El libro blanco de Bengala. Historias de desaparecidos.

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E L L I BRO BLAN C O DE B EN GALA

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E L LIB RO B L AN CO DE B E N GAL A Historias de desaparecidos Ganadores y finalistas del Cuarto Premio Bengala-uanl 2016

Universidad Autó n o ma d e N u e vo Le ó n Monterrey, México, 2018

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Rogelio G. Garza River a Rector Carmen del Rosario de la Fuente García Secretaria General Cels o Jos é C arza Ac uña Secretario de Extensión y Cultura Antonio R a mos R evilla s Director de Editorial Universitaria

Primera edición, 2018 © D.R., 2018 Universidad Autónoma de Nuevo León Casa Universitaria del Libro Padre Mier 909 Poniente, esquina con Vallarta Monterrey, Nuevo León, 64000 México Teléfono (52)81 8329 4111; Fax (52)81 8329 4095 e-mail: editorial.uanl@uanl.mx editorialuniversitaria.uanl.mx Reservados todos los derechos conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin previa autorización por escrito del editor. i sbn : 978-607-27-0776-4 Impreso y hecho en Monterrey, México Printed and made in Monterrey, Mexico

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p ról o g o

Contar para no olvidar

E

n esta colección de textos inspirados en historias sobre desaparecidos, el terror, el gore, el suspenso y la realidad coquetean tanto entre sí que provocan vértigo. Esta publicación aparece como registro de nuestros tiempos, no sólo en México sino también en otros países de Latinoamérica, todos familiarizados con el tema de las desapariciones, por haber vivido —sobre todo en las últimas décadas— sus propias historias de corrupción, masacres, movilizaciones populares, narcotráfico y conflictos armados que se van acumulando en dolor. El libro blanco de Bengala surge a partir de una convocatoria lanzada a todo autor hispano cuya creatividad, directa o indirectamente, se haya visto influenciada por esta terrible realidad. ¿Qué ha sucedido para que las desapariciones sean materia prima de estos cuentos, crónicas y argumentos? Los autores se encargan de poner al frente historias crudas, cercanas a nuestra realidad: la abuela que busca a su nieta y descubre una red de trata de blancas; el papá que busca en una fosa clandestina a su hijo; un pueblo extorsionado por narcotraficantes; una periodista que busca a su hermana y encuentra una red de corrupción. Son historias con puntos de vista, lugares, conflictos, miradas, géneros y narrativas diferentes que denuncian la violencia grotesca a la cual no podemos (ni debemos) acostumbrarnos. Sólo contando historias obtenemos las claves para entender el mundo. Narrarlas, nos permite sentir al otro, ponernos en sus zapatos, explorar sus problemas, preocupaciones y motivos. Es el recurso que tenemos para registrar y no olvidar en una sociedad de memoria corta y aletargada. Contar es eternizar, de manera dinámica, siempre 7

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cambiante, el recuerdo de lo que somos, lo que hacemos, lo que queremos ser, o no, como sociedad. Éstas son historias de impunidad, que se revuelcan en lo más grotesco del ser humano. Historias de muerte, de sangre, de rabia que no se va. Miden la temperatura de un país que ha sido rafagueado sin que nada pase y que se sigue lacerando, porque se puede. «Alta traición, el compadre Raúl», la obra ganadora, es una historia de venganza que traza un paralelismo entre la barbarie del crimen organizado y la tragedia de una mujer que lo pierde todo el día que asesinan a su familia en Piedras Negras. Un texto que apuesta por recuperar el peso exacto de las palabras, y donde desaparecer no es un número olvidado en el archivo muerto de una oficina de gobierno, sino «un recuerdo que mata cada día un poco más». Es un trabajo que reúne los elementos para dibujar una realidad incómoda que sucede en uno de los estados más violentos de México: Coahuila. Veracruz, la montaña de Guerrero, San Quintín, Toluca y Culiacán son otras regiones que albergan las historias de este libro. Lugares que conocen bien la palabra «levantón» y «desaparecido», «militar» y «sicario». Únicamente dos de las diez historias no hablan del México violento que se empieza a normalizar, aunque la violencia, como eje constante, encuentra los puntos para conectarnos al sufrimiento del otro. Una de ellas, de represión, lucha y justicia social, cuenta la historia del padre Héctor Gallego en Panamá, y la otra trata sobre un miembro de la ETA durante la dictadura franquista en España. No es una compilación esperanzadora ni agradable. Son diez textos que reflejan lo más oscuro de nuestros tiempos pero logran visibilizar temas que se dejaron de ver con una perspectiva humana, y alumbran aquello que hemos convertido en sombra. Lau r a Woldenberg

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Los premiados

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Brenda Grisel Morales García (Ciudad de México, 1983). Escribir es la única actividad que me salva de dinamitarlo todo. Realicé estudios en Letras Hispánicas (U A M- I). Soy miembro fundador del grupúsculo Paranoia Disidente, Querétaro (2013). En 2016 ingresé al curso de guión cinematográfico en el Centro de Capacitación Cinematográfica (C C C ).

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obra g a n a d o r a

Alta traición (el compadre Raúl)

Brenda Morales

i. 3:45 am. Sonó el teléfono. —¡Comadre, apúrate! ¡Nos vemos en la tienda de Evaristo! Estábamos listos para huir. El compadre Raúl nos llamó para avisar que los encapuchados andaban cerca. Camionetas repletas bajaban por la carretera. Venían por nosotros. Debíamos apurarnos. El compadre nos esperaba en su camioneta a la orilla del pueblo para llevarnos a la central de autobuses. Nos íbamos tres familias: los Mora, los González y nosotros; mi marido, mis dos chamacos, y yo, Celia Garza Durán. Días atrás, los encapuchados ya habían desaparecido a varios albañiles que le habían trabajado a un tal Ramón, narquillo de Piedras Negras, que había llegado al pueblo un año antes de que se desatara este alboroto. En cuanto ese señor llegó, mandó construir caserones de tres plantas. En ese entonces a mi marido se le había cebado, por tercera vez, pasarse pa'l norte. El compadre Raúl lo jaló para que le entrara a la obra de las casas, la paga era buena pero el gusto duró poco. La cosa se puso tensa cuando dijeron que el tal Ramón había traicionado al capo que lo metió al negocio. Se soltó la persecución de todo aquel que hubiera tenido relación —la que fuera— con Ramón. Julián, mi marido, quiso que nos fuéramos esa misma noche porque en la tarde lo había seguido un carro gris cuando andaba haciendo un presupuesto en las tiendas de materiales. En el pueblo se rumoreaba que todo aquel de apellido Garza ya estaba en una lista de espera para ser asesinado, nomás por llevar ese apellido, el segundo del tal Ramón. Ese día Raúl y Rosita, la comadre, fueron a la casa a decirnos 11

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que se iban del pueblo en la madrugada, que en su camioneta había espacio para mi familia. Julián de inmediato les tomó la palabra. Casi a oscuras acomodamos las cosas, nos alumbraba un cirio mientras hacíamos las maletas. Con sigilo, caminamos hacia la puerta de la casa, sólo llevábamos nuestra ropa. Margarita, mi niña, cargaba su mochila de la escuela donde guardó sus libros de la primaria y su muñeca favorita, que alcanzaba a asomarse porque el cierre se atoró con tanta carga. Ángel, mi hijo, traía en una mano a Tao, su gatito de peluche que había bautizado con ese nombre, y una bolsa de mandado donde guardé las almohadas. Mi marido iba bien cargado con dos petacas al hombro y un bote de leche en cada mano, donde llevábamos el cabrito que hicimos en la tarde para compartir en el camino con las otras familias. Yo llevaba unas bolsas negras con cobijas. Esa noche hacía un viento helado, se escuchaba aullar a los coyotes, el rechinar de las puertas de madera de las casitas y el motor de carros que subían y bajaban al pueblo. Cada luz de faro que entraba por la ventana, era la amenaza de que ya estuvieran afuera a punto de liquidarnos. —Vámonos ya, Julián, nos van a matar, carajo. Apagamos el cirio y abrimos la puerta muy despacio. De repente, en el umbral me acordé de la mica con las credenciales y las actas de nacimiento. ¡Qué bruta! Me regresé por ellas en friega, pensé que las había dejado en la mesa de la cocina y nada, no estaban ahí. Me metí a mi cuarto y busqué en el cajón del tocador y tampoco estaban. Comencé a ponerme muy nerviosa. ¿Dónde las dejé? Julián me dijo muy quedito desde la puerta: —Mujer, llevas la mica en la bolsa de las cobijas. ¡Corre! Escuché la ráfaga de disparos. El tiempo se detuvo, sentí que todo me daba vueltas. La sangre se me fue a las piernas y comencé a temblar. ¡Mis hijos! Corrí hacia la puerta, no quería ver pero tuve que verlos, tirados, bañados en sangre, muertos. El cuerpo de Julián cubría los cuerpos de mis hijos. Me quedé inmóvil, no sé por qué no grité, por qué no les reclamé. Pude ver cómo los asesinos aventaron, como reses, a mi familia a la caja de una camioneta. Uno de los encapuchados entró a la casa a buscar más gente. Yo estaba detrás de la puerta, pegada a la pared. Aguanté la respiración. 12

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Me encontró, miró mi cara de horror, me dio un cachazo y me perdonó la vida. Mejor: me mató en vida. Quedé largo rato petrificada. Un zumbido en los oídos inundó mi cabeza. Sentí que me desvanecía, que estaba soñando, que a mí también me había tocado una bala. Cuando reaccioné, llamé a mi compadre. No respondió el celular. Decidí continuar con la huida. Salí de la casa nada más con mi monedero. Gritos aislados de mujeres y niños se mezclaban con el estruendo de las ráfagas. Han de estar matando a todos los Garza, los Durán, los Mora, los González, a mis compadres y a mis ahijados, pensé. 4:30 am. Estaba a punto de volverme loca. Caminé, entre casas incendiadas y gente apurada que agarraba sus cosas para escapar. No quería que nadie me viera, así que me escondí entre los matorrales. Caminé, por el desierto, no sé cuántas horas. Dos, cuatro, no lo sé. 7:00 am. Llegué a la central de Piedras Negras y pedí un boleto cualquiera. —¿A dónde? —La próxima corrida. Lo más lejos que se pueda —pagué sin escuchar el destino. II. El camión anduvo largo rato sin parar. Yo seguía pasmada, sin poder hablar ni llorar, sólo sentía una punzada fuerte en el pecho. Me llevaba las manos al corazón, pero las apartaba porque sentía que entre más lo tocara, más rápido me iba a quebrar del dolor y no me quería quebrar. 7:00 pm. El camión hizo parada para que nos revisaran unos militares que estaban en la carretera. Bajaron a los hombres, las mujeres nos quedamos arriba. Cuando los soldados me manosearon, los cuerpos bañados en sangre de mis hijos y mi marido vinieron a mi mente. Comencé a llorar, sin sollozo, sin gesticular, sólo brotaban ríos de lágrimas. Una señora me dio un pedazo de papel de baño. Quería contarle todo lo que me había sucedido pero no pude. —¿Qué le pasó, doña? ¿Por qué llora así? —Nada, cosas de mujeres. —Ah, la dejó el marido. Ya no llore, no vale la pena. 13

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10:00 pm. Llegamos a una central de autobuses. No tenía idea de dónde estaba. Me senté un rato en una banca a ver si me agarraba el sueño y nada. Hacía un calorón. Me salí de la central. Caminaba pidiéndole a Dios que me mataran o me atropellara un camión. Sólo me encontré con puro drogadicto ido, con taxistas que me ofrecían sus servicios. Me percaté que, igual que en mi pueblo, rondaba mucha camioneta pick-up con vidrios negros. Nadie se acercó para atacarme. Dios bien sabe cuánto lo deseaba pero por algo pasan las cosas. Amaneció. Estaba en Veracruz. Yo no conocía. Traía muy pocos centavos. Tomé un camión hacia el centro. Me compré un cuaderno donde empecé a anotar todo lo que veía y me llamaba la atención. Las primeras noches dormí en la calle. Cerca de la plaza, debajo de unos arcos, la gente tiende unos cartones. Ahí me dormía y de a poco fui haciendo amistades. A nadie le conté lo que me había pasado. Les inventé que venía del norte, que traía muy poco dinero y que andaba buscando a unos familiares a los que les había perdido la pista y tenía muchas ganas de ver. Resulta que algunas de las personas que dormían en los arcos también andaban buscando a su gente. Gente que un día salió de su casa y ya no regresó. Esther, una señora de Guerrero, buscaba a Yolanda, su hija, estudiante de 18 años que secuestraron durante una marcha de la Normal de Chilpancingo. Alguien le dijo a Esther que una red de trata la había llevado al puerto a trabajar de prostituta. Pobre Esther, ya se veía muy demacrada, estaba muy flaca, ya no tenía dinero para comer. En su día a día se dedicaba a buscar a gente que le pudiera dar señas sobre el paradero de su hija. Siempre regresaba con las manos vacías. También conocí a Clemente, un señor de Puebla, ya grande, de casi setenta años. Buscaba a una familia completa: su hijo, su nuera y sus nietos. Decía don Clemente que su hijo vivía con su familia en un lugar muy bonito, lleno de árboles. Gente extraña llegó al pueblo a talar indiscriminadamente; su hijo se opuso y de la noche a la mañana, ya no supo nada de él y su familia. Don Clemente tenía la esperanza de que hubieran huido a Veracruz. Lo más probable es que les haya pasado lo mismo que a nosotros. Nada más que su nuera tuvo la suerte que yo no tuve, la de irse con los suyos y no vivir con un recuerdo que mata cada día un poco más. 14

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Al paso de los días, me enteré de que había un albergue donde me podía quedar a dormir mientras conseguía algo mejor. Entonces me puse a buscar trabajo para sobrevivir. Entré a trabajar a la cocina de La Pasadita, un restaurante de mariscos. El primer día me pusieron a picar kilos de cebolla. Fue entonces cuando volví a llorar. Trabajaba como con doce señoras y muchachas, algunas eran de ahí, otras venían de mi rumbo o habían regresado del gabacho. Todas contaban alguna historia sobre lo peligroso que era vivir en Veracruz. Yo no hablaba, sólo escuchaba y en la noche escribía en mi cuaderno todo lo que contaban. Decían que a la hora de la salida nos fuéramos en grupo porque había muchos levantones. Sandra, una de las cocineras, un día pidió permiso para salir temprano. Iba a la salida de sexto de su niño, que tenía la misma edad que mi Margarita. No alcanzó a llegar a la escuela de su hijo: la levantaron y tres días después aventaron su cuerpo a un basurero. Igual que en mi pueblo, pensé. El patrón de vez en cuando nos regalaba comida. Yo aprovechaba para llevarles un taquito a Esther y don Clemente. A ellos les estaba negado el albergue porque habían usado más tiempo del permitido. Seguido los buscaba gente del gobierno para tratarlos de convencer de que se regresaran a su casa. Hasta les ofrecían dinero. Ellos no aceptaron ni un peso, decían que si no los ayudaban a encontrar a su familia, entonces no querían nada. El día más bonito en Veracruz fue cuando un domingo, a la salida del trabajo, las muchachas y yo nos fuimos a la plaza. Ahí estaban Clemente y Esther. En el quiosco un grupo tocaba sones jarochos. Mis compañeras que siempre me veían cabizbaja me animaron a bailar. Saqué a bailar a don Clemente y bailamos un son a como entendimos. El goce por distraernos un poquito se mezcló con el dolor de no tener a nuestras familias con nosotros. Mientras bailamos, Clemente y yo nos miramos sabiendo que padecíamos el mismo profundo dolor. Sin embargo nos dimos el permiso de sentirnos vivos por lo menos unos minutos y terminamos ese baile entre risas y llanto. Luego saqué a bailar a Esther, ella no quiso, se soltó a llorar. La abracé y lloramos juntas. Una mañana, mientras estaba almorzando en la plaza con don Clemente, Esther llegó muy débil y se desmayó. Le dio un golpe de calor, la llevamos de urgencia al Regional. Se quedó internada dos no15

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ches. Al salir, nos dijo que ella no se iba de la plaza hasta no saber algo de su niña. No le importaba morir en la calle. El día más triste fue cuando llegaron unos sicarios y asesinaron a don Clemente ahí, en la plaza. Yo estaba en el trabajo, Esther fue la que presenció todo. Me contó que Clemente estaba muy intranquilo esa mañana porque dos días antes lo habían amenazado de muerte. Y lo cumplieron. Otra vez el dolor, otra vez la punzada en el pecho, la impotencia, la rabia. La indignación se apoderó de mí. ¿Por qué tanta muerte? Había veces que me entraba el coraje y le picaba más duro con el cuchillo al pulpo, a las cebollas o al jitomate. Picando pulpo fue cuando se me vino la idea de vengarme. Me sentía muy rara en Veracruz, no me hallaba. Estaba sola, sin familia y con un calor que no era como el de mi tierra, que me sofocaba. Traía el pendiente de dónde habían aventado a mis hijos y mi marido, quería saber dónde estaban, sepultarlos, rezarles aunque fuera un pinche rosario. Pero también quería vengarme por lo menos de uno de los encapuchados. Decidí regresar a Piedras Negras. No sabía nada de ellos. Nomás que eran de los «Z» pero ni idea de sus caras, de sus nombres. Le hablé a mi amiga Yolanda, a ver si seguía viva, a ver si seguía en el pueblo. Nadie me contestó en su casa. Le hablé a mis primas y tampoco. Marqué al celular del compadre Raúl y nada. Entonces llamé a la tienda de Evaristo y él sí respondió. —Olvídate de todo, Celia, no regreses —y colgó. Sin más, una mañana, camino al restaurante, mejor me regresé por mis cosas al albergue y me fui a la central. III. En el camión de regreso a Piedras Negras, en algún momento me tocó sentarme al lado de Óscar, un muchacho con cara de buena gente que tendría unos 28 años. Era periodista, venía de la Ciudad de México e iba al norte a investigar la matanza de mi pueblo. Comenzamos a platicar. Su trato cálido y amable me dio confianza y le conté, entre sollozos, cómo había perdido a mi familia en la masacre. —Celia, yo le voy a ayudar a denunciar —me consolaba—. Tenemos que exigir justicia. 16

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Yo nada más asentía con la cabeza. No me atreví a decirle que no creía en eso. Nos hicimos amigos. Ambos nos quedamos a vivir en Piedras Negras. Lo visitaba en su casa y le ayudaba con la comida y el aseo. Se convirtió en la única persona en la que podía confiar, y de quien obtuve consuelo y apoyo. La casa de Óscar se fue llenando poco a poco de un montón de papeles y fotos de los asesinos y de las víctimas. Así fue como me enteré de los nombres, las direcciones y algunos rastros de los que me había arrebatado a mi familia. Los cuerpos de mi esposo y de mis hijos nomás no aparecieron en la investigación. Nunca le dije a Óscar que quería vengarme. Sabía que en eso no me iba a apoyar. Óscar tenía un aparato de radio que lo mantenía comunicado con un grupo de periodistas que estaban al pendiente de él desde la Ciudad de México. Una mañana, mientras desayunábamos, la voz de un hombre nos dijo a través del radio: —Pinche Óscar pendejo y pinche vieja puta. Dejen de seguir jugándole al vivo. Si no se largan, se los va cargar la chingada. Ya dije, cabrones: ¡Ábranse a la verga! Óscar se puso muy nervioso y me dijo que sería mejor no vernos más, pues no quería poner en riesgo mi vida. Me negué rotundamente a alejarme de él. Él se negó a abandonar la investigación de la masacre, pues se le iba la vida en su profesión. En las decenas de fotos de desaparecidos y sospechosos que había recabado, reconocí a Jerónimo, un policía que andaba rondando el pueblo días antes del ataque. A Jerónimo lo agarré saliendo de un bar, bien borracho. No fue tan difícil. En el periódico decía que le di quince puñaladas pero eso a mí no me importa. Yo nada más le di de puro coraje, una y otra y otra vez. Lo que más me dolió fue encontrar en los papeles de Óscar las fotos del compadre Raúl entre los implicados. Raúl les entregó a los asesinos, a cambio de mil pesos, una lista con las direcciones de todos los Garza. Sentí otra vez esa punzada en el pecho. Ahora no sentí dolor. Lo que sentí fue odio. Brutal odio hacia Raúl y su descendencia. Regresé al pueblo a buscar a Raúl. Había un silencio que daba horror. Todas las casas estaban rafagueadas, con los techos derrumbados, 17

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la mayoría, abandonadas. Las casitas de madera las quemaron, a saber si con la gente todavía adentro. Hasta los perros se veían tristes, ni ladraban. Olía a muerte. No quise pasar por mi casa porque yo también me iba a derrumbar y no era el momento. Tenía tantas ganas de llorar por ver así a mi pueblo. Fui a la tienda de Evaristo, me dolió verle la mirada apagada. Por el compadre me fui despacito y a tientas. Resulta que él y su familia seguían viviendo en el pueblo muy campantes. Su casa, intacta, y hasta con finca nueva. Habrían podido disimular. Los fui a visitar como si nada. Según yo, iba a buscar consuelo. Rosita, la comadre, bien que supo hacerse maje. Pero el compadre Raúl no, se puso bien nervioso cuando me vio llegar. Pensó que estaba muerta. Un par de tardes en su casa me bastaron para tener bien checados los horarios de la familia. Rosita me recibía con falsa algarabía, me ofrecía esto y aquello. Yo me hacía la sufrida y la necesitada, no quería levantar sospechas. Aquel día, llegué muy temprano al pueblo. Raúl se fue en su camioneta, llegué a la casa y me senté a desayunar con Rosita y sus dos chamacos. Cuando los niños se fueron a la escuela, Rosita ya presentía lo que venía, las facciones de su rostro se tensaron. Nerviosa, se puso a recoger la mesa y a lavar los trastes. Entonces me acerqué, la agarré de las greñas y comencé a golpearla en la cara. Cada golpe representaba para mí una pequeña victoria. La maté. El compadre Raúl no tardó en regresar. En cuanto escuché la camioneta, lo esperé atrás de la puerta. Lo primero que vio al entrar fue el cuerpo de Rosita. Lo tomé por el cuello con un mecate, se resistía pero mis fuerzas estaban a la altura de mi odio. Con mucho trabajo lo senté en una silla y lo amarré. Mi intención era matar a sus hijos enfrente de él. Los chamacos llegaron, vieron a la comadre muerta y al compadre amordazado. La idea era matarlos a machetazos. Todo estaba listo para que Raúl viviera el horror que yo viví. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, vi la cara de los niños, me acordé de los míos y no pude, los amenacé con el machete y les pedí que se fueran. Raúl logró zafarse de la silla y se abalanzó contra mí por la espalda, forcejeamos. Él intentaba arrebatarme el machete. Yo comencé a rasgarle los brazos, de un golpe en la muñeca, Raúl consiguió que soltara el machete. Corrió hacia él, 18

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pero lo tomé de los pies para que no avanzara. Cayó de boca. Su mano se aferraba a alcanzar el machete. Las heridas de los brazos le sangraban a borbotones y comenzó a debilitarse, alargué el tiempo de forcejeo. Cuando sentí que Raúl iba perdiendo fuerza, puse mi cuerpo encima del suyo e intenté tomar el machete. Raúl reaccionó y arriesgó lo poco que le quedaba de energía; alcanzó el mango. Moribundo, trató de atacarme y sólo consiguió que yo le arrebatara el machete para terminar de ajusticiarlo. Salí de la casa, los niños estaban afuera, muertos de miedo. Yo tenía la sensación de estar en orden, de haber ajustado cuentas como es debido. Llevaba el machete en la mano, Evaristo me vio desde su tienda. Mientras me alejaba, esa sensación se transformó en repulsión. Vomité entre los matorrales. IV. Fui a casa de Óscar y encontré todo hecho un relajo. Las fotos y los papeles estaban desperdigados por todos lados, su computadora rota, los trastes en el piso. Intenté hablar por el radio con sus compañeros, pero no había señal. Ni rastro de Óscar. Le marqué a su celular y estaba apagado. Me imaginé lo peor. Me fui a mi casa y ya me estaban esperando. ¿Serán los mismos que se llevaron a Óscar? Ahora que voy encerrada en esta cajuela ya sé lo que me va a pasar. Bendito sea el Señor que por fin me está concediendo lo que tanto le había pedido.

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Grac iela Manjarrez (Ciudad de México). Tiene licenciatura y maestría en Letras Hispánicas. A la par de ejercer la docencia en un bonito colegio, donde se dedica a formar lectores, estudió un diplomado de guión en el Centro de Capacitación Cinematográfica (ccc ), donde formó parte de «la generación de las abuelitas».

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me nci ó n h o n o r í f i c a

Instrucciones para contar muertos

Graciela Manjarrez

León, de 45 años, está sentado en una de las sillas metálicas en fila de una central de autobuses en alguna ciudad fronteriza. Frente a él hay una línea de personas esperando que las atiendan. Una joven de unos veinte años, vestida de uniforme azul, indica a la persona en turno cómo realizar un trámite. La fila poco a poco se acorta. León se levanta de su asiento y se forma. «¿Cuál es su trámite?» La joven sigue llenando formas, sin mirarlo. León no responde. Ante el silencio, ella alza la mirada: «¿Que cuál es su trámite?» Entonces León, mirándola a los ojos, explica que quiere recuperar una maleta verde deportiva con el escudo de la Selección Nacional. La joven le extiende una hoja al tiempo que le dice que el trámite para reclamar objetos perdidos lleva de 36 a 48 horas y que debe traer fotocopias, por triplicado, de cada uno de los documentos que ahí se le... León interrumpe la explicación y desliza sobre el mostrador un fólder tamaño carta. Ella lo abre y empieza a revisar los papeles. Le pregunta que cuándo la extravió, él le dice que hace 192 días. «¿Y si mejor se compra otra?» León la fulmina con la mirada. La joven, muy apenada, se levanta de su silla y le pide que espere un momento. La joven aprieta un botón y la puerta de cristal del módulo de información se abre. Le indica a León que siga el corredor y que en el primer pasillo dé vuelta a la izquierda. Que le explique a su compañera del primer escritorio y que ella le dará indicaciones. Afuera de la oficina de «Extravíos», León se remueve en la incómoda silla de metal, mientras la tarde transcurre. «Es que el encargado salió y no dejó las llaves. ¿No quiere regresar mañana?» León, parco, 21

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contesta a la mujer de cuarenta años, «No», que espera. Toma el vaso de café que ella le ofrece. El ruido de los tacones contra el piso delatan la dirección en la que la mujer camina. Horas después, un guardia de unos 38 años y León caminan por un andador en los talleres mecánicos de la central de autobuses. Se escucha, tímidamente, una estación de radio a su paso. El guardia saluda a varios mecánicos. Al final del andador, se detienen ante un cuarto que tiene una puerta de malla ciclónica. La abre con desgano y le indica que le avise cuando acabe. León recorre los pasillos definidos por los objetos perdidos: en ningún lado ve la maleta deportiva verde. Mueve, con esfuerzo, algunos bultos y maletas apilados en los estantes. Por la manipulación, una etiqueta de identificación cae al suelo. Él la levanta y la lee detenidamente: «Brenda Magaña. El conejo, Veracruz. Pedir a quien esté en Abarrotes Nacho que le llame a mamá Jovita», el resto es ininteligible. En un gesto espontáneo, León guarda la etiqueta en el bolsillo de su pantalón. Empuja la puerta de malla metálica para cerrar la bodega. No hay nadie cerca, ni el guardia, ni los mecánicos. La radio sigue encendida. Camina por el andador, va viendo sin ver, luego se detiene y desanda sus pasos. Entre unos lóckers maltrechos y una mesa con herramientas ve una maleta deportiva verde. Tiene encima una chamarra y, al lado, hay unas botas negras recién lustradas. León sacude con fuerza la maleta verde deportiva sobre la mesa de herramientas. Varios objetos de aseo personal caen de su interior. Se sorprende con una voz masculina que le reclama, «Ey, ey, ey, ¿qué haces con mis cosas?» León voltea y recrimina al de la voz —un mecánico de unos cuarenta años— con la mirada, pues las palabras se traban en su boca. Silencio. Toma la chamarra y las botas y las avienta con fuerza y coraje a un tambo de desechos cercano. «Ahí tienes tus cosas. La maleta es mía», dice mientras se echa la maleta al hombro y se va, ante la mirada atónita del mecánico. León camina por el estacionamiento poco iluminado y lleno de la central de autobuses. Desactiva a distancia la alarma de una camioneta negra de modelo reciente. Abre la cajuela y mete la maleta verde deportiva vacía. 22

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En un cuarto de motel, León despliega sobre una mesa pequeña un mapa de carreteras de México. Con el dedo índice sigue las líneas imaginarias de asfalto trazadas en el papel. Considera las posibilidades. Las estudia. Luego, dobla el mapa, apaga la luz del buró y se recuesta sobre la cama, que rechina al recibir el peso completo del cuerpo. Tienta el buró para alcanzar su celular, marca, espera un tono, dos, tres y cuelga abruptamente. En su pecho, el celular sube y baja a ritmo de su respiración agitada. León maneja en silencio en una carretera muy poco transitada. Una camioneta destartalada que viene por el carril contrario prende y apaga sus luces: la señal tensa a León. Al salir de una curva pronunciada, ve a numerosos hombres (vestidos de negro, con la cara cubierta por pasamontañas y armados hasta los dientes) que cortan la circulación en ambos sentidos. León se detiene unos metros antes del retén y espera a los dos hombres que van a su encuentro. Uno de ellos toca en la ventanilla y le pide sus documentos, mientras el otro husmea con su lámpara a través de los vidrios el interior del auto, en actitud amenazante. A la pregunta: «¿Qué anda haciendo tan lejos de su casa?», León responde, parco, que viene a trabajar. Luego de unos momentos, el hombre da un par de golpes en el toldo de la camioneta en señal de que puede irse. Los brazos de León siguen aferrados al volante. El auto continúa detenido en la cuneta. Un tramo de carretera en reparación obliga a León a salir del asfalto y circular por brechas. La camioneta rebota con fuerza. Observa el paisaje que le ofrece el camino: solares yermos, arbustos pardos, corrales vacíos o con animales en los puros huesos, nopaleras quemadas por el sol, altares desgastados con la Virgen de Guadalupe, tierras de cultivo pudriéndose por la desolación y el abandono, y costales de tierra apilados unos sobre otros y que forman diminutas trincheras. Kilómetros más adelante, León se encuentra con el letrero de «Bienvenidos a Ciudad Hiel». Una puerta blanca se abre con lentitud. La camioneta de León está a la espera de cruzar el umbral y estacionarse en uno de los múltiples cajones del estacionamiento de la trasnacional Delta. La construcción blanca, impoluta, contrasta con lo viejo y desgastado del paisaje. 23

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Su torso desnudo se tensa al inhalar y se relaja al exhalar. Se tensa al inhalar y se relaja al exhalar. El ritmo crece. León, con el torso y los pies desnudos, está sentado sobre una plancha de acero inoxidable, en un consultorio médico limpio y bien equipado. El doctor, de unos cuarenta años, con un fuerte acento estadounidense, hace algunas preguntas para completar el expediente. «¿Casado?» «No, viudo». Anota. Luego, le anuda el brazo izquierdo con una liga de látex, le entierra el vacutainer, al tiempo que le dice que es forzoso que llene la casilla de «En caso de emergencia, secuestro o muerte llamar a…» La sangre fluye. León asiente. El doctor coloca un algodón empapado, le dobla el brazo y le regala una paletita de dulce. Un obrero de unos 45 años le entrega a León un mono de trabajo naranja, una caja de herramientas y un equipo de excavación. Le indica que el resto del equipo ya está en la camioneta número dos y que su cuadrilla de trabajo es la número veinte. León firma de recibido. León conduce por una carretera larga y solitaria bajo un cielo estrellado. De cuando en cuando, los faros delanteros de su camioneta iluminan los letreros de desviación a Rancho Calderón, Don Ramón, Los apaches, La esperanza. León desactiva su G PS, baja del automóvil y golpea con una moneda el portón verde metálico de una casa desgastada. «¿Quién?», preguntan desde el interior. León se aclara la garganta y dice su nombre. En el umbral aparece Ana, de 68 años, medio adormilada. «Lo esperaba más temprano», le dice. León le extiende su I F E, ella lo toma y se lo acerca a la cara, pero es inútil: no alcanza a distinguir las letras. Le pide que pase. Él le pregunta que dónde puede estacionar la camioneta. «Ahí déjela, no le pasa nada». Él baja la maleta deportiva y otra más. Entra a la casa. Ya en la cocina, le entrega a Ana un sobre amarillo con dinero. Ella lo saca y lo cuenta. Se levanta de la mesa de la cocina, luego regresa con una libreta vieja y deshojada y escribe en letra cursiva: «León Armenta, pago por el mes de noviembre». Luego le informa que la comida está incluida en la tarifa. León y Ana suben una escalera estrecha, que cruje a cada paso que dan. Ella se detiene en una de las puertas, la abre. «Ésta es. Aquí está la cama doble, el baño y el escritorio, como quedamos». León ob24

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serva sin decir nada. Ana, incómoda por el silencio, añade: «Lo dejo para que se instale». Al quedar solo, deja en uno de los cajones del escritorio la etiqueta que había tomado en la bodega de la central de autobuses y después se deja caer en la cama. Saca su celular, lo deja llamar una, dos veces y cuelga. Lo arroja al extremo de la cama. En una exclusa de la compañía Delta, León saca de la maleta deportiva verde el mono naranja de trabajo, se lo pone y se calza las botas. Mete su ropa bien doblada al maletín que deposita en uno de los lóckers. León saca un mapa de la guantera y lo extiende sobre el tablero. Con el índice sigue una línea azul. Se escuchan risas. Dobla el mapa, lo guarda. La batea de la camioneta se asienta con el peso de las cosas que le arrojan encima. Las puertas del vehículo se abren y suben sus compañeros de cuadrilla: Anselmo, Saúl, Cristopher y Martín (todos en sus veinte). Después de las consabidas presentaciones, Anselmo enciende la camioneta y salen de la compañía. La cuadrilla número veinte se interna en las zonas áridas que rodean Ciudad Hiel. Cuando la aguja del barómetro se dispara, los hombres empiezan a trabajar en el área. Con picos y palas remueven la tierra y ponen marcas. León encuentra una foto de cartera entre la tierra, la ve, pero no le da mucha importancia y la arroja al montículo que ha formado. Sigue trabajando. De cuando en cuando voltea a ver el montón. Finalmente, suelta el pico y se agacha por la foto. Cuando la desempolva observa una pareja de jóvenes sonrientes, sobre un fondo azul, abrazando a un niño de unos seis meses. Guarda la foto en uno de los bolsillos de su mono naranja. León quita el doble cerrojo a la puerta y entra a la casa. «Venga, la cena ya está servida», le dice su casera desde la cocina. Ana y León están sentados uno frente al otro, mesa de por medio. Él sumerge su tortilla hecha taco en la sopa de fideos. Ana muerde el chile verde y de inmediato toma una cucharada del caldo. Comen en silencio. León arrastra su silla para atrás y se levanta. «Ni se le ocurra lavarlos», le dice Ana. No le hace caso: toma el jabón y empieza a fregar. Ella se le acerca con un trapo para secar. «¿Tiene esposa?» «No.» «¿Hijos?» «Tampoco.» León contesta lacónico a las preguntas que Ana le hace entusiasmada. 25

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León entra a su cuarto, saca de la maleta deportiva verde la foto y la arroja al cajón, donde está la etiqueta. Se desviste hasta quedar en calzoncillos y camiseta. Saca su celular, la pantalla táctil ilumina su rostro. Está a punto de marcar, pero se arrepiente. Lo deja sobre el buró, luego se hace ovillo sobre las cobijas. La cuadrilla número veinte descansa bajo la sombra de un peñasco. Una polvareda viene hacia ellos e interrumpe la conversación de Saúl, Anselmo, Martín, Cristopher y León acerca de sus lugares de origen. Una camioneta todoterreno se detiene y de ella descienden cuatro hombres armados. Uno les pregunta, «¿Qué andan haciendo en mi propiedad?» León responde que trabajan para la compañía gasera, que tienen permiso y le extiende los papeles. El hombre rompe los papeles y los echa a volar como confeti. «Ya no». Luego de cortar cartucho, ordenan: «A chingar a su madre». Anselmo, Martín, Saúl y Cristopher, nerviosos y asustados, toman sus cosas y caminan de prisa hacia la camioneta. León voltea, de tanto en tanto, a ver a los hombres. Al escuchar los primeros balazos, León y Ana se tiran, pecho tierra, en el piso de la cocina. «Cúbrase la cabeza», le ordena a la mujer. En el exterior se oyen ráfagas de metralleta, gente que grita, pasos en los techos de las casas, hombres gritando órdenes, más balazos, motores que aceleran, llantas que rechinan, una explosión, quejidos de dolor. Ana tienta las baldosas para encontrar a León, que alcanza su mano y la aprieta con fuerza buscando calmarla. En completa oscuridad, León y Ana siguen tirados en el piso, aún cuando la balacera ha cesado. Ana y León barren los estragos de la refriega de la noche. Sólo se escucha el ruido de los casquillos que chocan unos contra otros. Luego de juntarlos en montones, los echan en bolsas negras de plástico, que ceden al peso y los casquillos de nuevo se esparcen por el piso. Vuelven a barrer. «Ni venderlos por kilo, ¿verdad?» Él no contesta. León quita el doble cerrojo a la puerta. Lo primero que ve es un grafiti en la pared de enfrente: «Zalganle golfas, ya llegamoZ». Su camioneta no está. León camina hasta llegar a la calle principal: lo que ve es un campo de batalla. Esqueletos de autos calcinados, las casas llenas de agujeros, cuerpos mutilados, harapos ensangrentados, humo que sale de algunas construcciones, su camioneta negra que fue usada como barricada. Intenta voltearla, pero no puede. Luego se le une un 26

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hombre, dos, tres, cuatro. El esfuerzo de todos hace que la calle, finalmente, sea liberada del auto. El alcalde, que tiene unos sesenta años, reparte guantes de carnaza entre los hombres. Les dice, en su característico tono de político, que necesita su cooperación para limpiar los restos de la tragedia que ha azotado al pueblo. «Les voy a pedir que los cuerpos completos, los apilen allá, cerquita de los arcos. Las cabezas, torsos u otras partes de cuerpos, del otro lado. Si ven que uno checa con otro, los ponen juntos para tratar de reconstruirlo.» Los hombres, en estado de shock, comienzan a levantar cadáveres. León observa a Méndez, 23 años, fotógrafo forense, hacer las placas de rigor y tomar muestras. Luego ve cómo les descubre los muslos, los brazos, las pantorrillas a los muertos. Si ve un tatuaje toma su cámara, encuadra de manera diferente y dispara. Por el orden en el que va, Méndez está cerca de León. «A ver compa, descubre esos cuerpos, por favor.» León deja al descubierto las marcas de tinta de los cadáveres y de las partes de los cuerpos cercenados. Luego se aleja a una calle contigua para vomitar. El alcalde y Méndez discuten sobre las condiciones de traslado de los cadáveres. León se acerca y finge interesarse en uno de los cadáveres, para escuchar la conversación. «¿Está cómoda tu vida en el gabacho?» El alcalde, exasperado, mueve la cabeza de un lado a otro. «Le andas haciendo su trabajo al Tony». «A Tony lo mandaron a San Fernando, la morgue de allá se quedó sin personal». De entre las ropas del cadáver, León toma una estampita religiosa que en el anverso tiene escrito «vendiceme y protejeme». Méndez, exasperado, pregunta dónde andaban los policías cuando pasó esto. La discusión sigue, pero León ya no presta atención. Mira discreto de un lado a otro y luego de asegurarse que nadie lo ve, guarda la estampita en uno de los bolsillos de su camisa. El sol cae a plomo. «¿No es de por aquí, verdad compa?», Méndez le pregunta a León, mientras camina. Él se detiene y voltea en dirección a la voz. «No.» El fotógrafo le extiende la mano. Se dan un fuerte apretón de manos. Hay un silencio prolongado. «Venga, le invito una coca.» Méndez y León están sentados en la banqueta rodeados de manchas de sangre. Le pregunta al fotógrafo sobre el destino de los cuerpos. 27

