Libro Bengala de infancia y juventud

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LIBRO BENGALA DE INFANCIA Y JUVENTUD


LIBRO BENGALA DE INFANCIA Y JUVENTUD

GANADOR Y FINALISTAS DEL 5TO PREMIO BENGALA — UANL 2018

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN MONTERREY, MÉXICO, 2019


UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN MONTERREY, MÉXICO, 2018 ———————— ROGELIO G. GARZA RIVERA RECTOR SANTOS GUZMÁN LÓPEZ SECRETARIO GENERAL CELSO JOSÉ GARZA ACUÑA SECRETARIO DE EXTENSIÓN Y CULTURA ANTONIO RAMOS REVILLAS DIRECTOR DE EDITORIAL UNIVERSITARIA ————————

PRIMERA EDICIÓN, 2019. © D.R., 2019 UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN. CASA UNIVERSITARIA DEL LIBRO. PADRE MIER 909 PONIENTE, ESQUINA CON VALLARTA. MONTERREY, NUEVO LEÓN, 64000, MÉXICO. TELÉFONO (52) 81 8329 4111 E-MAIL: EDITORIAL.UANL@UANL.MX

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS CONFORME A LA LEY. PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL SIN PREVIA AUTORIZACIÓN POR ESCRITO DEL EDITOR. ISBN: 978-607-27-1096-2 IMPRESO EN MONTERREY, MÉXICO. PRINTED IN MONTERREY, MEXICO.



ÍNDICE

PRÓLOGO Nuevas miradas Cielo Salviolo

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EL GANADOR Jaguar plateado contra los gringos Gustavo Ambrosio

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LOS FINALISTAS Tiempo de la estrella Mariana Barrera Pieck Insurgentes Erick Baena Crespo Tío Joe Bulmaro Osornio El tango de Lucy Agustina Gatto Tejedoras del cosmos Christian Rivera La alegría de la golondrina Luis Miguel Arce Romero Entre cabelleros Alexis Casas Eleno Matiné Kevin de León Delgado Paraíso Novillero Rita Menéndez Sandoval

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EL JURADO

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BENGALA

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PRÓLOGO

Nuevas miradas “Éramos chicos. Estamos buscando historias de infancia y juventud”. Así se presentaba la convocatoria al concurso del 5to Premio Bengala UANL. Pero… ¿qué quiere decir exactamente buscar historias de infancia y juventud? Implica, especialmente, reconocer a los niños y adolescentes como sujetos sociales y culturales capaces de participar, construir y resignificar el mundo. Implica también comprender a la infancia como una forma específica de experiencia en la vida, con su propia manera de ser, expresarse y vincularse. Por último, la búsqueda reconoce la necesidad de incluir nuevas voces que planteen miradas que discutan estereotipos y formas globalizadas. Así, buscar historias de infancia y juventud representa sin duda una gran responsabilidad y desafío. ¿Qué historias queremos contar? ¿Para qué vamos a contarlas? ¿Cuál es la mejor forma de hacerlo? ¿Qué temáticas resultan significativas y relevantes para la infancia hoy? ¿Representan nuestras historias la diversidad? Bienvenidos sean los interrogantes, pues probablemente sean estos los que nos permitan que las obras logren ser un aporte significativo a la vida de los niños y adolescentes; que amplíen sus horizontes culturales y sus posibilidades de crear e imaginar. El certamen me permitió encontrarme con historias, de las formas más variadas, que aceptaban este desafío y responsabilidad. Leyendas, pandillas, romances, guerrillas, vínculos entre nietos y abuelos, policías y aventuras. En todos los casos se presentaron personajes complejos con contradicciones que, lejos de reproducir estereotipos, plantean distintas formas únicas de ser y habitar el mundo. La mayoría de estos personajes encarnan la acción y llevan adelante la trama, convirtiéndose en protagonistas activos, hacedores 1


de su propia historia. Quizás lo más placentero fue descubrir en cada lectura una mirada propia y autoral que, entre líneas, deja ver el deseo de contar historias de infancia y juventud, de abrirse a ese mundo y de dejarse sorprender por él. Finalmente, destaco y celebro el espacio a nuevas voces que interpelen a las infancias y adolescencias, como una invitación a desarrollar nuevas construcciones, deconstrucciones y formas de pensarnos más ricas, más profundas y también más inclusivas. Cielo Salviolo

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EL GANADOR

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GUSTAVO AMBROSIO Licenciado en Periodismo por la FES Aragón UNAM. Titulado en Guion Cinematográfico por el CCC. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas 2017–2018. Ganó Mejor Guion de Corto en el Festival de Guion 2016. Finalista en los concursos de guion del Shorts México y el Oaxaca Film Festival. 4


JAGUAR PLATEADO CONTRA LOS GRINGOS por Gustavo Ambrosio De pie, bajo el umbral de la puerta, Román vio la sangre que emanaba del rostro de su padre. Brotaba a chorros, como si hubiera peleado en el cuadrilátero de la Triple A, mientras su madre intentaba parar la hemorragia con un trapo. En ese momento, Román supo que su dibujo del Jaguar Plateado debía ganar el concurso de la estación 105 de AM para obtener la máscara del luchador y tener el poder para enfrentarse a los “gringos rateros”. Y es que su padre no era luchador o boxeador, era un ejidatario del Río de las Nutrias que desde hacía un par de meses, junto a otros cincuenta propietarios de la zona, se había enfrentado contra la policía y el gobierno local quienes querían cederles sus tierras a una empresa extranjera para construir una planta eólica. —¡Modernización ni qué la chingada! Pinches gringos rateros de mierda. ¡Ah!, no aprietes tanto… En dos meses, gorda, en dos meses nos van a chingar. Esas eran las quejas diarias de su padre quien primero había mostrado pancartas, luego había ido hasta la capital a pelear sus terrenos y ahora la hacía de “guerrillero”. —Tu papá no se da cuenta que ya todo se perdió, m’ijo. Pero vamos a ver, primero Dios nos va ir bien, pero tu padre se aferra, es necio como él solo. No entiende que ya no hay quien nos saque de esta —le dijo su madre mientras le acomodaba su hamaca para irse a dormir. Por supuesto que había alguien. Ese alguien iba a ser él. Incluso era probable que, si triunfaba, el mismísimo Jaguar lo invitara a ser su nuevo ayudante. Pero tenía que esperar a que dieran el veredicto del concurso.

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—No hay tiempo pa’ eso, mano, esos gringos nos están ganando, —dijo su amigo Leo, hijo del comisario ejidal, mientras trepaban a la azotea de la casa de Dora, desde donde se veía la pantalla del cine de don Ludo, un italiano que era su vecino. La sala no tenía techo y estaba llena de ventiladores eléctricos. Ese día iban a pasar El Jaguar Plateado contra el Charro Negro. Antes, cada fin de semana, iba con sus amigos a ver las películas del luchador, pagaban a don Ludo sus domingos ahorrados para sentarse por horas en las sillitas de plástico frente a la pantalla. A veces, hasta los dejaba pasar gratis, pero ahora, con el conflicto, a los niños les habían prohibido ir al “cine del fuereño”, por lo que debían resignarse a trepar como changos al techo. Ese día, como los mayores andaban distraídos con el asunto del despojo de las tierras, aprovecharon para ir. —Falta un buen para que te digan, ¿no? Cuando te den la máscara ya no va servir de nada. ¿Y si no ganas? —Vas a ver que sí voy a ganar, lo hice con los colores que me prestó don Ludo. —Ese pinche extranjero culero. —No le digas así o te acuso con tu ‘pá de que viniste a su cine. —Órale, vas. —Ya, no se estén peliando. Es la verdá’, ¿no estaría mejor buscar al Jaguar, Romancín? —propuso Dora mientras mascaba su eterno chicle de canela. Los demás asintieron a la espera de su reacción. Fueron a la cantina del Cerbero, un viejo grandote y casi negro que presumía haber sido luchador y su supuesta amistad con el mismísimo Jaguar. Cuando llegaron a la puerta del bar apestoso a petróleo, lo vieron dormido en una silla de madera, roncando, casi cubierto de moscas como si ya se hubiera muerto. Y olía a muerto. —Sus padres no están aquí, mocosos. —Ya sabemos. No venimos por eso. —Entonces úchale, que aquí no pueden entrar escuincles como ustedes, a chingar a otra parte. —Ayúdenos a contactar al Jaguar Plateado, sabemos que fue su amigo. Sólo él puede ayudarnos a derrotar a los gringos. El viejo guardó silencio y luego se puso a reír salpicando de saliva a los niños que pusieron cara de asco. 6


—Él no va a venir a atenderlos, chamacos, ni a sus padres revoltosos que lo único que hacen es hundir al pueblo. —Nuestros papás no son los malos. —¡Son unos huevones! Son unos indios ignorantes que no quieren el desarrollo de la comunidá’. Váyanse, búsquenle por otro lado. Esa tarde, Román fue al cine con don Ludo y le contó de su plan para contactar al Jaguar y de lo que había ocurrido en el bar del Cerbero. —Es que, ¿qué tal que no gano la máscara? Por eso nos urge contactarlo. Hablaba y hablaba mientras don Ludo acomodaba cintas y carteles de cine en unas cajas. Finalmente, éste le dio una idea que corrió a contarle a sus amigos. —¿Una carta? Sí, ¿pero adónde la mandaríamos? —A la radio, ellos deben tener contacto con él, por eso ellos dan la máscara. —Sí, yo traigo papel, mi hermana la secre’ tiene hartas hojas. Román se alegró de que la idea fuera bien recibida por sus amigos y les dijo que tenía suficiente domingo ahorrado para enviar la carta, pero antes de que se cerrara el plan, todos le reclamaron por seguir hablando con “el fuereño del cine”. —Es el enemigo —dijo Leo. —No es enemigo, él me dio la idea. —Es un gringo culero. —No es gringo, es italiano. —Es igual, mi opá dice que es cómplice de los cerdos, quiere envenenar el agua y convertirnos en esclavos. —Don Ludo no haría eso. —Cómo no, hasta ha de tener cadenas y todo. Si quieres seguirle acá debes rifarte. Los niños lo rodearon serios y se cruzaron de brazos. Román se volvió hacia la casa de don Ludo, un rumor de música clásica salía de allí. Respiró profundo, tomó una piedra, se acercó y la lanzó con todas sus fuerzas. Una ventana se rompió y todos corrieron a sus casas.

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—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó su madre. —Leo dice que don Ludo también es un fuereño saqueador. —Lo que hay que oír, ¿y el papá de Leo es tu papá o qué? —No. —¿Entonces? Don Ludo es nuestro vecino y siempre te ha tratado bien, deja que se entere tu padre, qué vergüenza. Su madre lo mandó a dormir, pero durante toda la noche, Román dio cientos de vueltas en su hamaca. Al día siguiente, los domingos que había ahorrado con esmero, aparecieron en la puerta de don Ludo en una bolsita de plástico. Esa tarde, saliendo de la paletería cerca de la iglesia, no sabía cómo decirles a todos que ya no tenía dinero para el envío de la carta. —¿Cómo que perdiste tu alcancía? —Pus sí, o me la robaron, no sé. —¿Y ‘ora? —Pues ya qué, nimodos que vayamos hasta la capital. —¿No te han dicho nada de la máscara? —No. Las gotas del boli congelado de nanche salpicaban la calle. Estaban sentados en el techo de Dora devorando las golosinas heladas mientras veían la proyección de Jaguar Plateado contra los espías comunistas. Se escuchó un ruido de trompetas. Era el toque de queda que había ordenado el presidente municipal después de las siete de la noche “por los revoltosos” y que había dejado sin clientes a don Ludo y a otros tantos en el pueblo. A pesar de eso, el cine seguía abierto. En la pantalla, el Jaguar Plateado se comunicaba por un transmisor especial con unos espías. Román miró el objeto lleno de antenas, bocinas y botones. Tuvo una idea. Construir uno de esos. —Es mejor eso, mi papá dice que los gringos controlan el correo, los telégrafos y hasta el teléfono —aseguró Dora mientras inflaba su chicle. —¿Pero y cómo vamos a construir un transieso, ruso? Una radio medio descompuesta. Una antena larga. Un foco. Unos cables. Un reloj. Un auricular de un teléfono medio roto. Una máquina de escribir. Unas pilas viejas. Un ventilador. Alambres. Palos. Cañas.

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En un club improvisado hecho con ramas de árbol de tamarindo y hojas de plátano secas, trabajaban todas las tardes después de clases. Pero el mismo día que lograron hacer una especie de antena más grande con los alambres y la radio, una tormenta paralizó su trabajo, tal como sucedió con el conflicto con los gringos. La lluvia cayó durante días hasta que varios ríos se desbordaron; las casas parecían de cartón cuando pasaba la corriente encima de ellas y las calles parecían pintadas de café por el lodo que bajaba de los cerros. El club yacía bajo las aguas pardas, casi destruido. Leo lanzó una piedra enfadado. Los demás miraron a Román con los ojos contraídos por el desánimo. —Ya, no importa, hay que vernos mañana. —¿En dónde? —Donde sea. En casa de Leo. —No se puede. —¿En la tuya? —Se cayó el techo y mi... —¿En la tuya, Román? —Si quieren, pero mi mamá anda enojada conmigo por lo que le hicimos a don Ludo. ¡En el cine! —¿Con el gringo? Se va enterar de nuest... —¡Ya! En el cine, no hay nadie, luego don Ludo ni está, deja puesta la película. —Va, en el cine para ver qué vamos a hacer ahora, ¿sale? —Sale, a las seis. Su padre bebía de una botellita de mezcal mientras golpeaba un periódico donde salían varios ejidatarios dándoles la mano a los sonrientes empresarios gringos. —Por unos miserables pesos. Rajones. Que les van a reconstruir sus casas, madres, qué. Román llegó puntual al cine. Sólo habían acudido a la cita Leo, Dora y otros dos de sus amigos, nadie más. La reunión no había empezado todavía cuando un montón de jóvenes campesinos y ejidatarios entraron sudando y empuñando palos.

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Una bala cruzó el aire y fue a romper parte de la tela blanca que servía de pantalla, donde en ese momento el Jaguar Plateado luchaba contra unos marcianos. Se escucharon gritos, pataleos y chiflidos. Unos policías entraron a la sala, dispararon por todos lados, rompieron los ventiladores y golpearon a algunos jóvenes que se defendían con las sillas del lugar. Román se acordó que, en una escena de una balacera en una película de su héroe, todos se agachaban, y así ordenó a sus amigos ponerse pecho tierra. Don Ludo alcanzó a ver a los niños, se acercó a ellos y los llevó hacia la salita donde montaba el proyector. Los hizo guardar silencio hasta que el último policía salió empujando a un hombre empapado de sangre. Horas más tarde, la madre de Román fue por él y se lo llevó junto con los otros pequeños, quienes corrieron asustados y temblorosos a sus casas. De regreso, con su madre mirando de un lado a otro, pasaron frente a la casa de su vecino italiano; había un hule en lugar de la ventana que había roto. Al ver eso, Román agachó la cabeza y no la levantó en todo el trayecto, ni cuando llegó a sentarse en su hamaca. El pueblo estuvo en silencio varios días. El lodo se transformó en polvo. Y la esperanza de contactar al Jaguar se desvaneció como las nubes grises. Ni siquiera su padre salió cuando fue el funeral del papá de Leo y otros ejidatarios que habían sido asesinados a balazos por haber atacado a los autos de los gringos en la carretera. —Hay una poción maya que usa el Jaguar para revivir muertos, ‘Pá. Podríamos ir a buscarla a las pirámides —sugirió Román una tarde mientras comían, pero nadie lo escuchó. Tocaron a la puerta. Sus padres se quedaron petrificados. Román miró la cara de susto de ambos. Su madre se levantó, caminó lentamente hacia la puerta y la abrió; habló con alguien en voz baja, mientras su papá sacaba una pistola de un mueble de la cocina. Su madre cerró la puerta, llevaba un sobre en la mano. Se sentó con el ceño fruncido, pero la cara le cambió cuando lo abrió. Una máscara de plata brillaba entre sus manos. Román, con los ojos bien abiertos, corrió hacia ella y la tomó.

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Era suya. La única. La verdadera máscara del Jaguar Plateado. Estaban salvados. Era el digno elegido por el luchador para salvar sus tierras. Su padre y su madre le ayudaron a ponerse la máscara que él tocaba con adoración. Sintió cómo la fuerza del Jaguar llegaba a sus brazos y piernas. Quería salir a gritarles a todos que no se preocuparan, que él los defendería, pero sus papás lo obligaron a ir a su hamaca a dormir con todo y máscara. Era mejor, así tendría más fuerzas para luchar. Varias voces femeninas hablaban en susurros rápidos y agudos. Román, con la máscara aún puesta, se levantó y se dirigió a la puerta donde su madre y unas vecinas hablaban angustiadas. De pronto, su madre tomó un chal y salió despedida junto con las otras mujeres sin cerrar la puerta. Era su oportunidad. Tomó una vieja tela blanca y se la enredó en el cuello a modo de capa. Probó su fuerza rompiendo un palo con los brazos; corrió para probar su velocidad, sí estaba listo. Lanzó el rugido de batalla y salió a la calle. Un humo denso se elevaba a unos kilómetros de ahí. Don Ludo veía hacia ese punto, sudaba, no sabía si por el intenso calor o por lo que veía. Su atención se distrajo cuando vio salir a Román rugiendo con fuerza. Sonrió. —La ganaste. —Sí, don Ludo. Soy el nuevo ayudante del Jaguar. —¿Adónde vas? —A pelear contra los gringos. Don Ludo lo vio alejarse calle arriba, hacia donde nacía el humo negro. Le gritó para que regresara, pero Román ya iba muy lejos. Don Ludo corrió lo más que pudo detrás de él, pero el pequeño se alejaba, rugiendo. De pronto las calles, el cielo, las paredes, los árboles, hasta el sol se volvieron grises, como en las películas del Jaguar. Sus pasos retumbaban y hacían temblar la tierra. Su rugido se escuchaba por todo el pueblo y veía cómo todos los niños lo observaban y vitoreaban desde sus casas. Sus piernas se movían a una velocidad felina hasta que llegó por fin al campo de batalla, donde unas máquinas amarillas

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como dragones de metal rascaban la tierra y avanzaban rodeadas de hombres con escudos y armas, debían ser los soldados de los gringos o los policías del presidente municipal. Desde una barricada con llantas quemadas, el padre de Román y otros hombres y mujeres maldecían, lanzaban piedras y cohetes. Don Ludo se acercó jadeante a la madre de Román, quien veía a su marido con preocupación. El italiano le señaló al pequeño parado con las manos en la cintura y sacando el pecho más allá de la barricada. Asustada, le gritó en medio del ruido. Pero Román no la escuchaba. Ella y don Ludo corrieron hacia él, empujando a los hombres que ya se enfrentaban cuerpo a cuerpo con los policías, pero Román se adelantó. Ni siquiera su padre lo vio cuando pasó frente a él. Ahora sí, él defendería a todos y el Jaguar iría por él a felicitarlo y llevarlo a combatir extraterrestres y muertos vivientes. Una música de tambores y trompetas sonó en sus oídos, llamándolo a la acción. Destruiría a esas máquinas y golpearía a los gringos malos y sus soldados, y al presidente vendido y a todos. Su máscara brilló con el sol cuando se paró a unos metros de las máquinas. Don Ludo gritó su nombre. Su madre se desmayó. Su padre alcanzó a verlo y corrió por él, pero era tarde: el pequeño Jaguar Plateado ya había empezado a pelear.

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LOS FINALISTAS

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MARIANA BARRERA PIECK Se formó como periodista y trabaja en las artes desde 2011. Es editora, traductora y actualmente desarrolla su primer guion para largometraje.

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TIEMPO DE LA ESTRELLA por Mariana Barrera Pieck

El Viejo Antonio vuelve a tender la mano hacia la estrella. Se mira la mano el Viejo Antonio y dice: “Cuando se sueña hay que ver la estrella allá arriba, pero cuando se lucha hay que ver la mano que señala la estrella. Eso es vivir. Un continuo sube y baja de la mirada”. Subcomandante Insurgente Marcos El SupMarcos 1993 Creí verla detrás de los barrotes de la puerta, leyendo el periódico mientras nos espera como siempre, pero se ve diferente. No estoy segura de que sea ella. —¿Qué te pasó en la cabeza? —le pregunto cuando finalmente se acerca al conmutador. —Se llama permanente, ¿no te gusta? —Me gustabas más antes. Últimamente no la reconozco. A veces está contenta y a veces se pasea distraída por la casa, o se pelea con mi papá por todo. Como el otro día que se enojó porque le regaló un collar, dijo que no le gustan las joyas. —¿Para qué gastar en lujos, Tavo? ¿En qué momento pasamos del j’accuse al jacuzzi? Del yacús al jacuzzi. —Ana, ¡por favor! ¿Qué tiene de malo que le compre un regalo a mi mujer? —No se puede justificar el bienestar de los menos en el malestar de los más, Tavo. Pensé que en eso estábamos de acuerdo.

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Quién la entiende. Bruno ni se inmutó de su nuevo pelo; él sólo piensa en los Thundercats que quería y que no le tocaron. Ahora quiere una tortuga de las que vende el señor con sombrero a la salida del colegio. —O un pescadito de bolsa, Mami, ¿sí? —No Bru, ya tienes dos. Y además ¿quién lo va a cuidar mientras estás en la selva? Amanecí con el corazón apachurrado. Eso me dice doña Rosa mientras me cepilla el pelo y vemos las novelas a escondidas de Ana. A veces me gusta decirle Ana; he intentado decirle “jefa”, como mis primos. Pero no me sale muy bien. El olor del árbol de Navidad se mezcla con el de la sopa de fideos, y entre las revistas amarillas de animales que le llegan a mi papá, brillan las lucecitas en forma de Santa que se trajo de Estados Unidos. Mientras me distraía viéndolas titilar, sentí como si algo se desparramara entre mis piernas. Nunca había sentido algo así. —Paula, ¡vente, se te va a enfriar la sopa! —¿Sopa? ¿Quién quiere pensar en sopa? ¡Mamá!... ¿vienes? —le grité. No le gusta que le diga Ana. Me encontró sentada en la orilla de mi cama, rodeada de mis monos que me gusta ordenar por estaturas. Sólo de verme la cara supo qué pasaba. —¡Te bajó! —¿Cómo supiste? ¿Por qué te emocionas, Mamá? —Hijita... ¡Es muy emocionante! La humanidad depende de que esto nos pase, imagínate qué súper poder tenemos las mujeres. Yo no quiero un súper poder que te saca sangre cada mes, ¿qué voy a hacer si me pasa en medio del campamento al que quiere que vayamos? —Vamos a conocer México antes de que sólo pueda verse en el Museo de Antropología —dijo mi mamá. Ugh. Bruno y yo no queremos ir al campamento ni mi papá tampoco, pero él prefiere no pelear. Mejor consiguió a un señor que se

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llama Pascual que nos va a ayudar a llegar al campamento porque está lejos. Pascual es tzotzil; yo no sabía si doña Rosa era de ese grupo también. Mi mamá dijo que no, que doña Rosa es mazahua y que hay muchos grupos de indígenas en México, aunque no los conozcamos a todos. Pascual es de un lugar cerquita de la laguna a la que vamos. También viene otro señor que nos va a cocinar, pero él no sabemos de qué grupo sea. Nos tuvimos que despertar muy temprano para salir del hotel hacia el aeropuerto del primer pueblo, ahí vamos a tomar una avioneta y después andar en caballos hasta el campamento. “No hay marcha en Nueva York” suena en mi walkman. A mi mamá también le gusta Mecano, aunque desde que fueron a París sólo escucha la del taxi de Joe; se la sabe toda. Mi papá y Bruno, como siempre, hacen equipo. Ahora le regaló una navaja como la suya para que la use en la selva. A mí no me tocó nada. Yo preferiría una navaja que el dizque súper poder ese. Mi mamá se ve feliz viendo el paisaje, y hasta le agarra el hombro a mi papá por el lado de su asiento. La caché viéndolo en el espejo mientras sonríe, y él la mira y sonríe de vuelta. No me acuerdo cuándo fue la última vez que se vieron así, tal vez por eso aceptó venir al campamento. El aeropuerto de ese pueblo es el más raro que he visto en mi vida; sólo tiene una pista de tierra. El piloto nos explica a Bru y a mí que nos vamos a sentar encima de las maletas porque no caben las cosas. ¿Cómo en las maletas?, le reclama mi mamá. Mi papá la mira como diciendo fue tu idea, no te quejes. El vuelo son unas dos horas, y luego otras dos a caballo hasta la laguna, nos explica el piloto. ¡¿CUATRO HORAS MÁS?! Duérmete un rato, hijita, dice mi papá, y me hace esa mueca de siempre que a veces le hago también: sube los hombros y las cejas, y sonríe con la esquina de la boca. Eso en nuestro idioma significa ni modo, aguántate. La avioneta baja rápido y se mueve mucho. El aeropuerto que se ve entre las nubes está peor que el anterior, es sólo un pedazo largo de pasto en medio del bosque. La selva nos recibe húmeda y lluviosa, y apenas abrimos la puerta cuando ya oímos “le ayudo, le ayudo”. Bruno y yo nos volteamos a ver, Tú primero, Bru. No, tú, Pau. Los señores aquí no se parecen mucho a los señores del DF, ni los niños tampoco. Nos ven raro, como si fuéramos de otro país. Buenas, jóvenes, los saluda mi papá. Preguntamos por Pascual Flores, a quien parece que todos conocen. ¡Pascual, Pascual!, le gritan.

