarde. Rodolfo juega con León, su nieto. Miguel trabaja en el campo arreando vacas; los hermanos trabajan montados a caballos y Miguel lo hace en su motocicleta. Miguel observa que en la puerta de ingreso al corral se detienen unos autos de la policía. Piensa durante un instante y acelera su motocicleta en sentido contrario. Huye. Una nube de polvo se levanta detrás de las ruedas de la motocicleta. Los autos de la policía lo persiguen adentro del enorme corral. Miguel está preso. Juega cartas con un grupo de hombres. Le anuncian que tiene una visita. Se sorprende de que alguien vaya a verlo. Camina junto a un guardia hasta la sala de visitas. Se asombra de ver a Elena. Se miran con complicidad. No hablan. Con la mirada, Elena le señala el piso a Miguel y este gira su cabeza para ver. Se da cuenta que su hijo León está con ella, haciendo un dibujo con lápices de colores. Miguel y Elena se sonríen. Miguel está acostado en su celda, mirando el dibujo de su hijo pegado a la pared. FIN

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César Castro Fagoaga. San Salvador, Salvador. Periodista desde 2002. Tanto en El Faro, del cual años después fue su primer jefe de redacción, como en La Prensa Gráfica, realizó cobertura política. En 2008 fue parte del equipo fundador de la revista de periodismo literario Séptimo Sentido, de la cual fue su coordinador. Entre 2009 y 2012 vivió en México como periodista freelance para los periódicos El Mundo (España), La Prensa Gráfica (El Salvador), y las revistas Zona de Obras (España) y Séptimo Sentido. A su regreso a El Salvador ejerció como editor de la sección judicial de La Prensa Gráfica, donde se enfocó en la cobertura de pandillas, crimen organizado y narcotráfico. Desde 2015 vive en Canadá, donde prepara nuevos proyectos periodísticos y literarios.

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El requerimiento César Castro Fagoaga

Fiscalía de la República Ref. Fisc: 28-UCH-SA-2013 SEÑOR JUEZ ESPECIALIZADO DE INSTRUCCIÓN SAN LUIS DE LOS ÁNGELES JULIO DICSAR CHAMAGUA, mayor de edad, abogado, del domicilio de San Luis de los Ángeles, actuando en calidad de agente auxiliar del señor fiscal de la República, destacado en la Unidad contra Homicidios, le formulo el presente requerimiento para la realización de la audiencia de imposición de medidas contra los imputados siguientes: EVER NEFTALÍ SOSA QUINTEROS, alias “MALDAD”; 2. NÉSTOR ASUNCIÓN HERNÁNDEZ, alias “CRIPY”; a quienes se les atribuye el cometimiento del delito de HOMICIDIO AGRAVADO contemplado en el artículo 129 del Código Penal; 3. NATHAN ENCARNACIÓN AVILÉS, alias “NATHAN”; 4. RAMIRO ALEXANDER PEÑA CALIDONIO, alias “PEÑA” o “EL SIERRA”; 5. CARLOS JOSÉ SIGÜENZA, alias “LICENCIADO” o “LICENCIADO SIGÜENZA”, a quienes se les atribuye el cometimiento del delito de PROPOSICIÓN Y CONSPIRACIÓN EN EL DELITO DE HOMICIDIO AGRAVADO, contemplado en el artículo 129-A del Código Penal en perjuicio de 1. CAMILO SCHÖNEMBERG PÉREZ, hecho ocurrido el 3 de diciembre de 2012 en el fraccionamiento Los Ausoles, municipio de Ticsa, San Luis de Los Ángeles.

