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La crisis política y social del Perú

Analizar la crisis del Perú en la coyuntura de inicios del año 2023 no es tarea fácil. A partir del golpe de Estado del 7 de diciembre de 2022 perpetrado por el expresidente Pedro Castillo, y que fue rápidamente develado, los hechos se han precipitado incansablemente día a día.

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Quizás la tarea sencilla sea describir la protesta y la violencia; pero lo difícil es interpretarla y peor aún avizorar las salidas a futuro. En materia política y social, los más serios analistas no se atreven a augurar lo que va a pasar mañana, ni siquiera lo que va a pasar en la siguiente hora. Pareciera que la única certeza que tenemos los peruanos es la incertidumbre.

Desde el 7 de diciembre hasta la primera quincena de febrero -con una breve pausa navideña- miles de personas salieron a bloquear las carreteras y las calles de algunas ciudades del sur del Perú y de Lima.

Si bien las marchas y las protestas eran anunciadas como pacíficas, en muchos casos rápidamente derivaron en graves actos vandálicos como la destrucción de sedes policiales, del Poder Judicial y de la Fiscalía de la Nación.

El solo hecho de impedir el paso de vehículos en algunas carreteras nacionales durante varios días era un acto de grave violencia.

En la nebulosa de la protesta social un solo objetivo parece ser el unificador de todos los rebeldes: la renuncia de la presidenta Dina Boluarte y la convocatoria a elecciones generales (presidenciales y parlamentarias).

Sin embargo, la situación en la que vivimos es tan extraña que ni el adelanto de elecciones generales se puede entender como una solución a la crisis política y social que estamos viviendo.

El Poder Ejecutivo ahora está en manos de la Dra. Dina Boluarte -a quien le corresponde legítimamente la sucesión presidencial por mandato constitucional, en su calidad de vicepresidenta del destituido Pedro Castillo-.

Los cuestionamientos a su legitimidad no tienen asidero constitucional ni legal.

Es tan solo una bandera política de los leales al golpista Pedro Castillo, Boluarte ha recibido un país polarizado social y geográficamente. Las protestas no sólo obedecen a una lógica de clases desposeídas contra el statu quo, sino que se presentan principalmente en las regiones del sur andino.

El norte y el centro del país ha mantenido una relativa calma, aceptando implícitamente el mandato de la Sra. Boluarte. Quizás cansados de toda la inestabilidad política que tiene más de cinco años, el norte y el centro han apostado por ignorar la política.

¿Por qué el sur andino cuna del Imperio Incaico, hábitat de las etnias quechuas y aimaras, ha sido el escenario de la rebelión? Podemos ensayar muchas respuestas, desde las históricas1, la discriminación racial, la desigualdad y falta de inclusión, y las luchas por la preeminencia de ideologías políticas que en el s. XXI han encontrado su campo de batalla en Latinoamérica.

Lo más probable es que sea una combinación de todas ellas, que con la crisis de la salida Pedro Castillo encontró la oportunidad de abrir la válvula de escape de todas las frustraciones.

Cierto es que la sociedad peruana es una de las más desiguales del hemisferio y que el sur andino mantiene los más altos niveles de pobreza y pobreza extrema.

En eso el Estado peruano ha fallado clamorosamente.

En el sur del Perú el déficit de infraestructura y de servicios en educación y salud es alarmante.

Todo ello ha sido astutamente aprovechado por agitadores profesionales, que no solo promueven protestas legítimas, sino que azuzan y financias acciones violentas que hacen recordar los peores momentos del terrorismo de Sendero Luminoso.

El ataque destructivo y simultáneo a sedes de la Fiscalía del Poder Judicial de a los aeropuertos de Arequipa, Cuzco y Ayacucho no fue una acción espontánea de las masas.

Fueron operaciones planeadas, financiadas y coordinadas, con el propósito de eliminar expedientes judiciales incriminatorios y de quebrar no solo la conectividad sino sobre todo la moral de los peruanos.

La respuesta del Estado ante la protesta ha sido policial con el lamentable resultado decasi 60 muertos y centenares de heridos, ocurridos principalmente en los operativos para desbloquear las carreteras y evitar las tomas de los aeropuertos.