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Mi mamá nos da unos impermeables para cubrirnos de la lluvia, yo me tapo la cara para que no me vean. Pascual llega corriendo, sin paraguas ni impermeable. No le importa mojarse, sus brazos fuertes y morenos brillan con el agua y cuando nos saluda sonríe de oreja a oreja. —Pascual Flores, licenciado. Nomás llegue don Manuel nos subimos a los caballos. Va a ser su cocinero de ustedes —se presenta. Don Manuel no tarda en llegar. Viene corriendo con su barriga brincando de un lado para el otro debajo de la bolsa de basura que usa como impermeable. —Manuel Buendía, licenciado. Listo, cuando usté’ diga. Ya nos íbamos a subir a los caballos pero mi papá se detuvo a buscar a alguien que nos tome una foto. —Aquí con Pascual y la avioneta, ¿no? —Ay, Tavo, ¿cómo crees? Se está mojando el chavo —dice mi mamá. —Ahorita le doy dinero, Ana. No pasa nada. Ella lo mira muy seria, pero él la acerca a su cuerpo con un brazo y posamos para la foto de todos modos. Avanzamos en fila detrás de Pascual; la selva vibra con los sonidos que hacen los pájaros y los distintos insectos que hasta ahora escuchamos. —¡Pascual! ¿Sabes adónde vas? Mejor vámonos por el camino marcado —le grita mi mamá cuando lo perdemos de vista. Cruzar el río me pone nerviosa, a los caballos no les gusta y se mueven mucho. Me dicen que me agarre fuerte y que le pegue con los talones para que avance si me relincha. A Bruno le divierte. Por fin llegamos al campamento, que de campamento no tiene nada: una barra de cemento debajo de un techito de palos es “la cocina”, y un clóset de ramas sin techo es “el baño”, aunque dentro hay sólo un hoyo en el suelo. Es una aventura, Pau, disfrútala, dicen. Mhm.

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Los señores bajan las maletas de los burros, y mi papá y Bruno acomodan la comida mientras nosotras arreglamos las tiendas de campaña que Pascual y don Manuel armaron como si nada. Bruno y yo vamos a dormir en una y mis papás en la otra, a lo mejor ya se caen bien. —¿Y Pascual y don Manuel? —pregunto. —Ellos duermen en sus hamacas, Pau —me responde mi mamá. La laguna que anoche no pudimos ver bien es azul rey, en medio hay unas piedras enormes que parecen hongos que Bruno y yo usamos como si fueran trampolines. Pascual nos presta unas lanchas que él hizo con sus propias manos, y en nuestros paseos por la selva hace distintos chiflidos a los que los pájaros responden. Nosotros no entendemos el idioma de la selva, pero él nos explica que algunos trinan más fuerte cuando va a llover. Nos regresamos rápido al campamento para no mojarnos. Hay que saber escuchar cuando la naturaleza habla, nos dice. Don Manuel prepara la cena todas las noches, de desayuno nos da un tamal de frijoles medio crudos que no sabe a nada. Dice que da energía y que no es tamal, es pitaúl. —Es lo que come Pascual, por eso le brilla el cuerpo. ¿Verdad, Pascual? Pascual no se ríe de los chistes de mi papá, pero dice que sí le gusta el pitaúl. Salimos a explorar la selva, Pascual se trae sus hamacas para que nos séntemos, no nos vayan a picar las hormigas. Habla chistoso Pascual. Corta las ramas con su machete para que no nos píquemos los ojos, y luego nos trae caña de azúcar para que nos las cómamos mientras buscamos al mono saraguato que ruge como tigre. Mis papás se acuestan juntos en una hamaca y yo en la otra, quedito para no distraerlos; no se vayan a separar otra vez. —Qué padre está, ¿no, Ana? —Padrísimo, qué bruto —le dice mi mamá sarcástica. Bruno viene de la mano de Pascual; traen unos pedazos de liana que va a usar para hacer los sombreros que vende en la ciudad, pero se espera hasta tener varios para que el viaje valga la pena. Está retirado y dilata unas siete horas para llegar, explica. Empieza a atardecer y regresamos al campamento para que a mi papá le dé tiempo de preparar

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todo para la cena. Nos presumió que trajo hasta las uvas, pero cuando las saca de la hielera se da cuenta de que casi todas están podridas. Por mí mejor, me choca tener que atragantármelas. ¿Quién puede pedir doce deseos? Nos comimos dos cada uno, y nos fuimos a dormir sin saber si ya eran las 12. Amaneció nublado y el olor de la leña que seguramente prendió Pascual desde hace un rato se mete por las costuras de nuestra tienda de campaña. Bru sigue dormido, yo me quedo dentro del esliping tratando de entender lo que dicen los pájaros. Apenas me estoy acostumbrando a la selva y ya nos tenemos que ir. Me asomo para ver si alguien ya despertó, y veo que mis papás están en la cocina, ¡abrazándose! Tal vez sí funcionan las uvas, el próximo año me las como todas. Nuestro último desayuno aquí resulta que es cereal. —¿Y el pitaúl, ‘Pá? —Ya no hay. Pensé que no te gustaban, Pau. —No, pero de despedida. Mi papá sigue tome y tome fotos, según él van a salir como las de sus revistas amarillas. No sé quién vaya a querer ver tantas plantas.

Ya se nos acabó el veinte, hijita, me dice mi mamá mientras doblamos ropa. Desde dentro de la tienda escuchamos las herraduras de los caballos que se acercan, golpeando las piedras con cada zancada. Oímos también a don Manuel que viene corriendo y gritando alarmado. ¡Don Tavo, don Tavo! Le llama a mi papá. Sus gritos nos espantan, salimos corriendo a ver qué le pasa. —¿Qué pasó, Manuel? —¡Licenciado, tengo noticias! Nos dicen que hubo guerra. —¿Cómo guerra, Manuel? No exageres. —Eso nos dijeron, don Tavo. Parece que unos guerrilleros bajaron de la montaña y tomaron cuatro ciudades. —¿Cómo, Tavo, guerra-guerra? —pregunta mi mamá cuando finalmente nos acercamos lo suficiente. —No sé, no creo, Ana. Suena muy raro. —¿Guerra? ¿Con tanques y soldados vestidos de verde? —pregunto yo.

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—No, hijita, ha de ser nada, no te preocupes. Así es acá, siempre se andan peleando entre ellos, pero seguramente no es para tanto. Alístense para ya irnos. Los señores terminan de subir todo a los burros y preparar a los caballos. Volteo para ver la laguna por última vez; parece como si nunca hubiéramos estado aquí. El camino de regreso está lleno de lodo que nos va salpicando las piernas, aunque no llueve hace frío y me pica el cuerpo. Me acuerdo de la guerra y me pongo nerviosa, lo único que quiero es llegar a una regadera. —¿Tú escuchaste algo, Pascual? ¿Crees que haya guerra? —le pregunta mi mamá. —‘Orita que lléguemos nos enteramos mejor —nos dice. No nos quiere preocupar. —Tomaron cuatro ciudades, licenciado. Me dicen que a su camioneta la balió el Ejército —nos explican en el aeropuerto. —¿Cómo que balearon la camioneta? ¿Y el avión cuándo viene entonces? —No, licenciado, pues eso sí quién sabe. Por lo pronto no vino hoy. Mi papá sigue sin creerles, ¿qué van a saber estos señores? Él quiere un teléfono para hablar a la ciudad con alguien que sepa algo, pero Pascual nos dice que no hay. Dilata unas tres horas para llegar a uno. Aquí cercas hay un radio, y salen disparados a conseguirlo. Nosotros nos quedamos viendo a unos niños jugando fútbol con una pelota ponchada, y al poco rato regresan a confirmar lo que ya sabíamos. —Pues sí, que un grupo de guerrilleros tomó cuatro ciudades. Nadie sabe bien qué quieren o quiénes son. Por lo pronto hoy no pueden venir por nosotros porque el Ejército se puede confundir y tirar la avioneta. —Y si la tiran, ¿quién la va a recoger? —pregunta ingenuo mi hermano. —No la van a tirar, Bru, no te preocupes, pero es mejor que nos quedemos aquí hoy —le dice mi papá. Pascual nos invitó a su pueblo que se llama Ejido, acampar

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aquí no es seguro. Yo no quiero ir a Ejido, quiero mi cama y mi baño con agua caliente. Mi papá guarda bien su cámara, no se la vayan a robar. Les ayuda a los señores a subir las cosas a los burros, y cuando terminan hasta jala a uno. Se empieza a hacer de noche y Pascual alumbra el camino. Las calles aquí no son como las de México, son de lodo que se mezcla con estiércol que huele a tierra agria. —¿Crees que alguno de estos chicos esté con los guerrilleros, Tavo? —pregunta mi mamá. —Ay, no, ¿cómo crees? Se ven buena onda estos chavos —murmuran mientras caminamos. —¿O sea que los guerrilleros se ven normales? ¿Cómo vamos a saber cuando llegue uno? —pregunto yo. —No sabemos todavía, Pau, pero ellos no son guerrilleros, son amigos, no te preocupes. Ya me dijeron que no se llama Ejido, se llama Zapata, y cuando llegamos las poquitas personas que siguen en la calle se nos quedan viendo. Pascual se va a buscar a su papá que es el comisariado ejidal, el jefe de acá, nos explica don Manuel mientras abre la puerta de un gallinero. —¿Aquí qué es, don Manuel? —Aquí a veces es iglesia, y a veces es escuela. Es la casa del comisariado, hoy va a ser su campamento. —¿Cómo? ¿Aquí vamos a dormir? —pregunto yo sin poder creerlo. —¡Paula! —me regaña seria mi mamá. —Si tienen que ir a hacer del uno hay que caminar cincuenta metros y, si es del dos, cien. Y lo entierran. Busco a mi papá para que me diga que es un mal chiste de don Manuel, pero él sólo arquea la ceja y sube los hombros. —Si quieren ir es ahorita, Pau. Don Manuel nos advierte que nos durmamos con doble ropa y zapatos puestos, vayan a venir los guerrilleros y téngamos que salir rápido de acá. En un rato regresa, y va a tocar así para que sepamos que es él: “noc-nocnocnoc-noc”. No creo que lleguen tocando la puerta, Manuel, se ríe mi papá. Él no le cree que vayan a llegar ningunos guerrilleros, pero mi mamá nos dice que durmamos con zapatos

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y siento un hueco en la panza cuando veo su cara de angustia. El gallinero es gris y frío, sus paredes de cemento están cuarteadas y por las rendijas se cuela la luz de la luna. Bruno y yo nos acurrucamos en los eslipings tratando de calentarnos el uno al otro. —¿Cómo serán esos guerrilleros, Tavo? ¿Qué tal que llegan y le quieren hacer algo a Paula? ¡Me muero de miedo nada más de pensarlo! —dice mi mamá. Creen que ya me dormí. —Ay, Ana, ¡no digas eso! ¿Por qué tienes que ser siempre tan dramática? —No estoy siendo dramática, estoy siendo realista. Tú que no quieres creerles, pero acá estamos igual, atorados en medio de la nada con una adolescente. No quiero que peleen y trato de detenerlos moviendo mi cuerpo bruscamente de un lado a otro, fingiendo que interrumpen mi sueño. Finalmente me quedo dormida, pero al poco rato un golpeteo en la puerta nos sobresalta a todos. Siento que el corazón se me sale por la boca cuando mi mamá me brinca encima y me esconde con su cuerpo. Mi papá se asoma y trata de reconocer a los bultos de los que sólo distingue los sombreros. Son cuatro hombres, murmura. ¡No les abras! A través de la puerta los bultos le dicen que vienen a cobrarnos por el campamento, y él apenas y empareja para darles un billete, cuidándose de que no vean que tiene más. Esta vez sí está asustado y eso me asusta a mí también. Cuando los señores se van nos abraza fuerte a los tres. La noche enfría y todo está en silencio, sólo se escuchan las hojas secas crujir debajo de las botas mientras la luz de las linternas aparece y desaparece. Cada murmullo nos pone alerta. “Noc-nocnocnoc-noc”. La reacción de mi mamá me hace brincar, y cuando me doy cuenta ya está otra vez encima de mí. Es Manuel, Ana. Tocó con su clave. Don Manuel entra nervioso; trae en la cabeza una bandana que cubre su frente como Rambo. —Tengo noticias; dicen que están cerca. Usan pasamontañas y algunos traen paliacates rojos. ¡Estén alerta! No se me vayan a dormir —nos informa don Manuel. Pero los guerrilleros no llegan y amanecemos con nuestros zapatos puestos. 23


El rechinido de la puerta de la casa ejidal interrumpe el barullo de los madrugadores que ya están cuchicheando en la plaza. Buenos días, les dice mi papá. Yo trato de esconderme detrás de él para que no me vean. Yo soy Tavo y ella es Ana, y mis hijos, Paula y Bruno. Nadie contesta, nos ven con sospecha. Don Manuel sale a buscarnos quién sabe de dónde para llevarnos a casa de Pascual. Bru quiere hacer pis, cincuenta metros, Bru. Aguántate. Atravesamos el pueblo para llegar al baño, un cuartito como el de la laguna, pero huele más feo y hay muchos bichos. Trato de aguantar la respiración, pero me distraen las moscas arriba de mi cabeza. Se siente húmedo y el calor me pica en el cuerpo. El vapor espeso y agrio que sale de ese cajón de madera me da ganas de vomitar. Por lo menos no son mis días. De un brinco regreso al aire fresco. Nos vamos al río mientras mi papá y Pascual averiguan de los guerrilleros. Bruno y yo nos quedamos en la orilla porque está fuerte la corriente, tanto que casi se lleva a mi mamá mientras trata de lavar la ropa. No como esas otras señoras expertas que están ahí atrás, lave y lave como si nada. Y las niñas se bañan ahí, encueradas enfrente de todos. Sólo de ver a mi papá acercarse se me sume la panza, ¿ahora qué nos irá a decir? Se están moviendo hacia acá, Ana. Seguramente van a montar su cuartel en la casa ejidal. ¿Su cuartel? ¿Cuántos soldados serán? Pascual nos dice que mejor nos quedemos en su casa, es más seguro. En su casa viven sus papás, don Chuy y Eloína; sus dos hermanos Andrés y Rosaura; la esposa y los dos hijos de Andrés; y la abuela de Pascual. Yo pensé que iba a ser una casota con tanta gente viviendo ahí, pero tiene sólo dos cuartos más chiquitos que el de doña Rosa, y un pasillo. No sé qué haría si tuviera que compartir cuarto con Bruno, pero Pascual ni se queja de dormir con Rosaura y su abuela para que podamos dormir en el pasillo. Las camas no son camas de verdad, son tablas con uno de esos tapetes que cuando son de palma seca cambian sus sílabas y se llaman petate. Se ven incómodas, pero así son aquí. ¿Cómo le harán para estar de buen humor teniendo que hacer pipí en un hoyo y durmiendo en una tabla? Atrás de la casa hay una mesa rodeada de árboles de frutas de donde podemos arrancar limones y naranjas cuando queramos. Por

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todos lados huele a leña que están quemando desde que empieza el día. Entre la leña distingo también el olor a frijoles; me muero de hambre, casi no comimos nada desde que salimos del campamento. —Señorita, ¿me da una tortilla, por favor? —le pido a Eloína. —¡Paula! —¿Qué, Mamá? Dije “por favor”. —Se llama Eloína. Y párate a ayudarle, mejor. En casa de Pascual tampoco hay luz, y alumbran con lámparas que sacan un humito negro. Eloína y don Chuy se quedan viendo el colchón que inflan mis papás para que durmamos. Parece como si nunca hubieran visto uno. Lo tocan, lo apachurran, se ríen, y luego empiezan a hablar en su idioma. Qué lindo se oye, dice mi mamá queriendo hacer plática (como siempre). Pascual nos explica que es chol. Queríamos poner una casa de campaña en el pasillo, pero don Chuy no nos dejó. Si vienen los soldados los vayan a confundir con la guerrilla. Bruno y yo nos metemos en el esliping, y mis papás se acuestan en el colchón. —Qué poco sabemos de ellos, Tavo, de nuestro propio país. Estamos más cerca de culturas tan lejanas y en cambio hay un abismo entre nosotros. Mucho francés, pero de chol ni un solo fonema —reflexiona mi mamá. —¿Y de qué te serviría hablar chol, Ana? —No es sólo el chol; no sabemos cómo piensan, qué les preocupa, no sabemos nada y compartimos país, soñamos debajo del mismo cielo. Temprano en la mañana mi papá y yo salimos a comprar algunas cosas por si llegan los guerrilleros y se acaban todo. Por suerte tenemos dinero. Vamos a distintas tiendas, para que no piensen que somos acaparadores. Los de Zapata nos siguen viendo raro, y ahora no nos creen que somos de México. Tú no eres mexicano, dicen en la tienda. Mi papá pregunta por los guerrilleros: que si saben si son violentos o han venido por aquí. Acá nadie los ha visto, mexicano. En casa de Pascual mi mamá ya está instalada en la cocina como si fuera suya. —¡Elo me está enseñando a hacer pan! —nos presume cuando

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nos ve entrar. Al rato vamos a hacer mermelada de lima y toronja con las que se cayeron del árbol, si no se nos pudren. —La próxima semana hacemos el puerco —nos platica Elo—. Lo van a matar y a cocinar aquí con Elo, y lo vamos a comer todos los de Zapata para que no se eche a perder. Como no hay refri... Mi papá la mira extrañado, pero ella habla de matar al puerco como si fuera carnicero. Por la ventana vemos llegar a Pascual y don Chuy con dos burros que apenas pueden caminar de tanto maíz que traen cargando. Vienen de su milpa, Elo sale a recibirlos. —Trajimos algunas cosas, mientras más tiempo podamos usar papel de baño en vez de olote, mejor —le dice mi papá a mi mamá entre risas. Ella lo atraviesa con sus ojos. —No creo que nos falte nada, Tavo. Todo lo que necesitamos se da aquí. Pero está bien para los niños —dice mientras regresa a la cocina. —Mexicano, me dicen que andas preguntando mucho. No preguntes tanto que la gente se pone sospechosa —le dice muy serio don Chuy a mi papá mientras se acerca. —¿A poco? ¿Pues qué le dijeron, don Chuy? —Que el mexicano anda queriendo saber de los guerrilleros, que si no será un espía o estará con el Gobierno. —Quiero estar preparado, don Chuy, nada más. ¿Usted sabe cuánto va a durar el levantamiento? —Dicen entre tres meses y un año, que necesitan hombres, y que vienen para acá a que nos váyamos con ellos. Yo nunca ni le he disparado ni a un animal... imagínese si me voy a ir a pelear a la guerra. A mí que me dejen vivir aquí en paz. Me acerqué a la hamaca a leer, pero Rosaura está acostada ahí con su amiga. Hasta ahora no me había acordado de las mías, y mientras me distraigo pensando que tal vez no las vuelva a ver en mucho tiempo, Rosaura sacude su mano y me invita a acostarme con ellas. Esta vez no me ven raro; tal vez era yo la que las veía raro. Les pregunto si han leído El principito, pero dicen que no sáben leer. Me imagino que han de ir a la escuela del gallinero. Empezaba a leerles cuando escucho a mi mamá llamarme alterada: —Paula, ¡vénganse para acá!

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Yo ya había visto a los señores de paliacates marchando por ahí, pero están lejos y estoy con mis amigas. —No, acá estamos bien. Gracias. Se acerca ella y se para detrás nuestro tratando de escondernos, pero cuando ve los rifles de los señores se le quita su cara de espanto. —Son unos niños, Tavo. ¡Y sus armas son de palos! Si llega el Ejército los van a acribillar. Creo que Andrés está con ellos, vi un paliacate rojo colgando de su pared —murmuran en el colchón en la noche. —Ay, Ana, ¿cómo crees? Como si todos los que usaran paliacate estuvieran con ellos, no exageres. Aquí quieren vivir en paz, don Chuy me lo dijo. —¿Vivir en paz? Por favor. ¿Ya viste las condiciones en las que están? No tienen luz, servicios médicos, vamos, ni agua potable, ¡no puede ser! Sin justicia no se puede vivir en paz, así no. No había ni amanecido cuando Pascual se acercó a nuestro pasillo y, con su voz quedita de siempre, nos despertó para decirnos que el Ejército iba a echar bombas cerca. —Nos tenemos que ir. Pónganse doble muda por si no podemos regresar. —¡¿Cómo, Pascual?! ¿Adónde nos vamos a ir? —le respondemos confundidos, todavía entre sueños. La palabra bomba me aterra, y sólo de oírla las escucho explotar a la distancia. Nos tenemos que ir a la montaña, es compañera, nos explica. ¿Será que también habla con ella? Mis papás no están seguros de que sea buena idea, ¿cómo que “por si no podemos regresar”? Finalmente lo seguimos por el cerro. El cielo empieza a clarear y junto con el sol llega también el hambre. Pascual y mi papá amarran las hamacas, y de un morral sacan los pitaúles que nos hizo Elo. Nos acostamos en la sombra de un árbol a descansar un poco cuando escuchamos un murmullo, cada vez más cerca. Buenos días, dice finalmente la voz. De los matorrales se asoman dos hombres con la cara cubierta por pasamontañas. ¡Los guerrilleros sí existen! Se me sume la panza cuando los veo de cerca, y mi mamá corre y se para frente a mí.

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—No tengan miedo. Venimos en paz —nos dice uno de ellos, y se presenta como el compañero Insurgente Carlos Salinas de Gortari—. Y este es el compañero teniente Moisés. Mis papás se miran intrigados, como adivinándose el pensamiento. El compañero nos dice que la cosa no es con nosotros, es con “este gobierno que nos tiene olvidados. Nunca más un México sin nosotros”. Necesitan que cooperemos con el movimiento, es la Ley de los impuestos de guerra. Bru los mira atónito y, sin quitar los ojos de sus pasamontañas, busca en la bolsa de su pantalón y extiende su mano despacio para darles su navaja. —Gracias, compañero. Le estás dando buen uso a esta arma —le dice tocando su cabeza. Bruno sonríe emocionado, nunca había hablado con un guerrillero. De pronto se nos quita el miedo. —¿Y a poco sí te llamas Carlos Salinas de Gortari? —pregunta mi papá. —¿Cómo vas a crer, don? Es mi nombre de combate, de la lucha pues. —¿Y por qué te dieron ese tan feo? —Yo lo escogí, así si me agarran nadien me va a hacer nada —dice entre risas. Se hizo de noche sin noticias de las bombas, así que decidimos regresar. Tengo mucha hambre, pero mi mamá dice que no le quiere pedir nada a Elo, no nos vayan a dar su comida con tal de que comamos nosotros. Cómete una galleta y mejor mañana vamos a comprar algo a la tiendita, Pau. Rosaura nos llama para que vayamos a tomar el té con ellos, pero no es sólo té y la mesa está puesta con platos de comida para todos. Busco a mi mamá con la mirada. ¿Ves? Yo tenía razón, quiero decirle, pero me la encuentro llorando en silencio en una esquina. Me acerco a abrazarla; ella prefiere estar sola y que nadie más la vea. Mejor la dejo llorar y me voy a ayudarle a Elo a calentar las tortillas.

Si la guerrilla va para largo, ¿por qué no enseñamos a leer y a escribir? Así tenemos algo que hacer, y también nos involucramos con la comunidad, nos propuso mi papá anoche. No había terminado de hablar cuando mi mamá ya empezaba a planear la casa que nos vamos a construir con madera de la selva con ayuda de Pascual, pero

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le recordamos que es temporal y que tenemos escuela y amigas en México que quisiéramos volver a ver. A ella ya no le importa si vienen o no por nosotros, y en el camino al río va planeando las clases de su escuela y repasando la receta para sazonar al puerco más tarde. Lava la ropa con una destreza que hasta a las otras señoras sorprende, colgándola del mecate que comparten entre todas. Yo aprovecho para bañarme rápido, aunque sea encuerada. Los señores se van a reunir en casa de don Manuel para limpiar al marrano entero, todavía tibio. ¡Qué puercote!, dice mi papá horrorizado, y sin muchas ganas les ofrece su ayuda. Entre él y Pascual ponen al puerco en el suelo sobre unas hojas de plátano, y se echan para atrás para que don Manuel le prenda fuego. El olor a cuero se le mete por cada poro del cuerpo, y le revuelve el estómago hasta que siente que no puede aguantar más. Mejor se va al pueblo a buscar unas cosas y en un rato regresa.

Que dice el Andrés que apenas lo están quemando, nos explica Elo mientras preparamos la salsa. Todavía “dilata para que váyamos” adonde Manuel a sazonarlo. Yo ya me quiero ir, estoy impaciente por ver al puerco. Nunca he visto a uno muerto y quemado así, entero. Ay Pau, qué bárbara, qué morbosa. Mi mamá en cambio no lo quiere ver hasta que ya no se note su puerqués. Por fin viene Pascual; viene apurado. Y viene con mi papá detrás de él. Vienen corriendo hacia nosotros, ¿será que el puerco se les quemó de más? Busco a mi mamá y a Elo, me doy cuenta de que no se trata del puerco. Traen malas noticias, pero no de las de antes. —¡Ya vinieron por nosotros! —nos grita desde lejos. —Pero... ¿cómo? ¿Y nuestra escuela, nuestra casa con madera de la selva? —dice mi mamá. —Ana, por favor —la regaña mi papá—. Cojan su suéter y despídanse que tenemos que pasar rápido por las cosas. —¡Ya no van a comer puerco! —nos dice Elo. Se ve triste, tiene el corazón apachurrado. Mi mamá se le abalanza y la aprieta entre sus brazos, como si Elo fuera a retenerla aquí en Zapata. Nunca la había visto llorar así y trato de consolarla, pero de nada sirve. ¿Será que prefiere quedarse a vivir aquí con ellos?