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Méndez le contesta que permanecerán unos días en la morgue local o la de pueblos aledaños, pues, «No hay lugar para tanto muerto. Luego, si nadie los reclama, irán a la fosa común». León le da un largo trago a su refresco. Tiene la mirada vacía. León quita el doble cerrojo al portón verde metálico. Ana lo espera, compungida, en el quicio de la puerta. «¿Por qué escogió este lugar tan feo para trabajar?» Él no contesta. León abre el cajón del escritorio y arroja la estampita religiosa. Luego se sienta en el borde de la cama. Toma su celular y marca. Espera. Sale el buzón. León comienza a hablar con la voz entrecortada: «Mi’jo Natán, soy yo. Vine para buscarte. Ya tengo tu maleta verde y te traje tu patineta roja. Está guardada en la otra maleta que traigo. Tu mami Che te está esperando con tus gorditas de chile pasilla y manteca. Y el papá Calles ya terminó tus libreros. Creo que ya hasta acomodó los libros. Mi’jo Natán, los días se van acumulando (rompe en llanto). Perdóname, por no darte dinero para venir a esa competencia de vagos y por regañarte tan feo cuando te rayaste la piel con esos pájaros... siempre supe que eran golondrinas... Mi’jo Natán». León se quiebra y cuelga. Se escucha un motor que se ahoga. Una, dos veces. Finalmente arranca. León cierra de golpe el cofre del auto. Una camioneta negra, maltrecha, agujereada y con placas del Distrito Federal recorre, a velocidad moderada y bajo un sol agobiante, la carretera. León entra a las exclusas de la compañía. Saúl, Martín y Anselmo, con la mirada baja y en silencio, se visten para trabajar. León les pregunta por Cristopher, pero ninguno contesta. Luego de unos segundos, entiende el silencio de sus compañeros: «¡Vale madres!» Saúl le dice, compungido, que entraron a casa de Cristopher y que se lo llevaron «Así, nomás», como a otros muchachos del pueblo. Que nadie lo pudo impedir. Y que su mamá y hermanas no paran de llorar desde anoche. León mira al suelo. León estaciona su camioneta balaceada afuera de la morgue de la ciudad. Encima del uniforme lleva una chamarra de mezclilla con borrega. Una campanilla tintinea cuando abre la puerta del lugar. No hay nadie a la vista. «No me digas que eres gasero», dice Méndez, alegre, mientras le extiende la mano. Sonríe discretamente por el comentario. 28

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Estrechan sus manos. Lacónico, León le cuenta al fotógrafo la desaparición de su compañero de trabajo. Méndez le pregunta sobre la media filiación del muchacho. «Tiene una cicatriz que le parte la ceja derecha en dos.» «’Pérate, déjame ver si entre los muertitos hay alguien parecido», el fotógrafo desaparece detrás de un mostrador. Luego de vacilar un poco, León sube la tapa del mostrador y entra. En un bodegón sin refrigeración y escasamente iluminado, yacen en el suelo unos cuarenta cadáveres, cubiertos de cal de pies a cabeza, sólo se les ve el rostro. León está paralizado en el quicio de la puerta y su expresión es de horror. «No, no hay ninguno con las características que me dices», le dice Méndez acuclillado todavía sobre uno de los cadáveres. De fondo se escucha una canción de banda. Méndez y León están recargados en el cofre de la camioneta negra balaceada. Se escucha a lo lejos el ruido de los autos que transitan a velocidad. León le pregunta a Méndez sobre sus fotos y los tatuajes de los cadáveres. «Me gustan un chingo, pero, ¿qué crees, compa? Soy alérgico a la tinta, ¿tú crees? Una vez fui con mi primo al gabacho y me hice éste, y se me puso la mano toda gorda, gorda», contesta desparpajado, mientras le enseña una cicatriz queloide en el dorso de su mano izquierda. «Por eso les tomo fotos a los tatuajes de los muertitos.» León observa, en silencio, el entusiasmo del joven. Ana y León, sentados en unas cubetas de pintura, resanan algunos de los hoyancos de una pared de la casa. «Yo creo que esos muchachos andaban en malos pasos, ¿no cree? De otra manera, ¿por qué se los llevarían? Y también a esos que botan en las brechas como basura. Inhumanos los que lo hacen, pero ¿quién sabe qué andarían haciendo? Ya ve, uno abre el perio…» León, molesto, empieza a rellenar los boquetes con fuerza y poco cuidado. Escucha el sonido, no el contenido, de las palabras de Ana. León está acostado en su cama, mirando el techo. El ruido de un motor que acelera y unas llantas que rechinan hace que se levante de un salto y se asome a la ventana. Sólo alcanza a ver unas luces moviéndose a gran velocidad. Regresa a la cama y toma su celular. «El número que usted marcó no está disponible o se encuentra fuera del área de servicio. Favor de llamar más tarde.» Cuelga y vuelve a marcar. La misma grabación sale una y otra vez. Se desespera. 29

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León conduce su camioneta balaceada por las calles de Ciudad Hiel. Tres autos en caravana lo rebasan, llevan en el toldo un montón de bultos amarrados. Después, Anselmo estaciona la camioneta de la gasera en un paraje desértico. «¿Otra vez aquí?», pregunta León, extrañado. Anselmo contesta con un parco sí. Los dos hombres descienden de la camioneta. Bajan de la batea del auto el equipo de trabajo. «Si ya les dijimos que va a estar difícil encontrar gas en esta zona». Anselmo, molesto, contesta que, dentro de poco, «la pinche compañía» los va a mandar a trabajar solos por la inseguridad de la zona. «No es lo mismo reponer a uno que a tres. A Martín y a Saúl los mandaron a trabajar cerca de las zonas prohibidas. Andan desesperados por su gas». Siguen caminando. Dos manchas naranjas diminutas se mueven entre la inmensidad del paraje desértico. León está recargado en el mostrador de la morgue. «Ya quítate ese uniforme, lo vas a sudar.» El fotógrafo le extiende la mano para saludarlo. Le abre la puertita del mostrador y lo deja pasar al interior. León le informa a Méndez que le aseguraron que Cristopher tenía un tatuaje en el hombro, que si le deja ver sus fotos. El fotógrafo lo mira con recelo, aún así saca de un estante unas carpetas con arillos metálicos: las apila en la mesa. «Unas las tomó mi compa, el Tony. De los muertitos de San Fernando». León mira las marcas de tinta en pantorrillas, cuellos, manos, espaldas, tobillos, empeines, piernas, nucas. Nota que algunas de las fotografías tienen un nombre. «¿Y esto?» León se vuelve hacia Méndez que está de pie, detrás de él. «Son nombres que encontramos tatuados en el cuerpo y los escribimos debajo de las fotografías, para saber qué es de quién.» Un mismo cadáver forma una serie fotográfica. El nombre de «Brenda M» aparece al pie de una página. «De esta morra el Tony quedó impresionado. Dice que estaba bien bonita. La encontraron hace una semana en un camino de terracería. Le rayaron su nombre en la espalda.» León vuelve al nombre. Le pregunta si cree que todavía está en la morgue de San Fernando. Méndez se encoge de hombros. León cierra la carpeta y se levanta abruptamente de la mesa. Se despide nervioso. Antes de que salga de la oficina, Méndez le dice que a su compañero Cristopher lo aventaron a las puertas de su casa, 30

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«todo madreado». Que su mamá ya lo sacó del pueblo. «Bien raro, ¿no?» El fotógrafo mira fijamente a León. Se escucha el sonido de la llave que abre una chapa. León entra a paso apresurado. Ana está sentada en la sala viendo la televisión. Sube los peldaños de dos en dos. Abre de golpe la puerta de su habitación y saca por completo el cajón del escritorio. Vacía, desesperado, su contenido en la cama. Se amontonan los objetos que León ha ido encontrando y coleccionando. Los revuelve. Encuentra la etiqueta con el nombre «Brenda Magaña». Echa todo en una bolsa de plástico. Vuelve a bajar los peldaños de dos en dos. Ana lo voltea a ver. León sale de la casa sin siquiera notar su presencia. «¡Que le vaya bien!», le grita la casera. León intenta abrir la puerta de la morgue, pero el lugar está cerrado. Golpea los vidrios con el puño. Méndez se asoma. Se acerca a la puerta, pero no le abre, lo mira molesto desde el interior. León saca una foto de su cartera y la pega al vidrio, en ella aparece él y un chico sosteniendo una patineta roja. Ambos sonríen. «Se llama Natán. Es mi hijo. Sus abuelos lo están esperando en el Defe.» León, agitado, busca en las carpetas la fotografía con el nombre de «Brenda M». Cuando la encuentra, coloca la etiqueta encima de esta. Tiene una expresión de alivio y discreta satisfacción. Méndez no dice nada del hallazgo y pregunta, «¿Ya me vas a contar la verdad?» Méndez hace a un lado las carpetas y la coca. Con voz pausada, León le cuenta que Natán desapareció hace 232 días. Que se dirigía a una competencia de patinetas. Que viajó en autobús porque él no le quiso dar dinero para el avión. Y que la culpa no lo deja. Que insistió con la policía hasta que le dieron los datos del lugar donde se seguía utilizando el teléfono celular de su hijo, aún después de desaparecido. Que por eso consiguió el empleo en la gasera. Y que Natán tiene un tatuaje en el bíceps derecho de una parvada de golondrinas volando sobre una montaña. Al terminar su relato, León toma el refresco y lo bebe de un trago. «Oye, pinche Tony, ¿tú no te acuerdas de unas golondrinas sobre una montaña…? ¿Cómo que cómo son las golondrinas?» Méndez le da la espalda a León mientras habla por teléfono. Su actitud es desparpajada. «Oye cabrón, antes de que me cuelgues. La morra que dices que estaba bien bonita, ¿todavía la tienes ahí en la plancha? Ok. Estás 31

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bien pinche loco.» El fotógrafo suelta la última carcajada y cuelga. «La morra todavía esta ahí y del tatuaje no se acuerda.» León se talla la cara en señal de desesperación. Méndez jala una silla y se sienta al lado. «¿Entonces qué? ¿Le intentamos?» Lo mira con complicidad, mientras sostiene la etiqueta entre los dedos. León asiente. Después de varias llamadas, León le dicta a Méndez el número de Abarrotes Nacho. El reloj, empotrado en la pared, marca las 11:35 p.m. León y Méndez están sentados en el escritorio rodeados de fotos de tatuajes y papeles. El fotógrafo le pregunta si será muy tarde para marcar. León toma el auricular. Un sonido, dos sonidos, tres sonidos. «¿Bueno?» La comunicación se oye entrecortada. León pregunta si está hablando a Abarrotes Nacho. «Sí». «¿Me puede comunicar con mamá Jovita?» León espera en la línea. Cuando escucha la voz de una anciana, le pasa, atropellado, el auricular a Méndez, que toma la llamada, jala la carpeta de fotos y, después de verificar información sobre el paradero de «Brenda M», describe los rasgos fisonómicos del cadáver. León se acerca al auricular para escuchar la conversación. Del otro lado de la línea se escucha llanto. «Está en la morgue de San Fernando, madre». Méndez cuelga. Ana vierte sobre una taza azul de peltre un chorro de café caliente. León le da las gracias. Toma un pan dulce del cesto. Desayunan en silencio. «Ana, tengo algo que contarte.» «Pero si tú me dijiste que no tenías hijos.» León le explica que a Natán lo desaparecieron hace 233 días. Ana se lleva una mano a la boca. Silencio. «Pe, pe, pe, perdóname… no quise decir eso el otro día de los muchachos.» León le toma la mano y se la aprieta cariñosamente. León maneja en silencio por la carretera. El celular suena, lo toma del asiento del copiloto. «Cuando llegues allá preguntas por mi compa el Tony. Él te va a estar esperando para que te pasen primero.» Le dice a Méndez que así lo hará, que no se preocupe. Cuelga. León está sentado en medio de una sala ruidosa y llena, en su mayoría, de mujeres y niños. Los ventiladores son insuficientes. Una trabajadora social que aparenta unos 35 años, llama a Lucila Fuentes varias veces. Una anciana camina despacio en dirección al consultorio. Entra. «Sólo nos ven la cara de pendejas.» León voltea en dirección 32

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a la voz. A su lado hay una mujer de 53 años con los brazos cruzados y expresión adusta. «Esas pruebas ni sirven.» León la escucha atento. «En la otra morgue me dijeron que ni el programa para identificar el A D N tienen.» León le pregunta a quién está buscando. La mujer le contesta que a su marido. Desde hace dos años. Y continúa su relato: «Hace poco les dijimos que organizábamos una colecta para comprar el programa. No quisieron». La mujer alza la voz. «Nomás nos dan falsas esperanzas. Porque ni quieren encontrarlos.» Las mujeres voltean a verla. La sala se empieza a alborotar. De la multitud sale una voz que le dice que se calle, que asusta a los niños. La mujer guarda silencio. «Busco a mi hijo Natán, tiene 19 años.» Ella le dice que todos piensan en sus desaparecidos en tiempo presente, «Pero venimos aquí. Hacemos cosas para encontrar muertos». La mujer sigue hablando, pero León sólo escucha sonidos. Su expresión es de terror. Al escuchar a la trabajadora social decir su nombre, León se pone de pie. En un consultorio pequeño, un hombre de 25 años, que viste una bata blanca, le pide a León que abra su boca grande y le introduce un hisopo: raspa sus mucosas bucales. Toma unas pinzas y le arranca dos cabellos, los mete en una bolsa de sellado hermético. La echa en el carrito, junto con las otras. Le dice que es todo. Antes de salir del consultorio, León, cínico, le dice al hombre de la bata blanca: «¿No necesitas mi nombre para marcar la muestra?» León estaciona la camioneta baleada enfrente de la casa de Ana. Toma su celular y marca. Ya ni siquiera la grabación sale. Se anuda las botas. Guarda sus cosas en la maleta deportiva verde con el escudo de la Selección Nacional y la mete en un lócker. Entra Anselmo a la exclusa. Le dice que sólo viene por sus cosas, pues acaba de renunciar. No se quiere arriesgar a otra amenaza o a un plomazo por unos cuantos dólares. «Cuídate León.» Estaciona la camioneta de la compañía Delta cerca de una estación gasera, toma sus herramientas y se interna solo en la zona. Sube uno a uno los peldaños de la casa. Ana le pregunta si va a cenar. Contesta que no tiene hambre. Abre la puerta de su cuarto. Sin prender la luz, deja la maleta en el piso y se tumba en la cama. El sonido del celular lo despierta. «¿Qué pasó compa? El Tony me dijo que ni lo buscaste.» Silencio. «¿Por qué no te vienes a la morgue? 33

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Hay algo que quiero enseñarte.» León le dice que se da una vueltecita mañana. Entusiasmado, Méndez recibe a León, que tiene un semblante triste y cuya actitud es de cansancio. Ambos se dirigen al cuartito que hace las veces de oficina. En una de las paredes están pegadas las fotos de los tatuajes, unas tienen adherida una bolsa de plástico pequeña que contiene alguno de los objetos que León fue encontrando en su camino. «¿Qué te parece?» León observa el trabajo del fotógrafo sin entusiasmo. «Subí a Internet las fotos de los tatuajes y de los objetos que encontraste. También los nombres. Así que, quien las vea, puede saber si su pariente anduvo por aquí.» Le dice que le contó a Tony lo de Brenda Magaña y que no se la creía. Luego le dio la idea de Internet. León, molesto, le cuestiona que si va a dar explicaciones sobre por qué tiene esas fotos. O si les va a decir que antes de aventar a sus padres, hijos, hermanos o abuelos a cualquier fosa común, los tuvieron en el suelo, cubiertos de cal porque no había bolsas donde guardarlos o una cámara de refrigeración decente. Méndez se queda callado. «Me pasa que yo no quiero buscar a un muerto», le espeta León, enojado, antes de subir a su camioneta baleada. «Me pasa que soy un ingenuo que pretendió encontrar a su hijo con sólo los datos del lugar donde ocupaban un teléfono.» Méndez no sabe qué decir. Le dice que esperaba encontrar fácil el rancho donde supuestamente tenían a su hijo trabajando. Enciende la camioneta y arranca. Por el espejo retrovisor ve a Méndez. León está sentado en el asiento de su camioneta en un paraje plano y alto. Desde ahí se puede ver el amplio paisaje de Ciudad Hiel: el cielo azul fusionado con el ocre de la tierra. «¿Se puede?» Ana abre la puerta despacio y ve a León acostado en la cama, con la mirada perdida. Le pregunta si quiere que llame al médico o que avise a su trabajo. Él le dice que no. León y Ana están sentados en la mesa de la cocina escogiendo frijoles. Se escuchan unos golpes en el portón. Ambos se ponen nerviosos. León sale de la cocina. «¿Quién era?» «Nadie, pero dejaron esto.» León deja un sobre amarillo sobre la mesa. León teclea la dirección electrónica que está anotada en un papel. En la pantalla táctil de su teléfono se despliegan las fotos de los 34

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tatuajes de Méndez. Debajo de éstas, se pueden leer comentarios de gente que ha obtenido información de un familiar o conocido gracias a las imágenes y objetos fotografiados. Lee: «La próxima semana van a abrir las fosas comunes y exhumar los cadáveres. Es probable que la gente que venga se los pueda llevar.» «La cosa se puso choncha.» León y Méndez están sentados en la banqueta afuera de la morgue. El fotógrafo le cuenta que mamá Jovita se apareció en San Fernando y reclamó el cuerpo de su nieta. «Dice el Tony que la madrecita se veía tranquila.» León se alegra discretamente. Él le cuenta que debió haber sabido que el tipo que le prometió dar con el paradero de Natán lo estaba estafando. Que nomás recibió el dinero y dejó de llamar. «Tienes huevos para andar en este jale», espeta Méndez. León está sentado en el borde de la cama, anudándose las agujetas. Baja las escaleras. «¿Ya te vas a trabajar?» León asiente con la cabeza y se despide. La camioneta negra baleada levanta una polvareda cuando se interna en una zona árida en las afueras de Ciudad Hiel. De ella descienden León, vestido con el mono naranja, y Méndez. «Las coordenadas que te dio el vato son estas, pero aquí no hay nada.» Están parados en medio de la nada. León le enseña un mapa lleno de marcas. Le explica cuáles son las zonas que caminó. Las que excavó con su cuadrilla. La zona en que los amenazaron. Sobre el cofre de la camioneta negra baleada, Méndez acomoda el celular de León. Lo recarga sobre la maleta deportiva verde. Toca unos botones y se echa a correr. La foto registra a León y Méndez en medio de un paraje árido. «Mañana no te voy a poder acompañar, compa. Van a abrir otra fosa y tengo que ir con ellos.» León le dice que está bien y finaliza la llamada. León llega a un conjunto de casas campestres a medio demoler, cosidas a balazos y decoradas con grafiti. El sol cae a plomo. Tropieza con unos escombros y cae. Cuando se levanta, jala un poco de tierra y queda descubierto un dedo. Comienza a escarbar. Poco a poco aparece el resto del cuerpo. Saca su celular y toma una foto. Teclea torpemente en la pantalla táctil. Marca error. Se desespera. Lo vuelve a intentar. Finalmente, aparece una palomita verde. 35

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León cava en diferentes partes de las casas y descubre restos de hombres, mujeres y niños a medio enterrar. Cubiertos de cal. «Hay unos veinte cadáveres aquí y un montón de objetos.» La conversación por el celular se escucha con interferencia. Méndez le dice que sus fotos se han vuelto virales en Internet y la gente las está circulando. Y que la policía ya va en camino. «Cuídate, compa.» León excava en un último rincón. De la tierra ocre emerge una parvada de golondrinas al vuelo. Rasca con más fuerza y desesperación. Una enorme luz alumbra a León. Está en el piso y sostiene el cuerpo, en estado de descomposición, de Natán. Le grita a la luz que no disparen. Le susurra al cadáver, mientras lo mece: «Ya todo acabó mi’jo. Ya nos vamos con el papá Calles y la mami Che.» Varios hombres con uniformes y armas largas llegan a él. Intentan levantarlo, pero los rechaza. Les dice que ayuden a los otros cuerpos. León cierra la puerta de la camioneta del forense con un golpe seco. Méndez está a su lado. Se miran en silencio, con el semblante tranquilo. Méndez le da una palmada en el hombro, como gesto de consolación. A la distancia se ven ambulancias y vehículos del ejército con las luces y torretas encendidas, cuerpos cubiertos en la tierra o cubiertos con mantas azules, al ejército, a forenses y médicos trabajar en una de las mayores fosas clandestinas del norte del país.

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Los finalistas

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C a r l o s E sp in o z a Be n ít e z (Xalisco, Nayarit, 1986). Vivió su infancia y juventud en Culiacán, Sinaloa. Desde 2006 radica en Guadalajara. Es licenciado en Artes Audiovisuales por la Universidad de Guadalajara. Video-editor de profesión y escritor amateur por convicción. «Alondra dejó el nido» es su proyecto de primer largometraje de ficción.

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Alondra dejó el nido

Carlos Espinoza Benítez

A

rroyo Prieto, años noventa. Francisca (cuarenta años, rostro moreno, curtido y redondo; es rellenita y de estatura muy baja) despierta en la madrugada, antes de que salga el sol. Lo primero que ve es a su esposo, Francisco (55 años, enjuto, moreno, bastante bajo de estatura) unas veces dormido, otras sentado en la orilla del colchón. Después, mira a Alondra (cuatro años, flaca, morena, con dientes grandes y una sonrisa que se le sale de la boca). Siempre las mismas personas, los mismos rostros y, afuera, el mismo paisaje árido, seco, hostil, paupérrimo. Francisca, Francisco y Alondra viven en una casa sin puerta, ventanas, ni acabados, en un pueblo llamado Arroyo Prieto, ubicado en la Montaña de Guerrero, una de las zonas más pobres de América Latina. Francisca juega con Alondra al escondite. La busca en los lugares que se imagina puede estar y no la encuentra sino hasta que la delata su risilla pícara. Juegan a esto todo el tiempo, Alondra escondida en diferentes lugares, Francisca detrás de ella. Pero siempre la encuentra y ríen juntas. Los tres viven en la rutina. Francisca despierta, los mira. Francisco se va a trabajar, Alondra se queda con su mamá y le ayuda en los quehaceres, va a la escuela, juegan a las escondidas. A veces Francisca no encuentra a Alondra y, cansada, se queda de pie en el monte, frente a la sierra interminable, seca, con el viento moviéndole la ropa y los cabellos. Francisca tiene que esperar a que Alondra se percate que el juego ha terminado y aparezca por su voluntad. Una suerte de premonición.

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Diciembre, veinte años después. Ahora Francisca tiene sesenta años, y Francisco, 75. Ella entiende el español y lo habla un poco; Francisco lo entiende parcialmente, pero no lo habla. Están en el Ministerio Público de Tlapa de Comonfort. La oficina del Ministerio Público (MP), igual que Tlapa, es una pequeña babel, gente hablando español, nahua, tlapaneco, mixteco al mismo tiempo. Todos menos los agentes: muy pocos hablan alguna lengua originaria. Frente a Francisca y Francisco está el agente del MP. Hace más de seis meses que no saben nada de Alondra (ahora de 24 años) ni de su pequeña hija, Flora, de 6. Un año atrás se marcharon para trabajar en la pisca de tomate en el campo La Alegría, que se ubica en Escuinapa, Sinaloa, y poco tiempo después dejaron de saber de ellas. Hace seis meses que acuden al MP a buscar noticias nuevas y la respuesta es siempre la misma: les dan más copias de boletines, con una fotografía en donde Alondra y Flora salen juntas, sonrientes, pixeladas. Y la frase que se ha vuelto común para los dos: que no saben nada, que no han encontrado nada. Francisca le reclama al agente del M P que no le dice nada nuevo. El agente trata de explicarle que el norte de México es un lugar muy grande, lleno de campos, de situaciones diversas, como la violencia del narco y que debería considerar que tal vez Alondra ha decidido no comunicarse por voluntad propia. A Francisca le ofende la insinuación. Le hace una pregunta sencilla: que si ya ha preguntado en el único lugar que están seguros de que estuvieron, el campo La Alegría. El agente niega. Francisco y Francisca se enfurecen y ella le pide que no hable de las intenciones de gente que no conoce, y que deje que sean los padres los que le pregunten a su hija si ya no quiere estar con ellos. El agente se avergüenza, al mismo tiempo que trata de demostrar su punto llevándolos al archivo de anónimos. El cubículo donde se encuentra el archivo es un cuarto de cachivaches con una computadora vieja. En ella está el archivo en línea de la Semefo de gente encontrada no identificada. El agente los deja solos para que revisen el archivo foto por foto. Francisca y Francisco presencian una galería de horror, llena de mujeres viejas, jóvenes y niñas muertas, mutiladas, abandonadas y desmembradas en las orillas de las carreteras de México. Francisca no puede detener sus lágrimas, Fran40

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cisco quiere que deje de mirar pero ella no puede, sufre con cada clic pero tiene una gran necesidad de continuar, de percatarse que ni Alondra ni Flora están ahí. Lleno de rabia, va a reclamarle al agente: — ¿Por qué los hace ver eso? ¿Por qué no tiene los huevos de decirles en sus caras que su hija está muerta sin tanta truculencia, nomás porque no quiere buscarla? Francisco enloquece y tira todo a su paso. Arrincona al m p y cuando quiere molerlo a golpes aparecen otros agentes, que se lo quitan de encima, y hacen lo propio. Vuelven a su pueblo, él con las marcas de que fue golpeado. No se dicen mucho. Ambos duermen. Francisca se despierta súbitamente. Mira a su alrededor. Mira a Francisco, las paredes de su casa, su cama, la puerta de la entrada. El espacio donde antes veía a Alondra de niña ahora está vacío. No puede dormir, piensa en las muchachas de las fotografías. Ella no se imagina así a Alondra ni a Flora. Las ve bien, enteras, trabajando. No quiere que ella regrese si no lo desea así. Sólo quiere verla, preguntarle por qué no los ha buscado, entender qué está pasando. Francisco la ve obsesionada con verlas, tanto que primero se secaría de no dormir, de las úlceras y la angustia que dejar de pensar en ellas. Lo hablan: si Alondra y Flora no se encuentran bien, ellos no están haciendo suficiente para encontrarlas, y nadie más está haciendo nada. Deben cambiar eso. Enero. Francisca hace unos fardos con lo esencial y apila el resto de sus cosas en un rincón de la casa. Francisco, frente a su parcela —un lugar empinado, casi vertical, con una siembra seca y llena de plaga—, toma un puño de tierra y se aleja, melancólico. Venden sus animales por algunos billetes y emprenden su caminar afuera del pueblo. Ambos se detienen para mirar Arroyo Prieto a la distancia. Francisco le dice a Francisca que se despida bien, que uno nunca sabe qué puede pasar. Los dos se dan un momento para despedirse de La Montaña. Francisca y Francisco hacen su registro en la Unidad de Servicios Indígenas (U S I), ubicada en Tlapa. Les piden sus actas de nacimiento. No cuentan con ellas. Les preguntan sus datos personales y su destino, «campo La Alegría, Escuinapa, Sinaloa», el último lugar del que están 41

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seguros que ellas estuvieron. Les preguntan cuánto tiempo se van y no saben qué contestar. Los hacen poner su huella en un documento y les dan unos insumos para su viaje. Afuera de la U SI hay decenas de autobuses con diferentes destinos y cientos de personas esperando su momento para abordarlos. El lugar es una suerte de mercado vivo, lleno de ruido, de vendedores de ocasión, de familias con miembros de todas las edades. Ella pregunta que cuándo van a regresar. Francisco no tiene idea. El viaje a Escuinapa debería durar no más de doce horas. Pero las curvas de las carreteras y los viejos y descuidados autobuses, atascados de gente y equipaje, hacen que todo sea más lento, accidentado, cansino, incluso hasta doloroso. Los pasillos, la parte de arriba del camión, las zonas bajo los asientos, todo va ocupado. Los niños no tienen derecho a asiento, así que van encima de sus padres. Todos duermen. Incluso Francisca, que al instante despierta sobresaltada. Mira a Francisco a su lado, es lo único reconocible a su vista: ni su cama, ni sus paredes, ni el espacio vacío de Alondra. Sólo asientos, las luces nocturnas en la lejanía. Francisca se queda mirando las montañas. Atraviesan diversos paisajes. Grandes edificios citadinos, iglesias gigantes, una gran fábrica de cemento. A Francisca la maravilla todo lo que ve. Detrás de ella Karina, de 17 años, lleva un bebé en brazos, que llora sin control y no sabe cómo calmarlo. Francisca se asoma y con permiso de Karina toca al bebé, le pasa un poco de ruda encima, le da un masajito en la barriga, lento, amable, hasta que el bebé se tranquiliza y evacúa. Francisca y Karina se sonríen. Francisco ha presenciado la escena sin que ellas lo noten. Las dos mujeres y el bebé le provocan una ternura que no entiende por completo. El autobús cruza diferentes escenarios de México: los estados de Morelos, Michoacán, Guanajuato, los campos de agave de Jalisco, la costa nayarita. Campo La Alegría, Escuinapa, Sinaloa, enero. Francisca y Francisco trabajan en la pisca de tomate. Los campos de labranza parecen interminables. Unas tras otras, las líneas de cultivo de tomate se suceden hasta donde la vista alcanza. Ellos son un pequeño punto en la gran maquinaria del campo agrícola, donde decenas de jornaleros traba42

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jan sin levantar la cabeza, concentrados en su labor. Llevan las cubetas hasta los tortons a la orilla del campo. Francisco carga las cubetas de Francisca en un esfuerzo que pareciera superarlo. Descansan en la noche. Junto a ellos, Karina se ha quedado dormida sentada, con el bebé sobre su vientre. Francisca los cubre con una manta. Francisca despierta. Reconoce el lugar, aún más reducido que su casa en Arroyo Prieto: mira a Francisco, sus pocas cosas amontonadas a sus pies, a Karina y su bebé casi a un lado de ellos. Las paredes grises del cuarto. El campamento comienza a despertar, el bullicio en las cuarterías crece paulatinamente y todo el mundo sale a tomar los autobuses que los llevan a los campos. Cada vez que pueden, Francisca y Francisco caminan por el campamento con los boletines, preguntando a la gente si han visto a Alondra o a Flora. Francisca se topa con Carmelita, de unos 35 años, una mujer con más de siete meses de embarazo. Tiene los ojos amarillos, una clara desnutrición, sus pies y manos hinchados y blanquecinos. Le cuenta que ella también perdió un hijo en los caminos de Sonora. Carmelita deja a las moscas pararse sobre ella, parece un cuerpo con el alma extraviada. «Pareciera —le dice— que los niños nacen en la montaña para morir en los valles.» Francisca siente pena y compasión, y trata de alentarla con el porvenir de su próximo hijo, que no nacerá en la montaña sino en el valle. Llega el día de la raya y todos hacen cola para recibir su paga. Y uno a uno, se van percatando de que el patrón no está pagando lo que prometieron los gavilanes cuando los fueron a reclutar a los pueblos. El ingeniero se sorprende del malentendido y hace llamar a la gente uno por uno a su oficina. Les da un discurso muy estudiado, donde les dice que él no se puede hacer responsable por los engaños de los gavilanes y que nunca prometió pagar lo que los otros dijeron y que sólo les puede ofrecer cuarenta pesos por día —la mitad de lo pactado—, de siete a seis. Y que si no les gusta se pueden ir, siempre y cuando paguen el costo de su traslado hasta el campo, calculado en mil quinientos pesos por persona. Pero que si deciden quedarse, la empresa asume el costo del viaje, incluyendo el regreso. Francisco y Francisca se sorprenden de la 43

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cantidad. Francisco se enfurece, le escupe al ingeniero y le argumenta que nadie lo va a obligar a quedarse en ningún lado que él no quiera estar. Comienza a tirar cosas, pero al instante, el capataz, Pedro Vázquez, lo inmoviliza y llama a los guardias para sacarlo. Francisca intenta detenerlos pero es arrojada al suelo como un trapo. Después le ruega al ingeniero que lo dejen, por favor, y recoge lo que tiró su esposo, limpia con su falda donde escupió y, mientras se llevan a Francisco, le ruega que los perdone, que van a trabajar sin dar problema. El ingeniero la mira y le pregunta si son los que buscan a la muchacha. Francisca asiente. La disculpa y le ordena que salga de su vista. Más tarde, Francisca cura las heridas que los capataces hicieron a Francisco, que la regaña por quedarse en la misma habitación que ese hombre, que les quería hacer daño. Una secretaria de empaque los lleva a la escuela abandonada. Dos salones mal pintados con animalitos, llenos de escombro, basura y heces. Los restos de la escuela, que en realidad nunca funcionó. —Nadie estudiaba allí, sólo le tomaban fotos a los niños y adultos en grupos, para seguir recibiendo apoyo. Aquí hay fotos de todo el que ha pasado por el campo. Sólo es cosa de buscar. Francisca y Francisco buscan hasta altas horas de la noche, al punto de quedarse dormidos sobre unas cajas. Deciden retomar al día siguiente. Francisca, Francisco y Karina caminan de regreso del campo que les tocó piscar. Avanzan por un camino de tierra hasta que un hombre en un carro se les empareja. Llama a Karina y la invita a subir al carro, a presentarle al bebé, incluso le ofrece un oso de juguete. Karina, muy asustada, se niega. Francisco enfrenta al hombre, que saca una pistola y lo amenaza. Francisco no se amedrenta, lo que provoca la risa del hombre, quien se va levantando polvo y piedras a toda velocidad. Más tarde, la muchacha le explica a Francisca que es una práctica muy común, permitida por los patrones, que haya hombres de mal observando por los campos. Les dicen «halcones». Que ella de más chica se subía a los carros, para dormir en camas blandas y comer rico, pero que con el bebé ya no quería. Karina les dice que en La Alegría, los patrones se enteran de todo por Pedro Vázquez, pues él sabe lo que pasa o ha pasado en ese campo. 44

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Un grito infantil rompe el silencio del campamento. «Ya nació», se dice Francisca, sonriendo. Francisca y Francisco siguen buscando en el aula. Muchas cajas de archivo muerto. Francisca abre una que tiene recortes, collages y fotografías de todo tipo, y la lleva a la luz. Revisa una a una las fotos, son de lo cotidiano en el campo, gente en el camino sonriendo, posando en bailes y tianguis. Toma otro montón y las revisa. Encuentra a Flora: morena, cachetona, despeinada. Se emocionan y buscan, apresurados, hasta que encuentran otra donde están Alondra, Flora y un hombre como de cuarenta años, muy serios —sus ojos no se distinguen bien por el destello del flash— y al fondo se ve un gran guamúchil junto a una barda gris. Flora se ve un poco más grande y Alondra también, incluso más rellenita. Al día siguiente Francisca y Francisco van con la fotografía y preguntan por ellas o por el hombre de la foto. Caminan hasta llegar afuera de la casa de Carmelita, que tiene un gran moño negro. No se escuchan los gritos del bebé, sólo murmullos que más bien parecen rezos. —Nadie se acostumbra a ver nenes morirse —le dice Francisca a su esposo. Está claramente afectada por la noticia. Le pregunta a Karina dónde los entierran. Karina le dice que la mayoría terminan en basureros clandestinos junto a los caminos viejos. Los patrones no permiten el entierro oficial y casi nadie puede darse el lujo de regresar a su hogar para enterrarlos. Francisco escucha en silencio, luego se marcha sin más. Francisca sigue pensando en el bebé muerto, en Alondra, en Flora. Francisco toma con un grupo de hombres afuera de la tienda de raya. Beben tristes, mientras escuchan canciones tristes. Estoicos comparten su duelo. Francisco observa al capataz pedir algo en la tienda de raya e irse. Lo sigue a distancia, entre los oscuros pasillos de las cuarterías. Francisco está ebrio. El capataz lo sorprende y, con violencia, lo inmoviliza apoyándole un cuchillo en la mejilla. Francisco le pregunta por la muchacha y la niña de la foto y forcejea, con lo que sólo logra un corte en la cara. El capataz le da un «consejo gratis»: que las busque en el campo El Gran Año y que nunca lo vuelva a seguir, es más, que ni siquiera lo vuelva a mirar. Le propina un par de patadas y se va. 45

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Francisca de nuevo cura a su esposo, reprochándole que no haga caso a su propio consejo, al permanecer en el mismo lugar donde la gente que le quiere hacer daño. Y, además, borracho. A la noche siguiente Karina y Francisca conversan. Francisca trata de describir a su hija, pues Flora se fue aún muy pequeña: —Tiene una sonrisa grande, como la tuya, pero se le salen todos los dientes. Esa sonrisa no puede inventársela nadie. Cuando sonríe uno sabe que está bien, y cuando no... —Francisca se queda viendo en silencio la fotografía donde Alondra y Flora están con el hombre. Ninguna de las dos sonríe. Más noche un golpe seco en el exterior del cuarto despierta a Francisca. Sale a ver qué es y se encuentra con su esposo, tirado en el piso de borracho. Francisco, desvariando un poco, le muestra su adquisición: un viejo revólver, casi un cachivache. Le dice a su esposa que va a buscar temprano al capataz para que le diga todo lo que sabe sobre Alondra. Francisca trata de hacerlo entrar en razón, pero al instante Francisco se queda dormido. Francisca lo deja tirado y se lleva el revólver para esconderlo. Francisco despierta, sin Francisca ni revólver. Sale a buscarla y al encontrarla le exige que le devuelva lo que es suyo. Ella se niega. Francisco la amenaza y ella le hace ver que la única razón de que estén allí es encontrar a Alondra, que deje su orgullo de lado y sigan moviéndose. Ahora saben a dónde fueron. Que no busquen problemas, paguen su deuda y vean la manera de irse. A regañadientes le da la razón. Junio. Francisca y Francisco han cumplido su plazo en el campo La Alegría. Se despiden de Karina y el bebé. Van por un camino de tierra. A medida que avanzan, un olor fétido se va volviendo más y más intenso al punto que deben taparse la nariz. A los pocos metros, se topan con un basurero clandestino, con pequeñas pilas de basura que se incendian y cerca, debajo de una arboleda, una serie de pequeños montículos de tierra con cruces hechizas encima. Francisca se acerca a los árboles, y junto a uno ve un bulto dentro de una cobija. Lentamente se acerca a la cobija y en un movimiento lo desenvuelve. El rostro se le desencaja y comienza a llorar. Desesperada, trata de cavar un hoyo con las manos desnudas, con la respiración agitada y movimientos histéricos, hacién46

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dose daño. Francisco la tranquiliza. Busca un pedazo de madera y, con calma, se ponen a cavar. Campo El Gran Año, Valle de Culiacán, Sinaloa. Francisca y Francisco llegan al empaque del campo El Gran Año, sin saber que se encuentra a media movilización de una huelga de jornaleros. Hay decenas de trabajadores apostados en la entrada. El matrimonio va preguntando. El lugar está bloqueado con tractores y pequeñas fogatas iluminan los espacios entre las farolas. Francisca y Francisco le piden ayudan a Martín, de 25 años, que mira las fotografías. Les pregunta de qué campo vienen, y al saber que de La Alegría les dice que deben hablar con Maximino. Manda a unos niños a buscarlo. El consejo de líderes se acerca al grupo. Martín se dirige hacia donde se encuentra el consejo. Miguel Martínez, el líder, explica la situación: hablaron con los patrones, quienes se niegan a pagar lo prometido por los gavilanes, pero el consejo se ha plantado y ha amenazado con la pérdida de la cosecha y aún con quemar el empaque de ser necesario. El líder les pide paciencia mientras obtienen respuesta a sus peticiones, que no se alejen si no es necesario y que se preparen para lo peor. Francisca y Francisco caminan preguntando por el tal Maximino. Francisco descubre la pared gris y el guamúchil: sin duda Alondra y Flora estuvieron allí. También buscan a Martín pero tampoco tienen éxito. Pasa algún tiempo hasta que Martín, con Maximino, los encuentra. Maximino sí conoce a los de la fotografía, sobre todo a Román Martínez. Es claro que no le simpatiza. Más bien se nota un profundo resentimiento. Les recomienda que tengan cuidado con él y que si encuentran a su hija, la lleven lejos de ese hombre. Francisca y Francisco insisten en saber a dónde han ido, pero Maximino sigue hablando de Román. De súbito, grandes faros se encienden alrededor del campamento y un grupo táctico se moviliza rodeando a los trabajadores. Un helicóptero los sobrevuela levantando tierra, encandilándolos, poniendo a todo mundo nervioso. La gente se moviliza. Los viejos y los niños se van al fondo del empaque, contra la puerta. Las mujeres se paran enfrente de los hombres y todos tratan de tomar una posición de contención. La tensión crece. Los que pueden, oran en voz baja y los demás están atentos a cualquier movimiento. 47