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DATOS DE LOS IMPUTADOS. PRESENTES: EVER NEFTALÍ SOSA QUINTEROS, alias “MALDAD”, de 22 años, pandillero activo, miembro de la clica SABROSOS LOCOTES SUREÑOS, originario de El Tránsito, nacido el veintiocho de junio de mil novecientos noventa y dos, hijo de José Tránsito Quinteros y María Emperatriz Sosa, de ocupación u oficio albañil, soltero, quien se encuentra detenido en las bartolinas policiales de Ticsa. NÉSTOR ASUNCIÓN HERNÁNDEZ, alias “CRIPY”, de 26 años, pandillero activo, miembro de la clica SABROSOS LOCOTES SUREÑOS, originario de Jojocotlán, nacido el diecinueve de mayo de mil novecientos ochenta y ocho, de padres sin identificar, de ocupación u oficio vendedor de saldo para celulares, acompañado, quien se encuentra detenido en las bartolinas policiales de Ticsa. NATHAN ENCARNACIÓN AVILÉS, alias “NATHAN”, de 33 años, originario de Ticsa, nacido el dieciséis de enero de mil novecientos ochenta y uno, hijo de Encarnación José Avilés y Aminta de Jesús Trigueros, de ocupación u oficio periodista, acompañado, quien se encuentra detenido en las bartolinas policiales de Ticsa. RAMIRO ALEXANDER PEÑA CALIDONIO o RAMIRO ALEXANDER CALIDONIO PEÑA, alias “PEÑA” o “EL SIERRA”, de 34 años, originario de El Divisadero, nacido el veinticinco de noviembre de mil novecientos ochenta, de ocupación u oficio policía, casado con Karla Yuleimy Chávez, quien se encuentra detenido en las bartolinas policiales de Ticsa. AUSENTE: CARLOS JOSÉ SIGÜENZA, alias “LICENCIADO” o “LICENCIADO SIGÜENZA”, de 35 años, originario de La Fortaleza, nacido el trece de abril de mil novecientos setenta y nueve, hijo de Jeremías Sigüenza Martínez y Zulma Noemí Valladares, de ocupación u oficio abogado y notario, soltero, quien todavía se encuentra prófugo de la justicia.

II. IDENTIFICACIÓN DE LA VÍCTIMA. CAMILO SCHÖNEMBERG PÉREZ, de 23 años, originario de San Luis de Los Ángeles, soltero, de ocupación u oficio estudiante, residente del condominio Bosques de Prusia, y con cédula de identidad

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04567228-1. III. RELACIÓN CIRCUNSTANCIAL DE LOS HECHOS. La dirección funcional de los auxiliares fiscales en el presente caso comienza luego de las pesquisas tras el hallazgo de un cadáver del sexo masculino en uno de los lavaderos comunales del fraccionamiento Los Ausoles, levantamiento realizado a las veintitrés horas del 3 de diciembre de 2012. La investigación penal tiene el apoyo de un sujeto del sexo masculino que tuvo participación del crimen investigado, al cual se le otorgó el criterio de oportunidad para que relatara cómo sucedieron los hechos aquí narrados, lo que desembocó en la captura de la mayoría de los ahora imputados, y a quien se le asignó el indicativo ESTRELLA, quien manifiesta que a finales de noviembre del año próximo pasado se encontraba departiendo en un restaurante del tipo libadero ubicado en la prolongación de la alameda Juan Pablo II, de piso de tierra, mesas plásticas blancas, con una rockola al fondo, con algunas gallinas sueltas, conocido como Los Aguachiles, donde se había reunido con dos de sus amistades para celebrar el natalicio del Sierra PEÑA. Recuerda el diciente que esto tuvo que haber sido durante la noche del 25 de noviembre porque ese día cumplía años el Sierra Peña. Que esa noche, alrededor de las veinte horas, mientras él tenía dos cervezas de estar esperando, se le acercó Sierra Peña junto con otro de sus conocidos de nombre NATHAN AVILÉS, a quien él siempre ha conocido por NATHAN. Los dos sujetos, asegura el diciente, venían acompañados de una tercera persona a la que nunca había visto en su vida, que vio poco después que los otros dos lo saludaran. El testigo manifiesta que se lo presentaron como LICENCIADO SIGÜENZA, y que él le dijo que le podía decir Licenciado o Lic., y que el licenciado Sigüenza es de las siguientes características: moreno, gordo panzón, con pelo corte tipo pato bravo, con barba ni muy corta ni muy larga, y que carga un olor ligeramente agrio; el diciente sostiene que conoce a Sierra Peña desde hace unos cinco años porque fueron vecinos en la colonia, que sabe que es policía y que una vez estuvo preso, pero poquito tiempo, por contrabando de queso, que Sierra Peña, a quien todos le dicen Peña o El Sierra, porque así se dicen todos los policías, es alto, trigueño, con el pelo parado y algo cholo; que Nathan es gordo, que las camisas siempre le quedan apretadas, que es malhablado, con un lunar del largo de una cucaracha en la frente,

