Y Barr habló por primera vez, suavemente -¿Tanta confianza tiene en la victoria final de la Fundación? El comerciante se volvió. Enrojeció levemente, mostrando la palidez de una vieja cicatriz que tenía en la sien. -Vaya, el socio silencioso. ¿Cómo ha deducido eso de mis palabras, doctor? Riose hizo a Barr una seña imperceptible, y el siwenniano prosiguió en voz baja: -Porque le molestaría la idea de que su mundo pudiera perder esta guerra y sufrir las tristes consecuencias de la derrota. Lo sé porque mi mundo las sufrió una vez, y aún las está sufriendo. Lathan Devers jugó con su barba, miró uno tras otro a sus interlocutores y rió brevemente. -¿Habla siempre así, jefe? Escuchen -añadió en tono grave-, ¿qué es la derrota? He visto guerras y he visto derrotas. ¿Qué pasa si el vencedor asume el gobierno? ¿A quién molesta? ¿A tipos como yo? -Meneó la cabeza con incredulidad-. Entiendan esto -añadió el comerciante hablando fuerte y animadamente-, siempre hay cinco o seis tipos gordos que gobiernan un planeta normal. Ellos son los que llevan las de perder, o sea que yo no voy a preocuparme en absoluto por su suerte. ¿Y el pueblo? ¿Los hombres del montón? Claro, algunos mueren, y el resto paga impuestos extraordinarios durante un tiempo. Pero todo acaba arreglándose; las cosas se estabilizan. Y entonces vuelve a implantarse la misma situación, con otros cinco o seis tipos diferentes. Ducem Barr movió las aletas nasales, y los tendones de su mano derecha temblaron, pero no dijo nada. Los ojos de Lathan Devers se fijaron en él; nada les pasaba por alto. Añadió: -Mire, me paso la vida en el espacio para vender mis modestas mercancías y sólo recibo coces de los Monipodios. En casa -señaló por encima de los hombros con el pulgar- hay tipos corpulentos que se embolsan mis beneficios anuales, exprimiéndome a mí y a otros como yo. Supongamos que ustedes gobiernan la Fundación. Seguirían necesitándonos. Nos necesitarían más que los Monipodios porque se sentirían perdidos, y seríamos nosotros quienes traeríamos el dinero. Haríamos un trato mejor con el Imperio, estoy seguro; y lo digo como hombre de negocios. Si ello significa más ganancias, lo apruebo. Y se quedó mirándoles con burlona beligerancia. Reinó el silencio durante unos minutos, y entonces un nuevo cilindro asomó por la ranura del receptor. El general lo abrió, echó una ojeada a su contenido y lo conectó a los visuales. «Prepare plan indicando posición de cada nave. Espere órdenes manteniéndose a la defensiva.» Recogió su capa y, mientras se la ajustaba sobre los hombros, dijo a Barr con acento perentorio: -Dejo a este hombre a su cuidado. Espero resultados. Estamos en guerra y los fracasos se pagarán caros. ¡Recuérdelo! Se fue tras saludar militarmente a ambos. Lathan Devers le siguió con la mirada. -¡Vaya! Alguna mosca le ha picado. ¿Qué ocurre? -Una batalla, evidentemente -repuso ásperamente Barr-. Las fuerzas de la Fundación van a presentar su primera batalla. Será mejor que venga conmigo. Había soldados armados en la estancia. Su actitud era respetuosa, y sus rostros, herméticos. Devers salió de la habitación detrás del altivo patriarca siwenniano. Les condujeron a una estancia más pequeña e incompleta que la anterior. Contenía dos camas, una pantalla de video, ducha y otros servicios sanitarios. Los soldados se marcharon y la gruesa puerta se cerró con un ruido hueco. -¡Vaya! -Devers miró en torno suyo con desaprobación-. Esto parece permanente. -Lo es -dijo Barr con brevedad, volviéndole la espalda. El comerciante preguntó, irritado: -¿Cuál es su juego, doctor? -No juego a nada. Usted se halla a mi cuidado, eso es todo. El comerciante se levantó y se acercó al patricio, que se mantuvo inmóvil. -¿Esas tenemos? Pero está en esta celda conmigo, y cuando nos condujeron aquí las armas le apuntaban tanto a usted como a mí. Escuche, se ha enfurecido mucho con mis ideas sobre la guerra y la paz. -Esperó en vano-. Muy bien, déjeme preguntarle algo. Dijo usted que su país fue vencido una vez. ¿Por quién? ¿Por el pueblo de un cometa de las nebulosas exteriores?
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