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Alguien avisa que el consejo de líderes viene de regreso. Todo se relaja. Los líderes toman su lugar para hablarle a la gente. Miguel Martínez explica que los patrones hicieron una oferta: pagar una media entre lo que ellos querían pagar y lo que los gavilanes ofrecieron, y dotar de agua, luz y leña las cuarterías, como fue el acuerdo inicial; el trato comenzaría desde hoy y no cuando empezaron a trabajar. Miguel lo dice claro: «Estos cabrones ni perdiendo pierden», y aclara que el consejo está dividido entre quienes desean aceptar el trato y los que están dispuestos a exigir lo que habían prometido los gavilanes. Como están divididos, necesitan someterlo a votación. Los trabajadores comienzan a hablar entre ellos, están divididos también. Sin que apenas lo noten, un trabajador toma a sus dos hijos, somnolientos y cansados, y junto a su esposa comienza a caminar de regreso a la cuartería, dándole gracias, con la cabeza agachada, a un granadero que está de pie en su camino. Poco a poco otros comienzan a seguir el ejemplo del hombre, toman sus cosas, agradecen a los granaderos y se retiran lentamente: primero los hombres con familia, luego los viejos, y después la gente sola. Martín no lo cree, les grita que no se echen para atrás, que aguanten, que no le hagan eso a los demás, ni a sus hijos. Pero nadie escucha. Miguel Martínez se siente igual que Martín, pero guarda la compostura, sólo alcanza a murmurar, mientras mira ese triste paseo de servidumbre voluntaria, «Y los pendejos, ni ganando ganamos». Maximino camina junto a Francisca y Francisco. Les cuenta cómo Román Martínez quiso llevarse a una de sus hijas, de catorce años. Les dice que su costumbre es andar en los campos convenciendo muchachas. Francisca y pregunta por Alondra. Maximino le confiesa que se sorprendió de verlo llegar e irse con la misma mujer, Román Martínez no hace esas cosas. Francisca insiste en saber a dónde se fueron. Villa Juárez, le dice Maximino, y no sabe más. Francisco tiene un hermano que vive cerca de Villa Juárez. Su dirección la tienen escrita en un papel que él guarda con celo. Le tiene rencor, se puede decir que casi odio, al punto que le hace jurar a Francisca que no irán a buscarlo, bajo ninguna circunstancia. Julio. Villa Juárez, Sinaloa, es un pueblo grande, ubicado en un cruce de carreteras que conecta kilómetros y kilómetros de campos de culti48

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vo. Es un pueblo ecléctico, habitado en su mayoría por gente que llegó buscando trabajo. Es un lugar difícil para buscar a alguien, pues la gente, trabajadores agrícolas como Alondra, van y vienen todo el tiempo. Francisca y Francisco buscan de diferentes maneras en su tiempo libre. Caminan, campo por campo, preguntando por ellas y por Román Martínez, enseñando las fotos, sin lograr nada. Los domingos recorren los tianguis que se ponen afuera de los empaques más grandes, haciendo lo mismo, preguntando una y otra vez, incansables, pero sin éxito. Sin embargo, también deben trabajar. A veces lo hacen los dos, a veces lo hace Francisco nada más, mientras su esposa sigue buscando. Él ha ido perdiendo la salud; su edad, el cansancio, el constante rocío de agroquímicos, le hacen toser sin control, incluso, sangre. No le cuenta a Francisca. Así, a veces buscan juntos y otras ella anda sola, hasta que llegan a una bahía. «¿A dónde buscamos si se acaba la tierra?», pregunta Francisca. Y contemplan —sobrecogidos— el mar que nunca habían visto. Es hermoso, pero al mismo tiempo desolador, intuir el fin del mundo y no haberlas encontrado. Francisca le da un ultimátum a su esposo: deben hacer a un lado los rencores e ir con Ramiro, el hermano de Francisco, que vive cerca. A regañadientes le dice que haga como quiera y le da el papel con la dirección. Al día siguiente antes de amanecer, Francisca se encamina a la casa de Ramiro. Francisco sigue buscando en los negocios a la orilla de la carretera. Localiza la casa de Ramiro: un lugar muy pequeño, sin ningún lujo. Hablan. Ramiro le dice que ha visto a Alondra, que hace no mucho tiempo les ayudó a mudarse a la casa de la cuñada de Alondra, en un lugar llamado Villa Alvarado, a unas horas de allí. Ramiro se ofrece a llevarlos, si Francisco se traga su orgullo y acepta. Francisca se compromete a convencerlo. Mientras, Francisco entra a un centro botanero. Ya dentro descubre que también es prostíbulo. Una fila de muchachas, de entre doce y veinte años, lo miran sentadas junto a una pared. Todas son más jovencitas de lo que aparentan, pero sus ojos y cuerpos no evitan insinuar caminos duros e inclementes. Francisco les enseña las fotos, y una de las jóvenes, Rocío, lo obliga a invitarla a un cuarto. Francisco 49

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es prácticamente arrastrado al cuarto. Con mucha desconfianza entre los dos, la joven le confiesa que conoce a Román, que fue él quien la llevó ahí y que también fue él quien le dejó esas marcas en su cuerpo. Rocío desnuda el torso y, con un extraño pudor, le muestra una serie de cicatrices que parecen no tener final. Fue dos años atrás. En la actualidad, no sabe nada de Román, y no duda en advertirle que lo busque con reserva, porque un día se le puede aparecer de la nada y eso no le conviene. Francisco sale muy consternado, pensando en Román, en el posible desenlace de Alondra y Flora. Lleno de dudas y miedos. En la noche, él y Francisca se encuentran. Ella le habla llena de entusiasmo de Ramiro, de su familia, de que sabe dónde están y que los va a llevar si Francisco lo permite. Francisco no se opone, pero no le cuenta lo que vivió ese día. Francisca, Francisco y Ramiro van camino a la casa de Alondra en la cabina de una destartalada camionetita Datsun. Francisca va en medio de los hermanos. Allí, confinados y sin posibilidad de irse a ningún lugar, Francisco le reclama a su hermano haberlos abandonado a él y a su madre, sin mirar atrás; de haber dejado lo poco bueno que tenían en Arroyo Prieto para comer las migajas de los otros, trabajar la tierra de los otros, vivir con las costumbres de otros. Ramiro, iracundo, le intenta explicar que lo hizo para mantener junta a su familia, para ver crecer a sus hijos y velar por ellos, cosas que él no hizo con Alondra ni Flora. Las palabras de Ramiro lastiman al matrimonio. Llegan a la casa de Juana, la cuñada de Alondra, que los recibe con desconfianza. Su cara tiene marcas visibles de violencia doméstica. Juana degolla pollos mientras habla con el matrimonio. Alondra, Flora y Román ya no están ahí. Román mató a un hombre y salieron huyendo una noche, sin decir nada. Calcula que se fueron a San Quintín, Baja California, donde vive la madre de ambos. Juana los lleva a un cuarto, donde les muestra una gran maleta, que contiene las pertenencias de Alondra y Flora. Francisca y Francisco se sientan y contemplan cada objeto con melancolía: ropa vieja y percudida, sucios aretes y collares de plástico despintados. Fotografías de ambas, con kilos de maquillaje barato, haciendo caras de pato, imitando poses de modelos de revistas. Hay una foto que Francisca atesora al 50

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instante: en ella, Flora tiene una diadema plateada con plumas y perlas falsas, un guante largo de encaje, un collarcito de perlas también, como si fuera a hacer su primera comunión. Pasan un largo rato allí, hasta que Ramiro, apenado, les dice que es tiempo de volver. Juana los despide, dándoles la dirección de su madre en San Quintín, diciéndoles que Alondra es buena chica, que si la encuentran, la alejen de Román, quien nunca ha demostrado dejar nada bueno detrás. La camioneta avanza hasta perderse en la carretera. Septiembre. Francisca despierta de un sueño intranquilo. De nuevo todo es completamente diferente. Ahora está en la sala de Ramiro. Francisco está frente a ella, en un tendido de cobertores. También, amontonados cerca, están los tres hijos de Ramiro viendo la televisión sin volumen. Francisca se siente bien, no es su hogar, pero algo se parece. Francisca y Francisco conviven con la familia. Excepto la relación entre Francisco y Ramiro, todo es como si se conocieran de siempre, hay calor de hogar y familiaridad. Ramiro les explica dónde está San Quintín y les advierte que la Baja es un lugar muy difícil, casi como ir a campos de concentración a vivir; que es lo más lejos de La Montaña que pueden ir, casi un camino sin retorno. Trata de disuadirlos de no ir, pero pronto entiende la necesidad de encontrar a Alondra. A pesar de Francisco, le da un dinero que tiene guardado, para que vaya al médico, y puedan hacer el largo viaje hasta allá en mejores condiciones. Francisco, tragándose su orgullo y rencor, acepta el dinero. Francisco va al médico. Recibe un tratamiento por unos días. Mejora, pero su condición no tiene retorno. No se lo dice a Francisca. Ambos parten hacia San Quintín. Se despiden de Ramiro y su familia en una suerte de orden restaurado. El autobús atraviesa diversos paisajes del norte hasta llegar a San Quintín. La plaza Zapata, ubicada en San Quintín, a un costado de la carretera internacional, es una especie de mercado humano. Cientos de personas se concentran ahí desde la madrugada para buscar trabajo a destajo o hacer un contrato por temporada y partir hacia algún campo. Decenas de autobuses y camionetas de gavilanes que buscan gente y de trabajadores en busca de la mejor oferta. Francisco y Francisca no 51

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pierden el tiempo, en cuanto se bajan del autobús buscan la dirección de Micaela, la madre de Juana y Román. Las indicaciones de la gente los llevan poco a poco a las afueras de la ciudad, lejos de las casas de asistencia social. En los baldíos tomados, cerca del basurero, donde las casas son construidas con desechos por los llamados paracaidistas. Micaela, de setenta años, es una mujer ciega, que parece haber perdido la razón. Vive en estado de hacinamiento en una casa-cuarto. Comparte cuarto, cocina, sala con al menos dos decenas de perros criollos llenos de sarna y pulgas, hambrientos y hediondos. El matrimonio pregunta por Alondra y Flora, y Micaela contesta casi en acertijos, cosas como «Ese pajarito voló… está en una casa de madera… lo malo se puede dormir a veces, pero nunca se cura, ni con palo ni con lumbre…» Mientras Francisca habla con Micaela, Francisco recorre la habitación, las paredes no se distinguen entre tantas cosas acumuladas. Micaela le pide a Francisco una caja de latón que se encuentra en uno de los muebles. Dentro hay cosas de Alondra y Flora, incluso el guante blanco, ya roto, sucio y percudido, que Flora lleva en la fotografía de primera comunión. Micaela se pone a tararear una canción de cuna mixteca, la misma que suele tararear Francisca, y ya no contesta más preguntas. Siguen insistiendo, preguntando dónde están ellas o Román. Pero Micaela sólo tararea, ida. Francisca y Francisco comienzan a frustrarse. Él se acerca a la mujer y le pregunta de nuevo, tomándola fuerte del brazo. Micaela rompe en un llanto lastimero. Francisca reprende a su esposo, y trata de calmar a la mujer, convirtiendo gradualmente el llanto en sollozo. Micaela, como una niña asustada, le contesta por fin a Francisca. Están en El Silencio. Francisca recuerda haber escuchado ese nombre. A la orilla de la carretera, algunos transportes anunciaban ese destino. Ambos regresan a la plaza Zapata, y buscan a alguien que grite: «¡Campo El Silencio!» El campo El Silencio está en Baja California Sur en el desierto de Mulegé, a varias horas de camino desde San Quintín. Francisca y Francisco están sentados juntos. Ella observa el semblante de su esposo. Sabe que algo no anda bien en su cabeza. Le pregunta. Francisco le habla de su encuentro con Rocío en el centro botanero, de que Román suena como si fuera el hijo de Satanás, de su enfermedad que es más grave de 52

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lo que parece. Una nube de pensamientos oscuros prolifera sobre su cabeza. El autobús sigue avanzando a lo largo de la carretera. El autobús se detiene. El chofer y sus ayudantes le dan un refrigerio a todos. Acto seguido, le piden a todo el mundo que echen sus celulares en un morralito con el que ellos se quedarán, es política de la empresa: no puede haber teléfonos celulares en el campo El Silencio. El autobús sigue su camino por un camino de terracería, internándose en lo profundo del desierto. Llegan al campo. El lugar es una fortaleza amurallada, llena de guardias armados con rifles de asalto, que no permiten que entre ni salga ningún indeseable. Aquel despliegue de gente armada pone nervioso al matrimonio. Todo genera la sensación de que nunca podrán salir de ahí. En la noche Francisco tiene un fuerte ataque de tos. Ya ni siquiera trata de esconderlos. Francisca busca la manera de hacerle una curación a sus pulmones, con sales, hierbas y vapor. Francisco se avergüenza de su fragilidad. El matrimonio, igual que muchos otros trabajadores, no sabe cortar la fresa, el oro rojo. Un muchacho capataz, de unos catorce años, le enseña al grupo. Es un proceso delicado, donde cuidar el tallo es tan importante como cuidar la fruta. También es muy cansado, pues la fresa está muy cerca del suelo y exige que estén agachados todo el tiempo. Eso más el sol y el calor, más la inexperiencia y el hecho de que estén a prueba, cobrando 3.50 el bote de fresa cortada, hace que sea una labor extenuante. Terminada la jornada están deshechos. Caminan arrastrando los pies, pintados de rojo por el jugo de las fresas demasiado maduras, y café por la tierra mojada por el sudor. Parece que regresan de una masacre. Francisco aparenta estar en otra parte. Entre su enfermedad, el cansancio y la idea de encontrarse con Alondra y Román, está muy distante. Francisca le comparte un tesoro de su morral: media docena de fresas, bellas, gigantes, jugosas, que tomó de contrabando. Tienen un momento de intimidad, donde sus bocas se pintan de rojo, como si se hubieran maquillado, provocando un comportamiento infantil entre ellos. Francisco se queda en el cuarto, recuperándose, y Francisca sale a preguntar por Alondra y Román. 53

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Las cuarterías de El Silencio son una especie de favela inconclusa, sin concreto, hecha con pedazos de madera, lámina, asbesto y lonas, que se extiende por muchos metros sin final aparente. Camina preguntando por los callejones del campamento. Llega a la tienda de raya, hace fila y le muestra al tendero la foto en donde Román está con Alondra y Flora. Él le pregunta para qué los busca y Francisca le señala que es tía de Román. El tendero le dice que lo busque en la Zona 4 y señala hacia un punto muy alejado. Francisca avanza hacia allá, que es como una zona divisoria. Esa parte del campamento es muy oscura y sombría. En medio de las dos zonas hay una suerte de filas de celdas, muy pequeñas. Tan fétidas que Francisca necesita taparse la boca para no vomitar. En las celdas hay hombres semidesnudos, unos dormidos, otros sentados en el suelo, silenciosos. En otra celda hay una familia entera que duerme, excepto por una niña que se acerca a la reja y le pide a Francisca agua o comida. Francisca le da un par de fresas que le han sobrado, también le extiende su rebozo, para que se proteja un poco del frío. Un ruido lejano la distrae de la niña. Unos golpes, los quejidos lastimeros de un hombre que es golpeado. Francisca comienza a caminar hacia el lugar donde viene el sonido, pero se arrepiente. Demasiado tarde, al parecer. Una sombra de hombre emerge de una celda y se le queda mirando. Francisca quiere retroceder pero la sombra le habla, le pregunta: «¿Qué quiere?» La sombra camina hacia ella. Francisca no puede moverse, tiembla, quieta, hasta darse cuenta de que la sombra es Román. Francisca le dice que se dirigía a la Zona 4, a buscar a su hija, a su nieta y a él. Le tiene mucho miedo, le dice «hijo» para tratar de ocultar su horror. Extiende hacia él la fotografía en donde aparece con Alondra y Flora. Román la mira. Francisca pregunta por Alondra. Román no contesta, al contrario, le pregunta si la busca hace mucho tiempo, si alguien más las está buscando. Francisca le aclara que nadie más, sólo ella y su esposo. Francisca le pide ir a verlas lo antes posible. Él le dice que no están ahí, ni Alondra ni Flora, que se vaya a dormir. Francisca insiste. Román le dice que no están ahí, que están con su madre. Francisca, aunque sabe que miente, taimada le pregunta dónde vive su madre para irla a buscar. Román le dice que de ahí no se va nadie, sino tal vez, hasta que termine la temporada. Francisca le dice 54

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que también la policía los busca, a los tres, y deja pensando a Román, que cambia de actitud. Le dice que la va a juntar con su hija, que más noche suban a su carro sin que nadie los vea, que meta a su esposo en la cajuela y él verá cómo se salen los tres de ahí. Francisca le agradece, no confía en nada de lo que ese hombre le dice. Román se marcha. Francisca vuelve en sí. Rápido busca un botellón y alguna toma de agua. Lo lava y lo llena de agua. Se lo da a la niña de la celda y la bendice. Luego se va lo más rápido que puede al cuarto donde la espera Francisco. Francisca le platica su encuentro con Román, que ni Alondra ni Flora están con él, que le mintió sobre su madre, que los va a llevar a donde están, y sobre todo, que no confía en él, que parece un ser engendrado por el mismísimo Satanás, y que deben tener mucho cuidado. Francisco lo entiende todo, y le promete a Francisca que van a estar bien, si por una vez le hace caso en todo lo que le va a pedir. A hurtadillas, suben al carro de Román, Francisco en la cajuela y ella en el lugar del copiloto. Al poco llega Román, lleva una pistola en una funda que se coloca bajo el sobaco. Francisca también observa el machete que reposa en la puerta del conductor. Avanzan fuera del campo. Román soborna a la gente que hace guardia, parece una práctica habitual. Francisco en la parte de atrás, resiente el espacio tan cerrado, el ruido del carro viejo, el polvo que se cuela entre los empaques y tiene ataques de tos continuos. Francisca le pide a Román detenerse para sacar a su esposo de la cajuela. Román se niega, dice que es muy pronto. En algunos momentos, cuando su tos y el ambiente lo permite, Francisco logra escuchar la conversación de ellos. Francisca pregunta a dónde van. Román contesta que con Alondra, evadiendo la pregunta. El carro pasa sobre un terreno muy dañado, todos en el interior se zangolotean y la pistola de Román cae a sus pies. Francisca le pregunta si están bien. Román contesta seco, que sí. «¿Por qué no viven contigo?» le pregunta Francisca. Román no contesta. Francisca lo sigue acosando. Román guarda silencio, pero es evidente que se está colmando, el velocímetro del carro es testigo. Pasan por un gran bache y el carro se colea, ambos se mueven de un lado para otro hasta que el carro se detiene. Francisca y Román se miran fijamente. Román casi la mata con la mirada. 55

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Francisca le pide que aprovechen que están parados para bajar a Francisco. Román mete primera y toma su curso de nuevo. Atraviesan la carretera y continúan por el camino de tierra, el cielo comienza a tornarse lentamente en azul marino. Francisco grita que lo saquen, sus ataques de tos son más fuertes y sangra un poco por el paso constante y violento en los baches. Román no hace caso. Francisca le vuelve a pedir que lo saque, por favor. Le toma la mano de la palanca de los cambios en un gesto de súplica. Román la rechaza con violencia. Francisca vuelve a tomar la mano de Román, ahora con más firmeza. Román se deshace de su mano y cachetea a Francisca. Luego una vez tras otra la golpea contra el tablero, mientras el carro aumenta de velocidad. Francisco está vuelto loco en la cajuela, grita, patalea, golpea como puede la lámina del carro pero nada de eso sirve. Francisca trata de defenderse, el brazo de Román está lleno de sangre por los rasguños de Francisca, pero no se detiene. La sigue golpeando, y Francisca lo sigue amenazando si algo fue de sus niñas hasta perder la conciencia. Francisco deja de escuchar a Francisca. Sigue tratando de salir pero sin lograr nada. Está aterrado, pensando en lo peor mientras grita, desesperado, el nombre de su esposa. El día comienza a clarear. El carro llega a una pequeña estación minera abandonada en medio de la nada. Román se baja del carro. Francisca sigue inconsciente, con el rostro ensangrentado, en el asiento del copiloto. Román la saca del carro y la tira en la tierra. Francisco, entre las tos y la falta de respiración, sigue gritando el nombre de su esposa. Román la patea, desenfunda su pistola y luego camina hacia la cajuela. Francisca despierta con la patada. Román abre la cajuela y suelta dos disparos. Al mismo tiempo que abre recibe un disparo de Francisco que le roza el cuello. Con un hilo de sangre en el cuello, Román comienza a golpear el cuerpo de Francisco, que ha recibido dos balas, mientras le grita injurias. Francisca se acerca a Román y en una súplica le dice que no le pegue, poniendo el machete en su espalda, presionando el riñón. Román se queda quieto. Francisca le pregunta de nuevo en dónde están sus niñas. Román trata de voltearse y Francisca le entierra el machete como si fuera mantequilla. Román la golpea una y otra vez, la toma de la cara y quiere sacarle los ojos con las manos, pero en ese instante suenan dos tiros más, que le apagan la última 56

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luz a sus ojos. Francisco, como pudo, accionó una vez más su revólver. Francisca vuelve en sí, enloquecida le dice que aguante, que van a estar bien. Trata de prender el carro pero no sabe cómo. Pone trapos en las heridas de Francisco y se va corriendo por el camino por el que han llegado. Corre como loca, desesperada y herida, hasta que alcanza a percibir los sonidos de la carretera. Francisca despierta una vez más de un sueño incómodo. Está en un lugar totalmente desconocido. Ni Francisco, ni Alondra, ni el paisaje de la montaña están frente a sus ojos. Todo es nuevo, diferente. Es un hospital. Francisca tiene curaciones en los brazos y la cara. Se pone de pie. Da unos pasos y se encuentra con Francisco, entubado a un respirador artificial, con los ojos abiertos. Francisca se sienta en el rango de su mirada y le toma la mano. Francisca está ante un agente del m p de Mulegé. Sobre el escritorio hay una serie de objetos que aparentemente fueron desenterrados, entre ellos otra pieza del vestido de primera comunión que Flora llevaba en la foto. El agente le explica que han encontrado el cuerpo de su hija, no así el de su nieta. Le ofrece la posibilidad de una ayuda para que regresen a su casa. Francisca se niega, no sin su esposo, ni sin estar seguros del paradero de Flora. Francisca está sentada en el lugar donde ha despertado en el hospital. Mira al fondo de la habitación. Ya no está Francisco, ni su respirador artificial. Un pena profunda embarga su mirada. Toma algunas de sus pocas cosas y hace un fardo. Sale de la clínica y comienza a caminar por la carretera. En sus manos lleva un par de fotos. La que encontraron en el campo La Alegría, pero con la parte en donde estaba Román recortada, y la de Flora en su trajecito de primera comunión. Francisca toma las fotos y las guarda junto a su pecho. Sigue caminando a paso constante, volviéndose más pequeña a cada paso que da. Por la carretera pasan tráilers, autobuses blancos y amarillos, todos viejos y acabados, que levantan una gran polvareda.

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Joaq uín Hor na Dolande (1955). Trabajó como productor audiovisual en el Canal de Panamá, mientras enseñaba cine en la universidad y realizaba cortos y documentales independientes. Su proyecto documental Buscando al padre Gallego obtuvo financiamiento en el Fondo Cine de Panamá (2014). Su primer guión de largometraje, El otro lado del sueño, también obtuvo fondos en ese certamen en 2016.

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Buscando a Héctor

Joaquín Horna Dolande

E

s una historia verdadera. Comienza el 10 de junio de 1971, cuando la tranquila campiña de la provincia de Veraguas, república de Panamá, es perturbada por un centenar de luces pequeñas que pululan como luciérnagas poco antes del amanecer. Luces de linternas de mano y lámparas de querosén que campesinos de todas las edades usan para escudriñar la maleza, removiendo arbustos con estacas de madera, botas de hule, sandalias de cuero o con los pies descalzos. La angustia reflejada en rostros que miran de un lado a otro con los ojos bien abiertos examinando cada centímetro de terreno. Bocas que gritan lo que parece un nombre: «¡Étor!» «¡Étor!» «¡Étor!» Los gritos se intensifican con el viento de la madrugada montañosa como coro triste y penetrante que acentúa la desesperación de la búsqueda. Veinte años antes (1951) en Salgar, pueblo cafetalero de la provincia de Antioquia, Colombia, Alejandrina Gallego, mujer madura, blanca y de trato sencillo, prepara un guiso en una vieja estufa de hierro fundido. Una sirvienta joven despluma una gallina negra sobre la mesa de madera en el centro de la enorme cocina. Los gritos de niños que juegan afuera no alcanzan a opacar el alegre vallenato que se escucha en la radio. Alejandrina se asoma por la ventana y grita el nombre de su hijo mayor: «¡Héctor!» En el patio de la casa, rodeado de árboles frutales, varios niños juegan fútbol. Algunos se detienen al escuchar el grito de la madre; pero uno patea el balón, que rebota en la cabeza de otro, y lo derriba. Desde el suelo, el niño derribado le grita a la madre que Héctor está en el cementerio. 59

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Junto a una fosa recién excavada, un cura recita en latín el rito del entierro ante una solemne congregación de personas bien vestidas. Al lado del sacerdote se encuentra el monaguillo, un muchacho blanco de unos trece años de aspecto frágil. Otro día, Héctor Gallego —el monaguillo— juega a la misa con sus seis hermanos pequeños frente a un altarcito improvisado en una habitación de la casa familiar. Héctor usa galletas como hostias en el rito de la comunión, que pone en las bocas de sus pequeños feligreses; al final, se lleva una a la boca con mucha devoción. Quince años después (1966), Héctor recibe la hostia con igual devoción en una misa en el seminario de Medellín donde estudia. Es un joven blanco, delgado, de baja estatura, cabello lacio negro y rostro infantil oculto tras anteojos gruesos. El cura que le da la hostia es muy alto y tiene un aspecto severo. En el pasillo, Héctor y un grupo de seminaristas caminan casi al trote. Entran en una sala y se unen a otros seminaristas reunidos alrededor del televisor, que en ese momento informa la noticia de la muerte del sacerdote convertido en guerrillero, Camilo Torres, en un enfrentamiento contra el ejército colombiano. En una clase, los seminaristas debaten sobre los cambios en la Iglesia católica latinoamericana como resultado del Concilio Vaticano I I . La discusión sube de tono cuando Héctor señala que el sacerdote tiene la obligación de enseñar el evangelio con el ejemplo de su propia vida. La llegada repentina del director del seminario, acompañado de monseñor Marcos McGrath, obispo de la diócesis de Veraguas, en Panamá, interrumpe la polémica. McGrath es el cura alto y severo que antes le ha dado la comunión a Héctor. Con ligero acento anglosajón, el obispo invita a los seminaristas a trabajar con comunidades campesinas panameñas que viven en condiciones de pobreza extrema en regiones remotas. Héctor escucha con atención. Varios meses después (1967), un camión de carga transformado en transporte público se desplaza con dificultad por un maltrecho camino montañoso en la provincia panameña de Veraguas. Los pasajeros viajan apretujados entre bultos, cajas y animales domésticos. Héctor observa el camino. En distintos tramos ve a niños semidesnudos jugar con tierra lodosa junto a alguna choza miserable, a un anciano cargar 60

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un enorme saco sobre su muy encorvada espalda y a una mujer intentar levantar a un borracho del suelo. El camión llega al poblado de Santa Fe, formado por calles de tierra, algunos comercios pequeños, oficinas públicas y casas dispersas. Casas amplias de cemento, algunas bien pintadas, que contrastan con las chozas del camino. Héctor toma su pequeña maleta y se acerca a una mujer que carga un recipiente grande de agua sobre la cabeza. La mujer lleva a una niña pequeña desnuda atada en el pecho. Ambas están sucias y la barriga de la pequeña está hinchada por la desnutrición. Héctor le pregunta una dirección y la mujer se detiene un instante para indicarle con la mano. Héctor pasa junto a las ruinas de un rancho grande de troncos y paja. Sobre las ruinas sobresale una cruz blanca muy inclinada. Llega a una casa más grande que las otras, con techo de tejas, hamacas colgadas en el portal y un jardín cuidado. Esa noche, en un comedor amplio agradablemente iluminado, con mobiliario antiguo en perfecto estado, Héctor cena con sus anfitriones: Francisco Moreira, hombre blanco maduro de aspecto tosco, y su esposa, Raquel, más joven, con un cuerpo grueso que disimula con ropa holgada. Les acompaña un cura blanco de avanzada edad, muy grueso, que viste sotana blanca y habla con marcado acento español. La mesa está llena de comida y una sirvienta ayuda a servir. Los otros comen y hablan muy animados sobre las costumbres religiosas similares de los pueblos de Panamá y Colombia. Héctor se limita a escuchar y responder con cortesía. Moreira exclama que es el primer párroco de Santa Fe y le da la bienvenida a su casa. Héctor aprovecha para preguntar por el rancho en ruinas, donde debía vivir y levantar la primera parroquia de Santa Fe. Moreira le dice que no hará falta reconstruir el rancho pues se puede quedar a vivir con ellos. El cura viejo está de acuerdo. Raquel se vanagloria de la ayuda que le dan a la Iglesia por la labor esperanzadora que llevan a cabo con los pobres. El cura viejo comenta que los pobres siempre se quejan, pero en el fondo son felices. Moreira añade que los campesinos de Santa Fe son personas felices y sin preocupaciones. Héctor rompe su silencio de nuevo para comentar que los hambrientos no pueden ser felices ni despreocupados, especialmente cuando están 61

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rodeados de tanta abundancia. Las palabras de Héctor logran impactar a Moreira, pero antes de que pueda reaccionar, Raquel cambia el tema. Al cura viejo tampoco parece agradarle mucho la intervención incisiva del joven sacerdote. Al día siguiente, un hombre sobre una mula llega a un puñado de chozas en el claro de una selva montañosa. Es el cura viejo que monta la mula con dificultad, y lleva una maleta amarrada sobre el lomo del animal. Héctor le sigue caminando a corta distancia. Un grupo de campesinos rodea al cura viejo mientras bautiza a dos niños pequeños sobre una palangana con agua. Héctor permanece junto a la mula observando el insípido rito con cierta curiosidad. Le llama la atención otro grupo de campesinos que observa la ceremonia a distancia. Uno de ellos es Jacinto Peña, de 31 años, bajo, delgado, piel cobriza, bigote fino y ojos vivaces. Al final de la ceremonia, los padrinos le pagan al cura viejo por el servicio religioso y le compran estampitas de santos para obsequiar a los ahijados. El cura viejo le pide a Héctor que saque las estampitas de la maleta y Héctor obedece para que se complete la transacción. El cura viejo se acerca al grupo alejado de campesinos y les pregunta cuándo se casarán o harán la primera comunión para que vivan como Dios manda. Jacinto le contesta que con la miseria que les pagan sus patrones no pueden costear esos ritos. Los campesinos se retiran. Cuando pasan junto a Héctor, quien amarra la maleta en la mula del cura viejo, Héctor y Jacinto fijan sus miradas como en un duelo, sin apartar la vista. Otro día, un vehículo todoterreno parte de la casa de los Moreira conducido por Francisco. A su lado, el cura viejo aparenta no ver cuando se despide Héctor. Héctor entra en una tienda del pueblo, propiedad de Moreira. El dependiente lo recibe muy cortés. Un campesino entra. Viene a cobrar la faena de trabajo limpiando un terreno de Moreira. El dependiente cambia dramáticamente su actitud con el campesino, quien dice haber trabajado dos días en la faena. El dependiente le indica al campesino que le va a pagar un balboa por el trabajo realizado y le ordena escoger algún producto de la tienda como pago. El campesino pide sal y querosén. Héctor es testigo de la trampa del dependiente al pesar la sal en 62

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la balanza y al entregarle una botella medio llena del combustible. El campesino también se ha dado cuenta del engaño, pero se marcha sin decir nada. En la noche, Héctor y Moreira están sentados en el portal tomando café. Moreira le pregunta a Héctor su impresión de Santa Fe y su gente. Héctor responde que no imaginaba la gran miseria de los campesinos. Moreira afirma que esa miseria no lo es tanto, pues ellos son felices: tienen bastante con nada y por eso su vida es sencilla, carente de preocupaciones, viven al día como los pajaritos del cielo. ¿Acaso no habla el Evangelio de esa clase de felicidad? Héctor le responde que el Evangelio habla de muchas cosas. Habla de cosas muy oscuras, habla de pájaros en el cielo y también de culebras en la tierra. La respuesta del sacerdote intriga y molesta a Moreira, quien le indica al sacerdote que el modo de vida de esta gente fue así, es así y así será. Nada ni nadie va a cambiarlos. Héctor toma un sorbo del café caliente y comenta lo bueno que está. Por la mañana, Francisco y Raquel desayunan con Héctor. La pareja reacciona con incredulidad cuando Héctor les comunica su decisión de irse a vivir al rancho para reconstruirlo y formar su parroquia. No logran convencerlo. Más tarde, Héctor se despide, pero Moreira agarra la maleta por el mismo mango que sujeta el sacerdote, lo que impide sutilmente que se vaya, mientras le pide que reconsidere su decisión. Con firmeza le indica que ese rancho está en ruina y que todos los sacerdotes del pueblo siempre han vivido en su casa. Héctor debe hacer fuerza para liberarse del agarre de Moreira, pero se despide cortésmente de Raquel antes de marcharse. Raquel queda muy consternada por el incidente. Moreira ahora está visiblemente enojado por el efecto que la partida de Héctor ha tenido sobre su mujer. En las ruinas del rancho parroquial, Héctor comienza a recoger escombros. Esa noche duerme entre las ruinas. Lo despierta el ruido del motor de un vehículo que se detiene a poca distancia, seguido de las risas de varios hombres. Al día siguiente, Héctor trabaja en la reconstrucción del rancho parroquial. Jacinto y varios campesinos pasan por el camino y se detienen a cierta distancia. Héctor los saluda, pero los campesinos prosi63

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guen su camino. Sólo permanece Jacinto, quien se sienta bajo un árbol para observar al sacerdote. Héctor invita a Jacinto a acercarse. Jacinto no responde, continúa observando. Héctor sigue trabajando. En la noche, Héctor come de una lata de conservas. Comienza a llover y se mete bajo un cobertizo improvisado. Varios días después, el rancho tiene mejor aspecto, con algunas bancas bajo un techo de paja a medio construir. Dos campesinos ayudan a colocar la estatua de un santo sobre un tronco. Héctor termina de preparar el altar en una mesa rústica de madera. Temprano en la mañana, Héctor recorre un sendero e intercambia saludos con dos campesinos que se aproximan. Se presenta como el nuevo párroco de Santa Fe, les extiende la mano y les pregunta hacia dónde se dirigen. Los campesinos le estrechan la mano sin ganas, uno contesta que van a trabajar un terrenito más adelante. Héctor pide acompañarles, pero los campesinos prosiguen su camino sin responder. Con mucho esfuerzo, Héctor sigue a los dos campesinos que se alejan cada vez más por el empinado sendero montañoso. Más adelante, Héctor se sienta en una roca, visiblemente cansado. Los campesinos siguen subiendo. Comienza a llover y Héctor prosigue la marcha. Ahora la lluvia es intensa. Un grupo de campesinos, incluyendo a Jacinto, están resguardados bajo un árbol frondoso. Llegan los dos campesinos. Héctor viene a cierta distancia. Los recién llegados se ponen en cuclillas junto al grupo. Jacinto les pregunta por la escolta que han traído. «Se nos pegó», responden. Héctor saluda y se sienta bajo el árbol. En ese preciso momento, Jacinto se pone de pie y reanuda la marcha. Todos los campesinos le imitan. Héctor intenta recuperar el aliento un instante antes de salir tras el grupo de campesinos, pero el lodo le hace resbalar. Se pone de pie con rapidez, pero resbala nuevamente. Los campesinos ven las caídas, pero no se detienen. Héctor logra ponerse de pie y sigue la persecución. Cuando los campesinos llegan al terreno ya ha dejado de llover. Todos se ponen a trabajar. Los campesinos comienzan a lanzar sus gritos guturales tradicionales mientras cortan la maleza a machetazos, despedazan troncos viejos con hachas, arrancan raíces con las manos, y 64

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recogen y amontonan los residuos para quemarlos. Héctor se quita la camisa mojada y se une al trabajo, pero en silencio. Cerca del mediodía llega un grupo de mujeres que arman un fogón de leña y se ponen a cocinar. Cuando la comida está lista los campesinos se sientan a comer la verdura sancochada. Héctor, contento por la faena, se sienta con ellos; pero nadie le ofrece alimento. Jacinto bebe agua de un cántaro pequeño. Observa a Héctor de reojo y le pide a su mujer que le ofrezca comida; pero ella responde que esa comida es muy pobre para un sacerdote. Héctor intenta disimular el hambre con dificultad mientras busca entablar conversación con los campesinos. A medida que terminan de comer, los campesinos reanudan sus labores. Las mujeres recogen los enseres y comienzan a limpiarlos. Héctor comienza a jalar con fuerza las raíces de un tronco grande. Suda copiosamente y se seca el rostro con la camisa. Jacinto se le une. Los dos hombres hacen un esfuerzo tremendo hasta que las raíces ceden, derribándolos. Héctor se pone de pie y le da la mano a Jacinto que aún permanece en el piso. Jacinto observa las llagas frescas en la mano del sacerdote, antes de aceptar su ayuda y ponerse de pie. Manteniendo la mano estrechada, ambos hombres se presentan. La mujer de Jacinto le ofrece un pedazo de yuca sancochada, que Héctor agradece y come con ganas. Varios días después, en el rancho parroquial, Héctor termina de casar a Jacinto y Clotilde, su mujer de varios años. Jacinto besa a la novia y un grupo de campesinos se acerca para felicitarlos. Cuando se enteran de que Héctor no cobra por casar, varios campesinos toman a sus mujeres de la mano y acuden donde Héctor para que también los case. Héctor procede a iniciar la ceremonia colectiva de matrimonio. Desde lejos, Francisco Moreira y varios comerciantes y funcionarios del pueblo observan la inusual celebración. Llega el día de San Pedro, patrono de Santa Fe, y el rancho parroquial está abarrotado de feligreses. Las familias pudientes del pueblo están sentadas en las bancas. Los campesinos están de pie atrás y alrededor del rancho. En su sermón, Héctor habla sobre la intención de Dios de una vida plena y digna para todos sus hijos, no para un grupo privilegiado, e invita a los que más tienen a compartir con los que nada tienen. Las palabras parecen incomodar a las personas del 65

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pueblo, mientras que los campesinos escuchan con interés y se miran entre ellos. Antes de finalizar la misa e iniciar la tradicional procesión, Héctor propone celebrar la fiesta del santo de forma diferente. Las personas del pueblo no pueden ocultar su enojo. Después de la misa, los campesinos esperan esparcidos en grupos pequeños. En uno de esos grupos están Héctor y Jacinto. Algunas personas del pueblo, con Moreira al frente, se acercan y le piden a Héctor que vaya por el santo y presida la procesión. Héctor responde que las comunidades de Santa Fe han decidido celebrar la fiesta del santo con una reunión en la cual se hablará de los problemas de los campesinos con la intención de comenzar a buscar las soluciones. Héctor les invita a participar, pero Moreira ordena a sus hombres sacar el santo. Cuatro hombres salen con la estatua cargada en hombros. Jacinto intenta detenerlos, pero Héctor lo sujeta. Con el santo al frente, Moreira y su grupo inician la procesión. Todas las personas del pueblo se unen a la procesión, mientras los campesinos se limitan a observarla alejarse. Después de la procesión, un muchacho del pueblo se acerca a discutir con Héctor y termina golpeándolo, causando gran conmoción. Varios meses después (1968), un vehículo todoterreno se desplaza por el sendero montañoso. El vehículo se detiene frente a la casa de Moreira. Francisco y tres hombres salen de la casa y suben al vehículo. Pedro Ordóñez, 44 años, blanco, delgado, más elegante que el resto, conduce el vehículo. Un numeroso grupo de campesinos espera afuera del enorme rancho que sirve de cantina y salón de baile del pueblo. El vehículo se detiene frente al rancho. Ordóñez sube a la tapa del motor con un megáfono en la mano y pide a los campesinos que se acerquen. Los campesinos se aproximan despacio. A una señal de Ordóñez, los hombres de Moreira sacan del vehículo un aparato cubierto por una lona y lo colocan en el piso. Moreira quita la lona y descubre una planta eléctrica, despintada y medio oxidada. Uno de los hombres de Moreira conecta un cable que sale de la cantina y después de varios intentos, arranca la planta. El salón se ilumina. Con solemnidad, Ordóñez proclama que la electricidad al fin ha llegado a Santa Fe. Moreira y sus hombres aplauden gustosos; sólo unos cuantos campesinos les imitan. Jacinto y otros se acercan a la planta eléctrica. Moreira toma el me66