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y que trabaja como periodista para una radio pero que también ofrece asesorías en los tribunales. El diciente manifiesta que los cuatro se sentaron en una mesa junto a la rockola y que el licenciado Sigüenza le pidió prestada una cora para poner la canción de Que vengan los bomberos de Daniela Romo, y que estuvieron chupando hasta como las veintitrés horas de ese mismo día. A esa hora, recuerda el diciente, cuando ya estaban un poco bolos, menos el licenciado Sigüenza, aunque recuerda que sólo tomó guaro toda la noche, el Sierra Peña se comenzó a quejar de los mareros cerotes, que mataban a la gente y que siempre salían libres, que Sierra Peña le decía siempre al sierra que tenía de sargento, es decir de jefe, que “mataran a esos cerotes”, que se organizaran para matarlos en la noche, y que el sargento siempre le decía que se calmara. El diciente dice que Nathan le dijo a Sierra Peña que por qué no seguían dándole a lo de las redes sociales, que tal vez eso funcionaba para hacer que la raza despertara, que alias Estrella no sabía de lo que estaban hablando pero que el licenciado Sigüenza al verlo perdido le contó “Mire, Lic., es que estos sierras tienen una cuenta en Twitter donde ponen sus mierdas para que la gente avive”. Que al principio le extrañó pero que el Licenciado les decía “licenciados” o “Lic.” a todos, y que le explicó que un grupo de sierras, incluido Sierra Peña, tenían una cuenta en una red social del internet denominada Twitter, en la que expresaban noticias de pandilleros o mareros eliminados en tiroteos, y que muchas veces conseguían apoyo de los ciudadanos que los felicitaban en ese Twitter, que el Sierra Peña brindó por eso y les enseñó fotos que había tomado con su celular y que eran de varios hombres muertos, con disparos de escuadra o escopeta en la cabeza o en el pecho, y que después les mostró un video de un pandillero o marero que habían agarrado camino a Ticsa y que lo habían amarrado de una pita a la patrulla para pasearlo arrastrado por las calles y que después de un rato el marero había quedado jodido y con un hoyo en el pecho donde se le veía el corazón moverse medio rápido, y que entonces Nathan dijo que qué “hijos de puta”, y que Sierra Peña lo regañó que no anduviera diciendo culeradas y que por culpa de cerotes como él, que defendían mareros, la gente no avivaba ni se encachimbaba con los mareros para acabarlos de una vez, que Nathan se encabronó porque le dijo que él no defendía mareros y que entonces el licenciado Sigüenza los invitó a otra ronda para que le bajaran al show, recuerda el diciente, y fue que les dijo que debían cambiar la estrategia para obtener resultados, y que a todo el mundo le valía verga el montón de muertos diarios

