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La bohème, Puccini y la síntesis de la tradición Andrea García Torres. Musicóloga y crítica musical.
“Es muy cierto que el sufrimiento expresa al hombre, aunque lo arruina, porque tras la experiencia dolorosa es otro hombre el que nace, al conocerse, y conocer el mundo”. Carlos Bousoño, Análisis del sufrimiento (1968) Basta la cita de este poeta nacido en Asturias para percatarse de que uno de los grandes aciertos que presentan las óperas de Puccini es la universalidad de los sentimientos que afligen a sus personajes; la alegría de vivir, la risa, el miedo, la angustia, el sufrimiento… tan vívidos hoy en día como pudieron serlo en la última década del siglo XIX. El interés de Puccini por las Scènes de la vie de bohème de Henri Murger comienza en 1892, antes incluso de estrenar Manon Lescaut, y aunque la crítica le augurase poco menos que un fracaso, lo cierto es que La bohème es hoy día su ópera más representada.
La fascinación por este tema llega hasta el punto de que otros dos compositores destacados de la escena operística de fin de siglo, como Ruggero Leoncavallo y Jules Massenet, se interesaron por él aunque el desenlace fue muy distinto en cada caso. El primero terminó enfrentado con Puccini por demostrar quién poseía la primicia de adaptar el libro de Murger, llegando a niveles de hostilidad alarmantes, mientras Massenet renunció finalmente a ponerle música. No es éste el primer caso en que un operista busca en París la inspiración necesaria para sus dramas, pues la ville lumière terminó por imponerse como la capital cultural europea del siglo XIX, alimentando el imaginario colectivo de ser un lugar idílico para albergar todas las manifestaciones artísticas. Una visión condicionada por las representaciones literarias de Charles Baudelaire, Victor Hugo o Théophile Gautier, así como por la cartelería y las estampas de los bulevares contemporáneos y de la vida nocturna, plasmados por Toulouse-Lautrec y Jules Chéret. París dictaba sus hábitos culturales al resto de naciones que, en el caso de la bohemia, sirvió de mecha para que se desarrollase en otros lugares, como ocurrió en Italia con la Scapigliatura milanesa. No obstante, Murger representa la bohemia de una forma conciliadora; en su obra muestra una visión alegre, galante y sentimental de la vida, desligada de la hostilidad que adquiriría más tarde hacia los sectores burgueses, y justamente es ese espíritu el que Puccini recoge en La bohème, su cuarta ópera.
No es éste el primer caso en que un operista busca en París la inspiración necesaria para sus dramas, pues la ville lumière terminó por imponerse como la capital cultural europea del siglo XIX
Verdi y Wagner, las dos figuras que hoy perduran como antagónicas de la escena lírica europea, fueron asimismo sensibles a las propuestas parisinas en el terreno operístico, y sus catálogos acusan el influjo de la Grand Opéra. Señala Torrellas en su monografía
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sobre la historia de la ópera, que el primero visitó la ciudad una treintena de ocasiones, y allí estrenó Les vêpres siciliennes (1855) y Don Carlo (1867), condicionado por la estética imperante. Al mismo tiempo, Rienzi, pese a estar escrita en alemán, supone para Wagner la asimilación de todos los recursos que caracterizan este estilo –cinco actos, un ballet, la temática histórica, masas corales, y una dramaturgia fastuosa–. La Grand Opéra también fue considerada una opción a valorar cuando el sistema operístico italiano sufrió una significativa crisis de identidad en los años setenta del siglo XIX. Los intelectuales pertenecientes al movimiento literario, cultural y de tono vanguardista que fue la Scapigliatura milanesa, con Arrigo Boito y Amilcare Ponchielli a la cabeza, decidieron buscar un nuevo camino en el que también sería evidente el legado del Musikdrama wagneriano para reformar el melodrama, inherente a la tradición italiana. Pero el influjo wagneriano en La bohème no sólo se limita al ámbito musical, ya que el concepto del amor entre Mimì y Rodolfo está más cerca del planteado por Wagner que del de Murger y sus Scènes de la vie de bohème, debido al grado de intensidad con que lo sienten y sufren los dos amantes.
La Grand Opéra también fue considerada una opción a valorar cuando el sistema operístico italiano sufrió una significativa crisis de identidad en los años setenta del siglo XIX Los compositores de la Giovane scuola, entre los que se encontraban Leoncavallo, Mascagni, Cilea, Giordano y el propio Puccini, introdujeron en sus óperas de la última década del XIX cierta fluidez dramática que el público pareció valorar, en contraposición a los postulados de la Grande Opera –que así se tradujo la Grand Opéra francesa al italiano–. La nueva “ópera de bajos fondos” se nutre de la estética naturalista, consolidada tardíamente en la escena lírica;
La basílica del Sacré-Coeur, 1940 Gaston Paris