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Bruno no entiende tampoco, abraza fuerte a Pascual por la cintura. Queremos una última foto con él y con nuestra familia nueva. No tenemos que pagarle a nadie para que nos la tome. La casa de mi abuela huele al recalentado de bacalao. Bru le cuenta del armadillo que nos dieron cuando la avioneta nos dejó en Bonampak. La mesa es larga, llena de los platos y copas sucias de todos mis tíos que vinieron a vernos. Yo me acuerdo de los pitaúles, y aunque no sabían a nada me gustaría volverlos a comer alguna vez. Mi papá nos trajo a la casa, nos despedimos dentro del coche. Salúdenme a su mamá, nos pidió. Ana últimamente está rara. No es que cambie tanto de look, y aunque tiene su pelo de antes no se parece a ella. Una parte suya se ha de haber quedado allá en Zapata, con la Elo y don Chuy y en su escuela imaginaria. A mí me cuesta trabajo dormir sola; me siento rara sin la respiración de los demás. En las noches me paso al cuarto de Bruno, y a veces le quito el pasamontañas con el que ahora juega al guerrillero y me duermo junto a él. Como Pascual y Rosaura.

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ERICK BAENA CRESPO Periodista, editor y guionista. En 2015 fundó la revista digital Plot Point, especializada en la escritura de textos para cine y televisión. Es egresado de la especialidad Guion en el CCC. En 2017 ganó el Premio Crónicas Chilangas, convocado por los Premios Ciudad. Ha colaborado en Milenio, Chilango, Sin Embargo y La Langosta Literaria.

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INSURGENTES por Erick Baena Crespo —¿Te sientes muy chingón con tu gorrita plateada y tus tenis Nike? ¡Pinche chamaco nalgas miadas ! Pa’ chingones el Vaca, ese güey sí dejó historia, no como ustedes. ¿Crees que todos se te cuadran porque traes una 22? ¡No mames! Ese cabrón no necesitaba fierro para armar un desmadre. —A ver, Flama. Cuéntanos la historia otra vez. —¡Afloja un cigarro y te la cuento a ti y a todos tus perros! — Nel , Flama. Te hace daño. —Entonces no te cuento ni madres. —Aguas, no te me pongas pendejo. —Yo no me pongo pendejo, padrino, al contrario, pero debería de enseñarle a sus chavos que en el barrio una fumada no se le niega a nadie. —Ya dejen en paz al Flama... ¿Chíngate una chela? —Nel , chela no quiero porque me da pa’ abajo y luego se me antoja una piedra, y ya le juré a la madrecita linda que le iba a bajar de barbas. —Un toque, entonces. —Va. Saque la pipa y nos prendemos. Eso me gustaba del Vaca: no fumaba tabaco, pura mois , y de todas formas siempre traía de tocho . Y ahí mismo, donde estás tú, padrino, él se recargaba a chingarse un churro y luego, ¡verga!, apenas parpadeabas y ya estaba toda la banda aquí, se armaba la fiesta y nada de que cada quien lo suyo, nel , ni madres, todo pasaba de mano en mano: cigarros, chelas, mota, piedra, perico, chochos y hasta las morras. ¡Lo que quisieras! El Vaca abría las puertas de su nave y le trepaba bien machín a la música. Yo le pedía que me pusiera las chidas, y me ponía a bailar y a cantar solo: Todo tiene su final/nada dura para siempre/ tenemos que recordaaar/que no existe eternidaaa’. —¿Y no te cabuleaban ? —Sí, padrino, se las curaban conmigo, pero nadie se pasaba de verga. 32


Sólo una vez, te lo juro por ésta, me sorrajó una patada y le dije: “Yo ya fui y regresé, y usté’ apenas va”. No sé qué le tocó por dentro, pero no me volvió a dar ni siquiera un pinche coscorrón. Neta , fuera de mamada, hasta nos parecíamos: flacos, pero correosos; calladitos, pero rompe-madres. —¿A poco sí muy cabrón, Flamita? —¡Ah, pus ahorita ya no, padrino, estoy viejo y culero, pero pregúntele a su jefa quién fue el Diablo! —¿El Diablo? —Así me decían. Ahora soy el Flama, por culpa del vicio, aunque todavía le aguanto un tiro a cualquiera de sus morros. ¿Sabes por qué el Vaca y su banda no se metían conmigo? Porque, si no fuera por mí, ese día se lo carga la chingada y toda su historia sería puro pinche humo. El Vaca y el Enano eran inseparables: andaban de arriba abajo todo el pinche día, desde morritos. Y ese día, cuando valió verga, el Enano quería festejar en el Lobohombo que había alcanzado el timbre: andaba charoleando a toda la banda con su ife. Pero andaban erizos. El Vaca todavía no era el ojete que atracaba a punta de llaves chinas y paraba de culo al que se pasara de verga, fuera de donde fuera: la Guerrero, la Morelos, la Ramos Millán. Era cabrón, se hacía respetar, pero todavía estaba morro. Ese día, en la noche, andaban como niños de la calle apendejados por el activo, dando vueltas a lo pendejo por Insurgentes. No se agüite, m’ijo. Ahorita sacamos la luz, le dijo al Enano. Y cuando llegaron al cruce de Alzate se metieron al Seven. Lo atendía la Márgara, un joto treintón, cacarizo y feo, que decían que te pagaba una quiniela por chupártela, aunque nunca supe si era cierto. El Vaca le hizo la plática y luego, así como que no quiere la cosa, se empezó a masajear la riata pa’ que se le parara y el jotito se la viera de reojo. Le hizo señas al Enano para que se aplicara y se chingara algo. No había gente, salvo un pinche viejito ahí como olvidado. Y, mientras a la Márgara se le hacía agua la canoa, el Enano se paseó por los pasillos y se chingó un champú, desodorante y otras pendejadas.

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El Vaca se la cantó: se agarró el pito y le dijo ¿Quieres que me lo saque? La Márgara le dijo, siguiéndole el juego, todo puto: A que no te atreves. ¡Quieres ver!, le respondió el Vaca, como si se bajara el pants. Entonces el Enano le hizo una seña de ya estuvo : el Vaca se cabuleó al jotito y le dijo Qué pasó, a mí me gustan las morras. Le compraron una coca y la Márgara ni cuenta se dio que se lo habían empinado. Salieron del Seven caminando, riéndose. Pero el Vaca empezó de pinche desmadroso. Le dijo al Enano: A ver, saca la maleta pa’ repartirla. El Enano le enseñó un Axe, y el Vaca se lo arrebató, se echó a correr y le dijo Puto el que llegue al último. Se dieron vuelta en la calle del Museo del Chopo, risa y risa. Y ahí les cayó la tira . El Vaca, cuando contó todo el pedo, me dijo que no la vio venir. Sólo escuchó que alguien les gritaba: Párense ahí, cabrones, ¿qué chinga’os andan haciendo? Era la voz de un pinche juda , al que le decían el Güero Beraza, gordo, pero macizo, alto el hijo de la chingada, que lo agarró por el cinturón. Se bajó de un coche blanco, con vidrios polarizados, de esos que no parecen patrulla, pero traen torreta. Venía con otro poli: el Mendoza, un enano de pelos necios, que se le dejó caer al Enano. El Vaca le dijo: Estamos jugando, jefe, ¿cuál es el pedo? Pero el Güero Beraza se la sabía: los chacaleó y en corto supo que eran lacras.

Hágale una revisión, pareja, le ordenó el Güero Beraza a Mendoza, que puso al Enano contra la pared, le abrió las piernas y lo esculcó. ¡Ay, hijo de la chingada! ¡Mire lo que trae este putito!, le dijo Mendoza al Güero Beraza. Y sacó el desodorante y todas las mamadas que se habían robado. El Güero Beraza le puso las esposas en chinga al Vaca. Al Enano le dieron un rodillazo en las costillas y con eso tuvo pa’ doblarse, pues se aferraba como niño chiquito.

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Pa’ meterles calambres, Mendoza dijo bien pájaro nalgón: Tenemos un 6-4. Quién sabe qué chinga’o signifique eso. —¿Ah, tú sí sabes? —Pues a ti no te pregunté. Mejor no interrumpas, y déjanos hablar a los mayores. Como le decía, padrino, no había pa’ atrás: se los habían trepado a la patrulla. El Vaca le susurró al Enano: Aguanta verga, m’ijo, la vamos a chispar. El Enano estaba como ido. No se la creía. El Vaca había estado en el tutelar como 3 meses, así que mientras el culero del Güero Beraza les decía que si no le decían a quién habían robado, de su cuenta corría que se los cogieran en el Norte, el Vaca se preguntaba a cuántos tendría que picar adentro pa’ hacerse respetar. El Enano como que reaccionó y le dijo que las cosas se las había encargado su tío. Andábamos de cábulas, agarre el pedo, jefe, es el cumpleaños de mi carnal, le soltó el Vaca. El Güero Beraza, con su cara de culero, les dijo desde el retrovisor: Esa que se las crea su pinche abuela de chichis caídas. Se delataron solitos: cuando pasaron por el Seven el Güero Beraza se dio cuenta que se pusieron nerviosos y se detuvo. Le enseñó las cosas a la Márgara, quien le dijo que sí eran de ahí, pero que no vio cuando se lo robaron y que no los conocía. El Vaca se le quedó viendo como diciéndole: Si vas de borrega, voy a venir y te voy a partir tu madre. La Márgara no rajó. Pero eso fue peor. El Güero Beraza se emputó más. De todas formas, le dijo que era algo que se perseguía de oficio, que él iba a confiscar la mercancía y a proceder. No era que el pinche juda fuera un justiciero, padrino, sino que preparaba todo el campo pa’ obligarlos a soltar una luz. De ahí se los llevó a la Delegación, cerca de donde se ponen los travestis a talonear. Apagó las luces y se las sentenció: ¡Al chile! No me hagan molestar a mi compadre el MP, que nada me cuesta decirle que se los chingue. Por robo les tocan 3 ó 5 años. Así que, mejor, díganme cómo le hacemos. Piénsenle chingón con quién vamos. El Vaca y el Enano

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se miraron entre sí, balbucearon. El Enano le dijo: ‘Amos con la jefa, pero el Vaca no le dio un zape al pendejo nomás porque no podía.

Nel, no mames, no podemos llevarlos ahí, a poco los quieres enterar de todo el bisnes, le susurró el Vaca. Yo digo, padrino, que ahí empezó el pique entre esos dos. El Vaca se le puso pendejo. ¿Cómo un morro de 18 años reta a un cuarentón? Por eso te digo que, a diferencia de tus chavos, los de antes no andaban por ahí sintiéndose la mamá. El Vaca le dijo: El único que va a salir perdiendo es usté’, jefe. Mejor suéltenos. El Güero Beraza le contestó: Me vale verga, ¿a poco te sientes bien chingón? Y se armó el pimpón, padrino. Uno: Quíteme las esposas y nos aventamos un tiro. El otro: ¡Te soplo y sales volando, pinche morro pendejo! Le digo que el Vaca tenía güevos, padrino. Ojalá lo hubiera conocido. El Güero Beraza frenó sin avisar y ¡verga!, el Vaca y el Enano se metieron santo putazo.

Si me sigues engordando la verga, neta, que te meto un pinche balazo y te tiro en un pinche barranco, a ver si te encuentran, lo amenazó el Güero Beraza. Mendoza volteó y les dijo: Ya ven, no hagan enojar al patrón o se los va a llevar la chingada. El Vaca, medio atolondrado, se acercó al Enano, pegaron frente a frente, y le juró que, por su jefa que está en el cielo, la iban a librar. Le dijo: Por ésta , y le señaló con la quijada hacia su cadenita de la Virgen. El Güero Beraza les clavó los ojos desde el retrovisor. Le preguntó al Vaca: Entonces, vas a tener que aflojar la esclava y esa cadenita, que de seguro le chingaste a alguien. El Vaca también lo chacaleó y no le quitó la mirada. El Güero Beraza le dijo que a ver si cierto que muy salsa, rechinó las llantas, puso la torreta y jaló rumbo a Tepito. 36


Imagínate la escena, padrino: Llegas a Toltecas y entras a una de esas pinches vecindades enredadas, con entradas en dos calles diferentes. El Güero Beraza toca el claxon. Alrededor de un cajón de estacionamiento, enrejado, está la banda pesada de esos rumbos. Adentro, en la jaula, dos morritos, con guantes de box, se están aventando un tiro; afuera corre de todo: dinero, perico, mota y el resto. Un cabrón, con una cadena de oro que le escurría por el pecho, con su chamarra original de los ‘49s, se les pone de frente y les apunta con una pistola. ¿Qué haría, padrino? A poco no se hubiera sacado de pedo. Al Enano, todo panique , casi se lo traga el asiento. El Vaca nel , como si no tuviera miedo a la muerte, se le quedó viendo, pues ¿qué haces cuando traes la verga bien atravesada? Nada. Valiste. Te cogieron. De pronto, el cabrón suelta una carcajada. Se ríe del susto del Enano. Saluda al Güero Beraza y a Mendoza y les dice: Oficiales, a qué debo el pinche honor. El Güero Beraza, según muy culero pero bien puto, se le cuadra y le dice: Aquí nomás, Cornelio, pasando a saludar a la banda pesada, ¿que no? El Mendoza, como con los güevos encogidos, mueve la cabeza como pendejo. Cornelio se acerca a la ventana. El Vaca escucha que le dice, quedo: Necesito darle una calentada a estos putitos, que no quieren aflojar. Cornelio les acerca una tarjeta Ladatel con perico, que el Güero Beraza aspira como si no hubiera un mañana.

¿Cuánto por la cadenita mamona?, le dice Cornelio, echándole un ojo al cuello del Vaca. Dame 2 lucas, precio banda, le dice el Güero Beraza. ¡Qué pasó! le dice el Vaca, asomándose por la ventana. Primero me la tienen que sacar. El Güero Beraza, sonriendo, le dice a Cornelio: Ya viste cómo se siente bien chingón.

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En la jaula, padrino, los morros se metían unos buenos putazos, la banda gritaba, le echaba porras a uno u otro, hasta que uno terminaba en el piso o se rendía.

¿Qué hicieron? le preguntó Cornelio. Robaron un Seven y se van a ir a cana, si no me quieren decir quién brinca por ellos. Cornelio veía al Vaca como si lo topara. Le pidió a uno de sus chavos que se acercara, le dijo algo al oído y éste salió corriendo en chinga. El Güero Beraza y Mendoza se miraron; por primera vez se veía susto en sus ojos. El Vaca le soltó, entre dientes, un para eso me gustaban, pinches putos.

¿Qué pasó, mi Corne? ¿Algún pedo? le dijo el Güero Beraza. Cornelio le arrebató el cigarro de mota a una chavita, jaló hondo y, con la voz ronca, le dijo: No, usté’ tranquilo y yo nervioso. En eso, que regresa el morro, acompañado de una morrita, de falda cortina, bien rica que estaba, dicen. Cornelio señaló al Vaca, que se quedó firmes, aunque sí se sacó de pedo. La morrita le dijo algo al oído al Cornelio, que movió la cabeza. Cornelio se acercó a la ventanilla y le preguntó al Vaca: ¿Tu suegra es la Jefa, de ahí de Santa María? El Vaca le dijo: Simón. La pelea de los morros había acabado y la jaula quedó vacía, llena de escupitajos de sangre bien culeros. Cornelio se acercó con un fajo de billetes, y le dijo al Güero Beraza que en el barrio él tiene una regla: las cosas de cabrones se arreglan de dos formas, o te avientas un tiro o te avientas un tiro. Al Güero Beraza como que se le subieron los güevos a la garganta.

No mame, Cornelio. Si somos la banda, empezó a chillarle. Hasta dicen que la cara le brillaba a la luz de los faroles. Cornelio chifló: todos sus perros se callaron y se pusieron en alerta. Y se reunieron alrededor suyo. Un tal Piolo abrió la jaula y limpió con un trapo el piso.

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Cornelio le dijo: Si gana usté’, mi Güero, se lleva esa bolsa con toda la cuenta del día, las piedras y el resto. Si pierdes, dejas a los morros aquí. El pinche juda no tenía de otra. ¿A poco se iba a poner pendejo ahí?. El Güero Beraza se tronó los nudillos, aparentando que no le daba culo. Cámara, sirve que le bajo sus humos a este putito, ladró. Cornelio abrió las puertas de la nave, sacó al Vaca como arrastrándolo. Imagínese, padrino, cómo lo respetaban al tal Cornelio que, con un gesto nomás, el Mendoza le aventó las llaves de las esposas. El Enano vio que, sin que los demás se dieran cuenta, Mendoza prendió el radio y le iba subiendo al volumen. Cornelio le dijo: Y pa’ hacérsela fácil, y que no diga que no soy chido, este putito sólo podrá usar una mano. El Vaca le echó unos ojos, como diciéndole: No seas culero, así no es ser leña. Cornelio le dijo: ¿Izquierda o derecha? ¿Izquierda o derecha?, le repetía Cornelio. El Vaca movió la izquierda. Ahuevo, eres zurdo como yo, le dijo Cornelio y le cerró un ojo. Cornelio le quitó las esposas, le dejó libre la mano izquierda y la otra se la amarró, por detrás, al cincho. El Enano todo lo veía desde la patrulla, vigilada por Mendoza. El Cornelio se le acercó al Vaca, así como si fuera el pinche Rocky y su entrenador.

¡Póngase verga, m’ijo!, le dijo mientras le dio el guante izquierdo que, adentro, tenía unos boxers. El Vaca no hizo ningún gesto, alzó la cara. Los metieron a la jaula y uno de los morros del Cornelio se quedó bloqueando la puerta, para que ninguno se saliera. Cornelio les dijo: 3, 2, 1. Dense en su madre. El Vaca se movía como boxeador, acá, moviendo los hombros, como bailándole al puto ese. El Güero Beraza, en cambio, lo campaneaba. Y en eso, ¡verga!, el Vaca se le fue encima y le puso dos putazos: uno en la quijada y otro en las costillas.

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El Güero Beraza alcanzó a esquivar el tercero, luego se escurrió el pinche grasoso y le dio dos madrazos en la espalda y hombro al Vaca. Empezó la putiza: el Güero Beraza se veía cansado, soltaba putazos y no daba ningún. El Vaca se esperó a que se cansara más y, ¡verga!, empezó el contraataque: uno, ojo izquierdo; dos, boca; tres, nariz. La cabeza del Güero Beraza rebotaba en la jaula. Tómala puto, ladraban los perros del Cornelio, que no querían al Güero Beraza. En eso: el radio sonó y todos voltearon al coche.

A todas las unidades, se reporta un 10-70 en Insurgentes, escucharon todos. El Vaca y el Güero Beraza bajaron los puños. Cornelio les preguntó que qué chingados pasaba. Se fue sobre Mendoza, que le dijo: Algo cabrón pasó en Insurgentes. Mendoza le pidió, todo puto, las llaves a Cornelio, casi pidiéndole permiso. Cornelio se las dio. Mendoza corrió a la jaula, el Vaca se echó pa’ atrás y amenazó con soltarle un putazo, pero no se cubrió un flanco y el Güero Beraza lo agarró por la espalda. Le pusieron las esposas otra vez, y lo treparon a la patrulla. Cornelio se acercó al Güero Beraza, que tenía toda la nariz puteada y la camisa llena de sangre. Cornelio se rió de él en su jeta: ¡No mames! ¡El morro te puso una

putiza! ¿Qué pasó? ¿Adónde vas con lo mío?, le dijo Cornelio. Sus perros estaban a punto de atacar, pero vio que el Güero Beraza se acercó a la puerta de copiloto, se sentó, cerró la puerta y desenfundó su arma. El Güero Beraza, con sangre en la boca, le dijo: La pelea no terminó, Cornelio. Tenemos que ir a ver este pedo y neta, me imagino, que no quieres que se arme un desmadre. Los comandantes saben dónde andamos. Cornelio le dijo: Cámara, Papi, pero sabes que esto no se acaba aquí, ¿verdá’?, se la sentenció. El radio estaba vuelto loco, se escuchaba a los polis bien nerviosos. El Güero Beraza, que de pronto le crecieron los güevos, prendió la nave, le echó unos pinches ojos como navajas al Cornelio, prendió la torreta y salió de Tepito quemando llanta.

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Insurgentes estaba a oscuras. De pura mamada, yo andaba ahí de culero, viendo qué me chingaba. Andaba desesperado por una piedra. Así que agarré mi ganzúa y no me decidía entre abrir un Sentra o un Tsuru, para chingarme el estéreo, cuando de pronto escuché todo el desmadre: las ambulancias, los gritos, la gente corriendo sobre Insurgentes. La neta sí me asusté. Traía mi ganzúa en la noche. Me acerqué: estaban los bomberos, la tira, y me quedé como trabado. El Lobohombo ardía bien cabrón: sentía el pinche calor en la cara. Y en eso volteo y veo las lenguas de fuego, bien cabronas, reflejarse en la ventana de un coche y una mano pegando fuerte. Neta que no andaba pacheco ese día, pero fue como si los morros dentro del coche se estuvieran quemando: eran el Vaca y el Enano. Escuché la voz del Vaca, que me decía: Flamita, haz paro, ábrele. El Güero Beraza y Mendoza se habían bajado en chinga y se olvidaron de estos güeyes. Entonces, sin pensarla, como va, abrí las puertas y el Vaca y el Enano salieron corriendo, todavía con las esposas en la espalda. Corrimos hasta que empezamos a ver el humo a lo lejos. Los escondí en mi cuarto: se quedaron varios días hasta que se calmó el pedo, pues el Güero Beraza los andaba buscando. Tardamos en superar ese pedo. En el Lobohombo se quemaron vivos tres carnales del barrio. Ahí me contó todo el Vaca, me agradeció por el paro y me dijo que iría por el cambio, y lo hizo: se chingó al Güero Beraza dos años después. Si estuviera vivo, hasta usted se le cuadraría, padrino. —¡Te vale verga si hablo solo, pinche chamaco nalgas miadas! Yo en mi pedo y usté’ en el suyo.

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BULMARO OSORNIO Estudió Artes Visuales y Dirección Cinematográfica. Recibió Mención Honorífica en el Premio de Documental José Rovirosa por su película San Vicente de Chupaderos . Dirigió las películas Mosca , selección oficial en HOTDOCS y el 26º FICG, y La nación interior , seleccionada, por México, para el DOCTV 4. 42


TÍO JOE por Bulmaro Osornio Vi venir esa mancha negra, cansada, a lo lejos, pero no le di importancia. Fue hasta que estuvo cerca que lo reconocí. Era largo y curtido, vestía algo que parecía un traje sucio y sus zapatos estaban para la basura. Me miró sin mirarme, su ojos eran plomos hundidos, rodeados de tizne y de su cabellera salían dos mechones de pelo enredado, como cuernos. Para esos días ya nadie hablaba de él, se fue cuando yo estaba muy pequeño, apenas me acordaba de su cara. Siempre supimos que el tío Joe estaba loco. Cuando se fue, llegaron tantos rumores que ya no creíamos nada. Unos decían que estaba en el gabacho trabajando en una fundidora y que había enfrentado a un vigilante que señalaba a los migrantes para la policía. Lo mató en una pelea, limpia, con cuchillo. Otros decían que lo habían visto de predicador en el desierto de Sonora; reuniendo hombres tirados en el abandono y dándoles nuevas esperanzas. La última vez que llegaron noticias nos dijeron que había robado el reloj de una iglesia y que sólo encontraron el aparato desarmado por ahí. Del tío Joe, nada. Era una tarde polvorienta cuando el tío Joe regresó a la colonia, yo estaba en el solar mirando los girasoles resecos meciéndose con el aire y cómo una ventolera pálida hacía pequeños remolinos. El solar en realidad era un terreno baldío que mi abuelo le heredó al tío Joe, por aquellos años en que el abuelo abandonó todo y se metió de sacerdote; yo creo pensó que algo tendría que dejarle a su hijo loco para que no anduviera rodando. Allí construyó papá Javier, mi padre, nuestra casa y un cuartucho en el fondo del terreno para el tío Joe, mi padre lo quería tanto, y lo cuidaba, aunque tuviera que mandarlo al fondo porque nadie aguantaba sus loqueras. Pero en realidad todo eso era del tío Joe. A mí siempre me dio miedo el tío Joe. Cuando le llegaban “las voces”, se arrancaba contra todo y había que amarrarlo. Un día rompió los vidrios de la cocina hasta que lo sacaron de la casa y lo dejaron durmiendo en el patio, todo mojado porque estaba lloviendo. Aullaba como perro y yo miraba, desde la ventana rota, cómo se revolcaba de quién sabe qué dolores. 43


Hacía dos años que papá Javier había muerto y yo seguía con un hueco frío aquí adentro. Por más que quería nunca pude llorar su muerte y nomás soñaba con verlo y decirle cosas en silencio, así como cuando jugábamos a los trucos de magia y que nos hablábamos por telepatía, pero ya no podía. Mamá Blanca se juntó con Lauro, ese hombre tosco que tanto la maltrataba; pero yo creo que lo aguantaba porque tenía un hueco más grande que el que yo sentía. Todos dormíamos en el mismo cuarto. Mi mamá con Lauro; y mi hermana Denise, que andaba en los dieciséis, dormía con Abril la más pequeña que, a pesar de que ya había cumplido diez años, no decía ni una palabra por algún mal que tenía en la garganta. A mí me encantaban sus ojos oscuros que decían todo y no me hacía falta que hablara para saber si tenía miedo en la noche o si andaba contenta de nada. Mi hermano Cristian, el mayor, a veces llegaba y a veces no. Luego entraba haciendo una escandalera porque venía borracho y siempre terminaba llorando y reclamándole a mi mamá sobre unos asuntos del pasado. Ya llevaba tiempo que Denise se salía en la noche y Lauro se levantaba detrasito de ella, con el pretexto de ir al baño. Nomás llegaban unos jadeos de detrás de la puerta. Muchas noches vi cómo mi mamá pelaba los ojos y se le secaban hasta no tener brillo, pero no decía nada. La noche parecía más negra y silenciosa en ese entonces. Una pura roca fría que me asfixiaba. La cosa es que el tío Joe volvió y, al verlo, volví a sentir ese escalofrío del miedo en la espalda. Se detuvo a mi lado y hasta pensé que me iba a soltar un garrotazo, pero no, algo dijo que no entendí, luego vio con mucha tristeza el solar y la casa. Hasta ese momento me di cuenta que traía un atado de papeles y unos libros en la mano. Parecía como si no supiera que yo estaba ahí. Luego se fue a su cuartucho ahí atrás de la mancha de girasoles secos del solar. El regreso del tío Joe cambió todo. No habló con nadie, pasaban días y sólo andaba rondando la casa hasta que mi mamá le acercaba algo de comida, se la dejaba en un bote en la barda de lámina que rodeaba la casa, para que no se metiera. Yo lo veía y me seguía dando miedo porque se la pasaba meneando la cabeza y peleando con “las voces” de su cabeza, parecía como que le taladraban la nuca porque se remolineaba masticando palabras de desesperación.