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porque no eran de adentro de la burbuja, que para que la gente reaccionara, como cuando la selección de fútbol perdía, necesitaban pegarle al núcleo, y que Sierra Peña le preguntó que a quién había que quebrarse, pero el Licenciado les dijo que mejor quedaran de verse otra vez el viernes, que él tenía que irse porque había quedado de ir donde una su dama, y que el viernes les iba a contar, que quedaran en un chupadero al que él va siempre, que se llama El Señor Salchicha, donde las bocas son buenas y no hay tanta gallina suelta. El diciente manifiesta que pensó no ir a la cita, el 27 de noviembre del año próximo pasado, que efectivamente cayó viernes, pero que Nathan pasó por él al salir del trabajo, y que llegaron a El Señor Salchicha alrededor de las 19 horas, y que estaba casi vacío pero que el licenciado Sigüenza ya se encontraba en el lugar, en una mesa plástica roja al lado de la rockola, escuchando música de Daniela Romo. Que estuvieron hablando de cualquier pendejada hasta que el Sierra Peña llegó pasadas las 20 horas porque dijo que se le había complicado una balacera en la zona conocida como Majucla, pero que ya estaba ahí y que quién lo iba a invitar a tomar porque se había acabado la quincena en su cumpleaños, y que el licenciado Sigüenza le dijo que no se preocupara porque en ese chupadero ya lo conocían y siempre le daban “fiado”. Entonces Sierra Peña le preguntó “¿Que cómo estaba entonces esa la mierda, Lic.?”, y que el Licenciado les dijo que les decía pero si todos le hacían huevos y le entraban, a lo que el Sierra Peña y Nathan dijeron que sí, y el diciente asegura que dudó por un rato pero le dijeron que no fuera culero y terminó aceptando, entonces el Licenciado les relató que un amigo suyo, al que sólo identificó con el indicativo de TERRIBLE, conocía una forma rápida y segura de penetrar sin despertar sospechas al departamento de un bicho culero hijo de un ricachón que era dueño de medio San Luis, que era de apellido Scroferberg o Schofernem, según manifiesta el testigo que escuchó, del que el diciente manifiesta no haberlo conocido de antemano, que Terrible estaba renovando el piso del departamento y montando los clósets y que tenía llave para entrar y salir sin depender del propietario, el ahora occiso; luego, dijo el Licenciado que él podía ponerse de acuerdo con Terrible para que le prestara las llaves y que de ahí era sólo ir a traer, que el asunto estaba chiche y que cuando ese muertito apareciera sí iba a levantar candela. El Licenciado también dijo que necesitaba de la cooperación de todos, que necesitaban ver quién se iba a hacer cargo de esa pegada y entonces el Sierra Peña rápido dijo que él conocía a unos homeboys que podían hacer ese trabajo,

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que entonces Nathan se rió porque le dijo a Sierra Peña que cómo era esa mierda de odiar a los mareros y luego trabajar con ellos, que no era serio, a lo que Sierra Peña contestó que si era pendejo, que no se daba cuenta que era necesario que fueran ellos para luego echarles la culpa, lo que hizo que Nathan dijera que tenía razón y que era bien paloma la craneada que estaban dando, que él podía hacerse cargo de difundir el crimen, en primicia, nomás estuviera tieso el cliente para que la gente se indignara; el declarante también sostiene que el Sierra Peña espetó que él conocía varios apartamentos destroyers en el fraccionamiento Los Ausoles, una marginal no tan apartada de la zona de rascacielos donde podían hacer la pegada esos homeboys y dejar al cliente para que lo encontrara la policía; que entonces Sierra Peña le preguntó al testigo que qué putas iba a hacer él, por lo que sólo recuerda haber contestado que “Lo que ustedes quieran”, y que le dijeron que él se encargaría de poner el carro, un vehículo tipo automóvil color negro, polarizado, tipo camioneta, que serviría para trasladar al cliente de su apartamento al punto de encuentro con los mareros, porque los mareros no podían entrar al condominio, le dijo el licenciado Sigüenza, porque ni de la caseta de vigilancia los iban a dejar pasar todos tatuados y con esas caras de indios. Esa noche, manifiesta el testigo, no tomó mucho por los nervios pero que Sigüenza y los demás sí de una botella de whisky que Nathan se había sacado tras cobrar unas asesorías comunicativas, recuerda el testigo que dijo, a un juez de Paz, y que él se fue para su casa en taxi como a las veintitrés horas, poco después de quedar que se volverían a ver en Los Aguachiles el primer día de diciembre para cuadrar la movida. El declarante agrega que antes del primer día de diciembre, concretamente el 30 de noviembre, se vio con el Sierra Peña, que pasó por él como a las 17 horas a su trabajo para que lo acompañara a encargar la pegada. El diciente sostiene que nunca había estado en ese sitio de la ciudad, una comunidad conocida como La Madriguera, en la parte oriental del municipio de Ticsa, a la cual se llega tras atravesar la línea férrea y bajar una bajadita en una calle polvosa con tope. El testigo asegura que Sierra Peña vestía su uniforme pero que no viajaba en su patrulla, que se trasladaron en un vehículo tipo automóvil de su propiedad, un pick-up cabina sencilla, color rojo, con calcomanías del Real Madrid y del que no recuerda el número de placa. El Sierra Peña se bajó primero, saludó a uno de los muchachos que estaba en la esquina, el cual no tenía tatuajes visibles, y caminó hacia uno de los pasajes estrechos, los que recu-