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gáfono y afirma que el diputado Ordóñez ha cumplido su promesa electoral. Los hombres de Moreira vuelven a aplaudir. En esta ocasión, ningún campesino aplaude. Jacinto se para en la punta de los pies para ser escuchado mejor y le replica al diputado que lo que prometió cuatro años atrás, fue traer el tendido eléctrico para todo el pueblo. Este comentario inicia un alboroto y otro campesino le grita al político que también les prometió traer agua potable y construir la carretera hasta Santiago, cabecera de la provincia. Los campesinos están muy molestos. Se sienten engañados. Moreira saca un arma del vehículo y dispara al aire. Todos se calman. Moreira les pide que apoyen al diputado para que pueda seguir trabajando por el progreso de Santa Fe y su gente. Entonces Ordóñez vuelve a repetir las mismas promesas electorales y, al terminar, invita a los presentes a un almuerzo. Moreira y su grupo aplaude. Unos pocos campesinos también lo hacen. Los hombres de Moreira sacan cajas de licor del vehículo y comienzan a repartir botellas entre los campesinos. Algunos las aceptan y comienzan a tomar. Sin embargo, Jacinto y la mayoría de los campesinos rechazan la bebida y se alejan, visiblemente disgustados. Un muchacho del grupo toma una botella; pero ante la mirada de Jacinto, la devuelve. Ordóñez observa la reacción del muchacho. Poco después, dentro del vehículo, Ordóñez reclama a Moreira por estar perdiendo el control de los campesinos. Moreira le asegura al diputado que su partido ganará en Santa Fe, como siempre lo ha hecho, añadiendo que luego arreglará el asunto con la gente del padre Gallego. Ordóñez no había escuchado hablar del padre Gallego. Una noche varias semanas después, Héctor se reúne con un grupo de campesinos en el rancho parroquial. Al terminar de leer el Sermón de la Montaña, Héctor les invita a reflexionar. Entonces, les pregunta por qué ellos son pobres. La pregunta cae como un balde de agua helada sobre los campesinos. Ninguno responde. Todos se limitan a mirar el suelo, como avergonzados. Héctor espera. Se produce un prolongado silencio incómodo, hasta que Héctor repite la pregunta. De nuevo, el silencio prolongado. Luego de un tiempo, Héctor insiste, pero más silencio. Héctor se rinde. Dice una oración de despedida y cierra la sesión. 67

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El día de las elecciones presidenciales, los políticos llegan a Santa Fe con el fin de comprar votos. La cantina permanece cerrada y el local sirve como centro electoral mientras se realizan los comicios; sin embargo, en la parte trasera se obsequia licor a los campesinos. Pocos aceptan y la mayoría se mantiene alerta en los alrededores. Un político acompañado de varios hombres le pide a un grupo de campesinos que vayan con ellos. Sólo tres acceden y los meten en un corral hasta el momento de votar. Ese mismo día, Héctor recorre un sendero montañoso cuando escucha un grito de angustia y se dirige en esa dirección. Llega hasta una choza de paredes de barro y techo de paja seca. En el interior se escuchan los gritos desgarradores de una mujer. Héctor se detiene frente a la puerta, pero entra cuando escucha el gemido de dolor de un infante y nuevos gritos de mujer. Adentro, un hombre y una mujer atienden a una niña pequeña que yace sobre el piso, cubierta por una sucia manta raída y bañada en sudor. Una anciana reza el rosario. La niña se retuerce de dolor. El padre y la madre están desesperados. Héctor examina a la niña y se percata que arde en fiebre. Se ofrece a cargarla hasta el pueblo de Santa Fe, pues en ese día de elecciones seguramente habrá alguien que pueda ayudar a la niña. Héctor pide a los padres que aten a la niña en su espalda para que pueda desplazarse más rápido. La anciana, ciega, palpa el rostro de Héctor con la mano y pregunta si la niña se va a salvar. Héctor desciende de prisa por el sendero montañoso con la niña colgada a su espalda como muñeca de trapo. Es de noche cuando Héctor se acerca a Santa Fe. Varios muchachos pasan cerca del sacerdote, pero Héctor va con prisa y no los ve. Más adelante, Héctor se detiene y deposita a la niña en el suelo. Cuando comprende que la niña ha muerto, la abraza con fuerza y comienza a llorar. Moreira, Ordóñez y otros políticos están desconcertados al darse cuenta que la gran mayoría de los campesinos de Santa Fe no acudió a votar. Nunca antes había sucedido algo parecido. Los mismos muchachos se acercan con sigilo a la planta eléctrica y cortan algunos alambres, dejándola inservible. La cantina queda a oscuras y se produce confusión en el centro electoral. 68

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Días más tarde, Héctor está reunido con un grupo de campesinos en el rancho parroquial. Menciona la muerte de la niña y pregunta por qué murió. El mismo silencio prolongado. Héctor está preocupado que se repita lo sucedido en la primera reunión. Pero un campesino se pone de pie y opina sobre la muerte de la niña. El comentario es seguido de otros. Concluyen que la niña murió porque era pobre. Héctor aprovecha para volver a preguntarles por qué ellos son pobres. Varios no demoran en levantar sus voces para opinar sobre la razón de su pobreza. Héctor se limita a escuchar. Al cabo de un tiempo, pregunta a los presentes si tienen hambre. Todos tienen hambre, mucha hambre. Entonces Héctor les invita a reunir dinero para la comida. Se pone de pie y deja caer cinco centavos en el piso, en medio de todos. Entonces pregunta qué pueden comprar con ese dinero. Unos cuantos confites, pero no suficiente para todos, responde alguien. Poco a poco, los campesinos van sumando monedas hasta que logran reunir dinero para la comida del grupo. Después de comer, Héctor pide a los campesinos reflexionar sobre lo sucedido. Dios no quiere que sean pobres, les dice. Si todos trabajan unidos, pueden mejorar sus vidas. Al día siguiente, los campesinos se dedican a recoger dinero en las distintas comunidades. En la noche cuentan lo recogido, casi nueve dólares, y con ese dinero deciden comprar un saco de sal para venderla entre ellos mismos. En la madrugada, tres campesinos salen hacia Santiago y regresan por la noche con un saco de sal a cuestas. Los campesinos terminan de construir un kiosco pequeño donde ponen la sal en venta. A los pocos minutos la han vendido. Con la ganancia deciden comprar más sal, fósforos y querosén. Semanas después, varios campesinos hacen sus compras en un kiosco más grande y surtido con más productos. El kiosco tiene un letrero que dice: «Cooperativa». En una de las tiendas del pueblo, el dependiente invita a unos campesinos que pasan por ahí para que compren un artículo en oferta. Uno de ellos responde que ahora compran ese artículo a un precio más bajo en su propia tienda. Un tiempo después, un grupo de campesinos trabaja un sembradío de café. Un terrateniente llega a caballo y pregunta cuándo estará lista la cosecha para comprarla. Ascanio, uno de los campesinos, con69

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testa que el sembradío es ahora propiedad de la cooperativa, y aún no han decidido a quién le venderán la cosecha ese año. Molesto, el terrateniente los amenaza. Esa noche, en el kiosco de la cooperativa, Héctor recomienda a los campesinos vender la cosecha de café directamente en el mercado de Santiago. Ascanio advierte que es peligroso, los terratenientes no lo permitirán. Algunos piden considerar la oferta de los terratenientes. Pero la mayoría vota por buscar el mejor precio en la ciudad. En la sala de Francisco Moreira, los terratenientes discuten las pérdidas que han tenido ese año y las que tendrán si no compran la cosecha de café de los campesinos. En ese momento, la música en la radio es interrumpida para informar del golpe de Estado al presidente electo, doctor Arnulfo Arias, por militares de la Guardia Nacional de Panamá liderados por el coronel Omar Torrijos. La noticia impacta al grupo, pues Torrijos es primo hermano de Francisco Moreira. Poco después, las autoridades cierran el kiosco de la cooperativa por no tener permiso. Héctor viaja a Santiago y debe enfrentar varias trabas burocráticas en distintas oficinas municipales antes de obtener finalmente el permiso. Al salir de la última oficina, nota que un hombre lo sigue. Varias semanas después, en el kiosco de la cooperativa, Ascanio y un grupo de campesinos exige su parte de las ganancias de la venta del café. Héctor y otros campesinos deciden no repartir el dinero, sino invertirlo en la cooperativa. Ascanio y su grupo se marchan, enojados. Nuevamente llega la fiesta de San Pedro (1969). En esta ocasión, Héctor preside la procesión nocturna a la cual han acudido miles de campesinos. No se observa mucha gente en el pueblo, lo que indica la marcada división que se ha producido en Santa Fe. Al día siguiente, Héctor y Jacinto caminan por el pueblo. Moreira intenta arrollarlos con su vehículo. Varias personas presencian el incidente, entre ellos un periodista de Panamá que acaba de llegar. Le pide una entrevista a Héctor; el trabajo del sacerdote con los campesinos de Santa Fe ya es conocido en la capital panameña. Héctor y el periodista llegan a la pequeña choza detrás del rancho parroquial donde duerme el sacerdote y encuentra a un grupo de mujeres que le

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han hecho un colchón con plumas de gallina para que deje de dormir en el suelo. Héctor, muy agradecido, prueba el colchón. —Ustedes son maravillosas, mujeres —dice. El periodista toma fotos. Semanas después, un camión llega a Santa Fe con varias docenas de estudiantes universitarios de la capital. Algunos visten chaquetas y pantalones camuflados, mochilas, cantimploras y otros artículos militares de segunda mano usados regularmente por los jóvenes de la época. Los estudiantes llegan a la nueva sede de la cooperativa, donde ayudan a los campesinos a colocar un letrero que dice: «C o o perativa La Esperanza de los Campes i nos » Adentro, Héctor explica a los universitarios el trabajo que van a realizar en las distintas comunidades campesinas de Santa Fe. En el campo, los estudiantes trabajan hombro con hombro con los campesinos. Ramiro Ponce, estudiante de leyes, a quien Héctor se acerca para pedirle prestada una cuchilla, mientras se quita la zapatilla de lona. Héctor usa la cuchilla para perforar un agujero en la punta del calzado. Cuando se lo vuelve a poner, por el agujero se asoma el dedo gordo muy hinchado. El sacerdote, aliviado, continúa la labor. Varios días después, los estudiantes regresan a Panamá, pero Ponce decide permanecer en Santa Fe. En el camino, el camión donde viajan los estudiantes es detenido por la Guardia Nacional y los muchachos son detenidos acusados de iniciar un foco guerrillero en Santa Fe. Los estudiantes permanecen arrestados hasta que el jefe militar de la zona los libera, porque entre ellos se encuentra su sobrina, la hija de su hermana. Meses después (1970) en la cooperativa, Héctor, dos monjas, Jacinto y otros colaboradores preparan un encuentro de comunidades campesinas, cuando se escucha en la radio la noticia del derrocamiento del general Omar Torrijos por militares de derecha, mientras se encontraba en México. Poco después, Torrijos y un grupo de oficiales descienden de una avioneta en el aeropuerto de una cabecera provincial cercana a la frontera con Costa Rica. Lo espera el jefe de la zona militar, el teniente 71

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coronel Manuel Antonio Noriega, quien le asegura a Torrijos que todos los cuarteles de las provincias se le unirán en una marcha por la carretera Panamericana hasta la capital. Ese día en Santa Fe, Moreira y un grupo de personas del pueblo intentan convencer a los campesinos de salir a la carretera Panamericana para apoyar a Torrijos. Los campesinos prefieren irse a trabajar en los terrenos de la cooperativa. Moreira los amenaza antes de partir con su gente. Meses después, un helicóptero desciende en medio de Santa Fe. El general Omar Torrijos baja y se toma varias fotos con los niños del lugar. Luego se reúne con Héctor bajo la sombra de un árbol. Muchos campesinos observan a distancia. Moreira y su gente también observan. Torrijos dice admirar la obra de Héctor y se ofrece a ayudarle, pero a cambio le exige terminar con el divisionismo en Santa Fe. Héctor le explica que no está en sus manos, pues es resultado de la ambición de los terratenientes. El sacerdote añade que los campesinos han adquirido conciencia de su valor y ahora trabajan en mejores condiciones. Héctor le propone a Torrijos preparar una propuesta de desarrollo integral del área, preparada por los campesinos. El general acepta de mala gana volver a reunirse con Héctor, no le ha agradado la negativa de Héctor a acceder a sus peticiones. Otro día, un vehículo se estaciona frente a la casa de doña Juana, una viuda de Santa Fe que vive con una hija. Bajan cuatro funcionarios y llaman a la puerta. Tienen una orden para desalojar a la viuda de su hogar. Nadie responde y los funcionarios insisten, sin darse cuenta que el sitio se ha llenado de campesinos. Cuando la viuda finalmente abre la puerta, los campesinos impiden que la desalojen y obligan a los funcionarios a retirarse. Poco después, Héctor y los campesinos preparan la tierra para la próxima cosecha. Ascanio y otros están descontentos porque no han recibido su parte de las ganancias y amenazan con salirse de la cooperativa. Héctor, Jacinto y otros campesinos se muestran preocupados, pues sin unidad la cooperativa no podrá prosperar. Más tarde, un grupo de terratenientes le propone a Ascanio comprar su cosecha y la de otros campesinos a mucho mejor precio. Ascanio les dice que lo va a pensar. 72

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Por la noche, Héctor duerme en la choza detrás de la parroquia. Un vehículo se aproxima con las luces apagadas, dos hombres bajan, se aproximan a la choza y le prenden fuego. Héctor despierta en medio de las llamas, pero logra salir. Varios campesinos han acudido en su ayuda, entre ellos Jacinto y Ascanio. Al amanecer, la choza se ha reducido a escombros humeantes. Las mujeres sirven café de un caldero. Ascanio está enojado por el atentado y le promete a Jacinto no dejar la cooperativa. Meses después (1971), Héctor, Jacinto y Ponce esperan el camión transporte en Santa Fe. El sacerdote viajará a Panamá para entregarle la propuesta campesina a Torrijos. Le ha escrito varias cartas al general, sin obtener respuesta. Ponce le muestra una moneda pequeña, conmemorativa de la independencia de Panamá de Colombia. Héctor se queda con la monedita, dice que quiere llevarla para que puedan identificarlo en caso de que algo le suceda. Las palabras de Héctor sacuden a Jacinto, pero el sacerdote sólo le pide que si algo le sucede, no pierdan tiempo buscándolo y sigan la lucha. En la capital, Héctor no logra entrevistarse con Torrijos. En una entrevista en Radio Hogar, emisora de la Iglesia católica, Héctor habla del compromiso de la Iglesia con el movimiento campesino de Santa Fe y menciona las distintas amenazas que ha sufrido de parte de los terratenientes del lugar. En la comandancia de la Guardia Nacional, el coronel Manuel Antonio Noriega, ahora jefe de inteligencia militar, escucha las palabras del sacerdote en la radio. Cuando Héctor regresa en el camión a Santa Fe, la guardia lo arresta y encierra en el cuartel de Santiago. Le acusan de haber dañado la planta eléctrica del político en las elecciones, casi tres años atrás. Al día siguiente, cientos de campesinos y habitantes de Santiago se reúnen frente al cuartel para exigir la libertad de Héctor. Cuando el sacerdote es finalmente liberado, la muchedumbre lo levanta en hombros como a un héroe. Una noche después, en la cooperativa, Héctor y los campesinos hacen planes para comprar más tierra. Al mismo tiempo, tres hombres cancelan la cuenta en un hotel de Santiago. Los hombres salen del hotel, suben a un vehículo todoterreno verde y emprenden la marcha. 73

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Afuera de la cooperativa, Héctor y Jacinto se despiden del grupo. El vehículo verde recorre el camino montañoso a Santa Fe. Héctor y dos monjas conversan con Jacinto y Clotilde afuera de la casa de la pareja. Después, todos se retiran a dormir. Héctor se acuesta en la sala. Cerca de la medianoche, el vehículo verde se estaciona a cierta distancia de la casa de Jacinto. Dos hombres bajan y se aproximan a la casa. Los hombres llaman a Jacinto, pero es Héctor quien responde. Los hombres le ordenan que los acompañe a Santiago, tienen una orden de arresto. Héctor responde que al día siguiente acudirá al cuartel, ahora está muy cansado, sólo quiere dormir. Ellos insisten. Jacinto se asoma y Héctor le indica guardar silencio. Los hombres amenazan con arrestar a todos los de la casa si no obedece. Héctor sale y marcha delante de los hombres hasta el vehículo. Jacinto sale. Escucha un golpe y un grito de dolor; seguidamente escucha el sonido de un bulto pesado cayendo en el maletero del vehículo. El coche arranca a toda velocidad. Jacinto corre hasta el camino y tiene que lanzarse para no ser arrollado. La noticia se extiende como reguero de pólvora. En unas horas, la tranquila campiña es perturbada por un centenar de luces pequeñas que pululan como luciérnagas poco antes del amanecer. Luces de linternas de mano y lámparas de querosén que campesinos de todas las edades usan para escudriñar la maleza, removiendo arbustos con estacas de madera, botas de hule, sandalias de cuero o con los pies descalzos. La angustia reflejada en rostros fatigados que miran de un lado a otro con los ojos bien abiertos examinando cada pulgada de terreno. Las bocas gritan lo que parece un nombre: «¡Étor!» «¡Étor!» «¡Étor!» Los gritos se intensifican con el viento fuerte de la madrugada montañosa como un coro triste y penetrante que acentúa la desesperación de la búsqueda. Los campesinos de Santa Fe han buscado al padre Gallego durante más de cuarenta años y durante todo ese tiempo han seguido luchando juntos. Hoy día, la Cooperativa La Esperanza de los Campesinos es la principal actividad agrícola y comercial de Santa Fe. Y cada 9 de junio, miles de campesinos se reúnen para recordar al hombre que cambió sus vidas. 74

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El general Omar Torrijos murió en un misterioso accidente aéreo en 1981. Manuel Antonio Noriega se convirtió en el hombre fuerte de Panamá hasta 1989, cuando Estados Unidos invadió el país para capturarlo. El padre Héctor Gallego fue el primer sacerdote católico desaparecido por las dictaduras militares latinoamericanas. Su cuerpo nunca apareció. Por esa razón, el Vaticano no lo ha beatificado como mártir de la Iglesia.

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I sma e l Zava l a (Ciudad de México). Ingeniero civil y estudiante de guión cinematográfico en el Centro de Capacitación Cinematográfica (ccc). Su trabajo ha formado parte de la selección oficial en diversos festivales de cine del país en la categoría de guión de cortometraje y ganador en festivales de terror y ciencia ficción.

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El refugio de Naty

Ismael Zavala

N

aty, de doce años, es una niña delgada y morena que a su edad apenas cursa el cuarto año de primaria. Vive con su abuela, doña Refugio, de 55 años, una señora de cabello cano y largo, humilde y fuerte, que trabaja como voluntaria del servicio de limpia de la Ciudad de México. Por la mañana Refugio se prepara para llevar a su nieta a la escuela. Atiende amablemente a Naty quien parece molesta, la observa antes de servirle el desayuno: una taza de avena. Le pregunta si va a seguir con su berrinche del celular. La niña le responde que sí, que todos sus compañeros tienen uno y trata de convencer a su abuela diciéndole que con un teléfono celular puede comunicarse con ella. Refugio le pide que la espere tantito porque ahora tiene otros gastos. Naty, que viste el uniforme de la escuela, le dice que siempre hay otros gastos y sale molesta azotando la frágil puerta. Refugio sale atrás de ella y la alcanza. Jalándola del brazo, le dice que si sigue con sus arrebatos ni siquiera le comprará los zapatos que le pidió. Naty con lágrimas por su rabieta, corre rumbo a la escuela y deja atrás a su abuela, quien se detiene para quejarse de un dolor en el vientre. Sólo alcanza a ver las puertas de la escuela cerrando. Ese día, Refugio barre por la mañana las calles del centro de la ciudad. Viste un gastado uniforme amarillo fluorecente y empuja un carrito con dos tambos de basura para llevarla al depósito delegacional cubriendo su ruta cotidiana. Mientras barre la calle afuera de un salón cercano a la Plaza de Garibaldi, encuentra un celular entre la basura y el polvo. 77

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Al llegar a su pequeño cuarto en la vecindad donde vive, analiza y manipula el aparato, logrando encenderlo: aún funciona. Lo coloca en la cama de su nieta cerca de donde se encuentra un portarretrato con su foto. Naty aún no regresa de la escuela. Refugio prepara la comida y sirve dos platos en una pequeña mesa de madera con dos sillas viejas. Observa el reloj, aún no regresa. Hace dos horas que debió haber llegado. La incertidumbre hace que Refugio decida salir a buscarla. Doña Refugio camina por las calles buscando a su nieta. Recorre los alrededores de la escuela donde ya no hay alumnos. Acude con los maestros de la escuela quienes están por salir y con prisa le informan que Naty no acudió a la escuela. Se dirige a la casa de la amiga de Naty para preguntar por ella. La madre de la niña le dice, molesta, que ahí no ha estado y que su hija ya no se junta con ella por grosera; la mira despectivamente. En su búsqueda por la tarde, cerca de la ruta que barre, Refugio observa salir de su consultorio a Maribel, cuarenta años, psicóloga con la que llevaba a terapia a Naty desde el abandono de su madre. Le recuerda que dejó de llevar a la niña a las terapias por falta de recursos y porque Naty le dijo que se sentía bien. Le pide ayuda para buscar a su nieta. Maribel responde que tiene que acudir a un curso de inducción de adoptabilidad al que no puede faltar, pero le aconseja que levante un acta cuanto antes en el Ministerio Público (m p) que se encuentra cerca de ahí y que lleve fotografías de su nieta. Refugio acude al m p . Es recibida por Lucrecia, de 35 años, una abogada déspota. Acaba de suceder una balacera en un restaurante, demasiadas personas esperan turno, por lo que Refugio tiene que esperar para levantar el acta. El tiempo pasa y cada vez más desesperada porque no la llaman y con la incertidumbre del paradero de Naty, ingresa hasta el interior de las oficinas suplicando para que la atiendan. En voz alta y con rabia, solicita que la atiendan. Ante el escándalo, sale el director de la oficina para ver qué sucede. Refugio le dice que lleva horas esperando su turno y no la llaman, el tiempo pasa y podría estar buscando a su nieta. El director, molesto por la escena, regaña a Lucrecia por no haberla mandado de inmediato al Centro de Personas Extraviadas (CPe) . 78

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La licenciada Lucrecia, de mala gana, informa a Refugio sobre los documentos necesarios para reportar la desaparición. Le avienta una hoja para que en ella apunte lo que requiere, pero al observar la lentitud y dificultad con la que escribe Refugio, le arrebata la pluma y escribe ella misma la lista de requisitos y la dirección del centro de apoyo. Naty vaga solitaria por las calles de Santa Martha. Está buscando a su padre. Lo encuentra en las cercanías de un parque con varios sujetos que están drogándose. Lo saluda, sin embargo a su padre le cuesta trabajo reconocerla. Refugio declara en el C Pe, explica que vive sola y que ella está a cargo de su nieta tras la partida de su hija a Estados Unidos. La madre no volvió a llamarles después de casarse con otro hombre allá. El agente Peralta, de unos cuarenta años, le pregunta dónde podría haber ido su nieta. El interrogatorio inicia con preguntas acerca de la vida amorosa de Naty. Refugio le responde que es sólo una niña. El agente afirma que hoy en día a esa edad las niñas tienen novio y que tal vez se fue con él. Refugio se molesta por el comentario, exige al agente que respete el dolor que siente, le pregunta cómo puede comentar eso si aún no sabe nada de ella. Le pide que realice su trabajo o lo reportará. El agente molesto le dice que no le importa dónde se queje, que todavía no declara y ya está de delicadita, que callada ayudaría más a realizar su trabajo. Doña Refugio, resignada, le dice que tal vez podría estar con su padre a quien casi no ve, pues es adicto y no tiene vivienda fija por lo que no sabría dónde ubicarlo. El agente Peralta indica que realizará la búsqueda y rastreo, que es necesario esperar la investigación correspondiente. Que por ser una menor de edad se activará la Alerta Ámber. El agente Peralta acude a casa de Refugio para decirle que algunas personas parecen haberla visto platicar con un sujeto que, de acuerdo con las características, es su padre. Esto le da nuevas esperanzas, sólo hay que seguir la línea de investigación de ese sujeto. Peralta le sugiere acelerar la investigación a cambio de cinco mil pesos. Refugio se molesta y le pregunta si no ve en las condiciones que vive. Peralta sube a su vehículo de inmediato. Ahora el consuelo de Refugio es que al menos Naty está viva, su único temor es que su nieta la haya dejado sola, igual que su hija. 79

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Refugio camina por las calles repartiendo volantes con la foto de su nieta extraviada, colocándolos en los postes y entregándolos a la gente. Agotada, en su casa observa los muñecos de peluche sucios de Naty, tiene miedo que esté muerta. Parece perder la esperanza, no logra conciliar el sueño. Después de ocho meses de búsqueda, acuden los agentes de la policía judicial a casa de Refugio, quienes sólo dejan una carta y se retiran. La misiva informa que Naty fue localizada. Refugio llega al M P donde la atiende la licenciada Lucrecia, ahora más accesible. Le hace entrega de los exámenes médico y ginecológico practicados a Naty a petición del agente del m p que deja a Naty en manos del DI F . Le informa que tendrá que acudir con una trabajadora social en las oficinas del D IF con documentos que acrediten su parentesco, para que le entreguen a su nieta. Refugio acude a las oficinas del DI F . Ve a Maribel, la psicóloga, que sale llorando de un aula. Refugio la saluda y le pregunta cómo está. Maribel, después de un mes de sesiones para adoptantes, acaba de recibir la improcedencia de su trámite para adoptar. Refugio le cuenta que vino a recoger a su nieta y Maribel decide hacerle compañía. Ambas se sientan a esperar a que Refugio sea atendida. Mientras tanto, le explica el comportamiento de su nieta, que empeoró después de las citas con ella. Le cuenta que la niña estaba siendo molestada en la escuela por ser nieta de la barrendera, que se siente avergonzada de ella, por lo que quería dejar la escuela. Al escuchar la historia, Maribel siente empatía con Refugio. Entiende su dolor y su impotencia. Por teléfono cancela algunas citas con sus pacientes. La trabajadora social, Martha, de unos 45 años, una gorda distraída, se presenta con Refugio. Les explica el procedimiento y los documentos que necesita para acreditar que es una tutora responsable. Maribel se interpone y declara que ella es la psicóloga de la niña y de la abuela por lo que ella puede firmar la valoración y corroborar que es una tutora responsable. De inmediato interviene el jefe de Martha, el contador Carrasco, de unos 55 años, funcionario delgado y de traje desaliñado, para decirles que también deben presentar exámenes médicos y toxicológicos, por lo que, por el momento, no podrá ver a su nieta hasta que presente toda la documentación. 80

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Refugio trata de ablandar a Carrasco para que el trámite sea más ágil y asequible. El contador argumenta que las leyes están hechas para proteger al menor de edad y que son pasos obligatorios que no pueden ser ignorados. Maribel no se explica por qué el proceso es más difícil que el de adopción. La psicóloga recomienda a Refugio con médicos conocidos para que obtenga pronto los exámenes médicos. El médico observa unas protuberancias en el estómago de doña Refugio, que miente al decir que no le ocasionan dolor. El médico le aconseja acudir con un especialista. Refugio le pide que no lo mencione en el expediente médico por el riesgo a que no le entreguen a su nieta. El médico accede, pero con la condición de que le prometa ver a un especialista. Refugio reúne los documentos. La fe de bautizo, la boleta de la escuela y la credencial de natación a donde lleva a Naty. Al ir a trabajar, observa que un joven está barriendo su ruta. Al llegar al patio de la subdelegación donde trabaja no encuentra su carrito de basura. El jefe del departamento de Limpia le dice que su ruta ya la está cubriendo otra persona, pues ella dejó de pagar su cuota varios días. Refugio se ve obligada a pepenar botellas de plástico y cartón. Costales de basura se van juntando en la entrada de su casa puesto que ya no caben. Comienza a sentir continuos dolores. Meses después, cuando finalmente logra cumplir los requisitos, Refugio y Maribel acuden a las oficinas centrales del DI F donde las atienden la trabajadora social Martha y otros funcionarios, entre ellos el licenciado Arnulfo López, de cincuenta años, y el contador Carrasco, los comisionados del caso. Los funcionarios explican a la agotada Refugio que Naty se encuentra bien y que en cualquier momento se puede ir con ella. Sin embargo, la comienzan a interrogar sobre su trabajo. Le mencionan los resultados de los exámenes que le han realizado a Naty y que necesita tratamiento médico para su dislexia, le recomiendan que realice sus estudios en un colegio donde no sea molestada. Ponen en tela de juicio sus posibilidades para brindarle todo eso a su nieta. Carrasco le ofrece ayuda para que la niña reciba todo esto a cambio de que su nieta continúe en ese lugar. Martha le dice que es lo mejor para Naty. 81

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Convencen a Refugio que su nieta tendrá un futuro diferente, por lo que firma el documento donde acepta que Naty continúe en el DI F a cambio de que reciba tratamiento psicológico y médico, y que pueda continuar sus estudios hasta la universidad. Doña Refugio podrá visitarla los domingos. Una vez firmado el documento, se le permite a Refugio hablar con su nieta a solas, después de tanto tiempo. En el interior de la sala, Naty le confiesa llorando a su abuela que ha sido abusada en diferentes ocasiones en ese lugar y le suplica que no la deje ahí. Refugio pregunta a Carrasco qué es lo que sucede. El funcionario le dice que investigará el caso. Refugio le solicita que le entreguen a su nieta. El funcionario le dice que no puede llevársela porque ha firmado un documento, pero que podría visitarla el próximo domingo. El dolor en la zona del estómago de Refugio se hace más intenso. Cada domingo acude Refugio para que la dejen ver a su nieta, pero siempre se la niegan. Le dicen que no atienden a pordioseras. La siguiente vez le dicen que en los documentos aparece que se le niega por no ser tutora responsable. Refugio acude con Maribel, le habla de los abusos que ha sufrido su nieta. Revisan los exámenes médicos realizados a Naty en el mp meses atrás. Los exámenes mencionan que Naty no presentaba desfloración. Maribel y Refugio se presentan y exigen que les entreguen a Naty, sin embargo la trabajadora social Martha les dice que ya está en una casa hogar atendida por religiosas. Un joven se acerca para preguntarles acerca de su caso. Es Rigoberto, de 35 años, quien afirma ser periodista y estar investigando otro caso similar. Al ver la negativa de los funcionarios hacia Refugio en sus constantes visitas, Rigoberto le da su número telefónico y el domicilio exacto de la casa hogar donde fue llevada Naty: las investigaciones del otro caso apuntan hacia ese lugar. Refugio, a pesar de su cansancio al caminar, está dispuesta a visitar la casa hogar; sin embargo, no logra llegar al sentir el mismo fuerte dolor que le impide continuar caminando. Se agravan sus dolores en la zona del estómago y su estado de salud empeora cada vez más. Débil y demacrada, Refugio recibe a Maribel en su casa, quien le cuenta que escribió a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, 82

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para exigir que le regresen a su nieta, ya de quince años, y que la presenten a la Fiscalía de Delitos Sexuales de la PGJ Df , para que se inicie una averiguación previa por el delito de violación. En la fiscalía, Refugio sonríe al lograr ver a su nieta. Mientras Naty rinde su declaración, Refugio espera a que termine para acercarse y darle un abrazo. Naty la rechaza cuando lo intenta. Su nieta la evita, le dice que no la quiere ver. Le recrimina haberla abandonado en ese lugar en donde es explotada. La débil Refugio desfallece ante el desprecio de su nieta. Maribel se acerca para defender a Refugio. Le dice a Naty que su abuela cayó enferma y aún así insiste en sacarla de ese lugar, que ella no tiene la culpa, las trabajadoras sociales en complicidad con Carrasco nunca le han permitido verla. El licenciado Arnulfo y el contador Carrasco se llevan a Naty. Está confundida sobre lo que pensaba de su abuela al escuchar las palabras de Maribel: es demasiado tarde. Naty es subida al vehículo oficial del D I F . Maribel pregunta por qué se la llevan. El juez le dice que Naty ha negado el abuso, por lo tanto se requerirán más exámenes y una investigación más profunda por ser menor de edad, mientras continuará en manos del D IF. Maribel es amenazada por el contador Carrasco para que deje de meterse o podría ocurrirle algún accidente. Amenaza también a Refugio, quien apenas se recupera. Le pide que abandone el caso o interpondrán una contrademanda por maltrato intrafamiliar, ya que Naty declaró maltrato por parte de su abuela. Les dice que si quieren llegar a un acuerdo tendrán que aceptar que Naty está afectada de sus facultades mentales. Sólo así la dejarán en libertad. El licenciado Arnulfo les dice que si quieren verla, tienen que retirar la demanda a fin de agilizar su salida. El mp informa que deben promover un juicio de interdicto y contratar a un abogado. Maribel está dispuesta a pagar el juicio y el abogado de Refugio, el sentimiento de justicia la conmueve para seguir apoyando a la abuela. Por la tarde, cuando Maribel cierra su consultorio después de una terapia, una mujer con aspecto de prostituta se le acerca con el pretexto de pedirle informes de un domicilio. Violentamente la empuja 83

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hacia adentro del consultorio y la tira al piso. Llegan otras dos mujeres a quienes la prostituta les abre la puerta y comienzan a destrozar todo lo que encuentran en el consultorio. Cuando terminan, le dicen que es para que deje de andar de metiche. Huyen en una camioneta. Maribel acude a la casa de Refugio, quien se encuentra en cama, delicada de salud. Maribel le cuenta lo ocurrido y confiesa que tiene miedo y duda sobre querer continuar ayudándola. Le propone retirar la demanda para que le puedan entregar a su nieta. Refugio le aclara que después de todo lo acontecido ya no confía en las autoridades. Refugio le pide de favor a Maribel, sabiendo que su salud empeora y el proceso de demanda es largo e incierto, que la lleve a la casa hogar recordándole la dirección que les dio el periodista. Es su última esperanza para ver a Naty. Lo único que quiere es ver a su nieta después de casi tres años de su desaparición. Maribel percibe los fuertes dolores que tienen a Refugio postrada en su cama. Imposible que acuda por sí misma. Doña Refugio le cuenta que había encontrado una silla de ruedas que con un poco de mantenimiento podía servir para que la lleve. Maribel la toma de entre el montón de cartón y botellas de plástico que Refugio acumulaba para cubrir sus gastos desde que quedó sin empleo. Maribel empuja a Refugio por las calles. Llegan a una vivienda con muy mal mantenimiento, que se encuentra cerrada. Refugio insiste en acercarse. Salen algunas camionetas por la puerta trasera del lugar. Está atardeciendo y Maribel identifica la camioneta de las mujeres que destrozaron su consultorio; llevan a varias jóvenes vestidas con ropa indiscreta. Naty no está entre ellas. Temerosa, decide llevarse a Refugio aun contra su voluntad. La convence para marcarle al periodista en busca de ayuda. Maribel llama a Rigoberto. El periodista afirma que está interesado en acudir para continuar la investigación del caso de otras mujeres en esa casa hogar. Refugio, desconsolada, es llevada a casa de nuevo a seguir padeciendo la pena de no ver a su nieta ni haber podido darle una vida mejor. Rigoberto acude al M P con pruebas para solicitar una visita al lugar con policías de investigación. Gracias al caso de Naty logró reunir los historiales de denuncias y las pruebas suficientes para solicitar la intervención de las autoridades. Rigoberto logra que la PGR realice el 84

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operativo en la casa hogar. Los policías descubren que las camionetas del D I F llevan a las chicas a prostituirse, entre ellas encuentran a Naty. Las condiciones del lugar son insalubres e indignantes. Es una red de trata, protegida por el contador Carrasco y controlada por el licenciado Arnulfo, confiesan algunas chicas mientras Rigoberto toma fotos del operativo en la casa hogar. Maribel acude también para recibir a Naty por la imposibilidad de Refugio, quien fue hospitalizada unos días antes. Después del operativo, tras las declaraciones, Naty es puesta en libertad. Maribel le cuenta la lucha de su abuela por salvarla. Le dice que está convaleciente en el hospital y que el operativo se realizó gracias a la insistencia de su abuela quien nunca se rindió para recuperarla. En su lecho de muerte, Refugio recibe la noticia de que Naty está libre, nada la había hecho tan feliz desde entonces. Cuando Maribel le dice por teléfono a Refugio que Naty está libre, se le dibuja con dificultad una sonrisa en su semblante, le cuesta trabajo respirar. La noticia fue un hálito de vida para Refugio, quien ahora lucha por ganarle unos instantes más a la vida para verla libre. Naty y Maribel llegan corriendo a la sala del hospital donde se encuentra Refugio. Las enfermeras le acaban de poner una careta con oxígeno. La adolescente, llorando, abraza a su abuela pidiéndole disculpas por haber salido de casa y por haber dudado de su afecto. Refugio no puede hablar, sin embargo está conciente, el movimiento de sus ojos lo confirman. Refugio hace señas a Maribel para que se acerque, le pide su mano, como señal de agradecimiento. Enseguida, toma la mano de Naty que se encuentra a su lado, y la une con la de Maribel. La sonrisa vuelve a aparecer en su rostro. Maribel entiende lo que quiere decir Refugio. Maribel le dice que no se preocupe, para enseguida darle un fuerte abrazo a Naty. La dificultad para respirar se agudiza. Entra una enfermera para atenderla. Les pide a las visitantes que salgan. Naty llora y abraza a Maribel mientras entra un médico apresurado.

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H é c to r A d o l f o R o j o J i m é n e z (Ciudad de México, 15 de agosto de 1984). Estudió Literatura en la UAM- I y en la Universidad Veracruzana. Escribe poesía y narrativa. Ha publicado ensayos sobre cine en la versión digital de la revista Cuadrivio. Actualmente trabaja en un proyecto editorial y de comunicación llamado Malabar.