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Un día, que no había nadie en la casa, llegó el tío Joe a tocar con su bote. Tuve que salir a darle de comer, agarré fuerza quién sabe cómo y le llevé un plato de sopa fría mientras veía cómo sus ojos tiznados se clavaban en mí. Cuando ya me retiraba, el tío Joe se empezó a poner mal por las voces, creía que alguien quería hacerme daño porque me abrazó para cubrirme no sé de qué. Yo nomás temblaba. —¡Déjenlo en paz, él no tiene la culpa! —gritó mientras me sostenía fuerte. Luego, cuando ya se fueron las voces, me dijo todavía agarrándome la mano: —Váyase lejos; porque esto es de urgencia —señalaba esas sombras que yo no podía ver—. Y llévese al más necesitado. Que para eso es que lo mandaron aquí. Yo me zafé como pude, me eché a correr y ya no volteé hasta que estaba atrancado en la cocina. Tío Joe ya no estaba cuando alcancé a asomarme todavía temblando de miedo. Esa noche quemó su cuarto, entre gritos y alaridos. Todos salimos a ver la quemazón, los vecinos de la colonia también llegaron a curiosear y a quejarse del loco. Y, aunque estábamos medio espantados, yo alcanzaba a ver que, por momentos, el tío Joe reía también de alegría, o eso se me figuraba. Hasta le dije a mi mamá, pero nomás se me quedó viendo como con tristeza y me abrazó quedito. Habrá pensado que yo también estaba medio zafado; pues al fin teníamos la misma sangre de la locura. Pero eso veía yo, en la cara del tío Joe, la noche de la quemazón. Lo que pasaba es que yo veía, en ese entonces, cosas que los demás no veían. No fantasmas, ni hechicerías; cosas simples: veía el temblor lento de las manos de mi madre cuando sonaba alguna canción vieja en la radio; los ojos de agua de Cipriano, el viejo ciego, cuando se detenía a secarse el sudor por el esfuerzo de cargar leña; el volar pausado de los cabellos de Denise cuando se asomaba a la ventana esperando a alguien que no vendría. Yo trabajaba en esos entonces con el señor Sixto, que para más señas era papá de mi amigo Golo. Le decíamos Golo porque siempre


traía un pájaro muerto en la mano, le daba por recoger las golondrinas muertas y se la pasaba acariciándolas todo el rato. Quién sabe por qué tenía esa manía. Éramos como seis escuincles los que le ayudábamos al señor Sixto a recolectar basura en unas carretas de metal jaladas por unos pobres caballos flacos y maltratados. Desde el cerro, donde vivíamos, se veía la gran ciudad sumida, casi todo el tiempo, en una nube negra. Yo no la conocía, sólo veía a lo lejos sus grandes fumarolas y sus luces parpadeando incansables, todo como en un sueño. Yo quería irme lejos de la casa; ese lugar donde el silencio nos aplastaba como tierra que cae del cielo. ¿Algún día llegaremos hasta allá? Nos preguntábamos Golo y yo, viendo los grandes edificios, que coronaban la neblina aquella, cuando salíamos muy temprano a recoger la basura en las colonias que bordeaban la ciudad. De regreso, por la noche, apartábamos de la basura cosas que nos gustaban o que podíamos vender. Nos reuníamos todos los chamacos en el corral a jugar o presumir lo que habíamos sacado en el día. Después de un rato cada uno se despedía para irse a su casa. Una mañana me despertó la escandalera en la cocina, me levanté corriendo y fui a ver: el tío Joe estaba agazapado en un rincón y en el patio los hermanos Salazar con piedras y palos amenazaban con matarlo. Mamá Blanca en la puerta no los dejaba entrar. Quesque el tío Joe había agarrado a pedradas al menor de los Salazar, que apenas era un niño. Y sí, el chamaco traía tremendo raspadón sangrante en el brazo. —¡Nomás échenlo pa’ fuera, aquí lo agarramos! —gritaban los Salazar. Mamá Blanca no sabía qué hacer. En eso llegaron Lauro y Cristian a tratar de calmar los ánimos. Yo me acerqué al tío Joe sin que nadie se diera cuenta. Parecía un animal remojado y, por primera vez, vi que sus ojos tenían brillo. No sé por qué pero lo toqué en el hombro, él nomás bajó la cabeza muy apenado. Al final Lauro y Cristian lo arrastraron al patio, para entregárselo a los Salazar. ¡Santa paliza que le acomodaron! Nadie decía nada, sólo Abril lloraba quedito detrás de la falda de mi mamá. Yo no pude soportar los gritos y me fui al cuarto tapándome las orejas de tanto aturdimiento.

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El tío Joe no apareció en varios días, hasta mi madre estaba preocupada. Viéndola me di cuenta que Mamá no siempre fue así, callada y retorcida como trapo; me recordó tiempos en los que se reía y hasta bailaba, luego se fue dejando zarandear por el tiempo, como la hierba que arranca un ventarrón. —Ve a dejarle algo a tu tío —me dijo dándome un envoltorio. Yo no quería, pero nada más de pensar la dolencia que habría sentido el pobre me apené y fui a llevarle la comida. No estaba el tío Joe en su cuartucho y me asomé por una rendija: era un agujero oscuro, lleno de triques, todo tiznado. Alcancé a ver el montón de papeles y libros que traía el tío Joe cuando regresó, seguro no estaban dentro cuando la quemazón. Aprovechando que no se veía el loco por ningún lado, me metí. Entre todo el basural había cobijas y ropa suelta. En la pared había escrito, con chapopote o sangre seca, no supe, unas palabras que apenas se entendían: “YA TODO ESTÁ”. En lo que quedaba del techo había un dibujo como de un ojo grande que te estuviera viendo. En esas andaba cuando vi un libro entre el tiradero: se llamaba La máquina del tiempo. Estaba todo deshojado, tenía muchos apuntes y rayones del tío Joe. Parecía como si me hubiera llamado, lo guardé entre mi ropa. Luego dejé la comida mientras salía del cuarto. En la rayadera decía que no había un solo tiempo sino muchos tiempos, que se podía viajar entre los tiempos y verse uno mismo más viejo o más niño. Y hasta conocer otros olvidos de cuando uno ni nacía. Yo traía la pesadumbre de la muerte de papá Javier y entonces pensé que podía hacer una máquina del tiempo para volverlo a ver y ya no sentir tanta dolencia. Convencí a Golo y construimos la máquina en un cuartucho que estaba en obra negra, al lado de donde guardábamos los animales. Era un armatoste que fuimos acoplando con láminas, antenas y un asiento para el que “viajaba”. Le acomodamos un casco conectado a electrodos y un regulador de corriente para dar descargas de energía, según como decían los garabatos del tío Joe. Cuando estuvo terminada la máquina yo me aventé a probarla y Golo agarró los controles. Al principio sentí dolor y quise parar, pero después de la segunda descarga me quedé paralizado. La luz se empezó a hacer como chicle y me dio mucho sueño. Entonces escuché unas voces, pero no entendía lo que decían porque todo venía de muy lejos. Cerré

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los ojos fuerte y cuando los abrí estaba en mi casa, sentado en la cama, no había nadie. Caminé por la casa, todo estaba muy silencioso. En la cocina me encontré a Mamá Blanca que miraba largo una foto. Yo sentí las ganas de decirle muchas cosas bonitas pero ella, muy suavemente, me pidió que no dijera palabra, me abrazó y me acercó la foto: —Cuando te encuentres con este hombre dile algo amable, es que está muy triste. Vi a un hombre canoso, con el rostro cansado. Se me figuraba como papá Javier pero no era él. Algo se le parecía. —Eres tú —dijo mi madre. Yo no entendí nada, salí corriendo y no paré hasta que llegué a un pequeño monte donde vi un árbol que brillaba en medio de la noche. El cielo se iluminaba con el resplandor del árbol. Sentados, recargados en el tronco, estaban mamá Blanca y papá Javier, pero eran muy jovencitos. Se veían felices y nerviosos porque se acababan de conocer y se miraban en silencio. Cuando desperté todo estaba oscuro y Golo me sacudía con fuerza. No sabía cuánto tiempo llevaba desmayado. Aunque abrí los ojos no reconocía dónde estaba, ni a Golo. Me hablaba pero yo nomás escuchaba un zumbido y me ardían las orejas y los párpados. Tardé un rato en reconocer el lugar y saber quién era: —El árbol brillaba —dije tartamudeando. —¿Qué árbol? —me preguntaba Golo. —Uno… De regreso a la casa me encontré a Lauro y Cristian emborrachándose y cantando en el patio. Lauro tenía en sus rodillas a Abril que se veía cansada y nerviosa, pero él no la dejaba ir y le acariciaba las rodillas descuidadamente. Yo vi que Abril se asustaba con eso. En cuanto me acerqué, Abril corrió hacia mí y me abrazó. Entramos a la casa. En la cocina mi madre y Denise discutían en voz baja, yo ya sabía que era porque Lauro y mi hermana seguían saliendo por las noches; ya ni siquiera se escondían. Mi madre le reclamaba a su propia hija por ese hombre que de todo se reía asomando su chueca

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dentadura. Llevé a Abril a la cama y le estuve arrullando hasta que al final se quedó dormida. En eso estaba cuando escuché el bote del tío Joe. Salí para darle algo de comer pero Lauro me detuvo agarrándome del brazo. Yo sabía que Lauro no quería al tío Joe porque se figuraba que los iba a correr de esa casa que le pertenecía y Lauro ya estaba muy acomodado haciendo cuentas de que todo eso ya era suyo. El tío Joe cruzó la cerca de lámina, lo que nunca, y se acercó hasta donde estábamos. Lauro se levantó con violencia y empezó a maldecir al tío Joe, que no decía nada. Mi madre y Denise salieron también, asustadas por la escandalera. En cuanto las vio el tío Joe les dijo: —La madre tragándose a su cría. ¿Qué cuentas le darían a Javier? ¡La casa que nuestro padre nos dejó la han ido destruyendo ladrillo por ladrillo y sólo para revolcarse como animales! A mi madre le temblaban las manos, aunque esta vez más fuerte que cuando escuchaba la radio. —Tú no sabes lo que yo he sufrido —decía. —La casa del padre… —repetía el tío Joe señalando el cielo. Denise comenzó a llorar, por primera vez dejó su talante de arrogancia y se le veía que sí estaba apenada, volteaba a vernos a Cristian y a mí como rogándonos. Lauro entró a la casa, salió con una pistola y amenazó al tío Joe. Todos nos quedamos mudos cuando Lauro le disparó, yo creo que no fue para pegarle porque estaba temblando de miedo, pero aún así el tío Joe no se movió. Lo tomó por el cuello y por poco lo ahorca. Si no es que mi mamá se le acercó y lo agarró del brazo. Le habló muy despacito y le dijo que se acordara de cuando eran jóvenes y que la perdonara. Al fin le hizo caso y soltó a Lauro. Tío Joe se fue en silencio dejándonos con nuestras vergüenzas. Lauro juraba y perjuraba que lo iba a matar, pero yo sabía que era un cobarde y no lo haría. Al poco tiempo Denise se fue de la casa y ya no supimos de ella. Desde esa noche a mí me entró la idea de que tenía que irme y llevarme a Abril lejos de las manos de Lauro, porque luego de que se fuera Denise él ya no iba a tener a quién contagiarle su veneno y Abril estaba ahí indefensa. Pensaba que si juntaba algo de dinero podíamos llegar a la ciudad y ahí empezar de nuevo. Me agarraba a caminar y llegaba hasta el viejo molino abandonado,

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que estaba en los linderos de la colonia, ahí me quedaba paralizado y apretaba los puños. Pensaba: “Pasando el molino ya estoy libre, ya nada me detiene”. Pero mis piernas no respondían y siempre regresaba, triste, a la casa. Hasta que un día, ya para salir a lo de la basura, me encontré con el tío Joe en el solar; andaba escuchando “las voces” y no paraba de quejarse. Esta vez se veía espantado. Me vio y me alcanzó con urgencia, traía una bolsa de plástico en la mano: —Hágame ese favor… —¿Qué quiere? —‘Ora que se vaya lejos… —No, yo no… —Prométame. Ahí, en el árbol que arde, en el tronco, hay que enterrar estos huesos. Son de los que me andan siguiendo. Son muchos y están armados con palos y fuego. El tío Joe alzó la bolsa de plástico y sí traía unos huesos. Yo no quise ni verlos porque me dio miedo, pero le agarré la bolsa. Un mapa de la ciudad, todo sucio, me entregó también, donde había hecho unos rayones. —¡Ahí tiene que llevarlos! ¡No le diga a nadie! —tío Joe se fue rápido como si de veras alguien anduviera tras de él. ¿Cómo sabía el tío Joe de ese árbol? Me fui a conectar la máquina otra vez. Le avisé a Golo y, en cuanto nos quedamos solos, después de que se fueron todos de la caballeriza, la pusimos a funcionar: lo primero que vi fue una luz muy extraña, como brumosa. Yo estaba al lado del viejo molino, paralizado, con los puños apretados. Escuché un silbido que venía de dentro del molino y me acerqué con miedo. Dentro había más luz, no sé por qué. Papá Javier estaba trabajando, terminando de hacer una ventana. Yo me acerqué lento porque no sabía si estaba muerto o vivo. Estaba muy emocionado pero no sabía qué decir. Papá Javier se veía muy concentrado y no me volteaba a ver. En un momento alzó su mano pidiéndome algo. Yo no sabía qué. Insistió señalando un martillo. Se lo di. Luego, así en silencio, me hizo señas para los clavos; se los pasé. Me senté a su lado y me quedé viendo cómo clavaba en la madera.

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—¿Sabías que cuando naciste estabas muy enfermo? Decían que te ibas a morir. —Sí me acuerdo que me contaste. Y mamá Blanca también me dijo. —Te llevamos a bautizar al día de nacido porque no pasabas de ahí, eso decían. —Tú me habías dicho que ya estaba más grande. —¡No! Tenías una enfermedad que hacía que se te pegara el pellejo y estabas todo rosado. Papá Javier sonrió quién sabe cómo. —Pero yo sabía que te ibas a curar… yo creo para que me ayudaras a terminar esta ventana. En ese momento me di cuenta de que ninguno de los dos había abierto la boca. Papá Javier vio mi cara de sorpresa y rió fuerte. Se oía su risa clarita pero no movía los labios. —Jajajaja. Tú piensas que esto es ayer, pero no es cierto… —¿Cómo, Papá? —Pásame la lija, ¡ándale! Y seguía dale y dale al trabajo. Yo quería abrazarlo pero no podía. Hasta que por fin quedó la dichosa ventana y la puso en el hueco de la pared del molino. Exacta. —Bueno, ya terminamos… Me voy porque tu mamá va a estar preocupada. Yo me angustié porque sentí que no lo volvería a ver. —Papá… es que… Papá Javier finalmente se detuvo. Y yo creo que vio que ya iba a empezar a llorar, porque se acercó y me dijo quedito al oído: —Ahora estás conmigo, pero también estás durmiendo junto a los caballos y también estás con tu hermana lejos… —¿Sí? ¿Tú crees que pueda? —Ya todo está. Sólo que no te has dado cuenta.

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Papá Javier me abrazó muy fuerte y luego salió del molino sin voltear. Yo me recosté y me quedé pensando: —Ya todo está… ya todo está… Cuando abrí los ojos vi un caballo que me husmeaba la cara. No sé cuánto tiempo estuve ahí, desmayado o soñando, pero debió ser un rato porque se habían soltado los caballos y Golo andaba corriendo detrás de ellos tratando de que no se escaparan. Ya era de noche. Al llegar a casa vi muy nervioso a Lauro. Algo le preguntaba mamá Blanca en voz baja. Yo me metí y se me hizo raro no ver a Abril en la cama. Salí y le pregunté a los dos: —¿Dónde está la niña? Lauro se dio la vuelta como si no me hubiera escuchado. Mi madre se sentó, dejándose caer más bien. —Debe andar afuera —dijo Mamá sin darse cuenta de nada. Yo me quedé mirando a Lauro fijamente y, al sentir el plomo de mis ojos, me dijo: —¿Qué me ves? ¡Se fue para el baldío! Entendí todo: Lauro había atacado a Abril y ella se escapó. Mamá Blanca no hizo nada, de nuevo. En una orilla del patio una olla ardía con leña. Agarré un palo largo que ya estaba prendido y salí a buscar a Abril al solar. En medio de los girasoles le hablaba quedito para que no se espantara; para que me reconociera. Pero nada. A lo lejos vi que algo se movía, corrí pero era un animal que andaba por ahí. De pronto vi una manchita blanca en medio de la oscuridad: era Abril hecha bolita. Corrí hacia ella pero me tropecé y aventé la antorcha. Una ráfaga atravesó el cielo. Y el solar comenzó a arder. En cosa de nada el baldío se encendió por completo, y ya no pude seguir caminando. De pronto ya no vi por ningún lado a Abril, comencé a gritarle y a llorar de la desesperación. De repente apareció el tío Joe, atravesó las llamas corriendo y

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se perdió entre la humareda. De entre el remolino ardiente salió con Abril en brazos. La llevó cargando hasta su cuarto, yo corrí detrás de él para verla y me metí sin pensar mucho. Abril despertó toda asustada en el cuartucho del tío Joe, y lloró quedito cuando me vio. Yo le dije que nos íbamos de allí. Por una rendija, vi que afuera llegaba Lauro, Cristian y mi mamá por la niña. Luego empezaron a llegar más hombres. Lauro los azuzaba contando que el tío Joe se había robado a la niña y que había que molerlo a palos. La gente sabía del tío Joe y de sus loqueras, así que empezaron a gritarle que saliera. También llegaron los Salazar, que ya venían armados y con antorchas también. Tío Joe abrió un boquete y, como pudimos, salimos Abril y yo del otro lado sin que nos vieran. Algún presentimiento tuve, que alcancé a llevarme los huesos y el mapa maltratado del tío Joe. Él se quedó esperando hasta que lo sacaron a jalones y entre todos lo empezaron a golpear; todavía alcancé a ver cómo Lauro sonreía fuerte dejando ver su chueca dentadura. Luego se oyó un disparo pero ya no quise voltear. Corrimos hasta la casa de Golo y le conté lo que estaba pasando, todo asustado me dijo: “Llévate una carreta”. Fuimos hasta la caballeriza y ahí me ayudó a amarrar la carreta en un caballo y me acompañó hasta donde el viejo molino. Ahí se bajó. Yo no sabía si iba a poder pasar más allá, me detuve y apreté los puños. Pero en ese momento sentí la manita de Abril y me acordé de la ventana que había construido papá Javier en el molino. —Vamos —dije. Y me despedí de Golo. Así fue que huimos Abril y yo. Como yo no sabía de ningún camino, pues seguí las señas que había hecho el tío Joe en el mapa. Todavía estaba oscuro cuando llegamos hasta la marca final del mapa. Me dieron ganas de llorar al ver el árbol que parecía brillar en medio de la oscuridad. Al fin solté las lágrimas, las de tanto tiempo atrás, por papá Javier. Por Abril. Por todos. Bajé de la carreta y fui a enterrar, bajo el tronco del árbol, la bolsa de huesos que me dio el tío Joe. A ver si con eso descansaba un poco el pobre.

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AGUSTINA GAT TO Autora argentina. Ganadora del Primer Premio Municipal de Teatro y premios nacionales, como el Premio S a la excelencia de teatristas jóvenes. Escribió la película El padre de mis hijos y documentales para cine y TV. Dos series de TV y una serie web de su autoría recibieron el prestigioso premio Martín Fierro.

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EL TANGO DE LUCY por Agustina Gatto Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Actualidad. Benja, de 15 años, es un chico intenso, rebelde, inteligente y, por ahora, retraído con las chicas. En pleno despertar sexual, le gustan varias pero todavía ninguna lo inspira demasiado. Ropa amplia, gorra con visera, auriculares enchufados a los oídos y el skate adosado al cuerpo. La mamá de Benja viajó a Calafate, al sur del país, lugar en el que vive toda su familia, para cuidar a su hermana que enfermó gravemente. Benja no fue porque es septiembre y la mamá no quiere que pierda el año en la escuela. Pero ella puso una condición con voz muy firme: si se comporta mal con Lucy, la señora que se va a quedar con él, se lo lleva a Calafate y pierde su año escolar. Por su parte, el padre nunca se hizo cargo de él, no lo conoce. Su casa –varios ambientes, jardín, piscina– está en Martínez, zona norte de la ciudad de Buenos Aires en la que vive gente muy adinerada. Lucy, de 62 años, es la recién contratada empleada doméstica, cama adentro, que en principio limpia, cocina muy bien y habla poco. Pasada en kilos, de movimientos delicados, piernas trabajadas, una mirada profunda, una actitud tan seca como determinante y comentarios escuetos, muy directos, frente a los cuales Benja piensa que es una mal educada. A todo esto, Lucy cree lo mismo de él. La de Lucy y Benja se trata, entonces, de una relación que tiene poco tiempo y es, como mínimo, tirante. Ella prepara prolijamente el desayuno, él lo deglute parado, con la mochila a medio colgar y, finalmente, agarra el tupper que ella le preparó con el almuerzo; sale sin saludar, con su skate. Por la noche, ella lo espera en su habitación, acostada. Cuando escucha el sonido de la puerta, apaga el velador y se duerme. Benja anda en skate todo el día y odia ir al colegio. De hecho, desde que la madre se fue, en vez de ir a clases se va a la rampa 55


con sus amigos: chicos de clase alta que roban teléfonos celulares por diversión. Dentro de la banda está Carla, de 15 años, una chica introvertida que viste ropa amplia y no lleva maquillaje, sobre la que Maxi, de 16 años, el líder de la banda y mejor amigo de Benja, siente cierta soberanía. A ella no le gusta Maxi, pero él está muy lejos de entenderlo. En la escuela, Maxi le cuenta a Benja que necesita dinero ya que sus padres decidieron no darle más hasta que no revierta su pésimo comportamiento en casi todas las áreas de la vida y necesita urgentemente cambiarle las ruedas al skate. Días después, Benja va a la rampa a buscar a Maxi, quien lo citó allí pero que aún no ha llegado. Así que Benja termina teniendo una linda charla con Carla y se conocen un poco más: no sabían casi nada acerca del otro. En la punta de la rampa se quedan mirando un hermoso atardecer, en silencio. Finalmente llega Maxi, que ve esa situación y enfurece. Con muy mal tono, propone vender los celulares. Benja se opone tajantemente; según él, se los sacan a la gente por diversión y nada más, la idea nunca fue lucrar con eso. Carla se siente incómoda y se aleja. Un día, Maxi va a la casa de Benja y, de aburrido, se mete en la habitación de Lucy. Encuentra dinero y se lo roba. Benja le pide que no lo haga pero Maxi no escucha. Pelean y Maxi se va. Al otro día Benja está desayunando como siempre –parado, apurado, con malos modales– y Lucy le pide que le devuelva su dinero. Benja se hace el sorprendido y niega. Lucy no insiste ni una vez. Él sale para el colegio. A la tarde, Benja llega a la casa y Lucy no está. Se hace de noche. Se le ocurre mirar en su habitación… no están sus cosas: se fue. A la mañana siguiente, Benja desayuna el sushi de delivery que quedó de anoche. La madre lo llama y por la agencia vía la cual contrataron a Lucy se enteró de lo que pasó. Que si esa mujer en un día no está de vuelta, se lo lleva a Calafate y pierde el año en la escuela.

