Libro rojo de Bengala. Historias de terror y suspenso.

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EL LIBRO ROJO DE BENGALA



EL LIBRO ROJO DE BENGALA Ganadores y finalistas del Premio Bengala-UANL 2014, dedicado a buscar historias para el cine y la televisión

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN Monterrey, México, 2015


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Jesús Ancer Rodríguez Rector Rogelio G. Garza Rivera Secretario General Rogelio Villarreal Elizondo Secretario de Extensión y Cultura Celso José Garza Acuña Director de Publicaciones

Casa Universitaria del Libro Padre Mier 909 Pte. Colonia Centro Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000 Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095 Página web: www.uanl.mx/publicaciones

Primera edición, 2015 © Diego Osorno © Universidad Autónoma de Nuevo León Reservados todos los derechos conforme a la ley. Prohibida la reproducción total y parcial de este texto sin previa autorización por escrito del editor. ISBN Impreso y hecho en Monterrey, México Printed and made in Monterrey, Mexico


PRESENTACIÓN JORGE MICHEL GRAU

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odría decirse que en Hispanoamérica se está gestando una nueva escena del cine de horror, y que la batuta del cine marginal (ese cine que deambulaba en las comisuras de la industria comercial) se ha apoderado del discurso cinematográfico de género, llámese cine fantástico, de horror, o sus decenas de subgéneros. También se podría decir que, en México, el universo de terror nos representa ahora más que nunca: escritores como Bernardo Esquinca y Bibiana Camacho; ilustradores como Mike Sandoval o Guro; y artistas plásticos como Tavo Abascal demuestran que, efectivamente, existe una escena enraizada en nuestra tradición y en nuestra cultura. En el ámbito internacional hay ejemplos de gran estatura en la movida cinematográfica, como Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo, Juan de los muertos de Alejandro Brugués, y La casa muda de Gustavo Hernández. Pasar de una industria en ascenso a una realidad contundente es el producto del meticuloso trabajo en la construcción de ideas y estilos. No es una casualidad que en Estados Unidos, tanto el cine independiente como el de estudios, haya encontrado una veta de oro en el remake al cine de género hispanoamericano para rehacer y alimentar su propio discurso. Muchas manos participan en esta avanzada: desde un efervescente desarrollo de guiones hasta una minuciosa manufactura de la realización, así como la profesionalización de todos los procesos

Jorge Michel Grau (Ciudad de México, 1973) es egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica. Es director de las películas Somos lo que hay (2010), Chalán (2012) y Big Sky (2015).

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(preproducción, producción, postproducción y distribución). Al ascenso de esta movida generacional se han sumado escuelas, cursos, festivales, convocatorias, antologías y un largo etcétera. Podría decirse entonces que la labor de gestión es fundamental en este proceso. Mientras unos escriben guiones otros consiguen recursos para su manufactura, y mientras unos generan proyectos otros crean espacios para su conformación y desarrollo. En este ámbito no sólo los talleres o laboratorios obtienen una mención especial, sino también iniciativas como las de Bengala quien, gracias a su vínculo con la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), es parte importante de este movimiento cinematográfico, pues abre una invitación a una generación de escritores, periodistas y guionistas interesados en contar historias que puedan vivir más allá de estas hojas. En esta segunda edición, la convocatoria Bengala//UANL recibió 137 textos de México, Argentina, Colombia, España, Perú, Chile y Venezuela: países donde se gesta una escena importante del cine hispanoamericano de horror. Tuve el honor de compartir la mesa de discusión y reflexión con Andrés Clariond, Guillermo Quijas-Corzo y Carol Pires. El ejercicio de selección fue difícil pero enriquecedor; encontrar tantas voces te hace gritar más fuerte. Los textos publicados en este libro son una muestra de lo arriba dicho. En Pacto de dolientes, Amaranta se muda con su familia a una vieja e inquietante casa. En Una cucharadita de sangre, una niña debe pasar ciertas pruebas para convertirse en la elegida de un monstruo devorador de niños. Esther Eugenia nos muestra una sensual y oscura relación entre dos mujeres. En Lluvia negra, tres mujeres mayores comparten un incontrolable pánico por las mariposas negras. Nice Peter nos narra las desventuras de David y Jeffrey, quienes llevan a cabo un rito en el salón de una escuela para invocar al fantasma de un asesino. La culpa de un hombre contratado para matar a alguien es parte fundamental de Un círculo. En Yodohino, ubicada en 1854, un hombre llega a un pequeño pueblo pidiendo ayuda para terminar con una amenaza que podría acabar con la comunidad. Una madre y su hijo protagonizan La mujer de negro donde, tras un percance en la carretera, se ven obligados a pasar la noche en un pueblo con un terrible pasado. En El exorcismo de José, siete personas mueren en una oscura ceremonia, y un hombre que no cree en la magia ni en los espíritus se encargará de investigar el caso. Y, finalmente, en la estupenda Concierto para bestias, un musicólogo viaja

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a San Pedro Ozumacín, en Oaxaca, donde tendrá que pasar varios días restaurando el órgano de una iglesia. Los diez argumentos que forman esta publicación nos muestran el contexto artístico en el que estamos parados, y las voces que se siguen sumando a esta importante escena. Así pues, les dejo paso para entrar. Podría decirse que después de esta hoja, se abre la puerta al amplio y multiforme universo del horror. Que el susto les provoque.

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ASKARI MATEOS nace en Oaxaca de Juárez, Oaxaca. Escritor y periodista. Formó parte de la generación XLI del Diplomado de Creación Literaria de SOGEM. En 2004 obtuvo la beca de Difusión del Patrimonio Cultural del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FOESCA); y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2005–2006 y 2007–2008, en la disciplina de Letras (cuento). En 2012 formó parte del Programa de Residencias Artísticas del FONCA. Textos suyos han sido publicados en las antologías Relato breve y Mano de obra (I.C.C, Almadía, 2005, 2006), así como también en Cartografía de la literatura oaxaqueña (Almadía, 2007), Lados B (NitroPress, 2011) y Sólo cuento (UNAM, 2015). Es autor de los libros de cuentos Cuarenta grados (Tierra Adentro, 2009) y Principio de Pascal.


CONCIERTO PARA BESTIAS * ASKARI MATEOS

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os hombres caminan por el bosque que rodea el pueblo de San Pedro Ozumacín, en Oaxaca. Uno de ellos carga un par de cubetas de metal. Todo sigue sumido en la oscuridad, pero pronto amanecerá. No llevan prisa. Sus pasos se entierran en el lodo mezclándose con el golpeteo de la lluvia y lo que, a la distancia, parece un lamento y los acordes de una guitarra. *** Ha oscurecido cuando se escucha el timbre del teléfono en esa casa en Coyoacán. Una, dos, tres veces. El sonido se vuelve un eco que recorre pasillos y habitaciones. De una de ellas sale Griselda, sin prisa, para dirigirse al vestíbulo y contestar la llamada. Minutos más tarde entra al enorme estudio deslizando su cuerpo sobre la duela para anunciarle a Marcial Revueltas que tiene una llamada. No hace el menor ruido. En los años de servicio ha hecho del sigilo un arte, y más ahora que con el paso de los años su cuerpo se ha vuelto yermo. Además de musicólogo e investigador, Marcial también es un clavecinista reconocido internacionalmente. La mayor parte del tiempo participa en conciertos e imparte cátedras en conservatorios y universidades prestigiosas. Pocas personas en el mundo conocen tanto de órganos, clavicordios y clavecines. Y pocas personas dominan tantos instrumentos. Envuelto en una nube musical, con los ojos cerrados e iluminado * Texto ganador.


por una lámpara de pie, Marcial da una última calada a su pipa. La deposita con parsimonia en un cenicero de baccarat sobre la mesita junto al sillón que ocupa todas las tardes para leer. Es el señor Abud, desde la ciudad de Oaxaca, le anuncia la anciana; Marcial le dirige una mirada desdeñosa. Alberto Abud es un ex-banquero sin mucho quehacer. Amasó una fortuna lo suficientemente grande para volverse filántropo y ser invitado constante de los eventos sociales, culturales y políticos más importantes de Oaxaca. Aunque su verdadera pasión es el futbol, de vez en cuando se embarca en proyectos de conservación y restauración de cosas que la gente finge admirar pero que en realidad a nadie le importan. Marcial le entrega a Griselda el libro que leía y enfila hacia el vestíbulo de la casa. Ella observa el lomo. Calderón de la Barca. Coloca el libro en su lugar exacto dentro de los estantes que tapizan las paredes del estudio. Todo ahí está ordenado por siglos, países, corrientes literarias. Mientras tanto, en un gramófono de los años treinta suena Fuga de Jean François Dandrieu. Ella escucha con atención las notas del clavicordio. Cierra los ojos un instante. Recuerda. Y como siempre que evoca el pasado, sonríe. En ocasiones, cuando Marcial sale de viaje, se encierra en ese estudio para escuchar una y otra vez sus piezas predilectas, releer pasajes de los libros que más le han gustado o para masturbarse. A lo largo de varias décadas, Griselda desarrolló un gusto y conocimiento musical y literario envidiables. Todo esto se lo debe a Álvaro, padre de Marcial, un famoso compositor y clavecinista para quien empezó a trabajar hace cuarenta años. Desde entonces no conoce más vida que la de esa casa. Y por eso sonríe. A la madre de Marcial la conoció poco; murió al poco tiempo de su llegada a la casa. Abud, del otro lado de la línea, le explica a Marcial que se trata de un órgano del siglo XVI o XVII. Podría ser el más antiguo del que se tenga registro en Oaxaca, quizá de los primeros en el país. Por eso recurren a él, para que haga un dictamen y dirija la restauración. El órgano se encuentra en una iglesia a unas horas de la capital del estado. De vuelta en su estudio, Marcial hurga en los libreros buscando algunos títulos sobre el tema. Apila una docena de gruesos ejemplares y le ordena a Griselda que los incluya en la maleta que le va a preparar para el viaje. Marcial trata a la anciana con desdén. Conserva sus servicios sólo por ser fiel a la memoria de su padre, pero desde que su madre murió, no le ha complacido su presencia en la casa.

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*** Tres días después, Catalina, la representante del Instituto de Órganos Históricos, recibe a Marcial en el aeropuerto de Oaxaca. La mujer le comenta que no vale la pena pasar mucho tiempo en una ciudad sitiada por maestros y policías, así que después de desayunar, emprenden la marcha hacia San Pedro Ozumacín, en el Papaloapan. En su paso por el centro observan barricadas. Calles sitiadas por cientos de policías y tanquetas. Durante el largo e intrincado trayecto, la mujer se esfuerza por entablar diálogo. Él va sumergido en la lectura de un decreto fechado en 1536. El entonces obispo de Oaxaca establecía el puesto de organista para la catedral. Marcial deduce que el dato podría ser simple teoría, una representación de los primeros esfuerzos por organizar los puestos de la iglesia en ese momento histórico. Sabe que diez años después, según las cédulas reales, en esa región comenzó la evangelización y aparecieron los primeros proyectos para la edificación de templos por parte de la orden dominica. Por lo tanto, de ser ciertas las conjeturas de Abud, el órgano podría haber sido construido en ese mismo siglo, aunque quizá no en Oaxaca. *** Unas horas después, el chofer que los lleva estaciona la camioneta a un costado del atrio. La iglesia, cuyo frente se aprecia en partes fracturado, está sobre una meseta. La zona más alta del pueblo. Finalmente, Marcial decide observar el paisaje sólo para percatarse de que el pueblo luce enmohecido, monótono, eclipsado por una gran nube negra que anuncia tormenta inminente. La orografía de estas tierras sólo permite a los habitantes cultivar maíz, chiles y un poco de café, por eso todos emigran a la Ciudad de México o a Estados Unidos, le explican a Marcial, que se ha puesto un fino abrigo de cachemir y una bufanda. La nave de la iglesia es amplia, con discretos remates de barroco tardío en los pilares. A pesar del clima, los tragaluces de la ábside dejan ver las pinturas de pasajes bíblicos, tapizadas por una polvareda de años. Del autor poco se sabe. Al igual que del órgano desvencijado, ubicado en una pequeña capilla al lado del altar mayor. Desde hace unos seis meses no hay párroco en el templo. El padre Fidencio se fue sin avisar y nadie ha sabido nada de él desde entonces. Están a cargo del templo un anciano y sus dos hijos, que

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desde hace varios años viven en un anexo de la construcción en la parte trasera. Marcial hace un recorrido por la iglesia, escudriñando con la mirada cada rincón. El órgano se encuentra en la capilla. No se percata, pero de la sacristía, discretamente, asoma una cabeza despeinada y sucia, de cara tosca y barbuda. Marcial se siente amenazado cuando ve la totalidad de aquel gigantón regordete que se acerca. Renquea y emite sonidos incomprensibles. Más que un hombre, parece un animal. Un oso. Es Higinio, uno de los hijos de Apolonio. Llega hasta ellos arrastrando la mirada sobre las baldosas. Usa un overol azul manchado de comida y lodo; ha llovido casi todos los días del último mes. Los pocos dientes que aún conserva Higinio parecen fierros herrumbrosos. Extiende su mano sucia para saludarlos. Marcial corresponde al gesto con reticencia. Luego Higinio continúa su pesada marcha para ayudar al chofer que acarrea el equipaje. Marcial se limpia la mano con un pañuelo que saca del bolsillo de su abrigo y observa a Higinio alejarse sin creerlo cierto. Ahora ya se ha desatado la lluvia. Los relámpagos hacen ecos siniestros dentro de la nave de la iglesia. Apolonio también sale a recibirlos. Es un anciano alto y robusto, pálido como un tablón de pino. Muestra alguna pulcritud, a pesar del lodo endurecido que acarrea en los zapatos. Antes de irse, Catalina le entrega a Marcial una tarjeta con sus datos, por si llegara a necesitar algo. Él la toma y la guarda en uno de los bolsillos de su abrigo. También le notifica que ahí los celulares no tienen buena recepción, salvo en algunas zonas del pueblo, pero en la sacristía hay un teléfono. *** La habitación en la que Marcial se instala perteneció al padre Fidencio. Sus sotanas aún se encuentran en el armario. Tiene una ventana desde donde puede ver un bosque. Un paisaje verdoso con algunos árboles caídos. Los accidentes del suelo le dan un aire inhóspito. Hay un crucifijo de acero colgado en la pared, sobre la cabecera de la cama de latón. El colchón tiene una enorme mancha justo en el centro. Sobre la mesa se halla un atril de madera en el que descansa una Biblia abierta en el Libro de los Salmos. Dispuestos sobre un repisa se encuentran varias vírgenes y santos adornados por un par de búcaros de cobre con flores secas. Todo ahí tiene un velo añejo. Marcial vacía sus maletas. Intenta acomodarse en lo que será su

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residencia durante las próximas semanas. No sabe aún cuánto le tomará hacer un dictamen del órgano. Mientras tanto, las imágenes religiosas, más que irritarlo, lo intimidan. Cuando sale a la terraza descubre que le gusta el paisaje. Los fríos bloques de cantera que hacen las veces de fortaleza. La altura. El bosque agreste bañado por la lluvia. Le hacía falta algo así. Lejos de la banalidad de las cátedras y los conciertos. Sin embargo, no duda que eventualmente extrañará algunas cosas, como la señal en su teléfono celular. No se ha percatado, pero Apolonio está de pie en la entrada de habitación. Lleva una charola de madera con café. Marcial aprovecha el momento para pedirle que limpien el cuarto, retiren las figuritas religiosas de la repisa y despejen el armario. No es católico. Afuera, una lluvia fina cubre el pueblo. Un manto que lo mantiene allá, lejos. Intacto. Marcial enciende su pipa. *** Tal como lo pensó, el órgano se encuentra en mal estado. Restaurarlo no será sencillo. Sobre todo porque buena parte de la madera está podrida. Sin embargo, es una pieza fantástica. Una joya de ocho pies y cuarenta y cinco teclas: veintiuna para la mano izquierda y veinticuatro para la derecha. Aunque sólo permanecen el bajoncillo, dos octavas, la quinta, el tapadillo, uno de los llenos y una de las quincenas. Los tres fuelles están prácticamente perdidos y faltan tres de los treinta y cinco tubos, dispuestos en cinco torres redondas. Habrá que limpiarlos a profundidad. Los dibujos religiosos se hallan en mal estado también. Algunos órganos presentan inscripciones. Marcial lo sabe. Se tira al piso. Con dificultad desplaza una pieza de madera para leer el único registro que aprecia. Una avalancha de polvo y polilla cae sobre su cara. El primer estornudo lo hace recordar que es alérgico. En realidad no lo es. Es hipocondríaco. Cuando ha logrado sacudirse se percata de que alguien lo observa. Es Gabino, el otro hijo de Apolonio. Marcial se sobresalta. Se podría decir que es igual a Higinio, sólo que aseado. Sin ningún retraso aparente. Sin embargo, su presencia es más perturbadora que la del hermano. Hay algo insidioso en su mirada, en sus ojos vidriosos, como si nunca parpadeara. Y algo perturba en su manera de apretar la quijada. Gabino le avisa que lo esperan en el salón que está junto a la sacristía, pues prepararon una cena en su honor. Marcial no puede negarse. Piensa que si debe estar conviviendo con aquellos seres por

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algunas días, tendrá que irse acostumbrando. *** La cena consiste en caldo de gallina y tortillas hechas a mano. Las uñas de Higinio aún conservan restos de masa. La tenue luz es suficiente para escudriñarse los rostros. Ese remoler en silencio incomoda a Marcial. El vino, rescatado de la cava del párroco, es lo único que medio lo complace. Cuando saca su pipa y la rellena de tabaco, Gabino no le permite fumar. No les gusta el humo del tabaco. Minutos después, Apolonio le pregunta a Marcial si toca algún instrumento. Cuando los tres hombres escuchan que presume saber tocar varios instrumentos, sonríen y se balancean sobre sus sillas. Un movimiento de cabeza de Apolonio hace que Higinio se levante y se dirija a la sacristía. Mientras tanto, Gabino le cuenta a Marcial que el padre Fidencio solía tocar la guitarra para ellos. Apolonio se incomoda y con una mirada le comunica que se calle. Un par de minutos después, Higinio regresa con un violín. Se lo entrega a Marcial, que lo mira incrédulo, y de pronto se ve obligado a dejar el vaso de vino y a coger el instrumento en un acto reflejo, como si se tratara de ponzoña y no de un violín. Observa la cara de sus anfitriones. Esperan como niños a punto de ver un truco de magia. No se le ocurre nada apropiado. Nada que pudieran conocer. El violín está desafinado. Trata de ajustarlo y empieza a interpretar un nocturno de Chopin. Los tres hombres lo miran azorados. Las notas parecen transportarlos a un lugar lejano. Confortable. Son un coro de sonrisas que levemente se mecen. Y así toca durante unos minutos. Cuando la música cesa, a los hombres se les desencaja el rostro. En Apolonio incluso se aprecia cierto disgusto. Marcial intenta justificarse por el largo viaje, pero en cuanto intenta incorporarse, Higinio lo devuelve a su asiento poniéndole la mano en el pecho al mismo tiempo que emite un ruido de animal agonizante. Con una mirada, Apolonio le comunica a Higinio que lo deje retirarse. Marcial, un tanto confundido, atraviesa la iglesia en penumbras. Los santos se hallan envenenados por una existencia a medias. Las bancas crujen. El viento se cuela por los cristales rotos de las ventanas en la bóveda superior. Todo ahí se halla envuelto en la pluralidad del olvido. Al llegar a su habitación, Marcial se asegura con la tranca de

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madera que hay detrás de una de las hojas de la puerta. Sale a la terraza. Ahora una oscuridad profunda impide observar lo que en el día le parecía un paisaje digno. Del bosque escucha el follaje de los árboles movido por el viento. Revisa su teléfono. Sin señal. Zumbidos lejanos. Aletear de aves. Ahora puede fumar. *** A la mañana siguiente Marcial sale al patio. Observa el cielo. Lentas, las nubes avanzan. Grandes núcleos negros de orillas luminosas. La certidumbre de otro día lluvioso. De pronto se oye un lamento lejano proveniente del bosque. Permanece de pie, pero ya no vuelve a escuchar nada. Quita la tranca de la puerta y se asoma al pasillo. Silencio. Se encamina hacia el baño. El baño luce limpio. Hay una cubeta de agua con un calentador eléctrico listos. Marcial lo conecta y se empieza a quitar la ropa. *** Más tarde aparece en el salón junto a la sacristía mientras Apolonio prepara el desayuno y los hijos entran a la cocina cargando cuerdas y cubetas con restos de comida. Se detienen un momento para contemplar el impecable atuendo de Marcial, que lleva un traje de tres piezas y su abrigo encima. Luego de darse los buenos días, desayunan en silencio. Los hombres le ofrecen a Marcial su ayuda. Inevitablemente habrá que remover algunas piezas del órgano, así que, muy a su pesar, acepta. Pero antes de empezar pide que le permitan salir a caminar un poco por el pueblo. Solo. Cuando vuelva empezarán a trabajar. El anciano y sus hijos lo ven levantarse y abandonar la pieza en silencio. *** Marcial anda las veredas del pueblo. Nadie se percata de su presencia. Las casas parecen abandonadas. Ventanas y puertas cerradas. Cultivos descuidados. Lodo. Marcial se asoma en un aprisco que apenas se sostiene. Algunas gallinas se corretean en medio de otros animales muertos. La peste y las moscas casi lo hacen vomitar. Sale de ahí cubriéndose la boca con la bufanda. Vomita con las manos

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apoyadas sobre las piernas. Está a punto de derrumbarse. Jala aire. Toma fuerza y se aleja de prisa. Aún hay mucho pueblo por recorrer, pero decide regresar al templo. Perturbado. De pronto, el golpeteo de la lluvia sobre la tierra. Se resbala y cae de espaldas. Intenta incorporarse de inmediato, pero sólo consigue volver a resbalar. Ahora cae de frente. Logra levantarse con la ayuda de Gabino, quien lo ha venido siguiendo desde que salió del templo. A pesar del sobresalto, a Marcial no parece molestarle la ayuda del hijo de Apolonio. Se encamina de vuelta apoyándose en él. *** Luego de asearse, Marcial llega a la capilla. Los hijos de Apolonio ya lo esperan. Saca de una maleta las herramientas para desarmar el órgano. Primero las tapas de los costados. Pide que lo hagan con mucho cuidado, para que no se maltraten más las pinturas. Higinio sonríe y se dirige al órgano con un pequeño martillo. Marcial se lo quita de la mano con delicadeza, para no alterarlo. Le entrega la herramienta y un formón a Gabino. Se ponen manos a la obra. Trabajan en silencio durante horas. Atardece cuando han logrado inventariar las piezas del órgano. Marcial ha tomado notas del estado en que se encuentran. Decide ir a descansar. En su habitación revisa su teléfono celular sólo para descubrir que no hay señal. Más tarde Gabino toca la puerta para avisarle que lo esperan a cenar. *** Platican acerca del pueblo mientras cenan. Marcial les pregunta a dónde se ha ido la gente. Es un pueblo fantasma. Todos han emigrado. Nadie quiere quedarse ahí, donde todo muere. Es como si se viviera en reversa. Como si se fueran abriendo puertas hacia el pasado. Esa noche, durante la cena, Apolonio ha abierto otra botella de vino. Nuevamente le pasan el violín a Marcial y le piden que interprete algo. No se puede negar. Teme hacerlo. Toca un preludio de Bach. Los hombres lo miran complacidos. Cuando ha terminado, da las gracias por la cena y decide retirarse. Higinio se pone en pie y nuevamente se lo impide. Marcial sabe que la música tiene particularidades que provocan beneficios en el cerebro humano. Lo que no entiende es por qué

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aquellos hombres tienen un deseo exacerbado e incluso agresivo por ella. Así que interpreta un allegro de Vivaldi, con la esperanza de que la pieza logre tranquilizar sus ánimos. Luego ejecuta un par de piezas más. Sólo después de eso puede retirarse. *** Ya en su habitación, Marcial no puede conciliar el sueño. Ahora sólo tiene en mente hacer su trabajo lo más rápido posible, entregar el dictamen y largarse del pueblo. No podrá soportar mucho tiempo más en esas circunstancias. Todo eso lo tiene muy nervioso. Incluso se siente vulnerable. Y la vulnerabilidad es un sentimiento al que no está acostumbrado. Da vueltas en la cama. Se pone en pie. Observa a través de la ventana el bosque agreste. Sale al baño ubicado a unos pasos de su habitación. Al regresar escucha un ruido extraño y lejano, proveniente del altar mayor. El eco resuena como un lamento. Movido por una suerte de intriga, se encamina para averiguar de qué se trata. Puede sentir cómo su ritmo cardiaco se acelera conforme se acerca. Al entrar a la nave ve una silueta recortada que se agita leve ante la medrosa luz de la luna que entra por las ventanas rotas de la bóveda superior. Es Higinio frente al Cristo. Marcial piensa que está rezando. O llorando. Da unos pasos hacia su derecha en dirección al atrio, para tener una mejor perspectiva. Queda fosilizado al descubrir que se está masturbando con la mano recargada en una de las piernas de la imagen crucificada. Cuando se sobrepone al pasmo, Marcial emprende la retirada. Tropieza con los restos del confesionario, que se ha ido desarmando con los años. Higinio escucha el ruido y se detiene. Ve a Marcial adentrarse en el pasillo donde se encuentra su habitación. Hasta allá lo sigue. Marcial ya ha puesto la tranca. Cierra la ventana y apaga la luz. Luego, lentamente, se acerca a la puerta y puede escuchar la respiración desbordada de Higinio, que está detrás de ella. Marcial se derrumba tapándose la boca para ahogar el gimoteo. No puede contenerse. La respiración de Higinio poco a poco alcanza la normalidad. Luego siente cómo empuja la puerta, sin mucha fuerza, sólo para comprobar que está atrancada. Un par de minutos después, Marcial escucha que se alejan los pasos de Higinio. Sin embargo, no logra relajarse. Se siente atrapado y es incapaz de moverse de la puerta. No tiene la fuerza. Así permanece, sin dejar vencerse por el sueño. Luego de unas horas, el delgado filo de luz que entra por la ventana le anuncia que amanece. En ese momento comienza a recoger

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sus pertenencias. Las mete en desorden en su maleta. Abre la ventana, discretamente, para ver si por casualidad distingue a alguien. Nada. Se sienta en una orilla de la cama. No sabe qué hacer. No sabe cómo salir de ahí. Se sobresalta al escuchar que alguien golpea la puerta con los nudillos. Es la voz de Gabino que le anuncia que ya está listo el desayuno. Quiere responder pero las palabras se ahogan en su boca. Cuando atraviesa el umbral del comedor observa que la mesa está puesta y que Apolonio y sus hijos van de un lugar a otro con platos y tazas. Higinio sonríe, como de costumbre, haciendo ruidos que ahora suenan más cordiales. Marcial evita cruzar miradas con él. *** Una vez todos en la mesa, Marcial anuncia, escudriñando de reojo la reacción en los rostros de los hombres, que debe marcharse. Tiene un asunto que resolver en la Ciudad de México. Lo que obtiene por respuesta es un silencio largo que no se atreve a interrumpir. Un silencio en el que la tensión es un émbolo dentro de su cabeza. El viejo Apolonio le prohíbe irse hasta que no termine el dictamen del órgano. Gabino asiente con la cabeza. Marcial repasa sus rostros. Está a punto de desvanecerse. No sabe si gritar o echarse al piso a llorar. Marcial argumenta que es vital que regrese a la ciudad. Un familiar está enfermo. Puede que muera y necesita verlo antes de que eso ocurra. Los hombres no le creen y niegan con la cabeza. Otra vez en Gabino se asoma esa mirada insidiosa, ese apretar la quijada. Marcial no halla las palabras. Nunca se había sentido así, carente de ellas. Él, tan acostumbrado a que todo mundo lo escuche, ahora no sabe qué responder. Marcial acepta su destino agachando la cabeza. Apolonio se alegra. Le aprieta el hombro. *** Todo ese día se dedican a seguir desarmando el órgano. Marcial toma apuntes del estado de las piezas. Haciendo un esfuerzo, para no perder la concentración en su trabajo, redacta un informe de lo que habrá de hacerse para restaurar el instrumento. Le tiemblan las manos. Efectivamente, es una obra del siglo XVI. Los hermanos lo miran atentos. Gabino, apretando las quijadas. Higinio con su

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sonrisa estúpida. Marcial se mantiene inquieto toda la tarde en la presencia de los hombres. Más tarde da por terminada las labores del día. Mañana quitarán los fuelles y después de eso habrán terminado. Luego anuncia que no tiene hambre, así que irá a su habitación a descansar. Mañana tocará algo para ellos, les dice. Los tres hombres se miran desconcertados. No alcanzan a emitir palabra alguna cuando Marcial ya ha emprendido su camino. Aún no ha oscurecido del todo. Gabino le hace una seña a Higinio y juntos se dirigen a la cocina. Empiezan a llenar las cubetas con los restos de comida. Luego se encaminan hacia el bosque junto con mecates y machetes. *** En Coyoacán, Griselda ocupa el sillón de Marcial en el estudio, iluminada apenas por la poca luz de una farola de la calle. Ha puesto en el gramófono una sonata de Scarlatti. Se ha quitado los zapatos, las medias, el calzón. Tiene la falda enrollada en la cintura. Con una de sus manos se toca la vagina con urgencia. Tres de los dedos de la otra se van llenando de saliva dentro de su boca. Luego invierte la posición de las manos. Cuando logra venirse, tras varios minutos de intentarlo, lanza un gemido y se desata en una risa incontrolable. Recuerda. A Álvaro embistiéndola en ese mismo sillón, muchos años atrás… Luego los dos recostados sobre el tapete, desnudos, jóvenes; él leyéndole poesía. *** Marcial es un niño de siete años. Está recargado de espaldas sobre la puerta del estudio. Escucha lo que pasa ahí dentro. Se tapa la boca con una de las manos mientras las lágrimas comienzan a escurrir sobre su rostro. Echa a correr por uno de los pasillos. Sube las largas y sinuosas escaleras. Llega a otro pasillo donde al final se halla una puerta. La abre y entra para recostarse sobre Julieta, su madre moribunda, postrada sobre una cama enorme. Ella le acaricia la cabeza. Marcial llora en silencio mientras aprieta las piernas de su madre. ***


Griselda termina de quitarse la ropa. Su cuerpo es magro y su piel pálida. Se tiende sobre el tapete y lee una vieja antología de poetas modernistas. Hasta ahí llegan el sonido y la luz de los relámpagos. Estira la mano para tomar un fino vaso old fashion con whisky y hielos que tiene al lado. *** Ya es más de media noche cuando Marcial sale de su cuarto. Evita hacer el menor ruido posible. Camina sigiloso hacia la sacristía, apretando en una de sus manos la tarjeta de Catalina, la representante del Instituto de Órganos Históricos. Sobre una mesa se encuentra un teléfono viejo. Levanta el auricular con urgencia. Escucha el tono de línea. Eso lo reconforta un poco. Marca el número. Una voz grabada lo manda al buzón. Maldice. Lo siguiente que se le ocurre es marcar el número de su casa. El teléfono suena y suena. Nadie contesta. Maldice. Lo vuelve a intentar. *** Una hora después, Griselda se ha quedado dormida con el libro sobre sus pechos secos. A lo lejos se escucha el teléfono sonar y sonar. Ella está sumida en un sueño profundo, pero alcanza a escuchar el timbre que se mezcla con el acetato que se ha quedado atorado. Se levanta, sin prisa, y se encamina hacia el vestíbulo. “¡Griselda!”, escucha que le hablan con urgencia. Luego la línea se corta. *** “No hay nadie a quien llamar”, escucha Marcial, “lo que importa es el órgano”. Es Apolonio, sentado en la sacristía junto a la conexión de la línea telefónica. La ha arrancado de cuajo de la pared. A Marcial se le cae el auricular de la mano. Ahoga un grito y sale corriendo de ahí tan rápido como puede. Llega hasta la cocina y abre la puerta que da a un costado del atrio. Mientras lo atraviesa puede escuchar los pasos que se repiten en el piso de cantera. No mira hacia atrás. De nada valdría, todo es muy oscuro y hay bruma. Pero puede deducir que lo sigue más de uno. Apenas logra distinguir la puerta de salida del atrio. La cruza y luego sigue sin rumbo, perdiéndose entre la maleza que sabe a su derecha. Tras unos

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minutos siente que los pulmones le van a estallar. Se tira al piso, junto a un árbol. No escucha nada más que su respiración agitada. Incontrolable. Del bolsillo del saco extrae el teléfono celular. No hay señal. Minutos después escucha pasos enterrándose en el lodo. Los ruidos, está seguro, son de Higinio. Se levanta con dificultad. Intenta correr nuevamente, pero tropieza con las raíces de un árbol. El celular escapa de sus manos. Lo busca palpando el lodo. No logra encontrarlo. Todo es muy oscuro. Vuelve a incorporarse y sigue corriendo. Apolonio y sus hijos caminan por el bosque, a pocos metros unos de otros. Llevan consigo machetes, una pala, costales, mecate y el violín. Van rastreando los pasos de Marcial y se comunican con señas. Conocen bien el camino. Marcial les lleva la delantera, pero se encuentra muy cansado. Sus pies se hunden en el lodo. Resbala y cae nuevamente. Continúa avanzando a rastras. Se detiene por momentos y luego continúa. Más adelante se encuentra con una jaula de madera. En su interior alcanza a distinguir unos ojos que lo miran aterrados. Un gemido ahogado. Se tiende junto a la jaula, boca arriba. Llora. Grita. *** Un par de días después, Griselda llega a San Pedro Ozumacín. La lleva hasta ahí un chofer que ha contratado en la ciudad de Oaxaca. El auto se detiene frente al atrio de la iglesia. La contempla unos segundos. Ya no llueve, pero las nubes mantienen al pueblo eclipsado. Griselda se apea. Cruza despacio el atrio y entra al templo. Mientras se va adentrando puede escuchar el eco de sus pasos. Se detiene frente al Cristo y lo observa. Se persigna. Va mirando las pinturas sin ponerles mucha atención, más bien busca si hay alguien en la iglesia. Y no bien ha acabado de recorrerla, Apolonio sale a su encuentro. Le dice que ha venido a buscar al maestro Marcial Revueltas. Apolonio baja la mirada un instante. Y finalmente le dice que el maestro Marcial se ha ido hace un par de días. Nadie sabe a dónde. Griselda, confundida, asiente con la cabeza mientras sigue mirando el Cristo detrás de Apolonio. No quiere preguntar más. Se despide y da media vuelta. Abandona sin prisa el templo. De vuelta en el automóvil empiezan el camino de regreso. A la salida del pueblo, de entre la maleza, observa a Gabino e Higinio emerger hacia la vereda. Llevan consigo mecate y cubetas. Sus mira-

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das se encuentran y ella no puede evitar sentir cierta perturbación cuando pasa junto a ellos. Los hermanos se detienen a mirar cómo se aleja el automóvil hasta que lo pierden de vista. Apenas ha pasado el medio día. El pueblo ya está envuelto en bruma. Una lluvia finísima. *** Algunos días después, el teléfono en la casa de Coyoacán suena y suena. Griselda levanta el auricular. Es Alberto Abud, que busca a Marcial. Ella le dice que el maestro fue invitado a impartir una serie de cátedras en varios conservatorios de Europa. No va a regresar a México por algunos meses. Abud le pide que le comunique en cuanto pueda que su trabajo en la dictaminación del órgano fue excelente. Los restauradores siguieron sus apuntes al pie de la letra. Y qué lástima que no pueda estar presente en el concierto que se ha preparado para escuchar el instrumento. *** El día del concierto las veredas del pueblo se han llenado de lujosos autos y camionetas. Griselda también está ahí observando a la alcurnia oaxaqueña reunida para escuchar el órgano. Apiñados en la entrada del templo se saludan y se preguntan unos a otros de qué siglo será la iglesia, comentan la belleza del pueblo. Se quejan de la APPO y enlistan los viajes realizados a partir del conflicto magisterial. Presumen las últimas adquisiciones pictóricas. Alberto Abud llega ahí, escoltado por un convoy de guaruras atentos a cualquier cosa que él o su mujer necesiten. De hecho, casi todos los asistentes asumen la misma actitud hacia la pareja, que toma lugar entre las primeras filas del templo, acompañados por Catalina, la representante del Instituto de Órganos Históricos. Los hombres que los escoltan se ubican estratégicamente dentro y fuera de la iglesia. En punto de las doce horas, cuando todos los lugares han sido ocupados, sale de la sacristía el francés Pierre Hantaï, considerado uno de los grandes especialistas de la actualidad, invitado para instrumentar las piezas preparadas para el concierto. El programa incluye repertorio que destaca tanto el virtuosismo del músico como el sonido del instrumento. Griselda se sienta en una de las filas más apartadas. Las frases musicales se abren paso entre

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el murmullo de la gente. Poco a poco lo dominan y se revuelven caprichosas por la nave del templo. Apolonio y sus hijos escuchan desde la sacristía. Balancean la cabeza con los ojos cerrados. El concierto es sin duda de lo mejor que se ha podido escuchar en mucho tiempo. Hantaï entrega todo de sí en la interpretación. La gente aplaude, aunque poca idea tenga de lo que escucha. Incluso Abud se ha quedado dormido apenas dio inicio la segunda pieza, uno de los conciertos para órgano de Johann Sebastian Bach. Cuando la última pieza termina, el público se desvive en aplausos que hacen volver hasta seis veces al músico. Griselda, muy atrás, no puede reprimir las lágrimas. Llora de la forma más estoica que alguien puede llorar. Solo Apolonio y sus hijos han disfrutado del concierto tanto como ella. Más tarde, Griselda se pasea como un fantasma entre los asistentes que, de vuelta en el atrio del templo, comentan que ha sido una de las mayores experiencias musicales de sus vidas. Comparada sólo con conciertos de orquestas, sinfónicas o filarmónicas de Estados Unidos y Europa. Cada quien arroja algún nombre y alguna pieza que se aprendieron de los programas de mano. Luego de un rato, Abud y su esposa abordan su vehículo. La señal para que todos comiencen a hacer lo mismo. Griselda, mientras tanto, emprende una caminata por el pueblo. Un pueblo que a sus ojos luce desamparado. En una de las veredas, provenientes del bosque, puede escuchar las notas de una guitarra y un violín. Es un preludio de Bach. Se detiene un instante, tratando de identificar la procedencia. No se atreve a adentrarse. Vuelve al atrio, donde la espera el mismo chofer que contrató en su primera visita. Las nubes lo han oscurecido todo en cuestión de minutos. La tormenta es inminente. *** Unos días después, los medios locales anuncian la desaparición del organista francés Pierre Hantaï.