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Sobre la plaga humana

Héctor Rojo

M

ateo huye por el bosque, sin correr pero a paso constante. La tarde está cayendo. En el rostro lleva contenida una rabia salvaje, entre el alarido y el llanto. Por momentos se detiene para orientarse, la hojarasca le llega casi a las rodillas. Diversos animales se ocultan y se retuercen en los árboles, como vigilantes inconscientes de aquel paraje. Por encima de las copas de los árboles no se alcanza a ver el fin del bosque. De pronto un relámpago atraviesa el cielo, aunque no se perciben nubes ni algún otro signo de tormenta. Segundos después, mientras avanza por las ramas que crujen a su paso, un trueno casi sobrenatural hace cimbrar los árboles. Los animales huyen. Mateo se detiene y mira hacia el techo de árboles, respira profundamente y comienza a caminar más deprisa. Algunas gotas de lluvia comienzan a caer, gordas y pesadas. Relámpagos y truenos cada vez más ensordecedores. Mateo se aleja hacia el interior del bosque en medio de la luz y el escándalo de la tormenta. Antes, Mateo había estado con Ángela, su novia, embarazada de doce semanas. Ambos tienen veintitantos años, no más de 25. Brindaban con su madre y su pequeño hermano por las buenas noticias que les había dado el médico respecto al embarazo. En casa de él se preparaban para salir a un rodeo donde algunos amigos montarían toros y caballos. La madre de Mateo le advierte que últimamente el ambiente está muy pesado, violento, con tanto narquillo nuevo, que por favor no regresaran muy tarde. Miguel, su hermano de tres años, pide a Mateo que lo lleve, pero todos están de acuerdo en que es muy pequeño para ir. Cuando Mateo va por su sombrero, su madre se acerca a Ángela y 87

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le pide que se cuiden, que no permita que su hijo se meta en problemas. En el bosque, Mateo sigue avanzando. Hay una lluvia persistente y por momentos el cielo se ilumina con los relámpagos. Está oscureciendo y puede notarse su desesperación. Maldice y grita. Se queda quieto, agarrado a un árbol. Hay algo a su alrededor: animales cuadrúpedos lo acechan. No son lobos ni coyotes, de hecho no alcanza a verse muy bien qué son. Tienen el lomo más encorvado que cualquier bestia y no tienen pelo. Emiten una especie de risa infantil. Mateo comienza a sentirse rodeado y corre. Detrás de él avanzan las criaturas del bosque que, para ir más rápido se yerguen en dos patas y corren encorvadas, como simios. Mateo sigue huyendo; de pronto tropieza, se pone en pie y continúa. Está casi completamente oscuro y la lluvia no cesa, apenas puede verse hacia adelante. Corre cada vez con más desesperación y comienza a gritar. Grita cada vez más fuerte y pronto se encuentra aullando como una bestia enferma o moribunda. Cae y comienza a rodar por una pendiente. En su caída levanta hojarasca, ramas, y golpea contra rocas y raíces prominentes; el golpe es tal que podría morir. Cuando llega al fondo, su rostro queda medio hundido en un charco. Su respiración es mínima. Mientras tanto, la lluvia arrecia y algunos relámpagos encienden el cielo. Truenos de fondo. La respiración continúa, pero él parece estar completamente inconsciente y con el rostro a punto de quedar cubierto por el agua. Cerca de ahí se escuchan las risas y los pasos de las criaturas del bosque. Mientras van en la camioneta por la carretera, en la calle hay gran cantidad de carteles de personas desaparecidas. La mayoría son mujeres, pero también los hay de hombres y niños. En el rodeo, Mateo y Ángela observan el espectáculo. Un grupo de borrachos escucha música mientras bebe en tres camionetas lujosas, negras. Se trata con mucha probabilidad de delincuentes. Uno de ellos, muy serio, lleva un vistoso sombrero negro con una cruz plateada bordada en el frente. La parte vertical de la cruz está adornada con una figura de la Santa Muerte. Los amigos de Mateo le ofrecen un trago de tequila, pero él no acepta y todos le hacen burla. Él aprovecha para avisarles que Ángela está embarazada y que pronto será padre. Sus amigos se alegran, brindan, se abrazan. Felicitan a Ángela, que sonríe y se sonroja. «Va 88

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a ser ganadero, como su abuelo», asegura uno de los amigos. Pero Mateo responde que no, que él trabaja duro para llevarse del pueblo a su hermano y ahora a su hijo, para que crezcan en otro ambiente y estudien. Cuando el rodeo está por terminar, Mateo y Ángela se despiden de los amigos que se quedan platicando y tomando lo que queda en la botella. Llueve ligeramente, apenas para decorar el escenario, pero Mateo se quita su sombrero y se lo pone a Ángela, que sonríe y lo abraza. Caminan hacia el vehículo de Mateo. Cuando se han alejado un poco, los de las camionetas comienzan a gritarle a Ángela. Ella de inmediato le pide a Mateo que no les haga caso. «¡Hermosa!» «¿Quieres ser mi novia, mamacita?», le gritan al principio, pero después comienzan a subir el tono: «¿Quieres un hombre de verdad, puerca? Te voy a coger por todos lados. Como te gusta, cochina». Ángela intenta llevarse más rápido a Mateo, que tiene cara de frustración y vergüenza. Ellos comienzan a arrojarles piedras, que casi les pegan. Se escuchan risas. De pronto, una botella se estrella a unos metros. Mateo no lo soporta más, voltea y les dice algo que apenas se entiende, pues tiene la garganta cerrada por la rabia. Ángela lo jala y trata de calmarlo, pero de inmediato todos se lanzan tras ellos. Los que estaban sentados en el cofre de las camionetas se bajan con actitud desafiante. Mateo y Ángela caminan más deprisa sin volver la vista atrás. Ya no caen piedras; parece que se han alejado lo suficiente. La lluvia comienza a arreciar. Cuando llegan al auto, voltean pero ya no ven a nadie. Arrancan. Ángela intenta calmar a Mateo: «Tranquilo, ya pasó. Estaban borrachos». Mateo no dice ni una palabra y comienza a manejar. De pronto suelta: «No pude defenderte. No puedo defender a mi hijo tampoco. No soy un hombre». Ángela lo interrumpe: «Cállate. Esos cabrones no tienen huevos. Van todos en bola y armados. ¿Quieres ser un hombre y que nos maten a los dos?» Circulan por una carretera de dos sentidos, que cruza una gran zona boscosa. Mateo comienza a tranquilizarse, pero alcanza a ver algo por el retrovisor: una mancha negra que se acerca bajo la lluvia. Antes de que pueda decir algo, una de las camionetas se le empareja; alguien viene asomado por la ventanilla. Ángela le grita: «No voltees, maneja. Maneja. Quieren que pierdas el control». 89

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De pronto algo, quizás una gran piedra, choca en el parabrisas y lo estrella. Mateo pierde el control y acaba fuera de la carretera, a la orilla del bosque. Ángela está espantada, no puede reaccionar. Mateo le pregunta si se encuentra bien y ella apenas contesta afirmando con la cabeza. Revisa que todos los seguros estén puestos. Alguien se acerca a la ventanilla y la rompe. En seguida sube el seguro, abre la puerta y saca a Mateo de los cabellos. Afuera tienen a Mateo arrodillado al borde de la carretera, mientras le apuntan con una pistola en la cabeza. Sacan a Ángela, que grita y llora. «Te sientes muy verga ¿verdad, cabroncito?», le dice quien tiene agarrada a Ángela, mientras la obliga a ponerse de rodillas, «Vas a ver cómo me la chupa antes de que me la lleve a pasear». Ángela llora y les dice que está embarazada. Mateo guarda silencio. «¿O prefieres que ella vea cómo me la chupas tú?», dice mientras se baja el cierre de la bragueta. Se acerca a Mateo, que sigue de rodillas, y comienza a orinarlo. Uno de los matones le mantiene la cabeza erguida para que reciba el chorro en la cara y el pecho. Cuando acaba, camina hacia Ángela. En este momento, Mateo logra desarmar con un movimiento brusco a quien lo amagaba y le dispara en el estómago. Luego dispara por la espalda al que lo ha orinado, quien se lleva las manos a las nalgas, y después dispara al que tiene agarrada a Ángela, que cae muerto. Corre al lado de Ángela mientras escucha cómo los demás matones bajan de las camionetas para ver lo que ocurre. El tipo del extravagante sombrero negro va detrás de todos con una calma inusual. En la confusión, Mateo le indica a Ángela que corra hacia el bosque, pero ella está lastimada. Ángela le ruega que escape él. Le asegura que a ella no la matarán y a él sí. Mateo duda unos momentos, pero cuando escucha que los disparos golpean a unos centímetros de ellos, recoge la pistola y corre hacia la espesura. Mateo corre a toda velocidad por el bosque en medio de la lluvia. No hay indicios de que lo sigan, pero aún así no deja de correr. De pronto para de llover y sólo se escucha su propia respiración. Ha disminuido la velocidad de su huida, hasta que se deja caer de rodillas junto a un árbol. Luego se acomoda para sentarse y comienza a dar alaridos de coraje. Aún hay luz del sol. En casa de Mateo, la policía interroga a su madre. Le dicen que es el principal sospechoso de un triple homicidio y de haber herido a 90

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un cuarto individuo. Martha, que es el nombre de la señora, se siente confundida. Sabe que Mateo no es agresivo, así que les insiste en que debe tratarse de un error, que tal vez lo hizo para defenderse. Los policías le explican que, según los testigos, Mateo estaba muy alcoholizado en el rodeo, por lo que su novia había intentado llevárselo, a lo que él reaccionó de manera violenta contra ella. Sus amigos trataron de calmarlo pero él la llevó a la fuerza al carro. Mientras caminaban, ella pidió auxilio a un grupo de personas a las que conocía, que intentaron ayudarla y Mateo sacó un arma con la que los amenazó y luego comenzó a dispararles. La madre se sienta en el sillón, pensativa e incrédula. Mira por una gran ventana: el cielo es claro, lleno de una luz milagrosa, y de pronto un relámpago lo parte a lo lejos. Un trueno lejano acompaña a aquel relámpago como un fantasma. «Paró la lluvia, pero esos relámpagos no anuncian nada bueno», dice uno de los policías, el que no había hablado hasta ahora, pues es de carácter más taciturno, y agrega: «Es una tormenta eléctrica, no tardan en llegar las nubes negras». Martha no puede creerlo, explica que Mateo no acostumbra andar armado. Pide hablar con Ángela. Los policías se miran uno al otro y después le dicen que ella es uno de los fallecidos. Antes de despedirse, los policías le piden que los llame si llega a saber algo de su hijo. Los tres miran por la ventana los relámpagos que siguen apareciendo en el cielo claro, y el rugido de un potente trueno los hace retroceder. Es el más fuerte que se ha escuchado. El policía que más habla, de carácter cínico, ríe y comenta: «No hay nada que temer ¿no, señora? Así es el clima en este pueblo». Afuera, a unas calles de distancia, una camioneta negra espera a los policías, quienes se dirigen a la ventanilla del tripulante, a quien informan que el tipo no ha ido para allá, que la madre no sabe nada. El hombre de la camioneta les ordena mantener vigilada la casa. Comienza a caer la noche. Se van. Es de noche en el bosque. Mateo está inconsciente encima de un charco. La lluvia ha parado y ya sólo caen algunas gotas de los árboles. Las criaturas del bosque están a centímetros de él. Lo olfatean. De pronto se escuchan pasos que se acercan. Las criaturas se inquietan y, cuando los pasos se escuchan más cerca, huyen. Dos personas se aproximan con una lámpara en la mano; visten impermeables, botas y 91

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sombreros. Uno de ellos remueve a Mateo con la bota. Él reacciona y pide con voz quejumbrosa: «Ayúdeme». Los hombres se hacen señales con la cabeza y lo ayudan a incorporarse. «Vamos», dice uno y entre ambos le dan apoyo suficiente para caminar. Se acercan a una casa grande de ladrillos y dos niveles. Es una estructura simétrica, con una amplia nave en el centro y dos construcciones más pequeñas a los costados, idénticas entre ellas. Por su fachada parece un granero altísimo, sin ningún adorno, pero por su estructura es como una iglesia. Cientos de insectos vuelan alrededor de las lámparas que alumbran el exterior con una luz amarillenta. La parte del centro de la casa luce un gran portón de madera, pero se dirigen a una entrada lateral. Mateo camina con dificultad en medio de los dos. Aún lleva en la cintura la pistola que arrebató a su agresor. Uno de los hombres abre una pesada puerta metálica; en el interior se alcanza a distinguir un largo pasillo apenas iluminado por débiles focos. «¿Qué es aquí? —pregunta Mateo— ¿Dónde estamos?» Los dos hombres lo conducen por el pasillo sin decir palabra. La pared del lado izquierdo se interrumpe en algunos tramos por lo que parecen establos. Al llegar al fondo, uno de los hombres abre una reja maciza. Aparte de la cerradura tiene puesto un candado. «¡Ey! ¡Esperen!», grita Mateo mientras lo conducen al interior. Pegada a la pared hay una cadena con una argolla en el extremo. Los hombres la colocan alrededor del cuello de Mateo y la cierran con llave. Ambos salen, colocan el candado y la cerradura. Mateo continúa gritando, pero nadie se inmuta. Se toca la cintura, levanta su camisa desfajada y saca del pantalón la pistola. Luego comienza a revisar la celda hasta donde le permite la cadena. La luz es muy escasa. El piso está cubierto de paja. De pronto, guarda silencio y queda a la expectativa: muy a lo lejos se escuchan gemidos y gritos desesperados, apenas perceptibles por la distancia. Mateo se aterra y sigue buscando algo que le dé una pista. Observa la pared; una mancha de luz que se cuela desde el pasillo permite ver con mayor claridad. Se acerca y mira con cuidado: hay una mancha de sangre embarrada en distintas direcciones. Acerca la cara a la pared para ver con mayor precisión y busca más indicios. Se agacha para rebuscar entre la paja que hay en el suelo. Al poco tiempo encuentra algo que lo espanta. Retira 92

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la mano instintivamente, pero vuelve a buscar: toca con cuidado para saber de qué se trata y, al removerlo, produce un sonido viscoso, como si estuviera aplastando gelatina. Lo recoge de algo que parecen cabellos, lo observa y lo vuelve a tirar al piso de inmediato. Es un pedazo de cabeza humana aplastada. Mateo se queda pegado a la pared. Respira aceleradamente y mantiene la pistola en la mano. Antes de acurrucarse en un rincón, esconde el arma con la paja que hay en el suelo. Los hombres que lo han llevado hasta ahí caminan de regreso por el pasillo. En los huecos que Mateo observó hay profundas habitaciones llenas de fango: son chiqueros llenos de puercos enormes y agresivos. En otro de los huecos hay una habitación llena de ganchos de los que usan en el rastro que cuelgan del techo. En algunos hay pedazos de carne vieja. Los hombres acceden por otro pasillo que los lleva a la zona central de la casa, donde se encuentran con un tercer hombre, que va vestido completamente de negro: botas vaqueras, pantalón y camisa. Sobresale una hebilla dorada en forma de cruz con una calavera plateada en el centro. Se trata del sacerdote. Los dos hombres son los mayordomos. —¿Creen que sea él? —inquiere el sacerdote. —Podría ser. Viene todo golpeado —contesta el primer mayordomo. —¿Venía armado? Los mayordomos se miran uno al otro, dudosos. —Lo catearon, ¿verdad? —pregunta el sacerdote. —Claro que lo cateamos, pero apenas se mantenía en pie. Hay que volver a revisarlo bien —dice el segundo mayordomo, dirigiéndose a su compañero. —Ya irán más tarde. Ahorita quiero asegurarme que esté saludable. No me sirve de nada muerto —ordena el sacerdote. El sacerdote llama a Fermín, quien aparece por una entrada. Es delgado y de estatura media, completamente calvo y sin cejas. Tiene la piel del cráneo quemada, con manchas y pliegues que le escurren sobre la cara. Tiene los brazos y las piernas extrañamente deformados. La cara está llena de cicatrices viejas y recientes. A pesar de caminar con dificultad, avanza a velocidad normal. El sacerdote le ordena que vaya a ver al prisionero, que le lleve de comer, de beber y que cheque 93

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su estado físico. Fermín se queda un momento pensativo y uno de los mayordomos lo hace reaccionar de un golpe en la cabeza. «Te hablan, idiota. Contesta cuando te hablen». Fermín lo observa con miedo, luego mira al sacerdote y se va a donde le han ordenado. En casa de Mateo, su madre llama por teléfono a la casa de Ángela. «Hola. Habla la mamá de Mateo». Martha apenas termina de hablar cuando una mujer al otro lado de la línea comienza a gritarle: «¡Maldita! ¡Maldita! ¿Por qué llamas aquí? ¡Maldita seas tú y tu maldito hijo! ¡Hijos de perra, se los va a llevar el diablo, cabrones!» La mujer llora a gritos en el teléfono y, cuando la madre de Mateo intenta hablar, la voz en el teléfono comienza nuevamente: «¡Se van a arrepentir, malditos! ¿Por qué a mi hijita, por qué a ella, por qué a mi Angelita? ¡Van a pudrirse en el infierno, perros malditos!» La mujer sigue llorando al otro lado de la línea y Martha ha perdido la esperanza de lograr mantener una conversación: «Tú y tu maldito hijo se van a arrepentir. Malditos. Se van a arrepentir, malditos. Se van a arrepentir…» Martha cuelga el teléfono y mira al cielo por la ventana. Hay una luna muy pequeña y ha comenzado a llover de nuevo. Se asoma con más cuidado y alcanza a ver una camioneta de la Policía con dos hombres en su interior. Ambos platican animadamente y ríen. Mateo escucha que alguien se acerca a la celda. Por un momento no sabe si agarrar el arma, pero encadenado como está de poco le serviría matar a uno de sus captores. Aparece Fermín, y le dice que lleva comida y que va a revisar su estado de salud. Mateo lo observa con miedo y repulsión. «¿Qué es aquí? ¿Por qué me tienen aquí?», pregunta. Fermín no responde. Revisa su pulso, le pregunta si tiene heridas graves. Mateo lo mira a los ojos durante unos segundos y después le pregunta: «¿Tú quién eres, eh?». «Nadie», contesta Fermín. Mateo continúa mirándolo y pregunta: «Pero, ¿cuál es tu función aquí? Alguna debe ser tu función». Fermín permanece en silencio. De pronto dice: «Acabamos». Mira rápidamente a Mateo y comienza a caminar hacia fuera. «Ahí tienes algo de comer; no se ve apetecible pero es lo mejor que conseguirás». Antes de que se marche, cuando ya ha puesto llave a la reja y al candado, Mateo le grita: «Te conozco, tu papá era Chema». Fermín queda sorprendido, estático, pero segundos después se pone en marcha. Mateo escucha sus pasos descompuestos por el pasillo y 94

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grita: «¿Qué te hicieron? ¡Eh, dime algo!» En otra sala de la casa, el sacerdote habla con un hombre joven, bien vestido, impecable en cada detalle de su atuendo y con un sombrero negro que tiene bordado al frente, a lo largo de la línea vertical, una cruz plateada con la Santa Muerte. Es el mismo que estaba con los matones y que no intervino en la agresión. El sacerdote lo llama por su apodo: Diablo. —Seguro que es él. El güey ni supo para dónde corrió. Por eso mandé a esos dos a que buscaran por todo el fondo de la cuneta —dice Diablo. —¿Lo reconocerías? ¿O lo traemos a que se reconozca solo? —pregunta el sacerdote. —No olvido los rostros. Antes de hacer algo, ya conozco la cara del ojete que voy a chingar mejor que su madre. Pero tráelo de todos modos, va a ser divertido. —¿Y qué haremos con él? —¿Te gustó el mocoso? Pinchi cogelón, dime y te traigo muchachitos. Este ojete es para venganza. La señorita va a agradecerlo —dice, entre risas, Diablo. Diablo, el sacerdote y los mayordomos caminan por el pasillo hacia la celda de Mateo, quien, al escuchar pasos, busca la pistola entre la paja. Uno de los mayordomos abre, cede el paso a los otros y entra después de ellos. Al ver que deja la llave pegada en la cerradura, Mateo suelta el arma. Diablo encabeza la comitiva pero el sacerdote se le anticipa y pide que lo deje catearlo antes de que el jefe se acerque. «No confío en estos idiotas», dice, mientras busca entre la ropa de Mateo. El pie del sacerdote por poco toca el arma. Ahora Mateo no le quita la mirada a Diablo, quien observa todo sin profundidad, como si estuviera dormido con los ojos abiertos, sin ninguna emoción perceptible. Los mayordomos esposan a Mateo con las manos en la espalda y lo levantan a la fuerza. Mateo tiene cuidado de moverse lejos de donde está el arma. Cuando logra levantarse, le dice a Diablo mientras lo mira fijamente: «Tú estabas ahí». Nadie dice una palabra, pero Mateo insiste: «¿Qué hicieron con Ángela? ¿Qué le hicieron? ¡Díganme!» Los cinco, con Mateo esposado, caminan por pasillos de la casa. El sacerdote abre una gran puerta de hierro, gruesa y pesada, que da paso a un salón amplio e iluminado. Se escuchan algunos lamentos y sollozos. El salón 95

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tiene cuatro grandes celdas llenas de mujeres. Casi todas están sentadas contra las paredes. Le piden a Mateo que se acerque a una de las celdas y entonces escucha a Ángela que lo llama: «¡Mateo! Estos tipos están locos», dice ella, mientras Mateo les pide que la suelten, que él hará cualquier cosa que le pidan. «Estas mujeres dicen que van a violarnos y luego se comerán a nuestros hijos», le grita Ángela. —Ésta es el área de las paridoras, muchacho —dice el sacerdote—. Créeme, preferirías haberte comido viva a tu noviecita antes que traerla aquí. Nos dice que está embarazada, ¿no? Pues ese niño no nos sirve para nada; lo regalaremos al bosque y si es digno de este mundo sobrevivirá junto con los otros niños que ahí viven, si es que no se lo comen: tienen un extraño proceso de selección. —Por favor, les daré todo lo que tengo en mi poder. La casa que nos dejó mi padre, mis pertenencias —suplica Mateo. —Nada de lo que puedas tener nos interesa —aclara el sacerdote—. No pidas por tu vida ni por la de ella; a ella no le haremos daño nunca. La Madrecita castiga a quien derrama sangre de sus paridoras. Las paridoras están sucias y maltratadas. La mayoría tiene panzas enormes de embarazos avanzados. Sus miradas no tienen vida. Mientras el sacerdote habla, Mateo enloquece y comienza a patear a quienes se encuentran a su alrededor. Luego se lanza contra la reja que mantiene a Ángela atrapada. Los mayordomos lo golpean en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. Mateo despierta en su celda encadenado del cuello. No tiene idea de cuánto tiempo ha pasado. Instintivamente busca con la mano el lugar donde escondió la pistola. Ahí sigue. Se queda pensativo mientras sopesa el arma en sus manos, meditando cómo puede el arma ayudarle a salir de ese lugar. De pronto escucha una voz: «¿Cómo hiciste para llegar con eso aquí?» Mateo se sobresalta y apunta con la pistola al lugar de donde provino la voz. Al observar con más cuidado se da cuenta que se trata de Fermín, que está sentado en el otro extremo de la celda. «Baja el arma, si quisiera hacerte algo ya lo habría hecho». Mateo no sabe qué hacer, y comienza a decirle: «Yo te conozco. Tu papá tenía puercos. Mi papá le compraba para hacer carnitas». Fermín lo interrumpe: «Yo también te conozco. Pero no puedo hacer nada por ti. Ahora ellos son dueños de tu vida. Tú al menos vas a estar muerto muy pronto, aunque sufrirás de una manera que nunca 96

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has imaginado, peor que los puercos que mataba mi papá». Mateo baja el arma, pero la mantiene agarrada con las dos manos. —Entonces, ¿por qué no debo dispararte? —Porque soy la única persona que conoces, y lo más seguro es que no vuelvas a ver a nadie que conozcas —le dice Fermín—. Y yo sé por experiencia que ver a alguien conocido, alguien que pertenece a tu vida anterior, basta para sentir un pequeño alivio en medio de esta pesadilla. Por eso mismo estoy yo aquí. —Ayúdame a escapar. Ayúdame y regresaré por Ángela y por ti. —¿Ángela es tu novia? ¿La muchacha que llevaron con las paridoras? Ella no se va a ir de aquí nunca. Tratarán de mantenerla viva el mayor tiempo posible, décadas tal vez. Y cuando muera la llevarán a que alimente el jardín de la señorita. Todos los árboles que ahí crecen tienen algo de ellas. Son árboles sagrados. —No puede ser que creas en lo mismo que ellos. ¡Todo eso es diabólico! —Baja la voz. No saben que estoy aquí. ¿Y en qué quieres que crea? He visto a esos hombres sobrevivir a heridas que matarían a cualquiera. He visto sus ojos encenderse con un fuego negro después de un sacrificio. En momentos de éxtasis sus cuerpos arden como carbón al rojo vivo. Me han quemado la piel con sólo tocarme; aún llevo esas cicatrices. —Eso es imposible. Es imposible. Te han hecho perder la razón —Mateo se queda inmóvil, no parece siquiera recordar que tiene la pistola en las manos. De pronto reanuda la conversación—: A ti no volví a verte desde muy joven. —Me fui a la universidad. Quería ser abogado. Iba a ser el primer universitario en la familia. —¿Y qué pasó? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Por qué estás aquí? —Por lo mismo por lo que llegamos al mundo y por lo que permanecemos en él. Las circunstancias sí son algo especiales: en una ocasión mi hermano consiguió dos kilos de cocaína. No me preguntes cómo chingados lo hizo, si se la encontró, se la robó, se la regalaron o alguna mierda de esas. Dos kilos es un dineral. Yo era un adicto normal, me metía cualquier chingadera en la escuela, y mi primera reacción fue quedármela, era de lo mejor que había probado, pero él quería 97

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venderla. Mi dealer no quiso comprarla, dijo que sólo le compraba al patrón. Le dije que me contactara con él y eso hizo, pero me advirtió que fuera cuidadoso. No pensé que estuviera mal, yo sólo quería venderle buen material al precio que él pusiera. »Me trajeron aquí. Me llevaron a conocer la casa: vi a las embarazadas, vi los mutilados, vi los cerdos en los corrales llenos de pedazos de humanos. Estaba cagado de miedo. Cuando entramos al salón a negociar yo les habría regalado los dos kilos con tal de irme de inmediato, pero él me preguntó cuánto quería por su peso. Le dije que me diera la mitad de lo que pagaba normalmente por esa cantidad. Se acercó con una navaja al paquete y me dijo, ‹Si lo que estás tratando de venderme es mierda, te vas a arrepentir›. Yo seguía cagado; había probado la coca y me había parecido buena, pero no era un experto ni nada. Dijo que era buena, y después les ordenó a sus mayordomos que me llevaran a no sé dónde. Le dije que ya quería irme, que me pagara otro día, cuando pudiera. Él se soltó a reír y me pidió: ‹Dime una buena razón para dejarte ir›. Me temblaban las piernas, le dije que no importaba, que le regalaba la mercancía, que en realidad no sabía qué hacer con ella y sólo quería deshacerme del paquete. Pero él insistió. Me dijo que yo ya había visto este lugar secreto, que la droga era buena y la daba a un precio inigualable, pero no había ninguna razón para dejarme vivir: no iba a conseguirle más coca a ese precio y, en general, no iba a traerle ningún beneficio. Entonces le dije que podía trabajar para él. Me contestó que qué podría hacer por él. No tuve respuesta: ‹Trabajaré en algo que nadie más pueda hacer, estoy estudiando leyes›, le dije. Y me contestó: ‹Lo dudo. Dudo que puedas hacer algo que nadie más pueda. Ya tengo abogados. También jueces. Pareces alguien común y corriente. Lo que sí creo que puedes hacer, es algo que nadie más quiera hacer›. Todo el cuerpo me temblaba, pensé que moriría. Pero ordenó que me llevaran. »Lo primero que hicieron fue raparme; me quemaron el cráneo con ácido sólo para divertirse y, me dijeron, también para que no volviera a crecerme el cabello. Los dos que te trajeron aquí tuvieron esa idea. Me violaron todos los días durante meses. Al sacerdote le gusta coger hombres, también quería cogerte a ti al principio. Vivía en medio de mi propia mierda, me golpeaban y me hacían heridas en la cara 98

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que no me suturaban. Me rompían los huesos y dejaban que soldaran sin medicamentos ni yeso ni nada. También me obligaban embarazar a algunas mujeres que ellos no se querían coger. Me decían que todos mis hijos serían sacrificados para la Señorita. Un día me dejaron salir del corral donde vivía. Empezaron a darme órdenes y me prometieron que si algún día pensaba en escaparme o en hacer alguna estupidez, todo lo que había sufrido hasta entonces sería apenas una pequeña prueba de lo que podían hacerme. A veces me golpean por puro gusto. Pero ya no siento nada. Ése es el único regalo que he obtenido en este lugar: ya nada me hace daño». —¿Por qué no te suicidas? —preguntó Mateo. —Lo he pensado. Pero cuando despierto en las mañanas pienso que nada puede ser peor a lo que viví, que de ahora en adelante las cosas sólo pueden mejorar. Ya ni siquiera tengo rencor. Lo he pensado mucho, y mi vida no es tan diferente a la de cualquier hombre. La diferencia es la intensidad del sufrimiento y la mezquindad de las recompensas. De pronto, escuchan ruidos a lo lejos. Alguien va a llegar en cualquier momento. «Ayúdame», rogó Mateo. «Ahora no. No puedo. Es peligroso, hay que planearlo mejor. Ahora cállate». Segundos después aparece uno de los mayordomos. «¿Qué haces aquí?», le pregunta a Fermín sin abrir la reja. «Chequeo médico. Su pulso es bajo desde que llegó», responde. El mayordomo piensa un momento y luego se aleja. Antes de salir, Fermín se acerca a Mateo y le muestra una cápsula amarilla un poco más grande que las comunes. «Toma —le dice mientras pone la cápsula en su mano y le muestra una segunda cápsula idéntica en la otra mano—, también tengo una. Son las únicas que tengo ahora. Las usan ellos para evitar que los atrapen con vida. Es veneno; algo muy letal, dicen. La tragas y ya. Si crees que corres peligro inminente, mastícala y trágala para más rápido. Llévala en todo momento, te será más útil que eso», le dice mientras señala el arma debajo de la paja. Nuevamente escuchan ruidos, en esta ocasión suenan dos personas y caminan más rápido. Fermín se aleja y Mateo guarda la cápsula en su bolsillo. Es el mayordomo acompañado de Diablo, quien dice: «Mi papá llegó. Nos lo llevamos». Ambos entran. Tanto Fermín como Mateo miran la pistola con preocupación, pues no ha quedado muy 99

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bien escondida. Esposan a Mateo; luego le quitan la argolla del cuello. Antes de salir, Diablo le pide el juego de llaves a Fermín: «A partir de ahora se las pides a uno de ellos». Salen. Todos se encuentran en un salón de grandes dimensiones. Hay unas veinte personas en total. Parece una pequeña capilla sin bancas, pero con un altar en el fondo y algunos muebles altos de madera pegados a las paredes. En el altar se levanta una figura de la Santa Muerte enorme, de unos tres metros de altura. Lleva un vestido rojo sangre de un encaje escarolado. A sus pies hay una pequeña cuna hecha de hierro, rodeada de cirios negros. No hay ninguna decoración aparte de los muebles de madera, en realidad es como una bodega vieja. Junto al altar hay un chiquero donde unos cerdos gigantes gruñen y se revuelcan. Sólo el sacerdote y otro hombre pueden subir al altar. El desconocido viste camisa a cuadros rojos, pantalón de mezclilla, botas de granjero. Tiene una gorra en la mano, como cada uno con sus sombreros; es el patrón, padre de Diablo, y está visiblemente enojado. El sacerdote comienza a hablar; viste igual que antes pero con un mandil de carnicero encima: «Estamos aquí para un juicio de venganza. Para ver si la Señorita aprueba un rito de venganza contra el individuo aquí presente, al que se reclama la muerte de dos padrinos y amistades de todos nosotros». Los demás contestan con sonidos guturales. El sacerdote continúa en tono de plegaria: «Señorita de nuestro corazón, siente arder nuestras sangres, a tu servicio estemos, a tu morada regresemos, anúncianos la sangre del enemigo, traemos todo esto para ti: nuestra acción, nuestro dolor y todo. Derrama tu victoria sobre la plaga humana. Acción a ti y por ti. Permítenos comer los corazones de nuestros enemigos por siempre, beberlos hasta estar vacíos, 100

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y llévanos de vuelta a ti junto al señor en tus océanos eternos». Todos responden con el mismo sonido gutural que de algún modo parece aprobar lo que escuchan. El sacerdote explica: «El juicio es justo y está aprobado. Todos lo conocen. Se prenderá fuego en sacrificio habitual a un hijo de las paridoras. Si el niño chilla, que nuestras almas y el corazón de nuestra Señorita se alimenten de ese sufrimiento y esa muerte inocente: el acusado será culpable, y se someterá a un Rito de Venganza. Pero, por otro lado, si estamos cometiendo un error al acusar a este individuo, la Señorita nos lo hará saber librando de todo sufrimiento al bebé y evitando que emita quejido alguno. En este caso, el acusado será declarado inocente y sufrirá una muerte rápida, en honor de nuestra Dama Roja». Se escucha la aprobación unánime de los presentes. Mateo mira a Fermín con un gesto de horror, pero éste disimula cualquier tipo de complicidad. El sacerdote continúa: «Apegados al proceso, hacemos del conocimiento del acusado que el Rito de Venganza que ha sido designado es el de cocción, el cual…» El hombre de camisa a cuadros, el patrón, interrumpe con tono furioso: «Déjame decirle a este infeliz cuál es el método de cocción: te vamos a colgar en posición de firmes, cabrón, encima de una caldera gigante puesta al fuego y llena de agua hirviendo. Te vamos a bajar poco a poquito para que se empiecen a cocer tus dedos, luego tus pies, tus pantorrillas y muslos, y así hasta llegar a tu cabeza. Los pedazos que estén completamente cocidos vamos a cortarlos y dárselos a comer a los cerdos para que veas de lo que estamos hechos, y puedas arrepentirte antes de morir. Es muy probable que cuando te hayamos cortado los pies y empecemos a cocinarte las piernas, te desmayes. No te preocupes, tenemos buenos médicos para hacerte volver en ti y que no te pierdas ningún detalle de nuestra fiesta. Lo último que vas a oler antes de morir, definitivamente, son tus tripas cocinándose». La aprobación es escandalosa, eufórica, como si fuera algo por lo que han esperado mucho tiempo. Cuando cesa el alboroto, el sacerdote agrega: «Ahora no tiene mucho caso, pero un proceso es un proceso, y hay cláusulas que se deben conocer: el Rito de Venganza tiene que aplicarse sí o sí y cuanto antes, si no al culpable a alguien de su misma 101

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sangre, a cualquier familiar». Uno de los mayordomos entra con un bebé en brazos y lo coloca en la cuna de hierro que se encuentra a los pies de la Santa Muerte. Mateo está pálido, parece que está drogado. Suda sin parar. El mayordomo comienza a mojar con gasolina las ropas del bebé. De pronto, Mateo cae al piso. El sacerdote pide que llamen al médico, pero no aparece. Fermín les señala que tienen que quitarle las esposas y dejarlo libre para respirar. El patrón ordena que así se haga. Uno de los mayordomos le quita las esposas y comienza a darle fuertes bofetadas para intentar reanimarlo. Mateo reacciona y desarma al mayordomo de un solo movimiento. Le dispara y comienza a disparar también a quienes se encuentran a su alrededor. Todos sacan sus armas y hay disparos por todas partes. El sacerdote es uno de los primeros en caer antes de alcanzar a sacar su arma. Luego, cae el segundo mayordomo con el bidón de gasolina, que se riega por toda la zona del altar y escaleras abajo. El patrón toma un cuerno de chivo y lo descarga en dirección a Mateo, pero éste se ha ocultado detrás de una esquina que da a la salida. El único que parece no inmutarse es Diablo, quien no saca ningún arma y apenas se esconde de los disparos. Sin que nadie se percate, Fermín quita las llaves al primer mayordomo, que yace inmóvil en el suelo. Mateo no deja de disparar y mantiene a raya a los demás. En medio de las ráfagas, Fermín cruza la sala en dirección al patrón, pero antes de llegar al altar, derriba la cuna de hierro, que de inmediato se prende con los cirios que la rodeaban. El vestido de la Santa Muerte también se incendia rápidamente, igual que la gasolina derramada por el segundo mayordomo. Hay un momento de caos. El bebé que se está quemando en la cuna pega unos alaridos horripilantes. Fermín huye de ese lugar y se acerca a donde está Mateo, arriesgándose a que las llamas lo alcancen. «Toma. Ésta es de la salida. Y ésta es de la moto de ese cabrón», le entrega dos juegos de llaves, aprovechando que aparentemente nadie los observa. «Ve detrás de la casa. Ahí debe de estar la moto. Sigue el camino; es muy tenue, trata de no perderlo, es la única manera de salir de aquí». Mateo toma las llaves y le dice: «El veneno. Lo dejé en mi celda». Fermín se queda quieto y le pide que corra ya. Pero Mateo insiste: «Dame tu píldora. La otra vas a encontrarla en la celda, justo donde me tenían encadenado». Fermín saca su cápsula y se la entrega a Mateo. 102

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«Voy a regresar por Ángela y por ti», dice Mateo antes de salir a toda velocidad. Mateo corre detrás de la casa. Se siguen escuchando disparos y gritos desde dentro. Hay varias camionetas, algunas muy lujosas, y una motocicleta de montaña. Mateo sube, la enciende y arranca. Adentro, algunos han logrado escapar del fuego y buscan a Mateo sin suerte. Fermín permanece oculto. Todo mundo sale de la capilla, con el patrón a la cabeza, para encontrar al prófugo. Alguien comienza a llamar por radio para que estén alerta. Cuando parece que ya todos se han ido, Fermín sale de su escondite y está a punto de abandonar la capilla cuando Diablo aparece: «Tú, maldito bastardo». Lo alza por el cuello. Fermín sólo mira a su agresor sin decir una palabra. Diablo camina con Fermín en alto hacia una pira de fuego que aún arde con intensidad. La Santa Muerte sirve de combustible. «Si te sales de ahí, voy a arrancarte todos los huesos de los brazos y las piernas sin dejarte morir. Vas a ser mi juguete el resto de tu vida». Dicho esto, lo arroja al fuego. Fermín cae acostado en medio de las llamas y ahí se queda quieto sin emitir un solo sonido. El fuego se aviva. Su piel revienta y truena por la combustión, y se pueden ver sus ojos parpadeando dentro de la hoguera, pero Fermín no dice una palabra; ni una queja sale de su boca. Diablo se queda unos minutos y después se va. Cuando Diablo abandona la capilla, los niños salvajes del bosque comienzan a aglomerarse dentro. Van en busca de los muertos, los mordisquean y les arrancan trozos de carne. Uno de ellos se lleva al bebé carbonizado como manjar. Los policías que vigilan la casa de Mateo son avisados por radio de lo que ha ocurrido. Ambos se previenen. Cargan sus armas y bajan de su camioneta. Observan el interior de la casa pero todo parece estar tranquilo. De pronto se escucha una moto a toda velocidad, y a los pocos segundos ven llegar a Mateo. Avisan por radio. «Hay que esperar que lleguen todos. Lo quieren con vida». Mateo entra en su casa. Su mamá no puede creer que él esté ahí. Se avienta a sus brazos y llora de angustia al verlo tan demacrado y herido. Mateo actúa con rapidez. «Tienes que escucharme con atención, mamá. Ellos vienen por mí. Tú tienes que salvar a Ángela, eres la única posibilidad. Tienes que esconderte y llamar a la policía». Martha lo interrumpe: «La policía está con ellos. Dicen que tú la mataste». Mateo va a la cocina por un cuchillo 103

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grande para cortar carne; luego pregunta por su hermano. Está dormido. Van por él a su cuarto y se dirigen los tres al modesto y viejo granero que está a un costado de la casa. «Tienen que esconderse durante mucho tiempo; días si es necesario. Luego buscarás ayuda, e irás a buscar a Ángela». Su voz se entrecorta, tiene muy poco tiempo para salvar a su mamá, a su hermano y a Ángela. «Están adentro del bosque, en una casa hacia el norte, después de un barranco». Martha comienza a llorar en silencio, presintiendo algo tétrico. «¡Escúchame, mamá!», intenta Mateo hacerla reaccionar. Su hermano está perturbado, apenas logra parpadear. «Si te descubren, no vayan con ellos. Esto es lo más importante de todo. Por nada del mundo te atrevas a ir con ellos; no tienes idea de lo que son capaces de hacerles. Es preferible morir». En este punto Mateo tampoco soporta el llanto. Mete su mano al bolsillo y saca dos cápsulas amarillas. «Si te encuentran, toma una de éstas, dale otra a Miguel y tráguenlas. Debes estar segura de que ambos las tragan. Mastíquenlas de preferencia». Al decir esto, comienzan a escucharse automóviles que se estacionan afuera de su casa. «Te lo ruego, mamá, no pueden dejar que los encuentren vivos». Mateo sale del granero con cuidado para no ser visto. Rompe una ventana y entra por un costado de su casa. Afuera hay camionetas blindadas y varias patrullas con las sirenas encendidas. El patrón junto con su hijo, Diablo, y otros cuatro hombres se acercan a la casa. Mateo blande el cuchillo. «¡Entren!», les grita. Alguien abre la puerta de un golpe y Mateo comienza a preguntarles a gritos: «¿En dónde está mi familia, cabrones? ¡Díganme qué han hecho con mi mamá y mi hermano, hijos de puta!» El patrón se acerca y le pide que se calme. Mateo retrocede hacia un sillón y se coloca el cuchillo en la garganta. «No hagas pendejadas», le dice el patrón. «Ven con nosotros». Pero Mateo, al sentir que está a punto de alcanzarlo, se rebana en dos movimientos la garganta y empieza a aventar sangre sin control. Su cuerpo cae sentado en el sillón. «¡Llamen al médico!», pide el patrón a gritos hacia el exterior de la casa, pero, inesperadamente, Diablo se adelanta a su papá y se arroja sobre el cuerpo de Mateo bañado de sangre. Unos policías han entrado por la ventana rota para ver lo que sucede. Nadie da crédito a lo que ve. Diablo está pegado al cuello de Mateo, bebiendo la sangre con una ansiedad animal. Su padre lo mira unos instantes y luego co104

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mienza a ordenar que se muevan. «¡Registren toda la casa!», pide a los hombres que se acercan. «Y ustedes —les dice a los policías— comiencen a ordenar este desmadre». De pronto alguien comienza a llamar al patrón. Son unos hombres que están afuera del granero. «Mire lo que nos encontramos», le dice uno de ellos. El patrón abre la puerta y ve a Martha y Miguel sentados al fondo. Ella tiene la cabeza colgando, los ojos abiertos sin parpadear y la boca llena de una saliva viscosa y blanca. Miguel está inmóvil también, pero en posición recta. De pronto, sus pequeños ojos parpadean. El patrón se acerca y le extiende los brazos. «Ven —le dice—, venimos a ayudarlos». El niño se lleva la mano a la boca y saca la cápsula amarilla. Está un poco aguada; pareciera a punto de reventarse. El patrón la agarra, se la muestra a alguien que está a sus espaldas y la avienta a cualquier lado. Luego toma al niño en brazos y sale del granero dando órdenes a sus hombres. Afuera los policías intentan ahuyentar a los curiosos, que han sido atraídos por las sirenas de ambulancias y patrullas.

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G us tavo H e r n á n d e z d e A n da (Aguascalientes, 1992). Estudió en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (C U E C - u n a m), donde se especializó en realización y guión. Ha hecho ocho cortometrajes. Actualmente se encuentra en la posproducción de su largometraje de tesis, Nacido para perder, en el que explora las posibilidades del falso documental.