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Por orden de su madre, Benja va hacia la heladera y mira un papel sostenido por un imán que tiene el teléfono de la agencia. Llama y pregunta por Lucy. Lo interrogan: ¿Lucía Rodríguez o Lucía Bianco? Él no lo sabe. Le dicen, finalmente, que no le pueden dar los datos que pide –teléfono y domicilio–, por una cuestión de confidencialidad. Y que no pueden asignarle a otra empleada luego de lo sucedido. A Benja se le ocurre buscar en internet. Salen varias Lucía Rodríguez y una muy destacada Lucía Bianco: hay miles de resultados relacionados con una famosísima bailarina de tango. Abre un video y, efectivamente, es “la que limpia”, hace unos treinta años, con una figura impactante, bailando hermosamente en Buenos Aires, Nueva York, Japón y otros lugares. Para reparar el enojo que tiene Benja con él por las consecuencias del robo a Lucy, Maxi llama al tío, un comisario amigo de su padre. Ambos lo visitan y le dicen que tienen que encontrar a una persona: Lucía Bianco. Benja, gracias a la ayuda de tío, la encuentra en una humilde pensión, le ruega que regrese y le explica que su madre le va a devolver el dinero que le sacó Maxi. “Yo no fui”, explica. Le cuenta que la madre es capaz de llevárselo a Calafate y, además, la casa se le viene abajo. Ella no quiere. Benja insiste, ruega. Lucy lo piensa unos segundos hasta que acepta pero con una condición: será con sus reglas. Benja empieza a ser más disciplinado y hasta a lavarse la ropa, hacerse la cama y cuidar sus modales. Una tarde, casi noche, andando con su skate por el barrio de Palermo, Benja ve una milonga y, por la curiosidad que le despertó lo que descubrió de Lucy, entra. Cuando ingresa con el skate, su gorra y sus encantadores quince años, recibe algunas miradas de sorpresa. Observa aquel club de barrio convertido en milonga: humildes mesas y sillas; las paredes pintadas con las figuras de grandes directores de orquesta como D’Arienzo, Canaro y Di Sarli; y la gente que va de los 18 a los 80, con distintos looks: desde smokings hasta pantalones de mezclilla y zapatillas Adidas. Escucha la música que está muy lejos de su amado hip-hop pero, sin embargo, sigue el ritmo con el pie. Mira a las parejas bailar y el protocolo: los hombres cabecean o se acercan a las mesas de las mujeres, ellas aceptan o niegan con gentileza.

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Algunas mujeres sacan a bailar a los hombres. Pasa el tiempo y Benja está muy aburrido, casi dormido sobre la mesa. Hasta que en un momento anuncian una exhibición y la ve bailar a Noelia, de 27 años: es la mujer más sexy del mundo y muy distinta a las mujeres finas de su barrio y a las chicas skaters de su edad. Uñas muy largas, bastante maquillaje, pestañas postizas, vestido ultraajustado que resalta una figura impactante, y un detalle: alianza de casada. Esa mujer baila tan increíblemente que Benja piensa que el tango es maravilloso. La espera. La aborda diciéndole que necesita felicitarla, que no tiene palabras… A ella le da ternura. Benja le dice que él está vinculado con Lucía Bianco –lo hace como sacando una credencial–. Noelia se queda mirándolo. ¿Dónde está?, pregunta. Ignacio, su marido de 38 años, a su vez que pareja de baile, la busca para irse. Noelia le da su teléfono y le pide que por favor la llame. Benja asiente y regresa a su casa en su skate , a toda velocidad y con una gran sonrisa. Antes de irse a dormir, Benja comienza a ver videos de Noelia bailando y fantasea con ella. Entiende que los grandes bailarines como Noelia bailan en Europa para ganar dinero y aquí siguen dando exhibiciones en milongas de barrio. También lee sobre la historia del tango, escucha distintas orquestas y se anota en clases para principiantes: todo por ella. Un día Benja está saliendo del colegio con su skate . Mientras anda, saca su celular y llama a Noelia. Quedan en encontrarse en la casa de ella. Benja corta y salta con su skate de alegría. Benja sale de su casa con el skate , muy bien vestido. Se cruza con Maxi y su bandita, Carla incluida, también en skates. Lo rodean y debe frenar. Maxi le pregunta qué le pasa, que por qué no aparece, y afirma que necesita más dinero. Benja dice que la cosa es al revés, que el que le debe es Maxi a él, en realidad a Lucy, y que, además, ya no quiere robar, que antes los principios eran otros: sacarle el celular a gente adinerada, para divertirse. Que ahora le roban a cualquiera y encima venden los teléfonos. Todo porque él, Maxi, es un desastre y los padres no le quieren dar más nada. Pero Maxi no entiende y pretende que Benja sea un soldado fiel. Le dice que se cuide porque las cosas no van a quedar así. Maxi se acerca,

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le tira la Coca-Cola que está tomando sobre la camisa y remata: “Estabas demasiado lindo, nene”. Los demás se ríen, excepto Carla que lo mira con ojos tristes. Benja mira la hora, no hace tiempo a cambiarse. Benja llega al barrio del Abasto, en el que vive gente en general de clase media, y hay teatros independientes, bares antiguos, milongas. La casa de Noelia es añeja, reciclada a nuevo. Ella abre, está vestida sencillamente, pelo suelto. Él la ve aún más linda que antes. Ella le mira la mancha en la camisa. Una vez adentro, ella lo hace pasar a su sala de ensayo. Espejos en las paredes, equipo de música, piso de madera impecable y el espacio vacío. Le pregunta qué edad tiene y él miente, dice que 18. Ella duda pero lo deja pasar y le cuenta que Lucy fue una gran maestra, con la que estudiaban su madre y su tía, que fueron las que le inculcaron el tango. De niña ella iba a las clases y observaba a Lucy, maravillada. Así, por lo que narra Noelia, Benja se entera de que Lucy dejó de bailar luego de la muerte de su esposo. Una noche Lucy tenía que dar un show , el marido le dijo que no quería que bailara, que no se fuera. Él ya sabía que Lucy tenía un affair con su compañero de baile. Ella decidió ir a dar ese show . El marido tomó de más, tuvo un coma alcohólico y murió días después en un hospital. A partir de allí nadie supo más nada de ella. Benja se asombra. Finalmente, le ruega a Noelia que le dé clases, ella le explica que él es principiante y ella es una profesional, pero Benja insiste tanto pero tanto, que ella termina diciendo que sí, que podría ser por las mañanas. Benja falta a la escuela y empieza a tomar clases con Noelia, a enamorarse perdidamente de ella y a reconectar a Lucy con el tango, que lo ve ensayar y escucha los tangos que él pone, sin decir nada pero en conflicto y preguntándose qué significa que este chico la acerque a su pasado. Por su parte, la mamá de Benja le informa a Lucy que debe quedarse un poco más porque lo de su hermana es irreversible y quiere estar junto a ella.

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El mundo del tango apresura la maduración sexual de Benja. Comienza a tener aventuras con chicas, baila muy apasionadamente y, por primera vez en su vida, se siente enamorado. Debido a esto deja a su banda de skaters, los que, para castigarlo por haberse ido del pequeño clan, lo amenazan hasta que le dan una paliza. En una clase, Benja le dice a Noelia que está enamorado de ella. Ella se queda tiesa. Sin reaccionar. Benja le pide mil disculpas, le dice que fue algo del momento, que casi ni lo pensó, que no va a volver a pasar. Le sonríe, le hace un chiste. Le dice cosas encantadoras: que cómo no se va a enamorar si es la mujer más sexy de la vida. Ella no puede evitar disfrutar de lo que escucha. Le pide que por favor no vuelva a decir algo así, que ella está casada y él es un nene. Sin embargo, no logra ponerse seria porque él la hace sonreír con sus gestos, sus palabras. Llega el marido de Noelia, huele algo raro. Benja saluda muy simpático: sabe disimular. Unas semanas después, Noelia decide dejar de darle clases a Benja porque a su marido no le gustó lo que vio. Y esta vez Benja no puede convencerla de lo contrario. Una noche, en una milonga, Benja ve a Noelia sentada en una mesa sobre la que reina una botella de champaña, junto a Ignacio. La saca a bailar. Ella accede pero sólo una tanda que Ignacio interrumpe: entra en la pista, la agarra de un brazo y se la lleva para la calle. Todos miran muy asombrados: en la pista hay códigos y además se trata de una pareja muy famosa en el ambiente. Benja la sigue, con la intención de defenderla, y ve cómo Ignacio la acusa de que es adicta a gustarle a los hombres y le grita que tiene que parar, que está enferma. Luego de una feroz discusión, la pareja se besa fogosamente. Benja enfurece, rompe todo lo que hay en su casa y llora. Lucy lo ve tan mal que, pese a todas sus contradicciones y a la decisión que había tomado de no acercarse nunca más al tango, decide darle clases. Mientras, sigue forjando su carácter a través de su comportamiento en la casa. “¿Cómo vas a llevar a una mujer si no sabés llevarte a vos mismo?”, es una de las preguntas que le hace cuando él se cansa de hacer las cosas bien. Carla llama a Benja varias veces, pero él no la atiende o, cuando lo hace, no la escucha demasiado.

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Benja le dice a Lucy que va a dar una exhibición amateur, organizada por uno de los grupos de baile a los que asiste, que por favor lo acompañe. Ella le dice que no va a poder. Sin embargo, él cree que la va a convencer. Benja va a una modista de ropa y, a través de un video que hay en internet, le muestra un vestido que usó Lucy en un show y le deja un vestido actual para que vea el talle. La modista asiente. Luego, ingresa a una zapatería de tango y saca un zapato de Lucy para mostrar el número y elige unos tacos con brillo; los compra. Llega la gran noche de la supuesta exhibición. Benja le suplica a Lucy que lo acompañe, inventa que está muy nervioso. Ella se niega. Él, entonces, dice que no va a ir, que no se anima. Lucy, cediendo, le dice que lo acompaña hasta la puerta. Llegan. Es el mismo club de barrio en el que conoció a Noelia. Allí, Benja le dice a Lucy que su compañera faltó, que por favor sea ella. Pero Lucy se da cuenta del plan de Benja: no hay ninguna exhibición, era una mentira para lograr que ella volviera a una milonga. Se enoja, llora. Hasta que, finalmente, accede. Benja le muestra el vestido, que es una réplica de aquel que ella usaba, azul y lleno de lentejuelas –pero varios talles más grande–, y los zapatos. Ella sencillamente no puede creerlo. Pasan el tango que Lucy bailaba en el video. Benja la cabecea. Ella sonríe. Salen a la pista y bailan. El vestido azul brillante y la imponente y elegante postura de ella llaman la atención de la gente, como también la corta edad del partenaire, que luce un traje brilloso, zapatos de charol y es claramente un principiante. Ella tiene el estilo milonguero en las venas y él se las arregla para llevarla. Lucy, maestra del tango y de la vida para Benja, puede reencontrarse con su gran pasión gracias a él y sentir que las heridas ahora duelen un poco menos. Algunos la reconocen y la aplauden de pie. Aunque a Lucy le duele, es un paso para enfrentar su pasado y poder seguir adelante en paz. Se cruzan a Noelia, que mira con cariño a Benja y él no puede evitar mirarla descorazonado. Lucy es distante ya que intuye que esa mujer fue la que lastimó a su protegido. Luego le dice a Benja: “Eso

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que sentís no es amor, es tango”. La frase de su ahora tan admirada Lucy le sirve a Benja para cerrar esa historia. Lucy recibe un mensaje de la madre de Benja, dándole la tristísima noticia de que su hermana falleció y que pronto estará de vuelta. Una mañana, Benja va a la rampa. No hay nadie excepto Carla, quien le cuenta que Maxi hace días que no aparece, sus padres lo tienen casi encerrado porque no pueden con él. Benja, como si la viera por primera vez, sonríe. Recorre con la mirada su cara joven y sin una gota de maquillaje, sus hombros cubiertos por un suéter enorme, sus pantalones gigantes… y le gusta mucho. Además, siente que ahora sí sabe cómo tratar a una chica: ha crecido. Le dice que lo espere. Suena el teléfono en la casa de Benja. Lucy atiende. De la escuela le dicen que Benja ha perdido el año por todo lo que ha faltado. Lucy maldice entre susurros a ese pequeño que la engañó. Lucy llama a Benja a su celular. Le da la noticia y le dice que es él quien va a tener que explicarle a la madre. Benja explica que usó el tiempo en lo que realmente quería: aprender a bailar tango. Lucy le dice que está muy en desacuerdo con lo que hizo. Se produce un silencio. Ambos sonríen sin que el otro se entere. La madre de Benja está por llegar. Lucy limpia, con la sensación de haber hecho algo bueno para Benja y también para ella misma, mientras tararea un tango. Benja vuelve con dos helados e invita a Carla a subir hasta el borde de la rampa. Sobre lo alto, con las piernas colgando en el aire, bajo el cielo abierto de la mañana, sentados y muy cómodos el uno con el otro, Benja y Carla toman un helado y ríen.

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CHRISTIAN RIVERA Estudió la Licenciatura en Cinematografía en la UDCI. El crear y escribir historias le ha servido a lo largo de su vida como válvula de escape de la cotidianidad, así como también método de diversión y la mejor forma de expresarse. 63


TEJEDORAS DEL COSMOS por Christian Rivera Mireya Mi maau dice que los trece es una edad crucial, porque cuando ella vivía en la etnia kiliwa, en ese periodo debía elegir su rol en la comunidad. A partir de este año debo decidir qué camino tomaré. En unas semanas cumpliré trece, y si tuviera que decidir ahora mismo elegiría ser piloto de avión o astronauta o algo más disparatado: un ave. Siempre he soñado con volar. Como tuve que dejar las clases hace años (pero no los libros), creo que la única opción que me queda es esperar a que me salgan alas. Aunque no me quejo, después de todo aún tengo conmigo a mi maau o como la llamarían en español: abuela. Es lo único que tengo. Todas las mañanas nos levantamos a las cinco de la madrugada cuando el gallo de los vecinos canta. Tomamos un poco de atole, preparamos tacos y salimos con nuestra mercancía hacia una esquina del puente peatonal más concurrido de la ciudad. Salimos muy temprano porque tardamos un buen en el camino y no precisamente por vivir lejos, sino porque debe ser muy difícil andar por el mundo con una sola pierna, por eso le tengo paciencia y admiración a mi maau, Isela. Siempre que voy a empezar a quejarme de algún problema, me dice que me calle el hocico y que debo agradecer que estoy completa y sana. Hoy no nos fue tan bien que digamos en la vendimia, pero al menos nos dio para comer otro día más. Doblo la vieja sábana con cuidado mientras mi maau, apoyada por su bastón, guarda, en nuestro viejo morral, las muñecas y servilletas de tela que sobraron. El sol está por esconderse. Recorremos nuestro camino de siempre para tomar la calafia que nos llevará a casa. Mientras

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esperamos en la parada del camión, algo llama mi atención: en el escaparate de una tienda hay varias televisiones sobre las repisas, formadas en varias hileras, todas de diferentes tamaños, pero con algo en común: sintonizan el mismo canal. El reportero del noticiero informa sobre un hecho inexplicable. Todo objeto o persona que se acerque a cierto punto de la avenida Revolución es elevado hacia las alturas. Para probarlo lanza una piedra a ese punto de la calle. La roca flota hacia el cielo ante el asombro de las personas que observan alrededor de la cinta amarilla. Hipnotizada por el reporte, no me di cuenta que mi maau me llama para irnos. Aullido de coyote Una puntada tras otra puntada. Estambres e hilos de diferentes colores que convertimos en flores, frutas y animales bordados en servilletas de tela. Hebras que pasamos a través del orificio de la aguja. Enrollamos y tiramos hasta que las bolas de estambre toman la forma de muñecas. Mi maau y yo tejemos de manera sincronizada, como si estuviéramos conectadas, pero a pesar de que hacemos esto casi todas las noches, cada una de nuestras creaciones tiene una esencia única y especial. Antes de dormir le unto una crema medicinal a mi maau en el muñón que reemplaza a su pierna izquierda. Me lastima ver sus muecas de dolor. En plena oscuridad y silencio de la noche caigo vencida por el sueño. A lo lejos escucho un aullido que poco a poco se transforma en una voz de trueno que retumba en mi cabeza. La voz dice: “Mireya, ven conmigo”. Un escalofrío recorre mi cuerpo e intento abrir los ojos, pero es inútil. La voz continúa pronunciando mi nombre mientras yo, con todas mis fuerzas, trato de despegar los párpados. La voz se acerca cada vez más y más. Un aliento remueve mi cabello. Sea lo que sea está

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junto a mi cama. Una mano áspera toma la mía. Abro los ojos. Mi rostro es golpeado por ráfagas de viento. ¿Mi sueño se cumplió o debo estar soñando? Bajo mis pies se encuentra Baja California, se mira como un brazo, tal y como lo dibujan en los mapas. Volteo a mi lado derecho para descubrir que un hombre con rostro de coyote es quien me sostiene y me lleva volando por el mundo. No tengo miedo, al contrario: siento paz. De un fuerte jalón que casi me arranca el brazo, me lleva hasta lo que parece ser China o quizá Japón. En realidad no sé diferenciar los rasgos de la gente que vive en esos países. Entre gritos y uñas rotas que inútilmente se aferran a las orillas de los edificios más altos, la gente amarilla flota en dirección al espacio así como sucedió este día en Tijuana. El hombre coyote tira de mi mano. Un enorme chorro de agua se eleva al cielo. Miro hacia abajo para descubrir que son los canales de Venecia los que están siendo succionados hacia el cielo. Lo que alguna vez fue un bello lugar lleno de góndolas, ahora se redujo a simples calles húmedas. El hombre coyote me mira a los ojos y, sin mover los labios, me dice: “Salva a la creación”. En caída libre llego hasta mi habitación y freno a pulgadas de mi cama, como si me hubieran puesto en pausa con el control remoto. Me veo a mí misma dormida en la cama. Mi maau abre la cortina de mi cuarto y despierto en mi colchón. Veo hacia el techo, pero mi otra yo, ya no está. Nos volvimos una de nuevo. Le cuento lo que miré a mi maau, y a causa de eso el sueño se nos escapó. Yo, sentada frente al espejo, observo con atención el reflejo de mi maau tejiéndome una trenza con mi extenso cabello negro. Ella me revela que no he sido la única en haber visto al coyote Mlti Ipaa Jala, y el hecho de que me haya visitado esta noche tiene una razón.

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El relato de Isela En el principio de los tiempos, cuando no había más que pura oscuridad, llegó Mlti Ipaa Jala, que quiere decir “coyote gente luna”. Nadie sabe de dónde vino. El señor coyote era brilloso, como si fuera una constelación o estuviera rodeado por luciérnagas. Entre tanta soledad, el coyote hombre sacó de su pecho hojas de i’jip de tabaco, se puso a fumar mientras contemplaba la oscuridad y, con el humo del tabaco, creó veredas, montañas, el cielo y los mares. Nuestro padre Mlti Ipaa Jala creó al sol con el vapor que salía de su boca y con esto iluminó su creación, pero al poder verla en su totalidad se dio cuenta que faltaba algo. Por esa razón creó a los primeros kiliwas y a varios animales para rellenar el mundo. Todos convivían en paz: excepto los borregos cimarrones, quienes siempre se comportaron antipáticos. Los cimarrones se aislaron en formaciones rocosas viviendo como ermitaños, esperando el momento oportuno para destruir a la creación. El mundo parecía perfecto, pero no lo era. Las cosas empezaban a caerse hacia el espacio. No había nada que protegiera al firmamento de quedarse en su lugar. Mlti Ipaa Jala se sacrificó usando su pellejo para crear una bolsa de cuero que cubriera al planeta. Esta bolsa impide que nos caigamos del mundo. Por eso es que nuestra raza le debe mucho al dios coyote. Cuando la creación o el pueblo kiliwa son amenazados, él escoge a uno o varios kiliwas como defensa. Durante mi juventud, varios de nuestros coterráneos y yo fuimos elegidos para luchar contra enemigos. Algunos perdimos cosas invaluables en la batalla, pero no siempre las peleas son físicas, a veces son espirituales. Y la visita que esta noche tuviste, mi niña, fue un llamado de guerra. Es tu decisión responder o ignorar el llamado. Dudas y lágrimas No dormimos el resto de la noche. Estoy tan distraída, que me hago bolas al darle el cambio a los clientes. Quisiera creer que es por la desvelada, pero no es así. El llamado de Mlti Ipaa Jala ocupa gran espacio en mi cabeza, que no me caben más pensamientos, quiero

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ayudarle a mi deidad, pero tampoco quiero perder algún miembro, como le pasó a mi maau. No imagino contra qué amenaza quiere que me enfrente, y la incertidumbre me pone de nervios. Si acepto, sería como lanzarme de un acantilado con los ojos cerrados sin saber si hay rocas abajo. Mi miedo y mi honor luchan cuerpo a cuerpo. ¿Me pregunto quién resultará vencedor? Una pequeña, vendedora de chicles, se interesa en una de nuestras muñecas de estambre. La niña se agacha para tomarla del tendido. Un viento que viene del cielo empieza a llevarse a las personas que van pasando por la acera, hacia las alturas, como si la gravedad hubiera desaparecido. La fuerza intenta arrastrarme hacia arriba, pero mi maau me sostiene de la mano y a su vez ella se sostiene de la cerca de un estacionamiento. Logro tomar a la pequeña de la manga de su blusa con todas mis fuerzas. La niña asustada se aferra a mí como un koala a la rama de un árbol. El viento es tan potente que remueve nuestros cabellos a su antojo. Nuestras muñecas, la sábana y el poco dinero que ganamos ya deben estar en las nubes. La resistencia de la niña se agota. Su expresión de terror y sus ojos húmedos me arrancan el corazón, de igual forma que la extraña energía me la arrebata del brazo. Unos hombres desde adentro de la cerca logran sacarnos del punto de succión a mi maau y a mí. Mi maau me abraza como si no me hubiera visto en mucho tiempo, feliz de que estemos a salvo, pero yo no puedo dejar de llorar. La expresión de esa pequeña probablemente me seguirá hasta el fin de mis días. Azul neón La luna fulgura. En la soledad de mi habitación, a pesar de estar en completo silencio, escucho ecos de los gritos de la niña retumbando en mis oídos. Con coraje rompo unos periódicos viejos por no haber dado un poco más de mí para salvarla. Ni hablar. No hay nada más que pensar. He tomado mi decisión. —Señor coyote, señor coyote Mlti Ipaa Jala, quiero ser una de las protectoras de la creación —conjuré con osadía.