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JOSÉ LUIS LUNA. Nació en Monclova, Coahuila en 1979 y radica en Monterrey, Nuevo León desde el año 2003. Se inició como actor y director de teatro. Como dramaturgo ha desarrollado y adaptado diversos textos. Escribió y dirigió el videohome de largometraje José Tercero y ha dirigido un par de cortometrajes. Como guionista ha participado en talleres con Vicente Leñero y Paz Alicia Garciadiego. Su trabajo guionístico ha sido publicado por la Universidad Autónoma de Coahuila. En 2009 fue premiado en el Concurso de Guiones de Largometraje de CONARTE en Nuevo León, y recibió una mención honorífica en 2013. Participó como finalista en el Primer Taller Maratón de Guiones Cinematográficos El Garfio A. C. en los Estudios Churubusco en 2005 y ha sido Selección Oficial en competencias internacionales de guión de largometraje, como en el Concurso de Guiones Inéditos del Festival de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, Cuba en 2011 y 2014; y en el Festival Internacional de Cine de Oaxaca en 2013 y 2014.


ACTO DE DOLIENTES JOSÉ LUIS LUNA

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esde el primer día que llegamos a la casa vieja de los abedules supe que algo no andaba bien. Después de todo, nosotros nunca corremos con tan buena suerte. No sabría decir qué fue lo primero que no me gustó. Tal vez eran las amplias paredes descarapeladas, los anticuados tapices raídos, las puertas que rechinaban al abrirse y cerrarse, las corrientes de aire que entraban por las ventanas y recorrían las habitaciones. O tal vez fue la sombra que vi pasar por el pasillo cruzando la puerta del cuarto que iba a ser mío. Desde luego que no dije nada, nunca decía nada, y aunque lo hubiera hecho, nadie iba a ponerme mucha atención. A nadie le quedaban muchas ganas de otra mudanza cuando todavía ni terminábamos de descargar nuestros tiliches. Esta familia ya llevaba dos años peregrinando por toda la ciudad, de un horrendo lugar a otro peor, hasta que por fin los números y los ahorros se dieron y se pudo comprar esa vieja casa que vio sus mejores días en los 70 y que el banco le había confiscado a otra familia venida a menos antes de rematarla para la nuestra. Después de todo, aquella sombra tal vez sólo fue producto del polvo que se levantaba a nuestro paso por toda la casa o de la dieta de comida rápida a la que nos tenía sometidos nuestra ocupada madre. —Amaranta —me dijo mi madre—, quiero que recorras toda la casa y retires esos feos adornos de las paredes —y se fue con su esposo, El Flaco, a seguir arrastrando muebles, probando el mejor acomodo. Aunque ella era muy de la onda feng shui y todas esas tendencias New Age, aquellos objetos raros de madera negra no encajaban con el estilo retro vintage que tenía visualizado para nuestra primera casa y ordenó que los echara a la calle, donde ya se estaba apilando la basura. Uno a uno los fui recolectando por toda la casa, una especie de triángulo cerca de la entrada, uno afuera de la cocina, uno circular con una


especie de rayo en el interior al pie de la escalera y arriba en el pasillo, en la habitación más grande que iba a ser de mi madre y su esposo El Flaco, y el último en el cuarto que sería de Brian, mi hermanastro autista de 5 años, aunque seguramente, como siempre, terminaría durmiendo todas las noches apretujado conmigo en la cama. Con todos esos adornos entre los brazos, salí a la calle y los lancé junto a la basura en la banqueta. Al caer, extrañamente, se rompieron en silencio, como si fueran de vidrio muy viejo. Se hicieron añicos, desintegrándose igual que trozos de carbón y ceniza. Unos segundos antes eran de una materia sólida y tangible y ahora no eran nada, sólo una mancha negra sobre el suelo. Observé un largo rato aquella mancha, tratando de comprender qué había pasado, pero no encontraba explicación lógica alguna. No podía decir nada, simplemente no podía. Volví adentro tratando de fingir que no ocurrió nada, lo cual desde hace algún tiempo me empezaba a salir muy bien. Los días pasaron rápido, y al cabo de dos semanas ya se podía decir que la casa estaba en condiciones habitables, sin contar con las muchas cajas que permanecían sin abrirse, entre las que a Brian le gustaba esconderse por las tardes. Pronto, tanto mi madre como su esposo notaron cosas raras: objetos que cambiaban de lugar, ruidos que los desconcertaban, pero luego de mirarse con los ojos asustados, terminaban riéndose y lo justificaban todo con que no estaban acostumbrados a una casa tan amplia y llena de recovecos. Eso era verdad, al menos en parte. Yo veía de reojo y nada más de vez en cuando una sombra cruzando de izquierda a derecha la puerta de mi cuarto. Por eso, aunque hiciera mucho calor, la puerta permanecía siempre cerrada. *** Antes de cumplirse el mes de la mudanza, a mi madre y su esposo les cambiaron el turno y ambos tenían que trabajar de noche. Para hacer las cosas más amables, a escondidas, todas las noches se quedaba con nosotros Eliza, mi única amiga de la prepa. Eliza, que tenía un poco de darketa y un mucho lesbiana, estaba emocionada por pasar las noches en la tétrica casa, aunque le prohibí cualquier provocación esotérica. Nos cenábamos los tres unas Maruchan con mucho limón y salsa y luego nos echábamos en el piso de la sala a peinarnos o a rayonear nuestros cuadernos entre risas hasta entrada la madrugada. Fue una de esas noches cuando hicimos contacto por primera vez con Juliancito. O al menos ese fue el nombre que quisimos darle. Ya llevaba un par de noches imaginándome que a un pequeño ser

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le gustaba sentarse a observarnos en el peldaño más alto de la escalera. No sé por qué, pero hacia allá se centraba mi atención y algo me decía que ahí había un niño observando y sonriendo. Una noche ya no pude seguir disimulando mi nerviosismo y Eliza me hizo confesarlo. Eliza se puso de pie, emocionada, y empezó a preguntar a gritos: “¿Hay alguien ahí?”. —Debes invitarlo tú —me dijo—. Tú eres quien lo percibe, tú debes invitarlo. Me obligó a ponerme de pie. Me paré en medio de la habitación y, mirando hacia el final de las escaleras le pregunté: “¿Quieres jugar con nosotros?”. Después de unos segundos de silencio, una canica empezó a caer por las escaleras, pero no cayó como normalmente lo hacen las canicas. Iba descendiendo lentamente, escalón por escalón, sonando contra el piso frío, como si frenara cada caída y luego volviendo a rodar. Cuando llegó al piso, se detuvo por completo. El silencio de toda la casa parecía frío y pesado. Luego la canica avanzó rápidamente por toda la sala hasta llegar a mis pies. Esa noche no dormimos. Primero corrimos a la calle, hasta el parque, y luego nos dimos cuenta de que teníamos que volver. Nos recostamos los tres en mi cama, abrazados y con miedo. Eliza aprovechó el momento para repegarse un poquito más y tocarme los hombros. Yo no tenía ganas ni de protestar. En las siguientes noches, el asunto mejoró. Primero a Juliancito le dio por empujar y hacer rodar los juguetes que Brian solía tener en la mesa durante la cena. Al principio nos asustaba, pero Brian, que no comprendía del todo la situación, tomaba los juguetes y los reacomodaba de nuevo, luego Juliancito los empujaba de un extremo a otro de la mesa y aquello se volvió un juego divertido que nos hacía a todos reír nerviosamente. Después, arriba, Eliza lanzaba una pelota hacia la oscuridad del cuarto de mi madre y su esposo y Juliancito la devolvía. De repente no la devolvía más y nerviosos teníamos que entrar a buscarla. A veces pasaban días enteros sin que hiciera acto de presencia. Todo aquello parecía un juego inocente e inofensivo, pero a mí me daba un dejo de tristeza y sólo observaba; no me gustaba tomar partido, ni que retaran tanto a ese pobre espíritu. De pronto parecía tomar más fuerza, su figura se volvió cada vez más nítida, más oscura. A veces, a media noche, Juliancito se acercaba a Brian y le lanzaba juguetes. Yo sólo le decía “Ahora no, Juliancito, es hora de dormir” y ya nos dejaba en paz. Una madrugada me despertó un ruidito extraño. Juliancito estaba

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moviendo mi colección de gatos de porcelana y yeso. Iba a regañarlo, pero entonces la sombra cruzó una vez más mi puerta de izquierda a derecha. En ese momento, Juliancito, que también pudo verla, se alejó corriendo a través de las paredes. Varias noches después, cuando Juliancito ya era un habitante más para todos, excepto para los adultos, ante quienes nunca se presentaba, Eliza me propuso que intentáramos contactar al espíritu para hacerle algunas preguntas. Esperamos a que Brian se durmiera y nos colocamos sobre el piso, una frente a la otra, sacamos lápices y colores de madera y formamos cada una una U, apretando las puntas con las manos para unirlas. Luego unimos las dos U’s y empezamos a intentar invocarlo. —Juliancito, ¿podemos conectarnos? —preguntó Eliza varias veces. En el último intento, varios minutos después, cuando ya estábamos por rendirnos, los lápices se movieron hacia afuera. —Eso significa sí; si se mueven hacia afuera es sí. Hacia adentro es no —dijo Eliza y empezó a inundarlo de preguntas. —¿Tienes 8 años? No. —¿Tienes 6? Sí. —¿Te gusta vivir en esta casa? Primero iba a contestar que no, luego los lápices se detuvieron y se movieron hacia afuera contestando sí. —¿Moriste hace mucho? Sí. —¿Moriste enfermo? No. —¿En un accidente? No. —¿Extrañas estar vivo? No.

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—¿Te gusta ser nuestro amigo? Sí. —¿Te gusta el nombre que te dimos? Sí. —¿Por qué elegiste esta casa? Los lápices no se movieron. —¿Viviste aquí? De nuevo no se movieron. —Ahora pregunta tú —me dijo Eliza. Yo no sabía que preguntar, o tal vez me daba miedo; todo acerca de Juliancito me hacía sentir mucha desdicha. —¿Cómo es estar muerto? —pregunté por fin—. ¿Extrañas a alguien? ¿Tenías familia? Luego de unos segundos, contesto que sí. —¿Extrañas a tú padre? Los lápices, lentos, contestaron que sí. —¿Extrañas a tú madre? No. —¿Por qué no? ¿La querías? —Sí. —¿Sientes tristeza? No. — ¿Sientes miedo? Los lápices contestaron repetidamente sí. —¿A quién? ¿A quién le tienes miedo? Y entonces las U’s se deshicieron y los lápices rodaron por el suelo. —¿Eso qué significa? —le pregunté a Eliza. —Que no hay respuesta, o que eso no debe ser preguntado —me dijo.

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Me eché a llorar con mucha tristeza. Sentía una pena muy grande por aquel niño. Eliza, asustada, me abrazaba, tratando de consolarme, luego me besó suavemente en los labios. Yo la lancé al suelo y corrí por las escaleras a mi cuarto, cerrando la puerta y escondiéndome bajo mis almohadas. Entonces escuché, por primera vez, su voz infantil susurrando sobre mi nuca. —No llores, ellos escuchan. Ellos escuchan. *** Luego de no hablarnos por varios días, Eliza se me acercó seria en el patío de la prepa. —Si tú quieres podemos hacer que se vaya, que cruce al más allá y se reúna con los suyos. Estuve investigando cómo lograrlo, y si tú quieres, podemos intentarlo. Déjame ir a tu casa esta noche y lo intentamos. Prometo portarme bien contigo. Yo no tuve mucho que pensar. Allá en mi casa mi madre empezaba a sospechar algo por mi cara larga, y por nada del mundo quería que se enterara. Tendría que explicarle muchas cosas, y en ese momento no tenía estomago para nada de eso. Además, Juliancito estaría mejor así. Le dije a Eliza que sí. Esa noche Eliza llegó cargando una mochila con varios artículos y procedimos a apagar todas las luces. Abajo, en el suelo, colocamos un plato grande de color blanco. Eliza dibujó varios círculos con diferentes especies olorosas, luego me pidió que colocara un vaso de leche con unas gotas miel. Nos vestimos de blanco las dos y encendimos una vela, Eliza empezó a repetir unas palabras que tenía escritas en un papelito. Nos tomábamos de las manos, nos mirábamos a los ojos y repetía la oración: “Te encomendamos a la misericordia Divina, bendigo tu luz y pido a los Santos Espíritus que te conduzcan…”. —No está funcionando —me dijo después de varios intentos—. Tal vez debes intentarlo tú. Tomé el papelito y traté de memorizarme las líneas. Después agarré las manos de Eliza, cerré mis ojos y me concentré un poco. Pensé en la soledad que Juliancito estaría viviendo; pensé en la vida que llevaba en la casa, atrapado para siempre; pensé que ayudarlo a seguir con su camino era lo mejor que podíamos hacer. Abrí los ojos, miré directamente a Eliza, con una fuerza que no sé de dónde me salía, y antes de que me diera cuenta, estaba repitiendo la oración con tanta seguridad y clari-

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dad como si me la hubiera sabido desde siempre. “Que la paz de Dios envuelva tu alma y que su amor te llene de felicidad. No mires atrás pues todo está cumplido, nada te ata a este lugar”. Juliancito se acercó a nosotras y, nervioso, nos observaba cada vez desde más cerca. Eliza me apretó las manos asustada y juntas repetimos con mucha fuerza las últimas palabras. “La luz es ahora tu hogar, la luz es ahora tu hogar, la luz es ahora tu hogar”. Una luz se encendió en nuestro patio, intensa, blanca y centelleante; luego se elevó con rapidez, llevándose consigo toda la tristeza y la soledad que Juliancito me hacía sentir. Se lo habían llevado. Juliancito ya no estaba en nuestra casa. En silencio tiramos y escondimos todo y subimos a nuestro cuarto. La casa se sentía muy ligera, el aire corría libre y fresco por las escaleras y el pasillo. Yo me sentía mejor que nunca, mejor que hace mucho tiempo. Había algo nuevo en mí, algo que no había sentido nunca. Esa noche yo abracé a Eliza, me acerqué hacia ella y le di un beso en la mejilla. Pero a Eliza no le importó, estaba todavía muy asustada. —¿Quién eres tú? —me dijo—. No termino de conocerte. Pero en vez de contestarle, le di un beso en los labios, y eso, por primera vez, se sentía bien. *** Entrada la madrugada, un ruido seco me despertó. La puerta de mi cuarto se abrió y se cerró con fuerza en varias ocasiones, y de la nada una mujer de cabello largo, llorando muy enojada, se acercó tanto a mí que creí iba a atravesarme. —¡¿Dónde está él?! ¡¿Dónde está mi hijo?! La puerta se azotó una vez más y no encontré a la mujer en ningún lado. Abajo, en la cocina, los trastes caían al suelo estrepitosamente. Llamé a Eliza y salimos al pasillo. Abajo, en algún lado, algo arañaba un vidrio y una puerta se abría lentamente, rechinando. Luego unos pasos subieron lentos la escalera, peldaño a peldaño. Eliza y yo estábamos muy juntas, inmóviles, tomadas de la mano. Llorábamos en espera a que algo apareciera subiendo las escaleras. En vez de eso, la puerta del cuarto de Brian empezó a vibrar, como si alguien la golpeara desde dentro. Entonces vino lo peor. Pude sentir que había alguien detrás de nosotros. Giré un poco, forzando mucho mi cuerpo y tratando de ven-

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cer el miedo que me hacía temblar por completo. Sólo pude ver a Eliza que asustada me devolvía la mirada. Los cabellos de su nuca empezaron a erizarse, uno a uno se iban levantado, como desafiando la gravedad, hasta juntarse en un mechón grande y negro que alguien jaló hacia atrás, haciendo que su cabeza y luego su cuerpo se moviera bruscamente dos pasos hacia el fondo del pasillo. Eliza gritó mi nombre y se llevó las manos a la cabeza. Volvieron a jalarla de nuevo, esta vez con tanta fuerza que fue a dar al suelo y su cuerpo se arrastró pataleando hasta el fondo del pasillo e ingresó al baño, donde la puerta se cerró con mucha fuerza. Alguien pasó corriendo junto a mí y su impulso me empujó hacía un lado, sacándome de mi estupor. La sombra cruzó la puerta del baño y adentro la luz se encendió. Sólo se escuchaba a Eliza gritando y pataleando. Yo corrí hacia el baño y traté de abrir la puerta, pero la chapa ni siquiera se movía. Me eché al suelo para tratar de ver por la rendija de la puerta. Eliza, con sus ropas blancas, yacía en el piso con los brazos abiertos, pataleando desesperada mientras gritaba. De pronto algo le tomó y apretó los tobillos, le estiró las piernas, separándoselas, y con fuerza se las sostuvo contra el piso. Pensé en la otra puerta; siempre estaba abierta. Me puse de pie y corrí cruzando la recámara de mi madre y el cuarto de las cajas sin abrir para llegar a la otra puerta del baño. Cuando estaba cerca pude ver la figura de la mujer. Estaba de pie, observándome con furia. La puerta se azotó, y en el cristal alcance a distinguir la sombra de la mujer girando y alejándose de la puerta. Miré a mi alrededor. Encontré una silla vieja, la tomé y la lancé contra el cristal de la puerta con mucha fuerza. Adentro, los gritos de Eliza cesaron. Abrí la puerta y entré despacio, en silencio, esquivando los cristales en el piso. Encontré a Eliza sollozando, hecha un ovillo. Por alguna razón, todas las llaves de agua estaban abiertas y la presión había salpicado todo el cuarto. Abracé a Eliza cuidando no asustarla. Tenía moretones en los tobillos y las muñecas. Desecha, se abrazó a mí, sollozando muy quedo. —Querían abusar de mí, Amaranta —me dijo. *** No sabíamos muy bien la dirección exacta de la mujer, pero preguntamos por ella a un par de personas y de inmediato nos dijeron. Llegamos a la casa que nos indicaron; la puerta estaba abierta. Entramos con

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recelo. En la sala habían colocado varios sillones y sillas alrededor y casi todos estaban ocupados. En silencio, sin decir nada, encontramos lugar y nos quedamos muy quietas. Nadie nos prestó atención, todos parecían absortos en sus cosas; algunas mujeres rezaban. Cada quien traerá sus problemas, pensé. Después de un largo, muy largo rato, una puerta se abrió y aparecieron dos mujeres. Doña Amelia era de corta estatura y regordeta, su cabello corto y entrecano. La otra mujer se desvivía en agradecimientos que Doña Amelia escuchaba con paciencia. De pronto Doña Amelia se detuvo, hizo callar a la mujer con una seña y giró su cabeza lentamente, repasando a todos los presentes, hasta encontrarnos a nosotras dos. —Hoy no voy a poder atender a nadie más. Discúlpenme, por favor. Vuelvan mañana. Todos se pusieron de pie sin objetar nada y se fueron rápidamente. Eliza quiso seguirlos, pero yo la detuve y permanecimos sentadas. Cuando nos quedamos solas, nos hizo pasar. La otra habitación una cocina normal pero con olores a hierbas. Nos sentamos a la mesa; no dejaba de observarnos. Como no decía nada, me armé de valor para hablar primero. —Había un niño en mi casa. Se llamaba Juliancito. —No se llamaba Juliancito —dijo la vieja—, aunque estuviste cerca. Su nombre empieza con J. Se llamaba Javier, creo. —Quisimos ayudarlo. Para que no pasara más penas. —Y lo lograron. O más bien lo lograste tú. Pero en el camino han despertado algo. Algo más fuerte. Había varias marcas en tu casa, y las has destruido casi todas. —Yo no destruí nada. Sólo las tiré y solas… —Tus manos las desactivaron. Todavía no lo entiendes, pero tú tienes el don. El don de luchar contra la oscuridad. Aunque primero tienes que aceptar que lo tienes, luego aprender a usarlo. Pero todo a su tiempo. —Pero esas marcas —le dije yo, recordando el día de la mudanza—, las tomé todas y las tiré afuera. —No todas. Quedó una, pero esa está más oculta que las otras. No será tan fácil encontrarla. —¿Entonces hay otro fantasma en mi casa? —¿Otro? No, otros. Aunque desde aquí no alcanzo a ver cuántos. Algo los ata a ese lugar. Están atrapados y alterados. Están muy molestos con ustedes. Su odio por todos los que viven en esa casa es tan fuerte como el rumor de cien abejas. Y están dispuestos a picar hasta conseguir lo que quieren.

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—¿Y qué es lo quieren? —Algo imposible. Quieren al niño de vuelta. Me quedé callada un largo rato. Triste, confundida y muy asustada. —Yo puedo ayudarte, muchacha. Aunque en esto va a ser necesaria mucha más ayuda. Pero primero tienes que hablar con tu madre. Tienes que contarle todo y tienes que ser muy convincente porque no va a querer creerte. Y tienes que apurarte, no tenemos mucho tiempo. Alguien puede salir lastimado. Doña Amelia me regaló tres monedas plateadas con inscripciones en latín y la imagen de un monje. Volvimos a mi casa en silencio. —Tú sabes que yo te quiero, Amaranta —me dijo Eliza—, que haría por ti cualquier cosa, pero a tu casa no vuelvo a entrar. Y se quedó afuera, sentada pacientemente en la banqueta, porque yo le pedí que al menos desde ahí me acompañara y apoyara en caso de necesitar su ayuda después de hablar con mi madre. Ella, exasperada, pues tenía mucha ropa que lavar y doblar, se sentó impaciente en uno de los sillones frente a mí y me observó con esos ojos inquisidores con los que siempre juzgaba cualquiera de mis tonterías. Yo me quedé muy seria y me armé de valor, pensando por dónde debía empezar y qué palabras serían las más adecuadas. —Esto tiene que ver con tu amiga Eliza, ¿verdad? —me dijo ella—. ¿Si es tú amiga o qué? ¿Ya vamos a hablar de eso? Yo me quedé en silencio. No quise perder ni tiempo ni energía en eso. En vez de hacerlo, le conté todo lo mejor que pude, con todo y mis lagrimas y mis exhalaciones atropelladas. Antes de poder terminar y mostrarle las tres monedas, ella se puso de pie, subió a mi cuarto apresurada, abriendo los cajones, buscando en el closet y en cualquier lugar que se le ocurriera. —Esa amiga tuya nada más te ayuda a acarrear más problemas. De seguro te metió drogas y todas esas ideas. Luego tomó uno de mis gatos, uno de mis favoritos. Traté de quitárselo, pidiéndole que se tranquilizara y me escuchara. En el forcejeo caí, tirando la repisa, y todos mis gatos se rompieron en cientos de pedazos. Mi madre se dio cuenta que no había drogas escondidas ahí. Se fue y yo me quedé horas tirada en el suelo, llorando por todos mis gatos y por mí misma. La sombra volvió a cruzar la puerta, pero está vez se detuvo y desde el pasillo. Me observaba. A mí eso por el momento no me importó. ***

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Durante la noche, El Flaco se quedó con nosotros, y mientras cenábamos cereal con leche fría, se me quedó mirando por largo rato y me dijo, compasivo: —No dejes que nadie te diga que no eres parte de esta familia. Tú estás bajo mi techo y tus problemas son de todos. Me preguntó algunas cosas. Yo trataba de contestarle, y aunque el pobre se esforzaba por seguirme y creerme, se notaba su incredulidad. De pronto, en la mesa, el bote de leche empezó a vibrar. Todos nos dimos cuenta y nos quedamos callados. El Flaco, sin entender, fruncía el seño. Entonces, ante la mirada de todos, el bote de leche se elevó en el aire unos centímetros, lentamente, como si pesara una tonelada. El Flaco, valiente, lo tomó con una de sus manos y lo obligó a bajar a la mesa. El bote volvió a elevarse y El Flaco, enojado, lo tomó con ambas manos y con un gran esfuerzo lo colocó en la mesa, donde lo obligó a quedarse. Pero de pronto el bote explotó y la leche se esparció por toda la mesa. El Flaco se puso de pie con la cara roja y algo lo empujó hacia la pared. Tardé varios segundos en darme cuenta de que alguien le estaba apretando con fuerza el cuello; su tez empezaba a ponerse morada. Yo gritaba sin saber qué hacer. Luego recordé las monedas. Tomé una de mi bolsillo y corrí a ponérsela sobre la frente. Instantáneamente, El Flaco fue liberado y cayó vencido al suelo. Cuando recuperó el aliento, me dijo: —Está bien, Amaranta, ya te creo. Después revisamos la moneda, pero todas las inscripciones se habían borrado. Ahora me quedaban dos. Más tarde sucedió algo todavía peor. Estaba dormida sobre mi cama con la puerta abierta, como lo había pedido El Flaco, para estar al pendiente. Dormía boca abajo con la tranquilidad de que alguien creía en mí y me había prometido su apoyo. Luego sentí un peso seco presionar mi espalda contra la cama y una mano aprisionar mi hombro. Desperté cuando ya me costaba trabajo respirar. Escuché un gruñido bajo y continuo sobre mi oreja. —Yo sé que estás molesta conmigo porque te he quitado a tu hijo —le dije—. Si pudiera hacer algo por devolvértelo, lo haría. ¿Crees en mí? ¿Crees en mí? Con mucho esfuerzo, moví mi cara, tratando de mirarla, tratando de que viera mis ojos sinceros. Vi su mano sobre mi hombro. No era la mujer, ni la sombra de la puerta, ni mucho menos Juliancito. Era la garra de una bestia negra, con piel de escamas podridas y largas uñas afiladas. Quedé paralizada. No podía moverme ni gritar y el peso de ese ser se ceñía duro sobre mí, ahogándome en la oscuridad, soltando gruñidos

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cada vez más graves y potentes. Miré mi buró: ahí reposaban las dos monedas. Me estiré tanto como pude, con todas mis fuerzas, pero mi mano y mi brazo parecían no ser suficientes. Finalmente, cuando ya me sentía envuelta entre tinieblas, mi palma logró tocar una de las monedas y la bestia se esfumó gruñendo adolorida. Esta vez la moneda se derritió como si fuera de mercurio en muchas gotas diminutas. *** A mi madre no logramos convencerla de que necesitábamos ayuda. No hasta que la atacaron donde más le dolía. Una tarde, Brian jugaba escondido entre las cajas cuando empezó a escuchar una pelota rodando. Mi madre y yo nos acercamos a ver mientras Brian tomaba la pelota y la lanzaba adentro del cuarto de ella; la pelota volvía unos segundos después. Le pedí a Brian que me diera la mano y saliéramos todos de la casa, pero no me hizo caso y la lanzó una vez más. Esta vez, la pelota no volvió. Brian se acercó lentamente a la puerta del cuarto, tratando de divisar la pelota en el interior. De súbito, ante nuestros ojos, Brian desapareció. Fue como si la oscuridad del cuarto lo hubiera succionado de un solo golpe. La puerta se cerró, y adentro Brian lloraba y gritaba desesperado. Mi madre trató de liberarlo, sin mayor suerte. Yo, por unos segundos que parecieron eternos, corrí a mi cuarto a buscar la última moneda, y justo cuando iba a tomarla, la moneda se deslizó por la repisa. Tuve que intentar varias veces para poder atraparla mientras que en el otro cuarto los gritos de Brian eran cada vez más angustiosos. Volví al pasillo, donde mi madre había logrado abrir la puerta, pero de inmediato cayó de espaldas contra suelo, aterrada. Tuve que dar dos pasos más para poder ver lo que había adentro. Era la figura de un hombre vistiendo una larga túnica blanca con un gorro blanco que terminaba en pico y le cubría toda la cara. Sólo dos agujeros nos permitían ver sus potentes ojos negros. Llevaba en una de sus manos una larga daga puntiaguda de cuatro hojas. La figura movió una de sus manos pidiendo silencio y luego giró para perderse en la oscuridad del cuarto. No sé de donde salió mi valor, no puedo explicarlo, pero no quería a Brian herido de ningún modo y corrí a salvarlo con mi moneda extendida adelante como una bandera. En la oscuridad de la habitación, choqué contra algo duro y caí. La moneda rodó por el suelo por un largo rato hasta perderse en algún rincón. Mi cabeza confundida daba vueltas entre neblinas. De pronto pude ver como en un sueño lejano las figuras de cinco hombres vestidos de

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negro y a la figura de blanco, todos formando un cirulo. Cuando aclaré mi cabeza, vi a mi madre tratando de detener a Brian, quien, angustiado, se arañaba la piel de sí mismo. Esa misma noche hicimos la llamada. *** Al día siguiente tocaron la puerta. Eran tres personas sonrientes. Una elegante güera oxigenada, su marido encopetado con un librito bajo el brazo y un hombre de barba con varias cámaras colgadas al cuello. Pregunté por Doña Amelia, pero me dijeron que ella no sale nunca de su casa. Los tres pidieron amablemente ver la casa y mi madre, encantada, les dio el tour. Parecía una vendedora enseñándole una gran mansión a unos posibles compradores millonarios. La güera no dejaba de alabar los grandes espacios y la sencilla pero encantadora decoración. El hombre de barba ocasionalmente levantaba su cámara y tomaba alguna foto. Al terminar el rondín nos sentamos todos en la sala y mi madre, muy ceremoniosa, sirvió té. Hablaron del clima y de lo tranquilo del vecindario. Nadie se atrevió a romper con aquella armonía. La güera carraspeó un poco y dijo que necesitaba una mentita. Abrió su bolso caro y elegante y, de la nada, empezó a mover la cabeza y los brazos sin control, como si sufriera un ataque. Su marido, sin despeinarse, la sujetaba, tratando de contenerla mientras el hombre de barba hacía rayitas en una libreta de periodista. La mujer parecía cambiar de personalidad de vez en vez, y de pronto suspiró fuertemente. Volvió a la normalidad, se llevó a la boca una mentita y se acomodó el peinado. Los hombres empezaron a sacar cuentas. —Cinco. Cinco o seis —decían. —Yo conté seis —repetían. —Son seis —dijo ella—. Cinco vestidos de negro, uno vestido de blanco. Pero también hay algo más. Algo mucho peor. La mujer empezó a hacerme preguntas muy concretas. A veces ni siquiera había terminado de responder cuando ya me atacaba con una nueva. Su marido empezó a consultar su librito y el hombre de barba revisaba sus cámaras y hacia consultas en Internet en su computadora. —Tengo confirmación visual de cinco. Cuatro son muy débiles, sólo uno es peligroso. Y tengo una mancha. Una mancha de las que no nos gustan. Los tres hablaban entre ellos, sugiriéndose diferentes cuestiones. El marido de la Güera se acercó a mí para enseñarme un dibujo que hizo en una libreta. Era la figura de blanco con el sombrero de pico. Yo le


contesté que sí, eso era lo que habíamos visto. —¿El Ku Klux Kan? —se preguntaron entre ellos. —No —dijo la güera—, es otra cosa. Algo los une, algo los mantiene unidos. Un pacto, un pacto firmado con sangre. Tiene que ser otra cosa —y entonces volvieron a sus consultas y anotaciones. Ella extendió las cartas de tarot sobre la mesa del comedor. —Una cofradía —dijo por fin el de barba—. Es la vestimenta de una cofradía. —Realizaron un ritual de sello —dijo el marido—. Se necesitan seis. Cinco dolientes y un justiciero. Cada uno de los participantes se compromete con que al morir vendrán a custodiar el sello eternamente, cada alma tiene una labor específica, un punto que aguardar, y sólo atacan cuando el sello se ve amenazado. Amaranta, tú rompiste el sello, los has despertado y enfurecido. Sólo faltaba saber un par de cosas. ¿Qué fue lo que sellaron? ¿Y cuál era el papel de Juliancito? Les dije que había algo más de lo que aún no habían hablado. Les mostré mi hombro amoratado, con las marcas donde las uñas se clavaron; los tres se quedaron muy serios. —Tenemos que llamar al padre Francisco —dijeron finalmente. Después de un consenso y de discutir varias ideas, acordaron que lo mejor era repetir el ritual del sello. Como una reconstrucción de hechos, para tratar de descubrir el sitio exacto del sello y reforzarlo, esperando que con eso volvieran a la calma todos los espectros. Decidieron que el asunto era urgente y que debían intentarlo esa misma noche, por lo que iban a quedarse esperando la madrugada, la hora más apropiada. *** Cada uno de los seis adultos tomaría el lugar de uno de los dolientes: mi madre, El Flaco, la güera, su marido, el hombre de barba y el padre Francisco, que llegó más tarde, aclarando que estaba ahí extraoficialmente. Mi madre rascó la despensa y se esforzó ofrecerles al menos una buena cena mientras todo empezaba. Yo me escabullí como pude y caminé hasta el parque donde encontré a Eliza desganada en uno de los columpios. Le conté un poco de todo lo que estaba por ocurrir y ella se disculpó conmigo; se sentía culpable de todo, pero yo la abracé y le dije esto no era culpa de nadie. Me dijo que había ido a visitar a Doña Amelia, quien le había regalado un amuleto que tal vez iba a ser necesario. Era un atado de carrizos con listones rojos y celestes. Eliza iba a quedarse cerca por si podía ayudarme en algo.

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Después de un abrazo largo y sincero, volví a mi casa. Los encontré a todos muy contentos sobre la mesa terminando su cena. Habían improvisado ropas negras, excepto el marido de la güera, que iba de blanco. Pude reconocer en ellos ropas de mi madre y El Flaco. Mientras Brian dormía plácido sobre uno de los sillones, el padre Francisco los hacía reír a todos con chistes muy subidos de tono. De pronto un lamento proveniente del piso de arriba bajó lento por las escaleras y llegó hasta nosotros para provocarnos escalofríos en la espalda. Se pusieron todos de pie, listos para entrar en acción, pero la güera los detuvo en seco. Dijo que era una provocación y que la dejáramos subir sola. Subió apenas tres escalones mientras todos la observábamos expectantes cuando de pronto se detuvo y su cuerpo se sacudió levemente. Se volvió para mirarnos a todos, pero sus ojos ya no eran los de ella. Estaba en trance, bajo el influjo de una fuerza obscura. Entonces terminó de subir las escaleras. Todos los adultos corrieron hacia un rincón en el que el hombre de barba tenía un par de computadoras conectadas a las cámaras que había distribuido en el piso superior. Al poco tiempo apareció la güera recorriendo las habitaciones, caminando lenta y jovial como un niño que pasea por un parque, haciendo algunas preguntas que no alcanzábamos a comprender del todo. En el techo, sobre nosotros, empezamos a escuchar muebles que se arrastraban sobre el piso de arriba. —Espera —decía la güera—. Déjame ir contigo, espera. Era como si hablara con Juliancito. La güera se metió al cuarto de las cajas sin abrir. De pronto, frente a una de las cámaras, apareció uno de los dolientes. Miraba muy atento el lente, como queriendo atravesar con los ojos el artilugio y llegar hasta nosotros. Su presencia ante la cámara nos impedía ver lo que sucedía detrás de él. Luego, en el resto de las tres cámaras sucedió lo mismo. El marido de la güera se acercó a las escaleras y quiso subir, pero el padre Francisco lo detuvo y le ordenó esperar. Arriba se escuchaba cómo la voz de la güera comenzaba a subir de tono. —Esperen. No, ¿qué hacen? ¡Alto! ¡Deténganse! ¡No! Se fue la luz en toda la casa. La güera no paraba de gritar, todo fue un caos; unos queriendo subir a ayudarla, otros queriendo restablecer la energía eléctrica. Cuando todo volvió a la calma, subí lenta las escaleras y busqué a la mujer por las habitaciones. Su marido trataba de tranquilizarla, pero ella no podía dejar de llorar. Entonces lo entendí y me llené de rabia y miedo a la vez. —¿Ellos lo mataron, verdad? —le pregunté—. ¿Los dolientes mataron a Juliancito?