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Las sirenas de San Agustín

Gustavo Hernández de Anda Pero el relato se equivoca: ¿De cuándo acá las sirenas son monstruos o están así por castigo divino? Más bien sucede lo contrario: son libres, son instrumentos de poesía. Lo único malo es que no existen. Lo realmente funesto es que sean imposibles. «La sirena», José Emilio Pacheco

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ún es de noche pero en el pueblo costero de San Agustín se acerca el amanecer. Contra el horizonte contrastan el azul del cielo y las negras siluetas de varios pescadores de pie sobre sus viejas embarcaciones, desde donde lanzan las redes y recogen la pesca. Ya en la orilla, separan y clasifican en cajas de plástico el pescado y el camarón para subirlo a una camioneta pick-up blanca. La Ford se estaciona en las afueras de una construcción con la fachada despintada en la que se alcanzan a distinguir vestigios de peces pintados y del letrero «Bodega Quintana». La puerta es de metal, alguna vez fue blanca. De la camioneta —del lado del conductor— se baja Jacobo Quintana, de cuarenta años, piel morena clara y ojos verdes, lleva el cabello a rape, cubierto con una desgastada gorra con el escudo de los Indios de Cleveland, mientras del lado del acompañante desciende Fernando Montoya, de cabello chino y tez morena oscura. Jacobo quita los candados de la puerta de metal mientras Fernando baja de la camioneta las cajas con la pesca. La bodega es oscura y bastante desordenada. Al fondo se encuentra el cuarto de refrigeración en el que Jacobo, con la ayuda de 107

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Fernando, termina de colocar la nueva mercancía, mientras sacan algunas de las cajas que ya se encontraban ahí. La camioneta está de nuevo cargada y toma camino. La carretera es angosta y está bordeada de maleza verde. El calor hace sudar a los pescadores. Tras media hora de camino, arriban a una paradisiaca playa donde destaca un gran hotel construido de tal manera que pareciera salir de entre tanta naturaleza. La camioneta llega a una caseta de vigilancia en la que se detiene brevemente para después continuar su camino por el complejo hotelero y sus calles adoquinadas. En la bodega de la cocina del hotel, Jacobo y Fernando descargan la cajas de mariscos ante la mirada de un ayudante de cocina que cuenta la mercancía. Al terminar, extiende una nota hacia Jacobo. Los pescadores caminan rodeando el hotel hasta llegar a una pequeña oficina donde son recibidos por Norberto, el administrador. Se saludan y Norberto extiende unos billetes, tras recibir la nota. «Hasta el viernes», dice Jacobo y se retira, seguido por Fernando. Los pescadores regresan a San Agustín. Jacobo le entrega unos billetes a Fernando para que los reparta entre el resto de pescadores y se despiden. Entra a su austera casa donde lo espera Karen, su esposa de treinta años, tez morena clara, cuerpo curvilíneo y cabello castaño oscuro. También lo recibe su pequeño hijo Sergio, que apenas camina, y su hija adolescente, Cristina. Así transcurre la vida de Jacobo Quintana. Cada tercer día surte de mariscos al hotel «de la sirena», como es nombrado, por la escultura dorada emplazada en la entrada principal. Los otros días vende pescado en los poblados cercanos, pero nadie paga mejor que los hoteleros. Jacobo se dirige en su camioneta al hotel de la sirena. Para su sorpresa hay bastante tráfico por lo que no puede conducir a la velocidad deseada. Prende un cigarro y se quita la gorra mientras se resigna. Una vez que recoge su dinero y se dispone a emprender el camino de regreso a casa, Jacobo es interceptado por Norberto: «Hay una propuesta para un jale bien pagado y probablemente sea constante un par de meses, no te puedo decir nada pero si te interesa ven mañana. ¿Cómo ves?» Jacobo asiente con la cabeza, dudoso. Durante el viaje de regreso a San Agustín y el del día siguiente, la carretera al hotel presenta la misma congestión vehicular. Jacobo llega 108

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con Norberto quien lo guía dentro del hotel, el pescador se percata de los lujos en su interior. A pesar de no ser enorme en dimensiones, los detalles de lujo confieren una majestuosidad especial al lugar. Norberto y Jacobo llegan a una palapa apartada de lo que parece ser la alberca principal, donde un par de huéspedes se divierten. Ahí está Erasmo Dávila también conocido como el Bala, un hombre de baja estatura, piel morena bronceada, rostro duro y con una hendidura a la altura de la ceja que impacta tanto como el ojo que aparenta ser de cristal. A pesar de la dureza que proyecta, el hombre es amable e invita una cerveza a Jacobo, quien no duda en aceptar por el calor. Erasmo va al grano: se trata de transportar mercancía de San Agustín a Nueva Génova, una hora aproximadamente en lancha de motor: —El jale es pa’ todos tus pescadores… El pinche tráfico en la carretera está cada vez peor, hubo un derrumbe o algo así, y me tiene jodido. Jacobo duda de la propuesta, aunque el pago promete ser sustancioso. El Bala insinúa las opciones del pescador: cooperar o morir. El camino de regreso resulta agobiante para Jacobo al igual que el resto del día. Incapaz de contarle a alguien más y pensando que no existe consejo válido ante la situación, se guarda la propuesta de Erasmo. Esa noche, no logra conciliar el sueño. A la orilla de la playa de San Agustín está Jacobo con los pescadores acomodando la pesca, cuando llega una camioneta negra tipo S U V de la que bajan Erasmo y tres hombres más. El Bala se acerca a Jacobo ante la mirada atónita de los pescadores: «Entonces… ¿Ya les platicaste?» El líder pescador toma la palabra: «Mire, le agradezco su oferta pero no voy a arriesgar a mis hombres transportando droga en esos viajes». Erasmo se queda callado, fija su mirada en los ojos verdes de Jacobo y su rostro dibuja una discreta sonrisa. —¡Vámonos! —ordena a su gente, que sube a la camioneta y se aleja. La Bodega Quintana es el lugar de reunión para que Jacobo explique la situación al grupo de unos treinta pescadores. Tras su breve exposición, el silencio se apodera del húmedo inmueble. Los hombres, sentados en las cajas de plástico que usan para transportar la pesca, 109

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se miran unos a otros y ocasionalmente a Jacobo. Fernando Montoya toma la palabra: «Me parece que debiste consultarnos… pero ahora no creo que ese sea nuestro mayor problema…» Otro pescador se pone de pie y expresa su descontento con la decisión: «Yo sé qué quieren transportar y a lo que me expongo, pero necesito más dinero, Jacobo». El grupo se divide, algunos apoyan la decisión de su líder y otros argumentan que deben aprovechar la oportunidad. La discusión va definiendo dos bandos con similar número de miembros. «Yo no puedo obligarlos a nada, pero sepan que con esta gente no hay vuelta atrás», les dice Jacobo. Dorian Sánchez, de 25 años, lidera los pescadores que están dispuestos a trabajar con el Bala. Algunos pescadores se despiden de Jacobo mientras otros salen sin voltear a verlo. La mitad de Jacobo se retira minutos después quedando solamente Fernando. «Como te dije, el problema creo que es otro… ¿Te fijaste cómo te miró el chaparrito ese? Ándate con cuidado, luego luego se ve cuando son vengativos». Quintana camina por la bodega revisando no dejar nada olvidado antes de cerrar. «¿Y qué quieres que haga? Espero que con el ofrecimiento de Dorian se calme». Karen Quintana corre por las calles llenas de tierra, el sudor hace brillar su piel. La mujer llega a una casa pequeña y austera, como casi todas las del pueblo. Toca varias veces la puerta hasta que sale Fernando. —Oye, ¿está Jacobo acá? —No, de hecho no llegó a trabajar. Pensé que se había tomado el día o algo así. Karen se desespera, Fernando intenta tranquilizarla. Le cuenta que el pescador salió de madrugada, como siempre, rumbo a la playa y no había vuelto para comer. Fernando se pone una playera y sale con Karen a buscarlo. Las olas pegan mientras el sol se prepara para ocultarse, la vieja camioneta Ford está en la playa con las puertas abiertas. A unos metros, Karen Quintana está sobre sus rodillas en la arena, sus ojos hinchados nos indican que ha llorado. Fernando se dispone a subir a la vieja pick-up cuando es alcanzado por Norberto. «Pérate, dice el patrón Erasmo que si puedes darle unos 110

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minutos de tu tiempo.» El pescador sabe que más que una invitación es una orden. El joven de cabello chino se sienta donde hasta hace unos días lo había hecho Jacobo. Enfrente, el Bala mira su celular y sin apartar la vista pregunta «¿Y tu patrón?» Conteniendo la ira, Fernando comenta que no aparece, que su mujer está desesperada. Con cinismo, el narco se muestra sorprendido, deja el celular a un lado y mira al pescador. «Acá ya vino Dorian a ofrecer sus servicios, ¿puede decirme qué opinan los demás pescadores?» «No quieren arriesgarse, en ese trayecto hasta Nueva Génova se pone bravo el mar y se sabe que te puede empujar a mar abierto». Erasmo deja que Fernando se vaya no sin antes advertirle que hay cosas a las que debería tener más miedo que al mar. La Bodega Quintana está medianamente alumbrada por un foco empolvado que cuelga del techo gris. «La resistencia», por llamar de alguna forma a los pescadores que no quisieron trabajar para el Bala, está reunida. Un alterado Fernando les cuenta de su entrevista con el narco. Los hombres sueltan ideas de cómo hacer frente a la amenaza. Incluso discuten si vale la pena hacerle frente. Fernando es el primero en aceptar que prefiere jugársela en el mar a que lo desaparezcan, poco a poco todos terminan aceptando. Cerca de mediodía varias lanchas de motor avanzan sobre el mar. Los pescadores que no llevan gorra ponen una mano encima de sus ojos mientras los entrecierran para distinguir el poblado de Nueva Génova. Los hombres descargan cajas de plástico llenas de pescado en las que esconden los paquetes de cocaína y marihuana. Dorian sirve de representante y se encarga de asegurarse que no falte nada. Una vez terminado el conteo, le pagan y los pescadores regresan a San Agustín. Los envíos se realizan cada tercer o quinto día, los días restantes los pescadores se dedican a sacar el marisco que venden Dorian y Fernando en los pueblos cercanos y, claro, en el hotel de la sirena. Karen Quintana se ha vuelto un fantasma. Con la mirada perdida, deambula cada que puede buscando a su marido. Su hija, Cristina, la acompaña en su búsqueda y en el dolor. El hijo pequeño no es consciente de lo que pasa. Ciertas mujeres del pueblo ayudan a la familia mientras esperan no experimentar lo mismo. 111

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Los pescadores terminan una entrega más en Nueva Génova. Dorian recibe el dinero y en cuanto los narcos se van, Fernando toma la palabra: «Estuvimos hablando y creemos que lo mejor es que nos pagues desde acá, no vaya a ser que te caigas de la lancha y se va contigo todo el dinero». Aunque a Dorian lo toma por sorpresa y le produce cierta indignación la propuesta, reconoce que tienen razón y que no planea pelear con el resto de los pescadores. El ambiente entre los hombres se siente tenso. La pesadez de la tarde dominical en San Agustín es interrumpida por la llegada de un par de camionetas a la casa de Dorian Sánchez. El Bala entra en la humilde casa del pescador para informarle que van a tener que hacer más viajes en la semana, incluso dobles y tal vez nocturnos. «Pero está canijo atravesar todo eso de noche si las lanchas no tienen luz, patrón», exclama preocupado. «Pues se compran unas pinches linternas que les estoy pagando bastante bien», responde Erasmo antes de cerrar la puerta. La caravana del cártel avanza por las calles sin pavimentar del pueblo, pasan por la pequeña iglesia y desde la camioneta el Bala mira con lascivia a Cristina, la hija de Jacobo. Los pescadores llegan a Nueva Génova por segunda vez en el día. Tras terminar de descargar las cajas, un narco informa a Dorian que mañana se presente en el hotel de la sirena. El pescador se queda pensando en las posibles razones de la cita. En la misma silla donde antes se habían sentado Jacobo y Fernando, se acomoda Dorian. Erasmo, el Bala, Dávila, que fuma un puro y juega dominó con un par de compañeros, ignora al pescador por unos minutos hasta que le pregunta por la chica que vio el domingo en San Agustín. «Por la descripción, seguro tiene que ser Cristina Quintana, la hija de Jacobo». Dorian recibe la orden de darle un ramo de flores que le entrega uno de los guaruras. «Me mandas una foto antes para ver si es la que digo y le das ese arreglo. Ya puedes irte». El pescador camina deprisa por el lujoso hotel, siente su corazón palpitar deprisa y le cuesta respirar. Ya en la camioneta se tranquiliza. Es noche. Dorian toca varias veces hasta que la puerta de la casa de los Quintana se abre: es Cristina. Sus ojos verdes son lo primero que resalta, la tez morena y un cuerpo que aún en formación da ya un 112

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preámbulo de lo atractiva que será… Nada de esto pasa por la mente del pescador que sólo piensa en el encargo del capo y se queda pasmado en la puerta, reconociendo que es la mujer que ha descrito el Bala. La chica se dispone a cerrar pero el pescador la sostiene con el pie, por lo que ella se asusta. «Tranquila, sólo toma las flores» dice nervioso Dorian, pero Cristina niega con la cabeza. El pescador usa su fuerza, empuja la puerta y entra a la casa, inmediatamente la chica retrocede asustada. «Una foto, necesito una foto, por favor». El pescador saca su celular pero Cristina, en un movimiento rápido, entra y se encierra en el baño. Dorian toca la puerta y le suplica, al mismo tiempo se percata que está armando un escándalo que podría alertar a los vecinos, pues el hijo pequeño de Jacobo se ha puesto a llorar. El pescador recorre la compacta sala y da con un portarretratos que contiene una foto de Cristina. La asustada adolescente se atreve a salir del baño sólo después de asegurarse que el hombre se ha ido. Karen Quintana regresa en la madrugada, ha estado buscando a Jacobo en pueblos aledaños. Proyecta un fuerte cansancio, pero no del físico sino uno más profundo, quiere encontrar paz. Cristina la recibe llorando y le cuenta lo sucedido. La madre consuela a la hija. Mientras tanto, Dorian bebe dentro de su auto refugiado en la oscuridad de una calle de San Agustín. Ya envió la foto al narco, y ha recibido confirmación sobre Cristina. Los pescadores regresan a San Agustín después de entregar la mercancía en Nueva Génova. El cielo se ha nublado y comienza a llover justo cuando las lanchas tocan la arena. Cae una fuerte tormenta, las calles enlodadas están vacías, parece un pueblo fantasma… La caravana de camionetas de los narcos rompe la paz. La primera parada es en la casa de Dorian. Ahí, el Bala busca una explicación sobre por qué no ha llegado el segundo encargo. «Fue por la tormenta, patrón. El mar está muy picado y peligroso», informa el pescador. «Mañana se van a echar tres viajes, me vale vergas cómo esté el mar, ahora llévame a la casa de la morrita». En la apretada sala de casa de los Quintana está sentado el Bala platicando con Karen Quintana, se presenta como un caballero que quiere cortejar a su hija. Ante la sorpresa del mismo narco, Karen 113

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acepta sin ofrecer resistencia. El Bala deja una caja de chocolates con una tarjeta con el rótulo: «Cristina». Al día siguiente, en el segundo viaje una de las lanchas se voltea y dos pescadores mueren. En el pueblo se lleva a cabo el velorio, después los pescadores se reúnen en la Bodega Quintana. El hartazgo está en todos, la cuestión es cómo hacerle frente a los narcos. Se concluye que lo mejor es hablar de frente y no provocarlos. Dorian, acompañado de Fernando, irán a hablar con el Bala para buscar una solución. Dorian y Fernando nunca volvieron del hotel de la sirena, pero el Bala se presentó en San Agustín por la tarde y entró a casa de los Quintana donde platicó con Cristina para después retirarse. Algunos pescadores asustados llevan mercancía a Nueva Génova, saben que la desaparición de sus líderes es un mensaje. Tras regresar y acomodar las lanchas se percatan de la presencia de un cuerpo cubierto de plástico negro en la arena, el mar lo empuja con pequeñas olas como si buscara expulsarlo. Es el cuerpo de Dorian. San Agustín vive en pocas semanas un círculo vicioso: los pescadores no pueden enfrentarse al cártel, pues quien lo hace, desaparece, y el mar, en alianza con las tormentas, se encarga de llevarse alguno de vez en cuando. Las mujeres enviudan. En un mes o dos, el pueblo se ha quedado prácticamente sin hombres. El ejército llega a San Agustín, tarde o a tiempo, según con el cristal que se mire. El regimiento encabezado por el sargento segundo Paulino Díaz se instala en las afueras del pueblo. Algunas mujeres se organizan para venderles comida. El sargento anda investigando de casa en casa con el fin de entender la situación, hasta llegar con los Quintana. Karen le cuenta que la desaparición de su esposo fue la primera y reclama lo tarde que han llegado. El militar no puede evitar notar a Cristina, su madre se percata y de inmediato le pide que se retire. El Bala sólo visita discretamente San Agustín para ver a Cristina en su casa, con la supervisión de Karen. Mientras tanto, el ejército hace algunas revisiones en la carretera durante el día, esporádicas y sin objetivos definidos. El sargento Díaz pasa el día en el campamento durmiendo y los militares se convierten en una presencia masculina débil e inepta. 114

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Karen Quintana, con ayuda de otras mujeres de San Agustín, adecúa con lo poco que tienen la Bodega Quintana como restaurante-bar a la orilla de la playa. Lo bautizan como la Palapa Quintana. El Bala propone matrimonio a Cristina. Se fija fecha. Pasan tres meses, San Agustín ya está lejos de ser reconocido por sus pescadores. Los militares han aumentado algunos soldados a su base. En la vieja bodega de los Quintana el negocio ha ido bien y se han hecho muchas modificaciones. La fecha del casorio se acerca y Karen Quintana ofrece al Bala una cena previa a la boda en su restaurante. El narco acepta gustoso. El restaurante no está adornado de alguna manera especial, sólo han acomodado las mesas de plástico dejando un espacio al centro como pista de baile. La cerveza y la comida abundan, mientras el sonido ensordece y un pequeño sistema de luces pinta de colores el recinto y a los asistentes. En una mesa platican el Bala y Cristina, que se sigue mostrando tímida, incluso podría decirse que incómoda. En el resto de las mesas se da una situación curiosa, en casi todas está sentada una mujer (viudas en su mayoría) y un narcotraficante. Uno que otro hombre se quiere mostrar galán y corteja a su compañera de mesa, el resto actúa indiferente. Karen Quintana parte plaza y roba miradas, se ha arreglado y puesto un vestido que resalta su figura. Anda de un lado a otro asegurándose que no falte nada. Se le ve extremadamente segura, misteriosa y tal vez feliz. A las afueras del pueblo, en su campamento, los militares escuchan el ruido proveniente de la fiesta. El sargento Paulino ordena a tres soldados vigilar la fiesta a distancia y «con absoluta discreción». La fiesta sigue su curso y la gente ebria se pone en ámbito más festivo aún. Todos los narcos sin excepción han ligado pareja o se encuentran en proceso de lograrlo. El Bala baila con Cristina música de banda. Karen platica con el mano derecha del capo, un gordo al que apodan el Barrilito. Erasmo el Bala Dávila está muy contento: baila, canta y no deja de mandar a su gente por cerveza. Cristina Quintana se muestra muy amorosa con su prometido. Las manos del narcotraficante comienzan a pasar por el cuerpo de la joven los límites de lo socialmente aceptado. 115

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El Bala le murmura al oído que vayan al hotel de la sirena, ella sugiere que mejor a su casa. La pareja se escabulle. Hasta parece que el patrón dio la orden de hacer lo mismo: las parejas comienzan a retirarse del bar. El reloj marca la una de la mañana y en cuestión de veinte minutos sólo quedan en la Palapa Quintana Karen y el Barrilito. El obeso narcotraficante se muestra coqueto con la morena que, afanosa, recoge las mesas. «Eso lo arreglas mañana, mujer, vente a platicar». Karen hace como si no lo escuchara, va a la cocina y regresa con un par de cervezas. Los soldados que vigilaban la fiesta dan por terminada su misión al ver que la gente ha salido. De regreso al campamento ven a lo largo del pueblo parejas besándose antes de atravesar algún pórtico. En la casa de los Quintana, el Bala se besa con Cristina en el sillón más grande de la sala, la áspera mano del narcotraficante acaricia el terso muslo de la joven… Ella lo detiene con el pretexto de que debe pasar al baño. El reloj marca diez para las dos. Cristina se mira en el espejo, verifica la sombra de sus ojos y el rojo de sus labios, abre la llave y deja correr el agua. El momento de calma que pareciera asentarse, es interrumpido por Erasmo que intenta abrir la puerta. «Apúrale morra». «Pon música», le responde la joven. El agua sigue saliendo del grifo, Cristina abre el botiquín y toma una cuchilla desechable del viejo rastrillo de Jacobo. La esconde en su chongo. Karen baila con el Barrilito cuyas manos ya no disimulan caer accidentalmente para manosear sus nalgas. El reloj está a cinco minutos de marcar las dos. La mujer se suelta y camina invitándolo a seguirla. El Barrilito camina, lento y torpe, hacia ella, que ya se encuentra en la cocina. El gordo hace a un lado con su obesa mano la cortina de tela que separa el anexo del comedor y, en ese mismo instante, recibe un seco golpe con un cuchillo cebollero que entra por debajo de la mandíbula. La dirección con la que penetró el metal, sumada al alcohol y el peso corporal del narco, hacen que se desplome hacia atrás. Se retuerce de dolor y la sangre sale a borbotones. Con una mano intenta inútilmente taponar la herida, mientras que con la otra busca su pistola… Pasan unos segundos que parecen eternos y finalmente muere. Karen permanece en la cocina y, temblando, enciende un cigarro. Sus manos están llenas de sangre. 116

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Cristina está recostada sobre su cama. El Bala le quita los calzones y se dispone a darle sexo oral, pero ella lo detiene y le dice: «Mejor déjame complacerte». La joven se hinca y baja el pantalón del narco que ya se ha sentado a la orilla de la cama. Los ojos verdes —iguales a los de su padre— no quitan la mirada del capo, que los cierra al sentir los labios de la chica envolver su pene. Con un movimiento sutil, la chica toca su cabello para deshacer el chongo y de un solo y preciso movimiento, pasa la navaja por el cuello de el Bala. El hombre cae de la cama y la chica da un paso atrás mientras lo mira intentar detener el flujo de sangre con la mano. La joven llora y respira agitada, el narco se arrastra e intenta alcanzarla, pero cae vencido por la muerte. La noche en que Dorian entregó las flores a Cristina, ella y su madre platican en la sala que vio pasar tantas cosas. —Ésta es una gran oportunidad para vengar a tu padre, Cristina. Vas a tener que ser muy fuerte. En todas las casas de San Agustín las viudas eliminan a los narcos con distintos métodos, aunque el más común es el cuchillo. Para cuando el reloj marca las dos diez de la madrugada, la venganza ha sido consumada. Karen cierra la caja de la vieja pick-up de Jacobo que va cargada de maletas y otras cosas. Adelante va Cristina en el asiento del acompañante, su hermano pequeño duerme en sus piernas. Karen sube y enciende el motor. Con las luces apagadas emprende camino y sale del pueblo. Los militares dormidos, ubicados en la salida de San Agustín, no se dan cuenta que más o menos cada diez minutos salen varios coches: las mujeres abandonan el pueblo. El sol está por salir. El sargento Paulino nota al día siguiente la calma del pueblo y manda a sus subordinados a investigar. Antes del mediodía la tragedia ha sido descubierta. Los militares han acomodado los cuerpos de los narcos a la orilla del mar esperando que las olas los arrastren. Paulino Díaz da la orden a los soldados de levantar el campamento. Los ojos del sargento miran antes de partir un pueblo desierto a punto de desaparecer.

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Ó sc ar R eyes- Matut e. Filósofo egresado de la UCAB, con maestría en Ciencia Política en la U SB , y Fulbright Visiting Scholar en N Y U . Desde los 17 años escribe guiones. Profesor de guión en la Escuela Nacional de Cine, fue director creativo de T V E S y dialoguista en Televisa. Su guión «Hombre de la gabardina blanca» recibió patrocinio del C N A C en Venezuela y se encuentra en etapa de preproducción.

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Hombre de la gabardina blanca

Óscar Reyes-Matute

E

n 1948, delante de su hijo Josetxo, Patxi de ocho años, en un hórreo en los pirineos navarros, Mikel Iribarren, de 35, fue asesinado por un capitán de la Guardia Civil al responder en euskera durante un allanamiento en busca de un lote de armas robadas por los nacionalistas vascos, escondido cerca de las ruinas de la Real Fábrica de Armas de Orbaitzeta. Josetxo creció huyendo del dolor y se dedica a la música, el cine y el espectáculo, pero el recuerdo de su padre lo lleva a colaborar con ETA, participando en la Operación Ogro, la voladura del coche del almirante Luis Carrero Blanco (1973), poco antes de la muerte de Franco. Josetxo, vestido con una gabardina blanca, se reúne con José Miguel Beñarán, Argala, de 22 años y jefe del Comando Txikia, y con Ignacio Pérez Botegui, Wilson, de 23, el 14 de septiembre de 1972 en el café del hotel Mindanao en Madrid. Josetxo les entrega un sobre con los hábitos y rutinas del presidente de gobierno, información vital para la preparación del atentado, dado que Carrero Blanco era un hombre de costumbres: nunca cambiaba su hora de salida, misa tempranera, coche sin blindaje, poca escolta y ruta habitual a la Moncloa. Luego del atentado, parte del Comando Txikia fue enviado al sur de Francia (Bayona, Isla de Yeu, Anglet), donde muchos de ellos fueron asesinados por comandos paramilitares de la derecha franquista, el tristemente célebre Batallón Vasco Español (BVE). En medio del revuelo que siguió a la muerte de Carrero Blanco, Josetxo viajó a Venezuela, donde ingresó con la tapadera de abrir un restaurante de comida vasca, La Garaia, con otros paisanos exiliados. 119

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Josetxo sospecha que está padeciendo una especie de castigo por sus deslices bohemios, pues en vez de enviarlo a Francia, lo han mandado al tercer mundo, a Latinoamérica, a Caracas. O tal vez sus aliados lo quieren lejos, donde nadie pueda arrancarle por la fuerza los hilos secretos del atentado. Estar lejos de Madrid le parece un infierno al bohemio y refinado navarro. Pero no imagina la jugarreta que le ha tendido el destino; llega a una ciudad de clima edénico, caótica y seductora, donde las mujeres más hermosas del planeta van del brazo de sus amantes de tasca en tasca, tomando vino y picando tapas como cualquier madrileña. Hay festivales de teatro, zarzuelas, futbol y, de fondo como un basso continuo, una historia de amor que es una contraconquista: el frío nacionalista vasco cae prendado de Déborah Liendo, de 33 años, la hermosa mulata de ojos claros que está a cargo de la cocina de La Garaia, a quien apodan la Faraona, porque además de reinar en los fogones, toca las palmas y baila por soleares como una Lola Flores caribeña. Con ella concibe un hijo, Ignacio Nacho Iribarren en 1975. Josetxo comprende que no va a regresar a España, pues aunque supone que sólo Argala sabe quién es el Hombre de la Gabardina Blanca, intuye que esa información pudo haberse filtrado de alguna manera a los organismos de inteligencia oficiales y el BVE… ¿O tal vez la C I A , el M16 y el Mossad también lo saben? Cría a su hijo Nacho hablándole del País Vasco pero sobre todo de Navarra. Ignacio se radicaliza y regresa a España para contactar con E T A , aunque ya está casado con Alejandra Fidalgo, de 35 años, y tiene dos hijas, Micaela (Mika) Iribarren, de 12, y Mariana Iribarren, de 7. Nacho participa en varios atentados, y finalmente es detenido en 2004 por grupos descendientes de los GAL y vinculados con organizaciones paramilitares de la derecha internacional, durante la ola de represión surgida en España a partir de los atentados terroristas en la estación de Atocha, en 2004. Pero, como sospechaba Josetxo, el Centro Nacional de Inteligencia de España (C N I) sabe muy bien que Nacho es una pieza menor: quieren a su padre, el magnicida. En el CNI hay antiguos integrantes del Servicio Central de Documentación (Seced), creado precisamente por el almirante Carrero Blanco, y viejas fichas del BVE, los comandos 120

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paramilitares de derecha que contrataron mercenarios franceses, italianos y argentinos junto con marinos españoles coordinados por Leónidas, de 33 años, para que liquidaran a Argala en 1978. Leónidas, por cuenta propia y junto con otros marinos, ha estado tras la pista del Comando Txikia y del Hombre de la Gabardina Blanca durante años. Josetxo ayudó a cambiar la historia, porque de no haber muerto Carrero Blanco, España no habría entrado en la democracia por la vía que tendió el rey Juan Carlos de Borbón, ya que aunque el monarca ya había sido designado sucesor en 1969 y hasta el propio Carrero Blanco lo aceptó, la presencia del almirante al lado del rey en una España sin Franco habría retrasado todo el proceso de democratización. La tozuda ideología ultraconservadora de Carrero y su odio por los comunistas, masones, judíos, liberales o simples hippies, le impedían ver que el mundo había cambiado, que los falangistas y él eran dinosaurios, y que ni Estados Unidos ni el Papa Pablo VI ni la Iglesia española, soportaban ya la obstrucción a la apertura política y social que significaba la presencia del consejero fiel de Franco al lado del poder del rey. Luego de la detención de Nacho, el trato de los paramilitares con Josetxo fue: tu vida por la de tu hijo. Josetxo no va a permitir que asesinen a su hijo, así que se entrega y desaparece. Nacho es devuelto a Venezuela, porque tiene doble nacionalidad y sus amigos en el gobierno logran que el joven sea repatriado. Además, España se ha convertido en una democracia, y ha superado los viejos métodos de tortura y terrorismo de Estado. Pero Nacho ya no reconoce a Caracas. Regresa al negocio de su padre y se siente desolado entre dos mundos, con su anciana madre enloquecida por la desaparición de Josetxo. El mundo gira y se deteriora, Venezuela va hacia un torbellino político y social mientras España se consolida y vive un gran auge económico luego de su entrada a la Unión Europea. A la esposa de Nacho, Alejandra, sólo le interesa el dinero y la estabilidad económica y social de la familia, en un país que se estremece hasta los cimientos. Alejandra odia Venezuela, desprecia a su propia gente y termina convenciendo a Nacho de que saquen la plata y se la 121

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lleven a España. A regañadientes, Nacho accede. Alejandra insiste en que las niñas se vayan con ella a estudiar a Madrid, porque Caracas se está volviendo cada vez más peligrosa. Ignacio no quiere alejarse de sus hijas, pero luego de padecer el secuestro express de Micaela accede porque es un padre protector. A Mika le brota la sangre de su abuela por los poros, ama la música de salsa y los fogones; su hermanita Mariana sueña con ser Miss Venezuela. Mika tiene vocación periodística, quiere estudiar comunicación social y filosofía. Ya en Madrid, empieza a investigar quién era su abuelo. Su madre, Alejandra, no sabe qué contestar, por lo que la joven empieza a rastrear información en Internet. Se entera del atentado contra el almirante Carrero Blanco, de la historia del Hombre de la Gabardina Blanca y del Comando Txikia. También averigua que María Asunción Altuve Arana (Asun, la viuda de Argala), vive en Venezuela, y la recuerda visitando el negocio de la familia. Se entera del caso de su padre, los G A L y los atentados de Atocha, de las sospechas sobre una posible participación de la CIA en el asesinato de Carrero Blanco, y queda en shock: Micaela recuerda que en su casa hay una foto de su abuelo junto a los bohemios en La Garaia, vestido con una gruesa gabardina blanca que era una anomalía en el clima caraqueño. Micaela jugaba con esa gabardina, inútil para el clima caraqueño, se la ponía desde que era una niña, bailaba con su abuelo vestida con ella. Es la misma gabardina que aún usa ocasionalmente en los inviernos madrileños. Micaela sale a buscar a su abuelo y no lo encuentra en las listas de muertos, de desaparecidos, no hay registro de él por ningún lado. Con la ayuda de Samuel Leví, joven venezolano emigrado a España de 23 años, que estudia periodismo en la escuela de El País y a quien conoce durante su cumpleaños 18, un sudamericano judío sefardí con quien empiezan a despertar sus sentidos al amor, Micaela encuentra al anciano encerrado en un hórreo en Hiriberri de Aézkoa, Navarra. Es el mismo hórreo donde, medio siglo atrás, su bisabuelo Mikel fue asesinado. Con Leónidas, Josetxo hizo el trato de que él mismo se mantendría encerrado el resto de su vida, sin contactar a su familia o de lo contrario su hijo y sus nietas pagarían las consecuencias. El guardia que siempre lo vigila cerca del hórreo —que lo descuida por ver la final del Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010— en realidad es innecesario. 122

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Es el momento en que Iniesta marca el gol que le da el campeonato mundial a España. En La Garaia, venezolanos y españoles celebran con un grito que retumba en el local, en el estadio, en Madrid, en Latinoamérica entera. Micaela está conectada en videoconferencia desde su iPhone con Nacho en Caracas, y se acerca poco a poco a la puerta del hórreo, mientras el grito de júbilo en lengua española le da la vuelta al planeta. Micaela finalmente logra la unión de dos mundos que provienen de uno solo, con una misma lengua, con un mismo exilio interior: allí está su raíz, el anciano tendido en el mismo lugar donde su bisabuelo Mikel fue asesinado. Micaela se acurruca, abraza las rodillas de Josetxo y lo arropa con la gabardina blanca, mientras su abuelo vasco navarro le pide: —Háblame de Caracas, háblame de tu abuela… *** Algunos hitos o cuadros de esta historia 1948, selva de Irati, Navarra. A medianoche, Mikel Iribarren, de 35 años, y un grupo de militantes del Partido Nacionalista Vasco (PNV). Entierran unas armas en la fábrica abandonada de Orbaizeta. Al terminar se separan, y Mikel vuelve a casa con su hijo Josetxo, de ocho años. A lo lejos se escuchan ladridos de perros, gritos y disparos. Padre e hijo echan a correr entre la nieve. Josetxo cae aterido y su padre lo abriga con una gabardina blanca. Llegan al pueblo y se refugian en el hórreo de la casa, donde encienden la estufa, comen un pedazo de pan con chorizo y toman vino para calentarse. Un piquete de guardias civiles entra súbitamente en busca de las armas. Golpean a Mikel quien los insulta en euskera. Uno de los guardias le dispara, y lo mata frente a su hijo, mientras le dice: «Si no hablas la lengua de España no mereces vivir sobre esta tierra». Josetxo tiembla con el vaso de vino en la mano, mientras el guardia le apunta con un dedo y hace el remedo de un disparo. 2010, Madrid. Micaela Iribarren, de 18 años, sueña. En su sueño, regresa a Caracas, a sus nueve años, y baila con su abuelo vestida con una gabardina blanca que le arrastra, mientras su hermanita Mariana, le jala los faldones y ríe. Micaela se despierta abruptamente cuando Ma123

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riana Iribarren, ya de siete años, se le tira encima y la besa, cantándole «Feliz cumpleaños» mientras la enfoca con un iPhone, en el que se ve la imagen de su padre Nacho, de cuarenta años, en videoconferencia desde Caracas. Su madre, Alejandra Fidalgo, de 39 años, trae una torta con velitas: madre, hermana y cyberpadre le cantan, ella sopla con fuerza y le unta la nariz de merengue a su hermanita, exclamando: «¡Tortazo en la cara!» Por la noche, Micaela tiene una fiesta de cumpleaños, donde van amigas del colegio en Madrid y conoce a Samuel Leví, de 23 años, un periodista sefardí venezolano que estudia en la escuela de El País. La química es inmediata, y Samuel le pregunta a Mika cuál sería el mejor regalo de cumpleaños para ella. Ella calla y Samuel comprende que ese silencio es un dolor que él aún no puede comprender. 2010, Caracas. En el restaurante La Garaia, Nacho y el personal se preparan para ver el campeonato mundial de futbol Sudáfrica 2010. Amigos españoles y venezolanos se apiñan en las mesas en torno a incontables botellas de vino y generosos platos de paella, gritando y tocando ensordecedoras vuvuzelas. Déborah Liendo, de 69 años, se queja en la cocina de la bulla insoportable y se pone a llorar, se pregunta por qué Patxi no le pone un «hasta aquí» a tanto borracho impertinente. Nacho consuela a su madre con tristeza. 2010, Madrid. La fiesta de Mika está en su mejor momento: mientras ella y sus amigas fuman en el balcón, un grupo de señoras venezolanas exiliadas hablan mal de la revolución bolivariana con Alejandra. Molesta, Mika toma de la mano a Samuel, pone la salsa «Micaela», que baila con gran estilo y le dice a las señoras: «Esto no se aprende en Madrid, hay que nacer en Caracas y ser nieta de la negra Déborah Liendo para bailar así». Ya en el balcón se burlan de las damas caraqueñas. Samuel le pregunta si puede darle el regalo de cumpleaños con el que sueña calladamente y Mika sonríe con picardía, le da un beso furtivo y responde: «Primero tienes que convencer a mi hermanita: si ella te quiere entonces podré confiar en ti. Somos uña y mugre». Mariana aparece vestida con un traje de hada: «Tómame una foto, soy Miss Venezuela 2021, Mariana Iribarren». Samuel le toma la fotografía, la carga y baila con ella: Mariana, Micaela y hasta las señoras están encantadas. 124

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14 de septiembre de 1972, Madrid. Mientras suena la canción «Busca un amor» de Fórmula V, Josetxo Iribarren, de 32 años, entra al café del hotel Mindanao con una gabardina blanca, para entrevistarse con Wilson, de 23 años, y con Argala, de 22 y jefe del Comando Txikia, encargado de la Operación Ogro, y hablar sobre atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco. Josetxo le entrega al jefe un sobre con la información detallada de las rutinas del jefe de gobierno. Josetxo, Argala y Wilson discuten algunos detalles del atentado. Hay cierta tensión entre ellos: Argala sospecha que Josetxo (Patxi) no es un simple activista navarro adinerado, que hay algo más detrás de él, pues Patxi es enigmático y elusivo. Al final, Argala le dice que se cuide de sus conocidos «hábitos putañeros», que pueden poner en peligro la operación. «Yo no puedo dejar de ser un bohemio con pasta de golpe, porque enseguida levantaría sospechas», contesta Patxi. 2010, Caracas. Un grupo de hombres, con pinta de funcionarios del gobierno, encorbatados unos, vestidos de rojo y con boinas otros, entra a La Garaia: se sientan en una mesa reservada y celebran el triunfo de Brasil. Lamentan que España haya perdido su primer partido en el Mundial. Alguno se queja que Venezuela no haya clasificado, pero seguro la Vinotinto estará en Brasil 2014. Un par de parroquianos masculla en una mesa, diciendo que a estos comunistas del gobierno el socialismo del siglo X X I los va a matar, pero de cirrosis hepática y colesterol. Se arma una discusión, las dos mesas se caen a insultos, y en algún momento aparecen las pistolas. Nacho interviene para calmar los ánimos y uno de los funcionarios le pone el arma en la cabeza, repitiéndo la frase de Bolívar: «Españoles y canarios, contad con la muerte». Déborah le reclama al tipo: «Éste es mi hijo, el hijo de una negra, como la que amamantó a Bolívar». Los jefes lo hacen entrar en razón y piden disculpas. Déborah recorre la cocina tropezándose, diciendo: «Qué clase de país es éste, que ahora nos estamos matando como unos salvajes, aquí hay más pistolas que gente: cuando me enamoré de Patxi, Caracas era un paraíso, y lo hemos dejado perder». 2010, Madrid. Esta vez es Mika quien va a despertar a Mariana, que se ha dormido vestida de hada. Mariana sueña y canta en euskera cosas 125

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que Mika no entiende. La despierta y le dice que se ha vuelto loca, pues dormida habla en una lengua rara. La niña le responde que ella no está loca, sino que es Miss Venezuela 2021. Mika se burla, y le dice que no es Miss Venezuela, sino Miss Chocozuela. Mariana llora: «¡No me maltrates, estaba cantando con mi abuelito!» Mika se paraliza y empieza a temblar, se le salen lágrimas. Mariana llora aún más fuerte: «No llores, hermanita, te quiero mucho». Alejandra entra y las regaña: «¿Otra vez peleando? ¡Pero si ustedes no pueden vivir la una sin la otra!» Mika se seca las lágrimas, le da un beso a Mariana y la arrulla. «Nada, que esta carajita tiene unas cosas que la hacen llorar a una como una gafa». Mika se queda viendo a Alejandra y le pregunta: «Mamá, ¿qué pasó con mi abuelo Patxi?» Ella no sabe qué contestar. 20 de diciembre de 1973, Madrid. Josetxo ha amanecido en un apartamento: persigue a dos hermosas mujeres, medio en cueros, a las que da de beber y de comer en la boca champaña y uvas. La música de la radio es interrumpida con un boletín que da cuenta del atentado donde ha muerto el jefe de gobierno español, Luis Carrero Blanco. Patxi enciende la televisión y ve el reportaje de TVE, con imágenes de la voladura del coche en la calle Claudio Coello, con la fuerza de cien kilogramos de explosivos, que ha hecho volar el auto hasta el techo de la iglesia de San Francisco de Borja, en la calle Serrano. Josetxo disuelve la fiesta alegando motivos de duelo. Se retiran las chicas, y Patxi saca una maleta que tiene ya preparada en el clóset, una pistola, una paca de dólares y abandona el apartamento. 2010, Caracas. Déborah increpa a Nacho y le pregunta cuándo va a volver Josetxo de España, que no traten de engañarla, porque «ella es vieja pero no pendeja», y sabe que su viejo querido se ha ido a alguna operación clandestina con ETA, o porque los GAL lo han descubierto en Caracas. Nacho trata de calmarla y consolarla. 2010, Madrid. Mika está en la cama con Samuel, risueña. Samuel le dice que ella le ha dado el mejor regalo de su vida, y que quisiera corresponderle y ayudarle con ese deseo que tanto oculta. Mika le cuenta que quiere encontrar a su abuelo y juntos comienzan una pesquisa en 126