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La habitación se llena de humo. Mlti Ipaa Jala se revela al disiparse el humo que despide de su tabaco. Su mirada es apabullante. Su voz grave la escucho en mi mente. —Un enemigo ancestral está rompiendo la bolsa de cuero que mantiene las cosas y los habitantes del planeta en su lugar –dice el gran coyote sin mover los labios—. Por ser una excelente tejedora necesito tu ayuda para que cosas la bolsa cerrando las fisuras, pero no podrás ver la bolsa con tus ojos terrenales. Mlti Ipaa Jala con su mano traspasa la boca de mi estómago y jala como si arrancara una planta de raíz, extrayendo mi cuerpo astral. Ahora soy ligera como una pluma. Puedo flotar en el aire. Una frescura me recorre como si estuviera recién bañada. Brillo de color azul neón. Me veo dormida en mi cama. Mlti Ipaa Jala toma mi mano, y atravesando el techo me lleva al exterior. Todo se ve más luminoso, y algunas cosas no se miran iguales. Los dos flotamos en el aire. Mlti Ipaa Jala me señala una esquina del techo. Dentro de una cesta de mimbre se encuentran unos estambres rojos y unas agujas de plata. —¿Tiene algún consejo para darme? Mlti Ipaa Jala ya no está. —Vaya, qué reconfortante. En la inmensidad Con la oscuridad de la noche me doy cuenta que el estambre es rojo fluorescente. Miro para arriba y vuelo hacia lo más alto hasta llegar al manto estelar. Soy detenida de rebote. Descubro que se trata de una capa de cuero rojizo transparente: la bolsa del pellejo de Mlti Ipaa Jala. Recorro la superficie de la bolsa hasta que encuentro la primera fisura. Del orificio del pellejo rojizo continúan saliéndose pedazos del planeta hacia el espacio exterior: árboles, autos, rocas y algunos

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animales. Espero el momento en el que no se salga nada pesado y con cuidado meto la punta del estambre rojo en la aguja de plata y comienzo a coser la fisura. Puntada tras puntada, tal como me lo enseñó mi maau, siento como si estuviéramos reparando juntas alguna de las muñecas. Conforme cierro el agujero, la fuerza de succión pierde potencia y deja de atraer objetos. Recorro todo el círculo de la tierra, reparando las rupturas de la bolsa de cuero. Casi termino. Antes de llegar al último agujero veo que un borrego cimarrón embiste la bolsa de pellejo tratando de hacerle otro hoyo más. El animal de cuernos curvos me mira. Me petrifico sin saber qué hacer. El cimarrón da un bufido y se lanza contra mí intentando embestirme. Lo evado una vez, pero no logro esquivar el segundo impacto. El dolor del golpe se siente igual que como si estuviera en estado físico, sólo que no sangro y no me deja moretones. Vuelo en zigzag tratando de librarme del animal, pero no es tan fácil. La velocidad del borrego cimarrón es impresionante. Pienso unos segundos y me lanzo en picada. El cimarrón va tras de mí. Una vez que estoy a punto de tocar el suelo me elevo otra vez, igual que un halcón, pero el cimarrón no logra detenerse y se estrella en la tierra. Floto en el aire un momento observando al cimarrón incrustado en el suelo. Al parecer ya no volverá. Me dirijo a las alturas, aliviada y con un peso menos, pero esa sensación agradable se corta de forma abrupta por un berrido. El borrego cimarrón se dirige a mí a toda prisa, con sus ojos llenos de furia. Me elevo lo más rápido que puedo hasta que me acorrala contra la capa de pellejo. Cierro los ojos, asustada. Los segundos transcurren, pero el impacto no llega. El cimarrón chilla. Abro los ojos y me encandila un destello de luz azul neón: se trata de mi maau. Noto que mi maau tiene sus dos piernas. Ella es envuelta en una luz de color azul convirtiéndose en un óvalo luminoso. De su centro sale disparado un rayo en dirección al cimarrón, pero el animal lo evade. Intento coser rápido el agujero mientras una batalla de embestidas y luces se libra debajo de mí. Una puntada, otra puntada, tras otra. Los 70


nervios me ponen la mano trémula, provocando que tarde más de lo usual. Resiste, maau, ya casi termino. El cimarrón embiste a mi maau. El golpe la deja aturdida. El cimarrón se aprovecha y la vuelve a embestir con una fuerza descomunal. Mi maau y yo tenemos contacto visual. Me lanza una sonrisa cálida y, ante mis ojos, se desmorona en varias centellas de luz que se dispersan por el cielo como estrellas. El dolor me llena por dentro al grado que no encuentra otro escape más que a través de lágrimas plateadas. Entre sollozos termino de cerrar la fisura. El cimarrón sonríe satisfecho y se lanza contra mí, listo para atravesarme con su cornamenta. Llena de coraje, espero el momento preciso. El cimarrón está a pulgadas de mí. Coloco en posición la aguja de plata y el animal se la encaja entre sus cuernos. El cimarrón se desintegra en chispas de luz que se extinguen durante la caída. Extiendo los brazos y, de espaldas, me lanzo en caída libre mientras derramo lágrimas plateadas que van marcando mi descenso como líneas punteadas hasta que regreso a mi cuerpo físico. Despierto en casa dando un respiro hondo. Me levanto de la cama. Corro a la habitación de mi maau y la veo acostada sobre la vieja cama: no respira. La carta Mientras acomodo el cuerpo inerte de mi mauu, descubro que tiene una nota de papel hecha bola en su puño derecho. Tomo la carta y la leo:

Mireya, si estás leyendo esta carta, es porque no logré sobrevivir a la batalla. Me duele haberte dejado sola en la ciudad mas no en el mundo. Busca mi tierra natal, la comunidad kiliwa en Arroyo de León. Quedan muy pocos y sé que nunca te llevé para que los conozcas, pero ellos te recibirán bien. Ve y trata de reforzar nuestras raíces. Sé leal a Mlti Ipaa Jala. Siempre te cuidaré donde sea que esté. Te quiere tu maau.

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Cuando uno de nosotros moría, antiguamente se nos incineraba junto con nuestro hogar. Yo estoy segura que eso hubiera querido mi maau. Destrozada, le doy un último beso en la frente. Con unos cerillos hago arder la casa de madera y lámina. Las llamas crecen conforme me voy alejando. En mi trayecto paso junto al local del escaparate lleno de televisiones y escucho al conductor del noticiero informar que el extraño fenómeno cesó sin explicación alguna, atribuyéndoselo a un milagro. Tomo el rumbo hacia el sur, decidida a encontrar el camino correcto que me lleve a la tierra de los de mi raza, dejando atrás las huellas de mis huaraches sobre las aceras de la ciudad.

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LUIS MIGUEL ARCE ROMERO Licenciado en Publicidad por el CECC Pedregal. Es coescritor del guion para cortometraje ganador del Concurso Nacional de Guion (GIFF 2013) y ha sido seleccionado en Talents Guadalajara, Nashville Film Festival, Cinequest y Pixelatl, Shorts México, entre otros.

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LA ALEGRÍA DE LA GOLONDRINA por Luis Miguel Arce Romero La Cañadita, en la Sierra Norte de Puebla: una comunidad a pie de carretera con poco más de un centenar de habitantes atravesada por el río Texcapa. Manuel y Armando, de 13 años, son dos amigos que pasan el tiempo entre las pocas actividades que pueden hacerse en su comunidad: arrean ganado, espantan coyotes, recolectan semillas para venderlas a los automovilistas que van de paso; y juegan bromas a Susanita, una niña de su edad que siempre les presume lo que su padre le envía desde los Estados Unidos. Armando es de un carácter arrojado y dominante; incluso, los vecinos lo ven como “un muchacho muy bronco”. Manuel, en cambio, es de un carácter y modos notablemente delicados; se siente cómodo al cobijo de su amigo, quien lidera todos sus juegos y ocurrencias. Por su carácter, Manuel sufre constantes desencuentros con don Ricardo, su padre: un tosco campesino sumamente tradicionalista que le exige a diario “que se comporte como un hombre hecho y derecho”. En cambio, la madre de Manuel, doña Rosario, consiente y justifica la conducta de su único hijo asegurando que “son sólo cosas de la edad”. Una tarde, mientras apedrea botellas junto a Armando, Manuel se disgusta cuando este interrumpe el juego para seguir a Susanita, que llama su atención vistiendo una falda floreada. Manuel decide regresar caminando a solas a su casa. En el trayecto, mientras se lamenta por la traición sufrida, Manuel siente la repentina tentación de robar un vestido violeta de un tendedero vecino; lo hace ocultándolo bajo su camisa.

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Ya en su casa, Manuel decide probarse a escondidas el vestido; se observa detenidamente a sí mismo frente a un espejo grande en el cuarto de sus padres, y se muestra muy gustoso de su apariencia con la prenda. Don Ricardo llega inesperadamente a la casa; entra a su cuarto, deja a un lado su sombrero gris y su chamarra de borrego, y se acuesta en la cama. Entonces, descubre a Manuel escondido tras el armario con el vestido puesto. Furioso, don Ricardo se abalanza sobre su hijo: le rompe el vestido a jalones mientras lo maldice y golpea violentamente en la cabeza con la hebilla de su cinturón, provocándole un grotesco corte en el párpado derecho. Manuel se defiende del ataque, y ambos forcejean hasta que el esfuerzo le provoca un infarto fulminante a don Ricardo, que cae de golpe al piso. Al escuchar ruido al exterior de la casa, y notar lo que parece ser la silueta de una persona a través de la ventana, Manuel toma su ropa y huye corriendo. Cubriéndose el rostro con su camisa, llega al borde del río para cambiar su vestimenta; deja el vestido tirado y continúa corriendo hasta la carretera donde toma un autobús rumbo a un pueblo distante: San Ignacio. Cae la noche tras un viaje largo. Hambriento y golpeado, Manuel camina por las calles de San Ignacio hasta llegar a La Sazón de la Sal, una fonda donde atienden dos atractivas mujeres: Lucero, entrada en los cuarenta y tantos, de exuberantes curvas y frondosa cabellera; y su hija Celeste, una extrovertida quinceañera que de inmediato se muestra atraída por el visitante. Conmovida por las heridas y golpes que muestra Manuel, Lucero lo acoge de inmediato: le ofrece comida y espacio para dormir en el almacén de la fonda. Agradecido, Manuel comienza al día siguiente a “pagar” por lo recibido trabajando arduamente en la fonda como mesero, mandadero, cajero, etc. Su nobleza y amabilidad le ganan de inmediato el cariño de los clientes de La Sazón de la Sal –hombres en su mayoría– y de su nueva familia.

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Pasan algunas semanas sin sobresaltos donde Manuel, a pesar de su evidente melancolía y su incertidumbre sobre si hubo en verdad alguien que atestiguó por la ventana su pelea con don Ricardo, mantiene sus secretos a salvo; pero tras un abrupto y fallido intento de Celeste por seducirlo, se ve forzado a confesarle a esta su deseo de “ser más como una mujer”. Aunque a Celeste le cuesta superar el rechazo, le platica todo lo sucedido a su madre. Ambas concuerdan en que Manuel necesita apoyo tras su confesión, y deciden enseñarle a arreglarse y comportarse tal como lo hacen ellas. Así, Manuel toma una nueva identidad bajo un mote extraído del título de una vieja canción que encanta a Lucero: Golondrina.1 Al paso de poco más de tres años, Golondrina –adolescente, de casi 17 años, larga cabellera y aspecto sensualmente femenino– es conocida y aceptada en todo San Ignacio. Muchos de los clientes de la fonda van atraídos por ella, quien incluso se atreve a bromear y coquetear con los más jóvenes entre ellos; su angustia y melancolía son mucho menos habituales. Pero entonces, con la nueva temporada de lluvias, llega una trágica noticia: el río Texcapa se ha desbordado inundando por completo La Cañadita. Golondrina intenta localizar urgentemente a su madre llamando al dueño de una tienda de abarrotes cercana a la comunidad para rogarle que la busque. Cuando por fin logra comunicarse con ella, doña Rosario le cuenta sollozando que, entre los daños que dejó el desbordamiento, el agua alcanzó el cementerio de la comunidad desenterrando decenas de ataúdes para arrastrarlos “cerro abajo”; entre ellos, el ataúd de don Ricardo. Doña Rosario ruega por ayuda para encontrar el ataúd perdido y darle santo sepulcro. Golondrina acepta volver a La Cañadita pero, temiendo enardecer el juicio por lo ocurrido a su apariencia, y llevarle con ello una mayor angustia a su madre, decide que lo mejor será presentarse viéndose como un hombre otra vez. Con ayuda de Lucero y Celeste, quienes le prometen que la estarán esperando a su vuelta a San Ignacio, esa noche Golondrina

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Fragmento de La golondrina, del compositor colombiano Rafael Escalona: “Quizá llegaré a encontrar algún lugar donde no hay pena. Y si no lo llego a encontrar, sigo vagando por la vida, lo mismo que la golondrina que nadie sabe adónde va”.


corta su cabellera y cambia radicalmente su arreglo: vuelve a lucir como Manuel. Al día siguiente, Manuel llega en autobús a La Cañadita; se sorprende gratamente al ver que su madre lo recibe con una enorme alegría que contrasta con la desolación por la inundación. Ella lo lleva inmediatamente hasta su casa y lo instala en un pequeño cuarto en la azotea porque, aunque la lluvia ha cesado por completo, la casa tiene aún “el agua hasta los tobillos”. Doña Rosario le sirve de comer a su hijo sobre una mesa improvisada; ambos platican brevemente sobre la inundación, la gente de La Cañadita que él no ha visto en años y un trabajo ficticio en una granja –inventado burdamente– donde Manuel presume que se hizo la herida en el rostro. Finalmente, hablan sobre el día de la muerte de don Ricardo. La madre de Manuel confiesa entonces lo que ella siempre pensó, y sostuvo ante los rumores, fue la verdad de lo sucedido: don Ricardo tenía una amante con la que peleó hasta el infarto porque él se negó a dejarlos para huir con ella; y la enorme pena que le trajo a Manuel descubrir el cadáver de su padre al llegar a casa aquel día, lo llevó a huir de La Cañadita. Para deducir eso, doña Rosario agrega que hizo caso de varios vecinos que juraron haber visto a una mujer joven salir corriendo de su casa, unas horas antes, el día en que don Ricardo fue encontrado muerto. Manuel siente alivio al escuchar que “la verdad” para su madre no sólo lo eximió de culpa tras su huida, sino que ella misma defendió su inocencia ante los vecinos; y aunque decide no confesarle lo sucedido realmente, él se disculpa por haberla dejado sola sin darle certeza de su paradero y bienestar. Ya noche, Manuel sale a solas a caminar por La Cañadita bajo las miradas juiciosas y cuchicheos de los vecinos, hasta que se encuentra con Armando. Feliz de verlo, Armando le comparte a Manuel que “aunque sí hubo rumores sobre su huida”, él siempre creyó lo dicho por doña Rosario. Además, presume saber ya lo del ataúd de don Ricardo y se ofrece para buscarlo.

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Sintiendo ese gran respaldo de su amigo, y con ello la tranquilidad de no estar solo ante la posibilidad de que sí hubiera un testigo presencial de lo que sucedió el día de la muerte de su padre, Manuel queda de verse con Armando al día siguiente para recorrer La Cañadita. Por la mañana, ambos jóvenes recorren a pie la comunidad: todo es un completo desastre. Muchos vecinos buscan rescatar sus bienes y pertenencias de entre el agua y el lodo; algunos otros, recuperar los ataúdes de sus muertos. Manuel y Armando deciden ayudarlos a la vez que buscan el ataúd de don Ricardo que –según doña Rosario– se distingue por tener talladas una cruz y las iniciales de su nombre. Así, desde ese día, pasan algunos más en que los jóvenes se citan desde temprano, aprovechando que la lluvia no ha vuelto, para recuperar ganado; sacar el agua de la casa de doña Rosario y de otras; cargar ataúdes y muebles; conseguir madera para la reconstrucción, etcétera. Al andar y hurgar entre el desastre por la comunidad, Manuel rememora su infancia. Con el trabajo y la convivencia, Manuel y Armando reviven su cercana amistad; además de que Manuel logra cambiar muchos de los rumores negativos sobre su persona por cálidos agradecimientos. En esa emoción por sentirse aceptado y querido en “su hogar” tras tanto tiempo, Manuel despierta una intensa atracción por Armando. Una tarde, al notar que Armando se ha retrasado en su cita para ir a reparar el techo de la casa de una vecina, Manuel va en su búsqueda y lo encuentra besándose efusivamente con Susana a la puerta de la casa de ella. Armando se despide de Susana y se acerca a Manuel disculpándose por el retraso; Manuel, decepcionado, sólo atina a aceptar sus disculpas. A punto de caer la noche, y mientras regresan de la casa de la vecina en la vieja camioneta de Armando, este nota a Manuel molesto y cabizbajo; pero antes de que pueda preguntarle qué le sucede, ambos descubren el ataúd de don Ricardo, casi sobre el caudal del río, atorado entre ramas y piedras. Armando estaciona y ambos bajan rápidamente para acercarse.

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Armando le hace notar a Manuel que deben sacar el ataúd con precaución, pues la corriente del río aún es muy fuerte y hay poca visibilidad; le sugiere que busquen ayuda de más personas. Dejándose llevar por su coraje y frustración, Manuel se apura a sacar el ataúd por sí mismo. La tierra reblandecida provoca que Manuel resbale y suelte el ataúd de su padre, que cae a la corriente del río y desaparece en la oscuridad ante sus ojos. Armando se acerca a Manuel para consolarlo, pero él lo rechaza y se marcha apurado hacia la casa de su madre. Ya en casa de doña Rosario, y sin decir palabra de lo sucedido, Manuel empaca sus cosas decidido a irse; pero descubrir a su madre rezando sola, sentada a la mesa de la cocina con el sombrero gris de su padre entre las manos, lo hace detenerse. Manuel se acuesta a dormir. A primera hora, Manuel sale a caminar por el borde del río siguiendo la corriente. Armando lo alcanza y, sin cuestionarlo por su desplante de la noche anterior, camina junto a él en silencio. Pasan largas horas hasta que los ladridos de un perro los alertan sobre un bulto bajo el lodo: es el ataúd de don Ricardo. El cuerpo de este –reconocible por su chamarra de borrego– se asoma por fuera del ataúd. Manuel se desconsuela por ver así a su padre, y Armando lo ayuda a limpiar el cuerpo y meterlo al ataúd nuevamente. Más tarde, tras meter el ataúd a resguardo en casa de doña Rosario, y a sabiendas de que no tiene más pretextos para quedarse en La Cañadita, Manuel decide confesarle su amor a Armando; pero él lo interrumpe antes para contarle que va a casarse con Susanita, pues recién se han enterado de que van a convertirse en padres. Manuel contiene su enorme desilusión y felicita a su amigo; Armando le ruega entusiasmado que sea su padrino de boda. En respuesta, Manuel pide tiempo para confirmárselo pues “no sabe aún cuánto tiempo va a quedarse en La Cañadita”. Ambos se despiden con un largo abrazo. Al día siguiente, Manuel ayuda a doña Rosario a peinarse para el sepelio. Apurada por la hora, y por la llegada de un grupo

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de “lloronas” a la casa, ella decide adelantar su salida; le indica a Manuel que le ha dejado ropa limpia dentro del armario en su cuarto, y le ruega que no tarde en alcanzarla. Manuel camina al cuarto y encuentra junto a la cama el sombrero gris de su padre; se lo pone, se planta frente al espejo y nota su gran cicatriz bajo el ojo derecho. Manuel abre entonces el armario y descubre que dentro, entre las viejas camisas de su padre, está el vestido violeta limpio y remendado. Rumbo al nuevo cementerio de La Cañadita, el ataúd de don Ricardo va cargado por algunos hombres; las “lloronas” y doña Rosario van tras de ellos. Ya en el lugar del entierro, a la hora pactada, están Armando, Susana y más allegados; además del sacerdote y los sepultureros. Ante el desconcierto de todos, Manuel no está presente. Sin esperar mucho por su hijo, doña Rosario autoriza al sacerdote para iniciar la ceremonia. Los asistentes rezan mientras el sacerdote bendice el cuerpo de don Ricardo, y los sepultureros lo descienden lentamente. Varios murmullos de sorpresa interrumpen los rezos cuando Manuel aparece: lleva el rostro maquillado como mujer y viste el vestido violeta. Armando intenta detener el paso de su amigo pero Susana lo evita. Muchos de los presentes se retiran evidenciando su rechazo ante Manuel. Con notable nerviosismo, Manuel se para junto a doña Rosario; ella, mostrándose impávida y serena, le ordena al sacerdote que siga con la ceremonia. El ataúd llega al fondo de la fosa cuando el sacerdote habla del perdón de los pecados, y los sepultureros empiezan a enterrarlo. Con cada montón de tierra que ve caer sobre el ataúd de su padre, el nerviosismo en Manuel va desapareciendo. Vuelve entonces la lluvia a La Cañadita; y mientras arrecia, el maquillaje de Manuel se corre poco a poco dejando ver la cicatriz en su rostro. Él busca tomar la mano de su madre, que se inclina hacia él y

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le confirma susurrando que era ella quien se asomaba por la ventana aquel día. Doña Rosario toma la mano de su hijo, lo reconforta con una caricia, y continúa rezando con devoción. El sepelio continúa. Manuel esboza una sonrisa: puede ser Golondrina. “Sólo que la alegría de la golondrina depende de la primera gota de agua”. —Pablo de Rokha

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ALEXIS CASAS ELENO Egresado de la Universidad Autónoma del Estado de México. Miembro de la Compañía Universitaria de Teatro y miembro fundador del Círculo de Creación Dramática. Ganador del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2016 por la obra dramática Eugenia a través de una bala. Ha recibido varios reconocimientos por su escritura a nivel nacional e internacional.

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ENTRE CABELLEROS por Alexis Casas Eleno ¿Desde cuándo tiene mucha gente, don Lucho? Yo creo que por eso mi mamá se desesperó y me dejó esperando aquí, abrazando esta revista. Mi mamá dice que me vendría muy bien este corte. ¿Cómo lo ve? Después del verano entré a la secundaria. Me da un poco de miedo, pero por eso y por otras cosas mi mamá dice que me corte el cabello como Tom Cruise. Dice que me va a dar valor. Este año cumplí once años, ¿sabe? Y mis papás me hicieron una fiesta. No fue una fiesta cualquiera, fue una fiesta extraña, pero los papás siempre entienden las cosas diferente. ¿Le cuento? Todo empezó cuando me di cuenta que nadie de mis amigos del salón me entendía. Es más, no tenía amigos. Todos me veían raro desde que murió mi perro Cachivache. —¿A quién le estás hablando? —A mi perrito, está aquí a mi lado. Y todos se iban corriendo. No entendían que Cachivache, después de muerto, me cuidaba. Cuando yo me iba a la escuela él se quedaba solito viéndome partir, pero ahora me cuidaba en la calle, en la escuela, en la tienda, en todos lados. Para mis compañeros soy muy extraño. Yo casi no juego con celulares como ellos. Todos hablan de tal o cual juego que yo ni entiendo. A mí me gusta perseguir hormigas, mientras ellos cazan zombis. Yo me como los dulces, mientras ellos los acomodan para destrozarlos en algo que se llama Candy Crush. Me gusta hacer juguetes con las hierbas del patio. De esas que crecen por toda la orilla y que se arrancan fácil. Las raíces son el cabello esponjado de algún bufón y, en algunos, las hojas son enormes vestidos del siglo ante antepasado. Juego con ellos y todos me dicen que estoy loco. Menos Carlos. 83


Carlos dice que soy alguien especial. Él tiene una hermana con un problema que le llama síndrome… —¿De qué? —De Tourette —me dijo. La verdad no entendí durante un buen tiempo. La cosa es que Carlos dice que su hermana es especial porque es diferente. Le digo que yo soy igual, diferente, aunque no creo tener ningún síndrome. Carlos me dijo eso porque fue el único que no corrió lejos cuando le dije que a Cachivache le caía bien y que lo demostraba lamiendo sus dedos llenos de queso. Él volteó a su derecha, volteó a su izquierda… —No veo nada. Pero estaba a su derecha. Carlos sólo movió los dedos para acariciarlo y me sonrió. A Carlos le he confiado que he inventado un mundo entero en las jardineras de la escuela. Los árboles frutales que están frente a la Dirección, por ejemplo, son bosques mágicos de hadas misteriosas que hacen crecer chabacanos que cumplen deseos. No me cree, dice que esos chabacanos son duraznos agrios que se dan por una extraña razón en el patio de nuestra escuela. Yo le digo que es magia, pero no me cree. Él prefiere jugar fútbol. Le gusta patear balones y a veces plantarlos en mi cara. Me pide disculpas pero continúa jugando como si nada hubiera pasado. Aunque me arde la cara, no lloro; sólo me imagino que es un meteorito que se ha estrellado en una nave espacial y que ha aturdido a toda la tripulación y ahora no sabe para dónde avanzar. De vez en cuando le sale una lagrimita a la nave, pero es un chorrito de gasolina que con la manga de mi suéter se limpia y ya está. A Carlos no le gusta hablar mucho de su hermana, porque nadie lo entiende. A veces ni siquiera va a clases porque su hermana tiene sus crisis. Yo le digo que si comiera los chabacanos mágicos podría desear que su hermana se cure. Un día me dijo que sí, pero tuvo diarrea toda la semana. Creo que esa fue la razón por la que dejamos de ser grandes

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amigos. Aunque no me molesta con eso de que soy raro como todos los demás, ya no me dice que soy especial, como su hermana. Ya no me dice nada. Un día la maestra nos pidió hacer un regalo para alguien especial y decidí dárselo a la hermana de Carlos, porque ella era especial. Carlos se molestó porque fue un dibujo de su hermana dándole una crisis. Creo que por eso tampoco me habla. En fin, ese día estaba pensando en lo mucho que le había fallado a Carlos porque desde entonces no me hacía caso. La mayor parte del tiempo estaba escribiendo en su celular. Seguro tenía un nuevo amigo, supuse, y ese amigo habla con él todo el día. Si tan sólo tuviera un celular… —¿Me puedes prestar tu celular, Papá? —¿Para qué lo quieres? — Nomás. — Entonces no. — Quiero hablarle a Carlos, mi amigo. — ¿Para qué? No sabía cómo decirle que necesitaba llamar su atención de alguna forma y pedirle disculpas, y la única forma que encontraba era a través del celular. Y le dije que tenía que hacer una tarea con él. Y mejor me llevó a su casa. Carlos abrió la puerta y le dijo que no teníamos ninguna tarea juntos. En ese momento a su hermana, por una cosa que no sé, le dio una crisis. Las crisis de Sara, su hermana, son como cuando tienes una mosca queriendo pisar tu nariz y la quieres matar. Una mosca imaginaria. Justo cuando mi papá estaba a punto de regañarme enfrente de Carlos, Sara soltó un grito y se pegó en la cara. Carlos la miraba desde la puerta mientras su mamá la abrazaba. Mi papá quiso hacer algo, pero Carlos le pidió que nos fuéramos. Y nos fuimos. Quizás también por eso se enojó Carlos conmigo.

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Mi papá me dice que soy bueno contando historias, pero que no debería contar historias para perjudicar a otros. Realmente nunca quise perjudicar a nadie, sólo quiero que Carlos me perdone por todas las cosas que he hecho y le han molestado, pero cada vez agrego más cosas a la lista y no sé si me alcanzará la vida para que él me perdone. ¿Sabe, don Lucho? Me gusta contar historias. Dice mi papá que si sigo teniendo mucha imaginación podría hacer una de esas películas como las que vemos los domingos en el cine de la plaza. La otra vez fuimos a ver una película de dinosaurios. Papá había escogido la película y Mamá tenía una cara de limón agrio por eso. Yo estaba feliz. Todo el tiempo trataba de imaginarme cómo es que habían revivido a los dinosaurios y los habían hecho actuar sin el temor de que mordieran la cámara cuando se les acercaban demasiado. Papá se rió y me dijo que esos eran efectos especiales. Mamá se rió también y me besó la frente. A ella también le gustó la película y estaba fascinada con todo lo que mi papá me explicaba con las palomitas de maíz. —El dinosaurio es esta palomita. Alguien lo maneja desde lo lejos con una estructura como lo están haciendo mis dedos. Después, en la computadora dibujan lo que resta. —¡Wow! —dijo mi mamá dándole un beso. —¿Ya me perdonaste? Le dijo mi papá, y mi mamá dijo que sí con la cabeza, que había escogido una gran película con la que no le quedaba más remedio que perdonarlo. Y se me prendió el foco. —Papá, ¿me podrías comprar la película con mi domingo? Al siguiente día, en la escuela, le pregunté a Carlos si le gustaban los dinosaurios y, mientras veía su celular, me dijo que sí. Y le di la película para que la viera. —Seguro te va a gustar.

