2 minute read
CARLOS GABRIEL CHÁVEZ
CARLOS GABRIEL CHÁVEZ
PACHUCA, MÉXICO
Advertisement
Huellas
Llueves en mi frente: diluvio de árboles y aves destinados sobre el tiempo y el aire, detenidos sobre la muerte y la nada, donde revientan como el vientre de la granada, revientas tú como semilla del crepúsculo, como fruto del sol: alba creciendo a la vuelta de tus ojos, tus hombros y tu espalda. Corres de la Z a la A, horizonte revés del lenguaje. Libro como la muerte que en mi pecho se acuesta, como el pasto en la tierra. Mi mirada toca abierta a la costilla del mundo, acaricia a mis labios la luz del horizonte: las palabras se calientan y se evaporan al borde del murmullo. Plegaria que huele a mujer, que huele a metáfora, que huele a laguna. Seduces a la muerte subiendo tus largas enaguas nocturnas: oscuridad que sabe a erotismo
para Thelma
donde te vomita la luna. El Xólotl muerde a la tarde en anacronismos de cerámica. Vida y cuerpo: ópera en que tus dientes arden, sinfónico soliloquio de tu sigilosa sonrisa. Mapamundi son tus ojos y su vista, una catedral de miradas que tejen el violento cielo. Con mis piernas solitarias de almas sofocantes y cruzados pechos, palpas a la noche en las aristas de su inmovible cuerpo y tocan la llanura de tus excitadas rodillas. Recomienzas sobre mi piel como mi imaginación en tu tan besado seno. Descoses los rostros y los rastros y los restos de los ratos, girando por mis huesos. Te quemas, como madera seca y solitaria, en los huérfanos bosques de mis brazos. Goteas en el balcón de tus altas cejas: azules, oscuras y estrelladas. Tú eres ya el aire, mi vida. Yo por dentro soy más mares que recuerdos y más naufragios que veranos. Yo muero y remuero, no más que tú en el lenguaje: cenicero de tiempo. El hombre se erige en el miedo, nace del azar y de la memoria. Te pierdes como se pierde la noche ahora, en el yermo arrabal de la poesía y en las esquinas de la inefable hora.
Reencarnamos en toros de frente verde y pies oscuros, después de enamorarnos bajo el cielo moribundo, bajando la cabeza en la lúgubre ausencia de tu cuello. Me gustaría dormido quedarme sobre el epitafio de tus voces, y ser un poema infinito, que no diga nada y detenga a la tarde, que vuele en tus encendidos ojos amarillos: mártires de un ocaso, petrificado y cobarde.