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Ella rompió en llanto y asintió. —Quieren más sangre —dijo—. Piden sangre para reinstaurar el sello y detener lo que hay detrás. —¿Qué hay detrás? —preguntó alguien. —Es un demonio. Una bestia del infierno. Si se libera, habrá todavía más sangre y dolor. —¿Y dónde está el sello? —preguntó el padre Francisco. —No logré averiguarlo todavía —dijo la Güera, y para ese entonces ya se le había corrido todo el rímel. *** Cuando pasó el sobresalto, todos se convencieron de seguir adelante con el plan. La güera dijo que iba a hacer sangrar la palma de su mano para tratar de cerrar el sello. Todos los hombres, caballerosos, ofrecieron donar parte de su sangre, pero ella insistió en que así era más adecuado. Era la una de la mañana. Cada uno de los adultos tomó el lugar favorito de uno de los dolientes de acuerdo con las visiones de la güera y las fotografías del hombre de barba, más o menos cerca de donde se encontraban aquellas figuras negras de madera que encontramos el día que nos mudamos a aquella desdichada casa. A mi madre le tocó en la cocina, que dijeron era el punto menos peligroso; el hombre de barba quedó en una ventana del comedor, El Flaco al pie de las escaleras, el padre Francisco iba a ir y venir por el pasillo, la güera en el cuarto de Brian, cerca de la puerta, y su marido en el cuarto de mi madre. Apagaron casi todas las luces, dejando apenas unas cuantas lámparas. Mientras, yo iba a estar sentada en el piso de la sala. Me pidieron que lanzara una pelota y estuviera al pendiente de Brian, pues había que tener especial cuidado con los más vulnerables. El silencio era tan fuerte que podía oír a los perros del vecindario hacer sus rondines expectantes. Ni siquiera pude darme cuenta de cuando empezó todo. Lo primero que noté fue que el hombre de barba dejó de mascar chicle y empezó a hacer un ruidito extraño con su boca, como si le costara un poco de trabajo respirar. Me acerqué lentamente a él, pensando que tal vez necesitaba ayuda, pero cuando me acerqué lo suficiente pude ver que se trataba de otra cosa y me detuve. Era como si algo le doliera, como si algo estuviera obligándolo a mover una de sus manos y a arañar con sus uñas el cristal. —¿Todo bien? —le pregunté, pero él me ignoró por completo. Oí ruido en la cocina. Mi mamá parecía que se había aburrido y em-

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pezaba a lavar los trastes de la cena. Me acerqué a verla. Secaba un plato imaginario, luego lo colocaba en el aire y tomaba uno nuevo. Arriba empezó a oírse la puerta. Era en el lugar de la güera; me decidí a subir. Al pasar por las escaleras pude ver a El Flaco de pie en el primer escalón. Estaba con los ojos cerrados y el ceño fruncido, con un pie levantado, como si esperara una orden para subir. Me hice a un lado y subí. Escuché un par de puertas abrirse y cerrarse y después unos golpes contra la pared del baño. El padre Francisco, con la vista perdida, recorría el pasillo mecánicamente. En el baño, el marido de la güera había tomado la silla vieja y metálica y golpeaba con ella uno de los rincones. Iba a decirle algo, pero estaba segura de que fuera lo que fuera no iba a escucharme y menos a obedecer. Algo venía hacia mí. Me moví rápidamente, y por menos de un segundo la güera estuvo a punto de atropellarme mientras se dirigía furiosa a la regadera. Empezó a jalar el tubo donde colgaba la cortina, pronto lo iba a arrancar. Abajo, mi madre había empezado a romper trastes de verdad y los rechinidos de los cristales empezaron a sonar más fuertes. Cuando bajé, pude ver que al hombre de la barba ya le sangraban los dedos. Los problemas empezaron cuando Brian despertó y al percibir la extraña escena empezó a sollozar. Fue entonces que atrajo la atención de El Flaco, quien dejó su puesto y se acercó amenazante a la sala. Mi madre dejó la cocina y también se acercó, caminando lento. Cuando traté de acercarme para poner a salvo a Brian, el hombre de barba se me acercó por la espalda y me sujetó del cuello. Cuando grité para alertar a quien fuera, me lanzó hacia atrás con una fuerza terrible y choqué contra una pared; fui a dar al suelo. Pude ver cómo los tres rodearon a Brian, quien, llorando, llamaba a sus padres inútilmente. El hombre de barba y El Flaco lo tomaron y juntos lo llevaron escaleras arriba. Mi madre me echó una mirada antes de seguirlos, pero lo que había dentro de ella estimó que yo era inofensiva. Me puse de pie. Me dolían mucho la espalda y una rodilla, pero no me detuve. Subí las escaleras peldaño por peldaño, gritando de dolor y tratando de despertar a mi madre. El padre Francisco hacía guardia en el pasillo y me observaba con unos ojos furiosos, pero eso no importaba, no me iba a detener; lo derribaría si fuese necesario para llegar hasta Brian. De pronto, en el baño sonó una campanilla y el padre simplemente giró y se alejó. Cuando estuve cerca, pude ver a Brian inconsciente en el piso, con sus extremidades extendidas y a todos los dolientes formando un circulo a su alrededor. La güera tenía el tubo de la regadera en sus manos y de su interior extrajo una daga puntiaguda

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y de cuatro hojas. La tomó con ambas manos y la levantó hacia el cielo ceremoniosamente mientras todos rezaban al unísono cánticos y letanías desconocidas. Pude ver el rincón donde el marido de la Güera había estado golpeando. Había logrado derribar un panel en el muro, del cual extrajo una caja blanca. Los dolientes se hincaron al compás de su canto y empezaron a golpear el suelo con fuerza, arañando con saña los mosaicos del piso, que comenzaron a ceder y romperse como si fueran de papel. Debajo de ellos y a su alrededor quedaron al descubierto varios dibujos negros que formaban círculos, líneas y puntos en los que cada uno se colocó ceremoniosamente. Finalmente habíamos encontrado el último sello. Las tuberías de todo el baño empezaron a vibrar con fuerza. El agua brotó de las llaves y las conexiones, el espejo empezó a temblar y algo se asomaba desde atrás, gruñendo dolorosamente. Los mosaicos de las paredes se quebraban, lanzando trozos por toda la habitación, golpeándonos a todos y dejándonos raspones. Pronto la pared estaba casi desnuda, develando algo muy parecido a una mazmorra. El marido de la güera extrajo de la caja un gorro blanco que terminaba en punta y se lo puso, cubriéndose la cara. Tomó la daga y se colocó en su lugar, cerrando el círculo. Los cantos subieron de tono, y yo intuía que la vida de Brian corría aún más peligro. Traté de acercarme y tomarlo, pero los dolientes cerraron filas con sus brazos y no podía cruzar. Grité, grité tanto como pude, todo lo que mis adoloridos pulmones y garganta me permitían. Le hablaba a mi madre para que despertara y pusiera a salvo a Brian. En el rostro de ella y el de todos los dolientes pude ver un rastro de su consciencia luchando por detenerse, pero una fuerza maligna y más poderosa gobernaba sus cuerpos. Abajo, el vidrio de una ventana se rompió y alguien subió corriendo las escaleras. El marido de la güera, el justiciero, se acercó a Brian y levantó la daga lo más alto que pudo. Eliza llegó a la puerta del baño, se espantó con aquella escena, tomó el amuleto entre sus manos y lo rompió en dos. Todo empezó a moverse más lento. La daga comenzó su descenso en cámara lenta, pero con fuerza. Eliza corrió el centro del circulo y movió a Brian, dejando su cuerpo bajo la daga. Yo corrí y sujete la muñeca del justiciero tratando de detenerlo, pero me era imposible, la daga seguía su curso. Todos los dolientes se habían lanzado sobre nosotras, evitando que Eliza escapara.

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—¡Sal de aquí, Eliza! ¡Ponte a salvo! —le grité, tratando de retrasar la caída de la daga. —No importa, Amaranta. Haría lo que fuera por ti —me dijo—. Es necesaria la sangre. La daga terminó de bajar. Lenta. Clavándose en el pecho de Eliza. Y entonces todo se detuvo. Los dolientes y el justiciero cayeron abatidos al suelo. Yo abracé a Eliza mientras agonizaba. Ella, sonriente, me miró largamente. —Acepta quién eres, Amaranta. Sé fiel a ti misma. Antes de que exhalara por última vez, besé su boca manchada de sangre. Cuando me puse de pie, lo tuve todo muy claro. Supe qué es lo que tenía que hacer. Lo que sería lo mejor para todos. Llevé a Brian abajo y lo arropé en uno de los sillones. Lo besé en la frente a modo de despedida y entonces caminé por las avenidas solitarias y oscuras. Caminé buscando algún otro lugar, uno muy lejano, uno donde ser yo misma no

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YAZMAN SILVERLANCE. (San José de Gracia, Michoacán). Es un, no tan joven, que le gusta el cine. Estudió teatro y así llegó a la literatura, aunque se dedica con devoción a dicha trinidad. Como escritor tiene dos novelas publicadas para niños y un guión cinematográfico en preparación para ser filmado bajo su dirección. Actualmente trabaja en una ambiciosa novela paralelamente a su trabajo actoral. Guiones, cuentos, argumentos, docenas de ideas de su autoría esperando ser leídos por ti.


UNA CUCHARADITA DE SANGRE YAZMAN PULIDO LÓPEZ

E

ver mira los ojos de los cocodrilos que se asoman en el agua desde la ventana del lujoso vehículo que atraviesa el pantano sobre un pequeño ferry. Su padre va al otro extremo del asiento, se le ve encantado por los lujos de la limosina. La niña mira hacia atrás; árboles y kilómetros de agua formando ondas a su paso. Enfadada, pregunta si están cerca de su destino. Su padre responde que sí, sonriendo como un niño, pues atrás, en casa, no tienen aquellos lujos. Se les nota en los modales y en el vestir, aunque también es evidente el esfuerzo que hicieron por no lucir tan mal ese día. Su padre le ofrece la bandeja de bocadillos. En aquel auto podrían vivir ella y su familia mejor de lo que lo han hecho en los nueve años que lleva de vida. Incluso el borracho de su tío podría acompañarlos a vivir ahí sin quitarles tanto espacio, comenta la niña a su padre y coge un pedazo de atún cocido en limón que mastica con la boca entreabierta. Su padre le pide buenos modales y le dice que sus vidas van a mejorar para siempre, que debe portarse muy bien en la casa que los espera. Le agita el cabello parpadeando con nerviosismo. La balsa toca tierra. La casa es totalmente visible: una mansión de estilo colonial con una extraña inclinación que, según el chofer, quedó varada ahí por obra del huracán. Sus paredes están cubiertas de plantas coloridas y los cristales de numerosas ventanas se aprecian relucientes. La luz del sol la golpea de lleno, haciéndola lucir como un hogar de hadas. Ever se aferra al asiento, lastimándose las uñas, cuando su padre la jalonea para bajar. Al parecer, se siente intimidada por esa casa. En la terraza los recibe un mayordomo, un viejo delgado con máscara para quemaduras que viste un elegante frac de terciopelo


verde. Al instante toma a Ever por la muñeca. Una mujer de cabellos rojos, vestida con un traje verde oscuro y lentes de gato, les da la bienvenida con excéntricos ademanes bajando por las enormes y lujosas escaleras. Por orden suya, la niña es llevada a una de las habitaciones de la mansión. Ever se resiste, ruega por volver con su padre, pero éste le da la espalda y firma con una aguja larga la palma de la pelirroja. La mujer le habla al padre de unas pruebas que su hija debe de pasar para que él y su familia vivan mejor que en un sueño, como se les prometió. Él asegura que su hija es un orgullo, la joya que buscan. Ever llora mientras es arrastrada escaleras arriba. No sin dificultad, el mayordomo logra meter a Ever en la habitación y cierra con llave. Ever golpea la puerta llorando hasta cansarse. Observa a su alrededor; hay una ventana. Camina hacia ella y se asoma: la caída es mortal, el pantano que rodea la casa vasto. Desde ahí ve la limosina sobre el ferry, alejándose. Los ojos de los cocodrilos la miran como fuegos fatuos sobre el agua. Ha caído la noche. La habitación es muy amplia, lujosa, decorada con inventos de varias épocas en nichos de madera fina. Entre ellos destaca una vieja máquina de escribir tocada por la luz de la luna que entra por la ventana. Hay muñecas en las repisas, también de distintas épocas y materiales. Algunas son horrendas. Ever husmea en los cajones, luego abre el armario. Está lleno con vestidos, antiguos y modernos, y otros atavíos justo de su talla. Le sorprende encontrar algunas ropas de varón entre los vestidos. La puerta se abre chirriando. Ever se refugia en un rincón de la habitación. El mayordomo entra, deja la cena sobre una mesita y vuelve a poner llave al salir. Ever come gustosa hasta dejar el plato limpio, luego llora, llamando a su madre. Une sus manos y reza a su ángel guardián hasta quedarse dormida. A mitad de la noche la despierta un sonido: plak, plak, plak. Son teclas golpeando el rodillo de la máquina de escribir. Ever se levanta de la cama. Cuando suena la campana de la máquina, pega un saltito. Se acerca al aparato con timidez. La luna ilumina el nicho con la máquina. Plak, plak, plak. Un fantasma escribe presionando las teclas. Ever corre hasta la puerta gritando. La golpea, pidiendo ayuda. La campana de la maquina suena, plak plak, plak, una y otra vez, aumentando el espanto de la niña. Plak, plak, plak, una y otra vez. Ningún adulto responde. Ever se queda sin voz, sin llanto. Entonces descubre que, salvo por el ruido de la máquina de escribir, en la habitación no pasa nada aterrador. Se

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acerca y pregunta a la maquina cómo se llama aquel que escribe. Plak, plak, plak, le responde el fantasma. Ever busca papel en los cajones, sin éxito. Plak, plak, plak. Le promete al fantasma de la maquina conseguir papel por la mañana si él la deja dormir. La campana de la máquina de escribir suena por última vez aquella noche. Ever logra dormir en la cómoda cama, el fantasma la arropa. Por la mañana, el mayordomo la guía hasta el comedor. Va vestida como una muñeca, con un vestidito rosado. En la cabecera de la larga mesa está la mujer de cabellos rojos y anteojos de gato. Se presenta como la señorita Gallo, su sonrisa es hermosa. La invita a desayunar. El mayordomo le acerca los alimentos, todos deliciosos. A la mesa está el resto de los inquilinos de la mansión. La señorita Gallo presenta a cada uno: Pencil, el mayordomo; Frey, el jardinero; Ronda, la enfermera; Trevisan, la cocinera; Seriozha, el psicólogo; y Saleciano, el sacerdote. Ella es la única menor. Después del desayuno, la señorita Gallo los despacha para hablar a solas con Ever. Le explica que ha hecho un trato con su padre, el cual se llevará a cabo si ella logra pasar ciertas pruebas para convertirse en la elegida de Papá Piedra, quien la rodeará de lujos. Por boca de Gallo, Ever se entera de que Papá Piedra es un hombre muy importante, descendiente de la familia más antigua, famosa, influyente y poderosa del planeta. Presidentes, empresarios, líderes espirituales y demás le deben favores, pues él, con su poder, es capaz de hacer realidad los sueños de cualquiera, desde un pedazo de pastel hasta la presidencia de un país. Y ella, la pequeña Ever, tiene en sus manos el futuro más prometedor que ella y su familia podrían imaginar. Gallo le habla de casas hermosas, de juguetes maravillosos, de lugares y platillos exóticos. La niña se entusiasma, impaciente por comenzar las pruebas. Esa misma mañana realizan la primera prueba; no hay tiempo que perder, las maravillas esperan. La prueba la ejecuta el doctor Seriozha en su cuarto de los pensamientos. El psicólogo la pone a prueba con un laberinto en papel. Si es capaz de llevar hasta la meta la línea del bolígrafo por el camino más simple, la prueba será superada. Luego la pone a observar figuras en manchas de tinta. La niña ve mariposas, colibríes y unicornios. Para finalizar, Seriozha le hace varias preguntas. La niña acepta responderlas sólo si le regala una hoja de papel por cada pregunta. El psicólogo acepta. El resto de la tarde la niña juega explorando la casa, pero se

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le prohíben subir a la torre de Papá Piedra. Luego de la comida, se reúne con la cocinera para sus lecciones de repostería. Debe aprender el arte de la tarta de manzana, favorita de Papá Piedra. Después, el jardinero Frey le muestra los jardines verticales, y ahí los encuentra la noche. Luego de cenar, Pencil la encierra bajo llave en la habitación. Ever reza a su ángel guardián y le cuenta lo entretenido que fue su día, hasta que suena la máquina de escribir sobre el nicho. Plak, plak, plak. Del cajón saca las hojas de papel y coloca una en la máquina. El rodillo se ajusta solo y la maquina comienza a escribir. El fantasma escritor le cuenta sobre una casa que el viento dejó varada en el pantano y que ha sido la ruina de muchos niños y niñas. Ever le pregunta por su nombre. El fantasma le responde con muchos nombres, pues son muchos los fantasmas que están a su alrededor, que habitan ahí, y le advierten que ella ha de ser la próxima, pues los adultos en la mansión son mentirosos. El sueño que le prometen al pasar las pruebas no es más que el sueño eterno. Le cuentan que Papá Piedra es un monstruo que busca una cucharadita de sangre inocente para vivir por siempre y que los adultos en la mansión son sus hijos, unos zánganos a los que les bastan los huesos. Ever cambia la hoja en el rodillo. Las últimas palabras de los fantasmas aquella noche son: “Mátalos a todos o morirás al tercer día”. Por orden de los fantasmas, Ever se come las hojas de papel. La siguiente prueba la dirige el padre Salesiano en la pequeña capilla del ala sur. El sacerdote le habla del pecado original y de cómo este puede ser contrarrestado por el buen actuar, así que la acompaña durante varias horas, tentándola con diferentes tareas para corroborar que su actuar es inocente. Ever aprueba. La niña tiene a los adultos fascinados. En la casa se vive un ambiente de esperanza, de alegría, que convierte las palabras de los fantasmas en puras mentiras. Esa noche se sientan todos a la mesa para celebrar durante la cena. Sólo queda una prueba más para que Ever conozca a Papá Piedra y colme de riquezas a ella y a su familia. Durante el postre, la niña se atreve a preguntar si volverá a ver a sus padres. La señorita Gallo le responde, con su impecable sonrisa, que dependerá de los deseos de Papá Piedra, pero que con él no necesitará nunca nada. Entonces le pregunta sin titubear si Papá Piedra se la va a comer. Los adultos se miran sorprendidos. Gallo le responde que no y le dice que Papá Piedra sólo quiere col-

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marla de riquezas y que tal vez la convertirá en su heredera. Ever no le cree del todo, pero finge hacerlo. Tiene experiencia reconociendo mentiras gracias a todas las noches en que le preguntó a su padre “¿Estás bien?”. Al terminarse el pavo, Pencil la escolta a la habitación. El mayordomo enmascarado no habla, sólo la mira con sus ojos que brillan como el oro viejo. Ever le sonríe. Pencil pone llave a la puerta. Ever corre al armario y saca las hojas de papel que mantiene ocultas entre los holanes y listones de los vestidos. Ajusta una al rodillo y se acuesta a esperar. El plak plak llama su atención. A través de la máquina, los fantasmas le cuentan que los adultos en la mansión no son humanos, que duermen de pie y con los ojos abiertos, pues la noche y el frio los inmoviliza, que beber sangre de niño mantiene su disfraz y que si es sangre pura e inocente, prolonga sus años de vida. Ever pregunta a los fantasmas cómo murieron ellos. “Masticados hasta los huesos”. Ever sospecha que los fantasmas, respondiendo a su naturaleza, nada más quieren espantarla. En esa ocasión la maquina no le contesta. El pasador en su cabello se mueve, despeinándola. Lo ve flotar en las penumbras de la habitación hacia la puerta. Plak, plak, plak, suenan las teclas contra el rodillo. Los fantasmas le piden que mate a todos los adultos dándoles de comer semillas de manzana, pues si los adultos mueren, ellos quedarán libres de aquella casa. El pasador pica la cerradura. Del otro lado de la puerta se escucha la llave golpeando el piso del corredor. Los fantasmas deslizan el tapete por el resquicio. Uno de ellos toma la llave y abre la puerta. La mansión está en tinieblas. Ever escucha los pasos de los fantasmas contra la madera del piso. Los escucha corriendo en las paredes, a su lado. La luna alcanza a iluminar lo poco que toca a través de las ventanas sin cortinas. Ever camina con cautela por el pasillo, sus ojos como platos. Al pasar, ve de reojo la silueta recortada de Pencil en la luz de luna. Se espanta y se oculta tras un pilar. Pencil no se mueve. Ever se acerca, cautelosa, y lo mira. El mayordomo duerme de pie, con los ojos abiertos, tal como dijeron los fantasmas. Ever baja las escaleras. En la puerta, de pie, mirando a la luna, está Frey, el jardinero, como un maniquí, sosteniendo un hacha. Ever cruza la puerta de la mansión. Al pie de las escaleras de la terraza se topa con montañas de cocodrilos. Nadie entre, nadie sale. Regresa corriendo al interior. En la estancia, el doctor Seriozha encara la ventana, como hipnotizado por la luna, sentado sobre un

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alto sillón frente a la chimenea humeante. En la biblioteca está el padre Salesiano, también inmóvil, frente a la ventana, bañado por la luna. La señora Trevisan está de cara a la ventana de la cocina, con el cuchillo de carne en la mano, como si se hubiese congelado a mitad del preparado. Tiene un par de gotas de sangre en la mejilla. En la barra se mosquean las tripas expuestas de un pollo desplumado. En la segunda planta, Ever encuentra a la señorita Gallo al pie de su lujoso escritorio, bañada por la luna que cae desde la cúpula. Una fina membrana le cubre los ojos. Ever le habla. La mujer no se mueve ni un centímetro. Sobre el escritorio ve sobres sellados con cera, uno de ellos abierto. Ever toma el papel. La elegante letra pide niños inocentes a cambio de riquezas inimaginables. Regresa la carta a su lugar y vuelve apresurada a su habitación. Deja la llave sobre el tapete y lo desliza bajo la puerta cerrada. Al otro lado, los fantasmas se encargan de echar la llave a la cerradura. La niña vuelve a la máquina de escribir y pide ayuda para escapar. Las teclas le dicen que es imposible, pues sólo hay dos caminos: los dientes de los adultos o los de los cocodrilos. Pero en el jardín hay semillas de manzana. Ever les pregunta cómo saben que funcionarán. Los fantasmas le dicen que les ha costado la vida averiguarlo, que muchos intentaron escapar de la perdición y fallaron, pero el tiempo y la experiencia les ha llevado a desarrollar un plan infalible. Al tercer día, en la enfermería, la doctora Ronda desnuda a Ever. Le toma medidas, muestras de sangre, le revisa los dientes, la piel, las uñas, el cabello y la sube a un par de banquillos de madera para examinarle la vagina con guantes de plástico, a usanzas del Medievo. Al final, la doctora sonríe. Everine es candidata para ser la favorita de Papá Piedra. Afuera de la enfermería los adultos la reciben con aplausos. La señorita Gallo anuncia una gran celebración, Ever recibe regalos costosos. Su favorito es un vestido de seda blanco con listones de plata, cortesía de la señorita Gallo, junto con un par de relucientes zapatillas de charol blanco. Pasa las horas previas a la cena en la cocina, con la señora Trevisan, preparando la tarta. A las siete en punto suena la campana del gran reloj en el recibidor, bañando la mansión con su canto. Todos se reúnen en el comedor. Van elegantemente vestidos; Ever luce como una muñeca de colección. Luego de la sopa, la niña reparte las tartas de conejo y manzana que ella misma preparó con la cocinera. Los adultos bromean sobre semillas de manzana y descuidos. Todos ríen. La

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sonrisa de Gallo endulza la noche. Ya con los platos vacíos, la señorita Gallo se pone de pie y da un discurso de agradecimiento por el festín y por Ever y pide un brindis en honor de la nueva favorita de Papá Piedra. Ever brinda con jugo de uva, luego es llevada por la señorita Gallo, entre aplausos, hacia la torre, cargando un trozo de tarta en un plato de plata. La puerta de la habitación de Papá Piedra es inmensa. De madera, decorada con serpientes de plata con alas y ojos de rubí. La señorita Gallo la abre con una llave que lleva encadenada a una fina gargantilla de oro. La mujer luce espectacular esa noche. Lleva un vestido entubado de piel de víbora, su cabello rojo cae lacio sobre sus hombros, como una cascada de sangre. La montura de sus lentes de gato es de oro masivo y resplandeciente. Le sonríe a Everine. Gallo abre la puerta con elegancia. La recámara tiene el techo muy alto y las paredes están llenas de ventanales exageradamente grandes, sin cortinas. La cama es del tamaño de una camioneta. La señorita Gallo se cerca. El dosel está decorado con la cabeza de un dragón que parece escupir las cortinas de fina tela verde que caen cubriendo la cama. La señorita Gallo las abre como un telón. Papá Piedra es una barriga con tetas. Una inmensa masa de carne pálida con venas hinchadas, varices y verrugas oscuras. Su cara es una papada sobre la que pusieron un par de ojos pequeños color esmeralda. No se le distingue la nariz entre las arrugas y verrugas, y tienen los labios gruesos y rosados. Está desnudo del torso. La tarta tiembla en el plato sostenido por la mano de Ever. La señorita Gallo le pide a Ever que se acerque. Papá Piedra habla como un bruto. Alaba a Ever y el aroma de la tarta. Su favorita. La señorita Gallo se despide. Al salir echa llave en la puerta, dejándolos solos. Papá Piedra pide tarta. Ever corta un trozo con el cuchillo, la ensarta en el tenedor y comienza a alimentar a la masa arrugada con nombre. Papá Piedra le cuenta sobre su familia, sobre cómo ésta sobrevivió al gran diluvio fuera del arca de Noé, que durante muchas eras los hombres del mundo los reverenciaban como a dioses y que un día, como si nada, fueron olvidados; los creyeron extintos, pero no fue así. La familia de Papá Piedra aprendió los secretos de la sangre, y utilizándolos, se ocultó entre los hombres. Ocultos, descubrieron que para mantener su poder en el mundo cambiante tenían que cambiar al cielo por el suelo, al fuego por el dinero y la fuerza por la influencia. Ever ve la cabeza del dragón en el dosel.

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Cuando Piedra termina la tarta, la niña deja el plato sobre el buró. Papá Piedra le pide que se acerque. La mira como miran los cocodrilos a las cebras. Su gruesa mano acaricia la tela de su vestido. Sus uñas, puntiagudas y sucias, deshacen el nudo en el listón de plata. El hombre le pide que se desnude. Ever queda en calzoncillo de encaje y corpiño de algodón frente a él. Papá Piedra le exige caricias. Ever se resiste. Piedra la toma con una mano diminuta y regordeta, hace que le acaricie el pecho. El dedo índice de Ever le roza un pezón rosado que se endurece al instante. Papá Piedra se estremece. Con un movimiento rápido, Papá Piedra le arranca dos dedos de una mordida. Ever grita; de su mano saltan listones de sangre. La niña toma el plato con su mano buena y lo rompe en la frente del monstruo. Corre a la puerta. La golpea y pide ayuda a los fantasmas. Papá Piedra rueda por la cama en un torbellino de sabanas finas. Cae al suelo. Su carne se mueve igual que un globo lleno de agua, sudando como si estuviesen dentro de un horno. Vuelve a rodar para encararla; lleva un chichón en la frente que le sangra. Se arrastra pesadamente sobre la duela, lujurioso, ayudándose con sus gelatinosos brazos. Va masticando los dedos de la niña con la boca ensangrentada, como si fueran golosinas. Ever golpea la puerta desesperada. Grita. Papá Piedra se detiene y escupe los huesos de los dedos que le arrancó. Repentinamente, a un metro de Ever, abre los ojos como platos; reconoce un sabor en su paladar. Ever corre hacia la puerta del balcón. Forcejea para abrirla. Papá Piedra le dice que su sangre no es pura, que sabe a que ella ha probado a los hombres. A pesar de su tamaño y edad, Papá Piedra salta por los aires como un sapo y aterriza sobre un sillón que queda convertido en puras astillas. Ever le dice que su tío abusó de ella en una borrachera y que prometió que por el orificio que lo hizo no dejaría huella. Papá Piedra salta nuevamente hacia ella, chocando contra el candelabro del techo. Su carne hace ondas. Llora, convulsionándose en cada salto; la habitación tiembla cuando rebota contra el suelo. Grita enfurecido, escupiendo espuma sanguinolenta. La carne se le parte cuando brotan de sus entrañas ramas con pequeñas hojas verdes. Ever corre hacia el gran armario, se mete y cierra la puerta. Papá Piedra salta y explota en el aire, bombardeando la puerta del armario con sus tripas. Cuando Ever sale, la habitación está pintada de rojo. La puerta se abre misteriosamente, chirriando. En la cerradura flota la llave de la señorita Gallo. Ever le agradece

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a los fantasmas. El cuchillo de la tarta se acerca a ella flotando por la habitación. Ever lo toma y sale cautelosa. La mansión está en calma. La luna entra por las ventanas. Los adultos yacen sobre el suelo con la piel amoratada. Les salen ramas por la piel. Algunos tienen la boca llena de hojas y los ojos ensartados en ramas que sale por sus cuencas, colgando como pequeñas manzanas sangrientas. Ever baja por las escaleras. Pasa junto al cuerpo inmóvil de la señorita Gallo, que al parecer se desmayó mientras subía. Al pasar, la mano de la mujer, con algunas ramitas creciéndole en los nudillos, le sujeta por el tobillo. Ever le clava el cuchillo en la muñeca, la señorita Gallo grita. Ever baja las escaleras presionando la herida de sus dedos. Está pálida, tambaleante. A unos pasos antes de cruzar la puerta, la señorita Gallo le cae encima, derribándola a mitad del recibidor. La llama asesina y mentirosa a gritos. Su mandíbula se disloca por el odio y el hocico de un dragón se asoma entre los dientes de la mujer. Los ojos verdes de la señorita Gallo salen disparados de las cuencas en una explosión de sangre y son sustituidos por esferas de fuego verdoso. Ever intenta huir, pero unos brazos enclenques revientan el vestido de la mujer, justo debajo de los senos, y la sujetan por los hombros. Con las uñas de sus manos humanas, la señorita Gallo se arranca la piel de la espalda, de los brazos, de los hombros, del cuello y de lo que le queda del rostro. Un par de enormes alas se extienden tras ella, tocando las paredes laterales. Es una criatura grotesca, mitad humano mitad dragón. Ever reza en silencio a su ángel. La puerta de la mansión se abre de golpe. Un soplo frio hace que el dragón se estremezca y le entumece los músculos. Ever levanta la barbilla al techo para ver hacia la puerta; el mundo se pone de cabeza. Piensa que se trata de su padre, pero contra la luz de la luna hay una silueta translucida de brazos y cuello larguísimos, elegante y blanca como un cisne. Tal vez es una mujer, tal vez un muchacho alado; sus plumas son de madreperla. El Ángel es calvo, sin nariz, y en el centro de la frente tiene un ojo de luz dorada que ilumina el recibidor. Al verlo, el dragón bufa exhalando vapor caliente y clava una de sus largas uñas en el pecho de Ever. Se lleva la uña a la boca y la limpia con su lengua. El corazón de Ever revienta haciéndola escupir sangre. En el cuello de la señorita Gallo, entre las escamas, se estira una rama, y en la punta empieza a germinar, apresurada, una pequeña manzana roja. El Ángel grita furioso y se lanza. El dragón le dispara bolas de

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fuego. La piel del Ángel se ennegrece, pero no desiste, se acerca luchando contra el fuego que lo repele hacia la puerta. Mueve los brazos requemados hacia ambos lados y por encima de su cabeza, como si espantara un montón de moscas, ahuyentando las llamas. Cuando está al alcance del Ángel, el dragón agita las alas. Se eleva torpemente, luchando contra sus músculos adormecidos por el frio. El Ángel sujeta a la bestia por la cola y la azota contra un muro, luego agita las alas y se lanza contra la mujer dragón como una flecha. La toma con ambas manos por el escamoso cuello. El dragón lo latiguea con la cola. Bajo los brazos del Ángel brotan dos pares más de brazos con los que sujeta la cola y las patas del dragón. Las mandíbulas de la señorita Gallo se cierran y se abren con ferocidad tratando de arrancarle la cara al Ángel, sacando chispas con el chocar de sus dientes. El dragón logra golpear al Ángel con los espolones de sus alas, lacerando su carne quemada. La criatura celestial no suaviza su agarre; insulta a la bestia y le deja claro que la inocencia no se encuentra ni en la sangre ni en la carne. Exhalando vapor por la boca, la señorita Gallo queda empalada en el tronco de un manzano que brota desde su interior. El Ángel, sangrando chispas de luz, vuela hasta el cuerpo de Ever. La acaricia con los dedos rostizados. De reojo, Ever ve al fin a los niños fantasmas. Están parados en las escaleras, asomados en los marcos de las puertas y sobre el pasamanos del segundo y tercer piso; algunos flotan sobre los muebles y los viejos inventos que decoran la mansión. Son cientos, vestidos a usanza de diversas épocas. Todos lloran por ella. El Ángel besa a la niña en los labios, llevándose su último grano de conciencia. Ever cesa de moverse. El Ángel llama a los fantasmas: hora de ir a casa. Los fantasmas se impregnan en las plumas de las alas, y a cada uno le brota un tercer ojo. Entre ellos brilla uno azul, puro como el mar abierto. Es el ojo de Ever, que vivirá por siempre. El Ángel agita las alas y desaparece en un destello. El aire de su vuelo hace que el cuerpo de Ever se vuelva polvo. La isla tiembla, comienza a hundirse en el pantano, espantando a los cocodrilos. El aire esparce el cuerpo de Ever sobre el alboroto. Lo transporta sobre pueblos y ciudades, sobre montes y desiertos. Una partícula de ese polvo choca contra el parabrisas de una lujosa camioneta negra que levanta la tierra del desierto. Sus gruesas ruedas despedazan marañas y terrones. Un niño baja la venta-

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na del vehículo y mira el vasto desierto a su alrededor. Luego sale un poco por la ventana para mirar la bandera norteamericana ondeando sobre los faros del vehículo. Una mujer, elegantemente vestida, le pide que suba el cristal y que sea paciente, que pronto conocerá al presidente y que no le gustará estar lleno de polvo. El cristal empieza a subir obediente. Un rayo de sol brinca en el filo de la ventana e ilumina, por un instante, un prendedor dorado con forma de dragón que lleva la mujer en la solapa de un saco de terciopelo verde.

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SAIRY CAROLINA ROMERO MORALES. Nació en Cabimas, Venezuela en 1992. Actualmente vive en Veracruz, México. Comunicóloga.


ESTHER EUGENIA SAIRY CAROLINA ROMERO MORALES

Lado A

C

onocí a Eugenia en una librería. Yo sostenía un libro de nombre irrelevante y ella se acercó a mí haciendo un comentario acerca del autor y sus inclinaciones. Le dije que me interesaba leer los libros y no hablar sobre ellos. Me miró sin responder. Continué buscando otros libros y ella empezó a seguirme a una distancia apropiada, sin hostigamiento palpable, pero haciéndose notar. No habló más, pero siguió caminando y parándose junto a mí, observando lo que yo observaba. Eso duró cerca de una hora. Salí de la librería y caminé hacia un restaurante chino a dos cuadras. Ella me siguió. Cuando noté que insistía en acompañarme, le pregunté qué le gustaría comer. Respondió algo que no recuerdo y comimos juntas sin hablar. Pagué mi plato y ella pagó el suyo. Salí del restaurante y caminé hacia mi edificio. Ella caminó conmigo en silencio, subió conmigo las escaleras, entró conmigo a mi apartamento y se acostó conmigo en mi cama. En la mañana me levanté para arreglarme antes de ir al trabajo y preparé el desayuno. Ella despertó y desayunamos juntas. Antes de irme me preguntó si me gustaría que esperara por mí. Le dije que hiciera lo que quisiera. Cuando regresé del trabajo, ella me estaba esperando. Ordené comida y mientras cenábamos me preguntó por qué mi apartamento estaba tan vacío, por qué no había ninguna decoración y por qué todas las paredes eran blancas y los muebles negros. Después de un rato le dije que los movimientos oculares, las direcciones hacia las que decidimos mirar en los momentos más distraídos y los objetos en los que posamos la mirada sin propósito evidente, fenómenos de apariencia insignificante, no


son tan fortuitos como parecen. Le expliqué que con el tiempo se crean especies de coreografías, costumbres de la atención selectiva. No parecía entender, e intenté especificar más. Le dije que al cumplir la rutina diaria, desplazándonos por los mismos espacios con frecuencia, la atención y la capacidad de observación se vuelve perezosa; se habitúa a ver las mismas cosas de la misma manera, a concebir las mismas asociaciones. Le dije que los lugares atestados de objetos y parafernalia, decorativos o no, propician esa familiarización indolente, propician el hecho de que se piense lo mismo o sobre lo mismo todos los días. La misma pintura con el mismo paisaje, el mismo cuadro con el mismo retrato, el mismo patrón en el papel tapiz. Le dije que yo prefería el espacio en blanco, el espacio vacío, al menos en los lugares donde podía controlarlo, como en mi apartamento, para intentar disminuir esa sugestión constante de todo lo que aparece en el campo visual sobre la mente. Me escuchó y no hablamos más hasta que terminamos de comer. Lo primero que respondió fue una especie de aclaración o amenaza. Me dijo que tenía que darme cuenta de que ella era una persona. Que en mi monólogo previo no le hablé a ella. Me hablé a mí misma o le hablé a un fantasma. Que era notorio que yo no solía explayarme de esa forma con nadie y que el hecho de lograr hacerlo con ella no quería decir que me sintiera cómoda con su presencia. Era un indicio de que no sentía su presencia como una presencia real, como la presencia de alguien. Más tarde volvió a dormir en mi cama y volvimos a acostarnos juntas. Fue una sesión larga y paciente, diferenciándose de todas las relaciones rápidas y bruscas que tuve anteriormente con hombres. Cuando llegué del trabajo un día después, me estaba esperando con varias bolsas de diferentes marcas y me enseñó su contenido con ligero entusiasmo. Estaban llenas de vestidos, zapatos y maquillaje. Me dijo que me los probara y lo hice. El primer vestido que me probé, similar al resto, era negro, ajustado, de mangas largas y escote pronunciado en la espalda y el pecho. Llegaba a la mitad de mis muslos pálidos. Hice un comentario sobre la necesidad de un bronceado y ella reaccionó casi con violencia, pidiéndome que no lo hiciera, diciendo que mi lividez era mi mayor atractivo. No pensé mucho en su reacción y sólo me vi en el espejo. El vestido era completamente distinto a la ropa conservadora que solía usar, pero no me quedaba mal. Me dijo que era de su talla mientras me ponía unos zapatos negros de tacón alto. Apenas era capaz de caminar con ellos; con esfuerzo y sin gracia. Me maquilló y peinó con esmero y


dijo que saldríamos a comer. De súbito su carácter cambió. Dejó de ser pasivo y pasó a ser despótico. En aquel momento no me molestó y cedí. No me veía obligada a hacer nada, sólo buscaba complacerla. Llegamos a un restaurante que se veía costoso pero poco destacado. Estaba en un lugar inusitado de la ciudad y había pocas personas, mayormente hombres. Cuando entramos nos ofrecieron una mesa en el centro del salón oscuro. Mientras ella decidía qué ordenar, noté que los comensales me miraban. Como cualquier mujer nacida con las características físicas predilectas de su generación, estaba acostumbrada a las miradas impertinentes. Siempre las consideré una invasión inevitable. Interpreté aquella indiscreción como consecuencia ordinaria al vestirme de esa forma sugerente. De cierto modo lo disfruté. Ellos no se acercaban a mí ni me dirigían la palabra, lo que lo mantenía como una ligera molestia sin relevancia. Me enfoqué en mi plato; ella me miraba mientras comíamos. Solía concentrarme en la comida, escudriñarla hasta examinar cada cosa que pensaba meter en mi boca. El asunto parecía entretenerla. Apenas hablábamos. Disfrutábamos de nuestra compañía sin palabrería, sin la tensión que aparece cuando se practica el protocolo interminable de una relación íntima. Cuando nos fuimos, me preguntó si me había gustado el lugar. Respondí que sí, y me dijo que eso la alegraba porque era su restaurante predilecto, advirtiéndome que si planeaba seguir con ella, iría a cenar a ese lugar con frecuencia. Me desperté a las diez de la mañana. Era la tercera vez que llegaría tarde al trabajo esa semana. Las razones de mi impuntualidad eran la aparición de Eugenia y nuestras sesiones nocturnas prolongadas. Me vestí apuradamente y el ruido la despertó. No había abierto los ojos cuando me sugirió, con volumen apenas perceptible, que renunciara. Me fui a la oficina sin responder. No tenía intención de renunciar, pero lo hice al final del día, sin pensarlo demasiado, a pesar de que nadie había notado mis tardanzas. Cuando regresé, ella estaba lista. Tenía escogido y estirado sobre la cama el vestido que yo usaría ese día. Le propuse cenar en otro restaurante, pero rechazó la idea sin considerarla y cambió el tema. Las siguientes semanas transcurrieron de manera invariable. Comenzó a vivir conmigo aunque no había llevado sus pertenencias a mi apartamento. Lo único que teníamos en común era el gusto por las comodidades generales y el silencio. Ella siguió comprándome vestidos. Todo lo que hacíamos era frecuentar el mismo restaurante, sentándonos en la mesa del centro iluminado del salón, variando ligeramente los platos que pedíamos.