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Le dije. Y se la cargó en su mochila. Me dijo que estaba bien, porque justamente sus papás iban a ver a una tía enferma en el hospital toda la tarde y no tenía cómo entretener a su hermanita durante el tiempo que ellos estuvieran fuera. Al otro día llegó Carlos con la película y me dijo que a su hermana le había dado la peor de todas sus crisis. Como que su hermana estaba empezando a caerme mal aunque fuera tan especial, porque por su culpa Carlos terminó enojándose más conmigo. Es difícil ser especial, lo sé. Todo mundo se enoja contigo, no te entiende y cree que deberías ser como todos. A mí, por ejemplo, no me gusta lo que hacen los demás. Yo quiero hacer algo diferente. Cuando sea grande me gustaría trabajar en algo que me guste. Dice mi papá que eso es lo importante. ¿A usted le gusta cortar el cabello? Supongo que sí. Lo hace bien. A mi mamá le gusta que me corte el cabello. Por eso le tiene mucha confianza, como para dejarme aquí a esperar por horas a que se desocupe. Yo no me aburro platicando con usted, es divertido. ¿Se acuerda la vez que le platiqué cuando Cachivache se murió y yo lo vi cruzando la calle al siguiente día? Hasta hice una historia con eso. ¿Se la cuento? Bueno, “basada en hechos reales”, y música de fondo. ¿Era Cachivache un perro normal? Seguro que no. Lo que no sabía la gente era que Cachivache había cruzado la calle en busca de su dueño después de darse cuenta que se había quedado solo. Y fue cuando lo peor sucedió. Cachivache cruzaba la calle principal cuando un coche decidió quitarle la vida. Su dueño se enteró cuando todo había pasado. Lloró su dueño, sí que lloró. Pero de repente lo vio cruzar de nuevo la calle. Gritó: “¡Cuidado, Cachivache!”. Y el perro volteó a verlo moviendo su colita. Fin. Bueno. ¿Qué le pareció?

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No me diga, no se vaya a tragar uno de esos pasadores que trae en la boca. Yo le sigo contando para que no se aburra usted y todas ustedes también, señoritas. Siento haberlas interrumpido en la lectura de sus revistas, pero es que quiero compartir esta historia, quizás alguna vez la vean en el cine. Verán, Carlos se enojó conmigo desde septiembre y no pude decirle nada porque ni siquiera me volteaba a ver. El único lugar donde podía pedirle perdón era en la escuela, pero se me atravesaron las vacaciones de Navidad y no tenía más remedio que usar otros métodos. En mi escuela era el único que creía que los Reyes Magos existían. Sí, aunque se rían, mis papás dicen que creer en algo aviva nuestra fuerza interior. Por eso dejaron que todavía este año pidiera lo que quisiera, antes de entrar a la secundaria y la vida me quiera arrebatar mis propios sueños o mis compañeros siguieran burlándose. Lo que pasa es que los adultos ya no creen en nada, ni siquiera en sí mismos. Dejan de hacer lo que les gusta porque piensan que no son capaces de vivir de eso toda su vida, y mis papás dicen que yo no deje de creer en nada, mucho menos en mí mismo. Así que hice mi última carta a los Reyes Magos y les pedí que Carlos me hiciera caso. Fue lo único. No les pedí juguetes, ni un celular (que bastante falta me hacía), ni dulces, ni ropa. Les pedí la única cosa que me interesaba. Que Carlos me hiciera caso. Doblé mi hoja y la guardé en un sobre verde. La sellé con cinta y esperé a que llegaran mis papás esa noche para que la entregaran y así reconciliarme con Carlos. A esperar, le dije a Cachivache que movía la cola con alegría. Mis papás estaban curiosos por saber cuáles iban a ser mis últimos regalos de Reyes. Al otro día, los dos estaban sentados frente a mí en la cama con el sobre verde abierto y con un sándwich en la mano de mi mamá y un vaso de leche en la mano de mi papá. —¿No entregaron mi carta?

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Se voltearon a ver y me dijeron que sí lo hicieron, pero que los Reyes Magos les habían dicho que este regalo les correspondía a ellos entregármelo. —¿Y cómo le van a hacer? Aprovecharon mi cumpleaños y el inicio de clases para que invitara a Carlos a mi fiesta. Y eso hice. Mientras Carlos se secaba el sudor con su playera después de jugar fútbol, yo le entregué su invitación. Le dije que podía llevar a su hermana y él se me quedó viendo como diciéndome que lo iba a pensar. No insistí. El caso es que al día siguiente me dijo: —Está bien, iré a tu fiesta. Mi mamá ya me dio permiso. Va a ir Sara conmigo. Yo no tuve objeción. Mi papá se acercó a mí antes de que la fiesta iniciara para decirme que a él no le importaba tener un hijo como yo, que estaba bien, que no dejaba de ser su hijo por el hecho de que fuera diferente. No sé de cuándo a acá le causaba tanta tristeza decirme que yo era diferente, si él mismo me había dicho que estaba bien serlo. Lo más raro de la conversación fue que mi papá me dijo que para que Carlos me hiciera caso hiciera lo que él hizo con mi mamá: robarle un beso. —¿Qué? —Sí, yo así conseguí que tu mamá me hiciera caso. Y recordé el domingo de películas donde mis papás se estuvieron besuqueando hasta que se pusieron contentos. —Está bien. Les dije, pensando cómo iba a hacerle para darle un beso a Carlos y me hiciera caso. ¿Esa era la solución o los adultos no saben qué es hacerle caso a alguien? Total, comenzó la fiesta y yo estaba muy nervioso. Ni siquiera

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disfruté los abrazos de mis tías, ni el de mis compañeros a los que Cachivache les ladraba un tanto enojado porque no querían jugar con él por más que les brincaba alrededor. Ellos ni siquiera lo veían. Y Carlos llegó. Llevaba un regalo grandote e iba acompañado de su hermana Sara, la especial. Los saludé. Él me felicitó con un abrazo rápido y caminó luego luego a la mesa de los sándwiches. Su hermana me dio un beso en el cachete y me felicitó, estaba de lo más normal. Parecía que a sus crisis las había dejado en casa. Destapé el regalo y era una careta de hockey. Pasó la hora del payaso, los concursos y la piñata. Carlos parecía divertido y mis papás estaban muy atentos a lo que él hiciera y cómo estuviera yo. Me sentía observado. Después, mi papá me dijo que recordara el consejo y me paralicé. Ya no disfruté del pastel ni de los inflables. Carlos me preguntó por el baño y ahí fue mi oportunidad. Lo acompañé y él se separó de su hermana que estaba en calcetines jugando en el inflable. Vi cómo Sara dejó de saltar en cuanto nos fuimos. Todo el camino quería pedirle disculpas por todo. Pero cada que quería decirle algo, el consejo de mi papá se me cruzaba por el camino como Cachivache cuando quiere jugar. Entró al baño y yo lo esperé en la salida hasta que salió limpiándose las manos en su pantalón. Lo miré de frente y él hizo lo mismo. De pronto salté para darle un beso. Así como había dicho mi papá. Él se paralizó y un grito detrás de mí lo hizo reaccionar. Sara estaba gritando y golpeándose la cara. Carlos se lanzó sobre ella llorando. Yo no supe qué hacer y me puse a llorar también. Mis papás llegaron y yo me alejé de ahí. La fiesta terminó. Yo miraba mis pies sobre el pasto del jardín, rodeado de una fiesta echada a perder y con Cachivache a un lado mío. Lástima que nadie te puede ver, Cachivache, le dije. Y él dio un gemido acostándose en el pasto.

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Mis papás me abrazaron y me preguntaron si Carlos me había hecho caso, pero estoy seguro de que sólo agregué otra razón por la cual pedirle disculpas. Al día siguiente me hice el enfermo y mis papás me dejaron en cama por una semana, hasta que un día lunes llegué al salón y Carlos se me acercó. —¿Cómo estás? —Bien. —¿Viste tu regalo de cumpleaños? ¿Quieres ir a jugar fútbol conmigo? Resulta que la careta de hockey que me regaló era para soportar los balonazos que aterrizaban siempre en mi cara. Era extraño, parecía Jason el de la película de terror. ¿La ha visto? Yo sí, un día con Carlos, en mi casa. Él estaba muy asustado, pero le expliqué que nada era real, que todo era ficción, que Jason era una palomita de maíz que tomaba toda la salsa y la vaciaba sobre otras palomitas. Nos reímos. Cachivache se rió con nosotros. Carlos me dijo que me iba a extrañar ahora que saliéramos de la primaria porque se lo iban a llevar a Estados Unidos, por lo de su hermana. Ahí la iban a tratar para que sus crisis fueran menos. Bueno, mañana es la fiesta de graduación y Carlos me dijo que quería que fuéramos juntos, me dijo que el beso de aquella vez no le desagradó tanto y que, quizás, vuelva a suceder. La verdad es que yo no sé qué pensar, sólo quería que me hiciera caso y ya lo hizo, ¿para qué tantos besos entonces? Mi papá dice que hacemos bonita pareja, yo digo que somos bonitos amigos. Mi mamá quiere que vaya muy guapo a la fiesta, que luzca como Tom Cruise porque me espera la secundaria y me espera Carlos para pasarla juntos antes de que no lo vuelva a ver. ¿Tú qué piensas, Cachivache? Mírelo, sólo le gusta mover la cola. Oiga, don Lucho, ya es bien tarde. ¿Ya me puede cortar el cabello? FIN.

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KEVIN DE LEÓN DELGADO Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila. Su guion Interferencia fue seleccionado en el séptimo Rally Universitario del GIFF. En 2018 recibe el PECDA Coahuila en la categoría de guion literario para escribir el largometraje La noche es joven. 92


MATINÉ por Kevin de León Delgado Una ambulancia lleva a Perla, de 37 años, al hospital del pueblo. Su hijo Javier, de 17 años, la acompaña. Javier está en la sala de espera, un médico sale a hablar con él. Otro episodio del cáncer se ha manifestado. El doctor le comenta a Javier que han logrado estabilizarla, pero necesita continuar con un costoso tratamiento. Perla trabaja como empleada doméstica y no tiene seguro médico para cubrir los gastos. Desesperado por ayudar a su madre, Javier le pide dinero prestado a su jefe del taller mecánico en donde trabaja, ya que Héctor, de 45 años, un conocido coyote del pueblo, le ha prometido cruzarlo a Estados Unidos. Javier junta el dinero y se lo entrega al coyote. Héctor pasa a recoger a Javier en su camioneta pick up. Javier ya tiene lista una mochila con ropa, fotos, artículos de higiene personal y un termo con agua. Javier se despide de su madre y sus hermanos, quienes se quedan a cargo de la patrona de Perla mientras Javier cruza a Estados Unidos y pueda solventar los gastos. Tras varias horas de camino, la camioneta transita por una carretera desértica de Durango. Héctor detiene la camioneta en la orilla de la carretera. Javier baja y se adentra entre unos mezquites para orinar. Héctor arranca la camioneta y se va, abandonando a Javier en el desierto. Éste se abrocha rápidamente el pantalón y trata de alcanzarlo, Héctor acelera, ve la mochila de Javier en el asiento, la toma y la avienta por la ventana para dejarla caer en el pavimento, viendo desde el espejo retrovisor cómo corre Javier para recogerla. Héctor se ríe de Javier con cinismo, Javier corre detrás de la camioneta, trata de detener otro coche que pasa por el lugar para alcanzar a Héctor, pero ningún carro se detiene. Javier ve cómo desaparece el vehículo en el horizonte. Después de caminar durante horas en la carretera, Javier consigue que le den un aventón hasta Torreón, lugar donde recuerda que vive su padrino. Nuria, de 45 años, una enfermera del IMSS y madre sobreprotectora de tiempo completo, lleva en carro a su hijo Eric, de 15 años, a la escuela. Eric es un chico tímido, que prefiere pasar su 93


tiempo viendo películas o grabando su alrededor con su videocámara, que con los pocos amigos que tiene. Nuria se estaciona en la puerta de la escuela, Eric se baja y avanza hacia la entrada. Nuria lo detiene con el claxon y baja a despedirlo dándole un beso, luego lo persigna delante de los compañeros. Le pide que no llegue tarde a la casa porque tienen reunión con los del grupo de la iglesia. En la entrada hay un grupo de chicos, quienes se empiezan a reír por lo que acaban de ver. Eric es molestado con frecuencia por sus compañeros de escuela, aventándole besos o exagerando ademanes. Además, frecuentemente lo molestan con el argumento de que su papá se suicidó por tener un hijo gay, por lo que Eric prefiere escaparse cada que puede a las funciones de matiné de un cine club de Torreón. Es la hora del recreo y Eric aprovecha para salirse de la escuela y correr a tomar el autobús que lo lleva al cine club, pues no quiere llegar tarde a la función de Los 400 golpes. Nuria llama a Eric cuando la película está por comenzar, Eric cancela la llamada y le manda un mensaje diciéndole que no puede contestar porque está en clase, Nuria le responde que cuando salga de la escuela le traiga una lata de puré de tomate para la comida. Después de la función de matiné Eric llega a una miscelánea por una lata de puré, ve a Javier al fondo de la miscelánea, quien se está echando un pan de azúcar y una botella de refresco a la mochila. Javier se da cuenta que Eric lo está viendo, se detiene, Eric finge no haberlo visto, Javier también finge poner el refresco en su lugar, hasta que Eric se voltea y puede guardarlo en su mochila. Eric va a pagar a la caja, el dueño de la miscelánea pone la mirada en Javier, le parece sospechoso. Le pregunta si va a comprar algo, Javier se queda callado. Eric le tumba unos dulces que tiene el señor en el mostrador. El señor se distrae con los dulces y Javier sale corriendo de la tienda. En la parada del autobús Javier llega a darle las gracias a Eric por no delatarlo con el tendero. Javier le pregunta si sabe dónde queda la colonia Nueva California y Eric le dice que sí, pero que queda lejos de donde están y por ahora ya tiene que irse a su casa, pero si gusta más tarde puede ayudarlo. Intercambian sus números de teléfono y Eric se sube al camión. Eric vuelve a su casa. Los del grupo de la iglesia ya están sentados en el comedor. El grupo está conformado por tres matrimonios,

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quienes aprovechan para presumir durante la comida las novias de sus hijos como si fueran trofeos, o para contar chistes homofóbicos. A mitad de uno de esos chistes, Eric se levanta y le dice a su mamá que ya se va porque se van a juntar a hacer un trabajo de la escuela, pero en realidad se va para así poder salir de la casa y ayudar a Javier a buscar la casa de sus padrinos. Javier habla desde su celular con la jefa de su mamá, quien le está ayudando a cuidarla y con los gastos médicos. Javier le cuenta lo que pasó con el coyote, le dice que no le diga nada a su mamá para no preocuparla. La señora le pide que trate de buscar trabajo lo más pronto posible porque ella tampoco podría hacerse cargo de todos los gastos de su madre. Javier se comunica con el dueño del taller mecánico para pedirle que lo espere con el pago del préstamo, pero él le responde que se ponga a vender chicles o a limpiar carros en los cruceros de Torreón, porque no puede esperarlo mucho con el dinero. Javier marca un número que dice “Janeth” pero no le contestan. Eric lleva a Javier a la colonia Nueva California para buscar la casa del padrino. Javier reconoce la casa que recuerda alguna vez haber visitado cuando era niño; toca la puerta. Sale una mujer a la cual no reconoce, pregunta por su padrino, el señor Alfredo. La mujer le dice que sí lo conoce porque él le renta la casa, pero que no sabe exactamente dónde vive y tampoco puede darle esa información personal. Tras varias insistencias, Javier logra que la mujer le proporcione el número telefónico de su padrino. Javier le marca, contesta Lorena, la odiosa esposa de su padrino, quien tiene poco agrado de todas las amistades y familiares de Alfredo. Javier le cuenta su situación y le pregunta si podrían recibirlo en su casa unos días mientras consigue un dinero. Lorena se niega a proporcionar su domicilio y además lo engaña diciéndole que lo espere en cierto punto y que, ya cuando llegue su padrino a la casa, ella le comentará para que ahí lo vayan a recoger. Javier le agradece y le indica que lo va a esperar en la entrada de un supermercado en el centro de Torreón. La madrina Lorena se abstiene de pasar alguna información a su esposo. Eric y Javier esperan al padrino de éste en la entrada del supermercado en el que quedaron de recoger a Javier. Eric graba a Javier en el supermercado con su videocámara. Le comenta que es para

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su proyecto de documental que está realizando acerca de la migración. Javier se desespera porque su padrino no llega a recogerlo, vuelve a comunicarse, ya no le responden el teléfono. Es de noche y Javier no sabe dónde va a dormir. Nuria llama a Eric para presionarlo que ya se vaya a la casa porque es tarde. Eric sugiere a Javier esconderse en los vestidores de caballeros para que ahí pueda pasar la noche, pues su madre es algo quisquillosa y no podría llevarlo con él a su casa, sin embargo promete volver al día siguiente para ayudarlo. Javier se encierra en el vestidor del supermercado. Nuria regaña a Eric por su hora de llegada. Eric se va a acostar. Antes de dormir prende su cámara y ve el video que le tomó a Javier en el supermercado. Apaga la cámara y sonríe en su almohada. A la mañana siguiente, Nuria deja a Eric en la escuela. El grupo de chicos burlones ya lo espera en la puerta. Eric aguarda a que Nuria se vaya para salirse otra vez de la escuela. Se va a buscar a Javier al supermercado. Toca en el probador donde dejó a Javier y sale un señor de la tercera edad. Busca a Javier por todos los pasillos. Lo encuentra en el área de informes. Vuelven a marcarle a su padrino, el teléfono sigue sonando como ocupado. Javier le cuenta a Eric la situación de su mamá y sus planes de juntar dinero para irse a Estados Unidos. Eric y Javier van a preguntar por el trámite de visas, pero les comentan que, como Javier es menor de edad, necesita la autorización de un padre o tutor. Eric ayuda a Javier a buscar trabajo, pero las puertas se le cierran porque no tiene la secundaria terminada. Eric le dice a Javier que le va a prestar dos mil pesos que tiene ahorrados en su alcancía para que pueda mandárselos a su mamá y además lo invita a la función de matiné del cine club para que se distraiga un rato. Eric y Javier ven Casablanca en el cine. Al salir del cine Eric le dice a Javier que se puede quedar unos días en su casa mientras encuentran a su padrino. Lo lleva allá. Nuria todavía no llega. Eric y Javier están acostados en la cama de Eric, escuchando música. Comparten los auriculares. Eric le pone pausa a la música y le pregunta a Javier si ya dio su primer beso. Javier se quita el audífono, se sienta en la cama y se empieza a reír, frunciendo el ceño y haciendo muecas, parece confundido. Eric escucha que Nuria entra a la casa; se sienta rápidamente en la cama. Cuando Nuria

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entra al cuarto están sentados en la orilla de la cama. Fingen que están viendo caricaturas. Eric presenta a Javier con Nuria, le miente diciéndole que es un amigo de la escuela y que sus papás se fueron unos días de vacaciones, además le pregunta si se puede quedar el fin de semana con ellos. Nuria no parece convencida, pero acepta. Se sienta en medio de Javier y Eric a ver las caricaturas. Le sube el volumen a la televisión y ríe sarcásticamente. Javier cena con Eric y Nuria. Ella sirve un corte de carne y empieza a comer con cubiertos. Eric se da cuenta que Javier tiene problemas para usar los cubiertos y cortar la comida, por lo que Eric deja de usar sus cubiertos para comerse la carne con las manos. Se sonríe con Javier, quien también empieza a comer con las manos. Nuria toma sus cubiertos y le corta la carne a Eric. Éste se levanta y se va a su cuarto. Javier se levanta detrás de él. Nuria le tiende unas cobijas a Javier en el sillón de la sala para que ahí duerma. Javier está acostado, marca el número telefónico que dice “Janeth” pero no le contestan. Habla con su madre por teléfono diciéndole que pronto le va a mandar dinero, que no se preocupe. Se sienta en el sillón y ve unos aretes en la mesa de centro de la sala. Voltea a su alrededor para asegurarse que nadie lo esté viendo. Se guarda los aretes en el pantalón. Se levanta y abre el refrigerador, comienza a comer un pedazo de pizza que encuentra y bebe jugo directo de la botella. Escucha el sonido del excusado y ve a Nuria salir del baño, se queda paralizado y deja que la puerta del refrigerador se cierre sola al mismo tiempo que Nuria cierra la puerta de su habitación con un portazo. En la mañana Eric va a la sala, contempla a Javier quien todavía está dormido. Eric va por su videocámara para grabarlo. Graba su torso, su cuello, sus labios, sus párpados. Nuria sale de su cuarto, Eric se asusta y apaga repentinamente la cámara, finge que se está abrochando un tenis. Nuria ve a Javier y hace muecas al ver que se durmió sin playera en su sillón. Le dice a Eric que ya lo despierte porque él tiene que ir con el dentista, Eric le dice que todavía no le toca la cita. Nuria lo obliga. Javier aprovecha que se queda solo para ir a empeñar los aretes a un bazar. Va al banco a mandar el dinero que le dieron por los aretes. Después del banco empieza a llenar solicitudes de empleo en la banca de una plaza.

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Por la noche Eric regresa a la casa. Después de bañarse se pone un perfume de su mamá. Javier está solo en la habitación de Eric, abre los cajones como si estuviera buscando algo, Eric entra a su habitación con unos libros para enseñarle inglés a Javier, pues su papá era maestro de inglés. Se sientan juntos, Javier le comenta que huele rico y se acerca al cuello de Eric para olerlo mejor. Nuria los interrumpe preguntando por sus aretes que estaban en la sala, ambos le dicen que no han visto nada. Eric acomoda su cama para que Javier se quede ahí y no tenga que dormir en el incómodo sillón, pero Nuria se lleva a Eric a su cuarto para que duerma con ella. Eric le pregunta a Nuria si no irá a trabajar y ella le comenta que ya cambió en el hospital sus turnos de noche por los de la mañana. Eric ve Todo sobre mi madre en la televisión, Nuria toma el control y le cambia a la telenovela. Javier está acostado en la cama de Eric, toma la sudadera que Eric dejó en la silla de su cuarto y se la pone sin abrochársela. Comienza a olerla y cierra los ojos. Se recuesta en la cama y toma el gorro de la sudadera; respira profundo para seguir oliéndola. Se desabrocha sus pants y mete su mano. Comienza a masturbarse mientras sigue oliendo la sudadera, pero se detiene, se la quita y la vuelve a poner en su lugar, se abrocha los pants y se sienta en la orilla de la cama, se queda pensativo viendo el suelo. Eric y Javier están en la función de matiné, viendo La mala educación, Javier pone la mano de Eric en su pierna y Eric pone su mano en su rodilla, ambos comienzan a tocarse en el cine. Nuria entra a la sala del cine club gritando el nombre de Eric. Éste se despierta y se da cuenta que se trataba de un sueño. Nuria toca la puerta del cuarto diciendo su nombre para que se despierte y preguntarle si no agarró unos anillos que tenía en la cocina, Eric niega y Nuria le pide que se levante para que le ayude a buscarlos, porque su amigo Javier se levantó muy temprano a bañarse y se fue. Nuria sigue buscando en la sala sus anillos. Eric se da cuenta que tuvo un sueño húmedo, luego revisa las sábanas de la cama de su mamá. Eric termina de bañarse. Ve que Javier dejó sus boxers ahí colgados. Está a punto de agarrarlos cuando Nuria toca la puerta y le pide que se apresure en salir para que le llame a Javier y le pregunte por sus joyas. Eric envuelve los boxers de Javier en una toalla y sale del baño. Nuria lo empieza a regañar porque sospecha que Javier le robó los aretes y los anillos. Le dice que no quiere que vuelva a llevar

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a ese tipo de gente a la casa. Eric se defiende diciéndole que Javier no es el único que entra a la casa, pues también los de la iglesia han estado ahí. Eric se pone su uniforme, pero en lugar de ir a la escuela se va a buscar a Javier en los lugares que han visitado juntos. Javier deja solicitudes de empleo en varios negocios sin obtener ninguna respuesta inmediata. Incluso en algunas tiendas le devuelven su solicitud. Javier suspira en medio de la calle y voltea a ver el cine club. Entra a la sala del matiné y se da cuenta desde lejos que Eric está ahí sentado volteando a los lados como si estuviera buscando a alguien. Mientras proyectan la película Los paraguas de Cherburgo, Javier se sienta al lado de Eric y recuesta su cabeza en sus hombros. Al salir de la función, Eric y Javier vuelven a llamar al padrino. Contesta Lorena, Eric finge una voz más grave y pregunta por Alfredo, le miente diciéndole que se trata de asuntos importantes. Lorena lo comunica con Alfredo. Cuando el padrino contesta, Eric le pasa la llamada a Javier para que hable con él. Javier logra hablar con su padrino, quien amablemente pasa a recogerlo a casa de Eric con sus pertenencias. Javier le comenta a su padrino la situación en la que se encuentra. Alfredo le ofrece trabajo como instalador de cable de TV a domicilio en la empresa en que él trabaja y mientras tanto puede quedarse a vivir en su casa. Javier empieza a trabajar como instalador de cable. La situación de su madre no consigue mejorar. Ante la presión y el bajo sueldo que recibe, Javier comienza a robar objetos de valor en cada casa a la que van a instalar el servicio. Empeña joyas, celulares, iPods y demás. En pocos días consigue juntar una considerable cantidad de dinero para los medicamentos de su madre. Eric dibuja a Javier en clases; sus compañeros lo molestan. Ramiro, uno de los principales abusadores, le quita su dibujo para enseñárselo a todos y burlarse de él porque está dibujando hombres. Después de salir del hospital, Nuria vuelve a la casa temprano y ve que Eric todavía no llega. Entra al cuarto de Eric para tenderle la cama. Encuentra los boxers de Javier debajo de la almohada, frunce el ceño, va por una bolsa para agarrarlos. Sigue revisando las cosas de Eric, encuentra unas revistas femeninas y películas con temática gay.