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erda con apenas espacio para caminar, con casas pequeñas, de una sola planta, a ambos lados. El testigo Estrella recuerda que bajó del pick-up y decidió seguir a Sierra Peña por temor a quedarse solo y lo encontró metros más adelante, reunido con un grupo de cinco pandilleros, que no conocía de antes, a los cuales ahora podría identificar si los tuviera enfrente, de los cuales sólo conoció por sus indicativos: MALDAD, CRIPY, EL STOP DE LA SABROSOS, EL HOMIE DE LA ANÉMONA y EL CACA DE TICSA, que quienes llevaron palabra durante toda la reunión fueron el MALDAD, que es como 20 años, moreno, un poco fornido, sin barba pero se nota que se rasura, cara achiotada y con varios tatuajes de números y letras en los brazos y en la cara; y el CRIPY, tiznado, como de un metro sesenta, de unos 25 años y con tatuajes en las orejas, que hablaban con Sierra Peña como si lo conocieran desde hace tiempo, que el Sierra Peña les dijo que necesitaba que le pagaran el favor, que el diciente nunca escuchó de qué favor se trataba y que sólo los escuchó decir que “Sin pedo, que así quedaban chachos”, que quedaron de verse dos cuadras antes del Market Mall de Lourdes a las 17 horas del 3 de diciembre, únicamente para entregar al cliente. El Maldad le preguntó al entrevistado si alguna vez había disparado un mazo, a lo que el diciente respondió que no, que nunca había tocada siquiera un arma, aunque aclara el diciente que eso era mentira pues una vez, en mil novecientos noventa y siete, disparó contra unos cuches de monte en la finca de su tía, con una carabina. El declarante asegura que la siguiente reunión fue, como habían quedado, en Los Aguachiles el primero de diciembre, pero en la tarde, no en la noche como habían acostumbrado, aunque a esa hora, recuerda el testigo, Los Aguachiles estaba repleto de estudiantes con camisas blancas y pantalones khakis, y que en la rockola sonaba música de Arjona y Caló, por lo que el diciente les pidió que se sentaran en la parte más lejana, donde el techo de duralita ya no alcanza para cubrir las mesas plásticas. El licenciado Sigüenza llegó en traje, que venía de una audiencia en tribunales les dijo, preguntó si cobraban descorche y cuando la mesera le dijo que no, se sacó de la bolsa del pantalón, el diciente no sabe cómo le cabía ahí, una botella de whisky a la mitad. Tras tomar un trago del guaro que cargaba, el Licenciado les dijo “Lics., ya todo está seteado”, por lo que pasó a contar que el asunto se resolvería en dos días, que ya tenía la llave en su poder y que necesitaba que alguien con cara de vivo lo acompañara ese día para entrar al condominio del cliente y poder sacarlo “en una maleta o envuelto en una alfombra”, por lo