Durante los meses que pasé con ella, fui adquiriendo el hábito de pasar la mayor parte del día durmiendo. Creí que era lo normal después de renunciar, teniendo poco que hacer en el día y contando con la ayuda de Eugenia para pagar todo lo necesario. Me preocupé cuando las horas de sueño se alargaron. Empecé a acostarme a la una de la madrugada y a despertar a las cuatro, cinco o seis de la tarde. Además de todas las horas que pasaba dormida, en mi tiempo de vigilia estaba somnolienta y exánime, sin capacidad para concentrarme en nada. Le pedí a Eugenia que me despertara en las mañanas y respondió que ya lo había intentado. Dijo que no despertaba por más abruptas que fueran sus sacudidas y que apenas abría los ojos para volver a dormitar enseguida. Cerca del final de esos meses volvimos a ir al restaurante de siempre. Antes de salir del apartamento, me vi al espejo. Había adelgazado y mi rostro estaba demacrado. Sin la distracción del trabajo, y con mi escasa actividad diaria, la amplitud de mi atención parecía ensancharse en determinados momentos fugaces, los pocos en los que me sentía verdaderamente despierta. Llevaba un vestido rojo sin mangas, con el escote acostumbrado en la espalda y el pecho. Tenía que estirarlo para sentarme sin exhibirme demasiado, agradecida por el mantel largo sobre la mesa. En las primeras semanas me concentraba en ella y en la comida y apenas notaba las miradas hostigadoras de los hombres que cenaban en ese lugar. En esa ocasión estuve atenta. Me percaté de que los hombres desviaban sus rostros, inquietos, cuando veían que los miraba. Sorprendí a uno tomándome una foto. Otros, aunque no podía estar segura, me grababan furtivamente con sus teléfonos. Lo habría tomado como simple paranoia, consecuencia del trastorno del sueño, pero no era uno o un grupo disgregado de hombres observándome. Eran todos, y lo hacían con insistencia. Le mencioné a Eugenia lo que me alteraba y le pregunté por qué teníamos que sentarnos en la mesa del centro, bajo las luces más brillantes. Ella volteó hacia los lados y me dijo, riéndose, que querían fotografiarme porque lucía hermosa, y eso era comprensible. Después de eso no me miraron más y el restaurante empezó a vaciarse. Más tarde me convencí de que mi estado no era el más idóneo para razonar. Evitaba indagar en la vida de Eugenia. Cuando le pregunté por qué tenía dinero sin trabajar, respondió que su familia le había dejado una cantidad considerable. Me contó que de todas maneras sí trabajaba ocasionalmente, editando y traduciendo textos para editoriales por pasatiempo, y que por eso pasaba gran parte de su

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tiempo frente a su computadora. Mi pregunta la irritó. Como me veía acostada en la cama todo el día, me recomendó salir a correr, a hacer ejercicio o a inscribirme en un gimnasio, agregando un comentario antipático sobre lo blando de mis muslos. He recibido quejas, dijo. Yo estaba demasiado adormecida como para prestar atención. Esa madrugada me despertó un movimiento brusco. Estaba lúcida pero no podía moverme ni abrir los ojos. Sólo podía escuchar. Pude sentir la posición cambiante de mi tronco y mis extremidades, la presión de un par de manos atenazando mis brazos y piernas y el peso de un bulto encima de mí. Oí la voz de Eugenia dando instrucciones. Se escuchaba a un par de metros de distancia. Las indicaciones incluían órdenes como mejora el ángulo, no la cubras, sostén su cráneo. Después de oírlas, sentí unas manos levantándome, empujando mi espalda hacia adelante y sosteniendo mi cabeza con una mano detrás de mi nuca. Lo sentía como presión en mis músculos laxos, pero mi piel no sentía nada, mis nervios estaban entumecidos o anestesiados. Me sentía fría. Volví a quedar inconsciente después de pocos segundos. Al otro día desperté a las cinco de la tarde. Lo que sentí la noche anterior fue más vívido que un sueño, a pesar de que las sensaciones en mi cuerpo eran extrañas, parciales, como si mi cerebro sólo pudiera percibirlo todo a medias. Eugenia no estaba en el apartamento. La esperé. Lo primero que quise hacer fue revisar su computadora, pero no había manera de hacerlo sin que se diera cuenta. Tenía la certeza de que algo había pasado, y cuando llegó, sin pensarlo y de forma automática, la empujé hacia el piso y agarré su cabeza, golpeando su cráneo contra el suelo varias veces, asegurándome de dejarla inconsciente. De haber estado completamente alerta, consciente de lo que hacía, mi propio comportamiento me habría pasmado. Pero estaba casi dormida. Por primera vez en muchos años, mi mente estaba callada, sosegada, lo que permitió que cada impulso se cumpliera con facilidad. Busqué su computadora, me senté en mi escritorio y la revisé. Mi reacción inicial no se manifestó en mi semblante. Viéndome desde afuera, en los primeros minutos no hubo indicios de zozobra o agitación alguna. Desde adentro, lo primero en delatarme fue mi estómago con un dolor afilado que se esparció por el resto del cuerpo en forma de pesadez. Una pesadez que había sentido muchas veces en versiones menores, en pequeñas ansiedades y preocupaciones diarias. Esa vez, frente a la pantalla, la pesadez de mi cuerpo

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fue intolerable. Lo siguiente fue un cierre casi total de mi garganta que sólo me permitía respirar con esfuerzo, produciendo estertores. Segundos después, sobre el teclado de la computadora, mis manos no pudieron esconder los temblores que avanzaron como convulsiones más violentas de mis brazos y piernas. Entretanto, mi principal contienda fue contra mi visión nublada y borrosa, reacción evidente de un cuerpo que sabe que no es necesario ver ni saber más. También luché contra el sueño. Reconocía los asaltos repentinos de sueño inaguantable en los momentos de mayor estrés. Era la manera más sensata que mi cerebro tenía para postergar el hecho de lidiar con algo, con cualquier problema difícil de asir o abarcar. Lo único que no quería hacer era vomitar y cagarme encima. Lo evité como pude, y mi cuerpo lo interpretó como luz verde para manifestar mi consternación de otras formas más ingeniosas. Entonces vinieron los espasmos que me hicieron separarme de la silla en la que estaba sentada para atizar mi cabeza contra el suelo con la misma energía que usé para cascar el cráneo de Eugenia. Mi mandíbula y dientes comenzaron a doler después de varios minutos mordiendo y apretando con fuerza, manía que había adquirido hace tiempo y que volvía con potencia multiplicada, como el resto de las manías. Si en aquellos minutos le hubiese prestado más atención a mi cuerpo y menos a los pensamientos relacionados con lo que vi en la computadora de Eugenia, mis focos de atención hubiesen danzado espasmódicamente entre los diferentes malestares que brotaron de súbito, como la picazón causada por las ampollas incipientes en mi espalda y mis piernas. Somatizar ya era una costumbre mía antes de conocer a Eugenia. Yo ya era una persona nerviosa, con ansiedades intermitentes sin origen preciso o relevante. Pero ahora había revisado su computadora. Me reservaré el nombre de la página web que encontré en su historial. La descripción del sitio menciona una sustancia que no ha salido al mercado, cuyo nombre también me reservaré. Entre los efectos de la sustancia se encuentran la detención temporal de las funciones corporales, el descenso de la temperatura y la pérdida del conocimiento. Se asegura que la sustancia abandona el cuerpo después de un par de horas, dependiendo de la dosis, con una recuperación total, sin secuelas permanentes aparte de un ligero aletargamiento en las horas siguientes. La descripción omite la composición química y el funcionamiento exacto de la droga en el cuerpo. La galería de fotos está en una sección diferente de la página. Mujeres pálidas, dormidas o desmayadas, sin expresión en el ros-

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tro, usando vestidos parecidos a los míos, en posiciones sugerentes que tienen que ser sostenidas por una o dos manos que se tratan de ocultar. Entre las cuantiosas imágenes de mujeres, está una fotografía mía. Me vi en el mismo estado, en una posición sugestiva similar, y entré a mi sección. Otra galería de fotos, esta vez con imágenes en las que sólo aparezco yo, usando todos los vestidos que ella me había comprado. Más abajo, una sección de videos. Para verlos es necesario suscribirse y pagar. Sólo se puede ver un pequeño preview. Un hombre acercándose a mí y yo acostada, muerta. Me suscribí y pagué. En los videos me vi con hombres que no conocía y con otros que sí había visto antes. Algunos mirones, clientes del restaurante. Fue difícil reconocerlos sin ropa. El escenario iluminado es mi cuarto, en el apartamento donde he vivido por cinco años. Entre la utilería está mi cama y cierta parafernalia que nunca había visto. La calidad de la imagen no es la mejor y la dirección es pobre, llena de errores. En varios segundos la imagen se desenfoca o, por ejemplo, se oye la voz de Eugenia dirigiendo. En la página, para los necrófilo con dudas morales, hay una notificación que aclara que las mujeres trabajan en ese sector de la industria de manera voluntaria, recibiendo el cuidado médico adecuado. Sin gran diferencia entre ellas y el resto de las prostitutas que hacen su trabajo estando vivas. Lo primero que pensé claramente después de aprender lo que aprendí, y de sobrevivir mi reacción inicial, fue que existe todo un sector de usuarios cuyos intereses no se están atendiendo. El sector de consumidores que no quieren muertas frescas. Los que requieren el olor que indica varias horas de putrefacción. Los que requieren que la carne descompuesta se desvencije en sus manos. Ellos están pagando por un servicio que no están recibiendo en todo su potencial. Pensé que tenía que comenzar a ser más activa en mi ocupación. Pensé en contribuir. Pensé en Eugenia.

Lado B Despedí a los clientes y regresé a la habitación. El cadáver desnudo y lívido de Esther estaba tendido sobre la cama amplia. Lo levanté y lo cargué hasta el baño. Dejé caer el cuerpo en la tina llena, con cuidado y con los ademanes del trabajo rutinario. El cadáver fresco estaba cubierto de sudor ajeno. Lo enjaboné, lo enjuagué y lavé su cabello. Lo dejé remojar mientras quitaba las sábanas sucias, las

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llevaba a la lavandería y regresaba a buscar unas limpias para vestir la cama. Regresé al baño, lo saqué de la tina, lo sequé escrupulosamente y lo puse sobre la alfombra para vestirlo con ropa cómoda. Después de secar su cabello lo acosté en el lado izquierdo de la cama, lo cubrí hasta los hombros con la cobija limpia y me acosté junto a él, junto a ella, a esperar. Un par de horas más tarde, el cuerpo de Esther comenzó a reavivarse. Cuando empezó a respirar la dejé durmiendo y salí a reunirme con uno de los usuarios recurrentes de la página web. La mercadotecnia del asunto, aunque (lo admito) rudimentaria, no es mala. Se crean vínculos con el cliente. Quienes pagan determinada cantidad de videos consiguen el nombre y la dirección del restaurante que frecuento con Esther para verla en persona y decidir si quieren pagar más por una cita privada. El hombre con quien me reuní ese día nos había visto en el restaurante la semana anterior y quiso acordar una cita. Cuando llegué al café donde suelo reunirme con los clientes, él ya estaba esperando. Me acerqué, me presenté y me senté frente a él. Los primerizos son los más fáciles de identificar; su actitud lo delataba. Mi trabajo en esas reuniones consiste en darle un aire casual e incluso dinámico y pueril a todo el procedimiento para que piensen que participan en un protocolo común, sin ninguna cualidad reprobable. Ordené café y donas. He notado que comer donas glaseadas mientras se establecen las condiciones para tener relaciones sexuales con cadáveres reduce el aire de iniquidad. Él se veía inquieto. Le conté que la formalidad de las reuniones siempre ha consistido en llegar, presentarnos y pasar directo a la explicación del procedimiento a seguir. Lo que no es completamente necesario porque en la página web tiene acceso todas a las indicaciones, a la descripción de cada opción y a los precios. Le pregunté si de todas manera quería escucharlas y me dijo que sí, que le parecía mejor oírlas con mi voz. Él era alguien que no tendría problemas para conseguir mujeres sin pagar por acostarse con ellas, pero es difícil determinar la clase de desviación sexual de una persona a través de sus características físicas. Le expliqué que si el cliente es de buen aspecto, como era su caso, y está dispuesto a hacerlo, puede ser parte de los videos promocionales que se publican en la página para los suscriptores. Si acepta convertirse en actor, la cita es gratis. Si es bueno, recibe una remuneración. Pero esto, por supuesto, es raro. Pocos están dispuestos a salir en la página. Casi todos aceptan ser grabados y se llevan

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el video para uso personal. Tienen que pagar extra por el video. Un precio menor en la categoría de video sencillo, con la cámara estática sobre un trípode, y un precio más alto para la categoría de video especial, con mejor iluminación, distintas tomas y mi dirección. El video puede ser un añadido gratis para los clientes frecuentes. Él enseguida rechazó la opción de participar en los videos promocionales. Escogió la categoría de video especial, y se notaba que tenía dinero suficiente. Explicó que le preocupaba su privacidad. Preguntó si se podría firmar alguna clase de compromiso en el que la empresa asegure que el material grabado será destruido y que la única copia le pertenecerá al cliente. Le dije que no había problema, pero que el documento sólo puede firmarse después de que el contenido se grabe, la sesión termine y se confirme el buen estado del cadáver de la chica. En caso de que ocurra algún incidente perjudicial para la chica, o para la empresa en general, la empresa puede conservar el video para usarlo como evidencia. Lo pensó por unos segundos y dijo que estaba de acuerdo. Lo único ineludible que sólo puede comunicarse personalmente es la dirección del apartamento. Yo me encargo de organizar todos los aspectos del trabajo cuando se trata de Esther. Algunas chicas manejan la mayoría del trabajo por sí mismas, pero siempre se requieren asistentes para recibir y despachar a los clientes cuando ellas están en estado exánime, para el manejo de la cámara y para su seguridad. Le conté que en las reuniones con los clientes el tema de discusión usual trata de sus preferencias; sugerencias y anotaciones que el director debe tomar en cuenta para satisfacer los requerimientos del comprador de la experiencia. Algunos no exigen mucho. Otros pagan extra por ciertas excentricidades, extravagancias u obsesiones que deben cuidarse. Me dijo que suponía que la mayor excentricidad era el elemento principal de todo el asunto. Me reí. Le di la dirección del apartamento, acordamos la hora de la cita y me despedí. Cuando llegué al apartamento, Esther me empujó y golpeó mi cabeza contra el suelo hasta dejarme inconsciente. No tuve tiempo para procesar nada ni para sentir conmoción alguna. Desperté sin saber cuánto tiempo había pasado. Pero estaba muerta, o muriendo. Puedo confirmar que mi estado inconsciente, estando aún viva, se sentía más cercano a estar muerta que esto. Ya había estado muerta antes, en mis inicios como prostituta en la empresa, cuando me inyectaban lo que yo le inyectaba a Esther varias veces por semana. Pero aquella era una muerte artificial. Esther me cortó la garganta

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cuando seguía inconsciente y en ese momento desperté. En la transición pude abrir los ojos y mirarla. Cuando me desangré y no pude moverme más, con la certeza de estar muerta, todavía podía sentir cosas. Todavía podía oír a Esther respirando. Estuvo sentada junto a mi cadáver por varias horas, hasta que sonó el timbre y el cliente con quien me había reunido temprano llegó a su cita. Ella lo recibió. Le explicó que en esa sesión se probaría un nuevo tipo de experiencia, más compleja. Le dijo que tenía la opción de rechazar la propuesta e irse o quedarse y, al final, decir qué tan satisfactorio fue. Él no dijo nada. Entró, vio mi cadáver y se quedó parado a un par de metros de distancia mientras Esther encendía la cámara, la acoplaba sobre el trípode, comenzaba a grabar y me enfocaba. Después de ajustar la iluminación, Esther se fue. Antes de que cerrara la puerta, oí cómo le decía al cliente, con voz ronca y casi inaudible, que podía, si quería, usar los cuchillos que estaban en la cocina. El cliente se acercó y examinó la cortada en mi cuello. Aprendí que gran parte de la experiencia de la necrofilia está en las heridas, en las incisiones. Él me desvistió porque Esther no se tomó la molestia de hacerlo. Después de quitarme la ropa, caminó hacia el trípode, desencajó la videocámara y continuó la grabación con la cámara en la mano. Tomó lo que Esther le dijo antes de irse como sugerencia y la obedeció. Fue a la cocina y regresó con un cuchillo que segundos después usaría para abrir más la incisión en mi cuello. Sólo lo suficiente para terminar de rasgarla con los dedos. Lo suficiente para caber en ella manteniendo su cualidad de hendidura apretada. En el estado de occisa consciente hubo algo que, de cierta manera, me consoló. La calidad de la tortura sólo estaba atenuada en el aspecto de mi interpretación de lo que me pasaba. Sentía todo, físicamente, con la misma intensidad. Pero mi mente, emancipada de un cerebro inactivo, estaba calmada. No había espacio para exaltaciones. Estaba lúcida. Podía estructurar con claridad el pensamiento de odio hacia Esther, pero las palabras no estaban acompañadas por emoción alguna. Las ideas no estaban manchadas con connotaciones que las vuelven más pesadas. La muerte, aunque era parcial, aunque mi conciencia subjetiva seguía existiendo, sí era una especie de muerte. Diferente a lo imaginado, pero muerte al fin. Continuaba percibiendo, pero todo estaba hueco, ligero. Las sutilísimas membranas que lo embadurnaban todo con pegajosa y viscosa humanidad habían desaparecido. Todo estaba seco. Paradójicamente,

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pensé en el concepto de la alegría, sin sentirla, por el hecho de no tener acceso a la angustia, a la desesperación o a miedo alguno. A nada que me permitiera sentir en todas sus dimensiones la experiencia de aquel momento, con aquel hombre sosteniendo aquella cámara y usando aquel cuchillo para cortarme como un pastel. Cuando Esther regresó al apartamento varias horas después, lo encontró muerto. Minutos antes de que se suicidara, predije que lo haría. La persona que finalmente encuentra lo que le produce mayor placer y en su encuentro y disfrute sólo puede tolerarlo derramando lágrimas y berridos no puede continuar por mucho tiempo más. Me pregunté si su muerte sería como la mía o si cada individuo obtiene una muerte diferente, una adecuada a su persona. Por un momento pensé que me había equivocado. Cuando terminó la sesión, entró al baño. Salió impoluto después de tomarse su tiempo en la ducha. Se vistió, encendió la cámara y revisó el material que grabó. Estuvo viéndolo, viéndome y viéndose a sí mismo largo rato. Cuando terminó de ver todo el video apagó la cámara y salió del apartamento. Treinta minutos después, regresó para hacer lo que hizo. Ella apenas se percató de su cadáver cuando vio el estado en el que se encontraba el mío. Se acercó a mí y, con paciencia y esmero desmesurado, se dispuso a posicionar mis miembros mutilados en el orden correcto, sólo para desordenarlos de nuevo al meter cada trozo dentro de uno de los vestidos que le compré una semana antes. Aunque fue complicado, logró unirme hasta darme una forma reconocible de cuerpo humano. Lo que hizo después fue recuperar la cámara, tomarme varias fotografías y subirlas a la página web de la empresa. Esther volvió a irse. Mi percepción sólo podía abarcar un espacio limitado dentro de la habitación. Me quedé ahí, y pensé, y esperé, porque era todo lo que podía hacer.

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JULIETA ARÉVALO. Nació en la Ciudad de México. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Fes Acatlán y en la Escuela Dinámica de Escritores de Mario Bellatín. Su trayectoria ha transcurrido por diversos talleres de literatura, producción, edición y guionismo. Profesionalmente ha trabajado como redactora, coordinadora editorial (en revistas y en el Festival del Centro Histórico), además de colaborar en publicaciones escritas (DF por Travesías y revista Turgente). Es autora del libro de cuentos Paraíso y otros cuentos incómodos. Su cuento Paraíso fue adaptado a obra cinematográfica por la productora de cine Canana (2013). Actualmente prepara su segunda compilación de relatos.


LLUVIA NEGRA JULIETA ARÉVALO

I

H

acía seis meses que la señora Trinidad, madre de Raquel, Carmen y Ana, había muerto. La demencia senil hizo de las suyas. Carmen fue su enfermera día y noche. Doña Trini, como le decían de cariño los vecinos de la cuadra, era un ser impenetrable, con una personalidad fuerte. Fue una mujer muy guapa durante su juventud. Se ignoraba si habían figurado más novios en su vida; sus hijas nunca se atrevieron a preguntarle, y cuando quisieron, ya era demasiado tarde para conocer sus raíces y la historia de su madre. El esposo de doña Trini, o sea, el padre de ellas, murió repentinamente, dejando sola a la mujer y a tres hijas de ocho, siete y tres años. Desde entonces doña Trini se dedicó a sacar adelante la casa y a pagar los estudios de sus hijas. Nunca se le vio con un hombre, sólo durante sus charlas con el jardinero, el cartero o el repartidor del agua. Con el paso de los años, la señora Trinidad se fue enclaustrando. Odiaba salir, a menos de que se tratara de ir al mercado. No tenía amistades, sólo conocidos, y toda su familia ya estaba enterrada. Lo que más disfrutaba era leer y regar las plantas de su jardín. Sus hijas solían comprarle libros y revistas que devoraba obsesivamente; hojas amarillentas invadían el baño, la cocina, su cuarto y, por supuesto, todos los estantes y libreros. Sólo ellas asistieron al funeral de su madre. Ellas y Chucho, el jardinero de toda la vida, que aún vivía y que siempre le guardó cariño a “la Señora”, como le decía. Raquel, Carmen y Ana


no derramaron ni una lágrima. No hubo aspavientos, tampoco un gesto diferente, ni siquiera un abrazo de apoyo mutuo. Fue hasta que un par de finas alas negras volaron sobre la caja mortuoria que las tres reaccionaron y corrieron torpemente hacia el baño de los velatorios. El jardinero tuvo que espantar la criatura y asegurarle a las tres mujeres que se había ido, que ya no había más mariposa. Sin embargo, Raquel, Carmen y Ana no quedaron muy tranquilas. Procuraron borrar ese episodio. Aunque aún no era invierno, ellas tenían frío, o quizá su alma se había helado al quedarse sin madre. La presencia de aquella alimaña vino a remover sus sentimientos, los recuerdos que cada una guardaba en los cajones, en los armarios, en los libros regados, en aquel jardín donde su madre había construido un reino y en el que ellas eran meras aprendices.

II Después de casi dos años de hacer trabajitos en su casa, Raquel consiguió empleo en una editorial como correctora de estilo. El sueldo era mísero, pero ella se sentía útil y feliz, pues a sus 55 años era difícil, por no decir casi imposible, conseguir un empleo. A las cinco de la mañana, la luz de su recámara se prendía, y a las seis se apagaba, cuando salía de casa y tomaba el camión y después el metro rumbo a los confines de la ciudad. Casi siempre se topaba con Carmen, quien a esas horas solía preparar su tupper con salchichas y un sándwich de crema de cacahuate. Carmen era enfermera, cuidaba a dos ancianos que vivían a pocas cuadras de la casa. Cuando ellas salían a trabajar, Anita, como le decía su mamá, dormía. Adicta a las telenovelas y a las series norteamericanas, cada noche se desvelaba para despertar casi hasta el mediodía. Pero no tenía prisa porque trabajaba desde la casa bordando manteles, carpetas y tejiendo suéteres para varias tiendas, además de coser ropa. Así que permanecía ocupada gran parte de la tarde. Sus hermanas criticaban ese modo de vivir, decían que era irresponsable, pero a Anita no le interesaba lo que pensaran ellas; las únicas opiniones que le importaban eran las de su ma-

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dre. Lo que decía doña Trini era irrebatible, imborrable, ley. Así era para Anita. Para las tres. Llegó el invierno. A la sombra, el aire era gélido; bajo el sol, su luz iluminaba varios rincones de la casa. Anita buscaba esos rincones con desesperación. Sus pies parecían dos témpanos, le costaba trabajo soltar las manos para bordar o hacer un dobladillo. Para Raquel y Carmen, el frío comenzaba al abrir los ojos y sentir el aire helado en la punta de la nariz. Esta sensación se extendía cuando esperaban el transporte público en la parada y un vaporcillo salía de sus bocas con cada soplo de su cuerpo.

III La editorial donde trabajaba Raquel cumplía su 50 aniversario. Durante un mes, se había planeado una fiesta para celebrar a lo grande. Raquel estaba emocionada. La última vez que se había preocupado por ponerle un especial interés a su vestimenta fue cuando salió de la universidad y su madre le dijo que se arreglara para verse menos fodonga y que se maquillara ese rostro pálido por una vez en la vida. Aunque no estaba doña Trini, Raquel quiso verse especial. Anita le ayudó a crear un modelo no muy afortunado que la hacía lucir diferente, aunque era imposible disimular esa clásica pancita de las mujeres que empiezan a ser mayores. Pero Raquel se sentía bien. No le importaban las manchitas de las manos, ni el vientre abultado ni las arrugas del cuello ni las de las comisuras. En la editorial notaron su transformación. Algunos se burlaron de sus sombras azules y de sus zapatos estilo hermanas-dela-Cenicienta. Otros más, como el contador, se fijaron en ella, en su rostro pomuloso y melancólico, en esa forma tan poco femenina de caminar con los tacones; a leguas se notaba que no tenía experiencia con las alturas. Raquel se emocionó ante el coqueteo y sus posibilidades, sin embargo, después se enteró de que el contador se había ido de luna de miel. Fue así que las sensaciones olvidadas trajeron consigo a los viejos usos y costumbres. Volvieron las faldas cafés y largas, los zapatos de piso parecidos a los que usaba su madre y el rostro pálido sin una gota de maquillaje.

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El invierno se estaba despidiendo. La primavera guardaba demasiada luz, las flores se “empoderaban”, comenzaba la alergia por el polen. A veces Carmen cerraba las persianas y Anita dejaba la hiedra del jardín crecer para que tapara esos rayos de sol que no la dejaban regar a gusto. En marzo el calor era extremo, en mayo insoportable. Se rumoraba que había sequía en el país. Algunos meteorólogos afirmaban que las lluvias llegarían después de lo previsto. Las calles y avenidas transpiraban gotas, la gente estaba harta. Raquel, Carmen y Anita soportaban de mala gana el clima. Sus cuerpos lo resentían, algunas veces se les hinchaban los pies. Las camisas de Raquel estaban empapadas de las axilas, a Carmen le brillaba el rostro, a Anita se le pegaba la ropa con cierta vulgaridad. Había incendios, muertos por insolación, campos ávidos de agua. Los cuerpos y los pensamientos de aquellas mujeres se incendiaban también por dentro.

IV La primavera se marchó, pero el calor no. Aún no llegaban las lluvias. Fue hasta septiembre cuando comenzó a caer agua del cielo. El primer día de lluvia, Raquel no pudo salir de su trabajo. Carmen flotó en la alberca del periférico rodeada de camiones y autos. Anita se quedó sin luz en casa por culpa de un rayo. Los noticieros cubrieron los deslaves y las inundaciones de norte a sur. Las escuelas tuvieron que cerrar, los autos se echaban a perder, los árboles se vencían por tanta agua. La ciudad se estaba hundiendo. Semanas después brilló el sol y las lluvias fueron espaciándose. Raquel, Carmen y Anita no quedaron muy tranquilas. Sabían lo que las lluvias ocasionaban, sabían que cada verano, desde que eran niñas, sus cuerpos adquirían otra postura: la de ancianas prematuras, encorvadas, incapaces de poder mirar más allá de un techo o de un farol por temor a encontrar eso que tanto les preocupaba. En tiempos de doña Trini acostumbraban lavar la ropa y tenderla adentro de la casa para que aquellas criaturas no se posaran allí. Muchas veces, en la escuela les hicieron el feo a las tres porque olían agrio. Ya sin doña Trini, las hermanas solían cerrar las ventanas y

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abrirlas durante algunos minutos, aunque preferían que flotara el hedor de sus cuerpos en vez de la pureza del aire. Para Raquel y Carmen era aún peor, pues a la hora en la que salían era inevitable no pensar en un encuentro “volátil”. ––La cosa se va a poner difícil ––dijo Raquel en su papel de hermana mayor. ––Si hubiéramos ido a un psicólogo a tiempo, esto no pasaría ––comentó Carmen. ––Pues yo no sé si sea un rumor, pero escuché en la tele que había una plaga de mariposas negras––dijo Anita con una expresión seria. Las tres hermanas tuvieron mucho cuidado. Hasta ahora no habían sufrido ningún percance. Los desencuentros comenzaron con Anita. Cuando sacó del clóset la ropa que se iba a poner, unas alas negras volaron sobre su cara y en sus cabellos con ese sonido tan seco. Gritó sin obtener ayuda. Estuvo encerrada en el baño hasta que llegaron sus hermanas del trabajo. Clausuraron esa recámara e instalaron a la hermana menor en el cuarto de doña Trini. Al día siguiente no hablaron del tema. Anita estaba ansiosa, tenía que sacar la ropa de su recámara, pero no se atrevió a entrar, así que tuvo que ponerse una falda de sus hermanas y un suéter de su madre; hasta los zapatos eran ajenos. Se veía más grande de lo que era. Había adoptado la actitud de su madre, quizá por haber estado más tiempo en casa acompañándola. Encorvada, bien podría haber desempeñado el papel de doña Trini ante sus hermanas. Con dificultad, salió al jardín a arreglar las plantas, pero se metió cuando vio a varias figuras negras posadas sobre la pared y en la hiedra del jardín. No se movían. Parecían congeladas o más bien detenidas en el tiempo, observando en silencio los movimientos de aquella mujer. Anita cerró la puerta del jardín y se puso a llorar de impotencia en la estancia, como cuando era niña y la despertaban las pesadillas. Estaba sola, sus hermanas seguían en sus trabajos. Tenía varios encargos por entregar, pero pensaba que el ruido de la máquina de coser las despertaría. Cuando llegaron sus hermanas y la encontraron dormida en la estancia, supieron que algo andaba mal. Raquel había sufrido un colapso nervioso en el trabajo. Cuando fue al baño, una forma oscura voló sobre su cabeza, justo cuando estaba orinando.

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Ella se tapó los ojos y gritó. Salió llorando del baño. Su jefe, quien estaba al tanto de sus terrores, le dio un día de descanso para recuperarse. A partir de ese momento, los pómulos de Raquel se salieron más y el color de su piel adquirió un tono cenizo. El descanso se prolongó hasta una semana, y después un mes. No regresó a trabajar, decidió quedarse en casa a acompañar a su pobre hermana, quien tenía los nervios de punta y no lograba conciliar el sueño. Anita veía la televisión día y noche, sin ganas de moverse. Sus clientas comenzaron a buscarla, pero ella no les contestó. Se veía frágil, había perdido la voluntad. Aunque extrañaba a su madre, cada vez que aparecía una mariposa en la casa —lo cual sucedía con más frecuencia—, sentía ganas de reclamarle los miedos heredados, las nulas muestras de cariño y la comunicación superficial que sostuvo con ella. Esos pensamientos la hacían sentirse culpable. Su madre ya no vivía, no había lugar para los reproches. Las noticias confirmaron la plaga de mariposas negras. Carmen intentaba seguir con su vida. Procuraba salir temprano de la casa hacia el trabajo, sólo que ahora caminaba insegura por las avenidas e intentaba no pasar cerca de puentes, árboles o rincones sospechosos, pues sabía que las aves nocturnas se reunían allí. Una semana antes había corrido sin medir las consecuencias cuando vio a un ser negro emprender vuelo. Sin darse cuenta, fue a parar hasta una avenida donde casi la atropellan. “¡Pinche vieja loca!”, le gritaron desde un auto. Fue ahí cuando comprendió la magnitud de su terror. Carmen era una mujer robusta. Los seres alados afectaron sus costumbres alimenticias, obligándola a abandonar las visitas nocturnas al refrigerador por temor a encontrarse con uno. Bajó de peso —lo que ninguna dieta pudo lograr—. Los nervios comenzaban a traicionarla, especialmente cuando escuchaba cómo los bichos se estrellaban contra las ventanas; uno de los ancianos que cuidaba había olvidado cerrarlas. El viejo manoteaba para alejar al bicho mientras otras tres mariposas adornaban siniestramente la cabecera de su cama. Llamó a Carmen para que la ayudara; aparte, se había zurrado y necesitaba que lo lavaran. Ella no pudo acercarse y prefirió bajar las escaleras y salir de esa casa pese a los ruegos del anciano, pese a que lo dejaría solo con sus hedores.

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Carmen llegó sudando al No. 701 de Cerrada de Piracanto. Sus hermanas la recibieron silenciosamente. Las tres se plantaron en la estancia e intentaron ver un programa de televisión. Las mariposas se abalanzaban sobre la ventana buscando cobijo; las hermanas saltaban del susto y lloraban porque los seres iban cobrando fuerza. Era un equipo trabajador, iban y venían en grupos, cubrían todas las ventanas y se quedaban postradas durante horas, mirando desde fuera hacia adentro, hacia ellas. Había mañanas en las que las ventanas quedaban libres durante algunos minutos, pero las alas no tardaban en cubrirlas de nuevo, revoloteando con vigor. Un regimiento de mariposas se congregaba en las ventanas. El cielo había cambiado de color, los pájaros trinaban; sin embargo, el aleteo de centenares de finísimas alas triunfaba sobre ellos. Ya no se sabía cómo era el sonido del viento sobre los árboles porque estaban ellas, con las alas abiertas de par en par en un abrazo siniestro. Finalmente la presión de centenares de mariposas terminó por romper una de las ventanas de la casa. Las paredes de la estancia se transformaron en un tapiz con textura negra. Alas por aquí, alas por allá; alas negras, alas cafés; centenares de miradas que se posaban en silencio sobre cualquier espacio libre. Las lámparas perdieron su forma original y adquirieron la de ellas. Los espejos ya no eran espejos, los techos respiraban, las puertas se oscurecieron, la alfombra fue sustituida por ellas. El aire de sus alas ventilaba los calores, pero también era intrusivo, tan pesado como la asfixia.

V Raquel, Carmen y Anita iban desdibujándose con el paso de los días. Lo poco que quedaba de ellas se iba transformando. Sus cuerpos se habían consumido como racimos de uvas; las ropas estaban sucias, sus cabellos revueltos, olían a podredumbre. El teléfono sonaba de vez en cuando, pero ellas dejaron de contestarlo, hasta que finalmente lo cortaron. Quedaban pocas latas de comida en la bodega, el jardín era un caos; Chucho tocó el timbre hasta el cansancio. Doña Trini nunca les dijo por qué les había heredado ese

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terror, heredado a su vez de su madre. Sus tres hijas se estremecían cuando ella les contaba historias de mariposas, pero también sentían un extraño morbo y deseos de saber más sobre esos seres. A veces, cuando se aparecían, las niñas no dejaban de mirarlas. Pero eso sí, apenas volaban, las tres salían huyendo. De chica, Raquel pensaba que las mariposas eran hijas de las brujas, pues cada vez que era época de mariposas, su madre tenía una escoba cerca. Cada verano, doña Trini prevenía a sus hijas para que tomaran precauciones antes de que comenzaran las lluvias. “No se acerquen jamás a una mariposa negra”, decía. “Cuando aparece una es sinónimo de mala suerte y de que vendrán tiempos difíciles. Y nunca las maten, porque si lo hacen, morirán”. Muchas veces Anita despertó empapada en sudor. Cada verano tenía un sueño recurrente en el que una mariposa negra la llevaba a un bosque y se transformaba en un ser de grandes dimensiones. Ella corría y corría, pero no tenía caso, la mariposa la alcanzaba, atrapándola entre sus alas para luego devorarla. “Con la furia de las mariposas no se metan, niñas. La naturaleza les dio un poder con el cual nosotras no podemos luchar. De niña yo tenía un perro que una vez encontró tres y se las comió. Horas después, estaba patas p’arriba. Son amargas, son malas”, decía doña Trini.

VI “Amigas, les recomendamos no dejar ropa tendida durante la noche, ya que las mariposas negras pueden chocar con ella y diseminar sus espículas tóxicas. Sacudan las prendas antes de guardarlas en sus casas. Cubran las piletas con una lona para evitar que las polillas entren en contacto con el agua. Coloquen mosquiteros en las ventanas para que no entren a sus casas atraídas por la luz. La plaga de mariposas negras está llegando a su fin. Las fumigaciones que ha realizado el gobierno han dado buenos resultados, y probablemente en tres días estaremos libres de la Hylesia nigricans”. La mujer del programa de entretenimiento matutino seguía hablando. Raquel, Carmen y Anita enmudecieron. Sentadas en el sillón, no se podía saber si sus ojos estaban abiertos o cerrados, ya que los cubrían un manto de alas negras; sus ropas daban

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la impresión de estar hechas de papel. Las paredes enclaustraban podredumbre, el encierro de tres cuerpos paralizados por la negrura, junto con cientos de seres aplastados, tiesos, secos, rotos, hechos polvo. A excepción de una mariposa que volaba ansiosamente, pero que a veces hacía pausas y se quedaba flotando encima de las tres mujeres. Doña Trini decía que las mariposas negras son difuntos que regresan a despedirse. Quizá ella había decidido hacerles una visita a sus hijas y asegurarse de que todo estuviera bajo control. Bajo su control.