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A la hora de la salida Eric se queda a grabar con su videocámara. Descubre atrás de los salones a Ramiro besándose con Juan, otro chico del salón. Ramiro ve que los vio y que los estaba grabando. Eric guarda su videocámara en la mochila y ambos lo persiguen hasta la salida de la escuela para quitársela. Lo patean en el suelo, le jalonean la mochila. Eric se resiste y trata de defenderse. Se arma un alboroto en la entrada de la escuela, una maestra se acerca, Ramiro acusa a Eric de ser el causante del problema. La profesora dice que no se presenten al día siguiente si no los acompañan sus padres. Los días siguientes Eric prefiere irse al matiné que comentarle lo sucedido a Nuria. Nuria lleva a Eric a misa. Después vuelven a casa en el carro y ninguno de los dos dice nada. Nuria llama a Eric a la sala. Está dispuesta a enfrentarlo. Comienza a preguntarle qué relación tiene con Javier. Eric le responde que sólo son amigos. Ella le comenta que se da cuenta cómo ve a otros hombres y en especial a Javier, pero que no va a permitir esas situaciones en su casa. Eric y Nuria discuten y se gritan. Ella le enseña los boxers de Javier en la bolsa y le pide explicaciones, así como de las revistas y las películas que le encontró. Eric se levanta, se va llorando a su cuarto y se encierra. Se pone sus audífonos para no escuchar a Nuria. Le pone seguro a la puerta. Le sube más al volumen. Nuria toca más fuerte la puerta e intenta abrirla con un pasador. Se da por vencida. Javier está a punto de salir del trabajo. Afuera hay una patrulla, él ve cómo su tío agacha la cabeza y se da cuenta que la policía va por él. Sale corriendo. Llega a la casa de Eric y le marca a su celular. Eric le abre y lo mete con mucho cuidado a la casa. Nuria se asoma para ver por qué se escucha tanto ruido. Javier logra esconderse. Nuria y Eric se quedan viendo con una mirada retadora. Javier le dice a Eric que tiene que regresar urgentemente a su pueblo porque su madre se ha puesto más enferma. Eric trata de convencerlo para que se quede con él hasta la mañana. Lo abraza, Javier se le queda viendo y le dice otra vez que ya se tiene que ir. Eric le sugiere que se escapen con el carro de su madre. Eric toma una mochila donde mete toda la ropa que le cabe, algunas películas y su videocámara. Antes de salir voltea a ver por última vez la puerta del

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cuarto de Nuria y salen de la casa. Javier y Eric escapan en el carro de Nuria para volver al pueblo de Javier. Nuria escucha el ruido del carro y empieza a llamar a Eric sin descanso, pero éste ignora sus llamadas. Nuria reporta el carro como robado. Javier ha conducido por varias horas, y ya tarde, por lo que se quedan en un motel de carretera. Javier aprovecha para quitarle las placas al carro. Eric y Javier ya están acostados. Javier toma la videocámara de Eric y se pone a revisarla. Ve todos los videos y se detiene en el que Eric grabó de su cuerpo cuando estaba dormido en el sillón de su casa. Apaga la cámara y la guarda en su mochila. Contempla a Eric durmiendo, se acerca a sus labios, está a punto de besarlo pero se detiene, apaga la luz, toma sus cosas y sale del cuarto con la intención de abandonar a Eric en el motel. Eric se despierta por el ruido de la puerta. Se levanta y ve que Javier ya se va en su carro. Trata de alcanzarlo. Javier lo ve por el espejo retrovisor, pero no se detiene. Instantes después vuelve a verlo y nota que no se ha dado por vencido. Javier finalmente se detiene. Eric le da alcance y le dice que, si se va a llevar su carro, también se lo lleva a él. Javier le advierte que sólo se lo llevará al pueblo bajo su propia responsabilidad. Llegan al pueblo. Javier lleva a Eric a su casa. Luego habla por teléfono con su exjefe del taller mecánico y le comenta que está dispuesto a pagarle el dinero que le prestó con un carro que se robó. Eric escucha los planes de Javier pero finge no saber nada. Javier se reencuentra con Janeth, su exnovia que dejó antes de irse. Se la presenta a Eric, quien está visiblemente triste. Javier, Eric y Janeth van al hospital a ver a Perla. Antes de entrar, Javier y Janeth se besan y se toman de la mano. Eric le dice a Javier que le preste las llaves para ir a bajar su videocámara porque la dejó muy a la vista en el carro. Eric escapa del pueblo con el carro. Se queda sin gasolina en la carretera. Comienza a llorar con la cabeza sobre el volante. Camina por la carretera. Luego de unas horas consigue volver al pueblo y llegar a la central de autobuses. Con el paso de los días, le informan a Nuria que encontraron el carro que reportó en una carretera de Sinaloa, pero no tienen información de Eric. Se pasa los días completos pidiendo en la iglesia

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por él. La madre de Javier fallece. Javier carga la tumba de su madre en el cementerio del pueblo junto a sus conocidos. Está a punto de amanecer. Eric está sentado en una playa desértica. Abre su cámara y borra todos los videos que tiene de Javier. Suena su celular, ve que es su mamá. Hace un pozo en la arena y entierra el teléfono mientras sigue sonando. Se levanta y contempla la inmensidad del océano. Graba con su videocámara el momento en que comienza a salir el sol mientras se adentra poco a poco en el mar.

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RITA MENÉNDEZ SANDOVAL Estudió Guion en el Centro de Capacitación Cinematográfica y Creación Literaria en la Sociedad General de Escritores Mexicanos. Ha colaborado en distintos cortometrajes estudiantiles y profesionales. 103


PA R A Í S O N OVI L L E R O por Rita Menéndez Sandoval Ciudad de México, 1990. La pequeña Micaela espera siempre el regreso de su papá al que nunca ha conocido y quien, según le cuenta su mamá, es un líder político que vive en Paraíso Novillero, Veracruz. La única seña que tiene de él proviene de una fotografía que su madre Cecilia, de 30 años, le dio de pequeña para que dejara de espantar a sus novios al llamarlos “papá”. Cecilia, joven y enamoradiza, siente la necesidad de tener un hombre a su lado. Sus intentos por conseguir novio son en vano hasta que conoce a Pepe, de 40 años, el gerente de la tienda de electrodomésticos en la que trabaja. Pepe quiere formar una familia con ella. Esto, molesta a Micaela porque tiene la esperanza de que algún día regrese su papá. A Micaela le gusta estar casi todo el tiempo en casa de su mejor amiga Liliana, de 12 años, porque cree que la familia de su amiga es perfecta. Liliana no opina lo mismo, está harta de que sus padres discutan por todo y no le gusta que su hermano Pablo, de 14 años, esté enamorado de Micaela. Liliana fantasea con pertenecer a una familia coreana que la perdió de pequeña. En la Secundaria Matutina José Refugio, Micaela tiene su clase favorita: Literatura. Liliana y Micaela se sientan juntas para poder platicar en cualquier oportunidad que encuentran. A Micaela le gusta el maestro Bernardo, de 40 años, atractivo y apasionado. Micaela es la favorita de Bernardo por ser la única alumna que presta atención a su clase. El profesor les deja leer Pedro Páramo de Juan Rulfo. En casa, Micaela se siente desplazada por Pepe y con actitudes groseras se lo hace saber a la pareja. Pepe es paciente con la actitud de Micaela, y aunque se esfuerza por agradarle, todos sus esfuerzos son en vano. Cecilia, molesta porque no soporta el comportamiento “infantil” de su hija, pelea con Micaela, con lo que logra alejarla. Cecilia se olvida de asistir a una reunión escolar de padres e hijos en el día de la madre. Se siente culpable, por lo que convence a Micaela de tener una tarde para ellas solas. 104


En clase, Micaela es la única que cumple con la tarea por lo que tiene que pasar al frente para comentar el libro. Micaela habla con pasión sobre la búsqueda del padre en un lugar mítico: Comala. Ella se siente identificada con el protagonista de la novela. El análisis de la lectura se convierte en una especie de catarsis por su falta de padre. Liliana se sorprende al ver a su amiga tan sensible con el tema de la lectura. Al finalizar la clase, Bernardo le pide hablar sobre el tema porque es un profesor preocupado por el bienestar de sus alumnos. Micaela confunde la situación y, torpe, se le insinúa a su amado profesor. Bernardo deja claro sus límites tratando de ser condescendiente con Micaela. Sin embargo, ella no puede evitar sentirse vulnerable y expuesta. Después de la escuela, Micaela va al trabajo de Cecilia, la tienda Electrodomésticos Don Pepe. Es la herencia que le tocó a Pepe de su padre don Pepe, que heredó de su abuelo don Pepe, cosa que se comprueba con la línea familiar de fotos enmarcadas en oro de todos los Pepes. Al entrar a la tienda, Micaela siente que su vida está arruinada: Pepe le pide matrimonio a Cecilia. Micaela intenta destruir el momento romántico pero lo único que logra es que su mamá piense que hace otro de sus berrinches. Antes de salir del lugar, roba unos audífonos de la tienda. Micaela, frustrada, corre a su casa, se encierra en su habitación, azota y grita, grita muy fuerte. En ese momento, ve la fotografía de su padre y decide ir a buscarlo. Tira los libros y libretas de la mochila para poder llenarla con lo necesario: su bote de ahorros, su figura paterna (el portarretrato) y un par de mudas. Lo último que ve al salir es una fotografía con Cecilia en un día feliz. Va a casa de Liliana para despedirse, pero no logra obtener valor y decide escribirle una carta que deja debajo de la puerta. En la central camionera no van camiones a Paraíso Novillero, sólo a Veracruz, pero ya se acabaron las corridas para ese día. La vendedora le informa que en la gasolinera pasan los de segunda. Para llegar a la gasolinera tiene que pasar por una calle que aparenta ser peligrosa. Las personas de dudosa procedencia observan a Micaela con sospecha. Un indigente trastornado le grita que no se vaya porque ahí tiene lo que necesita para ser feliz, como si se tratara de algo predestinado.

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Micaela acelera su paso hasta llegar al restaurante de la gasolinera. Pregunta a la señora que atiende por el camión de segunda que va a Veracruz. La señora responde: Ay m‘ija, casi siempre pasa a las 12, nomás estate al pendiente. Micaela se queda dormida de tanto esperar. Una mesera la despierta para decirle que ahí va el camión. El camión se va sin ella. Manuel, un trailero con apariencia desagradable y mirada pervertida, se ofrece a llevarla al lugar que desee. La doble intención, hace sentir insegura a Micaela. Abraham, de 40 años, músico y alcohólico en secreto, se acerca a ella para brindarle protección haciéndose pasar por su papá. Micaela intuye que así es como un padre ayudaría a su hija y accede a sentarse en la mesa de Abraham y su hijo Tobías, de 10 años. Tobías permanece concentrado en su cena. Su apariencia de boy scout demuestra que es un chico tímido. Se esfuerza en no mostrar interés en Micaela, pero de vez en cuando le dedica unas miradas. Micaela ahora no sabe qué hacer. Abraham le pregunta a Micaela por qué viaja sola. No cree que sea conveniente que una niña de su edad viaje sola. Micaela les dice que va a buscar a la única familia que le queda: su papá. La madre de Tobías murió un año antes, por lo que Abraham deduce que la madre de Micaela también murió. Micaela no lo niega. Comienza a mentir acerca de su familia para provocar lástima en Abraham y Tobías, y así se hace de la ayuda de ellos. Abraham le ofrece acercarla a su destino ya que no llegarán camiones hasta el día siguiente. Tobías está de acuerdo porque le gusta Micaela. Abraham y Tobías se dirigen al panteón en donde está enterrada la madre de Tobías, en Veracruz. Micaela accede a ir con ellos. Suben a un pequeño y viejo Datsun ‘72 color verde. En el espejo cuelga un collar con la foto de la mamá de Tobías. Un tráiler rebasa al pequeño carro haciendo que este tiemble. En casa de Micaela, Pepe se despide de Cecilia, aún dormida, con un beso. También quiere agradarle a Micaela por lo que cree pertinente explicar sus sentimientos e intenciones frente a la puerta cerrada de su cuarto: Voy a hacer el esfuerzo todos los días por ser el mejor esposo para tu mamá y el mejor padre para ti. Sabes, no es bueno quedarse con el enojo. El día que mi padre murió, le apliqué la ley del hielo como le llaman ahora; antes se le llamaba el tratado de

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silencio, definitivamente la ley del hielo es una forma más inteligente de llamarlo, no cabe duda que las nuevas generaciones son más ingeniosas... Lo que intento decir es que me gustaría que me dieras una oportunidad porque quiero formar parte de esta familia... Que tengas buen día, hija. Los tres viajeros del viejo Datsun ‘72 pasan por un letrero de carretera que dice: “Regresa”. Micaela extraña a Cecilia. El carro comienza a fallar, sale humo del radiador. Tobías le tiene un miedo patológico a la muerte, por lo que nada se le hace exagerado a la hora de prevenir cualquier peligro. Todo el tiempo exagera el accidente y da precauciones excesivas a su papá. Abraham toma la cantimplora de su hijo para utilizar el agua a pesar de tener su propia botella de agua. Tobías sospecha que su papá guarda alcohol en la botella y, cuando Abraham baja del auto, Tobías la busca. Micaela ayuda a Abraham. Cuando reparan el desperfecto, ambos se burlan de Tobías por paranoico. Tobías no puede evitar sentirse molesto con su papá. Cada que encuentra oportunidad, le reclama algo. Cecilia apenas nota que Micaela no está en casa. La busca en casa de Liliana. Al fondo se escucha una discusión de los padres de esta. Pablo tiene los audífonos puestos. Liliana le dice a Cecilia que no sabe nada de Micaela. En ese momento la realidad de Cecilia se derrumba porque no tiene idea de otro lugar en el que su hija podría estar. Liliana luce nerviosa por lo que tiene que ocultar para ayudar a su amiga. Pablo nota algo extraño en el comportamiento de su hermana. Cecilia llama a su novio Pepe para que la ayude a buscarla. Para los viajantes el trayecto es caluroso. Abraham, mareado por el mezcal que lleva en la botella de agua, detiene el coche en un restaurante y chapoteadero llamado El Paraíso. Es un lugar con ambiente familiar; adultos se emborrachan mientras sus hijos juegan en un chapoteadero. Abraham pide mojarras para los tres. Tobías es alérgico al pescado, pero no le recuerda eso a su papá y come para buscar la aceptación de Micaela. Los dueños del restaurante y chapoteadero invitan a Abraham a su mesa. Sin querer conquista a la esposa del dueño. Vuelven al carro para evitar un altercado. Cecilia y Pepe, en la estación de policía, esperan para denunciar la desaparición de Micaela. Los policías son incompetentes, pero menos que en la realidad, porque logran levantar la denuncia.

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Liliana y Pablo pegan en la colonia carteles de “se busca” con la fotografía de Micaela. En el camino, Tobías intenta disimular las náuseas. Le pide a su padre que se detenga porque se siente muy mal. Abraham piensa que es algo mental porque está acostumbrado a que Tobías exagere las enfermedades o las situaciones de peligro. Tobías termina abriendo la puerta del carro, total que no es tan peligroso porque van como a 30 km por hora. Vomita a la orilla de la carretera. Abraham baja del carro para ayudar a su hijo. Tobías le reclama por no haberse acordado que es alérgico al pescado. Abraham se siente culpable, como casi todo el tiempo, por no lograr ser un buen padre. Avanzan otro poco del camino, pero ahora permanecen en silencio padre e hijo. Micaela trata de sacar temas de conversación, poner canciones, todo para volver el viaje más animado. El carro se vuelve a descomponer. Abraham intenta arreglarlo, pero esta vez el carro no enciende. Tobías tiene una discusión con su padre porque es un irresponsable que nunca previene nada. Micaela propone ir por un mecánico que vio en el camino. Abraham les pide que lo esperen en el carro mientras va por el hombre en cuestión. Micaela y Tobías, acalorados, esperan en el carro. Abraham camina bajo los rayos del sol. Encuentra una cantina de pueblo y entra, engañándose a sí mismo al pensar que sólo será por un breve momento. Micaela, aburrida, decide ir al río que se alcanza a ver a lo lejos. Tobías la sigue. Micaela le reclama a Tobías no valorar a su papá y culparlo de cualquier cosa. Hace la comparación con su padre al cual no conoce y nunca ha sido responsable de ella. Tobías defiende su punto: Preferiría un padre con una casa gigante que un papá que se la pasa borracho porque no puede superar la muerte de alguien. Él me trata como si yo fuera el vulnerable, el que sufre más, pero no es así porque yo tengo que cuidarlo para que no nos mate. Desde ese momento Tobías se aleja de Micaela, y aunque en el fondo sigue sintiendo atracción por ella, hace lo posible por aparentar

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lo contrario. Micaela cree que él exagera porque conoce a Abraham como un buen padre. Liliana escucha música coreana en su recámara, se nota un tanto triste porque ahora no tiene a nadie con quien hablar, extraña a su amiga. Su hermano Pablo toca a su puerta, Liliana abre refunfuñando, pero su enojo cambia repentinamente al escuchar la oferta de Pablo de regalarle una entrada al concierto de un grupo coreano. El objetivo de acercarse a su hermana es para saber sobre Micaela. En el río, Micaela y Tobías tratan de mantenerse alejados el uno del otro. De vez en cuando se observan disimuladamente. El atardecer invade el paisaje en el que se encuentran. Tal vez sea el ambiente o los colores lo que hace que se reconcilien; Micaela empieza a creer lo que decía Tobías sobre Abraham porque este no llega. Abraham se pone borracho y se queda dormido en la mesa del bar. Micaela siente atracción por Tobías. Es la primera vez que le gusta alguien tan joven; sus amores eran platónicos, siempre hombres mayores (“daddy issues”). Juntan palos para hacer una fogata, Tobías es un experto en hacerlas gracias a su iniciativa de boy scout. Se sientan a ver el fuego, poco a poco se acercan más, hasta que los dos adolescentes se besan. Es el primer beso para los dos. Duermen abrazados a la orilla del río. Al amanecer, Micaela deja a Tobías para evitar el momento incómodo. Huir de situaciones comprometedoras, a tan corta edad, es algo que posiblemente heredó de su padre. Abraham, aturdido por el sol, despierta afuera de una cantina. Sabe que otra vez defraudó a su hijo. Va por el mecánico. Encuentra el carro vacío. Tobías despierta con los gritos de su papá que lo busca desesperado. Micaela, por su parte, pide aventón en la carretera. Una familia, aburrida y ñoña, le da aventón a la central camionera de Veracruz. Al comparar las familias, extraña a Tobías y Abraham. Cecilia, rendida, se sienta en la cama de Micaela. El cuarto es un

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desorden porque Cecilia revolvió todo para tratar de encontrar alguna información sobre su hija. Ahora sabe dónde podría estar porque falta el portarretrato del buró. Micaela pregunta en la central camionera por Paraíso Novillero. Un vendedor de boletos le explica cómo llegar. Sube a un camión. En el trayecto ve un panteón colorido. Tobías y Abraham están en otro panteón parecido. Tobías habla frente a la tumba de su mamá. Recuerdan momentos con ella. Extrañan la hora del chocolate caliente porque era el momento de la tarde en el que se sentaban a platicar del día. Tobías pensaba que tenía una familia que se contaba todo, por lo que se siente decepcionado de no haberse enterado de la enfermedad de su mamá. Le reclama a la tumba. Abraham abraza a su hijo. Liliana y Pablo platican sobre cómo sus papás tal vez dejen de pelear por unos momentos cuando se den cuenta que sus hijos no están en casa. Por primera vez son cómplices. Entran al departamento y encuentran a sus papás discutiendo sobre algún asunto sin importancia. Micaela sube a una mototaxi. Comparte el viaje con una señora vendedora de camarones, una joven madre con su bebé y un turista gringo. El turista, emocionado, toma fotografías del paisaje de las personas en el interior de la mototaxi y hace muchas preguntas a los pasajeros y al conductor. El bebé llora. Su mamá canta una canción para calmar a su hijo. La señora de los camarones le dice a la joven madre: Ponle una cruz de baba en la frente y vas a ver que se calma. Pero el bebé no deja de llorar, el turista no deja de hacer preguntas, la madre sigue cantando y Micaela se siente mareada por el olor que despide la canasta con camarones. La mototaxi se detiene frente a un letrero que dice: “Paraíso Novillero (1 habitante)”. El lugar no es lo que Micaela esperaba. El pueblo es precario; hay calles sin pavimentar, charcos de lodo y algunos muebles escurren fuera de las casas. En la plaza del pueblo unos niños juegan en el lodo. Micaela pregunta por el hombre del portarretrato. La señora más vieja del pueblo le da instrucciones para llegar a la casa del hombre que busca. Por otro lado, Cecilia y Pepe buscan a Micaela, pero en otra parte del pueblo, con una fotografía de ella. 110


Angelina, de 40 años, fría y de carácter fuerte, recibe a Micaela, que temerosa pregunta por su papá. Angelina, preocupada por los chismosos del pueblo, la hace pasar de inmediato. Micaela suda; no sabe cómo sobrellevar el momento incómodo de la hija ilegítima. Fausto, de 40 años, luce descuidado, ya no se parece al hombre de la imagen. El misterio se resuelve cuando Micaela muestra el portarretrato. Fausto le comprueba que no es su padre con una caja húmeda llena de volantes y postales. Es la misma imagen del portarretrato, sólo le falta una parte que dice: “¡Vota por Fausto Vallejo!”. Fue la publicidad para su candidatura a presidente municipal de Paraíso Novillero. Micaela llama a su casa, pero nadie contesta porque Cecilia está en camino. Cecilia y Pepe viajan en carretera para buscar a Micaela. Cecilia le dice que la boda va a tener que esperar, Pepe está de acuerdo; sabe que necesita tiempo para ganarse a Micaela. En el panteón del pueblo, Micaela se sienta en una tumba, deja ahí el portarretrato y se despide del papá que siempre imaginó.

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EL JURADO

CIELO SALVIOLO es consultora e investigadora en Comunicación e Infancia y productora de contenidos audiovisuales para niños. Fue directora de Pakapaka, el primer canal infantil de televisión abierta en Argentina y referente en Latinoamérica. Es secretaria general del Comité de Seguimiento y Aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño. Dirige Latinlab, laboratorio de contenidos infantiles para América Latina, y es consultora de UNICEF. FRANCISCO HINOJOSA es poeta, narrador y editor. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM. Ha impartido talleres de literatura en diversos países y en organismos como la International Board on Books for Young People (IBBY). Es colaborador de diversos medios impresos en los cuales también hace divulgación cultural. Su obra, dedicada especialmente al público infantil y juvenil, ha sido traducida a otros idiomas como el inglés y el portugués. Ha recibido premios como el IBBY y el Nacional de Cuento San Luis Potosí. LOURDES BARRERA es licenciada en Letras Españolas, Antropología Social y Estudios de Género. Es integrante de la Red Nacional de Defensoras de Derechos Humanos en México y ha colaborado con Amnistía Internacional y la ONU Mujeres, entre otras organizaciones. En 2012 fundó Luchadoras, una colectiva feminista desde donde se impulsa ChiquiTICas, un campamento de creación audiovisual para niñas. MARCELO VERNENGO LEZICA es director y guionista. Es profesor de Guion, Dirección y Dirección de Actores en la ENERC y la Universidad Abierta Interamericana. Ha dictado seminarios de estructura dramática en diversos países y colaborado con directores como Peter Brook, Peter Stein y Jean-Claude Carrière, entre otros. 113


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BENGALA es

Abdul Marcos Alejandro Durán Alexandro Aldrete Alo Valenzuela Andrés Clariond Anna Keeley Cecilia Parodi Diego Enrique Osorno Gabriel Nuncio Gerardo Lechuga Juan Farré Karla Jasso Ndeni Rojas Sofía Torres

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Primavera 2019 LIBRO BENGALA DE INFANCIA Y JUVENTUD se terminó de imprimir en marzo de 2019 en Serna Impresos S.A. de C.V., Vallarta 345, Centro, 64000, Monterrey, Nuevo León, México. En su composición se utilizaron fuentes de la familia ITC Baskerville.

Ilustraciones y diseño de portada: Denia Nieto. Diseño editorial: Jimena Souto. Corrección de estilo: Abdul Marcos. Coordinación editorial: Cecilia Parodi.

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