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busca del anciano desaparecido: Internet, bibliotecas, hospitales, hospicios. Nadie sabe nada. 24 de diciembre de 1973, Aézkoa de Hiriberri, Navarra. Josetxo se acerca al pueblo conduciendo un coche, cruza por la carretera principal y se detiene en una casa, en la que no encuentra a nadie. Patxi lleva la gabardina blanca, que se confunde con la nieve. Oye ruidos en el hórreo y se acerca pistola en mano. Ahí está Argala, con un fuego encendido, un vaso de vino y algo de pan en la mano. Se saludan. Patxi pregunta a dónde irán. Argala le dice que casi todos están en Francia. Patxi pregunta dónde lo van a enviar a él. Argala responde enigmático: «Eso no depende de mí», para luego preguntarle: «¿Te vienes al sur de Francia?» Patxi responde que los pueblos pequeños lo matan de aburrimiento, pues hay pocos bares y las putas siempre son las mismas. «Si me sacan de Madrid o París me muero.» Argala le dice que tenga cuidado, que las putas en París o Madrid son igual de chismosas que las de los pueblos pequeños, y que en cualquier juerga se le puede ir la lengua. Patxi mira al cielo: «Alguien allá arriba me dirá qué hacer». Argala lo mira con desconfianza: «¿Quién te lo va a decir? ¿La CI A, el Vaticano, el rey…?» «Dios —responde—, ¿no crees en Dios?» Argala cambia el tema y le dice que podría irse a Caracas, donde hay algunos etarras exiliados y nadie lo va a reconocer. Allá podría montar un restaurante de comida vasca y rehacer su vida. A fin de cuentas, sólo él, Argala, sabe quién es el Hombre de la Gabardina Blanca. Patxi se enoja y dice que eso sería un castigo del cielo: mandarlo a una ciudad del tercer mundo, donde las calles deben estar llenas de carretas de bananas tiradas por burros. Le recuerda que fue él quien consiguió la información clave para el atentado de Carrero Blanco. «Justamente por eso —dice Argala—: porque eres la clave, deberías irte a Caracas. Si te pillan aquí, con un par de hostias y corriente en los cojones, vas a cantar todo, y media E TA va a caer. Mejor no tentar al diablo». Patxi le dice que lleva muchos años bailando con el diablo, sobre todo en ese hórreo. Los dos hombres se separan. 26 de diciembre de 1973, Burdeos, Francia. ETA difunde un comunicado de prensa donde explica cómo se montó el atentado. 127

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2010, Caracas. Déborah logra comunicarse con Mika por Skype. Le pregunta llorando si en Madrid han averiguado algo sobre Patxi, pues seguramente ese loco no ha dejado la militancia y se ha metido en problemas aun ahora, después de viejo. Mika le promete que va a encontrar a su abuelo, y que para ello cuenta con la ayuda de un amigo periodista venezolano. Déborah ríe y le aclara que aún no tiene edad para ser bisabuela. Mika se escandaliza y le dice que Samuel es sólo un amigo. «Amigo el ratón del queso y se lo come», le responde. Marianita, que está medio dormida al lado de Mika, canta entre sueños algo que paraliza a Déborah: la canción en euskera. Déborah vuelve a llorar y le dice a Mika que debe oír a su hermanita, pues Mariana o tiene el don de la clarividencia o es medio bruja. Mika le tapa la nariz a Mariana que se despierta lanzando sopapos. Mika la besa y le dice a su abuela: «No, ella es un angelito, y el Creador la usa como un altoparlante para decirnos cosas que nosotros no queremos ver por brutos». «Abu —dice Mariana—, tranquila que nosotras vamos a encontrar a mi aitona Patxi. ¡Y sí: Samuel y Mika son novios, yo los vi besándose!». Mayo de 1974, Caracas. Josetxo llega a la ciudad, se encuentra con un etarra exiliado, Gumer Gallaga, de 35 años, y fundan La Garaia. La reacción de Patxi ante la cultura venezolana es defensiva. No entiende la ciudad ni a su gente, pero poco a poco se engancha. Convierte La Garaia en un sitio de encuentro de bohemios, cantantes, poetas, políticos, actores, y recobra así la vida que llevaba en Madrid. En la cocina de La Garaia reina una mulata de ojos claros, Déborah Liendo, que imparte órdenes como una jueza bajo las palmeras. Patxi queda prendado, pero la morena le dice que está harta de que la vean como trofeo de caza, que ella se merece el trato de una dama, y que no es mujer de andar de cama en cama, sino con alguien para toda la vida. Patxi no puede resistir su encanto y termina casado con ella, procreando a Ignacio. Patxi sabe que no puede volver a España, pero acaba de descubrir la puerta del jardín del Edén, así que, ¿quién querría volver a una España llena de represión, de odio y de miedo? 1978, Madrid. Leónidas y su grupo, junto con los mercenarios del BVE, celebran el éxito del atentado al coche de Argala en Anglet. Revisan el 128

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organigrama del Comando Txikia, con las fotos de todos los que han muerto y de los enjuiciados. En uno de los recuadros hay un espacio sin foto, vacío, que dice: «Hombre de la Gabardina Blanca». 1988, Caracas. Mientras en la tasca alguien canta a ritmo de guaracha «Yo soy un muchacho flaco/ pero de corazón tierno/ y tengo una novia gorda/ para pasar el invierno», Josetxo le enseña a Nacho, hablándole en euskera, cómo preparar un bacalao a la vizcaína, mientras le cuenta cosas de Navarra, de su abuelo Mikel Iribarren y de los hórreos en Aézkoa. Nacho no entiende lo que es un hórreo y Patxi le enseña la barra de La Garaia, que está construida imitando una garaia de las que abundan en el País Vasco, Galicia, Cantabria, Asturias y Navarra. Déborah lo controla con cariño: «No me lo envenenes tanto con la cultura vasca, mira que él también es venezolano, y lo hemos criado a punta de caraotas negras y carne mechada. No vaya a ser que me lo vuelvas loco como tú». Nacho responde en euskera que quiere ser como su padre y su abuelo. Una sombra de miedo cruza por los ojos de Déborah. 2010, Madrid. Mika y Samuel, siguiendo una pista que él consigue por sus contactos con el Mossad, se enteran de la historia del Comando Txikia, del Hombre de la Gabardina Blanca, Argala, Leónidas y la voladura del coche presidencial, así como acerca de los que participaron en la Operación Ogro. Pero no consiguen información sobre el paradero de Josetxo. Los jefes israelíes de Samuel están preocupados porque el joven puede poner en riesgo su posición por amor a una hermosa sudaca que, además, es hija y nieta de terroristas. 1995, Caracas. A los veinte años Nacho conoce a Alejandra Fidalgo, que queda embarazada, así que se casan un poco por la fuerza y un mucho por amor, y ese mismo año nace Micaela, quien viene a alegrar el hogar de los Iribarren-Liendo. 2010, Madrid. Mika y Alejandra tienen un encontronazo, mientras Nacho trata de mediar vía Skype. La joven le reclama a su madre que no hayan hecho suficientes esfuerzos por encontrar a su abuelo. Alejandra le dice que el pasado es el pasado, y que si la policía española no ha 129

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dado con Patxi, pues ellos, que son unos simples emigrantes sudacas, menos. Alejandra le dice a Mika que debería ser considerada con su padre en Caracas, porque el negocio está a reventar con el mundial de futbol, que ella va a viajar a Venezuela para ayudarlo y Mariana se queda al cuidado de Mika, en Madrid. «Tienes que comenzar a actuar como una mujer madura, no puedes andar armando berrinches de mujer de servicio…» 2002, Caracas. Golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez. Hay decenas de muertos, y batallas en las cercanías del palacio de Miraflores. Asún, la viuda de Argala, queda atrapada en Puente Llaguno, un reducto de los seguidores del gobierno desde donde se enfrentan a plomazos con los blindados de la policía de Caracas, que está en rebelión. Patxi le pide a Nacho que la vaya a buscar, que la saque de la balacera y el joven toma su moto, una pistola, y va a salvar a quien considera una tía. Nacho llega al puente a la hora del enfrentamiento, y tiene que reptar para no ser alcanzado por las balas de los francotiradores. Dispara hacia la avenida Baralt, y logra sacar a Asún de aquella trampa de plomo y muerte. Regresa con ella a la tasca, donde los etarras se reunieron los dos días que duró el golpe, asustados, pues quien los apoyaba era Chávez y ya no estaba en el poder. Alejandra está embarazada de Mariana, Mika tiene nueve años. Nacho discute mucho de política con su padre y los vascos. Hablan en euskera, lo que enfurece a Déborah. Todos temen que haya una ola represiva contra los etarras en Venezuela. Nacho quiere ir a formarse militarmente con ETA en España, por si surge alguna misión. Déborah no ve con buenos ojos las ideas de su hijo y de su esposo. Alejandra está aterrada. 2010, Madrid. Mika y Samuel, solos en Madrid, prosiguen la búsqueda de Patxi. Presienten que deben visitar un pueblo en Navarra: Hiriberri de Aézkoa, de donde proviene la familia. 2002, Madrid. Leónidas, al ver las tomas del golpe de Estado en Venezuela, reconoce a Asún en el tiroteo del Puente Llaguno y pregunta quién es el chaval que está a su lado, disparando. Lo identifican y 130

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consiguen fotos de la familia, feliz, en la tasca, o de paseo en el Ávila. En una de las fotos está Patxi… vestido con una gabardina blanca. Ha encontrado a su hombre. 2002, Madrid-Caracas. Nacho se contacta con células de ETA y comienza a participar en pequeñas operaciones de armas y explosivos. Su presencia reactiva las células paramilitares de Leónidas, quienes empiezan a mantenerlos vigilados. Nacho participa con Ainoa, la Leona, en varios atentados y el asesinato de un guardia civil. 2004, Madrid. Luego de los atentados terroristas en Atocha el 11 de marzo de 2004, José María Aznar responsabiliza a ETA por el atentado. En una semana, el P P pierde las elecciones y el nuevo jefe de gobierno es José Luis Rodríguez Zapatero, del PS OE. Se desata una cacería de brujas. Aunque se demuestra que fueron comandos yihadistas quienes pusieron las bombas, Leónidas y su gente aprovechan para detener y torturar a Nacho, quien sostiene que es hijo de Patxi Iribarren, un emigrante vasco propietario de una tasca en Caracas, y piensa que lo torturan por los atentados de Atocha. Pero Leónidas lo corrige: «No. Es a tu padre a quien buscamos». Leónidas contacta a Patxi y le plantea el intercambio: el padre por el hijo. Patxi no va a permitir que maten a su hijo, así que una madrugada toma la misma maleta con la que viajó a Navarra luego de la muerte de Carrero Blanco, y toma un vuelo a Madrid, donde se intercambiará por su hijo. 2010, Madrid-Caracas. España está conmocionada por el mundial de futbol, igual que Caracas, especialmente La Garaia. Mika habla con su abuela y le pide detalles, recuerdos, que la puedan ayudar a averiguar dónde podría estar su abuelo. Déborah le dice lo que puede. Los jóvenes deciden ir a Navarra, a Hiriberri de Aézkoa. 2006, Caracas. Déborah está destrozada por la desaparición de Patxi. La ciudad y el país se estremecen en medio de una serie de terremotos políticos, por el ascenso al poder de Chávez, el golpe de Estado y las marchas, contramarchas y combates callejeros. Alejandra le dice a Nacho que Caracas no es la mejor ciudad para criar a dos niñas. Déborah 131

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le dice que el mejor país del mundo es el país donde naces, donde has hecho tu familia. Pero Alejandra le pide a Nacho que la mande a Madrid con las niñas: allá podrán estudiar en excelentes colegios, y no estarán expuestas a tantos peligros como en Caracas, que para eso es la plata, para proteger a los seres queridos. Nacho duda, pero un día, viniendo del colegio, Mika es víctima de un secuestro express, y Nacho decide que se vayan a España. Él se quedará en el negocio, con su madre, y cada tres meses irá a Madrid a verlas. Déborah se queja de la mala madre patria: primero se lleva a Patxi y ahora a sus nietas. 2004, Madrid. Antes de desaparecerlo, Leónidas conversa con Patxi, y repasan la Operación Ogro. Ninguno de los dos califica como una buena persona, pero ambos son soldados y saben que en la guerra uno siempre se juega la vida. Patxi se ríe y le dice que no le tiene miedo a la muerte, que proceda cuando quiera. Leónidas le dice que los tiempos han cambiado, que España es una democracia y que ellos ya están viejos como para seguir volando coches o fusilando gente, que Patxi ya sabe lo que tiene que hacer, como hombre de palabra, conforme al trato que han hecho: va en ello la vida de sus nietas. Patxi se estremece, pero le asegura que cumplirá el trato. Nacho es deportado a Caracas y Patxi desaparece. Déborah se queda desconsolada, enloquecida, por la desaparición de Patxi. 11 de julio de 2010, Caracas-Navarra. En La Garaia, venezolanos y españoles se unen en un abrazo, festinando el triunfo de España. En su habitación, Déborah reza, y recuerda los mejores momentos de su vida con Patxi. Mika, Samuel y Mariana van en coche rumbo a Navarra. Los pueblos están desiertos, porque todos están viendo la final del mundial. Mariana, en el asiento trasero del coche, masculla cosas entre sueños, y canta una canción en euskera. La intensidad aumenta a medida que transcurre el partido España-Holanda. En Caracas, La Garaia rebosa de alegría. En Navarra, los chicos se detienen en un restaurante, que está a reventar con personas que ven el partido en diversos televisores. Mika dice que La Garaia de su papá le lleva años luz a estos restaurancitos de carretera de España. 132

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Crece el júbilo en Caracas, Déborah reza cada vez más profundamente. Los muchachos llegan a Hiriberri de Aézkoa, hace un poco de frío. Mariana le pide un abrigo a Mika, quien baja del coche, saca la gabardina blanca y arropa con ella a su hermanita. Llegan a la vieja casa de los Iribarren. No hay nadie, todo está desolado. En Caracas, las oportunidades de gol de los equipos generan gritos y suspiros. Déborah sigue rezando. Los chicos recorren la casa, y como no encuentran nada, deciden regresar a Madrid. Anochece (20:30 en Sudáfrica, 19:30 en España). Se suceden las jugadas del partido Holanda-España. Déborah reza mientras ve el partido, lleva una pañoleta con la bandera de España. Mariana, medio dormida, sigue cantando en euskera y de repente masculla «Garaia, garaia…» Cuando van saliendo del pueblo, Mika le dice a Samuel que pare y que se regresen, y empieza a gritar: «¡El hórreo, el hórreo!» Vuelven a la casa y se acercan al hórreo: Mika va con el iPhone encendido, conectada por Skype con Caracas. En la capital de Venezuela, Déborah, Nacho y Alejandra están divididos entre la transmisión del mundial y la de los muchachos desde Navarra. Mika, Mariana y Samuel están frente al hórreo, les cuesta abrir la puerta, pero finalmente entran. En Caracas —y en todo el mundo— se escucha el rugido provocado por el gol de Iniesta, que le da su primer campeonato mundial de futbol a España. Mika y Mariana se acercan a su abuelo. Samuel permanece discretamente de pie atrás. Las niñas arropan a su abuelo con la gabardina, lo besan. El anciano les dice: —Háblame de Caracas —le pide a Micaela—, háblame de tu abuela…

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Va ness a H e r n á n d e z (Té l l e z ) (Acapulco, Guerrero, 1981). Reportera en La Jornada Guerrero, Novedades de Acapulco y El Sur Acapulco. Colaboró en Radio y Televisión de Guerrero. Escribió la novela Signos vitales (2012) y ha publicado cuento en las antologías Tiempo de compensación: cuentos para leer en la banca (2014) y Lados B. Narrativa de alto riesgo (2014).

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Todas las vidas

Vanessa Téllez

E

n 1987 el joven periodista Arturo Ávila, está empeñado en demostrar la conexión entre el diputado Braulio Jiménez y el comandante de la policía federal, Miguel Montoya, con las más de cincuenta desapariciones de mujeres, ocurridas en los últimos cinco años en zonas de extrema pobreza de la Ciudad de México. Está registrado que muchas de esas mujeres fueron vistas trabajando en bares protegidos por Montoya. Para Ávila resulta extraño que el legislador Jiménez tenga interés en determinadas delegaciones, donde busca atenuar las iniciativas contra la trata de blancas, disminuyendo las penalizaciones. Ávila cuenta con el apoyo de Demetrio Quintana, jefe de investigación y dueño del periódico Central. Ambos periodistas son amigos y buscan testigos que aporten pruebas para destapar una red de trata de blancas manejada desde las altas esferas de la política mexicana. La esposa de Ávila, la escritora Alexia Pérez, es una mujer de carácter fuerte interesada también en los problemas sociales. Alexia escribe columnas de opinión en revistas femeninas. Se conocieron en la universidad y se casaron cuando ella quedó embarazada, hace cuatro años, de quien se llamaría Damián Ávila. Gracias a un pitazo, Ávila contacta a Marta, una mujer que, le dicen, tiene datos de la mafia que secuestra a mujeres en la zona conurbada. Cuando la entrevista, ella le cuenta que había escapado de una bodega donde escuchó a otras mujeres pedir auxilio. Sin embargo, nunca las vio ni pudo identificar el lugar. El testimonio de Marta se basa en las voces que escuchó en la bodega. Cuando Ávila le pone un audio con la voz de Jiménez, de inmediato la reconoce. 135

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Ávila y Quintana deciden mantener en secreto el testimonio de Marta, por lo menos hasta obtener más información. Los periodistas acuerdan llevarla con la madre de Alexia que vive en Toluca, con la idea de que se encuentre segura. Al mismo tiempo, Montoya le informa a Jiménez que una de las mujeres que tenían secuestrada logró escapar. El diputado reprende a Montoya y le recuerda que hay periodistas investigándolos y que cualquier error que cometan podría resultar fatal. Le pide que investigue a Ávila y a su mujer para encontrar información que después puedan usar en su contra. Ávila y Alexia llevan a Marta a casa de Aurora, madre de Alexia. El periodista no consigue que Marta ofrezca más información, pero Alexia logra que le diga más detalles del lugar donde estuvo. Marta le revela algunos nombres que escuchó, la mayoría de los cuales pertenecen a gente de la élite mexicana. Alexia le dice a su marido que no podrá publicar esa información a menos que consiga pruebas. Marta los escucha y les dice que hará público lo que sabe no sólo por lo que experimentó, sino para evitar que más mujeres sigan desapareciendo. Después de seguirlos durante horas, los hombres de Montoya obtienen una foto donde Alexia y Marta se despiden de Ávila, que regresa a Ciudad de México. Montoya reconoce a Marta y de inmediato le informa al diputado que el periodista tiene bajo su protección a Marta, y que deben eliminarla. Ávila y Quintana regresan a Toluca y graban en video la confesión de Marta. El videocasete queda bajo la custodia de Quintana, quien esa misma noche se regresa a Ciudad de México. Alexia le hace prometer a su marido que una vez terminada su investigación, deberá pasar con ella y Damián una temporada lejos de la ciudad, para recuperar el tiempo invertido en el reportaje. Ávila accede y se disculpa por haber involucrado a su familia. Camino a Toluca, hombres armados detienen la camioneta de Quintana, quien reacciona rápido y esconde la grabación en el interior del asiento del conductor. Los hombres lo bajan y lo golpean, le advierten que si sigue metiendo la nariz donde no debe, su hijo pagará las consecuencias. Los hombres lo dejan malherido y golpeado a un lado de la carretera. 136

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Por la mañana, Alexia, contenta por la promesa de Ávila, invita a Marta a salir para traer comida. Llevan a Damián. Aurora y su pareja, Arturo, aún duermen cuando las dos mujeres y el niño salen de la casa rumbo a la carretera. El auto de Alexia sufre un desperfecto, no logra controlarlo y se estrella en un lado de la carretera. En el accidente muere Marta. Alexia vuelve en sí y busca a Damián, pero no lo encuentra. Una pareja en un automóvil se detiene para auxiliarla. Alexia se encuentra malherida pero consciente. Ávila recibe una llamada en la que le informan del accidente. En el hospital, a Ávila y Aurora les dicen que Alexia se encuentra estable, no así Marta, que murió al instante. Ávila pregunta por Damián, pero nadie en el hospital sabe darle razón. Entonces recibe una llamada telefónica: la voz en el auricular le ordena que desista en su indagación de lo que no debe. Ávila exige que le devuelvan a su hijo, pero sólo escucha que la llamada se corta. A un lado de la carretera, Quintana vuelve en sí, aún mareado por los golpes recibidos. De inmediato, busca la cinta en el lugar donde la había escondido. La encuentra. Se alegra de que no la hayan encontrado y que la evidencia contra Jiménez y Montoya aún esté en su poder. Arranca la camioneta y busca el teléfono más cercano. Llama a casa de Alexia, donde contesta una empleada del aseo quien le informa del accidente. Sorprendido, Quintana decide ir al hospital. Mientras tanto, en el periódico Central, el jefe de informacion, Juan Carlos, pregunta por Quintana, porque mañana debe salir la investigación que él y Ávila tienen sobre el diputado Jiménez. En la redacción nadie sabe darle información. Montoya informa al diputado Jiménez que la mujer —se refiere a Marta— está muerta. Le explica que sus hombres no encontraron evidencia alguna contra ellos, y que está plenamente seguro de que si la hay, ni Quintana ni Ávila harán algo para perjudicarlos, dadas las circunstancias. Quintana llega al hospital y Ávila le comenta que en el accidente ha muerto Marta y que Damián no aparece. Quintana piensa en su propio hijo y en la terrible amenaza que había recibido unas horas antes, así que decide mentirle a Ávila y le hace creer que la cinta se perdió. 137

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Ávila, aunque impresionado, sólo puede pensar en la desaparición de su hijo y Alexia se culpa por el accidente, por la desaparición de Damián y la muerte de Marta. Quintana se comunica con Juan Carlos, y le dice que no se publicará la investigación contra el diputado Jiménez o Montoya. Regresa a su vehículo y decide esconder el videocasete que aún permanece en la bolsa interior de su chamarra. Durante el peritaje hecho al vehículo de Alexia, se establece que el auto no tenía frenos. No obstante se concluye que el percance fue accidental y Alexia queda libre de cargos. Alexia y Ávila deciden dejar sus profesiones para dedicarse a buscar a su hijo, así que el periodista presenta su renuncia y luego se dirige al que hasta ese momento había sido su escritorio, de donde toma sus cosas personales. Ese día, Ávila es el último en salir de la redacción. 1997. En alguna parte de la Ciudad de México, Verónica Herrera, una niña de diez años y su hermana, Iliana, una adolescente de catorce, caminan como todos los días rumbo a la escuela. Verónica nota que el hombre que las ha seguido en ocasiones anteriores, vuelve a hacerlo. Ávila, quien ahora sólo escribe ficción y eventualmente ofrece conferencias sobre lo que fue su labor como periodista, conversa con estudiantes de periodismo en una universidad pública. Entre los asistentes se encuentra Quintana, su viejo amigo y compañero del gremio con quien Ávila perdió contacto. Quintana levanta la mano para preguntarle si ha pensado regresar al periodismo. Los estudiantes, emocionados, también esperan la respuesta, pero Ávila la evade y da por terminada la conferencia. Más tarde, después de firmar algunos libros y ya que se han retirado los estudiantes, Quintana se acerca a Ávila y le pide que reconsidere su decisión. A cambio, le promete hacerlo volver como asesor o jefe de información. Ávila le dice que el periodismo acabó con su familia y se marcha dejando a Quintana solo. El matrimonio entre Alexia y Arturo Ávila apenas se sostiene, se reprochan mutuamente la pérdida de Damián. Ella sostiene un amorío con un compañero de la revista en la que trabaja ya no como periodista, sino como editora de temas femeninos. 138

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Verónica e Iliana salen de la escuela y la niña le comenta a su hermana que un hombre las sigue. Iliana la ignora. Al cruzar la calle mientras van discutiendo, no se percatan del auto que va directamente a ellas. Iliana evita que atropelle a su hermana empujándola, pero ella es embestida y queda tendida en el pavimento. Ávila tiene una pequeña oficina alejada de la casa que comparte con Alexia. Mira los diarios en los que trabajó, las fotos en las paredes que él tomó e incluso algunos reconocimientos por su labor. Luego mira la foto de Damián y le pide perdón. En el hospital, Iliana se recupera de un hombro dislocado y algunos raspones de menor importancia. Ilse y Carlos, sus padres, se encuentran con ella mientras Verónica, que espera afuera de la habitación, a lo lejos vuelve a ver al hombre que las ha estado siguiendo, nada más que ahora trae puesta una bata blanca. Entra a la habitación para alertar a sus padres, pero al ver a Iliana se vuelve a culpar y decide mejor callar. Los médicos piden a Ilse y Carlos que la adolescente permanezca un día más en observación y ambos acceden. Por la noche, Iliana es secuestrada, sólo queda como evidencia una pulsera de piel. Verónica sabe que el tipo disfrazado de doctor algo tiene que ver, así que trata de decírselo a su padre, pero no la escucha. Los padres de Iliana se ponen en comunicación con la policía. Aparece el comandante Miguel Montoya, quien promete dar con el paradero de la adolescente. Los días transcurren y no se sabe más de la desaparecida. Verónica aún tiene la pulsera que ha encontrado en la habitación donde fue sustraída Iliana. Jura que algún día recuperará a su hermana. El secuestro de Iliana transforma a Verónica, que pasa de ser una niña tímida a una joven curiosa que se interesa en todo lo que involucre desapariciones de mujeres. Al salir de clases lee en el pizarrón principal de actividades que se presentará el periodista Arturo Ávila para hablar de su último libro Fantasmas presentes, en el cual desmenuza su experiencia como periodista de investigación. Para Verónica, Ávila es el único experto en el tema. Arturo Ávila asiste a la escuela de Verónica a presentar su libro y durante la sesión de preguntas y respuestas, ella hace más de una 139

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pregunta, al grado de que el experiodista se desconcierta por la curiosidad de la joven: la mayoría de sus preguntas se refieren a las teorías que ofrece Ávila sobre los nexos entre altos mandos de la policía y las mafias encargadas de la trata. Al término de la plática, Verónica se acerca con un ejemplar para que lo firme. Le pregunta si aún cree que existan nexos entre las desapariciones y la policia. Ávila, cansado y frustrado por su propia experiencia y buscando evitar que una niña de esa edad viva la terrible experiencia de una pérdida, pues ignora que Verónica la vive, la reprende y le dice que todo lo que él escribe es ficción, estupideces que se le ocurrieron y no tienen mayor trascendencia. Verónica, decepcionada, se retira con su libro bajo el brazo. Más adelante lo tira en un bote de basura. Aunque decepcionada, decide estudiar periodismo, piensa que ése será su método para buscar a su hermana. Las noticias sobre mujeres que desaparecen no merman, desde los lugares donde suceden siguen reportando desapariciones y, después, aparecen mujeres muertas o restos óseos. Verónica repasa día tras día las noticias, esperando no encontrar el cuerpo de su hermana entre los reportados a diario. A su vez, ningún medio de comunicación parece hacer eco lo suficientemente fuerte sobre el tema y, en todo caso, los pocos señalamientos son débiles y se desvanecen a los pocos días. Quintana reprende a su equipo de redacción porque parecen redactar boletines y no ejercen periodismo de investigación. Después, encerrado en su oficina, levanta una loseta del piso y recoge la cinta donde Marta identifica a los culpables de las desapariciones de mujeres. Y mira una foto donde él está con Ávila. 2015. Fermín Alvarado, director del diario Informe y amigo personal del ahora senador Braulio Jiménez, recibe una llamada de Montoya para pedirle desacreditar una nota que sacó Quintana en el periódico Central, sobre bares ilegales en la zona de La Lagunilla. Pablo Jiménez, hijo del senador, a diferencia de su padre es un hombre justo y honesto que trabaja como analista político. Sin embargo, por una confusión de filiación, a Pablo le llegan correos electrónicos dirigidos a su padre, el senador Jiménez, que contienen informa140

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ción que lo vincula con algunos hechos delictivos ocurridos en un bar de La Lagunilla, donde recientemente han encontrado tres adolescentes reportadas como desaparecidas. Pablo cuestiona a su padre, pero el senador Jiménez niega toda responsabilidad: le dice que los correos debieron mandarlos sus enemigos políticos. Pablo ama a su padre, pero sabe que es un hombre capaz de muchas cosas. La idea de que el senador esté dirigiendo una mafia que trafica y desaparece mujeres lo aterra. Busca a Quintana, el único periodista que admira y respeta. Quintana recibe los correos de Pablo y decide que es el momento de buscar a Ávila. Se encuentran en un restaurante del hotel Caravaggio, donde en ese momento se lleva a cabo una ceremonia para premiar lo mejor del periodismo en México. Verónica, convertida en reportera del periódico Central, recibe un reconocimiento por su labor. La acompaña su prometido, Diego Quintana, hijo de Demetrio. Bajo el mismo techo Ávila se entrevista con Quintana, quien de nuevo le pide que regrese al periodismo y trabaje con él. Le promete libertad absoluta. Ávila nuevamente se niega y Quintana insiste —«por última vez»— que por lo menos lo piense. Se retira y deja en sus manos una copia de los correos de Pablo. Cuando Verónica y Diego se retiran de la ceremonia, ella reconoce a Ávila a lo lejos, le pide a Diego que la espere y camina hacia el experiodista. Cuando lo tiene enfrente, le pregunta si la recuerda, Ávila le responde que no. Ella le dice que hace años intentó disuadirla de no ejercer el periodismo, pero para su propia suerte decidió no escuchar las palabras de un periodista acabado. Dicho eso, se retira y deja a Ávila pensando en sus palabras. Más tarde se enterará que esa joven fue reconocida por la mejor crónica periodística. El senador Jiménez le pide a Montoya que consiga a quién echarle la culpa de las tres adolescentes localizadas en uno de los bares de La Lagunilla, porque al filtrarse el correo, pondrá la nota en el centro de las noticias. Al día siguiente que Verónica fuera galardonada, en la redacción del periódico Central la reciben y felicitan todos sus compañeros, incluidos Quintana —su jefe y suegro a la vez— y su amiga, la también periodista Nora, quien secretamente está enamorada de Diego. 141

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Demetrio Quintana informa con solemnidad que al equipo de periodismo de investigación se unirá, a partir de ese momento y como jefe de información, Arturo Ávila. La noticia toma por sorpresa a Verónica, pero también Ávila se sorprende cuando reconoce a la joven. Verónica cuestiona a Quintana por el nombramiento. Él le explica que no hay otro periodista capaz de manejar mejor el tema de las desapariciones que él. Ella, molesta, también discute con Diego, a quien le reclama no haberle contado. Molesto, Diego no se va con ella. Después, cuando Verónica intenta localizarlo inútilmente, se dirige al departamento de Nora, donde se sorprende mucho al encontrarse a Diego y Nora discutiendo. Nora le había reclamado la relación que sostienen a escondidas y el engaño a su mejor amiga. Verónica rompe el compromiso con Diego. En el periódico Informe aparece un reportaje que busca desviar la atención sobre el asunto de las tres adolescentes encontradas en un bar, y alude a que laboraban en el bar obligadas por sus respectivas parejas, no por algún tratante de blancas específico. Firma el reportaje, Fermín Alvarado. Quintana, al enterarse que Verónica ha roto el compromiso con su hijo, habla con ella para aconsejarle que busque la manera para que su vida privada no afecte su vida laboral y que no piense en renunciar al periódico. Para motivarla, le entrega una copia de los correos que vinculan al senador Jiménez con el caso del bar en La Lagunilla. También le señala que deberá hacer equipo con Ávila. Arturo Ávila recibe una llamada anónima que le informa que el senador Jiménez estará con unos colegas y sin sus guardaespaldas en un restaurante de la colonia Roma. Ávila decide que es el momento ideal para cuestionarlo sobre las muchas desapariciones y los reclamos de los familiares de las víctimas. Ávila solicita a Quintana que le envíe a Verónica para apoyarse con fotografías. Un poco antes, Verónica había recibido en su departamento la visita de Diego. Discutieron y, en medio de aquello, ella había tirado involuntariamente su celular al piso, que al caer se apagó. Quintana le deja un mensaje de voz, confiado de que lo escuchará. Ávila asiste a la reunión de Jiménez con otros senadores, en la que discuten el tema de las desapariciones y los pocos avances de las investi142

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gaciones. Sus colegas increpan a Jiménez, pero sin evidencias concretas libra las acusaciones y responsabiliza a periódicos como Central, que al tener interés sobre el tema, distorsionan los hechos y ponen sobre aviso a los culpables. Ávila lo confronta y le da algunos de los nombres citados en los correos. Le pide que explique por qué un senador de la república tiene una relación directa con los propietarios de los bares señalados como lugares donde hay trata. Ávila logra sembrar la duda en los otros senadores acerca de la posible participación de Jiménez en las redes de trata y su nexo con Montoya. Verónica llega a la redacción y, cuando Quintana le pide las fotos de Jiménez y sus colegas, es interrumpida por Ávila quien les reproduce el audio de su confrontación con el senador y le informa a Quintana que las imágenes están en la red del periódico para su revisión. Verónica comprueba el correo de voz en su celular, sorprendida por el apoyo de Ávila. Cuando se quedan solos, le pregunta la razón por la que no la expuso y Ávila le contesta que los compañeros no se hacen eso y que además ambos luchan por lo mismo y sólo eso importa. Verónica agradece el gesto y comienza a verlo de otra forma. Sin embargo, le confiesa la verdad sobre las fotografías a Quintana, quien le dice que lo sabe pues reconocería los ángulos de Ávila así estuviera ciego. No obstante, le recomienda que ésa sea la última vez que su vida privada interfiera con su trabajo. Arturo le confía a Verónica por qué se alejó durante tantos años del periodismo. Se sorprende por la confianza que deposita en ella y quiere contarle sobre Iliana, pero al mismo tiempo tiene miedo de abrirse con él. El senador Jiménez, molesto, cuestiona a Pablo, ya que sospecha que le ha dado a Ávila los correos, pues de otro modo el periodista no tendría manera de saber lo del bar de La Lagunilla. Pablo vuelve a pedirle que aclare si tiene alguna relación. Al día siguiente, en Informe, aparece un reportaje que busca desacreditar la labor periodística de Ávila, y que lo acusa de mantener nexos con una red de prostitución de mujeres, de las que se vale para usar como testigos y así fabricar sus investigaciones. El reportaje cuestiona también la trayectoria de su esposa Alexia. Quintana busca tranquilizar a Ávila, quien, a su vez, revive la culpa del hijo desaparecido. Verónica 143

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decide entonces hablar de Iliana y sus teorías de su desaparición con el fin de animarlo a no dejarse intimidar. El periodista siente sincera admiración por la joven y decide darle seguimiento a sus sospechas, así que propone comenzar la investigación en el hospital. La indagación deja al descubierto que entre los socios del hospital se encuentran algunos prestanombres, uno de ellos es un hermano muerto de Montoya. Quintana y Alvarado, viejos compañeros de escuela y ahora enfrentados como directores de los dos diarios de mayor circulación e influencia en México, acuerdan una cita para hablar sobre el caso del senador Jiménez. Alvarado le sugiere que deje de apoyar a Ávila, a lo que Quintana, por supuesto, se niega. La relación entre Ávila y Verónica se estrecha a medida que investigan los nexos de los otros prestanombres, ninguno de los cuales muestra relación con Jiménez o Montoya. Durante las jornadas de trabajo, se van conociendo mejor y más. Ambos notan que se atraen, aunque Verónica sabe que es una relación difícil, pues Ávila está casado y además los separan más de veinte años de diferencia. Central publica la nota del prestanombres en el hospital Anita, que se llama Joaquín Montoya, muerto hace dos décadas, «hermano del conocido comandante de la policia Miguel Montoya». Aunque la nota saca a la luz a uno de los muchos cómplices, no alcanza para inculpar al senador Jiménez. Ese día por la tarde Arturo y Alexia, totalmente distanciados, acuden al cementerio en un aniversario más de la desaparicion de su hijo. Ahí Ávila renueva la promesa a su hijo de que encontrará a los culpables de su desaparición. Pablo cuestiona a su padre por la información publicada en Central, por su amistad con un delincuente. Para él ya resulta obvio que hay algo de verdad en cada nota y en cada señalamiento hacia su padre. Desesperado por no obtener de él más que negaciones, decide buscar a los reporteros de la investigación. Al día siguiente de la aparición de la nota, las madres y familiares de los desaparecidos se manifiestan frente a las oficinas de la pgr, reclaman justicia y exigien que el comandante Montoya jamás vuelva a estar activo. Por su parte, los senadores vuelven a cuestionar a Jiménez, por su estrecha y conocida vinculación con Montoya. El senador 144

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Jiménez se defiende con el argumento de que desconocía el vínculo de Montoya con el hospital. Por la noche Verónica y Ávila se encuentran en las oficinas del periódico para tratar el tema del senador Jiménez y los rumores de que solicitará licencia. Se besan. El periodista se arrepiente y se retira dejando a Verónica sola. Al día siguiente un nutrido grupo de familiares de desaparecidos acude al periódico para informar que durante años han sido intimidados por la policía, para detener sus demandas de justicia. Verónica y Ávila no se dan abasto recabando testimonios. Diego y Nora se suman al trabajo. Quintana nota la atracción entre Verónica y Ávila, pero también que ambos la evitan. Alvarado, bajo las instrucciones del senador Jiménez, investiga al equipo de Ávila a fin de encontrar puntos débiles. Esta vez descubre la posibilidad de que haya una relación entre Ávila y Verónica. Jiménez planea secuestrar a la joven y así conseguir otros chivos expiatorios. Al mismo tiempo y contra todo pronóstico, el Senado decide que Jiménez tome una licencia mientras se le investiga por sus posibles vínculos con Montoya y con una red de trata. Por su parte, Pablo, quien ya duda de su padre, investiga por su cuenta. Verónica y Ávila, distanciados desde aquel primer beso, sólo hablan de lo relacionado a la investigación. Evitan tocar el tema de lo sucedido, sin embargo, fastidiada, le dice que ella sabe lo que él siente. Ávila vuelve a besarla, pero enseguida le da sus razones de por qué considera que algo entre ambos es imposible. Pablo acude al departamento de Verónica, donde se presenta como hijo del senador Jiménez. Desde el primer momento, siente una especial atracción por Verónica. Aunque ella desconfía, Pablo le dice que fue él quien entregó los correos, puesto que ante todo está interesado en que se haga justicia en un mundo donde se carece de ella. Las denuncias de los familiares de los desaparecidos aparecen publicadas los días siguientes en las páginas de Central, que cuestionan, entre otras cosas, la relación de Miguel Montoya con el senador Jiménez como eje articulador de una mafia. A consecuencia de la presión, el hospital Anita cierra sus puertas. 145