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SAMANTHA MICHELLE GUZMÁN HIDALGO. Nace el 29 de diciembre de 1991 en la Ciudad de México. Estudió Comunicación y Periodismo en la UNAM, especializándose en Televisión. Además de ser aficionada a la lectura, los viajes y la cultura general, tiene una obsesión con el cine y un gusto muy especial por las películas de terror. Después de diez años de sumergirse en el tema, espera iniciar una carrera en el periodismo de cine y la escritura de guiones.


NICE PETER SAMANTHA MICHELLE GUZMÁN

Largo de aquí

U

n joven avanza hacia el aula abandonada de la escuela secundaria local en una pequeña región suburbana en el oeste de Oklahoma. Oscurece y los pasillos ya están desiertos. Su paso se vuelve inseguro conforme se acerca. Al llegar, nota que la roída puerta de madera está abierta. Un poco más decidido, se interna en la penumbra del viejo salón de clases y hace un esfuerzo con la vista para verificar que todo está en orden, si es que se le puede llamar así. Exclama: “Sal, me mandaron a buscarte”. No recibe respuesta. Repite sus palabras sin moverse de sitio, pero esta vez escucha un par de sonidos detrás de un escritorio. “Eres tú, Ned. No estoy de humor. No hay ningún estudiante, eres tú”, dice antes de asomarse al rincón de donde provenía el ruido, pero en lugar de encontrarse con Ned, es golpeado en la cara por un hombre ensangrentado. Totalmente fuera de sí, el hombre intenta estrangularlo, sin conseguirlo debido al forcejeo, pero con uno de sus puños rompe una de las ventanas y rápidamente encaja un enorme vidrio roto en el cuello del joven. El hombre se queda totalmente inmóvil, mira sus manos como si tratara de comprender lo que sucede. Histérico, el joven se levanta y saca una navaja de su bolsillo, y con todas sus fuerzas la entierra en el ojo de su agresor, matándolo casi al instante. El joven cae una vez más al suelo, quedándose más y más quieto. Al otro extremo del aula, en las sombras, alguien más los observa. Un hombre de rostro muy blanco, con una media sonrisa.


Este es el mejor día de todos Al fondo de un salón de clases lleno, David lee con interés un cómic sobre vampiros hasta que escucha la llamada de atención de la profesora. Ella le retira el ejemplar de las manos y continúa con su clase. A él no le queda más remedio que observar. Voltea a ver a Jeffrey, su mejor amigo, quien está dibujando una especie de cementerio a la mitad de la noche en una hoja de su libreta. Terminadas las clases, David y Jeffrey salen de la escuela secundaria local para emprender el camino de regreso a casa. Platican con más ánimos que cualquier otro día. Hoy es Halloween, el día favorito de ambos en todo el año. David tiene un plan para divertirse como nunca esa noche: visitar los lugares que tienen fama de embrujados en la comunidad e invocar a las entidades que habitan ahí. A Jeffrey no le agrada la idea, pues resulta que ese es el plan cada año, y cada año se vuelve más aburrido que el anterior. David trata de explicarle por qué su propuesta tiene sentido: la noche de Todos los Santos no sólo se celebra en Estados Unidos, sino en varios países, entre ellos México. El padre de David era mexicano, por lo que él conoce sus celebraciones, y sabe que si bien el origen de dichas celebraciones es muy distinto al de su país natal, ambas tienen algo en común. Se cree que es la única noche del año en la cual se rompe la barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. David y Jeffrey suelen pasar los días leyendo sobre historias paranormales, deseando vivir algo así, sentir la adrenalina que eso produce. Pero nada sucede. Entonces, ¿qué mejor ocasión para buscar toda esa experiencia? Tal vez no han ido a los sitios correctos, pero eso no quiere decir que no pueda suceder, y cuando suceda, Jeff se lo agradecerá a David. Jeffrey acepta, no muy convencido. Los dos acuerdan verse apenas oscurezca.

Esquizofrenia Lena, la madre de David, ayuda a éste con su disfraz. En el televisor, la cara de Freddy Krueger atraviesa una pared en A Nightmare on Elm Street. Mientras maquilla los ojos de su hijo, Lena le pregunta cómo es que aún le gusta salir así. A él le sorprende, pues no encuentra motivos para sentirse avergonzado por eso; es la única noche en la que puede convertirse en todo aquello que le

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asusta e intriga. David se mira en el espejo: ahora sus ojos verdes resaltan con el rubor esparcido en los párpados y el maquillaje blanco en el rostro, dándole un aspecto mortecino. Como un auténtico cadáver. Antes de que llegue Jeffrey, madre e hijo preparan la ofrenda de Día de Muertos. Acomodando un par de veladoras y posteriormente las frutas que compró para la ocasión, Lena le dedica unas palabras a Jaime, su difunto esposo. David aprovecha para decir cuánto extraña poner la ofrenda en compañía de su padre, quien le enseñó la antigua tradición como alguna vez lo hizo con Lena. También extraña las historias que su padre compartía con él, las únicas que realmente le ponían los pelos de punta, porque eran sinceras. Lena lo interrumpe porque lo que está diciendo no tiene sentido; esas no eran historias, sino alucinaciones. El padre de David era esquizofrénico. La discusión termina porque Jeffrey ha llegado y está esperando en la puerta.

La peor de las ideas Ya casi oscurece y todos los niños han salido con sus disfraces, entre los que figuran un cadáver y un vampiro. El clima frío, combinado con las miles de hojas caídas, el ruido y los cientos de máscaras, brinda una atmósfera alegre e inquietante a la vez. Siendo el momento adecuado, David le habla a Jeff acerca de la sorpresa que tiene preparada. Este año no será como los demás. Todos saben que en la escuela hay un aula embrujada; es el aula más alejada, oculta y a medio derrumbar. El enorme parque protegido que se encuentra detrás de la escuela y el terreno de la misma solían ser una granja. El dueño se llamaba Peter Bolton, y era un asesino. Todos sabían eso, pero hace un par de semanas, el viejo conserje de la escuela, Ned, le reveló a David la existencia de un diario escrito por Peter Bolton. El diario, junto con algunas sus pertenencias, estaban escondidos en un viejo árbol del parque. Ned le había mostrado el diario justo antes de volverlo a ocultar en el árbol. David planeaba sacar el diario e invocar al espíritu de Peter. Esa era la sorpresa, y por eso todo sería diferente aquella noche. Jeffrey, alterado, se rehúsa a hacerlo. David le pide que se calme y le dice que por fin conocerán la diferencia entre atestiguar una

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historia de miedo y vivirla. Jeff acepta ir, pero le advierte a David que seguramente nada de eso es cierto; el viejo Ned siempre ha estado demente y le encanta contar historias de miedo para asustar a los niños. David sabe que Ned no está muy cuerdo, pero ha vivido muchas cosas. Ned confió en él porque es el único que no sólo ama esas historias, sino que cree en ellas. Mientras avanzan por la avenida que conduce hasta la escuela, son testigos de la pelea entre dos pandilleros. Uno de ellos es lanzado cerca de ellos. Levanta su cara ensangrentada y mirándolos amenazadoramente les dice: “Largo de aquí”. Para Jeffrey, ese es un pésimo augurio.

Nice Peter David encuentra el viejo diario escondido debajo del árbol. Jeff lo mira nervioso. “Ahora vamos al salón abandonado”, anuncia David. En una de las rejas que delimitan el terreno de la escuela hay un agujero suficientemente grande para que pasen los dos amigos. Al entrar al salón, David le pregunta a Jeff si conoce la historia de Nice Peter. “Largo de aquí, o lo último que verás será a Nice Peter sonriéndote. Eso dicen sobre él. Era un asesino”, dice Jeffrey con cierto fastidio. David se dispone a contarle la historia completa, lo que Ned le confió semanas atrás. Hace más de un siglo, Peter Bolton era un granjero muy apreciado por su comunidad. Tenía fama de ayudar a todo aquel que lo necesitara y siempre tenía una sonrisa para sus amigos. Una media sonrisa. Muy amable y platicador, nadie tenía idea del secreto que él ocultaba: odiaba a los forasteros y amaba asesinar. Siempre que un forastero se hospedaba cerca, Nice Peter, como era apodado, lo invitaba a su hogar. Lo conducía hasta un granero lo suficientemente alejado y, cuando menos se lo esperaba, lo golpeaba hasta asesinarlo con los mismos artefactos que utilizaba para matar a los cerdos. Era muy cuidadoso; procuraba no matar demasiado rápido a su víctima, porque le gustaba verlos sufrir. Cuando terminaba, para deshacerse del cadáver, se lo daba a los cerdos o simplemente lo enterraba. También disfrutaba escribir en su diario todo lo que hacía; era grato revivirlo. Pero un día algo salió mal en su querido granero: la mitad del techo se derrumbó mientras Peter estaba ahí. Un enorme pedazo de madera cayó sobre sus piernas, rompiéndole los huesos. Otros fragmentos

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lo golpearon en la cabeza y el cuerpo, hiriéndolo de gravedad. No pudo escapar y nadie escuchó sus gritos, por lo que murió ahí al cabo de unos días, envuelto en una terrible furia. Después de un tiempo, se encontró su cadáver y el testimonio de sus actos. Cientos de huesos se desenterraron en la granja. Todo se derrumbó y el terreno se volvió propiedad del gobierno local. Casi un siglo después se construyó ahí mismo la escuela secundaria. Curiosamente, también fue construido un salón justo donde se encontraba el granero de los homicidios. No pasó mucho tiempo antes de que entre la comunidad escolar se hablara de un fantasma con ropas de granjero que amenazaba a todo desconocido que se acercara a su terreno, por lo que aquel salón fue prácticamente abandonado. Nadie volvió a ver el diario de Peter, pero una leyenda se extendió: Nice Peter sabe a lo que más le temes, y acabará contigo si entras a su hogar. El viejo Ned estaba loco, sin duda. Aun así, David abre el viejo diario y comienza a leer un fragmento en voz alta, ignorando las súplicas de Jeff. “Ayer me deshice de otro maldito forastero. Tuve la sensación más dulce”, y el césped suena casi como si alguien caminara hacia ellos. “Alguien tiene que limpiar la escoria de este lugar”, y una fuerte brisa cierra la puerta de golpe. “Más vale que ni uno de ellos se atreva a permanecer aquí, o yo me encargaré”, y un par de inexpresivos ojos apare frente a ellos en el otro extremo del aula. Ambos niños gritan y corren con todas sus fuerzas. Una vez afuera de la escuela, aún corriendo camino a casa, Jeff se suelta a llorar. David no sabe qué decir.

No estaba listo para esto Casi 24 horas después de aquel momento, ambos amigos están listos para hablarlo con calma. Jeff no quiere volver a saber nada al respecto. David está intrigado. Si eso había esperado por tanto tiempo, ¿cómo pudo sentirse tan aterrado? Recuerda ese inexplicable frío que llegaba hasta sus huesos, la incertidumbre ante lo que no podía comprender, y vuelve a sentir náuseas. Tal vez había sido imprevisto. No entiende por qué, pero al igual que su mejor amigo, desea olvidar eso y volver a su vida de cómics y películas de terror. Solo en su habitación, David prende el televisor para ver su

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serie favorita. Se distrae con las apariciones fantasmales en una típica casa norteamericana, y de pronto escucha pisadas en las escaleras. Imaginar eso hubiera sido divertidísimo, pero en ese momento fue perturbador. Sale de su cuarto para averiguar qué es. Al bajar las escaleras, se escucha una voz muy tranquila proveniente de su cuarto que dice su nombre. A pesar de sus obsesiones, a lo que más le teme David es a las voces fantasmales. Le recuerdan las historias de su padre. Comienza a subir las escaleras de nuevo, pero esta vez una figura sale lentamente de su habitación. Ropa antigua de granjero, rostro blanco, una media sonrisa. Nice Peter. David corre.

Seguro fue una alucinación Lena está abrazando a David. Él tiembla, con su rostro pálido y el sudor frío resbalando. Le cuenta a su madre lo que sucedió. Ella escucha pacientemente, pero cuando la anécdota termina, su expresión es de horror. La madre de David recuerda cosas de su pasado. Lo recuerda casi todo. Cómo comenzaron las alucinaciones, las voces. Cómo Jaime dejó de ser la pareja perfecta y se convirtió en alguien fuera de control, alguien que ya no vivía en su realidad. Así lo perdió. A lo que más le teme Lena, es a perder a su hijo de la misma forma.

Ratas Varios días después, la profesora Martell limpia el pizarrón después de clases. Es uno de los últimos salones, en la planta baja, donde se imparten los cursos de séptimo grado. Escucha ruidos al otro lado de la puerta, pero decide ignorarlos. Son pequeñas pisadas, decenas, tal vez cientos. La profesora hace una pausa antes de continuar limpiando meticulosamente el pizarrón. Al terminar, sigue con absolutamente cada objeto presente en el aula, hasta que todo quede en orden y limpio. Aún hay pisadas afuera. Pisadas muy pequeñas, y ahora sonidos muy agudos. Ella se dirige a la puerta, pero justo antes de abrirla, se detiene y regresa a donde estaba. No es posible, no hay nadie. Si fuera el conserje, un profesor o un estudiante, el ruido sería mucho más fuerte. Pero las pequeñas pisadas no cesan. Aho-

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ra son más y más. Son tantas que no lo puede soportar y corre a abrir la puerta. Su expresión cambia dramáticamente ante lo que ve: decenas, tal vez cientos de ratas entran al aula con gran velocidad. Derriban a la profesora. En el suelo, queda paralizada por el miedo, incapaz de gritar. Los chillidos, el horrendo pelaje grisáceo, las pisadas sobre ella. Ahora la muerden. La habitación está llena, pero alguien más se hace presente: un hombre de expresión amable, sonriéndole. Ella lanza el grito más potente que haya emitido en toda su vida, justo antes de morir de un infarto fulminante. A lo que más le temía la profesora Martell era a la suciedad y a las ratas.

Ya no era la misma persona Sábado. Son las 7:00AM, y David ya está despierto. Se levanta sobresaltado, seguramente por una de sus nuevas pesadillas recurrentes que ya no recuerda. Lena sigue durmiendo, por lo que él baja a servirse el desayuno. Está llenando su plato de cereal cuando, repentinamente, unas manos invisibles lo estrangulan. Tira el plato y cae al suelo él también. Una alacena se mueve hacia delante, a punto de caer sobre él. David logra girar antes de que el enorme mueble lo aplaste, y en ese momento baja corriendo su madre. Lena lo observa atónita. Unos minutos después, Lena revisa el cuello de David. Él todavía está muy nervioso, pero ella le exige una explicación, porque no es el primer acontecimiento extraño que ocurre en los últimos días. David ya no aguanta más y le cuenta absolutamente todo, desde la noche de Halloween. Sin embargo, la reacción de su madre es muy distinta a la que él esperaba. Lena se altera notablemente, al grado de empujarlo lejos de ella, y se queda en silencio, tratando de entender lo que acaba de escuchar. David le pide que se calme, le dice que necesita su ayuda. Lena le contesta, gritando, que su historia es falsa y todo lo imaginó. Todo tuvo que ser una alucinación. Definitivamente necesita ver a un doctor. Esta vez David es el que pierde el control, diciéndole que es cierto y que ella tiene que creerle; no está loco. Al no encontrar otra salida, Lena le cuenta la verdad sobre su padre a David. Según ella, Jaime había sucumbido ante la esquizofrenia, sin embargo, David siempre le cuestionó eso. Y tenía razón: nadie muere de esquizofrenia paranoide. Antes de que David

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naciera, Jaime fue diagnosticado. La enfermedad había sido controlada, pero cuando David todavía era muy pequeño, su padre tuvo una recaída. Simplemente dejó de tomar los medicamentos, creyéndose curado. Durante semanas alucinaba, perdía el sentido de todo. Salía a la calle a hacer y decir cosas absurdas, sin rumbo. Un día fue a parar a la escuela secundaria y se escondió durante varias horas en el salón más alejado. Se dieron cuenta de que había alguien en aquel salón y mandaron a un joven conserje a ver quién era. Pensaron que se trataba de algún estudiante, pero no. Cuando el joven entró al salón, Jaime le saltó encima y comenzó a golpearlo, asesinándolo posteriormente con un vidrio roto. Pero antes de morir, el joven logró matar a Jaime con una navaja. Llamaron inmediatamente a Lena al descubrir que era Jaime quien estaba escondido en la escuela. Y no sólo eso, sino que había asesinado brutalmente a un conserje que acababa de entrar a trabajar ahí. Lena nunca logró entender qué pasó, cómo es que su esposo se transformó en un homicida. Él estaba enfermo, pero nunca había lastimado a nadie en toda su vida. Era como si fuera otra persona; él repudiaba la violencia. Fue esa enfermedad, esas alucinaciones, lo que provocó su muerte. David llora incontrolablemente. Nunca imaginó que su padre había tenido ese final. Antes de saber eso, David percibía a la esquizofrenia como algo perfectamente normal en su padre, algo que era parte de él, como las historias que le contaba sobre voces que le hablaban y personas que los seguían todos los días. A pesar de la confesión de su madre, David sabe de alguna forma que su padre no había sido capaz de asesinar, no había querido hacer eso. Aunque Lena le manifestó sus temores acerca de él, David sabe que no está enfermo. Y hay un testigo: Jeffrey.

Culpable David toca la puerta de la casa de Jeffrey. Su amigo le abre y está irreconocible: pálido, visiblemente más delgado. David siente como si no lo hubiera visto en semanas. Ambos pasan a la sala. Antes de escuchar lo que David quiere contarle, Jeff decide hablarle de lo que le ha pasado en los últimos días. Desde la noche de Halloween, a Jeff no lo han dejado en paz. El primer día salió sangre de la regadera cuando iba a bañarse. El segundo día su sopa se transformó en sangre en cuestión de

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segundos. Jeff comenzaba a tener pesadillas: su casa inundada en sangre, él mismo desangrándose, sangre brotando a borbotones de los ojos de sus familiares. Eso sin mencionar al hombre que lo perseguía. Era Nice Peter, estaba seguro. Lo seguía a todos lados, siempre unos pasos detrás, mirándolo, sonriéndole tranquilamente. Sus padres estaban preocupados por él y ya no sabían cómo ayudarlo. Él quería calmarse, ser el de antes, pero no podía olvidar la imagen de esos ojos amenazándolo. Además, ya no soportaba el miedo después de lo que ocurrió con la profesora Martell. Justo cuando David pensaba comenzar a desahogarse, Jeff le cuenta todo sobre la muerte de la profesora. Nadie entiende qué pasó. Joven, sin problemas cardiacos, pero murió de un infarto. Sólo escucharon un grito y otro profesor encontró su cadáver. Una vez que David por fin le cuenta a Jeffrey todo lo que pasó, ambos amigos se dan cuenta de que todo es culpa de ellos. Especialmente de David. Todas las historias que aman leer y ver a través de una pantalla comienzan por accidente, por un descuido. Pero esta no. Ellos fabricaron su propio horror. David por fin comprende el sentido de aquellas narraciones. Provocan curiosidad porque tal vez nunca podamos entenderlas, pero creamos hipótesis e inventamos nuevos relatos con la certeza de que nada malo nos va a pasar. Por eso las alucinaciones lo asustan. Eran su mayor conexión con todo aquello que no podía entender, pero en la voz de Jaime eran tan reales que el terror se transmitía de padre a hijo. Aun cuando sus visiones eran parte de una enfermedad, algo que definitivamente no existía. Es demasiado tarde para darse cuenta de todo eso. David y Jeff saben que deben hacer algo para detener lo que han provocado.

La otra cara de la historia Tal vez la única persona capaz de ayudarlos es aquella en quien nadie cree. El viejo Ned. Van a buscarlo con la esperanza de que tenga la respuesta. Ned se encuentra en la escuela, podando el césped. Al verlos, se alegra un poco; cuando eres senil y tus palabras son puestas en duda, pocos se acercan a conversar. Pero al mismo tiempo está angustiado, porque sabe la razón por la cual lo buscan. Escucha con atención a los dos niños, sin ocultar el temor en su rostro. Para

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él es hora de contarle algo a David, algo que debió decirle desde hace mucho tiempo. El padre de David no es ningún homicida, al menos no voluntariamente. Nice Peter siempre ha estado ahí, su espectro se aparece ante prácticamente cualquier persona. Sin embargo, sólo puede tener efecto en aquellos que son vulnerables a él. Jaime era vulnerable debido a su enfermedad, y cuando llegó a ese salón, fue atacado por las visiones de Nice Peter, mostrándole aquello a lo que más temía. Lamentablemente, el padre de David no era capaz de distinguir una alucinación de otra; para él todas eran igualmente reales. Aquella vez no se trataba de sus visiones inofensivas, sino del ataque de un ser maligno. Harto de ser atormentado por lo que veía, Jaime decidió poner fin a eso: atacó a su propio agresor hasta terminar con él. Justo antes de matarlo le gritó: “¡Largo de aquí!”. Por desgracia, ese no era Nice Peter. Era el nuevo conserje. Jaime murió sin saber qué había ocurrido realmente. Sin merecerlo. Ned sabía esto porque fue testigo de ello. Vio todo a través de una ventana. Nadie le creyó porque todos saben que a Ned le encanta asustar a la gente con sus historias. Él sabe que nadie le cree y que tal vez sí ha perdido un poco el juicio por todos esos años de ver cosas que para el resto de la gente no estaban ahí. Pero, ¿cómo sabe alguien que está loco? Todos creen estar cuerdos, incluso los locos. Ahora Ned le explica a David por qué Nice Peter lo persigue. Por una simple razón: David creyó en él lo suficiente. Estaba tan involucrado, tan interesado, que en la única noche del año en la que los muertos son capaces cruzar al mundo de los vivos, Nice Peter fue invitado a quedarse en él. No se detendrá, y la única forma de deshacerse de él es enfrentándolo y sobrevivir a ello.

Sin miedo David busca desesperadamente entre sus libros y revistas, pues tiene la esperanza de poder descubrir ahí cómo acabar con la presencia de Nice Peter. No encuentra nada, pero recuerda algo que había leído en varias de sus historias: destruir todo lo que se relacione con el origen del horror. No está muy seguro de eso, mas es todo lo que tiene. Debe apurarse, pues Lena no le ha dirigido la palabra desde aquella larga conversación, y justo en este momento, una sombra camina de un lado a otro afuera de su ha-

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bitación. Si no se apura, su madre terminará por internarlo en un psiquiátrico, o esas apariciones continuarán y Lena ahora sí que tendrá una buena razón para mandarlo a encerrar. Sale corriendo en busca de Jeffrey. Lo encuentra en el jardín de su casa; Jeff está afuera porque ya no soporta ver tanta sangre por todos lados. Lo llena de terror la idea de acompañar a David, pero sabe que no tiene otra opción. Sólo queda esperar a que llegue la noche para ir a buscar a Nice Peter.

Temor a las alturas Horas después de hablar con los niños, el viejo Ned todavía está trabajando. No importa que sea fin de semana. Aprovecha para limpiar en la azotea de la escuela. Barre un poco, y de pronto la puerta de acceso a la azotea se cierra de golpe. Ned se acerca a abrirla, pero se da cuenta de que no trae las llaves. Sabe que no hay nadie más en la escuela, nadie puede ayudarlo, no tiene sentido gritar. Busca otra forma de bajar, pero está demasiado alto, no hay escaleras de emergencia, y por alguna razón siente que el terreno donde está parado se hace más pequeño. Es el vértigo, piensa. Se acerca una vez más a la orilla para intentar bajar, pero no se atreve a hacer nada. De la nada, siente una pesada respiración en la nuca. Se da la vuelta rápidamente, pero ya no hay tiempo: alguien lo lanza desde las alturas. El viejo Ned, el demente, muere instantáneamente al caer y golpear el pavimento. A lo que más le temía Ned era a las alturas.

Héroe y villano Ya es de noche. David y Jeff llegan a la escuela y se sorprenden al notar que todo está a oscuras, pues a esa hora normalmente todas las luces están encendidas. Antes de entrar, encienden las luces. A punto de entrar al edificio, algo llama la atención de ambos: es el cadáver de Ned. El miedo y la tristeza son evidentes en ambos, pero está más claro que nunca: hay que seguir. Ya en el viejo salón, encuentran todo lo que dejaron la última vez que estuvieron ahí. El diario, algunas prendas de vestir y un par de herramientas pertenecientes a Peter Bolton. Un terrible escalofrío recorre a ambos.

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Por fin, frente a ellos, aparece Nice Peter, con su ropa vieja de granjero, su rostro imperturbable y su sonrisa amable. Los mira sin hacer nada, sin atacarlos, lo que lo vuelve aun más temible. Es hora. Justo cuando David tira al suelo las pertenencias, listo para destruirlas, Nice Peter vuelve a desaparecer. David también desaparece, dejando a Jeff solo en el aula. Los muebles roídos, los restos de madera en el suelo y las paredes descuidadas siguen ahí. Todo está como antes. O casi todo. En una especie de broma cruel, Nice Peter reaparece, ahora detrás de Jeff. Él intenta correr, pero el espectro lo jala del suéter. Desesperado, Jeff forcejea para zafarse y escapar. Logra hacerlo después de varios segundos. Fuera de sí, estrella su cuerpo contra una de las ventanas para salir del salón cuanto antes. No alcanza a hacerlo: el vidrio sí se rompe, pero uno de los fragmentos se entierra en su cuello. La sangre brota sin parar. Nice Peter reaparece ante David, pero lo único que él ve es a su padre. Nada importa en ese momento, las lágrimas brotan de sus ojos y lo único que quiere es correr a abrazarlo. Pero cuando lo hace, resulta que es un engaño. Una risa cruel retumba en sus oídos, y Nice Peter lo empuja. David cae al suelo, desconcertado. Ya es suficiente. De su bolsillo saca un encendedor y prende fuego a las viejas pertenencias de Peter Bolton. Le grita: “¡Largo de aquí!” mientras el espectro intenta estrangularlo como antes lo había hecho. Ya no le interesa; lo que realmente importa es detener eso. Le falta el aire y todo se vuelve borroso.

La misma historia David despierta en medio del aula abandonada. Han pasado sólo unos segundos desde que sintió las manos del fantasma apretando su garganta. El aula está en llamas; el humo ha llegado hasta las alarmas y el sonido del camión de bomberos se aproxima. David voltea hacia una de las ventanas y ve el cadáver ensangrentado de Jeff. No sabe cómo pasó, pero la última víctima de aquel infierno fue su mejor amigo. Todavía tiene oportunidad de salir; será mejor que lo haga, porque en poco tiempo el fuego alcanzará todo. Da igual, los bomberos han llegado. Los bomberos están entrando al edificio. David sale del aula y camina por el pasillo. Por fin se da cuenta de que venció al espectro. Nice Peter se ha ido, esta vez para siempre. Y por alguna

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razón, él despertó a tiempo y logró salir antes de morir a causa del incendio. ¿Y su padre? Quién sabe. Será difícil que su madre entienda lo que ocurrió. Ella va en camino; ya está sólo a un par de calles de la escuela. Temerosa, se imagina lo que a continuación verá, aunque todavía no sabe. Encontrará a su hijo visiblemente perturbado, un edificio en llamas, un cadáver afuera de la escuela y otro adentro, éste último con un vidrio enterrado en el cuello; la imagen es demasiado familiar. David dirá que Jeffrey murió mientras él vencía al espectro que los acosaba. Él no se dio cuenta de cuándo murió Jeff. A lo que más le temía Lena era a perder a su hijo de la misma forma que a su esposo.

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EMILIO MARTÍNEZ FRAUSTO. Nacido en la ciudad de Morelia el 25 de agosto de 1996. Apasionado del cine y la astronomía. Dedica la mayor parte de su tiempo libre a fantasear, atormentarse pensando demasiado en temas oscuros, escribir guiones, y leer cualquier libro que tenga enfrente. A falta de hechos relevantes que contar, el autor espera que la siguiente cita arroje, aunque sea vagamente, algo de luz al lector con respecto a la personalidad de quien escribe estas palabras: ¿Cómo explicarles esto, cómo decirles que todas las noches sueño que estoy despierto y que me duermo precisamente cuando me despierto? —Octavio Paz


UN CÍRCULO EMILIO MARTÍNEZ FRAUSTO

A

tardece. Dos hombres conversan dentro de un bar casi vacío, casi silencioso. Uno de ellos es Hernán: delgado, de piel oscura, de entre 30 y 35. Su cara la atraviesan varias cicatrices. La más grande de ellas, probablemente provocada por un cuchillo, traza una línea curva en su mejilla izquierda. Frente a él está sentado un caballero unos 20 años mayor que él. Dicho caballero, de barba prominente, semblante distinguido y un par de lentes de sol, observa un bloc de notas que sostiene en una de sus manos. En el bloc están escritos los datos de una persona: nombre completo, edad, dirección, lugar de trabajo, teléfono y descripción física, precedidos por una pequeña fotografía del individuo pegada en la parte superior de la página. El hombre arranca la página del bloc y la desliza sobre la mesa hasta que queda de frente a Hernán. Éste la toma y la observa con atención. El trabajo, le dice el hombre mayor, consiste en deshacerse del hombre en la fotografía; la paga será un boleto de avión que lo lleve fuera del país y 1 millón de dólares con los que pueda establecerse en el extranjero. Después de trabajar por varios años como sicario para el caballero sentado frente a él, Hernán acumuló una larga lista de enemigos que lo buscaban para saldar cuentas. Este último encargo lo acepta con la condición de que sea su vía de escape lejos de las represalias. El plan es interceptar al sujeto sin que haya testigos, forzarlo a subir al auto y, luego de informarle que alguien ha soltado una buena cantidad de dinero para matarlo por haber abierto la boca, involucrándose en el encarcelamiento de un funcionario de gobierno, llevárselo a un lugar seguro, donde continuará con las indicaciones dadas por el señor de la barba. El señor le explica a Hernán que


antes de matarlo tiene que coserle los labios de modo que no pueda abrirlos más, luego tomarle una fotografía a su rostro y terminar la labor deshaciéndose de él. El señor le entrega un maletín negro con las herramientas que va a necesitar. Hernán lo toma, dobla la hoja del bloc, la guarda en uno de los bolsillos de su chaqueta y se va. Fuera del bar, las nubes densas y oscuras se van acumulando y el viento arrecia, anunciando que una fuerte tormenta se acerca. Hernán sube a su auto, un vehículo mal cuidado cuya pintura azul está ya bastante desgastada; es un modelo viejo, probablemente de los 60 o 70. Dentro del auto saca la hoja con los datos y la fotografía, la observa durante un instante y después baja la visera del auto para colocar sobre ella la hoja y así poder acceder a ella rápidamente. Arranca y se aleja mientras el hombre de la barba se queda dentro del bar, tomando. Después de observar durante un par de semanas la rutina del pobre hombre, Hernán decide cómo proceder: lo detendrá de noche, cuando suele recorrer a pie el trecho entre su lugar de trabajo y su casa. Cuando se acerca la hora, Hernán conduce hasta el lugar en que piensa atrapar a su víctima, un parque pequeño y mal iluminado. Se estaciona en una calle angosta desde la que puede estar atento a la gente que pasa por ahí sin correr el riesgo de llamar la atención. El sol se mete con calma, oscureciendo cada vez más las nubes de tormenta asentadas sobre la ciudad. Con paciencia, Hernán contempla el parque, prestando atención a los detalles. Como una araña, espera en su escondite a que el incauto insecto aparezca y caiga en su red. Saca de la guantera unos binoculares y observa con ellos a las pocas personas que de manera muy esporádica pasan por ahí. Ya es de noche cuando el soplón aparece por el parque, caminando tranquilo. Cuando Hernán lo identifica, levanta la mano hacia la visera del auto, toma la hoja de bloc, la desdobla y se fija en la fotografía ahí pegada. Regresa a los binoculares y mira al hombre; lo compara con el de la fotografía para asegurarse de que es el mismo, y cuando está seguro, vuelve a poner la hoja sobre la visera. Arranca el auto y avanza con lentitud, intentando descifrar el camino que va a tomar el hombre para decidir el lugar en el que lo detendrá y lo subirá al auto. Aumenta la velocidad del vehículo en el momento adecuado para obstruirle el paso a su presa, cuando está por cruzar una pequeña calle que rodea el parque. Hernán acelera hasta alcanzarlo y se detiene en seco frente a él. El sujeto reacciona

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sorprendiéndose del auto que repentinamente le ha obstruido el paso y voltea la mirada hacia el conductor. Hernán lo observa con una expresión satisfecha. Está a punto de decirle algo cuando el hombrecillo da la vuelta y se echa a correr, asustado. Hernán baja rápidamente del auto y lo persigue. Un par de metros después, lo alcanza y logra derribarlo. Se coloca sobre él, saca una pistola de uno de sus bolsillos y lo amenaza para asegurarse de que no vuelva a intentar escaparse. Lo pone de pie y se lo lleva hacia el auto. Una vez ahí, abre una de las portezuelas traseras, golpea al hombre con la culata del arma y lo deja inconsciente, recostado en el suelo de la parte trasera del auto. Después de cubrirlo con una cobija para mantenerlo oculto, cierra la puerta, regresa al asiento del piloto y arranca. Conduce hasta llegar a una pizzería. Al detenerse, se asegura de que el hombre siga inconsciente. Ya seguro, abre la guantera, saca el pequeño maletín negro que le dio el hombre de la barba y baja del auto. Entra en la pizzería. La única persona dentro del establecimiento, amplio y bien iluminado, con varias mesas rojas y amarillas distribuidas a lo largo del lugar, es una mujer parada detrás de la caja registradora contando billetes. Se saludan y sostienen una pequeña conversación. Hernán pasa por detrás de ella y atraviesa una puerta. Poco después regresa sin el maletín y, junto con la encargada de la pizzería, sale a la calle. Ambos se cercioran de que no haya nadie que pueda verlos. Bajan al hombre del auto, aún inconsciente, y lo arrastran hasta el interior de la pizzería. Atraviesan con él la puerta que usó Hernán hace un instante, que lleva a una habitación espaciosa detrás del restaurante, sin ventanas, iluminada por unos cuantos focos desnudos. Lo dejan en el suelo y los dos salen de nuevo. Momentos después, Hernán regresa solo, cargando dos sillas que deja, la una frente a la otra, bajo uno de los focos que iluminan el cuarto. Sostiene al hombre inconsciente por debajo de los hombros, lo levanta, se lo lleva hasta las sillas y lo sienta en una de ellas. Lo acomoda, asegurándose de que no se resbale hacia ningún lado. Entonces Hernán toma el maletín, que había dejado a un lado de la puerta, lo lleva consigo, se sienta frente al sujeto y deja el maletín en el suelo. Lo abre. Adentro hay enrollados un trozo largo de cuerda y uno de un alambre delgado y flexible, además de una pequeña bolsa con una aguja y un carrete de hilo amarillo. Hernán utiliza la cuerda para atar el hombre a la silla. Le da varias vueltas con ella y al final le ata las manos, la una a la otra, por las muñecas. Sale del

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cuarto y regresa con una cubeta llena de agua. Va hacia su objetivo y se la arroja en la cara para que despierte. El hombre vuelven en sí con un grito ahogado. Cuando se percata de que está atado y en un lugar extraño, se marea, lo azotan unas nauseas repentinas y, más que nada, se asusta, pues ya sabe que su vida no vale nada para quien lo ha colocado en esa posición. Se mueve sobre la silla, retorciéndose con violencia entre sus ataduras, intentando zafarse, pero no lo logra. Hernán, que se había apartado un poco para encender un cigarro, lo mira indiferente. Fuma con calma, sin pensar, sin sentir culpa. Se le acerca al hombre en la silla, que aún se retuerce, le da unas palmadas en la cara y le pide que se tranquilice. El hombre, histérico, le ruega que lo libere, que lo deje marcharse; intenta generar compasión en su captor, pero Hernán ni se da cuenta, sólo escucha el sonido del tabaco quemándose dentro de su cigarro. Acerca la otra silla y toma asiento, saca del maletín la bolsita con el carrete de hilo y las agujas y extrae su contenido mientras, con el cigarro entre los labios, comienza a explicarle al hombre la razón de que esté en tal percance, justo como se lo había indicado el señor de la barba. Mientras le enumera al hombre sus pecados, Hernán pasa la punta del hilo amarillo a través de el ojo de la aguja, le hace un nudo para que no se salga de ésta y se acerca un poco más a su víctima. Tira el carrete al suelo y una buena cantidad de hilo se desenrolla. Hernán sostiene la aguja en su mano derecha y toma con firmeza el labio inferior del hombre atado, que continua su fallida lucha, consciente de lo que está a punto de ocurrir, intentando soltar su labio del agarre del sicario. Hernán pasa la aguja a través del la orilla izquierda del labio, la saca del otro lado y la jala hasta que una buena porción del hilo se encuentra también del otro lado del labio. Un instante después de la perforación, unas gotitas de sangre se asoman desde la pequeña apertura, tiñendo el hilo de un rojo que sube con lentitud por las hebras amarillas. El hombre atado le implora a su captor que se detenga, pero éste no hace caso y perfora la orilla del labio superior. Repitiendo el mismo procedimiento, terriblemente doloroso para el pobre individuo atado a la silla, quien termina perdiendo el conocimiento de nuevo, Hernán termina de cocerle los labios al cabo de media hora. Cuando da la última puntada, le hace un pequeño nudo al hilo para que quede firme y no se deshaga su trabajo, y ya seguro de que todo está en su lugar, corta el sobrante. La boca del hombre queda llena de sangre que gotea sobre la