que Sierra Peña dijo que evidentemente él era el indicado, con lo cual todos estuvieron de acuerdo. Ese día, agrega, también se emborracharon. El día del crimen, el diciente Estrella arribó al nosocomio donde estaba el licenciado Sigüenza, viendo a una su tía, según recuerda que le dijo, para luego ir a la calle El Progreso, en la sede policial donde ese día se encontraba acuartelado el Sierra Peña, que cuando llegaron, dice el diciente, le entregó una mochila de cuero tipo sintético, negra, tipo Alpina, en la que había dos escuadras negras, que le parecieron Taurus, como las que usa la policía, y un revólver .38 recortado con una rajadura en la cacha, que el declarante le preguntó que para qué le daba eso si ellos sólo trasladarían al cliente, pero que el Sierra Peña le contestó que era para ablandarlo, por si ponía pendejo o si la cosa se torcía y al final a ellos les tocaba resolver. Estrella estacionó su camioneta en el parqueo de visitas del condominio Bosques de Prusia poco después de las 15 horas, se extrañó que los vigilantes no preguntaran nada pero dice que captó que el Licenciado ya los había pisteado, que subieron con la llave de acceso que Terrible había facilitado, pues el diciente recuerda que en ese edificio se necesitaban llaves hasta para subir en los elevadores, algo que nunca había visto; que entraron y el departamento, que tenía vistas al volcán y a dos centros comerciales, o al menos a buena parte del cemento de los parqueos de los centros comerciales, porque el diciente recuerda que se asomó al balcón, tenía muchos cuadros sin sentido, manchones le parecieron, aunque el Licenciado le dijo que era arte abstracto y la chingada, un televisor de 52 pulgadas y un bar con botellas de ginebra y una bebida rosada que había tomado en Guatemala, que no le había gustado, y que el Licenciado aprovechó la pausa de la espera para meterse dos botellas en las bolsas del pantalón, una técnica que el testigo aún no sabe explicar; que el cliente no estaba en casa y esperaron unos 45 minutos hasta que finalmente apareció y el Sierra Peña lo esperaba atrás de un biombo de madera y le dio cachazo en la nuca, que la víctima, que según el diciente vestía pantalón tipo blue jeans, camisa a cuadros blanca con rojo y zapatos tipo mocasín, brillantes y negros, cayó redondo sobre un sofá de cuero, muy cerca de una alfombra con diseño tribal, por lo que fue fácil enrollarlo, aunque lo complicado fue bajarlo por las escaleras de emergencias, que dice que fue idea del Licenciado para evitar las cámaras de seguridad, porque el cliente se iba dando con la cabeza o las gradas a medida que descendían y que cuando llegaron al parqueo y lo metieron


a la camioneta, en el baúl, y ya dentro le taparon la boca con esa cinta gris que usan en los secuestros y le vendaron los ojos con una toalla que olía a comida frita; que cuando salieron del condominio ya había anochecido y que el Sierra Peña decidió manejar, que pasaron a dejar al licenciado Sigüenza a punto de taxis, pues les había dicho que mejor se quedaba antes del mandado, no fuera ser que los agarraran y entonces que quién los iba a defender, a lo que Sierra Peña, según el diciente, estuvo de acuerdo y lo dejaron en la calle y que luego manejó dando vueltas, para evadir cualquier persecución, por una hora hasta llegar dos cuadras antes del Market Mall de Lourdes, que ya estaba bien oscuro y cuando abrieron el baúl el cliente ya se había despertado, que los puteaba con los ojos y lloraba, que lo bajaron en un zacatal sin soltarle las manos, justo cuando vieron que del otro lado de la calle, que estaba sola como si fuera madrugada, ya estaba el otro carro con los homeboys, que ellos se alejaron un poco, que el cliente caminaba sin rumbo porque tenía los ojos vendados con la toalla, que perfectamente vio cuando Maldad y el Cripy se bajaron del carro y lo verguearon, con la parte plana de un corvo le daban en la cabeza, en el pecho, en la espalda y en las canillas, que Maldad lo subió al carro, otra vez inconsciente, y que agarraron en dirección a Los Ausoles, que el diciente y Sierra Peña siguieron al carro para asegurarse de que la vuelta se hiciera bien. Que vieron cuando los pandilleros llegaron a Los Ausoles, subieron las escaleras y treparon al tercer piso con el cliente a cuestas, y de ahí no vieron nada pero bien escucharon, relata el diciente, cuando sonaron los balazos. Que tipo ocho de la noche, Maldad le mandó un Whatsapp al celular al Sierra Peña para decirle que “Ya todo nice”, y un par de fotos, que Sierra Peña le enseñó donde bien se veía un cadáver troceado, que el diciente reconoció por la ropa al finado, y que entonces le dijo al Sierra Peña que ya se fueran a la mierda, pero que Sierra Peña le dijo que esperara, que le iba a llamar a Nathan para que soltara la noticia después de que él tirara un tuit desde la cuenta de los policías, diciendo que ya estaban detrás de la pista de los mareros asesinos, hipócritas y que qué injusticia con ese ciudadano de bien. El diciente recuerda que ya estaba en su casa, la mañana del 4 de diciembre del año próximo pasado, cuando le cayó la llamada del Sierra Peña diciéndole que ya la habían cagado, que por una pendejada suya irían al bote, que el tuit que envió con las fotos del occiso, diciendo que pandilleros eran los responsables, porque “la zona estaba controlada por las Maras”, la había mandado por error