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Jiménez, desesperado, comienza a ejecutar su plan: secuestran a Verónica. Ávila enloquece por no saber de ella. En el periódico se imprimen fotografías con el rostro de la secuestrada y se publica un desplegado de la comunidad periodística nacional, y se exige la intervención del gobierno federal. Ávila recibe un mensaje anónimo en el que le piden que se presente a medianoche en cierto lugar «si está interesado en el paradero y la salud de Verónica». Acude sin avisar a nadie. Aparece Jiménez, quien le informa que él tiene a la reportera, que había pensado primero en secuestrar a Alexia, su mujer, pero que sabía que ella no le importaría de la misma manera que Verónica. El senador con licencia condiciona la libertad de la secuestrada a cambio de una total retractacion de Ávila y de no volverlo a investigar. El periodista acepta. Verónica es liberada; se encuentra muy golpeada. En el hospital se presenta Ávila, que se despide a su modo de quien ha sido su compañera. Debido a que los padres de la periodista murieron años atrás, las visitas son pocas. Sólo Pablo acude al hospital a verla todos los días. Verónica le dice a Pablo que su sonrisa le recuerda a alguien más. Y piensa en Ávila a quien no ha visto en días. Pablo cuestiona a su padre. Quiere saber si tuvo algo que ver con el secuestro de la reportera y le confiesa estar enamorado de ella. La policía arresta a un presunto culpable del secuestro, que además resulta ser el operador de la red de desapariciones de mujeres en la Ciudad de México. En ningún caso revela conexiones con el senador Jiménez, aunque admite haber secuestrado a las tres adolescentes que trabajaban en el bar de La Lagunilla, ligado al senador. Verónica se entera de que no le han dado seguimiento a la investigación que realizaba con Ávila. Aún convaleciente, se presenta en el periódico y cuestiona a Quintana, quien le dice que el periodista presentó su renuncia y nadie conoce su paradero. El Senado revoca la licencia de Jiménez luego de comprobarse que mantuvo una relación estrictamente personal con Montoya y que desconocía que el comandante tuviera nexos con la red de trata de mujeres y las desapariciones. Informe aprovecha la ausencia de Arturo Ávila y publica información maliciosa sobre él y sobre su esposa: los señala de lucrar con la 146

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muerte de su hijo Damián para impulsar sus respectivas carreras. Alexia sabe desde hace tiempo que su esposo está enamorado de Verónica, así que concerta una cita con ella para informarle dónde encontrarlo. Alexia sabe que sólo Verónica puede lograr que retome su carrera y que continúe la investigación contra Jiménez. Aislado, Ávila se atormenta por la desaparición de su hijo y por el secuestro de Verónica. Cuando lo visita discuten, porque ella no entiende por qué no trabaja y ayuda a quienes buscan justicia en México. Cansada del rechazo de Ávila, lo vuelve a llamar cobarde por no enfrentar su destino como periodista. Quintana vuelve a ver el video de Marta. Diego le pregunta quién es. Le cuenta la historia de Marta y por qué había ocultado la cinta durante más de quince años. Diego le hace ver que ese video es, además de la evidencia más contundente contra Jiménez, la razón que haría que Ávila regresara. Verónica y Pablo comparten interés por descubrir la red de trata. Pablo piensa que su padre tiene relación con lo sucedido. También le confiesa a la joven que está enamorado de ella. Alexia le informa a Quintana dónde encontrar a Ávila. Lo visita y le entrega la cinta, el periodista lo cuestiona por ocultarle que la conservaba. Quintana le explica sus razones. Arturo decide volver al periódico y promete que esta vez nada lo detendrá. Cuando entra a la redacción, todos los presentes se ponen de pie para recibirlo. Verónica lo mira, pero no muestra alegría por su retorno. Pablo busca a Verónica en el periódico. Deciden irrumpir en el hospital Anita para conseguir nueva evidencia. Ávila los observa, pero no alcanza a distinguir quién es el joven. Miguel Montoya manda un ultimátum al senador para que lo saque de la cárcel. Jiménez planea matarlo durante su traslado al Cereso. Decidido a no hundirse solo, Montoya se comunica con Ávila. Cuando llega el periodista a la prisión preventiva, un reo arma una trifulca para que lo suelten. Durante el forcejeo el preso toma una pistola y dispara al azar. Una de las balas mata a Montoya, antes de que Ávila pueda hablar con él. Pablo y Veronica encuentran en el hospital archivos de mujeres que nunca se internaron, pero a quienes se les efectuaron diversos aná147

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lisis clínicos. Verónica le entrega a Ávila los registros de salud de centenares de mujeres desde 1985. Descubren que los exámenes médicos son muy completos, y van desde el estado de los órganos vitales, hasta los rutinarios de sangre. Un móvil de las desapariciones podría ser tráfico de órganos. Quintana, Verónica y Ávila se emocionan por los nuevos indicios conseguidos, pues podrían resultar decisivos. Inopinadamente aparece en la redacción Alexia, quien le exige el divorcio a Ávila, porque «está cansada de una vida de culpa y reclamos». Verónica decide darle una oportunidad a Pablo, pensando que Ávila y Alexia siempre estarán juntos puesto que los une la pérdida de un hijo. Por su parte, Pablo, decepcionado de su padre, abandona la casa que comparten. Le avisan al senador Jiménez que Montoya alcanzó a enviar un sobre a nombre de Verónica Herrera. El sobre llega al periódico Central, pero, al no encontrarse ella, queda archivado con documentación que también va dirigida a Diego Quintana. Ávila busca a Verónica y la encuentra con Pablo, así que piensa que es mejor no volverla a perturbar con la posibilidad de una relación. No obstante, ella rechaza a Pablo. Mientras Ávila camina alejándose de ellos, dos hombres en motocicleta pasan disparando, en un intento por asesinarla. En una reacción instintiva, Pablo la protege con su cuerpo y cae al piso malherido. Ávila y Verónica lo auxilian y llaman a una ambulancia. El estado de salud de Pablo es crítico. Jiménez reclama a sus hombres por dispararle a su hijo. En el hospital se encuentra con Ávila y Verónica, además de los reporteros que intentan informarse del estado de salud del hijo del senador y sobre las circunstancias del tiroteo. El doctor informa a Jiménez que Pablo necesita urgentemente una transfusión de sangre. El senador se hace las pruebas requeridas, pero es incompatible y no hay en ningún banco de sangre de la ciudad el tipo de sangre requerido. Jiménez le exige al hospital sacar y no permitir el acceso de Ávila y Verónica. Diego revisa el correo y encuentra el sobre de Montoya. Busca a Verónica en su departamento y se lo entrega. Contiene solamente una dirección escrita y ella decide ir sin avisarle a nadie. Jiménez está desesperado pues no mejora la situación de Pablo. 148

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Verónica se presenta en un solar en el Estado de México, la dirección corresponde a un edificio que parece abandonado. Entra y encuentra cajas de cartón llenas de papeles. Comienza a leer algunas carpetas al azar y descubre que son estados de cuenta de envíos y depósitos a muchos de los bares donde se ha denunciado trata de blancas. También encuentra fotografías de mujeres de diversas edades, así como la foto de un menor de edad y copia de nuevos papeles de indentificación, así como un pasaporte. Verónica tiene en sus manos la evidencia de una red de trata de blancas manejada por la policia. Ávila y Alexia acuerdan el divorcio. Él le pide perdón por haberla arrastrado en su trabajo como periodista, Alexia le aclara que fue también decisión de ella. Verónica pasa la noche leyendo los archivos que ha encontrado. Son más de 250 mujeres identificadas y muchas más fotografías sin identificar, pero con un folio atrás. Separa la imagen del niño, ya que carece de relación aparente con el resto del archivo. En los noticieros relatan que el estado de salud de Pablo Jiménez es crítico. Quintana y Ávila hablan de la suerte del muchacho. Quintana le cuenta que fue él quien le entregó los correos y que se trata de un buen hombre, muy diferente de su padre. Ávila señala que si su hijo viviera tendría más o menos la misma edad que Pablo. Verónica alcanza a escuchar la última parte de la conversación y de inmediato recuerda la única noche que estuvo en la oficina de Ávila, cuando se besaron, y la fotografía que vio sobre el escritorio del periodista: era un niño un poco más pequeño, pero extraordinariamente parecido al de la foto que ella ha encontrado. Verónica piensa que podría tratarse de una coincidencia, pero decide corroborarla. Entra a la oficina de Quintana, quien se retira dejándolos solos, pero nada ocurre entre ambos: Ávila está seguro que ella es pareja de Pablo. Verónica, por su parte, ignora que el periodista ya está tramitando su divorcio. En silencio, Jiménez le pide perdón a Pablo por colocarlo en esa situación. Más tarde, Verónica entra a la oficina de Ávila y toma la foto de Damián, su hijo desaparecido. Regresa al periódico y le entrega a Ávila la fotografía que encontró en la bodega y la de Damián. El periodista las observa y luego mira a Verónica. Ella le pide que la acompañe. 149

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Se trasladan al hospital, donde los policías les impiden el acceso. Verónica les dice que traen la sangre que el hijo del senador necesita. Los dejan pasar. Encuentran a Jiménez en el pasillo, que al saberse descubierto, acepta que Pablo en realidad es Damián. Enseguida aparecen elementos de la policia federal y detienen al senador. Verónica había entregado la evidencia a las autoridades y les pide que además escuchen lo que el senador le dirá a Ávila. Verónica solicita a una enfermera que tome una muestra de sangre de Ávila. La sangre es compatible. Después de la transfusión, Pablo mejora. Ávila abraza a Verónica. Los archivos que la periodista entregó a la policía permiten identificar a las mujeres reportadas como desaparecidas y cuyas identidades fueron alteradas con el fin de llevarlas a lugares para prostituirlas. Con la identificación de víctimas, aparecen diversos testimonios que señalan a los cómplices de la política y las personas que pagaron para recibir algún órgano. El reportaje de Ávila y Verónica destapa la red de trata, pero también la de donación forzada de órganos: aquellas mujeres que padecieron hepatitis u otra enfermedad que les impidiera donar, eran prostituidas. Verónica y Quintana observan el reportaje publicado que tanto tiempo y esfuerzo les ha costado. Ambos ven los noticieros de televisión que señalan fosas en las cuales debieron enterrar a muchas mujeres. Diego le informa a Verónica de un lugar donde es posible, por la fecha de desaparición de su hermana y por la antigüedad de la fosa, que pudieran localizarse los restos de Iliana. Verónica y Diego van. La fosa se encuentra en el Estado de México y hay muchos otros familiares y gente curiosa sorprendida de ver cómo llegan servicios periciales y médicos forenses al lugar. Ávila visita a Alexia quien ya vive con su nueva pareja en una casa en Cuernavaca. Le dice que al fin lo encontró. Alexia sabe que se refiere a Damián. Enseguida aparece caminando hacia ella Pablo. Alexia llora y lo abraza y Damián la llama «mamá». Verónica, sola en la redacción, aguarda los resultados de la prueba de ad n sobre los restos encontrados en una de las quince fosas ligadas a la operación de Jiménez y Montoya. Ávila aparece con los 150

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resultados, ella los recibe: Iliana murió el mismo año que desapareció. En las páginas de Central aparece un desplegado con todos los nombres de las mujeres identificadas. En el listado aparece el nombre de Iliana Herrera. Verónica acude al cementerio —los restos de Iliana fueron enterrados en la misma tumba que sus padres— y coloca la pulsera de piel que siempre llevó consigo; se despide así de la lucha que emprendió, pero muy consciente que siguen desapareciendo mujeres en una sociedad cuyo respeto a la vida disminuye día con día. Ávila aparece a su lado y le agradece por no haberlo escuchado cuando, amargado, intentó persuadirla de no hacer lo único que él debió haber hecho siempre: luchar. Fermín Alvarado y Demetrio Quintana se reúnen en una cafetería. Quintana recuerda los años cuando fueron estudiantes y cómo compartían una misma idea del periodismo. Alvarado le señala que todos tienen su precio. Detrás de Alvarado aparecen policías y Quintana le dice que entonces no debe sorprenderlo que ahora su cabeza pague las consecuencias. Le explica que en los archivos apareció su nombre y evidencia «muy contundente y comprometedora» de su complicidad con Jiménez y Montoya. Ávila y Verónica se encuentran en la oficina privada del periodista. Afuera transcurre una manifestación de protesta por las desapariciones. Ávila y Verónica se besan y enseguida toman sus herramientas de trabajo: cámara fotográfica y grabadora, y bajan las escaleras. Mientras la marcha avanza, los periodistas se pierden entre los participantes.

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Chanta l Flores (Monterrey). Trabajó en Toronto, Nueva York, Ghana, Guyana y Centroamérica. Ha publicado en medios como Vice, Rolling Stone México, In These Times y Upworthy. Recientemente participó en The Logan Nonfiction Program en Nueva York, donde trabajó en su primer libro, enfocado en las ausencias que la epidemia de desapariciones ha causado en México.

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Se busca

Chantal Flores El cuerpo humano huele como a repollo podrido Buscadora de fosas —¿A poco no les da peste? —dice Mirna, arrugando la nariz y frunciendo el ceño. Huele. Busca una bolsa negra, como las de basura, entre dos pinos que están pasando el segundo puente. Uno se imagina puentes, visibles desde la distancia con su curva cóncava, pero aquí son planos, estructuras de cemento que alcanzan elevación por la existencia de algunos escalones. Un señor jubilado que buscaba ramas de pino para construirle una sombra al lavadero de su mujer, vio esa bolsa negra semanas atrás. La movió con el machete y salió un hueso. —Yo pensaba decirle a un patrullero —dice el señor mientras merodea el área tratando de recordar dónde la vio. —¡Ay no! A las patrullas ni le diga —contestan las mujeres con ese hartazgo de los niños que ya dejaron de creer en el viaje a Disneyland prometido por sus padres. Los pinos están ahora tirados, junto a un montón de ramas. Un aviso advierte a los presentes que aquí no se debe tirar escombro. El hombre sigue buscando pero luce confundido. Todo se ve igual: hileras interminables de tierra se prolongan a lo ancho del campo recientemente preparado para el siguiente cultivo. —Y está bueno… —reconoce Mirna—. Para tirar. —Había unas máquinas del ayuntamiento y dije: «Lo han de haber encontrado», pero regresé luego y aquí seguía. Las máquinas andaban por allá —explica el señor mientras señala con su dedo hacia otras parcelas. 153

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—Aquí hay uno, pero es de animal —advierte Mirna—. ¿Pero usted lo vio largo? —Como una costilla, y de acá —dice el señor girando la cabeza del hombro hacia adelante y señalando su clavícula. —Me dio olor, ¿a ustedes también? —vuelve a preguntar Mirna. —Sí, dio una peste. Los olores se van quedando grabados en la memoria olfativa; la putrescina y la cadaverina se quedan más. ¿Qué le pasa al cuerpo cuando muere? ¿Cuánto tiempo tarda en dejar de ser un cuerpo? Nadie declara la hora exacta de defunción de un cuerpo enterrado en lo clandestino. Es el secreto mejor guardado. El corazón dejó de latir cuando la manecilla del reloj marcaba algún minuto, algún segundo. La sangre dejó de correr por las venas de él, de ella, y se coaguló. El cuerpo perdió temperatura, los músculos se endurecieron. Primero, fueron los músculos más pequeños —los párpados, la mandíbula—, luego el cuello, y después, los brazos, las piernas, los músculos más grandes. Todo entre las 36 y 48 horas, ¿de qué día? No se sabe, no se sabrá. ¿Un estimado? Si nos va bien, si las autoridades lo hacen bien. La descomposición se retrasa si hace frío. Se acelera si hace calor. Aquí, hoy, en esta tarde de julio de 2016, en los campos de cultivo que rodean a Los Mochis, Sinaloa, se sienten unos 35o. Si el cuerpo de ella, de él, tiene heridas, es más vulnerable a los insectos que entran en el cuerpo y que aceleran el proceso de descomposición. Cada vez más lejos de esa mesa metálica, el cuerpo, los cuerpos, se siguen echando a perder, como la comida que no se guardó en el refrigerador. La piel de la cabeza y el cuello se decolora, luego le siguen el pecho y el resto del cuerpo. Las células mueren y se rompen, liberan sustancias, dejan que bacterias y hongos empiecen a comerse el cuerpo. Poco a poco. Y es ahí donde el olor, ese olor «a muerto», se expande por todo el entorno. La putrescina y la cadaverina colonizan el lugar, el desierto, el cerro, de todo un país con vasta tierra fértil para fosas, y exclama: «¡Es aquí¡ ¡Aquí hay algo!» Y ahí, la palita saca a los muertos. Mientras, en la superficie, los pies andan y andan con la mirada fija en la tierra, buscando a ese cuerpo de ella, de él. Mientras, deba154

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jo, en donde lo vivo se protege de depredadores y climas extremos, los rasgos faciales se vuelven irreconocibles y el cuerpo huele a carne podrida. Después, burbujas de 2.5 a 5 cm de diámetro se forman en la piel, el cuerpo se hincha, los orificios derraman líquidos. Las uñas de los pies y las manos parecen haber crecido, pero es sólo el cuerpo que se ha encogido, y la piel que se ha marchitado. Se mueven las ramas, y un leve aroma, como de echado a perder, sale. El señor agarra la pala, excava y el olor se incrementa. Continúa, pero no sale nada. El aroma se pierde entre la brisa del viento. —¿Sabes qué voy a traer? —pregunta Mirna, mientras zigzaguea entre las ramas y el suelo—. Un rastrillo. El aroma viaja, pero se va esfumando. —Pero es que no huele la tierra, pues —dice Mirna con desesperación. —Ahí ya me encontré una bolsa con un cráneo —dice el señor, rememorando sus hallazgos. —No, pues aquí vamos a buscar. Si hubo algo, mínimo debe haber un hueso, ni los peritos se llevan todo. Vamos a traernos a los plebes mañana, a las buscadoras…

Esa tarde, la vida se sentía infinita. Roberto Corrales Medina, el Chacharitas, siempre está en la gasolinera aunque no sepamos nada de él. Su madre, Mirna Nereida Medina Quiñónez, habla de él como si fuera un niño, como si ese día de julio de 2014 Roberto hubiera dejado de tener 22 años para regresar a ser el Roberto de ocho años que no le gustaba levantarse para ir a la escuela. ¿A qué niño le gusta levantarse temprano para ir a la escuela? No importa. Roberto no está, y cada momento de su vida es ahora célebre, inolvidable, único. Pero Roberto no está muerto. Se le recuerda como a un muerto, pero se le espera como a un vivo. El 14 de julio era un día normal, pudo haber pasado desapercibido como la mayoría de nuestros días, con excepción de los cumpleaños, defunciones, primeras veces, últimas veces. Pero no fue así. Pasaron las horas de ese lunes, y el almanaque tuvo una nueva fecha memorable, imborrable. 155

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Casi todos los días, Roberto ponía su mesita debajo de un árbol que está entre el Oxxo y la gasolinera, a unos metros de la cabecera municipal de El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Colocaba sus discos piratas y memorias U SB , y se sentaba a esperar a los clientes. Siempre pagaba su cuota de quinientos pesos a las autoridades. Alrededor de las 5:45 de la tarde, una camioneta Explorer negra llegó a lo que a partir de ese momento se iba a convertir en «el lugar de los hechos». —Ellos sí son mis amigos —afirmó Roberto, según cuentan los empleados de la gasolinera, antes de subirse. Roberto, su «negro hermoso», como suele llamarlo Mirna con un tono agudo y tontorrón como si de repente desapareciera su oyente y le hablara a un Roberto de cinco años, no aparece desde ese día. Entre siete y ocho de la mañana, se puede encontrar a Mirna, alta, de pelo negro, corto, y sonrisa picarona, acostada en el sillón verde de la sala de su casa, tapada con un edredón Vianney. Sus manos morenas sostienen su celular Nokia encima de su cabeza, mientras fijamente checa el grupo de Las Rastreadoras en Facebook, o mensajea a las mujeres por Whatsapp. «¡Ay, estas mujeres!», suelta ocasionalmente, mientras se organizan para la siguiente búsqueda, o para la visita de alguna autoridad. A veces duerme en su cama, otras en la sala. Desde que Roberto no está, la vida doméstica no tiene horarios ni orden pues, ¿cómo es la vida familiar sin el familiar? Mirna es ahora una de las líderes de Los Desaparecidos de El Fuerte, o Las Rastreadoras, colectivo de madres de desaparecidos que se formó en 2014 en El Fuerte con 38 casos. Ahora, tienen más de 240 casos en todo el norte del estado, incluyendo los municipios de Ahome y Choix. El grupo inició después de que Alejandro, hijo de Reyna Serna Escalante, desapareciera el 20 de julio del mismo año. Unos meses después, una excavadora abrió un hueco en las afueras de Los Mochis y sacó algo. Más de un metro bajo tierra estaba Álex, de ojos color verde aceituna con cejas tupidas y labios rosados. El 12 de septiembre de 2014, Reyna organizó una marcha con otras familias afectadas para exigir que las autoridades buscaran a sus 156

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seres queridos desaparecidos. Ni las autoridades municipales ni las estatales actuaron. El 18 de septiembre, más de una docena de mujeres agarraron palas y barras de metal para unir fuerzas en su búsqueda. Un día después, cerca de San Blas, a 44 kilómetros de Los Mochis, encontraron a plena luz del día dos cuerpos encobijados.

Horas antes de esa búsqueda de julio de 2016, Mirna y el grupo de mujeres inauguraron, acompañadas de la senadora Diva Gastélum y el secretario de gobierno del Estado, Gerardo Vargas Landeros, la primera oficina de desaparecidos de El Fuerte en un pasaje cerca de las oficinas de la Procuraduría General de la República en el centro de Los Mochis. «Lamentable», es el adjetivo con el que la senadora Gastélum calificó la situación. Hubo cámaras, reporteros, fotos de víctimas estrechando la mano a autoridades, comida y esperanza —mucha, de ambas. Se esperan cambios, avances, nuevos miembros, más historias. Y encontrar, claro, o aunque sea, desenterrar. La oficina, que pretende orientar y apoyar a todas esas familias en esta «situación lamentable», como dijo algún político fiel creyente del ilusionismo, cuenta con el número de metros cuadrados que hacen que califique como un lugar de tamaño mediano, y con puertas corredizas de vidrio decoradas con las fotos tamaño carta de sus desaparecidos: «¿Has visto a?» —¿Ya viste a mi negro? —pregunta Mirna—. Ahí, cerca de donde están los once que desaparecieron en Choix. Se lee la ficha. Sexo, edad actual. Hablar de la edad siempre es confuso. Preguntarle a una madre, a un padre, cuántos años tiene el desaparecido, es donde empieza un viaje en el tiempo y los mundos paralelos. Primero: ¿es tiene o tenía? Una vez que conteste, tu cerebro querrá confirmar si ésa es la edad que tenía cuando desapareció, y luego querrá verificar, si ésa es la que tiene ahora, en el presente, o tendría, del condicional simple, de ese tiempo verbal que expresa algo del futuro visto desde el tiempo pasado. Algo que pudo haber sido, pero no fue. Seguirás leyendo. Estatura (1.83 m, 1.80 m, 1.70 m, 1.65 m, 157

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1.60 m, 1.62 m, 1.90 m, 1.75 m), tez (morena clara, blanca, morena oscura), ojos (grandes, café oscuro, chicos, medianos, café claro, miel), cabello (lacio, negro, castaño claro, castaño oscuro, crespo, cano, ondulado, entrecano), fecha de nacimiento. Se volverán más humanos. Señas particulares: cicatriz en mano y pómulo, cicatriz en ceja derecha, lunar en el centro de la espalda, cicatrices en el rostro por acné; tiene la costilla derecha con malformación; diente encimado de lado derecho y lunar en la cintura; cicatriz en la parte alta de la pierna izquierda; ninguna; dientes frontales quebrados; tatuaje en brazo izquierdo que dice «Mamá María»; cicatrices en estómago, cabeza y frente; diversos tatuajes en el cuerpo; lunar dentro del ojo izquierdo y cicatriz en la espalda del lado derecho; tatuaje en un antebrazo en forma de corazón; cicatriz en el labio inferior y debajo de la ceja izquierda. Se esfumarán en el tiempo y el espacio. Circunstancia: desapareció en el estado de Sonora el 3 de mayo de 2015; desapareció en el municipio de El Fuerte, Sinaloa, el 30 de mayo de 2013; desapareció en la localidad de Los Mochis, municipio de Ahome, Sinaloa, el 6 de febrero de 2010; desapareció en el municipio de Culiacán, Sinaloa, el 6 de junio de 2013; desapareció en el municipio de El Fuerte, Sinaloa, el 14 de julio de 2014; desapareció en la carretera San Blas-Ocoroni, municipio de El Fuerte, Sinaloa, el 21 de enero de 2013; desapareció en la localidad de Mochicaui, municipio de El Fuerte, Sinaloa, el 27 de julio de 2014; desapareció en el mismo municipio sinaloense, el 24 de enero de 2012; desapareció… Y verás cada una de ellas, antes de continuar con tu vida. Son las mismas fotografías del desaparecido que han estado colgando del cuello de una madre durante alguna marcha, plasmadas en una camiseta en las infinitas reuniones con las autoridades, selladas en una lona que permanece en algún lugar donde pasa mucha gente, para que las vean. Son las fotografías que hacen que la gente caminando por el pasaje se detenga a ver y diga: «¿Éstos son a los que buscan?»

Unos minutos antes de las ocho de la mañana del domingo, Mirna arranca la camioneta y se dirige hacia la nueva oficina a recoger al resto 158

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del equipo. Dos hombres y cuatro mujeres están sentados en la banqueta esperándola. Unos se suben a la caja de la pick-up, otros a la otra camioneta. Después de unos treinta minutos, ambas camionetas se estacionan en las parcelas que Mirna había visitado el día anterior con el señor y la otra señora, la que no tiene desaparecidos pero busca. Mirna da indicaciones: «¡Mujeres!», grita, aunque haya dos hombres presentes. Señala la zona, cuenta la versión del señor, el testigo. Mientras, algunos sacan burritos de papa en tortillas de harina hechas en casa que vienen amontonados, uno encima del otro, dentro de papel aluminio. El paquete de aluminio viaja de mano en mano, y empiezan a desayunar rápidamente antes de iniciar. Cada quien empieza a agarrar las varillas de acero oxidado que están en la caja de la camioneta, las palas, los machetes. Se ponen sombreros y cachuchas, se doblan las mangas de aquella camiseta café que carga en la espalda con letras blancas y mayúsculas, la leyenda, el estandarte de los buscadores, el «TE B U SC A R é H A S TA ENCONTRARTE». A pesar de la temprana hora, el sol ya muestra su potencia. Todos se desplazan y rodean el área de trabajo señalada por las ramas de los pinos. Se inclinan y empiezan a trabajar. Unas, con los guantes de cuero amarillo agarran los montones de ramas secas y las avientan para el otro lado, donde no se cree que se haya enterrado algo. Otros, empiezan a excavar. Pequeñas pausas para limpiar el sudor de la frente interrumpen el ritmo de trabajo. Algunos se quedan parados, observando a los que trabajan, revisando la extensión del predio. Se siente el agobio. Empieza a salir ese aroma, el mismo que salió ayer, y el mismo, que en ocasiones anteriores, ha anunciado el encuentro cercano con un cuerpo, con un muerto. Pero no se sabe dónde está el cuerpo, los cuerpos, los huesos. Se levantan ramas y troncos, y los dos hombres continúan excavando. Cada vez un poco más. La tierra empieza a cambiar, se ve fresca, se ve seca: la combinación confirma que la tierra ha sido removida. Se excava un poco más, y un pequeño pedazo de 159

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plástico negro, como de una bolsa de basura, se asoma. Se excava más, con mayor determinación, con más velocidad. Pero no se sabe, aún, si guarda algo, qué guarda. Brota el primer huesito, como de pescado, a lo mejor es un animal. «Chance los mezclaron para confundirnos», algunos conspiran. La peste aumenta, viajando en las diferentes direcciones del aire. Si el aire tiene sólo una dirección, aquí tiene varias, porque del olor, del dolor, no te escapas. Se queda en tus orificios, atrapado entre tus vellos nasales, y por más que te sacudas, por más que te talles, se quedará en la punta de tu nariz, ese olor «a muerto». Todos se congregan alrededor de ellos, los excavadores, que no dejan de sudar y cavar. Entra una pala, sale, y entra la otra. El olor es desagradable, los rostros lo confirman, los estómagos se retuercen. Sale más de la bolsa, rasgada, deformada por lo que guarda. Las respiraciones se empiezan a acelerar, a entrecortar, los murmullos rompen con el silencio sobrio. Brotan más huesos, los sollozos explotan, las manos se alzan hacia el cielo, rogando, implorando. A ver si así, Dios contesta. «¡Ahí está! ¡Ahí está!», grita alguna. Te llevas la mano a la boca, como si quisieras asfixiar las lágrimas, las plegarias se acrecientan. Algo sube desde lo hondo de tu estómago, y se estanca en tu pecho, el tiempo se quiebra. «Hay cabellos ahí», alguien señala. Una pala se detiene, y la otra mueve la bolsa. Se asoma una mandíbula, un cráneo. Es un perro. «¡Mujeres! Es un perro.» Las palas se detienen; los pulmones exhalan. Se vuelve a respirar, ese olor a muerto, de un perro muerto. El cadáver acalla la mente, apacigua el dolor, por el momento. Los excavadores recargan sus brazos en el palo de la pala que descansa erguida sobre la tierra, sus miradas se pierden en la tierra negra, fresca y húmeda. Eso era, lo que decía el viejito; ése era el huesito que se asomó cuando el machete. Un perro, no sus hijos. Hay otro punto a unos kilómetros. Recogen las palas, las varillas, los machetes, y se dirigen hacia la camioneta, algunos encorvados, con la mirada en el camino. Avientan las herramientas en la caja, empiezan a pasar vasos de plástico transparente, de los corrugados de doscientos milímetros, y se sirven agua helada del termo naranja Rubbermaid, ideales para eventos deportivos o actividades al aire libre. Se trepan en las camionetas, unos atrás, otros adelante, y se arranca hacia el otro punto. Si vas en la caja, te echas un chal encima para 160

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cubrir la mollera del candente sol, y si vas en la camioneta que carga las varillas, el aroma putrefacto te irá invadiendo aleatoriamente, sujeto a las corrientes del viento. Las llantas ruedan por un nuevo camino de terracería, deteniéndose a un lado del canal. Alguien les dijo que habían tirado un cuerpo por aquí. Se desparraman a lo largo del camino que está rodeado de arbustos verdes a un lado y un campo de trigo, al otro, cruzando la zanja, el canal, lo que sea. Hay ropa vieja esparcida a todo lo largo, conforme se avanza se va amontonando. Unas prendas están más coloridas que otras y hay de todo: calzones, pantalones de mezclilla, playeras, sostenes, blusas. Hay basura, botes de plástico y bolsas viejas de papel de uso industrial. Levantan la ropa con palos, mueven la basura, salen huesos de animales. Continúan caminando. El cansancio reduce el paso y empiezan a afirmar que aquí no hay nada. Hay otro punto, donde está la casa abandonada, donde encontraron dos cuerpos hace tiempo. Se dice que hay otros. Se suben a las camionetas, el sol es cada vez más fuerte, las gotas de sudor no dejan de caer, los niveles de energía bajan drásticamente. Es muy cansado andar buscando entre el polvo; las parcelas no se acaban. Pasan por debajo de un alambre de púas y caminan hacia la casa a medio construir, techos de teja y paredes decoradas con grafiti: «Alexa for queen», «Joto», «Pichón» y otros más. En la parte trasera hay dos huecos en la tierra de un poquito más de un metro. Ahí fue de donde sacaron los cuerpos. Empiezan a revisar los alrededores y se saltan la barda de ladrillo para seguir buscando en el terreno de atrás, un predio enorme desde donde a lo lejos se divisan casas estilo Infonavit. El sol ya está demasiado fuerte y el calor ya cansó mucho, pero siguen, con los ánimos por los suelos, buscando un poquito más para encontrar algo que haga esta búsqueda exitosa. Pasan unos cuarenta minutos y se empiezan a concentrar todos cerca de la barda. No hay nada. Los «me dijeron» se van intercambiando por nuevos «me dijeron». Hablan de lugares sin calle y sin número, guiados por los Oxxos, las gasolineras, las tienditas, las vueltas a la izquierda y a la derecha, cualquier señal que les indique que están en el lugar, que alguien dijo, que alguien le dijo a alguien y ese otro alguien les dijo… ¿Cuántos luga161

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res, tan sólo en el norte de Sinaloa, tienen tierra fértil para sembrar cadáveres? La respuesta es el número de probabilidades con las que el grupo cuenta para encontrarlos a ellos, a sus hijos. Se sientan a comer en la sombra que guarda la casa abandonada. Hay refrescos en la hielera, burritos de papa, tortillas de maíz y frijoles y guisados para hacerse unos tacos. Se habla poco, se come, se hacen bromas, se ríe. Don Adolfo, que busca a su hijo, y Adalia (se cambió el nombre para su protección), una joven de 16 años que busca a su hermano, conversan conmigo: —Se fueron a buscar, entonces se quedó el señor y la señora —cuenta Adalia—. Limpiaron el terreno, así con palas y todo, y ahí estaba el cuerpo. Entonces, la ropa la reconoció su mamá. —Haz de cuenta que andábamos por un bordito que yo ya había pasado y alguien me dijo —narra don Adolfo—, «Como que hay algo allá». Entonces le dije «Pues no quepo». Había una bajadita así como que se veía que habían bajado pero estaba lleno de matorral. Me agaché, y así me fui resbalando, y lo primero que vi fueron unos huesos sueltos y ya fue cuando pegué el grito. Empezaron a bajar, no pues sí son de humanos, pero eran muy poquitos. —Era una rama alta, alta, entonces esa rama no dejó que los huesos avanzaran. Entonces su hermana fue la que lo encontró y la que lo sacó. Muy triste la verdad. —Jessy andaba ahí con nosotros, no andaba conmigo cuando descubrí los huesos, pero ya cuando les pegué el grito, ya bajaron —dice don Adolfo—, aparentemente pues al ver el hueso no pasó nada. La Jessy reaccionó cuando doña Mirna dijo que tenía que aparecer el resto del cuerpo. Seguimos buscando y empezamos a escarbar y ya fue cuando descubrimos que la dentadura, que parte del cráneo, que esto… Y había ropa, y de repente soltó el llanto y nos quedamos todos: ¿cómo sabe? La playera, sí, ésa es la playera, entonces ya fue cuando ella se dio cuenta. Lo reconoció pues eran puros huesos, pero la ropa. Y así han sido varias historias. Algunos son de familiares del mismo grupo, otros no. Son de personas que ni los buscaban. —O hay personas, vamos a decir 200, tal vez hay más en el grupo, pero siempre somos los mismos — afirma Adalia—. No estoy reclaman162

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do ni nada, pero gracias a Dios, de esos 200, encontramos a sus hijos y pues nos quedamos con esa dicha… —Contribuir —agrega don Adolfo—, que no era el que estamos buscando, no es mi hijo ni es mi hermano pero ayudamos a que tenga descanso otra familia. —Tal vez no lo hacen porque no tienen recursos económicos o porque no se animan o porque tienen miedo, o tal vez trabajan y tienen que mantener a su familia… —Yo por eso me desesperaba solo, cuando no sabía de ellas. Poco a poco por la prensa empecé a ver al grupo de mamás, que Las Rastreadoras, que esto y lo otro, y anduve batallando, buscándolas. Tardé como tres meses para localizar el teléfono de doña Mirna. Y ya me reporté y le dije «Sabe qué, doña Mirna soy fulano de tal, tengo un hijo desaparecido y quiero unirme a ustedes». «Bienvenido», me dice. Me puso la primer cita y ya fue cuando fue mi primer búsqueda por el lado del aeropuerto, a principios de mayo. Y ya de ahí para adelante. Yo he podido nomás los domingos ayudarles porque a pesar de que yo no trabajo tengo mis compromisos, llevar y traer a la escuela, a mi esposa, y los domingos no les he fallado. Lo que sí le digo a doña Mirna, si te das cuenta ahorita no viene ninguna autoridad, los domingos nunca nos acompañan, el miércoles sí, son días oficiales que trabajan ellos, los miércoles y jueves viene el equipo canino. —Y vienen desde Culiacán con el canino y nos proporcionan una patrulla de la policía ministerial. Bueno a veces más, o dos. Yo siempre he visto más de dos, vienen los peritos, la funeraria, la prensa a veces, no siempre, pero a veces sí. —Yo busco a mi hermano, vengo con mi mamá, mi hermano ya tiene tres años, los cumplió el 11 de abril y pues también nosotros tenemos como seis o siete meses en esto. Cuando es en El Fuerte, mi papá también nos acompaña. Al principio mi hermana, mi otra mamá, en realidad ella es mi tía, pero le digo mamá de cariño y mi otra hermana, pero pues ya embarazada venía mi hermana. Hasta los ocho meses dejó de venir pues tuvo el bebé y no puede desatender al niño. Tiene 18 días que nació. —Veintisiete, va a cumplir el 31 de octubre —agrega Adalia—. Se lo llevaron de 23, iba a cumplir 24. Y dejó un niño igualito a él. 163

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—Y así, cada quien tiene su historia —dice don Adolfo—. Aquí la hermana viene del poblado de Juan José Ríos, que está entre Guasave y Los Mochis. ¿Cuantos años tiene su hijo? —Va a cumplir tres años el 31 de octubre —dice la señora, mientras come un burrito. —Es que uno lo cuenta todavía como vivo, pues, ¿cuándo cumple años? —Cumplió 23 años el 21 de éste. Tenía veinte años. —¿Puros jovencitos, verdad? Y en este menester, como dicen, así como hay mucho apoyo, muchos buenos comentarios de mucha gente —explica don Adolfo—, en las redes sociales, ha habido unos. A mí me ha tocado ver uno, y con ese uno me dio pa’ bajo, o sea, siempre hay gente. Se dirigió de una manera pues que no anda en el zapato de nosotros. Dijo que en vez de andar buscando, mejor nos pusiéramos a educar a nuestros hijos, que no anden en el mal. —¡Ah sí! —dice Adalia. —Que en vez de que anduviéramos buscando pues, andando buscando muertos, que mejor nos pusiéramos a educar a nuestros hijos que no anden en el mal… —Generalizando. —Decimos pues que nadie está exento de eso —afirma don Adolfo—, por más educación que le demos a nuestros hijos. — Así es. —Y dicen: «¿Pues qué haría que se lo llevaron?» Se guarda la comida, se cargan las herramientas y la hielera, y se echa todo a la cajuela. Se van. La búsqueda ha terminado; hasta la próxima semana. La espera sigue, siempre.

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Los jurados

L au r a Wo ld en b er g es licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Es directora de contenido en VI CE México. Es productora de documentales, entre los que destacan Heroína mexicana: la ruta de la amapola, Drogas y petróleo, Michoacán la tierra caliente, El estado Guerrero y Entre el río y la bestia. Fue presentadora del programa de televisión VICE News Presenta en 2016. *** E va S an g io rg i es productora, consultora de programación y directora del Festival Internacional de Cine UNAM. Se ha desempeñado como programadora en varios festivales, entre ellos el Festival de Cine Iberoamericano en Bolonia, Italia, y el Festival de Cine Contemporáneo (Ficco) del cual es miembro fundador. *** C hi a r a A rr oyo es periodista y editora, miembro del Fipresci. Dirigió la revista Letras de Cine y los Cuadernos de Cine del Ficco. Es corresponsal en la Ciudad de México del Screen International y colabora con El País, Gatopardo, Vanity Fair y Vogue España. Ha participado como juez en el Festival Internacional de Cine de Chicago, el Festival de Cine de Guadalajara, el Ficco y el Festival Internacional de Cine de Río de Janeiro.

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*** R e nate Co sta Per d o m o es guionista, documentalista y productora de ficci贸n. Su 贸pera prima Cuchillo de palo se estren贸 en la Berlinale y obtuvo quince premios internacionales. Ha colaborado como jurado en varios festivales. En 2013 fund贸 Los Residentes, cuya convocatoria recibe 170 guiones del Cono Sur y beca bianualmente a ocho autoresdirectores que deseen trabajar con tutores reconocidos.

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Índice

P r ólo g o

Contar para no olvidar

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L au r a Wo ld en b er g

Los premiados obr a g an ad o r a

Alta traición (el compadre Raúl) Brenda Morales

11

men c ió n h o n o rífic a

Instrucciones para contar muertos Graciela Manjarrez

21

Los finalistas Alondra dejó el nido Carlos Espinoza Benítez

39

Buscando a Héctor Joaquín Horna Dolande

59

El refugio de Naty Ismael Zavala

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Sobre la plaga humana Héctor Rojo

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Las sirenas de San Agustín Gustavo Hernández de Anda

107

Hombre de la gabardina blanca Óscar Reyes-Matute

119

Todas las vidas Vanessa Téllez

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Se busca Chantal Flores

Los jurados

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B e n g a l a es Alexandro Aldrete Teresa Blanco Andrés Clariond Rangel Rodrigo Esquinca Juan Alfonso Farré Patricio Flores Marcelo Galán Abdul Marcos Mariel Mayorga Gabriel Nuncio Diego Enrique Osorno Gabriela Sánchez Alo Valenzuela

Primavera 2017

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el libr o b lanco de bengala se terminó de imprimir en abril de 2018 en Serna Impresos, S. A. de C. V., Vallarta 345, Centro, 64000 Monterrey, Nuevo León, México. En su composición se utilizaron fuentes de la familia ITCBaskerville.

Edición, diseño editorial: Rayuela, diseño editorial ~ Diseño de portada: Rodrigo Esquinca ~ Imagen de la portada: Paula Cortázar, Serie de 50, serigrafía (cortesía de Galería Machete) ~ Cuidado del texto: Encarni López Gonzálvez y A S V.

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