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barbilla y mancha las piernas de su pantalón. Las manos de Hernán quedan también manchadas de sangre. Recoge el hilo del suelo y lo regresa a la bolsa junto en las agujas. Sale de la habitación una vez más, llevándose la cubeta que usó hace un momento, la vuelve a llenar de agua y regresa con ella al cuarto. Agarra una esponja que está junto a varios utensilios de limpieza dentro del lugar y se sienta en la silla. Moja la esponja en el agua de la cubeta y la usa para limpiar la sangre de la cara del hombre. Una vez removida la mayor parte de la sangre, quedando sólo una pequeña sombra rojiza y húmeda en la parte inferior del rostro, Hernán deja la esponja en la cubeta y saca una cámara compacta del maletín. Acomoda la cara del hombre atado para que reciba una buena luz de los focos y busca el encuadre adecuado para tomar la fotografía. Se coloca de rodillas frente a él, apunta la cámara y acciona el obturador. El flash se dispara prolongado y agresivo, provocando que el hombre atado regrese en sí. Hernán observa cómo intenta abrir la boca, causándose un dolor punzante. Un momento después, saca un par de guantes de cuero de las bolsas de su chaqueta y se los pone, luego extrae del maletín el alambre y lo desenrolla, toma un extremo del alambre con cada mano y le da vueltas alrededor de ellas para asegurarse de que no se le resbale, preparándose para estrangular por fin al hombre. El sujeto lo observa asustado, implorándole con los ojos que no lo haga, pero, de nuevo Hernán, escucha como escuchan las rocas. Colocado detrás de la silla en que ha sentado al sujeto, Hernán tensa con fuerza el alambre y, con un movimiento rápido, lo coloca frente al cuello de su víctima. Comienza a jalar hacia sí mismo haciendo uso de todas sus fuerzas, dando repentinos jalones más fuertes para acabar con la vida del hombre, quien resiste y lucha por mover sus manos e intentar detenerlo todo. Bastó cerca de un minuto para que cesara la lucha. Hernán tira el ahora cadáver al suelo, siendo arrastrado también gracias a que aún sostiene el alambre entre sus manos y no lo ha apartado del cuello del hombre. Suelta uno de los extremos del alambre, se pone de pie y, después de sacudirse el polvo de la ropa, se retira los guantes y los regresa al maletín junto con el alambre. Desata al cuerpo de la silla y sale del cuarto. Segundos después, regresa con la mujer de la pizzería. Hernán se pone el maletín bajo uno de sus brazos, entre los dos levantan el cadáver y salen. Antes de dejar la pizzería, se aseguran de que no haya nadie en la calle, luego Hernán sale, abre la cajuela y la mujer arrastra el cadáver

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fuera del establecimiento. Entre los dos lo meten en la cajuela. Se dan las buenas noches, se despiden y la mujer regresa a la pizzería, limpiándose el sudor de la frente mientras que Hernán sube al auto y arranca. Da un vistazo a su reloj y decide ir a ver una película. Estaciona el auto cerca del cine y entra. La lluvia se suelta de pronto mientras Hernán está dentro de la sala. Pasadas dos horas, Hernán sale de la sala de cine. Llueve a cántaros, así que se levanta el cuello de la chaqueta para evitar el frío. Saca un cigarro y lo enciende. Con el cigarro en la boca, agacha la cabeza, mete las manos en los bolsillos de su chaqueta y corre hacia su auto. En vez de subir al asiento del piloto, Hernán va hacia la cajuela y la abre. Dentro, el cadáver yace inmóvil. Le habla burlonamente de lo mala que estuvo la película. Cierra la cajuela y se apresura a llegar al asiento del piloto. Un vez ahí, decide que es hora de terminar el trabajo. La lluvia ha perdido mucha fuerza cuando Hernán sale a la carretera. Después de conducir unos minutos, se sale del camino y llega a un llano extenso y cubierto por niebla. Detiene el auto cerca de un árbol grande, deja las luces encendidas para poder ver y sale con una pala. La figura de Hernán se mueve a través de la neblina debajo del árbol solitario, recorriendo el lugar en busca de un punto adecuado para comenzar. Fumando sin parar, Hernán comienza a cavar la tumba a un par de metros del árbol. Al cabo de dos horas, la tumba está terminada y un montón de tierra se alza a su lado; en un montón más pequeño se apilan las colillas de los cigarros que Hernán fumó mientras cavaba. Empapado en sudor, Hernán se sienta al pie del árbol, arroja la pala al montón de tierra y se seca la frente con uno de sus brazos. Maldice un poco y cuando ha recobrado el aliento, se pone de pie, camina hacia el auto y abre la cajuela. De ella, con mucho esfuerzo, saca el cadáver, lo sostiene por debajo de los hombros y lo lleva arrastrando a la tumba que cavó para él. Uno de los zapatos del cadáver se le sale del pie mientras Hernán lo arrastra. Cuando llega al lugar, recuesta el cuerpo en el suelo, junto a la tumba improvisada, y lo empuja dentro. Recoge la pala y comienza a echar la tierra dentro del foso. Una vez que ha terminado, da golpes con la pala sobre la tierra apilada, camina de regreso al auto, deja la pala en la cajuela y saca una pequeña cruz de madera pintada de blanco. Mientras camina con la cruz de regreso hacia la tumba, tropieza con el zapato que perdió el cadáver mientras lo

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arrastraba. Se agacha y lo arroja dentro del auto. Ya de regreso en la tumba, coloca la cruz sobre ella, enterrando el extremo más largo lo suficiente para que el peso no la derribe. Terminada la tarea de enterrar al cadáver, Hernán regresa al auto, arranca y se va del lugar. Mientras conduce, toma el zapato que perdió el cadáver y lo lanza por la ventana del asiento del copiloto a un pastizal aledaño a la carretera. De regreso en la ciudad, hay pocos carros en las calles y el recorrido hasta su casa resulta cómodo y tranquilo. Su casa es una pequeña construcción vieja y simplona, de tan sólo tres habitaciones: la sala, el baño y un dormitorio en la parte trasera que utiliza como almacén improvisado. Frente a la casa, un diminuto patio atravesado por dos cintas de cemento paralelas rodeadas por pasto y hierbajos, sobre las que se posan las llantas del auto, hace las veces de cochera. La pintura de la fachada muestra claras señales de deterioro, habiendo varias zonas en las que ha desaparecido por completo, dejando ver la superficie gris y áspera del cemento. Dos ventanas alargadas, ambas muy sucias y sin cristales, son la única fuente de luz que recibe el edificio. Cuando el auto de Hernán se aparece por la calle, recuerda a un fantasma, con sus faros que iluminan todo frente a ellos y dejan en tinieblas todo lo que queda detrás. Hernán estaciona el auto y baja de él. Entra a la casa con el cansancio que ha tomado hogar en su rostro. El interior de la casa es quizá tan decadente como su exterior: las paredes, en algún momento azules, se han decolorado; los muebles, entre los que se enumeran tan sólo un escritorio de madera vieja, un par de sillas y un sofá desteñido, están cubiertos por una profusa capa de polvo. Debido a la falta de cristales en las ventanas, el agua se mete a la casa durante las lluvias, y eso ha causado el desarrollo de vegetación dentro de la casa: musgo y hierbas crecen en las esquinas, y los lugares oscuros y las paredes son recorridas por varias enredaderas. Lo primero con lo que se topa Hernán al entrar a la casa es el sofá rodeado por un charco de agua dejado por la lluvia. Atraviesa la puerta y pisa el charco. Se quita la chaqueta y la pone en el respaldo de una de las sillas. Va al baño, un pequeño cubículo que se encuentra a un lado de la sala, y regresa con una escoba que utiliza para sacar de la casa tanta agua como puede. Regresa al baño y deja la escoba en su sitio. De vuelta en la sala, Hernán se pone un cigarro en la boca y sacude con sus manos el polvo del sofá. Después de eso se acuesta sobre él, con la cabeza recargada en uno de los reposabrazos y las

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piernas colgando del otro. Fuma. Su mano izquierda, con la que sostiene el cigarro, cuelga sobre el suelo. Cuando Hernán cae dormido, el cigarro se le resbala de los dedos y cae, apagándose en el suelo húmedo. Casi al amanecer, comienza a filtrarse desde el dormitorio un gemido, apenas perceptible al comienzo. Por la naturaleza del sonido, seco y doloroso, da la impresión de que quien lo profiere es una persona debilitada, que apenas regresa de la inconsciencia e intenta articular alguna oración. El gemido se prolonga por unos cuantos segundos hasta que cesa, sólo para manifestarse de nuevo un momento después, esta vez más fuerte y sólido que la anterior, pero aún inaudible para el hombre, sumido en un profundo sueño. A este gemido lo suceden otros, cada vez más potentes y dolorosos, aumentando en intensidad, hasta que un grito grave, más terrible, mas desgarrador, más indeseable que todos los gemidos que lo precedieron, sale del dormitorio, se cuela dentro de los oídos de Hernán y lo saca con gran estrépito de su sueño. Hernán despierta de manera abrupta, más confundido que espantado. Se pone de pie inmediatamente, desorientado, sin comprender qué ha sido eso que lo despertó. Mirando en todas direcciones, intentando encontrar una respuesta, logra identificar el grito y el lugar del que proviene. Segundos después, el grito se desvanece y la casa cae en el silencio. Hernán continua asustado, sin tener la menor idea de quién podría encontrarse gritando de esa forma dentro del dormitorio. Por un momento piensa que se podría tratar de una broma, pero no lo cree. Tembloroso y con la frente perlada por sendas gotas de sudor, camina lentamente hacia el escritorio y de unos de sus cajones saca una pistola. El miedo lo ha debilitado, y cargar con el arma en la mano le resulta difícil, pero aun así, empuñándola con la mano derecha, se acerca hacia el dormitorio. Se recarga en la pared a un lado de la puerta y, con la mano libre, toma la perilla. El grito comienza a escucharse de nuevo, y entonces Hernán advierte pequeños golpeteos al otro lado de la puerta. Su cara se ha deformado por el terror, su respiración se ha acelerado y las rodillas le tiemblan y le fallan en momentos. Se toma un momento para juntar el coraje necesario para abrir la puerta, y en cuanto se anima a hacerlo, gira la perilla, jala de ella y la puerta se abre. Del interior de la habitación cae un cuerpo rígido, verdoso y cubierto por lodo. En el momento en que impacta con un golpe sordo en el suelo, el grito, que hasta ahora se había mantenido, se detiene en seco. El cuerpo, y Hernán no tarda mucho en darse cuenta

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de ello, a pesar de su incredulidad, pertenece al soplón que mató y enterró esa misma noche. El hilo con el que selló los labios de aquel hombre había comenzado a ser retirado, dejando la mitad derecha de su boca libre mientras que en la otra el hilo continuaba manteniendo ambos labios juntos. La mano derecha del cadáver está firmemente cerrada sobre el extremo de hilo retirado, de aproximadamente diez centímetros. Su piel es ahora más verde y rígida y cubierta en varias partes por el lodo de su tumba. Hernán se mantiene de pie unos momentos, pero finalmente se desmaya, desplomándose con estrépito en el suelo. Al caer, suelta el arma, y ésta cae cerca del cadáver. Dos o tres horas después, Hernán recupera la conciencia. El sol ya comienza a salir y la suave luz de la madrugada se filtra dentro de la sombría habitación. Hernán regresa en sí con un sobresalto. Se levanta a medias, apoyándose en el suelo con una de sus manos y sintiendo su frente sudorosa con la otra. Al sentarse, se percata del cadáver tirado en frente suyo y la memoria regresa golpeándolo con violencia. Retrocede, alejándose de la figura verdosa como primer impulso, pero se detiene al darse cuenta de que se trata de un objeto inanimado. Ya más en control de su miedo, la curiosidad lo impulsa a gatear lenta y toscamente hacia el cadáver, arrastrando las rodillas por el suelo. Una vez que está lo suficientemente cerca, se inclina hacia el rostro frío, de tonalidad casi marmórea, y lo examina. Es, en efecto, el hombre que Hernán había enterrado hace unas cuantas horas. Sus párpados cerrados dan una sensación de armonía, de alguien que murió en paz o que aceptó la muerte apenas un instante antes de dejar la vida. Cuando le ve la boca, se da cuenta de que no sólo la mitad de la sutura había sido retirada, sino que el hilo fue jalado con fuerza, arrancando las puntadas y rompiendo la piel del labio en el lugar en que se encontraban. Mientras intenta descifrar qué es lo que está ocurriendo, un repentino espasmo contrae los músculos del brazo derecho del cuerpo, provocando que apriete aun con más fuerza el hilo y jale de él, arrancando una puntada más. El movimiento aterroriza a Hernán, e impulsado por un reflejo, se incorpora inmediatamente y se aleja del cuerpo soltando un grito en el que parece que se le va el alma. Como el cadáver no se mueve más, Hernán se acerca un poco para recuperar la pistola. En este momento, los espasmos se reanudan en el brazo del muerto. Dentro de poco, la mano ya se mueve con soltura, deja el hilo y se recarga en el suelo ante la mirada incrédula de Hernán, quien se apresura a tomar el arma y apartarse tan-

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to como pueda del cadáver, apuntándole con la pistola. El gemido reaparece en el pecho del cadáver, y esta vez Hernán sí que lo escucha. Cada gemido viene acompañado de un movimiento. Los pies van perdiendo la rigidez con movimientos toscos y fríos que pronto adquieren vivacidad, como comandados por una mente lúcida. Las piernas se mueven, sus manos ya están apoyadas en el suelo y, tras este calentamiento, el cadáver se pone de rodillas y lograr incorporarse. A estas alturas, sus gemidos se han transformado en quejidos lastimosos, humanos, y da la impresión de querer comunicar algo, de tener una intención. Hernán no aparta la mirada del espectáculo que se despliega frente a él mientras se desliza con lentitud por la pared en dirección a la puerta. El cadáver intenta ponerse de pie, pero se va hacia atrás y cae al suelo, golpeándose la espalda con una de las molduras de la puerta de la habitación que lo encerraba. Se ayuda con la moldura para ponerse de pie por completo. Cuando lo logra, su postura recuerda a la de un hombre anciano: se para con las piernas bastante separadas la una de la otra para mantener el equilibrio, la curvatura de su espalda es amplia y sus brazos cuelgan como ajenos al resto del cuerpo. Alza las manos y los dedos se pasean sobre sus labios, sintiendo la mitad sin las puntadas y la mitad que aún las tiene. Encuentra el trozo de hilo que sobresale y comienza a jalar de él con gran fuerza, arrancando una a una las puntadas restantes, tambaleándose y golpeándose contra los muros cercanos. Al soltar la última, se deja ir hacia atrás, choca contra la pared y suelta un grito más fuerte, crudo y ensordecedor que los que había dado hasta ahora, retorciendo su cabeza de un lado a otro. Hernán aprovecha ese momento para salir corriendo de la casa, subir al auto y alejarse del lugar pisando el acelerador hasta el fondo. Conduce sin permitirse pensar, como un autómata, un cuerpo sin mente que huye por puro instinto de un mal que no logra comprender. Pasa cerca de media hora hasta el momento en que se detiene. Una solución acaba de atravesar su cabeza. Se inclina un poco hacia adelante, saca su cartera del bolsillo trasero del pantalón y busca algo dentro de ella. En el compartimiento diseñado para las billetes hay varias fotografías grandes de rostros de personas con su respectivo número telefónico detrás. Busca entre ellas la del hombre de la barba. Cuando la encuentra, la saca, la pone en la visera del carro junto a la hoja del bloc y posteriormente regresa la cartera al bolsillo de su pantalón. En la foto, el hombre mira directo hacia la cámara, como en las fotografías para una identificación. Lleva los

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mismos lentes de sol que usó al entrevistarse con Hernán en el bar, y su cabello, en partes plateado y en partes negro, está peinado hacia atrás. Antes de arrancar, Hernán levanta la mirada hacia el retrovisor y lo acomoda, pero al momento de mover el espejo, ve en él el reflejo del cadáver sentado en el asiento trasero, observándolo. Hernán sale del auto horrorizado y corre unos cuantos metros antes de detenerse. Regresa con cautela, temblando y sudando, y al acercarse se da cuenta de que el auto está vacío y todo fue sólo una visión. Se deja caer en el suelo, se jala el cabello con las manos intentando contener un grito, intentando evitar estallar en llanto. Regresa al auto y cuando se tranquiliza, arranca. Se detiene cerca de un teléfono de monedas, baja del auto con la fotografía del hombre de la barba en la mano, levanta el auricular del teléfono, introduce las monedas y teclea el número, leyéndolo del reverso de la fotografía. El teléfono da tono un par de veces y pronto contesta un criado. Hernán le pide que ponga al hombre de la barba al teléfono y éste obedece. Después de dejarle esperando un momento, el hombre de la barba toma el teléfono. Hernán, desesperado, le informa al hombre de la barba que ha concluido con el trabajo y le pide que le entregue de manera inmediata el dinero y el boleto de avión. El hombre de la barba no pierde la calma; le pregunta al hombre su ubicación y le pide que se reúnan en un pequeño café de la zona. Hernán llega primero. Se sienta en una de las mesas junto a la ventana y le pide un café a la mesera. Mientras espera la llegada del hombre de la barba, lucha contra el sueño. Cada que cierra los párpados, las últimas horas de su vida se repiten frente a sus ojos: se enfrenta cara a cara con la figura del cadáver incorporándose con torpeza, azotado por espasmos, mientras arranca de sus labios el hilo que los mantiene unidos. El hombre de la barba llega en un auto elegante y costoso, baja cargando un pequeño maletín amarillo y entra a la cafetería. Encuentra a Hernán sentado en una de las mesas, tembloroso, con pronunciadas ojeras colgándole de los párpados. Se saludan y el hombre de la barba toma asiento frente a Hernán, poniendo el maletín sobre la mesa. El maletín llama la atención de Hernán; se abalanza sobre él, preguntándole al hombre de la barba si se encuentran dentro el boleto de avión y el dinero. El hombre de la barba aparta el maletín antes de que las manos de Hernán lo alcancen y lo pone sobre la silla que está a un lado suyo. La mesera se acerca,

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el hombre de la barba pide un café y, cuando se marcha, le dice a Hernán que dentro del maletín esta todo lo que va a necesitar. Intentado descubrir por qué Hernán tiene tanta urgencia de huir, el hombre de la barba le pregunta sobre el encargo. Hernán se lo cuenta todo con detalle hasta el momento en que regresa a su casa. Le cuenta que al llegar se quedó dormido hasta que la sirena de una patrulla lo despertó y decidió salir a llamarle por teléfono. El hombre de la barba escucha la historia aparentando interés, con cierta ironía en el rostro. Cuando Hernán termina su relato, el hombre de la barba se pone de pie, toma el maletín y camina hacia la puerta de salida. Hernán se apresura hacia él y lo detiene; le reclama el dinero. El hombre de la barba se limita a contestar con un simple y cortante “No has terminado el encargo”, pasa de largo a Hernán y sale de la cafetería. Hernán se queda de pie en el mismo sitio, incrédulo, viendo al hombre de la barba atravesar la puerta, subir a su auto y arrancar. Después de unos instantes, paga la cuenta y abandona la cafetería, sube a su auto y, con las manos en el volante, piensa un momento; piensa en qué hacer, a dónde ir, a quién pedirle ayuda. Saca su cartera y de ella extrae las fotografías con los números telefónicos escritos en el reverso. Las pasa una a una, buscando a alguien que lo pueda ayudar. Mientras observa las fotografías, un hombre, que hasta ahora había permanecido oculto en el asiento trasero, fuera de la vista de Hernán, saca una pistola y se la clava en las costillas. Hernán se espanta al principio, pero se tranquiliza al darse cuenta de que se trata de una persona, pues, comparado con lo que acaba de vivir, ese susto no es nada. El hombre en el asiento trasero le dice a Hernán que su cabeza tiene precio, que alguien ha pagado para deshacerse de él, y lo obliga a conducir hasta una zona árida a las afueras de la ciudad. Ya en el lote, lo hace bajarse del auto con las manos en el aire y le patea las piernas para que se arrodille. En ese momento aparece el auto del hombre de la barba, quien baja de él y camina hacia Hernán con una de sus manos aferrada al maletín negro. El hombre de la barba le dice que alguien le puso un precio muy alto a su cabeza y que él había decidido hacerse responsable personalmente de ese encargo. Deja el maletín en el suelo, se agacha, lo abre y saca de él una pequeña pistola negra con silenciador. Hernán va a protestar, a implorar por su vida, pero dos finas perturbaciones en el aire anuncian que un par de balas fueron disparadas. Hernán cae al suelo sobre su hombro derecho. De su cuello y su cráneo comienzan a

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fluir dos sendos ríos de sangre espesa mientras su cuerpo se retuerce y sus músculos se contraen en unos últimos espasmos previos al momento de la muerte. El hombre de la barba regresa la pistola al maletín, saca una cámara y toma varias fotografías del cuerpo de Hernán para entregárselas a sus clientes. El hombre que se había ocultado en el auto y encañonado a Hernán busca en las bolsas del pantalón del cadáver hasta que da con sus llaves y las toma, abre la cajuela del auto, saca la pala y busca un punto en el lote donde comenzar a cavar. Mientras tanto, el hombre de la barba se quita su abrigo y contempla el sol de las diez de la mañana. Cuando el hombre ha terminado de cavar, el hombre de la barba arrastra el cuerpo de Hernán al pozo, lo deja caer en su interior, toma la pala y empieza a echar tierra dentro hasta que lo llena. Terminada la tarea, se dirige a su auto e instantes después regresa con una cruz de madera pintada de blanco, que coloca sobre la tumba. Ambos sujetos suben al auto costoso del hombre de la barba y se alejan del lugar. El hombre de la barba llega a su casa en la tarde, durante una lluvia monumental, como la del día anterior. Deja el auto en el garaje y camina a su habitación. Una vez dentro, se cambia la ropa empapada de lluvia por prendas secas y se acuesta en la cama a dormir una siesta. Mientras duerme, unos golpes sordos comienzan a escucharse, provenientes del armario empotrado de la habitación. Los golpeteos se repitieron durante varios minutos hasta que los reemplazó un grito seco, terrible, desgarrador. El hombre de la barba despierta más sorprendido que asustado. Incrédulo, confundido, decide abrir las puertas del armario y descubrir qué es eso que se esconde en su interior. El grito se desvanece. El hombre de la barba se aproxima, toma la perilla de la puerta y jala de ella. El cadáver de Hernán sale del armario y cae al suelo. Poco a poco, una cantidad de espasmos comienza a infundir su cuerpo con movimiento.

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RENÉ OLIVAS GASTÉLUM. (Chihuahua, Chihuahua 1991) A los 17 años se mudó a la Ciudad de México para estudiar Cine. Ha participado como director y guionista de cortometrajes que han sido seleccionados en festivales como el Festival Internacional de Cine de Morelia, ganador del premio estudiantil a mejor guión en el Festival Internacional de Cine Universitario KINOKI.


YODOHINO RENÉ OLIVAS GÁSTELUM

E

n 1854, un hombre con la cara y la ropa manchadas de sangre llega a un pequeño pueblo de noventa habitantes en el norte de México. No genera confianza en nadie, pero convoca una audiencia con todos los pobladores de ese desértico lugar. Cuando ya la gran mayoría está reunida, el extraño pide que todo hombre y mujer que tenga un arma en casa lo siga; necesita de su ayuda para eliminar una amenaza que, si crece, destruirá ese pueblo y muchos otros más. Algunos de los habitantes del pueblo se ríen de su petición, así que el hombre ensangrentado les pregunta: —¿Han encontrado muerto a alguno de sus conocidos recientemente? Unos dejan de reírse. Rápidamente alguien menciona: —Eso no prueba nada. La gente se muere todo el tiempo. —No, eso no prueba nada, pero les puedo asegurar que después de haberlo enterrado, encontraron su cuerpo otra vez… y otra vez. Seguro ya están cansados de enterrar seis veces al mismo hombre. Los pocos que todavía reían, ya no lo hacen. El médico del pueblo es el único que se atreve a hablar. —No son seis… Sólo son tres…y no los hemos enterrado. Los habitantes llevan al hombre ensangrentado hacia una colina en donde hay un gran árbol. Muchos se mantienen al margen, alejados, y el recién llegado nota por qué: hay tres hombres colgados por el cuello de tres ramas distintas; se están empezando a pudrir. Lo más absurdo, sin embargo, es que los tres cuerpos son del mismo hombre. —La gente no quiere tocar los cuerpos —le explica el médico


al foráneo—, dicen que están malditos. Yo atendí el parto de este hombre… No tenía un gemelo, así que no puede haber dos, y mucho menos tres. El extranjero ensangrentado se voltea y levanta la voz para que todo el pueblo lo escuche. —No sé exactamente a qué nos enfrentamos, pero esto que está sucediendo no va a parar. Y pronto estaremos todos muertos… si no me ayudan. Les repito: necesito que todo aquel que tenga un arma venga conmigo. El miedo se empieza a apoderar de todos, mas el hombre ensangrentado logra organizarlos y sale del pueblo acompañado de un grupo de 25 personas, todas armadas, con dirección hacia el norte. Pasaron seis meses. Las muertes sobrenaturales dejaron de suceder, y de aquellos 25 sólo volvió 1. El joven que regresó se llamaba Plutarco, de 22 años. A pesar de tener fama de hablador, nadie le escuchó decir palabra alguna desde su regreso; ni siquiera una frase, tampoco una sonrisa. La gente le preguntaba dónde había estado y qué había pasado con los demás. Nunca contestó. Un día, finalmente, Plutarco se suicidó, pero dejó una nota: “Si todo esto vuelve a pasar, mátense antes de que los encuentre”. *** Han pasado 160 años desde entonces. En un pueblo rural al sur de México, llamado Yodohino, una mujer de 35 años, de nombre Miriam, se encuentra curioseando entre baratijas en un bazar. Algo llama su atención: un espejo con marco que se parece demasiado a uno que ya tiene en casa. Lo compra. Una vez que Miriam llega a su hogar, nota que el acabado de ambos espejos es idéntico. Como lo sospechaba, ambos fueron producidos como parte de una serie. En ese momento llegan también a la casa el marido de Miriam, Ramón, de 45, y su hija de 12 años, Fabiola. Miriam les presume su compra y Ramón le pregunta en dónde quiere que ponga el espejo. Ella mira los espejos y entra en un ligero trance, luego contesta “Ponlo aquí en la sala… justo frente al otro”. La noche llega. Fabiola duerme. Es despertada por un ruido extraño proveniente de la sala. Con mucha precaución y miedo,

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baja las escaleras y empuja la puerta que da a la sala. Ahí está Miriam, en pijama, parada en medio de la sala, con la luces apagadas y justo entre ambos espejos. Parece bajo un especie de trance. Fabiola, con un poco de miedo y sin hacer mucho ruido, pregunta: “¿Mamá?”. Miriam la voltea a ver inmediatamente, pero su mirada es muy diferente: los ojos están blancos y parece que la piel se le ha empezado a pudrir. Fabiola corre asustada a despertar a su papá. Él se despabila y trata de calmar a su hija mientras bajan las escaleras. Cuando ambos llegan a la sala, no hay nadie ahí. Ramón camina hacia el centro de la sala y encuentra algo que lo deja pálido. Justo donde estaba parada Miriam, hay un charco de sangre. Ramón registra toda la casa llamando a gritos a su esposa, pero no la encuentra. Es entonces que todo el pueblo se pone en alerta y comienza la búsqueda de Miriam. Todos especulan acerca de lo que le pudo haber pasado. A la mañana siguiente, encuentran el cuerpo sin vida de Miriam junto al río. Ramón y Fabiola lloran su pérdida, pero no pasa mucho tiempo antes de que suceda algo igual de extraño: un habitante afirma haber encontrado el cuerpo de Miriam en el monte. Todos esperan que el cadáver del monte sea el de otra mujer asesinada, pero cuando bajan el cuerpo al pueblo descubren que, sí, se trata de Miriam. Los habitantes juntan ambos cuerpos en la funeraria y se sorprenden al ver a dos Miriams muertas, una junto a la otra. Parece que ambas murieron por el ataque de una bestia salvaje. La única diferencia entra ambos cadáveres es que los golpes y rasgaduras están en diferentes zonas del cuerpo; cada una murió de manera diferente, pero atacada por la misma bestia. Todo se vuelve surreal cuando los habitantes de Yodohino encuentran un tercer cuerpo de Miriam. El pueblo está sumergido en dudas, rumores y terror. Esa noche, Fabiola está intentando dormir cuando escucha disparos a lo lejos. Tiene mucho miedo; suenan pasos afuera de su cuarto. La puerta se abre: es su papá. Le dice que no sabe qué está pasando, pero que todo va a estar bien. También le indica que debe esconderse debajo de la cama hasta que él vuelva. Fabiola se mete debajo de la cama y Ramón sale de la casa armado con una escopeta. Se siguen escuchando disparos, cada vez más cerca.

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Fabiola vuelve a escuchar pasos afuera de su cuarto. Las pisadas se acercan. La puerta quedó lo suficientemente abierta como para ver un poco del exterior de la habitación. Estar debajo de la cama sólo le permite distinguir lo que está al nivel del piso. Los pasos se acercan, los disparos continúan a lo lejos y Fabiola tiene cada vez más miedo. Casi grita cuando finalmente aparecen unos pies en la entrada de la habitación, unos pies irreconocibles y en descomposición. Podrían ser de cualquiera, pero no... La piyama que se alcanza a ver sobre los pies es la de Miriam. *** A la mañana siguiente, una camioneta llega a Yodohino. La conduce un hombre de Chilapa, un pueblo vecino. La camioneta atraviesa el pueblo, pero algo no anda bien. No hay personas en el pueblo. No hay personas en ningún lado. Él avanza con precaución por las calles. Hay una clara diferencia entre la tranquilidad habitual de estos pueblos rurales y esa escalofriante desolación. Cuando llega a la plaza principal, el conductor no puede contener su miedo: los cuerpos de varios habitantes cuelgan del alambrado público. El hombre da vuelta en su camioneta y huye tan rápido como puede. Una hora más tarde, el hombre llega a Chilapa y le cuenta a todos lo que vio en Yodohino. La gente entra en desesperación. Un hombre llamado Ramiro, de 34 años, y su amigo Demetrio, de 33, logran calmar a la gente y establecer un plan de acción: todos los conozcan a alguien en Yodohino deben marcarle a sus conocidos para ver si alguien contesta. La gente comienza a marcar. Al principio nadie contesta y el miedo en Chilapa aumenta, pero luego sucede algo inesperado. Las personas en Yodohino comienzan a contestar y a decir que todo está bien. Sus voces se escuchan extrañas, un poco distorsionadas a veces. Es evidente que algo no está nada bien cuando uno de los pobladores dice que acaba de hablar con su primo Eduardo por el teléfono. —Yo conozco a Eduardo —dice el conductor, con voz trémula—... y les juro que él era uno de los hombres que estaban colgados en la plaza principal.

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El caos vuelve a sembrarse entre la gente. Ramiro y Demetrio logran imponer orden y entre todos se ponen de acuerdo en mandar tres camionetas llenas de hombres armados a Yodohino para investigar. Si la situación es muy crítica, uno de ellos llamará por celular a Chilapa para decirles que vayan a pedir apoyo del ejército, una medida desesperada considerando los abusos de autoridad que los uniformados han realizado en esos pequeños poblados. Finalmente se junta un grupo de 15 hombres armados, entre los cuales están Ramiro y Demetrio. A pesar de la lenta organización, el grupo logra salir antes de las dos de la tarde con dirección hacia Yodohino. Una hora más tarde, las tres camionetas llegan a su destino. Nada ha cambiado desde la visita del conductor. El pueblo sigue igual de abandonado. Las camionetas avanzan con precaución por la calle principal. Hay algo desolador y aterrador en el acto de caminar por un pueblo muerto. Ni siquiera se escuchan ladridos de perros a lo lejos. El viento y los motores de las camionetas son lo único que suena. Una pared llama la atención del grupo: tiene grandes manchas de sangre. Cuando llegan a la plaza principal, los hombres encuentran cuatro cuerpos colgados del alambrado público: uno en cada esquina de la plaza. El grupo nota algo que el conductor pasó por alto por huir tan aprisa: los cuatro cuerpos son del mismo hombre. Ramiro y sus compañeros están perplejos, pero eso no les impide bajar los cadáveres por respeto. El sonar de un teléfono sobresalta a los hombres. Viene de dentro de una casa. Ramiro checa la puerta de la misma y ve que está abierta. Se mete. Cruza la casa desolada hasta llegar al teléfono. Contesta. Del otro lado de la línea hay una persona que le pide hablar con una tal Mariana, la señora de la casa. Ramiro le explica que no hay nadie, a lo que la persona en el teléfono le contesta: —¿Cómo no va a estar ahí? Acabo de hablar con ella hace un momento. Sólo olvidé mencionarle algo, por eso le volví a llamar. La piel de Ramiro se eriza cuando, todavía con el teléfono en la mano, ve una mancha de sangre en una habitación aledaña. Con mucho miedo, entra para encontrar los cuerpos sin vida de dos mujeres exactamente idénticas. Sus compañeros también entran a la casa y uno de ellos reconoce a la mujer repetida: es Mariana.