Algunos excesos policiales han deslegitimado la acción de las fuerzas del orden. El Gobierno de Boluarte no ha sabido articular una respuesta política. Cierto es que los llamados al diálogo caen en saco roto por cuanto en el lado de los alzados no hay liderazgos visibles, y quienes se proclaman como diri- gentes populares se niegan a sentarse a la mesa de negociación y amenazan a quienes pretenden conciliar posiciones.

1 No olvidemos que en la etapa prehispánica los incas se impusieron violentamente sobre muchas otras etnias que estaban asentadas en lo que hoy ocupa Perú Bolivia, y Ecuador y parte de Chile y Argentina.

Posteriormente en el s. XVIII muy cerca a Cuzco estalló la cruenta revolución de Túpac Amaru que se extendió rápidamente hacia el Altiplano boliviano que fue sofocada a sangre y fuego por las fuerzas del virreinato español.

En suma, tenemos un grupo social rebelde al Estado Peruano que, aunque no define objetivos realistas de su protesta, parece tener la herida en carne viva y ante cualquier intento de sanación reacciona violentamente.

La denominada clase política, especialmente la que está presente en el Congreso de la República es un problema en sí misma.

Desde la última década del siglo pasado, el régimen fujimorista se encargó de desacreditar y desmantelar el sistema de partidos que había estado vigente durante el s. XX.

La mayoría de los congresistas electos en las cuatro últimas elecciones han sido para el olvido.

La calidad de su actuación parlamentaria es deplorable. La población mayoritariamente quisiera que el adelanto de elecciones incluya a los representantes parlamentarios, sin embargo, todos los intentos para una culminación anticipada del mandato han sido frustrados por el propio Congreso.

El afán de aferrarse al escaño es notorio, y en eso los jugosos emolumentos son el incentivo perverso.

En el frente externo, el gobierno de Dina Boluarte tampoco la tiene fácil. Entre la incontinencia verbal de AMLO, los erráticos juicios de Petro y el trabajo soterrado de Evo

Morales, el Gobierno Peruano se siente aislado en el vecindario.

El régimen nació a la luz con el signo ideológico equivocado. Ni la OEA ni ningún otro organismo continental le garantizan al régimen imparcialidad en el juicio, y los excesos policiales son contados en los foros internacionales en clave de Política de Estado.

La narrativa del Estado represor y dictatorial ha ganado -sin merecerlo- la tribuna internacional.

Hace unos días un reconocido periodista Andrés Oppenheimer decía que si bien el Perú atravesaba un ciclo de inestabilidad política social, ésta no afectaba la economía, que se mantenía estable gracias a la autonomía del Banco Central de Reserva, que es quien mantenía la inflación controlada, el tipo de cambio estable y un alto nivel de Reservas Internacionales Netas.

Eso es cierto, pero la estabilidad de los fundamentos económicos requiere de una economía real que crezca, que la producción se incremente y que la productividad mejore.

Los disturbios sociales de los últimos meses han sido arteros en cuanto a bloquear sectores claves de la economía, principalmente el turismo y la minería y en alguna medida la agroindustria.

Por ello, no es de extrañar que los resultados macroeconómicos en los próximos meses reflejen una caída del PBI.

Con lo cual podría darse fin al ciclo virtuoso del crecimiento económico. Es fácil bajar uno o medio punto porcentual del PBI en pocos meses. Subir un punto suele demorar años.

Finalmente, no podemos teminar este análisis sin mencionar al gran actor tras bambalinas: la economía criminal que es artífice de gran parte de la actividad económica, y que tiene sus voceros más o menos disimulados en los Poderes Públicos.

El narcotráfico, la minería ilegal, la tala ilegal de los bosques amazónicos, el sicariato, la trata de personas, la “industria” de la extorsión, etc. son actividades que en el último lustro han adquirido dimensiones nunca vistas.

Se atribuye a ellos -y no sin razón- que financian los movimientos violentistas que se presentan con una máscara de reivindicaciones sociales.

El Estado Peruano no ha medido aun el real impacto social, político y económico de la economía criminal.

A los zares del crimen organizado les interesa un Estado Peruano fallido, débil y una sociedad desmoralizada; en ello se acercan sus posiciones con los políticos extremistas.

Se necesita un movimiento social, liderado por una nueva generación de líderes que pongan en evidencia esta realidad y la enfrente.

De lo contrario el Perú podría caer en una debacle irreversible. Dios nos proteja.

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