desde su cuenta propia y no desde la de los policías, que por pendejo andaba con las dos cuentas en el mismo celular y que ya sentía que le caían encima por tirar eso antes de que la misma policía hubiera llegado, que el diciente recuerda que paniqueó y le colgó a Sierra Peña, y que ese mismo día, viendo las noticias del mediodía, se dio cuenta de que el crimen del muchacho Schönemberg era lo más comentado y que la policía ya había capturado, en cuestión de horas, como pocas veces ocurría según recuerda que pensó, a dos pandilleros identificados por sus tacas de Maldad y Cripy, que entonces pensó que a huevo la habían cagado porque esos pandilleros los iban a poner de pecho a Sierra Peña y a él, que lo había acompañado a encomendar la pegada; que dos días luego agarraron a Sierra Peña después de interceptar las conversaciones de Whatsapp con los mareros y un día después a Nathan, al descubrir que su primicia había sido demasiado primicia, y su estrecha cercanía al Sierra Peña, según escuchó en las noticias de la radio. El 7 de diciembre, poco antes de que el diciente fuera detenido y decidiera colaborar con la justicia, como recuerda que decidió, recibió una llamada del licenciado Sigüenza, en la que lo escuchó muy agitado diciéndole que se fuera para la Montañona porque si no sería el siguiente, que el Licenciado se había zafado porque un fiscal amigo suyo, al que identificó únicamente con el apellido Amaya, le había tirado que lo andaban buscando y que por ese motivo ya estaba por dejar el país, que desde entonces no ha vuelto a saber nada del Lic.; y asimismo manifiesta que puede reconocer, ya sea por medio de fotografías o en persona, a los sujetos que menciona como partícipes en este hecho criminal. IV. SOLICITUD DE PLAZO DE INVESTIGACIÓN. La representación fiscal de conformidad con el Art. 17 de La Ley Contra El Crimen Organizado y con el objeto de fundamentar debidamente la acusación o el dictamen correspondiente, solicitamos como plazo de investigación de SEIS MESES, por considerar de acuerdo a la relación circunstanciada de los hechos que la investigación es de Naturaleza compleja por el número de personas involucradas y la cantidad de diligencias de investigación a realizar.


V. PETITORIO: Me admita la presente Solicitud de Imposición de Medidas. Convoque a las partes a la Audiencia de Imposición de Medidas de conformidad al Artículo 17 de La Ley Especial Contra El Crimen Organizado y Delito de Realización Compleja. DECRETE LA MEDIDA CAUTELAR DE DETENCIÓN PROVISIONAL en contra de los imputados presentes. Cite a los imputados ausentes para que comparezcan a la audiencia y, en caso de no comparecer, hagan las notificaciones que la ley establece para continuar el proceso. San Luis de Los Ángeles, seis de enero del año 2013.


Bengala es: Alexandro Aldrete Teresa Blanco Andrés Clariond Juan Farré Alhelí Guerrero Dariela Guerrero Abdul Marcos Diego Osorno Gabriel Nuncio Nathalia Pavón Salvador Reyes Adriana Rodríguez Primavera de 2016



ÍNDICE

LOS TRANSFORMISTAS. Historias de policías y ladrones Alejandra Gutiérrez Valdizán • 7 DEUDAS DE VIDA / José Luis Valencia• 11 EL TESORO DEL TIGRE BLANCO / Iván Farías • 26 CAMPOS FLORIDOS / Evelio León Ortega • 42 SELVA ROJA / Ángel García Catalá • 55 EL REBAÑO / Alejandro Gerber Bicecci • 67 SITIO LIBRE / Dariela Pérez Hernández • 82 EL ASESINO DE LA PIEDRA / Elisa Adame • 91 EL MOTOARREBATADOR / Agustín Toscano • 104 EL REQUERIMIENTO / César Castro Fagoaga • 116



EL LIBRO AZUL DE BENGALA. Se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2016. En su composición se utilizaron fuentes NewBskvllBT de 24, 18, 14, 12, 11, 10 y 9 puntos. El cuidado de la edición estuvo a cargo del autor. Formación electrónica por Francisco Javier Galván Castillo.






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