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Una vez afuera, los hombres deciden que esto es más extraño de lo que esperaban y llaman a Chilapa para pedir ayuda del ejército. Pero nadie consigue señal en sus celulares, ni en los teléfonos de las casas. Están a punto de regresar a Chilapa cuando escuchan otro ruido dentro de una casa grande: se trata del hogar de Miriam, Ramón y Fabiola. Los hombres entran a la casa. Una vez dentro, en la sala, encuentran uno de los dos espejo; el otro ha desaparecido. Escuchan que algo se mueve en el piso superior de la casa. Demetrio se dirige lentamente a investigar los misteriosos ruidos, abrumado por el temor a lo que pueda encontrar. El ruido proviene de un clóset. Demetrio se acerca con su escopeta. Las manos le tiemblan, pero aún así logra abrir la puerta. Adentro está Fabiola, con las ropas manchadas de sangre que no es suya. Ramiro, Demetrio y los demás le preguntan a Fabiola si sabe lo que sucedió en el pueblo, pero ella no contesta. En sus mirada es evidente que ha visto cosas que no debería ver una niña… o un adulto… o nadie. Los hombres debaten entre ellos acerca de lo que deben hacer, pero son interrumpidos por las primeras palabras que escuchan de boca de Fabiola: —Tenemos que irnos antes de que regresen. Para muchos de los hombres, ese comentario es un indicador de que deben irse y, una vez en Chilapa, pedir ayuda del ejército. Sin embargo, cuando salen de la casa, Ramiro y los hombres descubren que los motores de las tres camionetas han sido destruidos. Y no sólo eso: los cuatro cuerpos de la plaza han desaparecido. Ramiro va a revisar el resto de los coches del pueblo, pero todos los motores han sido destruidos. Por el momento no hay forma de salir. Y está anocheciendo. Los hombres analizan sus posibilidades. En Chilapa no tardarán en darse cuenta de que algo no está bien y mandarán al ejército. Ellos sólo deben atrincherarse en algún lugar, y deciden que el mejor lugar para hacerlo es la casa de Fabiola; es grande, de dos pisos, y sólo tiene una entrada a través de un patio bien iluminado por un farol. Si una amenaza se acerca, ellos podrán dispararle antes de que llegue a la casa. El sol se empieza a ocultar y Fabiola, al ver esto, se asusta e intenta de huir. Uno de los hombres la detiene. Todos se dedican a fortificar la casa y toman puestos estratégicos para disparar hacia

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la entrada por si algo se acerca. El silencio y la noche se apoderan del pueblo. Hay luna nueva, por lo que la oscuridad allá afuera es total. Pasan algunas horas y no sucede nada. Los hombres continúan probando, pero los teléfonos siguen sin funcionar. Ramiro está a punto de quedarse dormido cuando escucha un grito que viene de fuera. Es Demetrio. —¡Ramiro, ven! ¡Algo se acerca! Ramiro toma su rifle, sale y se acomoda con los demás, listo para disparar. A lo lejos se escuchan unos gritos desgarradores que se van acercando por el pueblo. Lo que sea que se aproxima, ya está muy cerca de la casa. Se trata de varias “cosas”, y se mueven rápidamente. Todos los hombres tienen el dedo en el gatillo cuando el farol del patio ilumina aquellas cosas: son seis pobladores de Yodohino. Venían corriendo como bestias, pero en el momento en el que entraron a la luz de farol, disminuyeron la velocidad y se detuvieron. Ramiro y los hombres, con mucha precaución, salen de la casa para encontrarse con los habitantes (cuatro mujeres y dos hombres). No hablan, tienen la mirada perdida. Fabiola parece tener miedo de ellos. —La oscuridad los cambia. Que no salgan de la luz —le advierte a Ramiro. Algo no está bien con ellos. Aparte de todo lo mencionado, cuando cruzan frente a un espejo, no hay reflejo. Ramiro se toma muy en serio todo lo que le dice Fabiola y hace un pequeño experimento: amarra con sábanas a uno de los habitantes en un cuarto, se mete él sólo con una linterna… y apaga la luz. Inmediatamente, el habitante comienza a hacer ruidos muy extraños y a moverse con violencia. Ramiro prende rápidamente la linterna y la apunta hacia la persona, la cual no parece tener nada extraño. Sin embargo, las ataduras casi han sido destruidas. El habitante es transformado por la oscuridad en “algo” que tiene una fuerza impresionante. Ramiro prende la luz y sale corriendo de la habitación para advertir a los otros. En otra habitación, cuatro de los hombres de Chilapa se encuentran molestando a una joven muy bella que estaba entre los habitantes que llegaron a la casa. Uno comienza a decirle piropos y a insinuar que quisiera tener sexo con ella. Ella está ida,

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como todos los que llegaron. —Quizá te gustaría que apaguemos la luz para que no te de pena —dice el hombre de Chilapa y apaga el interruptor de la luz… Lo que se escucha a continuación dentro de aquella oscuridad es horrible. Se entremezclan unos gruñidos desgarradores y los gritos de los cuatro hombres. Ramiro llega corriendo y prende la luz. Sus ojos se abren de par en par ante la terrible imagen que hay frente a él: la joven bella se encuentra ida nuevamente en el centro de la habitación, su boca manchada de sangre. Los cuatro hombres de Chilapa están muertos, sus cadáveres en distintos lugares de la habitación; la sangre ha manchado las paredes. Ahora sólo quedan 11 hombres y Fabiola. Rápidamente llegan todos los demás, alarmados por los gritos. Demetrio enfurece, saca su revólver y mata a la joven bella. Ramiro le reprocha esta reacción impulsiva, pero, muy dentro de sí, sabe que ella ya no era un ser humano. Ramiro decide hacer otro experimento, ya que tienen el cuerpo de la joven. Apaga la luz y acerca su mano lentamente hacia el lugar en donde está el rostro de la joven. Una vez que lo toca, prende rápidamente la luz… Hay terror en sus ojos. —No sé qué demonios hay ahí, pero eso ya no es un rostro cuando apago la luz. Es un orificio con dientes. Todos están de acuerdo en que deben matar a todos los habitantes que se aparecieron frente a la casa, así que los llevan a una habitación y los alinean para dispararles. Antes de dispararle a cada uno, le dicen: “Si eres humano, di algo”. Todos siguen idos, con la mirada perdida, y no reaccionan ante el arma. Uno a uno les van disparando hasta que sólo queda una mujer mayor de cabello canoso. Le dicen nuevamente: “Si eres humano, di algo”. La anciana, para sorpresa de todos, sonríe de oreja a oreja, se agacha, toma un poco de la sangre de los otros habitantes que quedó en el piso y se dirige a la pared. Con la sangre, escribe sobre ella: “SI LA MATAN, LLEGARÉ MÁS RÁPIDO”. Cuando termina de escribir, vuelve a quedarse inmóvil, pero con aquella sonrisa aún prendida al rostro. Los 11 hombres dejan a la mujer vieja y se van a otra habitación en donde discuten si deben matarla. El miedo hace estragos en algunos de ellos. Acuden a Fabiola y le preguntan qué fue lo que le pasó a los demás habitantes. Ella les cuenta que todo lo malo empezó a suceder cuando ambos espejos se juntaron y

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fueron colocados frente a frente. Les dice que algo salió de los espejos, que se abrió como un portal. —¿En dónde está el otro espejo? —le pregunta Ramiro al ver que sólo hay uno en la sala. —En otra casa. Yo me lo llevé. Fabiola y comienza a llorar, y Ramiro no entiende por qué. Finalmente, ella le explica. —Mi papá me gritó que me lo llevara…mientras esas cosas se lo comían. —¿Dices que los espejos fueron colocados frente a frente? — pregunta Demetrio con entendimiento iluminándole los ojos. Fabiola asiente con la cabeza. Demetrio les explica a todos el efecto de infinito que se genera cuando dos espejos son puestos uno frente al otro. —Eso podría explicar por qué estamos encontrando varias veces el mismo cuerpo de una persona: son los reflejos. Lo que sea que haya cruzado a este mundo se alimenta de los reflejos. Demetrio alinea otros dos espejos que hay en la casa para explicar su punto. Los hombres ven cómo la luz se va perdiendo en el infinito hasta llegar a la oscuridad. Tal vez los “habitantes” que llegaron a la casa provienen de esa oscuridad. Son nuestros reflejos más oscuros. Por eso la luz los detiene; no es su hábitat. Uno de los espejos, por sí sólo, no es capaz de hacer nada malo, pero los dos juntos abren una ventana a un infierno. Los hombres se ponen de acuerdo en que deben hacer dos cosas. La primera es destruir el espejo y la segunda es conseguir luces grandes y baterías para no depender del alambrado público. Si la luz de la casa es cortada, no habrá nada que los proteja. Ramiro golpea el espejo con la culata de su rifle, pero éste no se quiebra. Todos los demás lo intentan, pero el resultado es el mismo. Incluso le echan gasolina y lo prenden, mas el fuego tampoco le hace nada. Los hombres, resignados, se disponen a conseguir las luces primero. Dos grupos de tres personas se dirigen a lugares que podrían tener lámparas y luces con baterías: un almacén y una tienda. Antes de salir, encuentran unos radios. Cada grupo se lleva uno y los que se quedan en la casa conservan otro. Ramiro y Demetrio van en el grupo del almacén. Mientras van caminando por el pueblo, los hombres notan que en varias paredes de las casas está pintado con sangre “3:43”. La sangre está fresca. Ellos no saben si se trata de una hora, pero

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están de acuerdo en que deben de estar preparados. Seguramente algo pasará cuando el reloj marque esa hora. Son las 2:21AM. El otro grupo llega a la tienda y comienzan a recolectar todo lo que pueda servir. A los pocos minutos escuchan un sonido escalofriante que no habían escuchado antes. Cierran las puertas rápidamente y prenden la mayor cantidad de luces con baterías que pueden encontrar. Por lo menos así estarán a salvo de los habitantes. Sin embargo, esta vez hay algo diferente… El grupo de la tienda pide ayuda a los demás por el radio. Ramiro decide ir a ayudarlos, a pesar de que Demetrio le dice que no lo haga. Éste último regresa a la base con lo que recolectaron en el almacén. Ramiro, armado sólo con un rifle, una linterna y el radio, llega a la calle en la que está la tienda, la cual se ve a lo lejos. Hay luces en el interior del edificio, pero en el exterior hay varios habitantes parados, idos; parecen estar esperando a que pase algo. Ramiro se esconde; sabe que no podría defenderse con una linterna si lo ven. El grupo de la tienda continúa pidiendo ayuda: afuera se escuchan sonidos guturales muy extraños, mucho más graves que todo lo que habían escuchado. Fabiola escucha estos sonidos desde la casa y les pide que la dejen hablar por el radio con Ramiro y el grupo de la tienda. Ella es muy insistente y consigue que le den el radio para hablar. —¡Eso que está allá afuera es lo que salió del espejo y no la va a detener la luz! ¡¡Corran!! Las palabras petrifican a Ramiro y a los demás. En ese momento, algo abre la puerta de la tienda a la fuerza y los hombres de adentro empiezan a disparar, aunque ni ellos distinguen exactamente a qué. Ramiro escucha con impotencia los gritos de sus compañeros por el radio. Las luces dentro de la tienda se apagan, por lo que los habitantes parados afuera de la misma quedan en medio de la oscuridad. Ahora sólo quedan ocho hombres y Fabiola. Ramiro corre lo más rápido que puede de vuelta a la base. Una calle, otra más. Cada vez está más cerca, pero algo lo persigue. Algo le sigue los talones muy de cerca cuando da la vuelta a una esquina y… ¡La base está a la vista! Ramiro corre y corre por su vida. Ya sólo está a unos metros de entrar en el espacio iluminado por la luz externa de la casa. Algo salta sobre su espalda y lo derriba. Es uno de los habi-

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tantes, hambriento. La velocidad a la que iban hace que ambos cuerpos rueden hasta quedar bajo una de las luces de la calle. El habitante se torna inofensivo y Ramiro toma su rifle, que quedó tirado a unos metros, y le dispara a la criatura. Ramiro entra a la base y se dirige a hablar con Fabiola. —¿Qué demonios es eso que mató al grupo de la tienda? —Creo que es lo que salió de los espejos —contesta Fabiola, cediendo a la presión de Ramiro. —Las luces que trajimos nos pondrán a salvo de los habitantes —le dice Ramiro a todos sus compañeros—, pero tenemos que matar a esa cosa para sobrevivir, porque la luz no la va a detener. —Dispararle no le va a hacer nada —advierte Fabiola—. Ya lo intentaron. Después de discutir arduamente lo que deben hacer, Ramiro propone el único plan funcional: —¿Y si abrimos el portal de nuevo y logramos que esa cosa entre? A nadie se le ocurre un mejor plan, por lo que se ponen en movimiento. Necesitan el segundo espejo. Ramiro, Demetrio y otro hombre llamado Leonel siguen a Fabiola, quien les indica el camino hacia el escondite del segundo espejo. Mientras tanto, los demás se quedan en la base. Son las 3:13AM. Falta media hora… El grupo de Ramiro llega a una casa abandonada. Fabiola los guía hasta el sótano. Justo cuando alcanzan a divisar la orilla del espejo escondido entre las cosas, algo ataca a Leonel, quien se había quedado rezagado en otra habitación. Cuando los demás suben del sótano, encuentran el cuerpo sin vida de Leonel. Se ponen en alerta. Lo que sea que lo mató está cerca, en la oscuridad que los rodea. Súbitamente, algo golpea a Demetrio con una fuerza sobrenatural y lo avienta contra una pared. Después de impactar con la misma, Demetrio cae al suelo. Eso que lo atacó se dispone a acabar con él. Ramiro gira su linterna justo a tiempo para revelar el rostro de un habitante que está a cinco centímetros del de Demetrio. El habitante está ido, como los otros pobladores, y con la boca abierta. En lo que sea que se transformen los habitantes en la oscuridad, eso estaba a punto de devorarle el rostro a Demetrio. Ramiro le dispara al habitante en la cabeza y luego evalúa los daños. Demetrio no se puede mover porque se rompió una

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pierna con el golpe. Ramiro y Fabiola tendrían que dejarlo para volver, pero deciden no hacerlo. Ramiro mira su reloj: son las 3:40AM. ¿Qué sucederá en tres minutos? El grupo que se quedó en la base escucha sonidos en el exterior. Salen y ven que hay más de 25 pobladores en el área de la luz afuera de la casa. Todos están idos y parecen esperar algo. Los hombres están nerviosos, pero no hay peligro mientras haya luz. Sin embargo… Escuchan un sonido gutural muy grave, el mismo que escucharon por el radio cuando el grupo de la tienda estaba atrapado. La luz ya no puede salvarlos. De la oscuridad emerge Miriam, o algo que antes era Miriam. Donde habían ojos ahora sólo hay una cuencas oscuras. Ella sonríe y ya no hay dientes, sólo oscuridad en su boca. Lo que sea en lo que se ha convertido, la luz no la detiene como a los demás. Los cinco hombres están viendo todo esto y no se dan cuenta de que el reloj marca las 3:42AM. La mujer vieja y canosa que tenían encerrada en una habitación vuelve a sonreír mientras el segundero del reloj se acerca a completar un ciclo. Justo cuando el reloj cambia al siguiente minuto, se materializa su temor más grande: la luz eléctrica se va. Lo que se escucha a continuación es horrible. Todas las bestias están entrando a la casa, y sólo unas luces de batería permanecen encendidas. En cuestión de segundos, los cinco sobrevivientes son asesinados. El último cae a manos de la mujer canosa. Ahora sólo quedan Ramiro, Demetrio y Fabiola, quienes escuchan los disparos a lo lejos. Ramiro se aventura a acercarse a la base, pero ya no hay luces encendidas; no hay esperanza de que alguien quede vivo. Con Ramiro de vuelta, los tres analizan su situación susurrando y con la luz apagada para que los habitantes no los encuentren… tan rápido. No pueden escapar a pie, los habitantes los matarían. Sobrevivir hasta el amanecer sería lo más prudente, pero ni siquiera la luz del amanecer los puede proteger. Además, ¿qué probabilidad hay de sobrevivir tres horas en esa situación? Ramiro sugiere que la mejor posibilidad de sobrevivir sigue siendo hacer que Miriam entre de nuevo al portal de los dos espejos. Demetrio pierde la fe de destruir a la cosa. —Ni siquiera sabemos qué es, ni cómo se ve. Ramiro voltea a ver a Fabiola, como pidiéndole que les diga

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cómo se ve ese demonio. Fabiola tarda unos segundos en abrirse con ellos. —Esa cosa es mi…parece mi mamá. Fue la primera y esa cosa entró en su cuerpo. Demetrio hace notar que no pueden abrir el portal mientras el primer espejo esté siendo vigilado por los habitantes, pero que él les puede ayudar a crear una distracción. A final de cuentas, no puede caminar hasta la base con su pierna rota. Todos saben que esa distracción es la única alternativa, por lo que Ramiro se despide de su amigo y se lleva a Fabiola. Demetrio espera a que ellos se acerquen a la base con el espejo y luego enciende una grabadora con el volumen al máximo. La música de Juan Gabriel llama la atención de los habitantes y de Miriam, por lo que abandonan la casa para ir en dirección del ruido. Demetrio se intenta alejar lo más que puede de la grabadora antes de que lleguen los habitantes. Se alcanza a meter en un clóset de una casa. A lo lejos escucha que unos pasos se acercan a la grabadora y ésta deja de sonar. Pasa un momento, parece que el peligro se ha ido.... La puerta del clóset se abre. La distracción le da suficiente tiempo a Ramiro y Fabiola de llegar a la base, adentrarse en la sala y prender dos luces de trabajo que funciona con pilas externas. Ramiro cuelga el segundo espejo frente al otro y una mala vibra se empieza a sentir en la habitación. Ramiro entra en trance mirando al infinito. Extiende un brazo para intentar de tocar el vidrio, pero ya no hay vidrio y su mano se adentra en el marco. El portal está abierto. El trance continúa, pero un grito de Fabiola lo devuelve a la realidad. Han llegado los habitantes, quienes quedan petrificados al contacto con la luz. Momentos después llega Miriam, con la sangre de Demetrio aún en la boca. Fabiola mira a su madre, todavía con esperanza de que la verdadera Miriam regrese. Sin embargo, esa esperanza se esfuma cuando Miriam grita con una voz diabólica y se dirige hacia su hija para matarla. Ramiro sabe que se tiene que sacrificar atrayendo a Miriam al portal. Al menos así Fabiola podrá sobrevivir. Ramiro le dispara a Miriam en el pecho para atraer su atención, y lo logra. Cuando él se gira para adentrarse en uno de los espejos, una mano se posa en su hombro… una mano proveniente del interior del espejo. Es la mano de su propio reflejo, el cual ha cobrado vida propia. Ahora hay dos Ramiros. Con una sola mirada hacia los ojos de su reflejo, Ramiro en-

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tiende lo que debe hacer y corre hacia Fabiola para ponerla a salvo. El Ramiro dentro del espejo también tiene un rifle y le dispara a Miriam, la cual se adentra de un salto en el espejo. De un solo movimiento, Miriam le corta la cabeza al Ramiro dentro del espejo mientras el Ramiro original logra empujar uno de los espejos, el cual se cae y provoca que el portal se cierre. Miriam ha quedado atrapada adentro. El espejo, al caer, desconecta una de las dos lámparas de trabajo y ambos espejos quedan en la oscuridad. Los habitantes se abalanzan rápidamente sobre el área que quedó oscura, por lo que Ramiro sólo logra tomar uno de los espejos antes de aventarse para entrar en la luz de la última lámpara de trabajo. Uno de los habitantes casi lo atrapa. Fabiola y Ramiro, con uno de los espejos bajo el brazo, se atrincheran contra la pared. Los habitantes se acercan, pero la luz los vuelve inofensivos. Pronto amanecerá, mas no saben si la pila de la lámpara de trabajo pueda aguantar. Sólo les queda rezar. Poco a poco llega la mañana y la batería apenas logra aguantar. Están a salvo. Ramiro mata a los habitantes que quedaron petrificados en la sala por la luz del día, pero luego nota con desesperación que el otro espejo, el que no alcanzó a tomar, ha desaparecido. Algún habitante debió de habérselo llevado. Ramiro y Fabiola buscan el espejo que les falta. Pronto se dan cuenta de que deben de llegar caminando a Chilapa… y deben hacerlo mientras haya luz de día. La prioridad es que los espejos no se vuelvan a encontrar. Ramiro se sorprende cuando ve que él ya no tiene reflejo en ningún espejo. Todo tiene sentido: a final de cuentas su reflejo murió a manos de Miriam. Después de todo lo ocurrido, Ramiro se va de la región para siempre, llevándose a Fabiola para criarla muy lejos. Apenas alcanza a despedirse de sus familiares y amigos en Chilapa. Teme que los habitantes que quedaron vivos lo vayan a buscar a su pueblo, ya que sólo está a una hora de distancia en automóvil. Ramiro y Fabiola nunca volvieron a ver el otro espejo. Para Ramiro, lo único que queda por hacer es esconder lo mejor que pueda el espejo que está en su posesión. Es así que él lo lleva a altamar y lo tira, esperando que nunca más se vuelvan a encontrar esas dos espejos forjadas por el diablo. Esta parece ser una solución permanente…

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*** 160 años antes, Plutarco tuvo la misma idea que Ramiro. Tomó ambos espejos y los separó lo más que pudo. Colocó uno de ellos en el fondo de una mina abandonada y llevó el otro al mar para tirarlo. No importa cuánto se esfuerce uno, parece que los espejos encontrarán la manera de reunirse de nuevo. Es sólo cuestión de tiempo para que el portal quede abierto hasta que la humanidad desaparezca. Años después, Ramiro murió a manos un supersticioso que lo creía vampiro o demonio por no tener un reflejo. Ramiro se fue en paz porque su propósito en la vida era separar esos dos espejos. Y lo logró… Al menos por un tiempo.

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JULIO JIMÉNEZ RODRÍGUEZ (Ciudad de México, 1989). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Participó en talleres de guión cinematográfico y realización de proyectos para cine y televisión en Telecápita y otros lugares. Ha colaborado con artículos y ensayos en la revista universitaria Tertulia. Como fanático de la literatura de terror, ha realizado diversos trabajos académicos sobre la misma. Actualmente trabaja en proyectos para series de televisión.


LA MUJER DE NEGRO JULIO CÉSAR JIMÉNEZ RODRÍGUEZ

C

arolina es una joven madre de cabello castaño y ojos cafés que maneja su automóvil a lo largo de la carretera; sus mirada permanece fija en el camino. En el asiento trasero, su hijo de apenas cinco años, el pequeño Jonás, lleva puesto un snorkel y juega con un par de figuras de acción. Ríe mientras su madre lo observa por el retrovisor. Ambos lucen contentos, se dirigen a la playa. Jonás deja de jugar y le dice a su madre que necesita “hacer pipí”. Ésta, a pesar de la molestia que siente por unos momentos y el pequeño sermón que le da a su hijo sobre ir al baño antes de salir, le responde que pasarán a la próxima gasolinera para que pueda ir al sanitario. Después de unos minutos, el auto se dirige hacía una Gas que se encuentra al lado de la carretera. El establecimiento luce vacío. En él sólo está el encargado, un anciano delgado y sin dientes que le sonríe de forma amable a la mujer y a su hijo. En el lugar también hay una vieja grúa, una pick-up de los años 50 llena de óxido que Carolina pasa de largo sin prestarle atención cuando se dirigen hacia los baños. Después de salir de los sanitarios, los cuales estaban en pésimo estado, Carolina y Jonás suben al auto y salen del sitio. La tarde comienza a alargarse. Mientras viajan por la carretera, Carolina, con gran desagrado, nota que el auto comienza a hacer unos ruidos extraños, como una especie de cascabeleo bajo el cofre. El sonido se intensifica y el auto comienza a arrojar un poco de humo por la parrilla. Se detiene. Ella lanza una maldición y golpea el volante con fuerza, luego se disculpa con su hijo por su lenguaje.


Carolina baja del auto y abre el cofre. Sus escasos conocimientos sobre mecánica automotriz no le permiten notar algún desperfecto después de que el humo se había disipado. Hace una rabieta y cierra el cofre de un golpe; no lo puede creer. Jonás espera dentro del auto mientras su madre golpea con la mano la parte delantera del vehículo. El niño mira a su madre a través del parabrisas, ella se sujeta la cabeza en señal de desconcierto y lanza más maldiciones. Luego, como si algo llamara su atención, Jonás mira por la ventana izquierda y ve una silueta oscura que los observa entre los matorrales que están a la orilla del camino: parece ser una mujer que viste capucha y ropa negra. El pequeño se asusta y cierra los ojos. Cuando los vuelve a abrir, la mujer, o lo que haya sido, ya no está. Carolina saca su celular e intenta hacer una llamada, pero la señal es muy baja y no puede realizarla. Se dirige al interior de su auto para ver a su hijo, quien le pregunta qué sucede. Ella, para tranquilizarlo, le dice que todo está bien, que no hay nada de qué preocuparse. Vuelve a salir del vehículo, se toma la cabeza y comienza a pensar qué hará, cómo saldrá de esa situación. Mira a su alrededor y sólo ve maleza; la carretera luce vacía y la noche se acerca. Mientras intenta hacer una llamada de nuevo, escucha el ruido de un motor y, a la distancia, ve que un vehículo se acerca. Inmediatamente se para en medio del camino y le hace señas para que se detenga. Éste las obedece. Se trata de una vieja grúa, la misma de la gasolinera, pero Carolina no lo sabe. Se detiene junto a su auto y de ella desciende un sujeto grande, obeso y de aspecto sucio que trae una gorra y se limpia la nariz con la mano después de escupir una gran flema. Le pregunta qué sucede y ella le explica el percance. El sujeto se acerca y ella abre el cofre para que éste pueda revisarlo. El hombre se agacha para observar el motor durante algunos segundos y luego comienza a tocar varios componentes. Al momento de agacharse, Carolina nota que el sujeto trae una especie de collar hecho de lo que aparentan ser dientes pequeños de algún tipo de animal amarrados por hilos o fibras muy delgadas que parecen cabellos. El sujeto se da cuenta y se guarda el collar bajo la camisa mientras sigue revisando el auto. Finalmente, se yergue y le explica a Carolina que una manguera se ha roto, que necesita cambiarla o pegarla para que el auto funcione de nuevo. Se ofrece a remolcar el auto hasta el pueblo más cercano, que está a poco más de un kilómetro de distancia, en donde tiene

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un pequeño taller con autopartes y las herramientas necesarias para llevar a cabo la reparación. Al no quedarle otra opción, ella acepta. El sujeto toma un camino secundario entre la maleza, sin ninguna señalización, y los lleva, junto con el auto, a un pueblito rodeado por pequeños cerros. Es un lugar semiárido y muerto, en el cual la pobreza es muy notoria y sus habitantes, tanto animales como personas, dan muestra de una falta de higiene y salud alarmantes. Los cerdos caminan por las calles y varias jaurías de perros se pasean entre las casas. Hay excremento por doquier y el olor es muy penetrante. La gente del lugar es algo tímida, según le explica Carolina a su hijo cuando éste le pregunta por qué huyen de ellos las personas, ya que al verlos intentan no acercarse y evitan todo tipo de contacto con los recién llegados. El sujeto los lleva al escueto taller, un local derruido y sucio que está en medio de un pequeño cementerio de autos que van desde modelos de hace 50 años hasta algunos prácticamente nuevos. Les dice que en un par de horas podrá reparar la manguera y luego podrán irse. Carolina y su hijo se sientan sobre unas piedras que se encuentran a las afueras del taller y se ponen a mirar el lugar. Jonás se nota un poco incómodo y su madre lo tranquiliza diciéndole que en cuanto terminen de arreglar el auto se irán a la playa. Aunque al principio cree que es sólo su imaginación, Carolina nota que las personas del pueblo miran de una forma extraña a su hijo, como si sintieran lástima por él o les provocara cierta tristeza. También nota que los perros, casi todos flacos y sarnosos, prestan una especial atención al pequeño, como si algo en él los atrajera. Mientras tanto, Jonás juega con sus figuras de acción, como para no prestar atención al lugar en donde se encuentra. Ella lo acaricia y continúan la espera. Pasan casi dos horas hasta que el sujeto sale del taller y le dice a Carolina que no podrá arreglar la manguera; la rotura es mucho más grave de los que parece y la única solución es conseguir una nueva. Le dice que no posee esa pieza y que ninguno de los autos de su “deshuesadero” la tiene. El sujeto se frota la frente en señal de cansancio y le dice a la mujer que hay que ir hasta el pueblo vecino para conseguirla y que con gusto iría pero que ya está oscureciendo y lo mejor será esperar hasta mañana. Al notar el desconcierto en la cara de la mujer, el sujeto hace una mueca y le menciona que si camina un par de cuadras —si así

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puede llamársele a esos caminos pedregosos— encontrará una casa de huéspedes o posada, como quiera llamarla, en donde podrá pernoctar sin ningún problema. Carolina le dice al sujeto que si puede hablar para que le lleven una manguera pero él le contesta que a esa hora ya “apagaron la antena” y que ya no se pueden realizar llamadas por celular; que, si quiere, en la posada está el único teléfono del pueblo, y desde ahí puede realizarla, pero que no tiene caso, no traerían la pieza hasta la mañana siguiente. Ella se molesta, pero no tiene otra opción. Durante la conversación entre su madre y el “mecánico”, Jonás nota que, de nuevo, la mujer con la capa negra está parada atrás de unos árboles y mira en su dirección. Ésta le hace unas señas, como si quisiera decirle algo. El pequeño agarra de la mano a su madre y se cubre la cara en el costado de su pierna. Así espera unos segundos, luego vuelve a mirar y, de nuevo, la mujer de negro se ha ido. Después de sacar algunas cosas del auto, Carolina y Jonás caminan de la mano por el pueblo rumbo a la posada. Durante el trayecto, la madre se da cuenta de que en el pueblo no ha visto a ningún niño y que el lugar, conforme cae la noche, comienza a vaciarse rápidamente. Nota que los perros prestan aún más atención a su hijo, incluso intentan acercársele. De pronto, un perro flaco, al cual le falta un ojo y cojea de una pata trasera, se acerca rápidamente e intenta morderlo. Ella lo asusta golpeándolo con su bolsa de mano, luego carga a su hijo, quien ahora está asustado, y apresura el paso sin quitar la mirada de los animales que los siguen. Una vez que dan con la posada, son recibidos por una anciana encorvada de facciones duras. Carolina nota que la señora casi no abre la boca y que de su cuello cuelga un collar muy parecido al que traía el sujeto de la grúa, con la diferencia de que éste es más elaborado y tiene lo que perecen ser huesos. La posada es la casa más grande del pueblo y contrasta en mucho con las demás; sus condiciones dan la impresión de que pertenece a otro lugar. La anciana parece una mujer muy amable y dadivosa. Sin embargo, a la hora de presentarse, sólo dice que la llamen “Señora” , sin revelar nombre ni apellido. La mujer, ante el asombro de Jonás, resulta ser muy cariñosa con el niño, al grado de incomodar a Carolina. Incluso saca un pequeño caramelo y se lo ofrece, pero Carolina declina el obsequio porque el dulce luce rancio y seco.

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Carolina le pregunta si puede hacer una llamada, la anciana le contesta que el teléfono no sirve. Luego les dice que deben quedarse, que tiene una habitación libre, de hecho todas están libres, y que tendrán una cena y todos los servicios disponibles por un precio razonable. A Carolina no le parece alto el “hospedaje” y acepta sin ninguna exaltación. Por dentro, la casa es algo vieja, pero luce limpia y agradable. Posee una estancia grande y luego un pasillo que la comunica con las habitaciones. Lo curioso del lugar radica en los extraños objetos que cuelgan en todas las ventanas; son como pequeñas bolas de palos llenas con lo que parecen ser piedritas de colores claros. Mientras caminan junto con la anciana rumbo a la habitación, pasan por un cuarto en el cual hay muchos juguetes de todo tipo. Jonás corre emocionado por la impresión que le da verlos y comienza a tomar algunos. Carolina se molesta y lo aleja, pero la anciana le dice que no se preocupe, que esos juguetes fueron olvidados por algunos huéspedes, y como nunca han regresado por ellos, no hay ningún problema; el niño puede tomar los que más le gusten. Después les muestra su habitación y les dice que en una hora pasen al comedor para que puedan tomar la cena. Cuanto más cerca está la noche, el pueblo comienza a sumergirse en una especie de estupor, y sus habitantes, más que entrar en sus casas, parece que comienzan a encerrarse en ellas. Carolina observa por la ventana y ve cómo algunas personas pasan por la calle y se quedan mirando la casa mientras hablan en voz baja o se secretean unas a otras; algunas mueven la cabeza en señal de desaprobación y otras simplemente apresuran el paso para alejarse rápidamente del lugar. Para su sorpresa, mientras más avanza la oscuridad, los perros y algunos otros animales comienzan a acercarse y a rodear la posada. Cuando Carolina le pregunta a la anciana por qué sucede todo eso, la señora la lleva a un rincón, como si se tratara un asunto del cual no se debe hablar, o para que no escuche Jonás. Le dice que no hay niños en el pueblo por culpa de la bruja. Le platica que por los años 50 del siglo pasado, el pueblo era un lugar que estaba en pleno crecimiento, y, tras la llegada de muchos nuevos habitantes, los niños comenzaron a desaparecer de forma misteriosa. Por la noche sus padres los acostaban en su cama y a la mañana siguiente ya no estaban; no había sangre ni rastro alguno de ellos. Siendo que el pueblo estaba lleno de

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gente supersticiosa, comenzó a correr el rumor de que una bruja era quien estaba raptando a los niños para sabe Dios qué malos propósitos. Las investigaciones comenzaron, y el pueblo se puso en guardia para salvar a los niños que quedaban. Se montaron puestos de vigilancia y se turnaban los guardias, quienes cabalgaban durante la noche en busca de cualquier actividad extraña. Un día, la madre de uno de los niños notó que éste traía un extraño amuleto en el cuello, un saco pequeño con algunas yerbas en sus interior. Al preguntarle quién se lo había dado, el niño contestó que había sido la mujer de la casa del cerro. La madre dio aviso al pueblo y todos, al ver el artilugio, afirmaron que ella era la bruja y que el amuleto era en realidad una especie de marca para poder apoderarse del niño. La mujer, cuyo nombre no le reveló, era una joven que apenas llegaba a los treinta años. Era una dama humilde pero bella que se mantenía alejada del resto del pueblo y a la que pocas veces se le veía socializando, nadie sabía por qué. Sin embargo, después de descubrir el amuleto, todos infirieron que su conducta se debía al hecho de que era una bruja. El pueblo colerizado subió al monte y encontró a la mujer. En la casa había varias velas y algunos amuletos extraños. La arrestaron, pero nunca llegó a la jefatura de policía. Los padres de los niños desaparecidos comenzaron a golpearla hasta que perdió el conocimiento, la humillaron frente a todo el pueblo sin que las autoridades pudieran hacer algo y después la quemaron viva. Una vez muerta, registraron la casa hasta los cimientos, sin embargo, ningún niño ni sus restos fueron encontrados en el lugar. Pero sí descubrieron varios recipientes con yerbas y algunos amuletos extraños. Después de la muerte de la mujer, contrario a lo que todos creían, los niños siguieron desapareciendo, y todos pensaron que en realidad la bruja no había muerto o que ahora había regresado desde el infierno para seguir realizando su maldad. El pánico creció aun más y los pocos niños que aún quedaban fueron sacados del pueblo. Desde entonces, le cuenta la anciana, nadie se atreve a tener bebés en el lugar, por eso la mayoría de los habitantes son viejos. Al escuchar la historia, Carolina duda sobre su veracidad, sin embargo, por alguna extraña razón, comienza a crecer dentro de ella el temor de perder a su hijo. Decide recoger sus cosas y dormir en su auto o caminar hasta la carretera y pedir ride para

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que alguien los saque de ese lugar. Intenta salir con el pequeño Jonás en brazos, sin embargo, al abrir la puerta, observa que todos los animales, perros principalmente, han rodeado la casa, y cuando pone un pie fuera de la misma, intentan atacarla. Cierra la puerta de un golpe. La anciana le dice que no tema, que lo mejor es que se queden dentro, ya que, debido a los amuletos que posee, la bruja no puede entrar. Por la mañana podrán irse sin ningún problema. Carolina no se siente tranquila, pero decide quedarse. La noche avanza lentamente y Carolina no puede dormir debido a que está cuidando de su hijo. Aún no cree la historia, mas asomarse por la ventana y ver a los perros rodeando la casa hace que piense diferente. Quita la vista de la ventana para dirigirla hacia su hijo, que duerme tranquilamente. Vuelve a ver por la venta, y esta vez el terror la invade: hay una figura de una mujer de negro en ella. Carolina se asusta y va hacía donde está su hijo para abrazarlo, luego ve hacia la ventana de nuevo, pero ya no hay nadie ahí. Todo está en silencio, hasta que un ruido lo rompe: es la puerta que se abre de golpe. Carolina teme lo peor. Mira hacia la puerta esperando ver entrar a aquella mujer, no obstante, cuando la figura entra, se da cuenta de que es el sujeto de la grúa. Al ver que saluda a la anciana y luego se mete a una de las habitaciones, ella le pregunta por él y la anciana le contesta que es su hijo. Carolina no se atreve a preguntar más El niño se despierta y dice que quiere ir al baño. Ella acompaña, y al no dar con el sanitario, termina en un cuarto con un olor desagradable. El interior está muy oscuro, sin embargo, se logra dar cuenta de que el lugar está lleno de huesos de niños, en su mayoría cráneos. Toma a su hijo de la mano e intenta huir, pero el sujeto enorme la toma por el cuello y la golea contra la pared. El niño comienza a gritar y corre hacia un rincón para refugiarse. Carolina intenta ponerse de pie, pero el sujeto la patea a la altura del estómago y ella vuelve a caer pesadamente. Siente mucho dolor y comienza a sangrar de la nariz debido al primer golpe. Nuevamente se pone de pie y busca a su hijo, el pequeño está llorando bajo una pequeña mesa junto a la pared. Ella golpea al sujeto, pero éste, debido a la gran diferencia de peso y tamaño, no parece inmutarse; sólo se enfurece más y se lanza nuevamente contra ella. La golpea en la cabeza con el puño y ella vuelve a caer. El sujeto la sigue golpeando mientras Caroli-

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na intenta cubrirse con los brazos. Jonás sale de su escondite y corre a ayudar a su mamá intentando sujetarse de la espalda del sujeto, pero éste lo lanza de un empujón. El niño queda tirado en el suelo, muy adolorido. En ese momento, la anciana sale de una de las habitaciones y se dirige a él. Su apariencia ha cambiado: ahora es horrible, como si estuviera convirtiéndose en una especie de animal extraño. El hombre levanta a Carolina, quien está muy golpeada y con el rostro ensangrentado, abre la puerta y la arroja hacía los animales. Afuera, los perros comienzan a atacarla mientras ella, con grandes dificultades, logra levantarse y correr, cojeando por el dolor, en busca de ayuda. Cae mal herida al lado de un árbol y los perros siguen mordiéndola en varios lugares hasta que, de pronto, se detienen y huyen, como si algo o alguien los hubiera ahuyentado. Ella levanta la cabeza y ve una figura oscura. Es la bruja que quemaron. Dentro de la casa, el niño llora y grita como loco mientras la anciana le amarra pies y manos, lo carga y lo coloca sobre una mesa en la cual hay pintados unos signos extraños. Por la forma tan fácil en la cual lo levanta, pareciera como si tuviera una fuerza asombrosa. Carolina intenta huir de aquella mujer oscura y se arrastra de espaldas, sin quitarle la mirada. De pronto, desde rostro de aquella mujer, que está marcado por el fuego, unos ojos de tonalidad amarillenta se posan sobre los suyos. En ese cruce de miradas. Carolina parece entrar a una especie de alucinación y logra ver lo que realmente pasó hace más de 50 años. Ve que la bruja quemada era una bruja blanca, una mujer bella que vivía en una pequeña casa a la orilla del pueblo, que en aquél entonces era un lugar pintoresco y alegre. A partir de que comenzó la desaparición de los niños, ella hacía amuletos para protegerlos y mantener alejada a la bruja que quería raptarlos para alimentarse de su corazón y utilizar varias partes de su cuerpo en rituales extraños y todo tipo de fetiches. La bruja desde un principio fue la anciana, quien además fue la mujer que la denunció para que la quemaran. Luego, después de que se acabaron los niños en el pueblo, con ayuda de su hijo, se dedicó a acechar gente en la carretera o los pueblos cercanos para poder seguir alimentándose de ellos y mantenerse con vida. Carolina puede ver cómo el sujeto de la camioneta se ha encargado de llevar victimas a su madre desde hace varios años; por eso el pequeño cementerio de

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autos y los juguetes dentro de la casa. Mientras entraba al baño de la gasolinera con su hijo, el sujeto se acercó a su auto, abrió el cofre y manipuló algo dentro del motor para que éste fallara. La visión también muestra a la bruja quemada apareciéndose a personas que iban a entrar al pueblo con niños para que éstas se asustaran y no se quedaran en ese lugar. Eso ha provocado que sean muy pocos los niños que lleguen al pueblo en los últimos años y esto ha mantenido débil a la anciana, quien sólo puede beber y comer sangre y órganos de animales. También ve que la bruja quemada no puede hacerles nada debido a los extraños amuletos que portan en el cuello la anciana y su hijo. Ambos están hechos de huesos de niños, y eso es lo único que evita que ella los pueda atacar. Después, sólo logra escuchar los gritos de su hijo que llegan desde el interior de la casa. La anciana enciende una vela enorme de olor nauseabundo y deja caer varias gotas de cera sobre la cabeza del niño, quien grita al sentir el líquido caliente. Ahora ya no es la anciana de antes, ha sufrido una especie de transformación. Sus dientes parecen afilados cuchillos y su lengua es larga y oscura; los ojos le brillan con una tonalidad amarillenta y al rostro le ha crecido un extraño pelo; por su boca escurre una saliva pegajosa y negruzca. Las garras que tiene por manos se posan en el cuello del niño, y una de ellas logra abrir una pequeña herida, como una cortada, de donde escurre un poco de sangre. La anciana se dispone a lamerla cuando de pronto se escucha que una ventana se rompe. El sujeto corre inmediatamente por orden de la bruja, quien le dice que si la mujer quiere ver morir a su hijo, que así sea. El sujeto va y encuentra a Carolina arrancando todos los amuletos de las ventanas y comienza a romperlas. Él la ataca y ella lo golpea con el palo que trae del exterior. Después de forcejear, él logra acorralarla y, con sus manos enormes y obesas, comienza a estrangularla. Ella lo golpea, pero él no la suelta. Es entonces cuando Carolina le arranca el collar. Junto con el viento que entra por la ventana rota, una sombra oscura penetra la casa y rodea al sujeto. Él intenta huir hacía donde está la anciana, pero cae repentinamente al suelo. Sus ojos se muestran desorbitados y comienza a sangrar profusamente de la nariz y de la boca. Sus pantalones comienzan a teñirse de color rojo. Cae muerto. Carolina mira que la anciana, o lo que queda de ella. La observa desde la puerta de la habitación y suelta un chillido estre-

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mecedor, como si fuera una rata enorme. Carolina corre rápidamente tras ella. Al llegar a la habitación, encuentra a su hijo está sobre la mesa atado de pies y manos. La anciana casi ha perdido su apariencia: es una especie de arpía con dientes filosos, le ha salido pelo en todo el cuerpo y lanza unos chillidos insoportables. Carolina la ataca con el palo que trae, pero no logra dañarla; la anciana se mueve rápidamente, como si se tratara de un animal. Nota que mientras pelea con ella, la sombra oscura ingresa en el cuarto y apaga la mayoría de las velas. La bruja comienza a hablar con la otra bruja y le dice que aún no puede dañarla, que sigue siendo más poderosa que ella. La sombra oscura se desliza alrededor de la habitación como si fuera un viento encerrado en el cuarto. Carolina aprovecha para desamarrar a su hijo. De pronto, siente unas garras enterrándosele en los hombros y es jalada hacía un rincón con una facilidad sorprendente. Ahí puede ver de frente a la bruja y su rostro aterrador. Su boca se abre y muestra los dientes, podridos y amarillos pero puntiagudos como cuchillos, que están a punto de incrustarse en su garganta. La sombra oscura se posa sobre el niño. Carolina no puede liberarse de las garras de la anciana, quien la sigue lastimando y ya casi ha colocado sus mandíbulas sobre su cuello. De pronto, el niño corre y, de un gran tirón, arranca el collar de la anciana. Ésta comienza a gritar como loca y desesperada; lanza unos chillidos espantosos que se estrellan contra las ventanas de la casa. Se apagan las últimas velas y todo queda sumido en la oscuridad, excepto por a luz de la luna que ilumina de forma tenue la estancia. A pesar de su aspecto, la bruja denota miedo e intenta arrebatar el collar al niño, pero la sombra oscura comienza a arremolinarse sobre ella como un torbellino. La sombra toma forma: es la bruja quemada quien ahora está abrazando a la anciana. Mientras tanto, Carolina logra recuperarse y toma a su hijo para salir de la habitación. Está herida, pero el deseo de salvar a su hijo es más fuerte que todo el dolor que siente. Alcanza a mirar y escuchar los gritos de la anciana mientras la sombra oscura con forma de mujer la sujeta. Ve cómo la anciana, que ahora ya casi ha regresado a su forma humana, intenta zafarse mientras maldice y pide que la deje en paz. Carolina sale de la habitación ayudada por su hijo y no vuelve a mirar atrás. Antes de salir de la casa, va hacia el sujeto muerto y busca en sus bolsillos rápida-

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mente hasta que le saca las llaves de la grúa. En la habitación, la bruja quemada comienza a inmolarse mientras sujeta a la anciana, quien sigue gritando y ahora, en un último intento por salvarse, vuelve a transformarse en el animal grotesco que lanza chillidos insoportables. Las llamas la envuelven rápidamente y sólo pueden escucharse sus gritos entre ellas. El fuego crece aceleradamente y pronto la habitación completa comienza a arder. Los chillidos son insoportables. Carolina y su hijo logran salir de la casa antes de que esté completamente envuelta en llamas. Huyen hacía donde estaba el taller. Ahí, Carolina toma la grúa del sujeto y sube a su hijo. Jonás y su madre lloran, aún están muy alterados. Mientras lo abraza, el niño le dice que la señora de negro le dijo que tenía que quitarle el collar a la anciana. El niño aún sujeta el collar. Carolina se lo quita y lo arroja por la ventana antes de echar a andar la grúa. Los dos salen del pueblo.

