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La singularidad No. 5

La cicatriz

De Patricio Ventosa Rodríguez

No voy a mencionar el kintsugi, sé que normalmente al hablar de este tema se evoca al kintsugi, pero no lo voy a hacer. Desde hace unos años, me encuentro cicatrices por todos lados; en la ropa, en las manos, en el clima, en las plantas, en las palabras de mi mamá. Creo que las cicatrices son pequeñas celebraciones. Es la forma que tiene lo vivo de decir “algo me pasó, pero ya pasó”.

Todo lo que cicatriza está vivo de alguna forma. La tela necesita de manos y agujas para remendarse de la misma forma que la piel necesita plaquetas y células blancas. Le damos vida a nuestras prendas a través de su uso y reparo. Los ríos erosionan para luego secarse. Tapamos el rayón en la puerta del coche con pintura que más o menos se parece al color original. Lo directa o indirectamente vivo se mueve y, en especial, sana.

Existe, creo yo, una relación liminal entre una cicatriz y otra. Las heridas tienen una forma muy particular de conversar entre sí. Las estrías de mis rodillas hablan seguido con las de mi espalda, pero no las de mi panza. La mordida de mi perro en el meñique habla con el bordado que hicimos en una chamarra cuando murió. Cosemos heridas, cosemos pantalones. Usamos cinta para grietas en paredes y lentes rotos. Rellenamos hoyos con asfalto y con alcohol.

¿Qué diferencia a una herida común de una cicatriz? Una cicatriz se ve. El tejido recuperado se presume a sí mismo. “Sobreviví” grita triunfante. Son celebraciones, sí, pero celebraciones en forma del dolor que las causó. Todas y cada una de las cortadas en mi mano tienen forma de garra de gatita. El hielo polar tiene anillos marcando contaminación por metales pesados desde el imperio romano. Los barcos hundidos hundidos están.

Portamos las marcas de viejos dolores a literal flor de piel, pero no sin buen motivo. Un recordatorio de lo vulnerable que es la vida; la permanencia. No frágil, no débil, no quebradiza, pero sí vulnerable. Adoptamos tatuajes naturales por aquello que logra atravesar nuestra piel. Rastrillos, caídas, desamores, papeles, esquinas, amores, pérdidas.

Todo esto, en realidad, para compartir mi cicatriz más grande. Cicatriz de un dolor por venir. Mi abuelo, Jaime, tiene casi noventa años ya. Jaime es un hombre verdaderamente ordinario. Como a mí, le gusta hablar en hipérbole. Le gusta su café. Le gusta pintar y hacer barcos de papel. Jaime sonríe cuando dice que él me enseñó a gatear. Jaime, como el rasguño en el cachete de mi hermano, se asoma en cada una de mis sonrisas. Jaime, como las cortadas en las manos con las que escribo, vive en mi trabajo. Si me conoces a mí, conoces, de menos, a un cachito de Jaime.

No elegimos las cicatrices que portamos. Para bien o para mal, hablar de cicatrices es hablar de nuestra vida. Asumo que, a estas alturas de La Singularidad, ya saben de una que otra mía. Porque eso es lo único que es. Si lees esta columna, conoces, de menos, un cachito de Patricio. Y por eso mismo, con lentes de color rosa, le doy a las cicatrices cuatro de cinco estrellas. Inevitablemente.

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