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ALEJANDRO ALMAZÁN (Ciudad de México, 1971) estudió Ciencias Políticas y Sociales en la UNAM. Ha sido miembro fundador de Macrópolis, CNI-Canal 40, Milenio Semanal, Milenio Diario, La Revista y Emeequis. Además, ha trabajado para los diarios Reforma y El Universal. Actualmente colabora en la revista Gatopardo, en el Grupo Milenio y en el diario El Mundo, de España. Premio Gabriel García Márquez 2013. Premio Sociedad Interamericana de Prensa 2010. Premio Nacional Rostros de la Discriminación 2008. Premio Nacional de Periodismo [Crónica] 2003, 2004 y 2006. Autor de La victoria que no fue [2006, Grijalbo], Gumaro de Dios, El caníbal [Mondadori, 2007], Placa 36 [UNAM, 2009], la novela Entre perros [Mondadori, 2009], Palestina, Historias que Dios nunca hubiera escrito [2011], El más buscado [Grijalbo, 2012] y Chicas Kaláshnikov y otras crónicas [Océano, 2013].


EL EXORCISMO DE JOSÉ JOSÉ ALEJANDRO ALMAZÁN RODRÍGUEZ

Cero

E

l gastroenterólogo me dijo hace unos meses que mi colon, literalmente, está hecho mierda. Colitis ulcerosa crónica indefinida se llama la enfermedad. Desde entonces, todos los lunes voy con un acupunturista amargado que vive hasta el fin del mundo, los sábados visito a un enano que da clases de reiky y ya saqué cita con un iridólogo que, según esto, ha hecho caminar a los inválidos. También como ajo en ayunas y, por las noches, me pongo cáscaras de papaya en el vientre para la desinflamación. Intenté lo del jugo de papa, pero lo vomité. Mamá insiste en llevarme al templo de San Judas Tadeo, mi esposa cree que sólo soy un hipocondriaco que trata de alterar su rutina y mis amigos, una bola de cabrones borrachos que ni gastritis tienen, dicen que todo debe ser culpa del estrés. Hace poco, una comadre de mamá me habló de un brujo que ella conoce. “La gente es cabrona, mijo, y a ti te hicieron algo”, y me aventó todavía más sal la comadre, una doña cuyo único patrimonio es ser bien necia. Me he resistido a su invitación. Le he dicho que yo no creo en esas cosas, pero ella insiste. Les digo, es bien necia. Ayer sábado 12 de agosto de 2000 leí una nota con la que pienso callarle la boca: el viernes, en el pueblucho de Tetla, Tlaxcala, siete personas murieron durante un exorcismo. La procuraduría del estado emitió un boletín donde informa que todos se asfixiaron, que el error fue haber prendido el anafre en un lugar cerrado. Y por eso voy camino a Tetla, para regresar y contarle a la comadre que esa magia de la que me habla no existe, que ella y su brujo pueden irse al diablo, que seguiré tomando el cóctel de pastillas, que gracias, que se lo agradezco…


Cuando vuelva, se los adelanto, sabré que ciertas cosas no fueron hechas para nuestro entendimiento.

I El forense pone sobre la mesa las fotografías de los siete cadáveres y luego las extiende como si mostrara las cartas de una baraja. Empezaré por hablarles del último, el que pertenece a José López Vázquez, un joven que veía nahuales. Su cadáver está tirado sobre el piso, bocabajo. El cuello lo trae retorcido, como si hubieran tratado de arrancarle la cabeza. Por la expresión en el rostro, de un arrebatado sufrimiento, parece que el chico no alcanzó a deshacerse de todos los delirios que traía desde hace tres años, cuando cumplió los doce. A su lado se mira el rastro de una cruz hecha con sal y azúcar que, le dijeron los dos curanderos, iba a protegerlo durante el exorcismo. Cerca de José quedaron tirados un cuadro de San Miguel Arcángel y una botella de la loción Siete Machos que le vaciaron al muchacho cuando intentaron resucitarlo. Olvidé decirles que José está casi desnudo. Viste solo un short púrpura y unos listones rojos le atan los tobillos como para que no se fuera a escapar sabe Dios de qué. De hecho, ahora que lo dice Ernesto, el fotógrafo, las cintas le dan al muerto un aspecto todavía más espantoso. El cadáver seis da miedo: quedó en cuclillas. Yace en un rincón, muy cerca de José, con el torso descubierto, colgándole las tetillas. Tiene la cabeza caída, apuntando hacia la tierra donde terminará sepultado. Se llamaba Teodoro Martínez. Era el curandero principal, tenía 32 años y le juraba a uno que podía ponerlo cara a cara con Dios. Los jeans Goldie que trae puestos y las Bedoyecta, tiradas en el piso, podrían ser la prueba de que Teodoro no venía del cielo. A Fabiola Bautista, la secretaria de los curanderos, le asignaron el número cinco. Su cabeza se mira arrumbada a un lado del blanquísimo altar. Si sirve de consuelo, en el anfiteatro no forcejaron tanto a Fabiola para acomodarla en el féretro: murió con los brazos en el pecho. A su derecha, como a medio metro, hay un hombre de 74 años. La cabeza de éste quedó recargada en el tercer escalón de siete que tiene el altar, justo donde reposa una minúscula Virgen María de yeso y una cruz hecha con tallos de tejocotes. Él era el otro curandero, y da pena verlo en una posición tan incómoda: su pierna derecha es un pedazo de carne doblado a la mitad y la otra está abierta como un compás. Don Demetrio murió con los brazos abiertos, rodeado de un florero con claveles y

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rosas, una figura de la Virgen María y una porcelana de un Niño Dios vestido de príncipe. Quién sabe qué personalidad tenía don Demetrio cuando murió. A veces era el Hermano Pedro. A veces el Hermano Lobito. Ambos, dicen en Tetla, eran unos hijos de la chingada. Blandina Bonilla es el siguiente cadáver. Murió sobre la silla, en una postura como la de un niño cuando se queda dormido en una fiesta. Es extraño que su peso no la haya vencido hacia el piso o que al menos no se haya golpeado la cabeza con aquella olla de aluminio donde Teodoro solía guardar el bálsamo. Blandina acababa de cumplir 61 años. A sus pies yace tirada Mónica Nava. La muerte la agarró cruzada de brazos, como en meditación, y bocarriba. La diadema roja que le sujeta el pelo ensortijado tiene el mismo tono del plumaje del gallo, ese condenado animal que también murió y está pegadito a Mónica. Junto al gallo se observan cuatro huevos de totola, un molcajete con copal, una Barbie con cabellos humanos y tres filosos cuchillos. El cadáver número uno es el de doña Adelina Hernández. Ella se ha ido de esta tierra como muy cansada, con su hombro izquierdo de almohada, sobre un sofá cama de desleído azul. Cerca de ella se mira el anafre, ese mismo que el forense ha traído para contarme algo que no está en el expediente: no hay rastros de que el anafre haya sido prendido, dice el forense, y yo siento como si recibiera un golpe en la mandíbula. Detengo al forense: —Hace menos de una hora, el procurador dijo que el caso está cerrado, que los exámenes toxicológicos concluyeron que las muertes fueron por asfixia, y ahora usted me dice que el anafre ni siquiera lo encendieron. —Las necropsias son dudosas —dice, y me dirige lo que podría ser una de sus peores miradas de horror—. Cuando abrimos los pulmones, la sangre no salió roja, roja, ni tronó como papel de china ni brotó como alka-seltzer. Eso pasa siempre que alguien muere asfixiado por monóxido de carbono, se acumula agua… ¿Entonces por qué decir que se asfixiaron?, le pregunto al forense, y él, con la devoción de quienes rezan el rosario, me dice: —Porque con la brujería no se juega.

Dos —Seguro está inventando el cabrón —le digo a Ernesto cuando salimos del anfiteatro, y él, que es sabio y nunca se deja llevar por las

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fintas, apoya mi teoría. Horas después, cuando hablemos con doña Agustina Vázquez y don Isaac Lima, los padres de José, los únicos sobrevivientes del exorcismo, y nos digan que, en efecto, nunca se encendió el anafre, la historia ya habrá tomado otros giros inesperados. Pero como todavía no conocemos ni a doña Agustina ni a don Isaac, les cuento que Teodoro, el curandero, llegó a Tetla hace un año, a mediados de 1999. Fue fácil venir a descargar sus historias en un pueblo forjado de leyendas. Decía que Dios le había encomendado la tarea de curar a la gente. Que tres espíritus se metían en él. Que había sido chofer y ahí se le aparecieron los santitos. Y que como prueba de lo que decía hasta podía manejar con los ojos cerrados. Uno de los tantos convencidos de que las palabras de Teodoro eran una ciencia exacta fue Luis Mejía, cuya hija padecía leucemia por ese tiempo. “Si la curas, te construyo una casita en mi ejido”, le propuso Luis a Teodoro, y éste aceptó el desafío con un apretón de manos. —Y en nueve días me curó a mi chamaca —me dice Luis, y yo no le creo ni una sola palabra—. ¡En serio! Los dolores se le quitaron a mi chamaca. Empezó a engordar, a reírse, le salió otra vez el pelo; ya hasta se me casó. Quiero refutarle, pero Luis se levanta, entra a su casa construida sin el mayor esmero y regresa con un fajo de estudios médicos donde leo que la joven fue desahuciada. Luego sale la hija de Luis y éste me la presenta y ella dice que Teodoro le salvó la vida. Alzo la ceja. Su caso debería analizarlo la metafísica.

Tres Luis cumplió su promesa y, al lado de su casa, en un lote maltrecho de unos 400 metros cuadrados, le donó un pedazo de tierra a Teodoro. Éste levantó un cuartucho de madera y, al poco tiempo, comenzó a dar lo que él llamaba consultas: atendía de lunes a viernes de 8:00AM a 8:00PM y los sábados tenía citas privadas, que no eran otra cosa que confesiones. Nadie supo decirme cómo fue que comenzó a llegar tanta gente con el curandero, pero todos con quienes hablé me contaron que el cuartucho parecía una sala de emergencias después de un terremoto. Mucho gringo y extranjero venía a verlo, me dijo Luis orgulloso, como si el triunfo de Teodoro también fuera suyo. Esa fama pronto le facilitó las cosas al curandero y construyó dos cuartos con tabique. Teodoro nunca cobró un centavo. Todo era voluntario. Luis re-

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cuerda que el bote rojo de plástico, donde se depositaban los pagos, siempre tenía muchos billetes. “Yo con eso hubiera comprado harto ganado”, me dijo con la seguridad con la que habla un apostador. Fue tal la popularidad de Teodoro que 1) José Daniel, el vicario de Tetla, puso el grito en el cielo cuando vio que la gente dejó de ir a su iglesia, y 2) Teodoro requirió refuerzos y mandó traer a otro curandero, a don Demetrio, su padre. También se trajo a Karina, una chica sin mayores pretensiones que las de ser secretaria, pero sólo duró pocas semanas en el trabajo; cuando no estaba pintándose las uñas, estaba platicando con sus enamorados o estaba regañando a los pacientes. Todo esto lo supe después de platicar un buen rato con Angelina, una señora que desde la infancia batalla con el sobrepeso. Ella tenía una historia irresistible: —Las envidias le estaban haciendo mal a mi esposo y luego a mí. Teníamos dolores, fiebres, diarrea; nos hicimos análisis en Claxcala, y nada. Hasta que El Hermano nos dijo que el egoísmo de las gentes nos estaba matando y comenzó a curarnos; nos sacó del mal bien rápido. —¿No habrán tenido una infección? —le pregunté. —Yo sé lo que son las infecciones, y en esas uno no tiene los váguidos que mi esposo y yo sentíamos. En algún momento quise contarle a doña Agustina de otras enfermedades que presentan los síntomas que sufría, pero ella platicaba de las envidias con la misma pasión de quien discute las fallas de un árbitro de futbol. Doña Agustina no fue la única que me habló de los milagros de Teodoro. Una mujer me juró que ya no podía ni caminar y que ahora hasta zapatillas usaba. Un joven me contó que evacuaba sangre, pero ahora ya ni dolores en el estómago sentía. Me curó el cáncer, me dijo como si hablara de un resfriado. Y un señor me dijo que andaba ido y ahora me pedía que lo viera, trabajando, echándose sus cervezas. Todas las historias que escuché en menos de una hora me parecieron guiones de los X-Files. Intenté contrariarlos, pero ni tuve argumentos ni suelo ser tan necio.

Cuatro Teodoro siempre se dormía durante las curaciones. Entraba en trance. Decía que su alma lo abandonaba poquito a poquito y luego le pedía ayuda a Dios y maldecía al diablo. El espíritu del Hermano Tigrillo era el que hacía las limpias con ramos de pirul. Bajo ese nombre, Teodoro

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también masajeaba sin tocar el cuerpo, pero doña Angelina me dijo que en los masajes se sentían unos ardores del demonio. Con la personalidad del Tigrillo, el curandero dejaba de ser el mesurado y parco hombre que imponía respeto. Se volvía dicharachero. Otro espíritu era El Hermano Sucre, Antonio José de Sucre, y por eso Teodoro llevó el cuadro al exorcismo de José. El Hermano Sucre era el cirujano. Hacía la pantomima de estar extirpando tumores, cambiaba sangre en su imaginario y zurcía las heridas en el aire. Cuando me contaron esto, me dije: No hay cura, mi colon seguirá hecho mierda.

Cinco Rogelio descubrió los siete cuerpos, pero se adelanta a decirme que casi no conocía a Teodoro. No le creo. Primero porque ese viernes 11 de agosto fue uno de los doce pobladores que el curandero escogió para que, durante el exorcismo, rezaran en el cuarto contiguo. “Namás fui a apoyarlo, era un trabajo fuerte”, me repite Rogelio cada vez que puede, y yo sólo pienso que tiene la profesión perfecta para abrir o cerrar la boca: es odontólogo. La otra razón por la que no le creo es porque habla de Sucre como hablaría Jordan de basquetbol. —Sucre fue un caudillo que nació en Cumaná, Venezuela —dice y manotea para que no se me ocurra dejar de mirarlo a los ojos—. Proclamó la libertad de Ecuador, fue presidente de Bolivia, fue traicionado y asesinado, se quedó en el limbo y entonces Dios lo mandó a hacer el bien. En el cielo hay un ojo azul metido en un triángulo y ése era el destino final de Sucre... No le digo nada. Comprendo que a estas alturas no hay en el pueblo quien deshonre el nombre de Teodoro. Podría hablar con el vicario, pero dicen que desde hace días se largó de Tetla. —El tercer espíritu de Teodoro era El Árabe —me regresa Rogelio a la plática—. El Árabe era el más fuerte, ni el diablo podía con él; no entiendo qué salió mal. Daniel Concha, un joven que habla mucho y se le entiende poco, me contará luego que El Árabe le extirpó un tumor del estómago. —¿Un tumor? —Sí, se lo juro por Dios —y Daniel se llevará las manos al pecho como para que no dude de su palabra—. Me lo quitó con su uña larga, la del dedo gordo derecho; me dejó una cicatriz, pero ya desapareció. No podré cuestionar a Daniel, menos cuando se aferre a que su ex

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novia le hizo brujería y que el curandero, por obra y gracia de Dios, le desterró de su estómago a Satanás. —Eso suena muy fantasioso, Daniel —le diré. —Tú no crees porque eres gente de ciudá. Pero este pueblo ya quedó maldecido. —¿Y eso por qué? —Porque la muerte echa todo a perder.

Seis Sólo Antonio, hermano mayor de José, sabe lo que ocurrió la noche del 2 de agosto de 1997. Cuando lo escucho, imagino la siguiente escena: Caminan él y José por las milpas quemadas de San Isidro Chipila, municipio de Muñoz Arenas, Tlaxcala. Van platicando del maestro ese que les pega a los alumnos. De pronto, José cae sobre un maguey y grita: —¡Quítame al perro, Toño! —¿Cuál perro, José? No mames, ya párate, no hay nada. José se revuelca, escupe, habla raro. Unos, dos minutos después, José se levanta. —¿No viste al perro, Toño? —No, güey; se me hace que tú estás loco. —¡Mira, me mordió! —le dice José y enseña algo que, en la oscuridad, parece una dentellada. Llegan a casa corriendo. José entra llorando. Se queja. ¡Me mordió un perro! Doña Agustina, su madre, ve que los pantalones de José están intactos. ¿Cuál perro? Despeja su duda: se los baja y entonces ve una herida profunda en el muslo derecho. “¿Qué es, amá?”, pregunta Toño. “Es una mordedura, mijo”. —¿No habrá sido porque José se hirió con la pulla del maguey? —le pregunto a Antonio, quien, por cierto, es el vivo retrato de su hermano: cara redonda, dura como una piedra, y cejas que más bien parecen dos orugas de las más vellosas. —¡No, no se hirió con nada! —ataja Antonio—. ¡Era una mordida! ¿Verdá que sí, amá? Doña Agustina asienta y me dice que el campo le ha enseñado muchos tipos de heridas. “Y aquella”, recalca, “puedo asegurarle que era como si le hubieran querido arrancar la carne a mi chamaco”. —Oiga, doña Agustina, ¿José no tenía esquizofrenia, paranoia..? —No, joven, mi difunto era un muchacho que sacaba buenas calificaciones.

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—Perdón, pero eso no necesariamente prueba que estuviera bien... —Pos nunca hizo nada extraño, joven. Pregúntele a la gente si mi difunto era un loco. (Lo haré más tarde. Nadie del pueblo me contará anécdotas delirantes sobre José. De hecho, habrá quien me diga que a ese joven lo que le sucedía era más bien una maldición).

Siete Después de aquel enfrentamiento con el perro, doña Agustina me cuenta que su hijo José empezó a ver a ocho demonios o nahuales y que, al final, llegaron a ser veinte. —¿Y cómo eran los nahuales que veía José? —Negros, negros —me dice—; robustos y pelioneros como los lobos, aunque déjeme contarle que luego se convertían en personas. Si hasta me lo golpearon varias veces. —¿Lo golpeaban? —Sí, joven. Luego iba caminando mi chamaco y, ¡zaz!, le daban como latigazos en la espalda y nomás me lo sangraban. —¿Usted vio eso? O sea, ¿vio que de la nada empezaba a sangrar de la espalda? —Sí, sí, yo lo vi con estos ojos que se han de agusanar. —¿Y por qué se le aparecían estos nahuales a José? —Porque le tenían envidia. —¿De qué? —A Isaac, el papá de mi chamaco, un brujo le dijo que su final era morir pobre. Pero como José le ayudó a progresar en el campo, por eso enojó a los nahuales. Pobre de mi chamaco. Ya ni podía dormir. Tomaba toda la noche café del más fuerte, y sin azúcar. José pasaba las noches en vela porque, según doña Agustina, apenas cerraba los ojos, lo atacaban los nahuales. Se enredaba el cinturón en las manos, me cuenta Antoni. “Me decía que con eso se iba a defender por si lo atacaban”. Las raras veces que José pudo dormir, Antonio o su madre lo vigilaron. —Viera cómo se revolcaba entre las cobijas —vuelve a hablar doña Agustina. —¿Alguna vez su hijo le platicó qué soñaba? —Nunca recordó nada —me contesta doña Agustina y encoge los hombros.

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Entonces lamento que ningún médico haya analizado a José. Tal vez así no estaría metido hasta el fondo en una conversación tan alucinante, tan llena supersticiones. —Oiga, doña Agustina, ¿los curanderos prendieron el anafre? —le pregunto con la esperanza de que me diga que sí, para volver con el forense y mentarle madre, pero… —No, joven. No lo prendimos. Uno de los Hermanos dijo que eso era como a la mitad del exorcismo y apenas habíamos comenzado. No recuerdo qué caras pusimos Ernesto y yo, pero sí sé que más tarde, cuando íbamos en el auto, dejamos de encontrarle lógica a mucho de lo que nos habían contado. —A lo mejor nadie se dio cuenta y alguien lo prendió —le insistí a doña Agustina. —No, joven, le digo que no porque yo iba a prender el anafre. —¿Entonces qué cree que pasó ahí adentro? —Sabe, pero fue como haber ido al infierno . —¿Y por qué cree que usted se salvó? —Por los crucifijos que llevábamos Isaac y yo. Eso es lo que me tiene viva pa’contar lo que pasó. Nada gano con engañarlo, joven. Con mentiras no voy a traer de vuelta a mi difunto.

Ocho Don Isaac tiene 46 años y es muy desconfiado. Sólo hasta cerciorarse de que no vengo a tratarlo como un subdesarrollado es cuando ablanda el corazón y me platica que él no fue el padre biológico de José. —Yo sólo lo crié y por eso me llamaba apá —dice don Isaac—. Quise mucho al chamaco, me dolía verlo atormentado por la maldad. Fue don Isaac quien llevó a José con los curanderos. La historia comenzó semanas atrás, cuando viajó a Apizaco y visitó a los ferrocarrileros, sus ex compañeros de trabajo. Ellos le contaron de Teodoro. Don Isaac pensó que los nahuales, o eso que se imaginaba José, tarde o temprano se largarían, pero guardó la idea por si no. La última semana de julio pasado, él y José estaban pizcando. Al otear hacia las milpas, el chamaco ya no estaba. Le gritó. Lo buscó. Volvió a gritarle. Lo encontró una hora más tarde entre unos árboles de durazno, con los tallos de unas rosas clavados en su cara. —Me dijo que lo habían atacado esos cabrones nahuales, y ahí decidimos acabar con la maldad.

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—¿Y no cree que José era esquizofrénico? —le pregunto. —Para nada, ¿eh? Estaba más cuerdo que usted y que yo juntos. —¿Nunca hizo algo extraño? —Nunca. Si lo hubiera hecho, se lo juro que orita mismo se lo diría, pero lo que le pasó a mi hijo fue cosa del diablo.

Nueve Hace unos meses, el 25 de julio, Teodoro y don Demetrio hicieron una fiesta en el pueblo. Festejaron que Luis les había regalado todo el terreno. Hubo peleas de gallos y rodeo. Tres días después, los curanderos conocieron a José. Desde aquella primera sesión, el trabajo fue para El Árabe. “Esta tarea es muy fuerte”, le dijo Teodoro a José e hizo un diagnóstico: joven poseído por ocho demonios. —No te preocupes, José —lo animó el curandero—, vamos a vencer, nomás que primero te voy a preparar para la batalla. La preparación constó de limpias diarias con pirul y huevos de totola. José debió alimentarse con pura verdura y Teodoro le hizo operaciones imaginarias de lavado de cerebro y le envío cinco ángeles para que lo defendieran de los demonios. El mediodía del viernes 11 de agosto, apuntó el curandero en una libreta, irían por la pelea final. —¿Notó alguna mejoría desde la primera curación, doña Agustina?. —Ninguna. Los nahuales atacaron más a mi muchacho. José me dijo: “Amá, están enojados y se burlaron de que ni Dios me va a ayudar”.

Diez Viernes 11 de agosto, 2:00AM, según les contó José a su madre y sus hermanos: No es el viento lo que golpea la ventana. José cree que son los nahuales que quieren meterse a la recámara. Enfurecido, José se enreda en la mano su cinturón con hebilla galvanizada. Se prepara para la batalla, pero ahora ya no son ocho, sino veinte nahuales. ¿De dónde salieron tantos? Lo amagan, le golpean el rostro, lo azotan contra el piso. —¿Y los supuestos ángeles que le envió el curandero para proteger a José? —interrumpo la historia que me cuenta doña Agustina. —Se descuidaron —responde tan segura que me parece inútil contrariarla.

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Entonces, cuando los demonios están a punto de acabar con José, llegan los cinco ángeles y el bien ha vencido al mal, como en las películas de El Santo. Pero, un momento: queda un nahual, y José quiere enfrentarlo solo. Lo sujeta del cuello con el cinturón. “¿Quiénes son?, ¿quién los envió?”, lo interroga. “Si te digo mi nombre, desaparezco; somos nahuales, venimos de Apizaco; pobre de ti, José, te vas a morir”. El nahual termina con los ojos arrancados. Alucinante, ¿no?

Once Los hechos ocurrieron así: El exorcismo empieza al diez para las doce. Toda ventana del pequeño cuarto es sellada con trapos. “Para que no salgan los espíritus”, les dice Teodoro a las ocho almas dispuestas a salvar a José: doña Agustina, don Isaac, Adelina, Mónica, Fabiola, Blandina y don Demetrio. —¿Y la octava alma, doña Agustina? —le pregunto porque no me cuadran los números. —Era el gallo, joven. Viera lo bravo que era. En el cuarto contiguo están otras doce personas rezando padres nuestros y avemarías. En suma, son 20 guerreros que se enfrentarán al mismo número de nahuales que José dice estar viendo. Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres. José se desviste. Tiene miedo. Se le nota en esa cara de espanto que trae. Teodoro comienza a tiritar. —El Árabe está llegando —dice—. Ya no hay vuelta atrás. El curandero empieza a atacar. —¡No dejen de rezar! —pide don Demetrio—. ¡No dejen de rezar! Teodoro forcejea en el aire como si estuviera boxeando. ¿A quién le pega? A los nahuales. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores. A las doce en punto el curandero dice: —Ya vencí a tres, José, vamos por cuatro, pero son los más difíciles. ¡Agárrate! Pero apenas termina de hablar, Teodoro se desploma. Los asistentes dejan de rezar. Don Demetrio agarra los ramos de pirul y le echa encima a Teodoro sabe cuántos litros de bálsamo. ¡Récenle! Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. La caída de Teodoro parece ser parte del libreto. —¡Están fuertes! —dice Teodoro cuando se levanta.

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Me cuenta doña Agustina: —Y luego Teodoro desenfundó un cuchillo para pelear; fue lo último que hizo, luego volvió a caerse. Don Isaac tiene otra versión: —Teodoro sacó el cuchillo, pero no peleó, nomás agarró de las manos a José y le dijo: “Vamos a vencerlos juntos”. Pero lueguito se desvaneció el brujo. Don Demetrio quiere levantar a Teodoro, pero él también se desploma, y luego José. Doña Agustina corre desesperada a vaciarle el bálsamo sobre su hijo. Alguien, sin embargo, le grita que no lo haga: “¡Es parte de la lucha! Si intervienes, ¡se muere!”. En uno, dos minutos va cayendo el resto: ora Fabiola, ora doña Adelina, ora Mónica. Ora se derrumba doña Blandina, pero don Isaac la levanta y vuelve a sentarla en la silla. Doña Blandina aún habla, a pesar del cansancio. —Blandina decía maldiciones —me cuenta doña Agustina—. Decía que íbamos a perder, hasta se burló de mí. Don Isaac me platicará otra cosa: —La señora no maldijo a nadie. Estaba rezando, encomendándose a Dios. Doña Agustina se siente fatigada, con frío, como si tuviera fiebre; no pude moverse. Don Isaac está con la mente en otro lado: se ve caminando por el mercado de Jamaica, en el D.F. —Por eso no abrí la puerta —me explica exaltado como si todavía fuera aquel día—. La muerte me estaba llevando a mis lugares, yo crecí allá.

Doce Rogelio, el odontólogo que descubrió los cadáveres, fue invitado por Teodoro para rezar en el cuarto contiguo. Llegó media hora tarde a la cita. A su arribo, escuchó gemidos. —¿Y no pensó que estaba sucediendo algo extraño? —le pregunto a Rogelio. —No, yo pensé que los gritos eran parte del exorcismo. Y una cosa extraña que haya visto, pos no. Bueno, sólo la mujer de negro que llegó. —¿Cuál? —Venía en un Volkswagen rojo. Hablaba cosas raras. Si hasta a doña Delfina, una de las que estaban rezando conmigo, le dijo que se iba a

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morir y le pasó la mano por la cintura; despuesito le dijo que ya estaba curada. Confieso que se me hace ridículo que la muerte viaje en un vocho, pero Rogelio está tan excitado contándome la historia que no voy a contrariarlo. —¿Y qué más hizo la mujer ésa? —Con una mano hizo un círculo en la puerta del cuarto donde curaban al muchacho. Luego se fue. En el pueblo muchos vieron a esa mujer, al menos eso me dijeron unos a los que les pregunté. Todos la describieron distinto: que tenía una larga cabellera negra, que no, que era canosa; que usaba gabardina negra, que no, que era un rebozo oscuro; que traía unos pantalones negros, que no, que era una falda; que sus manos estaban cubiertas por unos guantes negros, que no, que no traía nada; que era flaca como una escoba, que no, que la verdad estaba bien buena…

Trece En San Salvador El Verde, Puebla, se sabe que Teodoro, don Demetrio y Fabiola murieron en un accidente automovilístico. Fabiola era hermana de Oralia, la esposa de Teodoro. Fabiola decía que trabajaba en una farmacia de Apizaco. De Teodoro y de su padre se cuenta que vivían en el D.F. No, no, no, en el Estado de México. No, tampoco, eran de Tlaxcala y trabajaban en una fábrica. No, no, eran choferes. Todo es confusión. Más cuando la madre de Fabiola, una vieja a la que le desagradan los preguntones, me dice que nunca supo a qué se dedicaba su yerno; que, hasta donde ella sabe, manejaba un microbús en el D.F.; que jamás convivió con don Demetrio y que nunca, porque no es chismosa, le preguntó a su hija a qué se dedicaba. —Pero no murieron en un accidente como se cree —le digo. —¡Tú qué vas a saber! —Me cuentan que aquí enterraron a los tres. —¿Quién te dijo eso? Nomás vienes a alborotar a la gente. A Teodoro y a su papá se los llevaron a México. Y mejor vete, no te vaya a pasar nada. Este pueblo es bravo, aquí no nos gustan los fuereños. Antes de irme, pasaré al panteón del pueblo. Veré tres tumbas despegadas sólo medio metro entre sí. Leeré los nombres de Fabiola, Teodoro y de don Demetrio.

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Catorce Ernesto y yo nos hospedamos en un hotel a orillas de Tlaxcala. Ya no recuerdo el nombre, pero quizá eso sea lo de menos. La encargada se llamaba Alejandra. Era una niña de unos doce años, muy platicadora y con sobrepeso. Como si fuésemos viejos conocidos, nos preguntó que en dónde andábamos y nos reclamó, con un tono de mamá, que ya era más media noche. Le seguimos la corriente y luego le contamos que veníamos de Tetla, donde hubo un exorcismo fallido. Ella, risueña, sabía del asunto, así que habló de éste como si ella lo hubiera presenciado. —Mi mamá dice que si existe el bien —filosofó Alejandra—, entonces el mal también. Dejé a un lado su conversación esotérica y le pedí dos habitaciones. —Nomás hay una y esa no la rentamos. —¿Y eso? —preguntó Ernesto. —Porque asustan —contestó Alejandra como si hubiera dicho que no le sirve el baño. —¿Asustan? —Sí, en las noches se aparece el fantasma de un niño. —Así nos gusta dormir —le dije. —Allá ustedes —nos reprochó y nos entregó la llave. La habitación quedaba a unos cincuenta metros de la recepción, en medio de unos grillos escandalosos. No era un simple cuarto perdido en el bosque, tenía el tamaño de una casa de campo, con chimenea, dos baños con jacuzzi y techos altos. Aún no terminábamos de recorrer toda la habitación cuando tocaron la puerta. ¿Quién es? La respuesta fue una carcajada que parecía soltar un niño. Abrí. No había nadie. —Márcale a la niña —le pedí a Ernesto—, dile que no estamos para bromas. Marcó. —Yo no me he movido de aquí —juró Alejandra por el auricular—. Ha de ser el fantasma del niño, es muy travieso. —Fantasma ni qué la chingada —le dije a Ernesto—. Ahorita que vuelvan a tocar hay que salir rápido. Nos sentamos a esperar en la sala. En ese tiempo, concluimos que Alejandra no pudo haber tocado porque la recepción estaba muy lejos y a ella se le hubiera hecho casi imposible contestar el teléfono. Fueron unos huéspedes que venían pedos, determinó Ernesto y cada uno se fue a su recámara. En el trayecto, sonó el teléfono. Contesté tumbado en la cama.

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—Soy Alejandra —escuché—. ¿No les han vuelto a tocar? Le estaba diciendo que todo estaba en orden cuando llamaron de nuevo a la puerta. Ernesto corrió como una pantera y abrió. Era Alejandra. —Estoy hablando contigo, alcancé a decirle desde la recámara. —¿Conmigo? Pero si aquí estoy. En el auricular se escuchó entonces el sonido de línea ocupada. —Estamos paranoicos —calmó Ernesto—. Andamos todavía con la vibra de Tetla. Le di la razón más por tranquilidad que por convencimiento. —Ese fue el fantasma del niño —dijo Alejandra apenas le contamos lo sucedido—. Se mató hace como cinco años. Se cayó de un pino. Durante casi una hora la escuchamos. Habrá platicado cinco o seis historias con un denominador común: los fantasmas. Alejandra regresó a la recepción y Ernesto y yo casi no dormimos. Por eso sé que no volvieron a tocar la puerta ni sonó el teléfono una segunda vez. Nos fuimos de ahí apenas amaneció.

Posdata Regresé a casa convencido de que uno cree en lo que quiere. En Tetla, lo único tangible son siete cadáveres, un gallo muerto y un anafre que no fue prendido. Aún así, no pienso ir con el brujo del que tanto me ha hablado la comadre. *Una versión de este texto fue pu publicada en Milenio Semanal, en agosto de 2000, bajo el título “La leyenda de Tetla”.

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Bengala es: Alexandro Aldrete Teresa Blanco Andrés Clariond Juan Farré Alhelí Guerrero Dariela Guerrero Abdul Marcos Sebastián Narbona Karem Nerio Gabriel Nuncio Diego Osorno Magaly Ugarte

Primavera de 2015



ÍNDICE

PRESENTACIÓN / Jorge Michel Grau • 7 CONCIERTO PARA BESTIAS / Askari Mateos • 9 ACTO DE DOLIENTES / José Luis Luna • 27 UNA CUCHARADITA DE SANGRE / Yazman Pulido Lópezl • 47 ESTHER EUGENIA / Sairy Carolina Romero Morales • 59 LLUVIA NEGRA / Julieta Arévalo • 71 NICE PETER / Samantha Michelle Guzmán • 81 UN CÍRCULO / Emilio Martínez Frausto • 95 YODOHINO / René Olivas Gástelum • 109 LA MUJER DFE NEGRO / Julio César Jiménez Rodríguez • 125 EL EXORCISMO DE JOSE / José Rodrigo Almazán Rodríguez • 137



EL LIBRO ROJO DE BENGALA. Se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2015. En su composición se utilizaron fuentes NewBskvllBT de 24, 18, 14, 12, 11, 10 y 9 puntos. El cuidado de la edición estuvo a cargo del autor. Diseño gráfico de portada y formación electrónica por Francisco Javier Galván Castillo.






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